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LA PIEZA AUSENTE.

de Pablo de Santis

Comencé a coleccionar rompecabezas cuando tenía quince años. Hoy no hay nadie en esta ciudad – dicen – más hábil que
yo para armar esos juegos que exigen paciencia y obsesión.

Cuando leí en el diario que habían asesinado a Nicolás Fabbri, adiviné que pronto sería llamado a declarar. Fabbri, era
director del Museo del Rompecabezas. Tuve razón: a las doce de la noche la llamada de un policía me citó al amanecer en las
puertas del Museo.

Me recibió un detective alto, que me tendió la mano distraídamente, mientras decía su nombre en voz baja –Lainez- como si
pronunciara una mala palabra. Le pregunté por la causa de la muerte:- veneno- dijo entre dientes.

Me llevó hasta la sala central del Museo, donde está el rompecabezas que representa el plano de la ciudad, con dibujos de
edificios y monumentos. Mil veces había visto ese rompecabezas: nunca dejaba de maravillarme. Era tan complicado que
parecía siempre nuevo, como si, a medida que la ciudad cambia ba, manos secretas alteraran sus innumerables fragmentos.
Noté que faltaba una pieza.

Lainez buscó en su bolsillo. Sacó un pañuelo, un cortaplumas, un dado, y al final apareció la pieza. – Aquí la tiene.
Encontramos a Fabbri muerto sobre el rompecabezas. Antes de morir arrancó esta pieza. Pensamos que quiso dejarnos una
señal.

Miré la pieza. En ella se dibujaba el edificio de una biblioteca, sobre una calle angosta. Se leía, en letras diminutas, pasaje La
Piedad.

- Sabemos que Fabbri tenía enemigos – dijo Lainez – Coleccionistas resentidos, como Santandrea, varios contrabandistas de
rompecabezas, hasta un ingeniero loco, constructor de juguetes, con el que se peleó una vez.

- Troyes –dije -. Lo recuerdo bien.

- También está Montaldo, el vicedirector del Museo, que quería ascender a toda costa.

- ¿Relaciona a alguno de ellos con esa pieza? – Dije que no.

- ¿Ve la B mayúscula, de Biblioteca? Detuvimos a Benveniste, el anticuario, pero tenía una buena coartada. También
combinamos las letras de la Piedad buscando anagramas. Fue inútil. Por eso pensé en usted.

Miré el tablero: muchas veces había sentido vértigo ante lo minucioso de esa pasión, pero por primera vez

Sentí el peso de todas las horas inútiles. El gigantesco rompecabezas era un monstruoso espejo en el que ahora me obligaban a
reflejarme. Solo los hombres incompletos podíamos entregarnos a aquella locura. Encontré (sin buscarla, sin interesarme) la
solución.

- Llega un momento en el que los coleccionistas ya no vemos las piezas. Jugamos en realidad con huecos, con espacios
vacíos. No se preocupe `por las inscripciones en la pieza que Fabbri arrancó: mire mejor la forma del hueco.

Lainez miró el punto vacío en la ciudad parcelada: leyó entonces la forma de una M.

Montaldo fue arrestado de inmediato. Desde entonces, cada mes me envía por correo un pequeño rompecabezas que
fabrica en la prisión con madera y cartones. Siempre descubro, al terminar de armarlos, la forma de una pieza ausente, y leo en
el hueco la inicial de mi nombre.
UNA COARTADA A PRUEBA DE BOMBA
Giorgio Scerbanenco

La esposa, con un velo blanco, algunos granos de arroz aún esparcidos entre los pliegues, acabó también ella en el cuartelillo
de la policía, con el rostro pálido, sin lágrimas, la mirada cargada de odio ante el funcionario que, detrás de su escritorio, le
explicaba:

-Es inútil que digan que no es verdad, por el amor de Dios, que no les guste es natural, pero la verdad es la verdad, y ustedes
tienen que conocerla… Él salió esta mañana de su casa a las nueve, para casarse con usted. Estaba todo calculado, premeditado
con exactitud. Sale de casa con el coche, repito, para ir a la iglesia donde se iba a celebrar la boda. Pero apenas ha subido al
coche aparece una antigua amiga, y él sabía que aparecería. “Déjame subir – le dice la antigua amiga -, tú no vas a casarte con
ésa, tú te vienes conmigo”. Es una exaltada, una loca, él lo sabe, desde hace dos años que ella lo atormenta, él no aguanta más,
la deja subir y la mata repentinamente y luego, antes de venir a casarse con usted, pasea por el parque, arroja el cadáver detrás
de un cesto y va corriendo a la iglesia para representar el papel de marido que espera a la esposa…
Usted llega, se celebra la ceremonia, y se van a la fiesta y él está tranquilísimo, porque tiene una coartada a prueba de bomba,
se lo digo yo. Aunque lo detengamos y le preguntemos: ¿Dónde estaba la mañana del 29 de abril?, él responderá Estaba
casándome. ¿Cómo puede una persona que va a casarse, matar al mismo tiempo a una mujer? Pero él no podía imaginarse que
el coche perdiera aceite precisamente esa mañana. Cerca de la mujer estrangulada había un charquito de aceite, seguimos las
gotas de aceite como en los cuentos y llegamos hasta la iglesia…, desde la iglesia llegamos hasta el hotel, donde continúa aún la
fiesta, preguntamos de quién es el coche y el coche es del marido, y el marido ha confesado, señora, lo siento muchísimo, pero
la verdad es la verdad…

Bajo su velo blanco, ella, sin embargo, siguió mirándolo con odio.
La inspiración
por Pablo De Santis

El poeta Siao, que vivía desde el otoño en el palacio imperial, fue encontrado muerto en su habitación. El médico de la corte
decretó que la muerte había sido provocada por alguna substancia que le había manchado los labios de azul. Pero ni en las
bebidas ni en los alimentos hallados en su habitación había huellas de veneno.

El consejero literario del emperador estaba tan conmovido por la muerte de Siao, que ordenó llamar al sabio Feng. A pesar de
la fama que le había dado la resolución de varios enigmas —entre ellos la muerte del mandarín Chou y los llamados "crímenes
del dragón"— Feng vestía como un campesino pobre. Los guardias imperiales se negaron a dejarlo pasar, y el consejero literario
tuvo que ir a buscarlo a las puertas del palacio para conducirlo a la habitación del muerto.

Sobre una mesa baja se encontraban los instrumentos de caligrafía del poeta Siao: el pincel de pelo de mono, el papel de
bambú, la tinta negra, el lacre con que acostumbraba a sellar sus composiciones.

—Mis conocimientos literarios son muy escasos y un poco anticuados. Pero sé que Siao era un famoso poeta, y que sus
poemas se contaban por miles —dijo Feng—. ¿Por qué todo esto está casi sin usar?

—Sabio Feng: hacía largo tiempo que Siao no escribía. Como verá, comenzó a trazar un ideograma y cayó fulminado de
inmediato. Siao luchaba para que volviera la inspiración, y en el momento de conseguirla, algo lo mató.

Feng pidió al consejero quedarse solo en la habitación. Durante un largo rato se sentó en silencio, sin tocar nada, inmóvil
frente al papel de bambú, como un poeta que no encuentra su inspiración. Cuando el consejero, aburrido de esperar, entró,
Feng se había quedado dormido sobre el papel.

—Sé que nadie, ni siquiera un poeta, es indiferente a los favores del emperador —dijo Feng apenas despertó—. ¿Tenía Siao
enemigos?

El consejero imperial demoró en contestar.

—La vanidad de los poetas es un lugar común de la poesía, y no quisiera caer en él. Pero en el pasado, Siao tuvo cierta rencilla
con Tseng, el anciano poeta, porque ambos coincidieron en la comparación de la luna con un espejo. Y un poema dirigido contra
Ding, quien se llama a sí mismo "el poeta celestial", le ganó su odio. Pero ni Tseng ni Ding se acercaron a la habitación de Siao en
los últimos días.

—¿Y se sabe qué estaban haciendo la noche en que Siao murió?

—La policía imperial hizo esas averiguaciones. Tseng estaba enfermo, y el emperador le envió a uno de sus médicos para que
se ocupara de él. En cuanto a Ding, está fuera de toda sospecha: levantaba una cometa en el campo. Había varios jóvenes
discípulos con él. Ding había escrito uno de sus poemas en la cometa.

—¿Y dónde levantó Ding esa cometa? ¿Acaso se veía desde esa ventana?

Si, justamente allí, detrás del bosque. Honorable Feng: los oscuros poemas de Ding tal vez no respeten ninguna de nuestras
antiguas reglas, pero no creo que alcancen a matar a la distancia. ¡Además, la cometa estaba en llamas!

—¿Un rayo?

—Caprichos de Ding. Elevar sus poemas e incendiarlos. Yo, como usted, Feng, tengo un gusto anticuado, y no puedo juzgar las
nuevas costumbres literarias del palacio.

Feng destinó la tarde siguiente a leer los poemas de Siao. A la noche anunció que tenía una respuesta. El consejero imperial se
reunió con él en las habitaciones del poeta asesinado. Feng se sentó frente a la hoja de bambú y completó el ideograma que
había comenzado a trazar Siao.
—"Cometa en llamas" —leyó el consejero—. ¿La visión de la cometa le hizo a Siao recuperar la inspiración?

—Siao trabajaba a partir de aquello que lo sorprendía. El momento en que se detiene el rumor de las cigarras, la visión de una
estatua dorada entre la niebla, una mariposa atrapada por la llama. De estas cosas se alimentaba su poesía. Aquí en el palacio,
ya nada lo invitaba a escribir: por eso su pincel nuevo estaba sin usar desde hacía meses. Ding puso allí el veneno, y con la
suficiente anticipación como para que nadie sospechara de él. Sabía que Siao, como todos los que usan pinceles de pelo de
mono, se lo llevaría a la boca al usarlo por primera vez, para ablandarlo. Los restos del veneno se disolvieron en la tinta. Esa fue
una de las armas de Ding.

—Imagino que la otra fue la cometa —dijo el consejero.

—Ding sabía que al ver algo tan extraño como una cometa en llamas, la inspiración volvería al viejo Siao.

Feng tomó el pincel de pelo de mono y escribió:

Una cometa en llamas sube al cielo negro.

Brilla un momento y se apaga.

Así la injusta fama del mediocre Ding.

—Mis dotes como poeta son pobres, pero acaso no esté tan alejado del tema que hubiera elegido Siao —Feng limpió con
cuidado el pincel—. Como poeta Ding rechaza toda regla, pero como asesino acepta las simetrías. Para matar a un poeta eligió la
poesía.
Tres portugueses bajo un paraguas, de Rodolfo Walsh

1
El primero portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.

2
- ¿Quién fue?- preguntó el comisario Jiménez.
- Yo no - dijo el primer portugués.
- Yo tampoco - dijo el segundo portugués.
- Yo menos - dijo el tercer portugués.

3
Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.

4
- ¿Qué hacían en esa esquina? - preguntó el comisario Jiménez.
- Esperábamos un taxi - dijo el primer portugués.
- Llovía muchísimo - dijo el segundo portugués.
- ¡Cómo llovía! - dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.

5
- ¿Quién vio lo que pasó? - preguntó Daniel Hernández.
- Yo miraba hacia el norte - dijo el primer portugués.
- Yo miraba hacia el este - dijo el segundo portugués.
- Yo miraba hacia el sur - dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando hacia el oeste.

6
- ¿Quién tenía el paraguas? - preguntó el comisario Jiménez.
- Yo tampoco - dijo el primer portugués.
- Yo soy bajo y gordo - dijo el segundo portugués.
- El paraguas era chico - dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.

7
- ¿Quién oyó el tiro? - preguntó Daniel Hernández.
- Yo soy corto de vista - dijo el primer portugués.
- La noche era oscura - dijo el segundo portugués.
- Tronaba y tronaba - dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.

8
- ¿Cuándo vieron al muerto? - preguntó el comisario Jiménez.
- Cuando acabó de llover - dijo el primer portugués.
- Cuando acabó de tronar - dijo el segundo portugués.
- Cuando acabó de morir - dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.

9
- ¿Qué hicieron entonces? - preguntó Daniel Hernández.
- Yo me saqué el sombrero - dijo el primer portugués.
- Yo me descubrí - dijo el segundo portugués.
- Mis homenajes al muerto - dijo el tercer portugués.
Los cuatro sombreros sobre la mesa.

10
- Entonces, ¿qué hicieron? - preguntó el comisario Jiménez.
- Uno maldijo la suerte - dijo el primer portugués.
- Uno cerró el paraguas - dijo el segundo portugués.
- Uno nos trajo corriendo - dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.

11
- Usted lo mató - dijo Daniel Hernández.
- ¿Yo, señor? - preguntó el primer portugués.
- No, señor - dijo Daniel Hernández.
- ¿Yo, señor? - preguntó el segundo portugués.
- Sí, señor - dijo Daniel Hernández.

12
- Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada - dijo Daniel Hernández. - Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el
muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta, para tener más posibilidades de descubrir un
taxímetro en una noche tormentosa.
"El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del sombrero.
"El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el
brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de
espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio; es decir,
mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta
para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo por el pavimento húmedo.
"El asesino utilizó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los chicos o que llevan algunas
mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con los truenos (esta noche hubo tormenta eléctrica particularmente
intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma tan
pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón
le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable."

El primero portugués se fue a su casa. Al segundo no lo dejaron. El tercero se llevó el paraguas. El cuarto portugués estaba
muerto. Muerto.
En defensa propia, de Rodolfo Walsh

- "Yo, a lo último, no servía para comisario" - dijo Laurenzi, tomando el café que se le había enfriado -. "Estaba viendo las cosas,
y no quería verlas. Los problemas en que se mete la gente, y la manera que tiene de resolverlos, y la forma en que yo los habría
resuelto. Eso, sobre todo. Vea, es mejor poner los zapatos sobre el escritorio, como en el biógrafo, que las propias ideas. Yo
notaba que me iba poniendo flojo, y era porque quería pensar, ponerme en el lugar de los demás, hacerme cargo. Y así hice dos
o tres macanas, hasta que me jubilé. Una de esas macanas es la que le voy a contar.
Fue allá por el cuarenta, y en La Plata. Eso le indica" - murmuró con sarcasmo, mirando la plaza llena de sol a través de la
ventana del café - "que mi fortuna política estaba en ascenso, porque usted sabe cómo me han tenido a mí, rodando por todos
los destacamentos y comisarías de la provincia.
La fecha justa también se la puedo decir. Era la noche de San Pedro y San Pablo, el 29 de junio. ¿No le hace gracia que aún hoy se
prendan fogatas ese día?"
- Es por el solsticio estival - expliqué modestamente.
- "Usted quiere decir el verano. El verano de ellos que trajeron de Europa la fiesta y el nombre de la fiesta".
- Desconfíe también del nombre, comisario. Eran antiguos festivales celtas. Con el fuego ayudaban al sol a mantenerse en el
camino más alto de cielo.
- "Será. La cuestión es que hacía un frío que no le cuento. Yo tenía un despacho muy grande y una estufita de kerosén que daba
risa. Fíjese, había momentos en que lo que más deseaba era ser de nuevo un simple vigilante, como cuando empecé, tomar
mate o café con ellos en la cocina, donde seguramente hacía calor y no se pensaba en nada.
Serían las diez de la noche cuando sonó el teléfono. Era una voz tranquila, la voz del juez Reynal, diciendo que acababa de matar
un ladrón en su casa, y que si yo podía ir a ver. Así que me puse el perramus y fui a ver.
Con los jueces, para qué lo voy a engañar, nunca me entendí. La ley de los jueces siempre termina por enfrentarlo a uno con un
malandra que esa noche tiene más suerte, o mejor puntería, o un poco más de coraje que seis meses antes, o dos años antes,
cuando uno lo vio por última vez con una vereda y una 45 de por medio. Uno sabe cómo entran, cómo no va a saber, después de
verlo llorando y, si se descuida, pidiendo por su madre. Lo que no sabe, es cómo salen. Después hasta le piden fuego por la calle,
y usted se calla y se va a baraja porque se palpita que hay un chiste en alguna parte, y no vaya a resultar que el chiste es a costa
suya.
Iba pensado en estas cosas mientras caminaba entre las fogatas que la garúa no terminaba de apagar, esquivando los buscapiés
de la juventud que también festejaba, como dice usted, lo alto que andaba el sol y, seguramente, la cosecha próxima, y los
campos llenos de flores. Para distraerme, empecé a recordar lo que sabía del doctor Reynal. Era el juez de instrucción más viejo
de La Plata, un caballero inmaculado y todo eso, viudo, solo e inaccesible.
Entré por un portoncito de fierro, atravesé el jardín mojado, recuerdo que había unas azaleas que empezaban a florecer y unos
pinos que chorreaban agua en la sombra. La cancel estaba abierta, pero había luz en una ventana y seguí sin tocar el timbre.
Conocía la casa, porque el doctor solía llamarnos cada tanto, para ver cómo andaba un sumario o para darnos un sermón. Tenía
ojos de lince para los vicios de procedimiento, la sangre de sus venas pasaba por el código y no se cansaba de invocar la
majestad de la justicia, la de antes. Y yo que hasta tengo que cuidar la ortografía, y no hablo de los vicios de procedimiento ya va
a ver. Pero yo no era el único. Conozco algunos que pretendían tomarlo en farra, pero se les caían las medias cuando tenían que
enfrentarlo.
Y es que era un viejo imponente, con una gran cabeza de cadáver porque año a año la cara se le iba chupando más y más, hasta
que la piel parecía pegada a los huesos, como si no quisiera dejarle nada a la muerte. Así lo recuerdo esa noche, vestido de negro
y con un pañuelo de seda al cuello.
Con este hombre yo me guardaba un viejo entripado, porque una vez en la misma comisaría, adonde llegó como bala me soltó al
tuerto Landívar, que tenía dos muertes sin probar, y más tarde iba a tener otra. Nunca olvidé lo que me dijo Es mejor que ande
suelto un asesino, y no una ruedita de la justicia. ¿Y el peligro? - le pregunté. El peligro lo corremos todos- dijo. Pero fui yo el que
tuve que matarlo a Landívar, cuando al fin hizo la pata ancha en los galpones de Tolosa, y yo me acordé del doctor, del doctor y
de su madre".

El comisario se agarró el mentón y meneó la cabeza. Como si se riera de alguna ocurrencia secreta, y después soltó una
verdadera carcajada, una risa asmática y un poco dolorosa.
- "Bueno, ahí estaba sentado ante su escritorio, como si nada hubiera pasado, absorto en uno de esos libracos de filosofía, o
vaya a saber qué, pero en todo caso algo importante, porque apenas alzó la cabeza al verme en la puerta y siguió leyendo hasta
que llegó al final de un párrafo que marcó con una uña afilada y como de vidrio. Tuve tiempo de sacarme el sombrero mojado,
de pensar dónde lo pondría, de ver el bulto en el suelo, que era un hombre, de codearme con un jinete de bronce y, en general,
de sentirme como un auxiliar tercero que lo van a amonestar. Recién entonces el viejo cerró el libro, cruzó los dedos y se quedó
mirándome con esos ojos que siempre parecían estar haciendo la seña del as de espadas.
Le pregunté, de buen modo, qué quería que hiciera. Contestó que yo sabía cuál era mi deber, que yo conocía o debía conocer el
Código de Procedimientos, que el desde ya su reemplazante de turno era el doctor Fulano, y que no lo tomara a mal si, ya que
estaba, observaba con interés profesional la forma en que yo encauzaba el sumario.
Le aseguré que no faltaba más. Le dije si estaba bien que le hiciera una inspección ocular. Hizo que sí con la cabeza. ¿Y que le
preguntara algunas cosas y que lo tuviese demorado hasta que el doctor fulano dispusiera lo contrario? Entonces se echó a reír y
comentó Muy bien, muy bien, eso me gusta.
Moví con el pie la cara del muerto, que estaba boca abajo frente al escritorio, y me encontré con un antiguo conocido, Justo
Luzati, por mal nombre El Jilguero, y también El Alcahuete, con fama de cantor y de otras cosas que en su ambiente nadie
apreciaba. Supe tratarlo bastante en un tiempo, hasta que lo perdí de vista en un hospital, pobre tipo.
Pero resultaba bueno verlo muerto así, al fin con un gesto de hombre en la cara flaca donde parecía faltarle unos huesos y
sobrarle otros, y un 32 empuñado a lo hombre en la mano derecha, y todavía ese gesto bravío de apretar el gatillo a
quemarropa, cuando ya le iban a tirar, o le estaban tirando, y le tiraron nomás y el plomo del 38 que el doctor sacó de algún
cajón lo sentó de traste. Y entonces se acostó despacio a lagrimear un poco y a morir.
Pero ese viejo, era cosa de ver, o de imaginar, la sangre fría, de ese viejo. Dejó el 38 sobre la mesa, con cuidado porque era una
prueba. Me llamó por teléfono, sin levantarse siquiera, porque no había que tocar nada. Y siguió leyendo el libro que leía cuando
entró Luzati.
-¿Lo conoce doctor?- le pregunté.
- Nunca lo había visto.
Entonces, mientras lo estaba mirando, descubrí ese estropicio en la biblioteca que tenía detrás de él.
- ¿Y de eso - señalé - no pensaba decirme nada?.
- Usted tiene ojos - respondió.
Había una hilera de tomos encuadernados en azul, creo que era la colección de La Ley. Y uno estaba medio destripado, le salían
serpentinas y plumitas de papel, y al lado había un marco de plata boca abajo, un retrato con la foto y el vidrio perforados.
- Quédese quieto, doctor, no se mueva- le previne y le di la vuelta al escritorio, me paré donde se había parado Luzati, donde
todavía estaba el agua de sus zapatos y desde allí miré al viejo, y luego detrás del viejo, y nuevamente esa cara cadavérica y
severa. Pero él me corrigió: - Un poquito más a la izquierda - dijo.
- ¿Qué se siente, doctor, cuando a uno le erran por tan poco?
- No se siente nada- contestó - y usted lo sabe.
Entonces me agaché, saqué el 32 de entre los dedos de Luzati, abrí el tambor y allí estaba la cápsula picada y el resto de la carga
completa, y hasta el olor de la pólvora fresca. Todo listo y empaquetado para el gabinete Vucetich, donde seguramente iban a
encontrar que el plomo de la biblioteca correspondía al 32, y que el ángulo de tiro estaba bien, y todo estaba bien, y se lo iban a
ilustrar con dibujitos y rayas coloradas, verdes y amarillas para probar nomás que el doctor había matado en defensa propia.
Puse el 32 junto al otro, sobre el escritorio, y fue entonces cuando él me oyó decir Qué raro y me miró sin moverse.
- ¿Qué raro doctor?- le dije caminando otra vez hacia la biblioteca - que usted, que solía tener tan buena memoria, se haya
olvidado de este pájaro cantor. Porque si a mi no me falla, hace cuatro años usted sentenció en una causa Vallejo contra Luzati
por tentativa de extorsión.
Él se echó a reír.
- ¿Y eso? - dijo -. Como si yo fuera a acordarme de todas las sentencias que dicto.
- Entonces tampoco recordará que en el treinta lo condenó por tráfico de drogas.
Me pareció que daba un brinco, que iba a pararse, pero se contuvo, porque era un viejo duro, y apenas se pasó una mano por la
frente.
- En el treinta - murmuró -. Puede ser. Son muchos años. Pero usted quiere decir que no vino a robar sino a vengarse.
- Todavía no se lo quiero decir. Pero qué raro, doctor. Qué raro que este infeliz, que nunca asaltó a nadie, porque era una rata,
un pobre diablo que hoy se puso la mejor ropa para venir a verlo a usted - alguien que vivía de la pequeña delación, del pequeño
chantaje, del pequeño contrabando de drogas; alguien que si llevaba un arma encima era para darse coraje -, que ese tipo, de
golpe, se convierta en asaltante y venga a asaltarlo a usted ...

Entonces él cambió de postura por primera vez, giró con el sillón, y me vio con el retrato entre las manos, ese retrato de una
muchacha lejana, inocente y dulce, si no fuera por los ojos que eran los ojos oscuros y un poco fanáticos del juez, esa cara que
sonreía desde lejos aunque estaba destrozada de un tiro certero, porque el vencido amor y la sombra del odio que le sigue
tienen una infalible puntería.
Le devolví el retrato, le dije Guardeló. Esto no tiene por qué figurar aquí y me senté en cualquier parte sin pedirle permiso, pero
no porque le hubiera perdido el respeto, sino porque necesitaba pensar y hacerme cargo y estar solo. Pensar, por ejemplo, en
esa cara que yo había visto dos años antes en una comisaría de Mar del Plata, esa cara devastada, ya no inocente, repetida en la
foto de un prontuario donde decía simplemente Alicia Reynal, toxicómana, etc. Pero cuando pasó un rato muy largo, lo único
que se me ocurrió decirle fue:
- ¿Hace mucho que no la ve?
- Mucho - dijo, y ya no habló más, y se quedó mirando algo que no estaba.
Entonces volví a pensar, y ahí debió ser cuando descubrí que ya no servía para comisario. Porque estaba viendo todo, y no
quería verlo. Estaba viendo cómo El Alcahuete había conocido a aquella mujer, y hasta le había vendido marihuana o lo que sea,
y de golpe, figúrese usted, había averiguado quién era. Estaba viendo con qué facilidad se le ocurrió extorsionar al padre, que
era un hombre inmaculado, un pilar de la sociedad, y de paso cobrarse las dos temporadas que estuvo en Olmos. Estaba viendo
cómo el viejo lo esperó con el escenario listo, el tiro que él mismo disparó - un petardo más en esa noche de petardos - contra la
biblioteca y contra aquel fantasma del retrato. Estaba viendo el 32 descargado sobre el escritorio, para que Luzati lo manoteara
a último momento y hasta apretara el gatillo cuando el viejo le apuntó. Y lo fácil que fue después abrir el tambor y volver a
cargarlo, sin sacarlo de las manos del muerto, que era donde debía estar.
Estaba viendo todo, pero si pasaba un rato más ya no iba a ver nada, porque no quería ver nada. Aunque al fin me paré y le dije:
- No sé lo que va a hacer usted, doctor, pero he estado pensando en lo difícil que es ser un comisario y lo difícil que es ser un
juez. Usted dice que este hombre quiso asaltarlo y que usted lo madrugó. Todo el mundo le va a creer y, yo mismo, si mañana lo
leo en el diario, es capaz que lo creo. Al fin y al cabo, es mejor que ande suelto un asesino, y no una ruedita de la compasión.
Era inútil. Ya no me escuchaba. Al salir me agaché por segunda vez junto al Alcahuete y, de un bolsillo del impermeable, saqué la
pistola de pequeño calibre que sabía que iba a encontrar allí y me la guardé. Todavía la tengo. Habría parecido raro, un muerto
con dos armas encima".
El comisario bostezó y miró su reloj. Le esperaban a almorzar.
- ¿Y el juez? - pregunté.
- "Lo absolvieron. Quince días después renunció, y al año se murió de una de esas enfermedades que tienen los viejos".
Tiempo de puñales, de Norberto Firpo

No hacía calor. Era apenas el hálito de un verano en acecho. Era la tarde del 12 de noviembre de 1953 y Sergio Kuperman había
salido del hotel llevando en el bolsillo de su chaqueta un telegrama que hasta entonces había guardado entre sus cartas y
recortes de periódicos. Estaba fechado en Salta el 12 de noviembre de 1951, es decir, exactamente dos años atrás. Decía tan
solo esto: "Tu hermano Sebastián ha muerto" ,y firmaba un compañero de Sebastián a quien él conocía.
Lo leyó otra vez y sonrió porque se le había ocurrido una magnífica idea. Cuidadosamente rompió un extremo del pape l- apenas
lo necesa¬rio y de forma que pareciese accidental - para hacer desaparecer la constancia del año y que sólo se leyera "12 de
noviembre de...".
Después anduvo un rato por el pueblo, un nostálgico pueblo de llanura, blanquecino y polvoriento aferrado como un viejo
maniático a sus dolores tradicionales. El circo había llegado e instalado su carpa no muy lejos de ese esbelto edificio de cinco
plantas, rodeado de frondoso parque, que era el hotel. ¡Cinco pisos! Era un edificio de dos cuerpos, algo realmente insólito en
aquel escenario de adobes chatos, transitado de paisanos somnolientos y de gallinas y caballos flacos a medio calcinar.
Sergio Kuperman llegó al hotel a la hora de la cena. Compartía su cuarto del tercer piso con Leonardo Trauves, el trapecista, a
quien encontró frente al espejo, luciendo ya sus mejores galas porque esa noche una residencia de las afueras le ofrecían una
fiesta a los componentes de la troupe.
- ¿Todavía así? ¿Cuándo te vestís? Debemos bajar a comer y...
- Ya mismo, ya mismo. Ocupáte de apurar a Ludmila, mientras. Trauves dio los toques finales a su moño.
- Voy para allá.
Y apenas lo hubo dejado solo, Sergio Kuperman hurgó en las valijas hasta dar con un tubo de somníferos, cuyo contenido
reemplazó por dos analgésicos vulgares. Luego colocó el tubo en un compartimiento de la mesita de luz que mediaba entre las
dos camas. Se vistió apresuradamen¬te y bajó.
Justamente debajo de su cuarto, en el segundo piso, se hospedaba Ludmila Pavlova, la ecuyère , una bonita muchacha de
cabellos rubios y sonrisa fresca, grácil como una espiga y tan leve que a más de uno le pareció la materialización del candor. En
las funciones irrumpía en la arena luciendo una ajustada malla de lentejuelas multicolores, montando garbosamente un bien
alimentado pony rojo. Además de poner en funcionamiento el ventrículo becqueriano del corazón de los hombres, Ludmila
cumplía otra función (aunque no ya tan artística): era la amante de Eric Reagan.
Sergio Kuperman sabía que ella no concurriría a la fiesta de esa noche, precisamente porque el viejo Eric le había prohibido ir.
Pero igualmente se mostró sorprendido cuando entró en la habitación de Ludmila, que terminaba de arreglarse, y Trauves le
adelantó:
- ¿Sabés que ella no viene?
Le fue fácil llegarse hasta el radiador de la calefacción y abrir al máximo la llave que permitía el acceso de calor.
- No, no iré. Estoy muy cansada.
De paso comprobó satisfecho que estaban todas las ventanas cerradas. Cenaron. Sergio Kuperman se levantó antes que los
demás y se dirigió al hall de entrada. Con toda naturalidad simuló extraer cierta correspon¬dencia de su casillero, simuló leerla y,
cuando advirtió que alguien se acercaba, hizo de cuentas que una gran aflicción acababa de aplastarlo. Trauves y Cordeiro, el
tramoyista, no tardaron en participar de su abatimiento. Su angustia era tan evidente que muy pronto se convirtió en el eje de la
rueda de la solidaridad y no del todo resignado soportó apretones de manos, palmoteos y frases de consuelo.
- Sebastián... ¡Pobre hermano!
En realidad, la seguridad de que todos, absolutamente todos, ignora¬ban que la muerte de su hermano había ocurrido dos años
atrás, dio a Sergio Kuperman fuerzas suficientes para llevar adelante su tragedia. Por un momento tuvo una visión: se vio en un
gran escenario, envuelto en sedas negras, calavera en la diestra y el rostro empolvado, declaman¬do "That is the question...".
El viejo Eric, interesado y hermético como era, ni siquiera se distrajo , un minuto en amables falsedades.
- Vaya a dormir, Sergio - le dijo -. Mañana haremos función especial y es necesario que usted se encuentre perfectamente. Su
hermano ha muerto. Es un hecho consumado. En cambio la función es mañana y debe salir bien...
Sergio Kuperman se excusó ante sus amigos y les pidió encarecidamente que no perdieran la fiesta por él. Hubo vacilaciones,
murmullos, tironcitos de conciencia, que cómo lo iban a dejar solo, pero finalmente ¡; y como era de esperar todos se fueron,
excepto Cordeiro, que lo acompañó hasta su habitación, y Ludmila y Eric Reagan, que se pusieron jugar a los naipes, como todas
las noches, antes de irse a dormir.
Ni bien llegó a su cuarto Sergio Kuperman se echó sobre la cama y le pidió a Cordeiro que le alcanzara el tubo de sedantes.
- No abuses...
- Los necesito para dormir.
Le trajo un vaso de agua y Kuperman ingirió los dos analgésicos. -¿Dos? - insistió el amigo -. Con uno tenías asegurado un sueño
de diez horas...
Cuando el tramoyista se fue y Sergio Kuperman volvió a quedar solo, fresco y más despierto que nunca, repasó calmosamente
los detalles de su plan. Y algo más: del insondable archivo de su mente extrajo el recuerdo de su amor por Ludmila. Sí, en efecto,
no era ése el momento indicado para historiar un tonto romance, una cosa terminada para siempre, pero no podía olvidar que
arrullos, caricias y las promesas dieron origen a un seguro recíproco ajustado a una cláusula más seduc¬tora que Ludmila misma:
cualquiera de los dos que muriese daba ocasión al sobreviviente a alzarse con una pequeña fortuna. Como él se encargó siempre
de pagar las cuotas, ella se olvidó muy pronto de su existencia. Preguntó, sí, por él alguna vez, pero Sergio Kuperman eludió la
respuesta y ella sin duda imaginó que la póliza había perdido vigencia.
Sonrió maliciosamente. A través de la ventana observó que era una noche espléndida, serena. Pensó con alegría que las puertas
de las habitaciones, que daban al pasadizo, no podían ser abiertas del lado de afuera, que se necesitaba llave para ella y que
Trauves, que tenía una, no volvería en menos de tres horas.
Entonces abrió su ventana y se deslizó al exterior. La sombra lo tragó inmediatamente. El hotel estaba casi desierto y todo el
silencio del universo se aplastaba contra la tierra como si quisiera poseerla y fecundarla de soledad.
El 12 de noviembre de 1951, bajo una vieja lona de circo, murió el hermano mayor de Sergio Kuperman. Estaba componiendo los
aparejos de un trapecio, a veinte metros de altura, cuando perdió pie y cayó al vacío. Fue a golpear exactamente sobre la cama
de púas en que solía ejercitarse el faquir, aunque - dicho sea en honor a la verdad- hubiera muerto lo mismo de haber caído
sobre la arena de la pista.
El hecho ocurrió en horas de la mañana y sin que nadie pudiera presenciarlo. Quienes lo descubrieron encontraron su cuerpo
mortal¬mente lacerado por los clavos y encima suyo, en lo alto, un trapecio falseado balanceándose suavemente.
Sebastián había sido para Sergio un amigo y un maestro, y lo lloró en aquellos días en que realmente recibió el telegrama del
compañero. Pero en los dos años transcurridos, Sergio Kuperman había ingresado también él a una troupe y había aprendido a
aceptar como un azar lógico el perder pie en un momento cualquiera y provocar, por fin, el gozo del público.
Ahora ya no sentía escrúpulos y se había aprovechado de aquel telegrama que guardara celosamente entre recortes de diarios,
porque era el punto de arranque de una sutil combinación que esa noche culmina¬ría... A fe de Sergio Kuperman, esa noche él
cometería un crimen perfecto.
Aferrándose a las salientes de la construcción descendió hasta el piso mediato. El cuarto de Ludmila. A través de la ventana
escrutó la sombra interior y comprobó que no había nadie. Ella estaría todavía jugando a los naipes, una partida tras otra,
aburriéndose más y más, porque ése era parte del premio que se le exigía para lucir las lentejuelas y figurar en las carteleras y
disponer de unos pocos pesos.
Del costado de la ventana arrancaba un cable de acero que atravesaba el vacío entre uno y otro block del edificio. Un tenso cable
de acero... Sergio Kuperman, el equilibrista, debería realizar el mismo número de todos los días, sólo que esta vez esperaba que
fuera sin público. Cruzó lentamente, llegó al otro extremo y se detuvo sobre la otra cornisa. De nuevo echó un vistazo a la
ventana que tenía enfrente (ella tardaría en llegar, el viejo Eric le daría un beso paternal y se iría) y a la de arriba, la suya, un nido
negrísimo al que pronto regresaría. Por debajo se extendía el solitario jardín.
A Sergio Kuperman se le ocurrió que todo cuanto lo rodeaba - el jardín, las paredes blancas, la noche, un silencio tachonado de
grillos - part¬icipaba de su expectación, se aliaba en su favor con los nervios duros y corazón redoblante. Perpetrar un crimen
era nomás una extraordinaria¬ aventura.
Ludmila apareció de golpe. Encendió la luz y Eric Reagan la besó en frente, y de inmediato se fue. Sergio Kuperman se puso los
guantes. Ella cerró la puerta, dio dos pasos, algo la sorprendió. Un contratiempo: vaciló un instante y luego, resueltamente,
corrió al calefactor y cerró la llave.
¡Ese endemoniado calor! Ludmila Pavlova había nacido y se había criado al pie de los Alpes transilvanos, entre la nieve, y tanto la
había curtido el jadeo helado de la estepa que ahora aborrecía el calorcillo sofocante que irradiaban esas máquinas.... Ludmila
sorprendía a sus compañeros durmiendo con las ventanas abiertas aun en las noches más destempladas del invierno. No, por
más que se burlaran no soportaba el calor.
Abismo por medio, Sergio Kuperman había tomado todas las provi¬dencias. En su mano centelleaba ya un acero. Contuvo la
respiración: Ludmila caminaba hacia la ventana - que se abría por dentro; una de esas hojas deslizables, como las del tren, que
sólo pueden ser accionadas desde el interior-, un par de metros que a él le parecieron kilómetros.
Cuando ella abrió por fin la ventana y se dispuso a inhalar la primera bocanada de aire fresco, un puñal, diestramente lanzado,
hendió el espacio y fue a herirla en el cuello. ("En la garganta -había pensado Sergio Kuperman-, para impedir que grite".)
Ludmila cayó de bruces y simultáneamente se cerró la ventana, ya que el impacto no le había dado tiempo a asegurarla a los
soportes. Profunda calma. Antes de volver a atravesar el hueco, Sergio Kuperman constató que nadie había presenciado el
espectáculo de su crimen. Se detuvo unos segundos en la ventana de su víctima, lo suficiente para comprobar que yacía muerta
y que todo había salido bien. Se encaramó a su habitación y entonces sí, cumplida la faena, tomó un somnífero y se echó en la
cama.
Todo había salido bien, en efecto, y la suerte le había sonreído. Tembló por su audacia cuando pensó que alguien hubiera podido
verlo desde otras ventanas y dar la voz de alarma; que pudo haber caído al vacío, sobre todo porque en la sombra apenas veía el
cable que debía pisar; que cabía la posibilidad de que no acertara con el lanzamiento del cuchillo (habilidad que ignoraban en el
circo y para la que se había estado adiestrando secretamente), y, en fin, que la muchacha pudo no haberse conducido tal como
lo hizo y como él lo había calculado.
Lo que no hizo Sergio Kuperman antes de caer dormido fue analizar si Ludmila merecía tal fin. Aunque él creía que los
merecimientos humanos son algo tan superfluo que no valía la pena tener en cuenta. Mejor era no ocuparse de ellos sino para
gastar bromas o para establecer el grado de disociación con la justicia que debería regir al hombre, vía Dios.
A la mañana siguiente el hotel se llenó de señores de impermeable que se paseaban por los pasillos y el jardín y miraban por el
rabillo del ojo, como si en la telaraña del techo o en las colillas dispersas por doquier o detrás del cortinado estuviese la clave del
enigma. La policía se veía apurada frente a un crimen inteligentemente urdido, a uno de esos crímenes que casi no suceden en la
realidad y que uno sólo puede ver en el cine o leer en las revistas especializadas, pero no enalteciendo las columnas rojas de los
periódicos.
¡El crimen perfecto! Mientras Sergio Kuperman deslizaba los guantes de látex entre los trapos que utilizaba el lanzador de
cuchillos, lamentó la mezquina gloria a que podía aspirar un intelectual como él. Se sentía un poco artista, un poco escultor o
poeta, puesto que entregaba su obra al arbitraje de un público ávido de crónicas horrendas. Un crimen perfecto despierta
admiración después de todo, y esta idea lo deleitó íntimamente. Un placer hormigueante lo enardeció en secreto y lo estimuló
cuando, esa misma tarde, debió comparecer ante el comisario Baliari.

Baliari era un tipo plácido, como el paisaje. Estaba identificado con el villorrio y con la llanura; era un hombre solariego y tenía
cara de haberse levantado recién de una larga siesta. Sin embargo era un policía astuto. Le había dicho a un oficial que llamase a
ese Kuperman y eso significaba que había pescado una punta de la madeja y que pronto llegaría a la otra.
-¿Me buscaba?
Allí lo tenía ahora frente suyo. Ése era. Lo estudió un rato untes de abrir la boca.
- Sí - contestó después -. Quería hablar con usted por lo de Ludmila Pavlova.
-A sus órdenes.
- Le agradezco... Explíqueme entonces cómo lo hizo.
Sergio Kuperman tuvo un escalofrío.
- No sé de qué me habla - exclamó, tratando de aparentar otro tipo de sorpresa.
- Los demás estaban lejos de aquí, en la fiesta.
Baliari se mostraba cruelmente parsimonioso.
- No todos, no todos... Además eso no significa...
- No puede ser sino usted. He hablado con algunas personas... Con el dueño del circo, con Leonardo Trauves, con un hombrecillo
llamado Cibernelli... ¿Lo conoce?
- Es el lanzador de cuchillos.
El comisario esbozó una sonrisa imperceptible.
- Le falta un dedo en la mano derecha, ¿no es cierto?
Sergio Kuperman asintió con la cabeza. El comisario encendió un cigarrillo y se entretuvo observando las volutas de humo.
Kuperman estaba convencido, pese a todo, de que ningún detalle se le había escapado, que nadie lo había visto y que lo único
que intentaba el policía era sondearlo para dar con una pista definitiva.
- Si usted deja de representar la farsa de la sospecha - dijo, más tranquilizado - yo podré ayudarlo y colaborar con esos señores
de pipa que van y vienen por el hotel, sin conseguir otra cosa que tropezar entre sí.
- Sucede, señor Kuperman - Baliari se repantigó en su sillón de cuero y adoptó un patriarcal aire de filósofo -, sucede a veces que
entre dos acontecimientos que no guardan una relación recíproca, la providen¬cia tiende una línea de contacto, y que hechos
dispares, inconexos, separados por tiempo y distancia, se ven de pronto mancomunados por una especie de fatalismo. Quizá no
me entienda, señor Kuperman...
-No, no lo entiendo.
-Naturalmente. Antes quizá sea conveniente aclararle cuáles son los motivos por los cuales me inclino a creer en su culpabilidad.
Sergio Kuperman se preguntó ahora si el comisario estaría tratando de hacerle perder la cabeza. Lo único que temía era que sus
maneras calmas consiguieran exacerbarlo. En el mismo tono el comisario continuó:
- Me enteré del fallecimiento de su hermano - dijo, sin mover casi los labios- y que usted recibió un telegrama con tan mala
noticia.
-Así es.
- Pero eso sucedió realmente hace un par de años. Me he informado en el correo, esta mañana, y allí nada saben respecto de
ese mensaje. Es muy raro, ¿no le parece? -Kuperman no pudo evitar un estremecimien¬to -. Además, con seguridad habrá
perdido el formulario que mostró ayer a sus compañeros.
- Sí, lo he extraviado.
- Claro.., -Bailari aspiró de nuevo su cigarrillo. La expresión de su rostro se alteró súbitamente-. Le valdría más confesar que su
hermano ha muerto exactamente el 12 de noviembre de 1951. Abreviaríamos mucho, señor Kuperman.
El comisario supo que frente a él había un hombre acorralado que posiblemente mereciera algunas satisfacciones. Explicó:
- Hace algunas semanas, casualmente, Ludmila manifestó a Eric Reagan que aprovechando un viaje a la ciudad había concurrido
a cierta compañía de seguros, y que allí le informaron (para su sorpresa) que los pagos de su póliza se hallaban al día. Por
supuesto, esto no prueba nada... Como tampoco que acabamos de hallar en el carromato de Cibernelli un guante de látex
correspondiente a la mano derecha y que, sin duda alguna, ha sido utilizado recientemente por alguien a quien no le falta el
dedo anular.
Sergio Kuperman, que había empalidecido un rato antes, frunció el ceño.
-¿Cómo lo sabe?
- Porque los guantes de látex del señor Cibernelli, mano derecha, conservan el talco en el hueco correspondiente al dedo que él
ha perdido. Es un detalle, claro...
Baliari fabricó una pausa aplastando la colilla del cigarrillo en el cenicero; una pausa que Kuperman aprovechó como el comisario
espe¬raba: dándose por vencido.
- Ahora cuéntenos cómo lo ha hecho... En verdad, no tengo dudas que fue usted, pero no acierto a comprender de qué manera
lo ha logrado. Un crimen en habitación cerrada es algo que no se ve todos los días...
- Dígame antes cómo dio tan fácilmente conmigo - masculló Kuperman.
La mofletuda cara del comisario por poco se tiñe de rubor.
- Oh, bueno... La muerte de su hermano era una buena excusa para llevar adelante su plan. Una buena coartada, es cierto. Pero
usted ignoró que la policía no podía olvidar que aquello sucedió en 1951. Imposible olvidarlo por una circunstancia muy especial:
porque su hermano fue asesinado.
Sergio Kuperman pegó un brinco y se echó casi sobre la displicente humanidad del comisario. El escribiente y el cabo de guardia
levantaron la vista.
-¿Asesinado? ¿Ha dicho...?
- Sí, eso he dicho. Y usted comprenderá que la policía debió mante¬nerlo en secreto por una simple razón de principios. Su
hermano Sebastián cayó sobre un lecho de púas, en efecto, pero no por mero accidente, como se dijo, sino porque fue herido
mientras arreglaba un trapecio, a veinte metros de altura. La pericia pudo determinar que entre las múltiples heridas que le
produjeron los clavos, había una de características totalmente distintas. Puede suponerse que fue apuñalado allá arriba y que
por lo tanto estuviera muerto antes de estrellarse. El arma criminal desapareció, como era de esperar.
El comisario se puso de pie y se paseó por el salón. Sergio Kuperman, que pensaba en su hermano (su amigo y su maestro),
hundido en su asiento, tenía toda la apariencia de un hombre abatido.
- Por eso le hablaba de las líneas de contacto y del fatalismo que encierran ciertos hechos. En este caso, dos crímenes sin
relación aparen¬te, que esconden la clave de un enigma que, para serle franco, soy incapaz de desentrañar. ¿Cómo lo hizo,
señor Kuperman?
Pero el hombre abatido pensaba en su hermano... Y hasta se diría que un atisbo de redención relampagueaba en sus ojos.
Cuando habló, luego de un rato, su voz tenía la cadencia de un lamento.
- Dígame por lo menos quién lo mató...
El comisario Baliari interrumpió su paseo, también él preocupado.
- Se lo diría con mucho gusto - exclamó -, pero lamentablemente creo que ése sí ha sido un crimen perfecto.
LOS AMIGOS de Julio Cortázar

En ese juego todo tenía que andar rápido. Cuando el Número Uno decidió que había que liquidar a Romero y que el Número
Tres se encargaría del trabajo, Beltrán recibió la información pocos minutos más tarde. Tranquilo pero sin perder un instante,
salió del café de Corrientes y Libertad y se metió en un taxi. Mientras se bañaba en su departamento, escuchando el noticioso,
se acordó de que había visto por última vez a Romero en San Isidro, un día de mala suerte en las carreras.

En ese entonces Romero era un tal Romero, y él un tal Beltrán; buenos amigos antes de que la vida los metiera por caminos tan
distintos. Sonrió casi sin ganas, pensando en la cara que pondría Romero al encontrárselo de nuevo, pero la cara de Romero no
tenía ninguna importancia y en cambio había que pensar despacio en la cuestión del café, y del auto. Era curioso que al Número
Uno se le hubiera ocurrido hacer matar a Romero en el café de Cochabamba y Piedras, y a esa hora; quizá, si había que creer en
ciertas informaciones, el Número Uno ya estaba un poco viejo. De todos modos, la torpeza de la orden le daba una ventaja:
podía sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor en marcha por el lado de Cochabamba, y quedarse esperando a que
Romero llegara como siempre a encontrarse con los amigos a eso de las siete de la tarde.

Si todo salía bien evitaría que Romero entrase en el café, y al mismo tiempo que los del café vieran o sospecharan su
intervención. Era cosa de suerte y de cálculo, un simple gesto (que Romero no dejaría de ver, porque era un lince), y saber
meterse en el tráfico y pegar la vuelta a toda máquina. Si los dos hacían las cosas como era debido –y Beltrán estaba tan seguro
de Romero como de él mismo– todo quedaría despachado en un momento. Volvió a sonreír pensando en la cara del Número
Uno cuando más tarde, bastante más tarde, lo llamara desde algún teléfono público para informarle de lo sucedido.

Vistiéndose despacio, acabó el atado de cigarrillos y se miró un momento al espejo. Después sacó otro atado del cajón, y antes
de apagar las luces comprobó que todo estaba en orden. Los gallegos del garaje le tenían el Ford como una seda. Bajó por
Chacabuco, despacio, y a las siete menos diez se estacionó a unos metros de la puerta del café, después de dar dos vueltas a la
manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio. Desde donde estaba era imposible que los del café lo vieran.

De cuando en cuando apretaba un poco el acelerador para mantener el motor caliente; no quería fumar, pero sentía la boca
seca y le daba rabia.

A las siete menos cinco vio venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconoció enseguida por el chambergo gris y el saco
cruzado. Con una ojeada a la vitrina del café, calculó lo que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí. Pero a Romero no podía
pasarle nada a tanta distancia del café, era preferible dejarlo que cruzara la calle y subiera a la vereda. Exactamente en ese
momento, Beltrán puso el coche en marcha y sacó el brazo por la ventanilla. Tal como había previsto, Romero lo vio y se detuvo
sorprendido.

La primera bala le dio entre los ojos, después Beltrán tiró al montón que se derrumbaba. El Ford salió en diagonal,
adelantándose limpio a un tranvía, y dio la vuelta por Tacuarí. Manejando sin apuro, el Número Tres pensó que la última visión
de Romero había sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros tiempos.
Cuentos para tahúres de Rodolfo Walsh

Salió no más el 10 -un 4 y un 6- cuando ya nadie lo creía. A mí qué me importaba, hacía rato que me habían dejado seco. Pero
hubo un murmullo feo entre los jugadores acodados a la mesa del billar y los mirones que formaban rueda. Renato Flores
palideció y se pasó el pañuelo a cuadros por la frente húmeda. Después juntó con pesado movimiento los billetes de la apuesta,
los alisó uno a uno y, doblándolos en cuatro, a lo largo, los fue metiendo entre los dedos de la mano izquierda, donde quedaron
como otra mano rugosa y sucia entrelazada perpendicularmente a la suya. Con estudiada lentitud puso los dados en el cubilete y
empezó a sacudirlos. Un doble pliegue vertical le partía el entrecejo oscuro. Parecía barajar un problema que se le hacía cada vez
más difícil. Por fin se encogió de hombros.

-Lo que quieran... -dijo.

Ya nadie se acordaba del tachito de la coima. Jiménez, el del negocio, presenciaba desde lejos sin animarse a recordarlo. Jesús
Pereyra se levantó y echó sobre la mesa, sin contarlo, un montón de plata.

-La suerte es la suerte -dijo con una lucecita asesina en la mirada-. Habrá que irse a dormir.

Yo soy hombre tranquilo; en cuanto oí aquello, gané el rincón más cercano a la puerta. Pero Flores bajó la vista y se hizo el
desentendido.

-Hay que saber perder -dijo Zúñiga sentenciosamente, poniendo un billetito de cinco en la mesa. Y añadió con retintín-: Total,
venimos a divertirnos.

-¡Siete pases seguidos! -comentó, admirado, uno de los de afuera.

Flores lo midió de arriba abajo.

-¡Vos, siempre rezando! -dijo con desprecio.

Después he tratado de recordar el lugar que ocupaba cada uno antes de que empezara el alboroto. Flores estaba lejos de la
puerta, contra la pared del fondo. A la izquierda, por donde venía la ronda, tenía a Zúñiga. Al frente, separado de él por el ancho
de la mesa del billar, estaba Pereyra. Cuando Pereyra se levantó dos o tres más hicieron lo mismo. Yo me figuré que sería por el
interés del juego, pero después vi que Pereyra tenía la vista clavada en las manos de Flores. Los demás miraban el paño verde
donde iban a caer los dados, pero él sólo miraba las manos de Flores.

El montoncito de las apuestas fue creciendo: había billetes de todos tamaños y hasta algunas monedas que puso uno de los
de afuera. Flores parecía vacilar. Por fin largó los dados. Pereyra no los miraba. Tenía siempre los ojos en las manos de Flores.

-El cuatro -cantó alguno.

En aquel momento, no sé por qué, recordé los pases que había echado Flores: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10... Y ahora
buscaba otra vez el 4.

El sótano estaba lleno del humo de los cigarrillos. Flores le pidió a Jiménez que le trajera un café, y el otro se marchó
rezongando. Zúñiga sonreía maliciosamente mirando la cara de rabia de Pereyra. Pegado a la pared, un borracho despertaba de
tanto en tanto y decía con voz pastosa:

-¡Voy diez a la contra! -Después se volvía a quedar dormido.

Los dados sonaban en el cubilete y rodaban sobre la mesa. Ocho pares de ojos rodaban tras ellos. Por fin alguien exclamó:

-¡El cuatro!
En aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo. Encima de la mesa había una lamparita eléctrica, con una
pantalla verde. Yo no vi el brazo que la hizo añicos. El sótano quedó a oscuras. Después se oyó el balazo.

Yo me hice chiquito en mi rincón y pensé para mis adentros: "Pobre Flores, era demasiada suerte". Sentí que algo venía
rodando y me tocaba en la mano. Era un dado. Tanteando en la oscuridad, encontré el compañero.

En medio del desbande, alguien se acordó de los tubos fluorescentes del techo. Pero cuando los encendieron, no era Flores el
muerto. Renato Flores seguía parado con el cubilete en la mano, en la misma posición de antes. A su izquierda, doblado en su
silla, Ismael Zúñiga tenía un balazo en el pecho.

"Le erraron a Flores", pensé en el primer momento, "y le pegaron al otro. No hay nada que hacerle, esta noche está de
suerte."

Entre varios alzaron a Zúñiga y lo tendieron sobre tres sillas puestas en hilera. Jiménez (que había bajado con el café) no quiso
que lo pusieran sobre la mesa de billar para que no le mancharan el paño. De todas maneras ya no había nada que hacer.

Me acerqué a la mesa y vi que los dados marcaban el 7. Entre ellos había un revólver 48.

Como quien no quiere la cosa, agarré para el lado de la puerta y subí despacio la escalera. Cuando salí a la calle había muchos
curiosos y un milico que doblaba corriendo la esquina.

Aquella misma noche me acordé de los dados, que llevaba en el bolsillo -¡lo que es ser distraído!-, y me puse a jugar solo, por
puro gusto. Estuve media hora sin sacar un 7. Los miré bien y vi que faltaban unos números y sobraban otros. Uno de los
"chivos" tenía el 8, el 4 y el 5 repetidos en caras contrarias. El otro, el 5, el 6 y el 1. Con aquellos dados no se podía perder. No se
podía perder en el primer tiro, porque no se podía formar el 2, el 3 y el 12, que en la primera mano son perdedores. Y no se
podía perder en los demás porque no se podía sacar el 7, que es el número perdedor después de la primera mano. Recordé que
Flores había echado siete pases seguidos, y casi todos con números difíciles: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10... Y a lo último
había sacado otra vez el 4. Ni una sola clavada. Ni una barraca. En cuarenta o cincuenta veces que habría tirado los dados no
había sacado un solo 7, que es el número más salidor.

Y, sin embargo, cuando yo me fui, los dados de la mesa formaban el 7, en vez del 4, que era el último número que había
sacado. Todavía lo estoy viendo, clarito: un 6 y un 1.

Al día siguiente extravié los dados y me establecí en otro barrio. Si me buscaron, no sé; por un tiempo no supe nada más del
asunto. Una tarde me enteré por los diarios que Pereyra había confesado. Al parecer, se había dado cuenta de que Flores hacía
trampa. Pereyra iba perdiendo mucho, porque acostumbraba jugar fuerte, y todo el mundo sabía que era mal perdedor. En
aquella racha de Flores se le habían ido más de tres mil pesos. Apagó la luz de un manotazo. En la oscuridad erró el tiro, y en vez
de matar a Flores mató a Zúñiga. Eso era lo que yo también había pensado en el primer momento.

Pero después tuvieron que soltarlo. Le dijo al juez que lo habían hecho confesar a la fuerza. Quedaban muchos puntos
oscuros. Es fácil errar un tiro en la oscuridad, pero Flores estaba frente a él, mientras que Zúñiga estaba a un costado, y la
distancia no habrá sido mayor de un metro. Un detalle lo favoreció: los vidrios rotos de la lamparita eléctrica del sótano estaban
detrás de él. Si hubiera sido él quien dio el manotazo -dijeron- los vidrios habrían caído del otro lado de la mesa de billar, donde
estaban Flores y Zúñiga.

El asunto quedó sin aclarar. Nadie vio al que pegó el manotazo a la lámpara, porque estaban todos inclinados sobre los dados.
Y si alguien lo vio, no dijo nada. Yo, que podía haberlo visto, en aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo,
que no llegué a encender. No se encontraron huellas en el revólver, ni se pudo averiguar quién era el dueño. Cualquiera de los
que estaban alrededor de la mesa -y eran ocho o nueve- pudo pegarle el tiro a Zúñiga.

Yo no sé quién habrá sido el que lo mató. Quien más quien menos tenía alguna cuenta que cobrarle. Pero si yo quisiera
jugarle sucio a alguien en una mesa de pase inglés, me sentaría a su izquierda, y al perder yo, cambiaría los dados legítimos por
un par de aquellos que encontré en el suelo, los metería en el cubilete y se los pasaría al candidato. El hombre ganaría una vez y
se pondría contento. Ganaría dos veces, tres veces... y seguiría ganando. Por difícil que fuera el número que sacara de entrada,
lo repetiría siempre antes de que saliera el 7. Si lo dejaran, ganaría toda la noche, porque con esos dados no se puede perder.

Claro que yo no esperaría a ver el resultado. Me iría a dormir, y al día siguiente me enteraría por los diarios. ¡Vaya usted a
echar diez o quince pases en semejante compañía! Es bueno tener un poco de suerte; tener demasiada no conviene, y ayudar a
la suerte es peligroso...

Sí, yo creo que fue Flores no más el que lo mató a Zúñiga. Y en cierto modo lo mató en defensa propia. Lo mató para que
Pereyra o cualquiera de los otros no lo mataran a él. Zúñiga -por algún antiguo rencor, tal vez- le había puesto los dados falsos
en el cubilete, lo había condenado a ganar toda la noche, a hacer trampa sin saberlo, lo había condenado a que lo mataran, o a
dar una explicación humillante en la que nadie creería.

Flores tardó en darse cuenta; al principio creyó que era pura suerte; después se intranquilizó; y cuando comprendió la treta
de Zúñiga, cuando vio que Pereyra se paraba y no le quitaba la vista de las manos, para ver si volvía a cambiar los dados,
comprendió que no le quedaba más que un camino. Para sacarse a Jiménez de encima, le pidió que le trajera un café. Esperó el
momento. El momento era cuando volviera a salir el 4, como fatalmente tenía que salir, y cuando todos se inclinaran
instintivamente sobre los dados.

Entonces rompió la bombita eléctrica con un golpe del cubilete, sacó el revólver con aquel pañuelo a cuadros y le pegó el tiro
a Zúñiga. Dejó el revólver en la mesa, recobró los "chivos" y los tiró al suelo. No había tiempo para más. No le convenía que se
comprobara que había estado haciendo trampa, aunque fuera sin saberlo. Después metió la mano en el bolsillo de Zúñiga, le
buscó los dados legítimos, que el otro había sacado del cubilete, y cuando ya empezaban a parpadear los tubos fluorescentes,
los tiró sobre la mesa.

Y esta vez sí echó clavada, un 7 grande como una casa, que es el número más salidor...
Versión de un relato de Hammett de Juan Sasturain

Era un hombrón ancho y de cabeza achatada. La americana color mostaza lo forraba como la tensa piel de un embutido. Tenía
ojillos negros que brillaban como su pelo demasiado húmedo para las tres de la tarde de un martes. Ese hombre no trabajaba
habitualmente. Pero transpiraba. Pequeñas gotas de agua humedecían el borde del cuello de la camisa amarilla tensada por la
presión del pedazo de carne estrangulada que amenazaba con lanzar el botoncillo hacia adelante. Además, tenía una pistola en
la mano y había empezado a decir algo que Bless no entendía bien:

–Al está cansado, nene. Dice que le haces perder mucho tiempo al personal con tus demoras.

Bless buscó la camisa en medio del desorden de la cama, trató de ordenar al menos sus ideas, pensó vagamente dónde estaría
Marie.

–No entiendo –dijo para ganar tiempo–. ¿Trabajas para Al, chico? Hace tiempo que no lo veo al muy cochino.

Se detuvo teatralmente, como si recién entonces reparara en el pedazo de fierro negro que el otro sostenía en la mano
derecha como un monaguillo prescindente y sombrío que asistiera a un rito macabro.

–Guárdate eso, mejor. Espérame un momento. Voy a darme un regaderazo y estoy contigo.

–No te muevas, Bless. Estamos cansados de tu humor gastado y tus trucos de chico malcriado. ¿Tienes la pasta?

En ese momento Bless vio la puerta entreabierta, los pies grandes del que había quedado en el pasillo.

–Podrían haber avisado por teléfono que vendrían... El tímido de Al... Siempre ha tenido dificultades para hablar, problemas de
comunicación.

–Apúrate, Zottola... Viene una vieja –cuchicheó el de la puerta.

El transpirado Zottola se impacientó, dio un paso al costado. Bless vio que el pie derecho pisaba las bragas de Marie,
abandonadas allí hacía una eternidad. ¿Dónde estaría Marie ahora?

Un dedo chiquito y sucio, con la uña comida, se apoyó en el papel de la máquina de escribir:

–¿Qué son las bragas, Hugo?

–La bombacha.

–¿Por qué no ponés bombacha, entonces?

–Esto es para leer en España y allá se dice bragas.

–Es una palabra fea. No parece que quiera decir eso.

–Es cierto, Chacha. ¿Qué tendrían que ser las bragas?

–Unos pescados. Es nombre de pescado.

–Mmmmm... Bragas al horno con papas y salsita con mucho aceite.

–¿Qué hizo este Bless?

–¿Bless?... Creo que debe plata. Debe haber apostado a los caballos o se quedó con el dinero de un cargamento de whisky
clandestino que era para ese Al que nombran al principio.
–¿Es malo?

–¿Quién? ¿Bless?

–Sí.

–No, me parece que no. Un poquito loco debe ser.

–No dejes que el otro lo mate.

–Te lo prometo, Chacha: no le va a pasar nada a Bless.

–¿Y cómo se llama la novia?

–Marie.

–¿Es linda?

–Ufff.... Rubia, con el pelo ondulado así.

–¿Y por qué deja la bombacha tirada en el suelo?

–Debe haber ido al baño a cambiarse, Chacha. Es tarde ya.

–Es temprano. Ahí dice que son las tres de la tarde.

–No te hagas la boba: es tarde para vos. Andá a la cama.

–Hasta mañana.

–Un beso.

Chacha caminó descalza con su camisoncito corto, haciendo quejarse las largas tablas del piso. Abrió la puerta que tenía el
afiche de Mafalda sujeto con chinches.

–Hacé pis, primero.

Chacha volvió y entró por la puerta de al lado, la del afiche de Laurel y Hardy. Hubo ruiditos de pis. No apretó el botón.

–¿Qué quiere decir clandestino?

–Whisky clandestino quiere decir que estaba prohibido y lo fabricaban igual.

–¿Me cambio las bragas?

–Okey, Marie... Déjalas allí que tu madre las pondrá en el fregadero.

–¿A qué hora viene mamá?

–Dentro de un rato. Dejame trabajar, Chachita...

–Mirá si ahora golpean la puerta y es ese señor Zottola...

–Hasta mañana.

La puerta del afiche de Mafalda hizo clic y se cerró detrás del camisón de Chacha.

No hubo ningún ruido por varios minutos.


La puerta volvió a hacer clic. Chacha se asomó.

–¿No escribís más?

–Estoy pensando en cómo sigue.

–Que no lo maten a Bless, eh...

–No. Ahora sigo, quedate tranquila. Dormite.

–Bueno.

La puerta de Mafalda hizo clic por tercera vez y la máquina de escribir arrancó, entrecortada, a los tirones.

–No te muevas, Bless... ¿Vas a pagar o no?

–No suelo acostarme con dinero encima, muñeco.

–Si tocas ese cajón te quemo.

Hugo tachó las dos últimas líneas con golpes furiosos de la equis. Prosiguió:

–¿No has visto a Marie por un casual, Zottola? Estaba aquí, a mi lado, cuando me dormí. No puede haber ido muy lejos sin
bragas –dijo Bless apuntando con su dedo a los pies del otro.

Fue un instante. Cuando el hombrón bajó la mirada a la puntera de sus zapatos, Bless le arrojó el cobertor al cuerpo y se lanzó
sobre él. Forcejearon y Zottola gritó:

–¡Tony, ayúdame, Tony!

–Rayos, qué pasa... –exclamó el muchachito delgado y enjuto al entrar en la habitación.

Cuando quiso llevar la mano a la sobaquera que abultaba bajo la americana a cuadros, ya Bless era dueño de la situación:

–Distiéndete. Esos no son modos, Tony...

Bless había inmovilizado a Zottola pasando el brazo izquierdo bajo su barbilla. Con la otra mano enarbolaba la pistola y
mantenía a raya a Tony.

–No voy a lastimarte, muchacho –dijo.

El chaval separó las manos del cuerpo lentamente y desvió la mirada. Hizo un visaje imperceptible. Bless comprendió que algo
lo amenazaba a sus espaldas pero no tuvo tiempo de nada.

La llave carraspeó en la cerradura de la puerta de calle, giró finalmente.

Se volvió y esperó verla aparecer.

–Hola –dijo ella con un suspiro acalorado.

–Suerte que eras vos y no Zottola.

–¿Quién es Zottola?

Hugo señaló las hojas escritas, el título que las encabezaba con gruesos trazos de marcador negro: Perdónanos nuestros
pecados. Un relato
inédito de Dashiell Hammett. Versión española de Rodrigo de Hoz.

–¿Cuánto? –dijo ella mientras dejaba el bolso y los volantes sobre la cama.

–De novecientas a mil líneas para el lunes. Voy bien.

–Quiero decir cuánto te van a pagar. ¿Te aumentaron?

–No. Pero la peseta subió el año pasado y dicen que durante el ‘83 va a seguir para arriba. Si entrego a término, lo cobro el 5
de diciembre.

–¿Y tenés idea de cómo termina, al menos? Porque no quiero otra vez tener que soportar tu angustia de fin de semana
buscando un asesino y un buen final en cien líneas... –Ella agitó la cabeza con escepticismo–. No entiendo cómo hay editores tan
ingenuos... ¿Cuántos cuentos supondrán estos gallegos que ha escrito Hammett?

–Muchos. En los viejos Leoplán de los años cincuenta hay montones que jamás se reunieron en libro. Yo no hago más que
inventar en ese sentido. Han gustado más algunos de los falsos que los verdaderos... ¿Qué te parece el nombre del traductor?

Pero ella después de abrir la ventana a la noche espesa de Buenos Aires se había ido a la cocina y no lo oía. Siempre, cuando
venía de la calle se hacía un té: en verano o en invierno, en Barcelona o en San Telmo. Siempre un té.

–¿Chacha?

–Recién se durmió.

–¿Te preguntó dónde fui?

–Ya sabe: a ver a papá. A veces dice “a Roberto”.

Hubo un silencio breve. Hugo hizo ruido con el espaciador de la vieja Remington:

–¿Cómo estaba? –dijo.

–Como siempre, como todas las semanas: mucha represión y cada vez somos menos los que vamos... La novedad de hoy fue
que no podíamos quedarnos quietos en un lugar, había que circular... Viste cómo es Caseros. Además, nos prohíben llevar
pancartas. Sólo repartir volantes.

–Quise decir cómo estaba él.

–No jodas. Ya sabés que no me dejan verlo.

–Pero vas. Todos los martes vas. Y seguirás yendo hasta que...

–¡¿Hasta qué?!

El grito de ella terminó con el ruido aspirado de la nariz. No lloraba; pero lloraría.

–No sé para qué mierda volvimos. Hace tres meses que estamos acá y todo se repite. Tendríamos que habernos quedado en
Barcelona –dijo Hugo mirando el papel, la palabra espaldas, precisamente–. Ya no están los milicos pero es como si estuvieran.
Yo por lo menos tendría que haberme quedado en Barcelona. Vos no sé, tenés tus razones.

–El viernes hay una marcha por los desaparecidos y los presos políticos –dijo ella sin invitar, con voz neutra. Aspiró
ruidosamente otra vez.

Hugo no dijo nada y de inmediato comenzó a teclear:


–¡Marie! –alcanzó a exclamar.

La muchacha descargó todo el peso del atizador sobre la frente de Bless y luego volvió a golpearlo mientras caía, arrastrando
consigo al azorado Zottola.

Bless quedó inmóvil y la sangre corrió desagradablemente sobre la alfombra.

–La culpa es tuya, inútil –vociferó Marie ante la cara del hombre transpirado–. Al no te perdonará tanta estupidez.

–Está muerto –dijo el chaval acuclillado.

–¿Escuchaste lo que te dije? –lo interrumpió ella.

–¿Qué cosa?

–Hay una marcha el viernes: la convocan todos los organismos de derechos...

–Sí, ya te oí. –Hugo intentó volver a la escritura.

–Dejá un momento de escribir. Hablemos.

–No hay nada que hablar. Hacé lo que quieras, para eso tenés a tu ex marido preso, pero no me jodas a mí. Ya sabés que no
voy a ir, que no puedo ir, que no quiero ir. Te esperaré acá, escribiendo. Voy a tener mucho trabajo el viernes.

–Sos un cagón.

Hugo giró la cabeza, la miró de frente y sonrió. Después, con un movimiento rápido y preciso se sacó la prótesis y expuso las
encías devastadas, los pozos donde habían estado sus dientes.

–Te explico –dijo sin poder pronunciar la x–. Te muestro...

Se abrió la camisa y en el lugar de las tetillas había dos manchas de piel arrasada y brillante.

–Basta –dijo ella.

Pero ya Hugo se llevaba la mano al cierre del pantalón, se ponía de pie.

–Esto lo viste anoche pero igual te quiero hacer acordar de cómo lo tengo... –balbuceó.

La puerta de Mafalda hizo clic y apareció Chacha.

–Mamá –dijo parpadeando.

–¿Qué hacés levantada, amorosa? –dijo ella.

Fue hacia ella, la tomó en los brazos y le dio un beso.

–¿Qué me trajiste?

–Un chocolate y ...un avioncito de papel –improvisó.

–A ver el avión...

Ella era muy hábil con las manos. Tomó uno de los volantes de papel celeste con letras negras y con cuatro pliegues y un corte
estratégico el avioncito estuvo listo. Era muy bonito pero no volaba bien. Chacha lo tiró hacia adelante y cayó detrás del sillón
grande. No fue a buscarlo.
–¿Cómo está? –dijo con la boca ocupada por el chocolate.

–Papá está bien –dijo ella.

–No. Digo cómo está Bless.

–¿Quién es Bless?

–Un muchacho bueno que tiene una novia que anda sin bragas. ¿Se salvó, Hugo?

–Se salvó.

–A ver.

–Andá a dormir, Chacha.

–Mostrame.

–Andá, mañana te lo muestro.

–Por favor, dejame leer ese pedacito.

–¡Andá a dormir, carajo!

La carrerita de Chacha terminó con un portazo y Mafalda perdió una de las chinches que la sostenían. Hugo no se volvió para
verlo; ella se agachó, puso la chinche y luego entró detrás de su hija.

Luego de un rato, Hugo volvió a sentarse frente a la máquina mientras el té se enfriaba sin ella. Las teclas comenzaron a sonar
en ráfagas cortas, con largos intervalos:

Quedaron los tres quietos con el cadáver y nadie supo qué decir. La muchacha respiraba con la boca entreabierta. Una gota de
saliva brillaba en su labio inferior

–Hay que hacer algo –dijo Zottola y le pareció demasiado.

Tony metía y sacaba las manos de los bolsillos como si buscase allí una explicación de lo que había pasado.

Pero no la tenía él.

Con golpes violentos y continuados, las equis fueron tapando todo a partir de saliva. Hugo miró lo que quedaba como si
acabara de matar una fila de hormigas a martillazos y no estuviera ni arrepentido ni contento. Sólo agotado prematuramente
por el esfuerzo.

–No puedo más, la puta madre que lo parió –dijo en voz alta.

Sacó el papel de la máquina de un tirón y lo dejó junto al resto de las páginas. Fue hacia el baño, encendió la luz y cerró la
puerta con un empujón de la pierna.

Ella salió del cuarto de Chacha, miró un momento a Laurel y Hardy y se acercó al escritorio. Tomó las hojas y empezó a leer
desde el principio. Todavía hizo algún ruido con la nariz pero ya no lloraría, al menos por esa noche. Tampoco tomaría el té.

Entonces comenzó a sonar una sirena. En algún lugar de Buenos Aires comenzó a sonar una sirena policial. Primero lejana,
sonó y sonó. Y sonaba más fuerte cuando Hugo salió del baño y se buscaron, se abrazaron en silencio. Y sonó más fuerte aún al
pasar bajo la ventana y siguió sonando al irse. Y los dos la escucharon disolverse entre otros pequeñísimos ruidos de la calle,
quietos, muy juntos y callados.
–El atizador –dijo ella apartándose apenas, mostrándole el texto con las hojas en la mano.

–¿Qué pasa con el atizador?

–Se supone que la historia no es entre gente rica sino entre hampones. Para que haya un atizador en la habitación debe haber
un hogar, tiene que ser una sala lujosa, no una sala de hotel como parece ésta...

–Es cierto. ¿Con qué le podría pegar?

Ella miró a su alrededor y no encontró nada que sirviera.

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