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La experiencia como habilidad

La experiencia es un proceso único, sin parangón. Superficialmente, parece como si de una


serie de posibilidades realizadas sólo se eligieran y conservaran algunas: «la experiencia
resulta de la memoria» (Aristóteles). Pero la experiencia es algo más rico; es ejercitación,
selección y rechazo, creación y construcción.

El bebé «aprende» a andar. De todas las innumerables maneras de avanzar que él ensaya,
con una fantasía motriz desarrollada sólo en esos intentos; de todas las coordinaciones
motrices dominadas y no dominadas, exitosas y descaminadas, fallidas y plausibles, que
demora meses y años en ejecutar, se retienen solamente algunas que se hacen posibles y
son consolidadas por todo lo que antes se escogió y desechó. Luego, tales habilidades son
«productos», se logran solamente con gran esfuerzo. Vale la pena agregar que el proceso se
consuma y completa cuando las habilidades adquiridas se pueden volver a dejar de lado,
cuando primero se las cultiva, para luego relegarlas a la mera posibilidad, a la
disponibilidad, así como uno «sabe» montar o nadar, aunque haya dejado de hacerlo por
años.

Aprendemos una lengua extranjera mediante la simple combina-

ción de sus elementos; aprendemos vocablos, formamos frases. Pero

si perseveramos en este esfuerzo arduo se va formando una habilidad totalmente nueva, el


sentido de las posibilidades del idioma, de la textura lingüística. Una vez captado ese
sentido, adquirirnos en cierto modo la totalidad del idioma. Aunque olvidemos la mayoría
de los elementos, estamos seguros de que, volviendo a usar esa lengua, pronto los
recuperaremos y se desprenderán de la raiz de lo sabido.

Lo mismo ocurre con nuestros sentimientos morales y costumbres. Si no fueran cultivados


imperceptiblemente en la niñez, a través del comportamiento del entorno y de la
consecuencia interna de la acción en direcciones determinadas, tendríamos que
introducirnos —concédase el experimento mental— como moralmente neutrales en la
sociedad. Luego llegarnos a ser gracias a la resistencia, al efecto retroactivo de nuestras
acciones, a la conformidad con ellas, lo que forma gradualmente un orden de impulsos
fijados y solidificados en costumbres. En ellas nos hemos permitido confiar, bajo el umbral
de la consciencia, y sólo en caso de conflicto llegan a hacerse conscientes. Eso experimenta
el misionero entre salvajes cuando adquiere su confianza y quiere adaptarse –finalmente se
siente como ellos y permanece allí.

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