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La mejor idea
jamás pensada
ePub r1.0
German25 25.09.15
Título original: La mejor idea jamás
pensada
Álvaro Fisher, 2009
Diseño de cubierta: Francisca Toral
David Gallagher
PRESENTACIÓN
El ideal de la Ilustración
Selección natural
2 Vuelva a 1.
El mecanismo de selección
natural no tiene un propósito que
lo guíe ni un cerebro central que
lo organice.
El mecanismo de selección
natural engendra diseño sin
necesidad de un diseñador.
Evolución física
Adaptarse es complejo
El modelo en problemas
Problemas empíricos
Un nuevo modelo
Psicología evolucionaria
El altruismo
El velo de la mente
Meme moralista
El efecto Cenicienta
En Cenicienta, el universalmente
conocido relato tradicional europeo, se
describe a una madrastra como un
personaje perverso, que busca hacer
daño y eliminar a su hija no biológica.
Esa manera de percibir a las madrastras
y a los padrastros se repite en
numerosos cuentos infantiles y forma
parte de la sabiduría popular. A partir
de ella los psicólogos evolucionarios
Martin Daly y Margo Wilson han
realizado extensas investigaciones
relacionadas con estas desviaciones del
«amor parental». Particularmente, han
estudiado los patrones conductuales que
emergen de las estadísticas de maltrato
infantil, tanto en sociedades modernas
como en registros históricos de hace
algunos siglos, en naciones avanzadas y
en pueblos primitivos que aún viven en
condiciones asimilables a las de los
cazadores-recolectores ancestrales[55].
El primer dato que recogieron fue de
los archivos de la American Humane
Association, AHA, que centraliza la
información sobre maltrato infantil de
Norteamérica, y aunque la información
no era muy precisa, las estimaciones
más conservadoras indicaban que un
niño bajo los tres años de edad que
viviera en Estados Unidos en 1976 con
un padre genético y el otro no genético
tenía una probabilidad siete veces más
alta de ser maltratado que uno que vivía
con ambos padres genéticos. Se podría
argumentar que existe el prejuicio de
que los padres no biológicos maltratan a
sus hijos, por lo que sería más fácil que,
a la menor evidencia de un padrastro
abusando de su hijo, un vecino reportara
el caso, mientras que si la acusación de
maltrato señalara a una familia con
ambos padres genéticos, ese informe
quizás fuera entregado más
selectivamente. Para evitar esa posible
distorsión en la información, Daly y
Wilson redujeron los casos de abuso a
los letales, pues es una suposición
razonable pensar que esos casos se
reportan todos. Puede que a algún recién
nacido no se le ayude a vivir, y no quede
registrado como homicidio, o algún
homicidio se registre como «muerte
súbita», pero la inmensa mayoría de los
homicidios motivados por rabia u odio
queda registrada en los partes
policiales.
Así, del total de los 87 789 casos de
maltrato validados por la AHA, se
estudiaron los 279 que culminaron con
la muerte de los menores. Se encontró
que ese resultado de muerte ocurría con
una frecuencia cien veces mayor en
hogares con un padre genético y el otro
no, respecto de los hogares con dos
padres genéticos. En un ejercicio de
saludable escepticismo científico, Daly
y Wilson pensaron que quizá lo que
gatillaba este patrón conductual
aberrante no era directamente el que
fueran padres no biológicos, sino alguna
característica asociada a ese hecho; por
ejemplo, que los padres no biológicos
fueran más recurrentes en familias
pobres, y que fuera la pobreza la que
condicionase el maltrato. Pero resultó
que la distribución de ingresos en
familias con padres no biológicos era
casi idéntica a las de padres biológicos.
En el caso de la ciudad de Hamilton,
Ontario, donde viven Daly y Wilson, y
que tiene un millón y medio de
habitantes, los reportes de abuso a niños
eran uno por cada 3000 párvulos que
vivían con sus dos padres genéticos, en
comparación con uno por cada 75
párvulos que vivían con algún padrastro.
Además, encontraron que la proporción
de abuso a niños en Hamilton entre estos
dos tipos de familias dependía de la
edad del hijo. En adolescentes, que se
pueden defender, los abusos eran
proporcionalmente menos abundantes
que en preescolares, básicamente
indefensos. Y todos esos datos
resultaron ser independientes del
ingreso y del tamaño de las familias.
Más aun, encontraron que los maltratos
también disminuían al aumentar la edad
de la madre, lo que concuerda con lo
que predice la psicología evolucionaria,
pues para una madre, a medida que se
acerca la menopausia, sus hijos
adquieren más valor, ya que tiene menos
opciones de reemplazarlos por otros.
En un artículo publicado en la
revista Science, Daly y Wilson
mostraron que un padre o madre no
biológico residente tenía una
probabilidad setenta veces mayor de
matar a un niño menor de dos años,
comparado con los padres biológicos
residentes, probabilidad que bajaba a
quince veces en el caso de los
adolescentes.
Los resultados en Gran Bretaña
fueron parecidos. Las estadísticas entre
1983 y 1987 en Inglaterra y Gales
muestran que un 32% de los 4037 casos
registrados de daño físico a niños
ocurrió en hogares con un padre no
biológico, cuando en una muestra
aleatoria de niños de esa edad viviendo
en esas condiciones daría como
resultado sólo un 3%. También en
Inglaterra se encontró que, cuando se
trataba de niños menores de cinco años,
los homicidios cometidos por padres no
biológicos fueron en un 80% sangrientos
y brutales; en los pocos casos en que los
homicidas fueron padres o madres
biológicos, el método empleado era
menos agresivo en la gran mayoría de
ellos.
Otros resultados: en los registros de
Canadá (diecisiete años) e Inglaterra
(catorce años), 73 de los 390 padres que
mataron a sus hijos biológicos (casi un
19%) se suicidaron luego, comparado
con sólo tres de 197 padrastros o
madrastras que mataron a sus hijos (sólo
un 1,5%). Aquellos que matan a sus
hijos genéticos generalmente padecen de
alguna condición psiquiátrica
diagnosticada, tienden a estar
deprimidos, matan a sus hijos mientras
éstos duermen, y terminan suicidándose
para completar esta suerte de rescate de
un «mundo cruel»; los segundos no
suelen sufrir trastornos psiquiátricos,
tienden a no suicidarse y manifiestan su
antipatía hacia la víctima a través de la
brutalidad de sus actos[56]. Estudios en
Finlandia, Corea, Hong Kong, Nigeria,
Japón y Trinidad muestran resultados en
la misma dirección.
En los registros que se tienen de
sociedades primitivas, los infanticidios
cometidos por madres genéticas que
están documentados son básicamente
casos en que el niño presenta alguna
malformación, o en que la madre tiene
más hijos y se encuentra en graves
dificultades para alimentar al nuevo
integrante de la familia. En otras
palabras, se trata de optimizar la
inversión maternal; si ésta se destina
parcialmente a un hijo con
malformaciones, en detrimento de otros
hijos sanos, es posible que se malgaste,
o si la inversión maternal se diluye entre
muchos hijos y los recursos disponibles
para atenderlos son escasos, entonces el
resultado final puede ser peor. De este
modo, los infanticidios en sociedades
primitivas tienen una explicación en
términos de optimizar la inversión
maternal, lo que es compatible con la
forma en que evolucionó la psiquis
humana.
Sin embargo, no podemos decir que
el infanticidio sea una «adaptación»
evolucionada; más bien constituye un
subproducto mal adaptado de la
organización funcional de nuestra
psiquis. Lo que sí es una adaptación es
destinar «amor parental» a los hijos,
discriminando entre hijos propios y
niños ajenos, y corresponde a lo que
hemos llamado «selección de los
parientes». Por supuesto, también hay
muchos padres no biológicos que aman a
sus hijos; sin embargo, este amor no es
gratis, pues implica costosos
requerimientos en inversión parental. De
ahí que el solo emparejamiento con
alguien que ya tenga hijos no sea
suficiente para despertar sentimientos
parentales en el padre o madre no
biológico. El proceso de selección
natural, para permitir el adecuado
traspaso de los genes propios (o de
parientes cercanos) a las siguientes
generaciones, genera la emoción intensa
que los padres biológicos sienten por
sus hijos, emoción que no se manifiesta
con igual intensidad, en promedio, en
los no biológicos. Esos mecanismos se
consolidaron en el ambiente ancestral, y
hacen surgir el amor parental hacia
quienes creemos que son nuestros hijos,
aunque no lo sean realmente. Por eso,
los padres que sin saberlo crían hijos
que no son realmente suyos les destinan
su inversión parental con la misma
intensidad que si realmente lo fueran,
pues su sistema emocional ha sido
engañado. Y en aquellos que saben que
están criando a hijos no biológicos,
aunque algunos puedan sentir un amor
tanto o más profundo que los de padres
biológicos, en promedio su sentimiento
es menos intenso.
El caso de los padres que adoptan
hijos es especial, pues no se trata, en
general, de personas que «heredan»
hijos de una relación anterior de su
pareja, sino que han tomado la decisión,
a menudo por ausencia de hijos propios,
de recibir en su hogar hijos de otros, y
su genuina disposición a ello ha sido
previamente filtrada por ese empeño,
lodo lo anterior explica que las
conductas abusivas o aberrantes, como
las pesquisadas por Daly y Wilson, se
den de manera abrumadora en padres no
biológicos, pero muy poco en los que
adoptan niños.
Por ello, podemos afirmar que la
sabiduría popular, que atribuye a los
padrastros una menor devoción hacia
sus hijos o una menor inhibición al
maltrato, está fundada en observaciones
que concuerdan con la evidencia
acumulada estadísticamente en distintas
sociedades, culturas y períodos
históricos. El efecto Cenicienta tiene un
fundamento real.
Reduccionismos
La postura intencional
«Ganarse la vida»
Valor
Propiedad
Todos tenemos la idea de lo que es
nuestro casi desde que nacemos. Lo
observamos en los bebés, que se quejan
amargamente cuando algún objeto les es
arrebatado. Y cuando comienzan a
hablar, rápidamente aprenden a decir
«mío», y a atribuirse propiedad sobre
una serie de artefactos, sean o no de
ellos a ojos de los adultos. Esta
tendencia innata a establecer propiedad
sobre objetos o personas nos indica
algún tipo de mecanismo mental
seleccionado evolucionariamente que
permite establecer los límites entre lo
propio y lo ajeno.
Los animales tienden a «marcar» los
territorios de los cuales obtienen la
provisión de aporte energético necesaria
para su supervivencia, territorios que en
nuestro lenguaje humano serían
considerados como «propios» y que
defienden a muerte. Esa disposición
parece tener cierta importancia
adaptativa aun en especies antecesoras a
la nuestra.
Y, en efecto, para ganarse la vida las
personas deben obtener recursos, y para
asignar eficientemente su energía en ese
empeño se precisa que el resultado de
ese esfuerzo pueda ser de su propiedad.
No resulta evolucionariamente
comprensible que las personas se
procuren alimento y energía pero luego
no los utilicen, no sean sus «dueños».
El sistema nervioso central de los
seres humanos contiene un sistema
propioceptor, que establece la posición
de cada parte de nuestro cuerpo en todo
momento, y un sistema sensitivo que
hace lo mismo con la temperatura, la
presión y otras variables que cada parte
de nuestro cuerpo está sintiendo en cada
instante[69]. Pero no podemos hacer lo
mismo para los cuerpos de otras
personas. Esa distinción básica del
mundo perceptible, entre aquello que
somos y aquello que no es parte de
nosotros, nos permite establecer el
primer objeto del que nos sentimos
«dueños»: nuestro cuerpo. Luego
establecemos un sentido de propiedad
sobre objetos concretos, como nuestros
juguetes, o sobre objetos abstractos,
como nuestras ideas; después, y de
manera análoga, establecemos un
sentido de la propiedad ajena, como los
juguetes de nuestros hermanos, o el
honor de nuestros vecinos. Por razones
obvias, defendemos y cuidamos los
objetos nuestros, pero también hemos
aprendido a defender los derechos de
propiedad que otras personas tienen
sobre sus bienes.
Imaginemos la producción de
cerdos. Si para criar cerdos se requiere
tener maíz, una posible solución al
problema es hacer ambas cosas
simultáneamente. Pero una solución
mejor es que una persona críe los cerdos
y otra cultive maíz, pues esa división del
trabajo generará una especialización de
tareas, que redundará en que habrá más
maíz disponible para criar más cerdos.
El productor de cerdos podrá pagarle al
agricultor con parte de los cerdos
adicionales que ahora produce gracias a
la especialización, y el agricultor
quedará con una cantidad mayor de
maíz, aun después del pago al criador de
cerdos, pues su producción es mayor
precisamente producto de lo mismo. De
esa forma ambos están mejor que
trabajando individualmente.
Lo anterior tiene un importante
corolario. Una vez que se establece el
intercambio, una vez que las personas
han aprendido a través de los actos de
reciprocidad que el intercambio
retribuye, surgen de manera natural los
derechos de propiedad[70]. A medida
que el intercambio crece y ambos
perciben el beneficio, el productor de
cerdos y el de maíz de nuestro ejemplo
comienzan a depender el uno del otro: su
bienestar depende de que el otro
también esté bien. De manera natural,
cada uno tiene interés en preservar los
derechos de propiedad de su socio
comercial. No solamente el productor de
cerdos no quiere robarle maíz al
agricultor, pues cuando éste se dé cuenta
ya no producirá más maíz para él, sino
que además está interesado en que nadie
le conculque sus derechos al agricultor,
pues él se verá directamente afectado
por ello. El mismo razonamiento
impulsa al agricultor a defender los
derechos de propiedad del productor de
cerdos. De esta manera, la aparición del
derecho de propiedad resulta natural a
la especie, se introduce junto con la
aparición del intercambio, y es anterior
a la existencia del comercio establecido
y a la introducción de códigos legales
que den las normas para su
administración. Los derechos de
propiedad no requieren de la aparición
de un Leviatán, aquel poderoso
monstruo bíblico con el que el filósofo
inglés Thornas Hobbes se refería el
poder de una república[71].
En Nadie pierde. La teoría de
juegos y la lógica del destino humano,
Robert Wright ha desarrollado la
interesante tesis de que la historia
humana consiste justamente en la
repetición permanente de juegos de no
suma cero, es decir, intercambios en que
ambas partes obtienen un beneficio,
como es el caso del intercambio y el
comercio (el maíz y los cerdos), en
contraposición a los juegos de suma
cero, en que el beneficio de una parte es
la pérdida de la otra. Y no sólo eso, dice
Wright, sino que la repetición
permanente de estos intercambios no
suma cero es lo que le da una dirección
a la flecha de la historia, que avanza de
manera continua hacia el
establecimiento de organizaciones cada
vez más sofisticadas, como las que
observamos hoy en día, a comienzos del
tercer milenio.
No debemos menospreciar la
importancia de los derechos de
propiedad. El que hayan aparecido de
manera natural y con anterioridad a su
formalización en códigos y normas, y
que las personas los respetasen dados
los beneficios que obtenían de ello,
retroalimentó y potenció los incipientes
sistemas de intercambio que luego han
sido el motor de la complejización de
nuestras sociedades. Inicialmente, el
proceso consistió en reconocer los
derechos de propiedad del producto de
la caza, por ejemplo; eso facilitó que el
dueño del trofeo pudiese compartirlo
con quienes no habían sido afortunados
en la ocasión, sabiendo que en el futuro
ese derecho sería ejercido por aquellos
que él había beneficiado y de esa forma
podrían retribuirle el gesto.
En otras palabras, reconocer los
derechos de propiedad hizo más
confiable el intercambio y la
reciprocidad, y permitió el
engrandecimiento de esa actividad que
luego derivó en el comercio establecido.
El círculo virtuoso del intercambio
retroalimentado por los derechos de
propiedad está en la base de los juegos
de no suma cero que Wright definió
como la característica esencial de las
sociedades humanas. Eso es lo que
permitió el continuo desarrollo de la
tecnología, la especialización en el
trabajo, el florecimiento de las artes y
las humanidades, y la sofisticación de
códigos, normas y modos de
convivencia.
Sin embargo, los derechos de
propiedad han sido cuestionados como
productos culturales impuestos por los
grupos dominantes de la sociedad,
básicamente porque pueden dar lugar a
distribuciones muy desiguales de la
riqueza en su favor. Sin perjuicio de que
esa distribución se perciba en un
momento dado como altamente
inequitativa para los ciudadanos, y que
pueda conducir a un profundo malestar y
a inestabilidad social, la opción
opuesta, suprimir los derechos de
propiedad, establece un modo de
convivencia extremadamente artificial.
El siglo XX se encargó de demostrar que
el experimento de intentar suprimir los
derechos de propiedad como modo
permanente de interacción social -cuyo
ejemplo más conspicuo fueron las
sociedades que funcionaron en el bloque
soviético durante gran parte del siglo-
resultó un fracaso. Es más, la propia
doctrina política que sustentó ese estado
de cosas propugnaba la injusticia del
sistema capitalista con propiedad
privada, pues se basaba en que los
dueños del capital se apropiaban de la
«plusvalía» generada por los
trabajadores, es decir, se quedaban con
una riqueza que pertenecía a otros. En
otras palabras, esa doctrina reconocía
implícitamente que tales derechos
existen de manera natural, que a nuestra
mente le resulta natural
conceptualizarlos, y que ello proviene
del hecho de que están incorporados de
manera instintiva en nuestro aparataje
mental.
Por otra parte, dada la importancia
que para el intercambio y el progreso de
las sociedades tuvo el establecimiento
de los derechos de propiedad, su
perfeccionamiento cobra una relevancia
particular. Y este perfeccionamiento no
se llevó a cabo sólo a través de las
normas que lo protegen, sino por el
desarrollo de la tecnología que permite
definirlos mejor[72]. Pensemos por un
instante en las viejas películas del oeste,
en las cuales veíamos a grupos de
vaqueros que movían inmensas masas de
ganado a través de extensos territorios
en busca de alimento. Lo que hacían
esos cowboys era definir los derechos
de propiedad de esa masa ganadera,
cuyo movimiento a través de las llanuras
lo hacía difícil de precisar. Luego vino
la marca a fuego sobre el ganado, otra
forma de definir derechos de propiedad,
y finalmente el cercado con alambre de
púas, que permitió delimitar las zonas
donde se movían las masas ganaderas
pertenecientes a algún grupo o sociedad.
Mientras más definidos estén los
derechos de propiedad, más claros son
los incentivos para realizar intercambios
con ellos. Pensemos ahora en los
bosques y la biomasa marina. Si los
bosques no tienen un dueño claramente
definido, las personas pueden
explotarlos sin preocuparse de
conservarlos, pues así se apropian del
beneficio antes de que lo hagan otros.
Con los derechos de propiedad
firmemente establecidos, los dueños
tendrán los incentivos para mantener esa
riqueza en el largo plazo, explotándola
de la manera más sustentable posible.
En el caso de las masas de peces, y por
razones tecnológicas, por ahora no es
posible asignar de manera muy precisa
derechos de propiedad sobre los
cardúmenes, y ésa es una de las razones
de los problemas de sobreexplotación
del sector, pues todos quieren explotar
esa riqueza antes de que lo haga un
competidor. La solución actual es la
asignación de cuotas, de difícil
implementación y fiscalización.
Los derechos de propiedad son un
componente fundamental de nuestra
conducta social, particularmente en el
ámbito económico, y su existencia no
depende de un ordenamiento legal ad
hoc, sino que se han desarrollado como
mecanismos mentales instintivos por su
utilidad adaptativa durante el proceso de
consolidación de nuestra especie.
Obviamente, si hay leyes que reconocen
esos derechos, entonces éstos operan de
una manera que va en beneficio de los
agentes económicos. A la inversa, si el
ordenamiento legal suprime esos
derechos, ello no los elimina de nuestro
aparataje mental, y esa contradicción
lleva a una perturbación profunda del
funcionamiento social.
Mercado
El intercambio, el comercio y la
reciprocidad son conductas que
desarrollamos siguiendo complejos
patrones. Los economistas estaban
acostumbrados a pensar que nuestra
interacción se desarrollaba siguiendo
cálculos que maximizaran nuestro
bienestar, y la modelaban por medio de
juegos en que los actores intentaban
sacar el máximo provecho de manera
puramente egoísta, como las subastas
para encontrar el precio de equilibrio
que hacía Vernon Smith. Esos modelos
suponían que las personas usan su mente
como una máquina lógica de propósito
general, que les permite hacer los
cálculos apropiados para obtener los
beneficios que buscan. Ésta es la manera
estándar de entender nuestro
comportamiento económico, que ha
comenzado a ser cuestionada por
resultados empíricos que no concuerdan
con este modelo. Ya vimos que nuestra
mente, más que comportarse como un
computador de propósito general, tiene
herramientas que fueron seleccionadas
para tareas diversas, todas por
necesidad adaptativa, y que las personas
usan según el contexto y las pistas que le
entregue el entorno en cada caso.
Supongamos el siguiente juego, el
«juego del ultimátum», en el que
participan dos jugadores: al jugador 1,
llamado «oferente», se le entregan 10
billetes de $1000 y se le dice que puede
ofrecer la cantidad que quiera entre 0 y
10 billetes al jugador 2. El jugador 2,
llamado «receptor», puede hacer una de
dos cosas: aceptar la oferta, en cuyo
caso recibe el monto ofrecido y el
jugador 1 se queda con la diferencia, o
bien rechazar la oferta, en cuyo caso
ambos jugadores reciben $0. La teoría
estándar predice que el jugador 1
ofrecerá el mínimo posible mayor que 0,
es decir, $1000, y que el jugador 2 lo
aceptará, pues eso es mejor que nada,
que es la otra opción.
Sin embargo, eso no ocurre. Los
jugadores tienden a ofrecer $5000 o
$4000, y sólo ocasionalmente
cantidades menores, las que en algunos
casos son rechazadas por el jugador 2,
perdiendo ambos. Lejos de concordar
con la teoría económica estándar, las
personas se comportan siguiendo otro
paradigma. Vernon Smith[77] dice que
una manera de ver lo que ocurre es que
las personas están programadas,
siguiendo la psicología evolucionaria,
para el intercambio social reiterado,
pues tienen un módulo prediseñado para
ello y actúan de esa manera como parte
de sus instintos. En la constante
repetición de «juegos» que constituye
nuestra vida, nos es útil tener una
reputación de dar y recibir favores. Ésa
es la manera en que nos comportamos en
el mundo natural, y por eso en el juego
del ultimátum tendemos a compartir, en
promedio, una fracción
sorprendentemente cercana a la mitad de
los recursos con el otro jugador, y no la
cantidad parecida a cero que predice la
teoría de juegos estándar.
Pero la situación es un poco más
compleja. El juego del ultimátum se ha
repetido bajo condiciones que simulan
diversas situaciones de la vida real.
Supongamos que se realiza para un
conjunto de parejas que se sortean al
azar de entre un grupo de personas, y
luego, también al azar, se determina al
interior de cada pareja quién es el
«oferente» y quién el «receptor». Al
oferente se le indica que divida los
$10 000 que tiene con la otra persona,
siguiendo las mencionadas reglas del
juego. En este escenario se obtienen
muchas ofertas por $5000, con una
media sobre $4000, como si las
personas actuasen siguiendo un patrón
de «equidad», es decir, como si
considerasen injusto quedarse con una
gran cantidad de dinero en perjuicio del
jugador 2, pues no han hecho nada que
los haga merecedores de ello.
Supongamos ahora que, antes de
elegir las parejas, se hace una
competencia de conocimientos generales
entre los participantes, y la mitad con
mejores resultados se transforma en los
oferentes del juego. En este caso las
ofertas del jugador 1 son, en promedio,
inferiores a las del caso anterior, como
si esas personas sintiesen ahora tener
algún derecho a tomar una proporción
mayor del dinero entregado, por haber
tenido mejores resultados en la
competencia de conocimientos.
Asimismo, los receptores tienden a
aceptar ese menor monto, como si sus
peores conocimientos los llevaran a
reconocer ese derecho.
Más aun, imaginemos a continuación
el mismo escenario anterior, en que las
parejas fueron elegidas por sus
conocimientos, pero se le dice al
jugador 1 que su oferta corresponde al
precio en que está dispuesto a comprar
un bien, y lo que le queda a él es su
utilidad. En esta ocasión, aunque el
juego es estructuralmente el mismo, las
ofertas bajan considerablemente, pues el
comprador (jugador 1) siempre siente
que su primera oferta debe ser lo más
baja posible.
En otras palabras, las personas no
están haciendo lo que una máquina
lógica de propósito general dispuesta a
maximizar su beneficio haría; más bien
se comportan según el contexto social en
el que parecen estar imbuidas sus
conductas, aprendidas a lo largo de
miles de años de evolución. Nuevamente
encontramos que los modelos estándar
con que intentamos comprender el
comportamiento humano no explican
bien lo que ocurre; la psicología
evolucionaria, en cambio, nos permite
formular un modelo que se aproxima
mejor a nuestras conductas.
Pero volvamos al juego del
ultimátum. Pareciera inicialmente que
nuestro egoísmo económico hubiese
desaparecido de este sencillo juego, y
por alguna razón misteriosa los seres
humanos nos hubiésemos transformado
en personas generosas, solidarias y
altruistas. En todos los juegos los
oferentes dan una proporción mayor que
la que el egoísmo puro permitiría
predecir. Ya vimos que eso cambia a
medida que el contexto del juego
cambia, y nuestra tendencia inicial a
compartir equitativamente con el
jugador 2 se ve alterada hacia una
cantidad menor, aunque siempre mucho
más alta de lo que la teoría estándar
predice. Sin embargo, veremos que, si
modificamos el juego un poco más,
nuestro egoísmo reaparece.
Veamos para ello una variante del
juego del ultimátum, el «juego del
dictador». Es similar al anterior, sólo
que en este caso se elimina el derecho
que tiene el jugador 2 a aceptar o
rechazar la oferta, y sólo recibe el
monto indicado por el jugador 1. La gran
diferencia es que en el juego del
ultimátum el jugador 2 podía «castigar»
al jugador 1 si éste le ofrecía muy poco,
rechazando la oferta y quedándose
ambos con $0, situación que ahora no se
da. En términos de reciprocidad, el
juego del ultimátum permite la
reciprocidad negativa -el castigo-, pero
eso no ocurre en el juego del dictador.
Y, efectivamente, los resultados cambian
en forma radical. Ahora un 18% de las
personas ofrecen $0 y un 18% ofrece
$1000. Pero sigue habiendo personas
que ofrecen $2000, $3000, $4000 y
$5000. El egoísmo es sólo parcial.
Pues bien, los investigadores
eligieron un nuevo contexto más
proclive al egoísmo. Se llama la
condición «doble ciego» y lo que se
persigue es que la relación entre
oferentes y receptores sea lo más
impersonal posible. Para ello, ambos
grupos se ubican ahora en habitaciones
separadas, de manera que ningún
miembro de un grupo sabe quiénes son
los miembros del otro grupo, y el
experimento se diseña de forma que no
es posible para los receptores saber
cuánto ofreció ninguno de los oferentes.
Esta condición de máxima privacidad le
quita todo contexto social al juego y los
jugadores muestran todo su egoísmo,
pues un 64% ofrece $0 y un 20% ofrece
$1000.
Estos experimentos se han realizado
en situaciones complejas, que simulan
nuevas situaciones sociales, y han
permitido extraer interesantes
conclusiones sobre nuestras
motivaciones y formas de comportarnos
respecto del intercambio. Por ejemplo,
Vernon Smith presenta la siguiente
hipótesis: lo que las personas hacen
cuando se enfrentan al juego es ponerse
en la situación del otro, «leer» su mente,
y con esos antecedentes juegan. Cuando
las personas se enfrentan directamente,
cara a cara, la tendencia instintiva de los
oferentes es a compartir su dinero,
porque eso es lo que la mente insta a
hacer como forma de ganarse una
reputación de otorgador de favores.
Pero luego, a medida que los contextos
van cambiando y, por ejemplo, los
oferentes son quienes han sacado mejor
puntaje en una competencia previa, no
sólo se sienten con el derecho de ofrecer
menos dinero, sino que piensan («leen»
su mente) que a los receptores, que han
sacado peores resultados en la
competencia, les parecerá que eso es lo
más justo, y no los castigarán
rechazando la oferta. Lo mismo ocurre
en el caso de la situación de
compradores y vendedores. El contexto
social permite que las personas hagan
suposiciones respecto de lo que sus
interlocutores tienen en su mente, y
actúan acorde con ellas. Finalmente, en
el caso de máximo anonimato, cuando
nadie puede saber lo que el otro ha
hecho, la tendencia egoísta prima, y el
84% de los oferentes se queda con
$9000 a $10 000 en su poder.
Las personas se mueven en un
amplio espectro de conductas, entonces.
Mientras más impersonal resulte el
escenario, como ocurre con el juego del
máximo anonimato, las personas
despliegan conductas egoístas, que en el
terreno económico podrían traducirse
como competitivas. Pero mientras más
social sea el escenario -el juego cara a
cara–, se producen las ofertas más
equitativas. En este caso podríamos
hablar de conductas cooperadoras, en
las que los sentimientos de equidad del
oferente priman sobre sus intereses
individuales. Los escenarios
intermedios, en tanto, producen
conductas intermedias.
Se trata de un resultado inesperado y
una forma de ver las cosas muy
interesante, sobre la que volveremos
más adelante. Y, a propósito, las bolsas
de comercio son un buen ejemplo de lo
anterior. En la bolsa las personas
compran y venden sus acciones de
manera anónima: no saben a quién le
venden ni a quién le compran. Por eso
no tienen problemas en tratar de obtener
la máxima utilidad posible en cada
transacción. En cambio, me sería muy
difícil venderle a un amigo, cara a cara,
una acción que yo pienso que tiene que
bajar, o comprarle una que sospecho que
va a subir, pues mi amigo me lo
reprocharía a la primera ocasión. El
anonimato que ofrecen las bolsas
elimina ese efecto inhibidor, y así
funcionan con eficiencia en la búsqueda
de los precios que reflejen el equilibrio
entre oferta y demanda.
El juego de la confianza
Leer la mente
Un desafío apasionante
El problema de la moral
Conclusiones