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UN GRITO POR LA VIDA

¿Qué pasa con las familias de los ASESINADOS cada día en nuestras
ciudades y campos? ¿Quién se apersona de su dolor y miedo, de su rabia y
desolación, de su hambre y sed de justicia? Y ¿qué pasa con quienes siguen
y siguen asesinando, como maquinarias imparables de muerte? ¿Quién
hace algo distinto al deber de la fuerza pública, de las “medidas de
seguridad”, de los enfrentamientos armados, del infierno de la guerra en
los campos y en las urbes? ¿Cuántos niños y niñas huérfanos, cuántas
viudas, cuántos mutilados, cuántos desaparecidos e insepultos, cuántos
desplazados y hambreados, mientras que todo sigue como si nada pasara?

El horror de la violencia sin límites,


empezando por los suicidios y las
barbaries en el seno de las familias y de los
condominios, no se supera con este coctel
de guerra y paz, de gigantismo militar y
policivo, de cárceles hacinadas, de “casa
por cárcel” y demás fenómenos en
crecida. Los “diálogos en medio del
conflicto armado”, quedan como un parche que produce desconsuelo y
desgasta aún más el espíritu de la verdadera paz, si no se toma en serio el
valor de las vidas humanas de todos: soldados, policías, guerrilleros,
ciudadanos civiles. El conflicto es punto de partida para el diálogo, pero el
diálogo no puede ser una cosa más al lado del conflicto armado: se requiere
dar pasos concretos como la liberación de los secuestrados, la renuncia
pública al secuestro, los mapas de las tumbas, las noticias sobre los
desaparecidos, el desminado de los campos, el no recurso desproporcionado
a la fuerza, a los fusilamientos “programados”, a la expulsión de los
habitantes del territorio; en fin, el encausamiento del conflicto en el derecho
humanitario.

A decir verdad, ni el Estado ni la sociedad colombiana le estamos dando la


cara a la violencia contra la vida humana. No hay una decisión vigorosa y
generadora de unidad social y política ante la crecida desbordante del
homicidio, de la criminalidad y la implantación de micro-estados del terror,
especialmente en zonas urbanas. La violencia colma todos los espacios de la
vida pública y privada, degradando hasta la lúdica de un partido de balón-pie.
Y los gobiernos de turno siguen administrando la violencia desde la óptica de
los presupuestos en repartija, de los dividendos electorales, de la impunidad
a quienes hacen fortuna con la sangre de los colombianos, de la distracción
sobre las víctimas sociales y estructurales del sistema, del “embolate” con la
devolución de tierras, mientras se avanza en la entrega absoluta de la
soberanía sobre el subsuelo y los recursos.

¿Dónde está el ESTADO VIGOROSO en la protección de la vida y la lucha por


la paz, que enfrente de verdad el modelo, ahora nuevamente en la feria
electorera, de guerra interna absoluta, mientras sus líderes amasan las
fortunas de la importación masiva de maquinaria minera, de bienes de uso y
consumo y de toda suerte de privilegios personales, familiares y burocráticos,
adquiridos con el uso corrupto del poder?

Como Obispo católico en Cali siento de veras que necesitamos definirnos


todos y provocar grandes definiciones sociales y políticas. La peor política
ante la avalancha contra la vida es la de la ambigüedad, lo que convierte el
discurso sobre la paz en la otra cara de la misma moneda de la guerra,
aunque se la disfrace de “cambio”. La ambigüedad empeora las cosas en
favor de los violentos, dejando al pueblo en manos de quienes manipulan la
violencia y la guerra como arma electoral. Ante tal panorama, lo más
correcto sería transformar el proceso electoral que se avecina en una pieza
del proceso nacional de paz. Porque necesitamos que todos rompamos
cualquier vertiente contra la vida y podamos sentarnos a una mesa de
diálogo, reconociendo, eso sí, nuestra cuota real y objetiva en la generación
de este tejido de muerte, de este asociarse para participar en la guerra y para
imponer el modelo económico por encima del derecho a la vida y a la paz.

Hago este grito por la vida, diciendo a la vez que como Iglesia lucho por la
inclusión nacional en la paz con verdad sobre los hechos y responsabilidades,
con justicia a través de la dinámica restaurativa y constructiva del perdón, es
decir, sin revanchas y con garantías de cambio y no repetición de conductas,
con compromisos colectivos.

Invito a quienes se disputan el poder político en Colombia, el ejecutivo y


legislativo, a tomar en cuenta esta cruda realidad del asesinato en el País y a
propiciar un giro completo, del Estado y de los gobiernos que lo administran,
hacia la construcción de condiciones anti-homicidio y de protección del
derecho a la vida, a la supervivencia legal y a la participación económica en el
trabajo, en la producción y bienestar interno de los colombianos todos.

+Darío de Jesús Monsalve Mejía.


Arzobispo de Cali.

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