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El tema de la obra en cuestión, editada por Fondo de Cultura Económica, es toda una lección
programática, donde se explora la calidad de los vínculos interpersonales en la Tardomodernidad.
A juzgar por lo que afirma Bauman, casi se podrían representar tales relaciones amorosas con la
imagen del estado gaseoso.
Prefiere vivir separado, gestionar su vida social según sus preferencias, a dosis bien delimitadas,
evitando cualquier exceso.
Desea tener relaciones íntimas, pero con fecha de caducidad y, si es posible, sin secuelas.
Nieto de la liberación sexual, el ciudadano líquido vive, a sus anchas, el deseo erótico, pero evita,
sobre todo, enamorarse, perder la cabeza por otro ser humano y sobre todo, teme el engendrar.
El ciudadano occidental necesita estar conectado, saber que hay, en el otro lado de la red,
individuos que están ahí y con los que, si conviene, se puede chatear, pero teme amar de verdad,
porque sabe, en el fondo, que amar significa, perder esa pretendida autosuficiencia que con tanto
ardor defiende, significa asumir responsabilidades, limitar el campo de acción personal, estar
dispuesto a ceder y, sobre todo, a practicar la renuncia de sí mismo y el sacrificio personal.
Esclavo de su ego, es incapaz de darse definitivamente a un tú. Filtra bien sus relaciones y somete
a un cómputo matemático los costes y los beneficios de cualquier nuevo vínculo. La mentalidad
instrumental y economicista acapara el terreno de los vínculos interpersonales y el do ut des se
impone como máxima moral.
En ocasiones, el ciudadano líquido se siente llamado a ejercer la solidaridad a través del teléfono,
animado por algún telepredicador laico que le recuerda que en el mundo hay pobres, enfermos,
ancianos y moribundos. El telepredicador suscita una lágrima de falsa compasión en el
teleespectador y el ciudadano postmoderno desembolsa, consiguientemente, una pequeña
cantidad de su cuenta corriente. Nada importante. Podrá seguir su ritmo de vida sin ningún tipo
de alteración. Después de tan soberbio gesto, se siente bien, ha pagado la purificación de su culpa
a un módico precio. A este gesto, le llama, insolentemente, solidaridad.
Esta solidaridad líquida no obedece a la gratuidad pura, al impulso agápico, sino a un interesado
cálculo emocional. El resultado final es sentirse bien con uno mismo, poder seguir consumiendo
con voracidad, sin tener que evadirse del silencio, ahuyentar el demonio de la culpabilidad.
Nada tiene que ver este concepto de solidaridad con el sentido más genuino del término. En
sentido estricto, la solidaridad es una virtud, un valor moderno para referirse a la misma virtud
teologal de la caridad. Designa un sólido vínculo con el otro, tan profundo, tan intensamente
vivido en el interior, que el otro, deja de ser el otro-extraño, para convertirse en el tú-próximo. La
solidaridad convierte al otro en hermano, en el alter ego y su sufrimiento se vive como propio.
Esta solidaridad va unida al acto de sufrir, pues el que está dispuesto a unirse tan hondamente con
el destino del otro, sabe, de antemano, que no podrá mantenerse al margen de su sufrimiento,
sabe que su pathos, su estado de ánimo y su equilibrio emocional experimentará una profunda
alteración al vivir, plenamente, la solidaridad.
Seguimos apostillando a Zygmunt Bauman y su teoría del amor líquido. Según el analista cultural,
el matrimonio, tal y como se contempla en la tradición occidental, es una institución demasiado
densa para sobrevivir en la modernidad líquida.
La mentalidad del hombre postmoderno es incompatible con la decisión que conlleva la vida
conyugal, pero también con cualquier otra que suponga el ejercicio de una opción fundamental y
un trabajo de renuncia infinita.
Se comprende que, en estos contextos, la vocación de vida consagrada o la entrega absoluta a una
causa que se sitúe más allá del hombre, genere auténtico temor y temblor en el personal.
Uno no se fía de sí mismo, ni de su capacidad para permanecer fiel a las decisiones libremente
articuladas. Se teme, como nunca, el vértigo de las posibilidades, el abismo de la auténtica
libertad. Se defiende, paradójicamente, la libertad, pero se trata de una libertad líquida, de un
puro ejercicio del libre albedrío, de la elección entre dos o más ofertas de consumo inmediato,
pero la libertad radical, ésa que abre una zanja en la vida personal, la libertad sólida, se teme
como al hambre.
Nada tiene que ver este estadio de vida con la vida frívola y seductora del don Giovanni que busca
desesperadamente el mejor néctar de cada flor, pero teme, con igual desesperación, cualquier
forma de compromiso. La raíz del matrimonio no está en la sensualidad, tampoco en el
sentimiento, sino en la razón.
La idea de un compromiso de por vida, más allá de los avatares y de las metamorfosis que se
experimentan en ella, es algo que se presenta como titánico para el sujeto postmoderno. Supera
su frágil voluntad. Nadie se siente capaz de garantizar sus sentimientos futuros, sus nuevos
horizontes profesionales, sus aventuras y aficiones de mañana y, por ello, uno prefiere
salvaguardar la libertad individual, la vida ajena a los compromisos de larga duración.
Se teme a los papeles, a los jueces y a los abogados; se teme a llevar a cabo una opción
fundamental que determine un antes y un después en la biografía de una persona. Se prefiere
dilatar, indefinidamente, la indecisión, la etapa del sueño juvenil, donde todos los horizontes son
posibles y nada está cerrado. Se teme a la instalación, a la monotonía, a vivir con fidelidad las
propias decisiones.
En este contexto, proliferan las parejas a tiempo parcial. Aborrecen la idea de compartir la casa y
prefieren conservar separadas las viviendas, las cuentas bancarias y los círculos de amigos, y
compartir su tiempo y su espacio cuando tienen ganas, pero no en caso contrario.
El viejo estilo del matrimonio “hasta que la muerte nos separe” ha quedado desplazado por la
reconocida temporaria cohabitación del tipo “veremos cómo funciona”.
Persisten los símbolos, los ritos y las liturgias de antaño, pero, fundamentalmente, por razones
estéticas. Las iglesias embellecen simbólicamente el acto del compromiso, pero tal compromiso
sólo tiene una dimensión líquida. Se multiplican los ritos laicos creados a imagen y semejanza de la
denostada religión, pero tienen un significado esencialmente icónico.
El ciudadano líquido adora los detalles, el ceremonial, la indumentaria y las convenciones más
clásicas, experimenta un revival neogótico, pero no dota a tales celebraciones de significado ético.
Los hijos de los hyppies no sienten aversión al templo, ni odian a la familia burguesa como lo
experimentaron sus padres. Les agrada todo aquel mundo de palabras y de cirios, pero no tienen
el coraje de luchar contra el sistema como sí que hicieron sus padres, cuanto menos, cuando eran
jóvenes.
La postmoderna razón líquida ve opresión en los compromisos duraderos. Los vínculos durables
despiertan su sospecha de una dependencia paralizante. Esta razón niega su derecho a las
ataduras y los lazos, sean espaciales o temporales.
Las ataduras y los lazos vuelven impuras las relaciones humanas, tal y como sucedería con
cualquier acto de consumo que proporcione satisfacción instantánea así como el vencimiento
instantáneo del objeto consumido.
El concepto, pues, alberga una aquilatada historia que raramente se conoce. Por lo general,
utilizamos la palabra en un sentido equívoco que raramente expresa el significado pleno de la
palabra. Con demasiada facilidad, decimos de alguien que es nuestro amigo o calificamos una
relación de amistad, cuando, de facto, sólo se funda en intereses de orden muy distinto, que
constituyen el núcleo de tal vinculación. A veces, lo decimos por ingenuidad, otras veces, porque
deseamos persistir en el engaño y creer que, de veras, tenemos amigos, cuando, la verdad, es que
estamos enteramente solos.
La amistad es la culminación de vida interpersonal, el más preciado de los vínculos. Más allá de la
amistad útil y de la que se funda en el placer, está la amistad pura, la que se construye sobre el
bien y cuya finalidad es el bienestar del amigo, su eudaimonia. La amistad solamente adquiere
pleno valor si supera la prueba del tiempo, si el lazo que une a los dos amigos supera las
contrariedades y los avatares de la historia.
Este vínculo se ha descrito de múltiples maneras y ha adquirido formas muy variadas a lo largo de
la historia, pero la amistad constituye uno de esos lazos universalmente compartidos en todas las
culturas. Es virtud, vínculo y sentimiento, una extraña mezcla de fenómenos que dota de valor y
sentido de la vida humana. Se trata de una relación de mutua benevolencia, fundada en la
complicidad y en la confidencialidad, que exige un pacto tácito de obligaciones y de deberes. Lazo
profundo que se cuece a lo largo de los años y que salva a los hombres de la soledad.
¿Puede haber algo así como una amistad líquida? ¿No se trata de un contrasentido, de
una contradictio in terminis una amistad líquida? La amistad requiere de solidez, de confianza. Uno
sabe que cuenta con un amigo, cuando puede acudir a él a cualquier hora, cuando es aceptado por
ser quién es y no por el papel que representa en la sociedad. En tiempos de modernidad líquida, la
amistad se presenta como un lazo excesivo, como algo desmesurado para la mentalidad de la
debilidad. Da miedo afianzar un vínculo de tales dimensiones, ir más allá de la cháchara y la juerga
de los viernes, estar dispuesto a sacrificarse por el bien del amigo. Es evidente que se requieren
amigos, pero no se concibe este vínculo con la seriedad que tradicionalmente se le ha atribuido.
En la cultura del yo, los hijos son casi un estorbo, un obstáculo a la plena realización del proyecto
individual. Se ha separado abismalmente la dimensión sexual de la dimensión procreadora y el
hijo ya no es el resultado del acto íntimo, sino la resultante de un cálculo de oportunidades.
En la cultura del yo, los hijos son casi un estorbo, un obstáculo a la plena realización del proyecto
individual. Se ha separado abismalmente la dimensión sexual de la dimensión procreadora y el
hijo ya no es el resultado del acto íntimo, sino la resultante de un cálculo de oportunidades.
Por ello, no es de extrañar que en las sociedades líquidas, se haya transformado significativamente
el ejercicio y el sentido de la paternidad y se retrase cuanto más tiempo sea posible la llegada de
los hijos. Antes de que lleguen, se pretende haber vivido mucho, porque la llegada de los
pequeños se interpreta como una suerte de condena que, además, no tiene fecha de
vencimiento.
En efecto, cuando uno asume la paternidad, no puede dar marcha atrás, ni desentenderse de tal
vínculo. El ser padre sella el futuro personal. Cuando uno asume tal condición, será, para siempre
más, padre y esta posibilidad aterra al sujeto líquido, pues no tiene reversibilidad alguna.
En términos puramente económicos, tener hijos no es rentable. Lo habría podido ser en otro
tiempo, cuando los hijos colaboraban en las tareas domésticas, en el trabajo del campo, o en la
tienda familiar, pero en las sociedades líquidas, los hijos sólo acarrean gastos que, además,
crecen exponencialmente con la edad. Eso significa que, si el único criterio para llevar a cabo tal
decisión se mueve dentro de los parámetros económicos, no hay futuro para las sociedades
líquidas.
Aunque las políticas familiares fueran más generosas de lo que son en muchos países y se
premiara el tener hijos; aún así, no compensaría la reducción de libertad individual que conlleva, ni
los beneficios de la compra de determinados bienes de consumo.
Uno tiende a pensarlo dos veces antes de firmar, y cuanto más se piensa, más evidentes se hacen
los riesgos que implica, y no hay deliberación interna ni indagación espiritual que logre disipar esa
sombra de duda que está condenada a contaminar cualquier alegría futura.
Algunos retrasan el ejercicio de la paternidad más allá de los cuarenta, después de haber realizado
algunos sueños que sólo pueden llevarse a cabo sin la mochila de la prole.
Algunas mujeres optan por tener hijos después de la menstruación, a través de la fecundación
artificial. Las biotecnologías abren la posibilidad a una maternidad a la carta, compatible con los
intereses personales y las expectativas profesionales.
Armar una familia es, para el ciudadano líquido, como arrojarse de cabeza en aguas inexploradas
de profundidad impredecible. Tener que renunciar o posponer otros seductores placeres
consumibles de un atractivo aún no experimentado, un sacrificio en franca contradicción con los
hábitos de un prudente consumidor, no es su única consecuencia posible.
En nuestros tiempos, tener hijos es una decisión, y no un accidente, circunstancia que suma
ansiedad a la situación. Tener o no tener hijos es probablemente la decisión con más
consecuencias y de mayor alcance que pueda existir, y por lo tanto es la decisión más estresante y
generadora de tensiones a la que uno pueda enfrentarse en el transcurso de su vida.
Muchos prefieren no tener hijos a tener que delegar totalmente su educación y su cuidado a otras
personas por la imposible conciliación con la vida profesional. Otros no están dispuestos a asumir
el sacrificio, la abnegación y la moral de la renuncia que conlleva, necesariamente, el tener hijos.
Estos valores son incompatibles con la moralidad líquida de nuestras sociedades occidentales.
Desde el cinismo postmoderno, casi se considera una estupidez tener más de un hijo, se imputa a
un error de cálculo. Los padres de familia numerosa casi tienen que justificarse, porque se
sienten fiscalizados por sus coetáneos.
En lugar de causar admiración, la opción por tener más hijos de la regla normal, se interpreta
como un modo de amargarse la vida, como una especie de masoquismo, que resulta un completo
absurdo desde la moral líquida.
Tener hijos implica sopesar el bienestar de otro, más débil y dependiente, implica ir en contra de
la propia comodidad. Significa hacerse cargo del otro, apropiarse hondamente del valor de la
responsabilidad y dejar de vivir para uno mismo, para empezar a vivir por los otros, más aún, a
desvivirse por los otros.
Tener hijos es, inevitablemente, hacerse mayor, llegar a la etapa de la madurez, salir,
definitivamente, del codiciado estado de la juventud. Sin la lógica del don no puede ejercerse
correctamente la paternidad, pues si uno no está dispuesto a dar lo que tiene, lo que gana y lo
que es, a sus hijos, no puede desarrollar correctamente el oficio de la paternidad.
Cuando uno asume la paternidad, se percata que la autonomía de sus propias referencias se ve
comprometida una y otra vez, año tras año, diariamente. Tener hijos significa, muy habitualmente,
tener que reducir las ambiciones profesionales, ya que los encargados de juzgar el rendimiento
profesional mirarán con recelo el menor signo de lealtades divididas.
Lo que es más doloroso para el ciudadano líquido es que tener hijos implica aceptar esa
dependencia de lealtades divididas por un período de tiempo indefinido, y comprometerse
irrevocablemente y con final abierto, un tipo de obligación que va en contra del germen mismo
de la moderna política de vida líquida y que la mayoría de las personas evitan celosamente en
todo otro aspecto de sus vidas.