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El hombre honesto

No obstante, no hay que confundir esta solución adecuada para la gente corriente con el
difícil camino que La Rochefoucauld se reserva a sí mismo y a sus semejantes, a los que designa
con la expresión «hombre honesto». El caballero de Méré, que se vanagloria de ser uno de ellos,
no ahorra elogios a La Rochefoucauld, «un hombre totalmente honesto», y le hace decir: «Coloco
[la total honestidad] por encima de todo, y me parece preferible para ser feliz en la vida a poseer
un reino» (en una carta publicada en 1682).

Disfrazar los vicios como virtudes, adecuado para la gente corriente, no podría satisfacer a
las personas honestas (que es preciso observar que pueden ser tanto mujeres como hombres,
mientras que cuesta imaginar que se califique a un criado cualificado como «hombre honesto»). El
lúcido La Rochefoucauld no podría limitarse al conformismo común. En primer lugar, porque para
los ojos perspicaces los velos del disfraz son transparentes (M 12). Es también, como hemos visto,
una de las primeras funciones de las Máximas: hacer que caiga el disfraz, deshacer lo que ha hecho
el amor propio, recorrer el mismo camino en sentido inverso y retirar uno tras otro los velos
superpuestos. La Rochefoucauld es el maestro del desvelamiento, el que sabe arrancar las
máscaras y descubrir el vicio detrás de la virtud, o dentro de ella —ya que «las virtudes son
fronteras de los vicios» (R 7)—, el que invierte las cualidades en su contrario y hace estallar las
oposiciones.

Además las máscaras apenas valen más que lo que se supone que disimulan (M 411). Vivir
todo el día en el parecer acaba destruyendo el ser: «El deseo de parecer hábil suele impedir llegar
a serlo» (M 199), y el deseo de parecer natural impide serlo (M 431). Al fin y al cabo, dedicar
tantos esfuerzos a mantener nuestra reputación, es decir, la opinión que los demás se hacen de
nosotros, es conceder demasiada credibilidad al juicio de los hombres, que además sabemos en
qué medida es poco fiable (M 268). El orgullo, en esta ocasión en el sentido de estima por uno
mismo, se ajusta mejor a los grandes que la vanidad, que es buscar la estima de los demás.
Debemos someternos al tribunal de nuestro propio juicio, a poco que conserve su lucidez: «El
perfecto valor es hacer sin testigos lo que seríamos capaces de hacer ante todo el mundo» (M
216). La grandeza y la distinción no proceden de la suerte, ni siquiera del verdadero mérito: «Es un
precio que sin darnos cuenta nos ponemos a nosotros mismos» (M 399), y a fin de cuentas es
también el mejor medio de imponerlo a los demás.

En lugar de parecer lo que no somos y disfrazar nuestros vicios como virtudes, deberíamos
intentar ser para nosotros mismos lo que querríamos parecer para los demás. La Rochefoucauld
opone estas dos actitudes en la tercera reflexión, «Del aspecto y de las maneras». Unos «intentan
parecer lo que no son», y los otros «son lo que parecen». Una máxima formula así esta misma
oposición: «Las falsas personas honestas son las que disfrazan sus defectos ante los demás y ante
sí mismos. Las verdaderas personas honestas son las que los conocen perfectamente y los
confiesan» (M 202). El caballero de Méré le hace decir también: «Las falsas personas honestas,
como los falsos devotos, sólo buscan la apariencia».
Así, por un lado, los que viven en la ilusión y la mantienen. La verdad es que La
Rochefoucauld nada tiene contra los hipócritas que disimulan sus vicios con conocimiento de
causa. Al fin y al cabo, contribuyen, aunque sea de forma superficial, a la higiene social. A los que
estigmatiza sobre todo es a las personas que con la conciencia totalmente tranquila (y por lo tanto
sin conocimiento de causa) se creen exentas de toda debilidad. Por otra parte, hay personas
verdaderamente honestas, que se definen por la lucidez respecto de sí mismos y también por
divulgar el conocimiento que tienen de sus defectos. Esta última precisión («los confiesan») podría
sorprender, pero otras máximas limitan su alcance: la confesión en cuestión no está destinada a
todos, sino sólo a las demás personas honestas. «Ser un hombre verdaderamente honesto es
querer estar siempre expuesto a la mirada de las personas honestas» (M 206), pero no a la del
vulgo, que no podría evitar abusar de lo que sabe. Las personas vulgares sólo valoran a aquellos a
los que la fortuna favorece, pero las personas honestas saben considerar todos los factores y
reconocer el verdadero mérito (M 165).

El hombre honesto no está privado ni de lucidez ni de autocontrol. El propio La


Rochefoucauld, el más despiadado analista de las trampas que el yo se tiende a sí mismo, no
renuncia a la idea de su responsabilidad. La persona es sin duda plural, pero eso no quiere decir
que deje de ser un sujeto, es decir, un individuo al que podemos considerar autor de sus actos y
de sus atributos. Trabajando sobre nosotros mismos podemos acceder a la conciencia de las
fuerzas oscuras que actúan en nuestro interior y hacer uso de nuestra voluntad.

Lo que La Rochefoucault parece valorar más en las personas honestas nada tiene que ver
con las virtudes cristianas, sino que recuerda más bien el código de honor feudal. Ahora aprecia
menos la humildad que la grandeza. Según el caballero de Méré, se expresaba así: «No veo nada
más hermoso que la nobleza de corazón y la grandeza de alma, de donde procede la perfecta
honestidad». La grandeza es independiente de la virtud y de la moral: «Hay héroes tanto malos
como buenos» (M 185), y por tener grandes defectos no se deja de ser un gran hombre (M 190),
cosa que sí sucedería si sólo se tuvieran pequeños defectos. «Las grandes almas no son las que
tienen menos pasiones y más virtud que las almas corrientes, sino sólo las que tienen mayores
designios» (MS 31).

La Rochefoucauld afirma en su Autoportrait que la grandeza debe ser también en parte


virtuosa. «Apruebo totalmente las bellas pasiones, ya que señalan la grandeza de alma y […]
además se ajustan tan perfectamente a la más austera virtud que creo no seríamos justos si las
condenáramos». Pero ¿se trata de algo más que de una petición de principio? Por el contrario,
cuando en las Máximas entrevé un conflicto entre virtud y grandeza (o entre virtudes cristianas y
virtudes «heroicas»), prefiere las segundas. La ambición, característica de los grandes, es superior
a la moderación, virtud que reivindican los mediocres, y la actividad y el ardor son preferibles a la
pasividad y la pereza (M 293, M 308). Y para ser verdaderamente bueno hay que ser antes lúcido
(M 387) y fuerte (M 237), porque en caso contrario la bondad es sólo una máscara de la
impotencia. Desdeña también la modestia en beneficio de la valoración exacta de uno mismo, otra
manera de diferenciar a los grandes de las personas corrientes.
Esta grandeza podrá adaptarse a las circunstancias de cada momento. Para el que ha
renunciado a los campos de batalla y se ha replegado en la vida cortesana y de ciudad, el término
pasa a designar la lucidez. En el amor, el hombre honesto conoce la pasión extrema, pero no por
eso se ciega (M 353). Ante la muerte, tanto el hombre vulgar como el honesto pueden
permanecer impasibles, pero en el primer caso esta actitud se explica por la ignorancia y la falta de
imaginación, mientras que en el segundo va acompañada de lucidez y responde al amor a la gloria
(M 504).

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