Creer en Cristo no puede ser un acontecimiento único en el pasado, sino un
acto continuo. Al igual que lo es el perfeccionamiento y la santidad en la vida del creyente. No basta con decir: “creí en Cristo”, sino que debemos continuar creyendo en Él hasta el fin. No basta con decir: “Cristo me cambió”; sino que Él continúa cambiando nuestras vidas día tras día. Para quienes creen en Cristo la salvación es real. Pero hasta llegar a la eternidad es un caminar. Hay avance, progresión. Dios obra a cada paso que damos. Por eso creer verdaderamente en Cristo no solo es un cambio radical en la vida, sino como lo declara el apóstol Pablo en 2 Corintios 3:18, en la Nueva Traducción Viviente la Palabra de Dios dice: “Así que, todos nosotros, a quienes nos ha sido quitado el velo, podemos ver y reflejar la gloria del Señor. El Señor, quien es el Espíritu, nos hace más y más parecidos a él a medida que somos transformados a su gloriosa imagen.” De seguro ninguno de nosotros puede decir que ya es completamente como Cristo, pero sin lugar a dudas, por la verdad de la Palabra de Dios, y por su Santo Espíritu, el cristiano cada día es conformado a la imagen de Jesús. Nuestro carácter, nuestras acciones, nuestros pensamientos, nuestras obras; todo comienza a ser impregnado de Cristo, a tal punto que Él crece en nuestras vidas. Ser cristiano no es una convicción ciega, sino que la fe verdadera se manifiesta en el fruto que el cristiano da. Como Jesucristo mismo lo dijo en Juan 15:16 “No me escogieron ustedes a mí, sino que yo los escogí a ustedes y los comisioné para que vayan y den fruto, un fruto que perdure.” Ese fruto no se basa una posición humana o una autoridad eclesiástica; sino en una vida que manifiesta obediencia a la verdad de Dios declarada en su Palabra. Quien ama a Dios no es aquél que habla bien, que sabe expresarse; no es quien lidera, quien tiene autoridad; no es quien tiene una apariencia; quien de verdad ama a Dios es quien obedece a su voz. Esta verdad maravillosa es la que en contraste nos coloca ahora Apocalipsis capítulo veintidós, versículos catorce y quince, al declarar: “Dichosos los que lavan sus ropas para tener derecho al árbol de la vida y para poder entrar por las puertas de la ciudad. Pero afuera se quedarán los perros, los que practican las artes mágicas, los que cometen inmoralidades sexuales, los asesinos, los idólatras y todos los que aman y practican la mentira.” Es interesante que la Palabra de Dios constantemente contrasta estas dos verdades, no tanto de manera externa sino interna. Es decir que la dicha, el gozo, la verdadera bendición de la cual nos habla la Palabra de Dios, no es presentada por las cosas externas. Constantemente caemos en ese error. Miramos a alguien que tiene una familia, posesiones; abunda en bienes, es evidente que externamente no tiene ninguna necesidad; y pensamos que esta es la clase de persona que es feliz. Pero nada más engañoso que la apariencia externa. Bien sea que una persona posea o no estas cosas, la felicidad verdadera, la verdadera bendición es la que se experimenta en el alma, en el corazón. Y esta bendición, esta dicha sin igual que solo la pueden experimentar los cristianos, es real porque ellos son los “Dichosos… que lavan sus ropas”. Y ya Apocalipsis nos ha dicho cómo es que las ropas son lavadas. Hablando precisamente de los que han pasado ya a la eternidad, Apocalipsis capítulo siete, versículo catorce dice: “Aquellos son los que están saliendo de la gran tribulación; han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero.” Esta verdad es demasiado clara. Los hijos de Dios que ya han dejado este mundo, ya han lavado sus ropas con la sangre de Cristo. Sus pecados fueron perdonados por el sacrifico del Cordero, y ahora que han partido, ya sus vestidos no tienen que ser más lavados. Pero para los que aun siguen en la tierra, la iglesia que aún es peregrina y extranjera en este mundo, hasta que llegue a la eternidad tendrá que lavar continuamente sus ropas en la sangre de Aquél que la derramó para limpiar a los suyos de toda maldad. Una vez mas la Palabra de Dios nos recuerda que el cristiano no es un apersona perfecta, no es aquel que jamás mancha su vestidura; pero sí es evidente que se da cuenta cuando sus ropas han sido manchadas. De hecho, su dicha es ver constantemente su culpa quitada. El cristiano se alera en ver cómo progresa, cómo su vida es santificada. La felicidad de los hijos de Dios en esta tierra es ver al Espíritu Santo trabajar en sus vidas. Es ver ese fruto divino reflejado en su caminar en esta vida. Los hijos de Dios se gozan en esto “para tener derecho al árbol de la vida y para poder entrar por las puertas de la ciudad.” Esa es su meta. Es esto lo que el cristiano anhela, esta es su felicidad eterna. Por el contrario, dice allí: “Pero afuera se quedarán los perros, los que practican las artes mágicas, los que cometen inmoralidades sexuales, los asesinos, los idólatras y todos los que aman y practican la mentira.” Y sobre esto ya nos ha hablado mucho la Palabra de Dios, de hecho, nos está repitiendo lo que dice Apocalipsis capítulo veintiuno, versículo ocho; solo que aquí acentúa una gran verdad. Esta clase de personas aman todo esto, por esto lo practican. Todo el que es practicante del pecado, sea cual sea la clase de pecado, es porque ama su pecado. No que sea un hijo de Dios que por alguna razón manchó su vestido y se siente sucio; sino que es alguien que vive para esto. Se deleita en esto. Ama con todo su corazón su maldad y la práctica. Pero sin lugar a dudas si hay algo que anhelan los hijos de Dios es poder entrar un día por las puertas de la ciudad eterna y tomar del árbol de la vida. Como dice 1 Juan 1:7 “Pero, si vivimos en la luz, así como él está en la luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesucristo nos limpia de todo pecado.” Los hijos de Dios viven para esto, aman a Dios con todo su corazón, Dios es realmente todo en sus vidas, aman la perfección, la justicia, la santidad… y es por esto que, en Cristo, día tras día se purifican en su “SANGRE QUE LIMPIA”.