Вы находитесь на странице: 1из 3

Edward Said

Edward Said ha sido uno de los intelectuales más conocidos e influyentes del mundo a
finales del siglo XX y principios del XXI. En sus comienzos fue crítico literario, en la línea de György
Lukács y Erich Auerbach, y debía su notoriedad a trabajos sobre las identidades culturales y el
encuentro de culturas, sobre los nacionalismos y los imperialismos. Era también una de las voces
más escuchadas en favor de la causa palestina, tanto más valiosa cuanto que procuraba que su
defensa tuviera siempre en cuenta los sufrimientos de los judíos, desde las persecuciones hasta el
genocidio. Era además un apasionado de la música, de escucharla y de interpretarla, y se sentía
heredero tanto del filósofo alemán Theodor Adorno como del pianista canadiense Glenn Gould.
Era un trabajador incansable y de curiosidad insaciable cuya vida parece no haber conocido un
momento de respiro.

Me resulta difícil hablar de la obra de Edward Said como un tema de estudio como
cualquier otro porque fuimos amigos durante casi treinta años. Lo conocí en los años setenta, en
la Universidad Columbia de Nueva York, a la que iba entonces cada tres años para dar un curso en
el departamento de literatura comparada en el que trabajaba Said. Creo que lo conocí en 1974,
aunque no nos hicimos amigos hasta 1977. Quisiera recuperar la impresión que me causó
entonces sin proyectar demasiado en ella los encuentros que mantuvimos después.

Teníamos algunos rasgos en común que podían acercarnos. Said, nacido en 1935, era
cuatro años mayor que yo, una diferencia que a nuestra edad no contaba demasiado. En 1966
había publicado su primer libro, un estudio de Conrad fruto de su tesis doctoral,[1] y mi primer
libro, que fue también una adaptación de mi tesis doctoral, apareció en 1967. Le interesaban los
debates «teóricos», como decíamos entonces, que mantenían algunos críticos y filósofos
franceses, y participó en ellos con su segundo libro, titulado Beginnings, de 1974.[2] También yo
me dedicaba a renovar los estudios literarios, por lo que podíamos encontrar un lenguaje común.

Mucho más importante era otra característica común de nuestras biografías: ambos
habíamos emigrado de nuestro país, él a Estados Unidos y yo a Francia, y procedíamos de países
situados en el extremo de Occidente, él de Palestina y Egipto, y yo de Bulgaria, países muy
distintos en algunos aspectos, pero en los que se da el mismo sentimiento de proximidad y a la vez
de inferioridad respecto de Europa occidental y Estados Unidos, sentimiento que podía dar origen
a una mezcla de envidia y de resentimiento.

Nuestros países compartían además el hecho de haber pertenecido en un pasado lejano al


mismo Estado, el Imperio otomano. Los turcos no habían impuesto la asimilación, pero había
formas de vida comunes de un extremo al otro del imperio. Así, descubríamos con sorpresa las
coincidencias de nuestras tradiciones culinarias: el pepino con yogur, las berenjenas, las
albóndigas… Mucho tiempo después, leyendo su autobiografía, me di cuenta de que había otro
cruce de caminos. En 1911 el Estado búlgaro, que treinta y cinco años antes se había emancipado
de la tutela otomana (la palabra que se empleaba en búlgaro era «yugo»), inicia la primera guerra
balcánica contra los turcos. Al padre de Said, que vivía en Palestina, todavía bajo dominio turco, lo
llamaron a hacer el servicio militar, y por lo tanto a luchar contra los búlgaros. Como la perspectiva
no le parecía en absoluto prometedora, se marchó de Palestina y acabó en Estados Unidos, país
cuya nacionalidad adoptó. Y esto marcaría el destino de su hijo cuarenta años después. La
pertenencia y la oposición al Imperio otomano formaban parte tanto de su historia como de la
mía.

La personalidad de los emigrantes es todavía más compleja que la de los otros habitantes
de un país, ya que viven la ruptura entre un antes y un después, aunque cada quien vive esta
pluralidad a su manera. La de Said era especialmente compleja, y de ello había huellas incluso en
su nombre, mitad inglés y mitad árabe. Era originario de un país inexistente, exiliado en Egipto, se
había educado en escuelas en lengua inglesa destinadas a la élite del país, pero que despreciaban
o rechazaban la cultura autóctona, exiliado por segunda vez a Estados Unidos, país del que sin
embargo ya tenía pasaporte, y país también cuyas universidades le parecen una última y
admirable utopía, pero cuya política exterior lo indignaba. Said ya no sabía cuál era su lengua
materna, si el árabe o el inglés, la de los dominados o la de los dominadores. No tardó en darse
cuenta de que «era imposible volver o repatriarse definitivamente».[3] Esta experiencia no es
exclusiva de algunos individuos, sino que representa uno de los rasgos característicos del mundo
moderno: la aceleración de los contactos entre culturas, el carácter cambiante de éstas y la
pluralidad interior de toda identidad.

El hecho de que los dos perteneciéramos a países «de segunda fila» y marginales respecto
de Occidente era sin duda responsable de la simpatía que sentía por mi nuevo amigo, pero no era
lo único. Said nada tenía de altivo y no daba la menor importancia a las convenciones y a las
costumbres de la vida académica, tan importantes para otros colegas (que sin embargo eran
menos respetados en Nueva York que en otras parte). Le gustaba bromear, y ningún gesto
amistoso le parecía indigno. Sus maneras encarnaban la simplicidad y era la persona más cálida a
la que he conocido en este medio. Nos plantábamos sin problemas en su casa y la de Mariam, su
mujer, incluso cuando nuestros hijos venían con nosotros.

Todavía lo veo —aunque esto sucedió diez o quince años después— corriendo detrás de
nosotros por las calles de Nueva York para traernos el biberón de nuestro hijo pequeño, que
habíamos olvidado en su casa tras haber pasado con ellos una animada velada.

Al mismo tiempo Said era un hombre que siempre tenía prisa, o más bien que vivía a una
velocidad superior a la de la mayoría de las personas. Se dedicaba a gran cantidad de actividades,
y siempre tenía que correr para ocuparse de la siguiente, sin parar. En vida publicó una veintena
de libros y parecía vivir varias vidas a la vez. No sabía lo que era la angustia de la página en blanco
y nunca se tomaba vacaciones. La rapidez era su elemento. Tocaba muy bien el piano, aunque a mí
me habría gustado que lo hiciera un poco más despacio; era un buen jugador de tenis, pero
prefería el squash, porque la pelota se mueve más deprisa. También en las relaciones humanas le
faltaba a veces paciencia.

En comparación con la mayoría de mis colegas de Columbia, también el aspecto físico de


Said llamaba la atención. No sólo era guapo, sino que además vestía con muy buen gusto, con
chalecos de ante que le favorecían, y sobre todo se movía con elegancia. No era posible
confundirlo con sus colegas, esos hombres pálidos y evanescentes que parecían vivir sólo
rodeados de libros y tendían a convertirse en puras cabezas. Él tenía los pies en la tierra, era
también un cuerpo y no intentaba pasarlo por alto. Era además un hombre generoso y
apasionado, admirador ferviente, aunque en ocasiones crítico mordaz.

Вам также может понравиться