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C uaderno 49

LA ÉTICA A TRAVÉS
DE SU
HISTORIA

M ark Platts

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La cuestión, dijo Sócrates, no es ninguna bagatela: se trata de
la cuestión de cómo deberíamos vivir. Así planteó la temática
de la ética uno de los más grandes filósofos; y desde Sócrates
hasta nuestros días casi todos los filósofos verdaderamente
grandes han dedicado una parte sustancial de su trabajo filo­
sófico a esta temática.

El presente libro constituye una introducción a las filosofías


morales de algunos de los filósofos más destacados en la histo­
ria de esta materia: Platón, Aristóteles, Aquino, Hume, Kant,
J. S. Mili y Wittgenstein. Pero el propósito de los colabora­
dores no es solamente el de proporcionar, de una manera his­
tóricamente fiel, las ideas de los filósofos considerados, sino
también el de invitar al lector a que piense filosóficamente
sobre los problemas —formidables y urgentes— que surgen
en relación con esta temática. Así, este libro representa una
introducción, no solamente a la historia de la ética, sino tam­
bién a la ética misma.
LA ÉTICA A TRAVÉS DE SU H ISTO R IA
INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOSÓFICAS

Colección: C uadernos
Director: D r . L eón O livé
Secretaria: M tra . C orina Y turbe
Cuaderno 49

LA ÉTICA A
TRAVÉS DE SU
HISTORIA

M ark P latts
Compilador

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

MÉXICO, 1988
Primera edición: 1988

DR © 1988 Universidad Nacional Autónoma de México


Circuito Mario de la Cueva
Ciudad de ia Investigación en Humanidades
Ciudad Universitaria, 04510, México, D.F.

INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOSÓFICAS

Impreso y hecho en México

IS B N —968-36-0530-3
IN TRO D U CCIÓ N

El asunto, dijo Sócrates, no es ninguna bagatela: la cuestión es


cómo deberíamos vivir.1 Es evidente que las ideas sobre este
asunto han discrepado con frecuencia, pues surgen en diferen­
tes contextos sociales e individuales, y persisten en estado de
influencia mutua con esos contextos. El entendimiento de una
de esas ideas no puede aislarse de la ubicación de la idea en los
contextos correspondientes. (Ello no significa negar que hay
grandes problemas acerca de qué tipo de ubicación, en aué ti­
po de contexto nos dará qué tipo de entendimiento.) Hasta el
filósofo menos “relativista”, Kant, insistió que sus alumnos de­
ben estudiar cuidadosamente semejantes discrepancias.
Daré solamente tres ejemplos de este fenómeno innegable de
discrepancia, (i) Unas semanas después de los terremotos de
1985 en México, me encontré viajando en un taxi en Guadala-
jara. Después de haberme preguntado acerca de la situación en
la Ciudad de México, el taxista me informó que los terremotos
eran un castigo de Dios por la vida viciosa que llevan los habi­
tantes del Distrito Federal. No pregunté por los detalles de su
explicación: pero me hizo recordar la declaración del empera­
dor Justiniano de que la causa de los terremotos es la homose­
xualidad.12
Sin embargo, bajo las semejanzas superficiales hay diferen­
cias profundas entre las ideas de Justiniano y las del taxista
tapatío. Aun para alguien que tenga el concepto de morali-

1 Platón, República, S52d.


* Novelas, 77 ss., 1 y 141.
6 INTRODUCCIÓN

dad, la pregunta “¿qué debería hacer?” no tiene que ser


equivalente a la pregunta “¿qué debería hacer moralmente?”:
incluso puede saber la respuesta a la segunda pregunta y persis­
tir en hacer la primera pregunta. (Tal vez esto mostrarla su in­
moralidad,3 pero no mostraría ninguna incoherencia.) Y si al­
guien no tiene el concepto de moralidad, como no lo tenia el
emperador Justiniano, semejante equivalencia entre la pregun­
ta práctica general y la pregunta moral no podría ser correcta.
El juicio de Justiniano no era, m podría haber sido, un juicio
moral. Identificar cualquier pregunta práctica general con la
correspondiente pregunta moral es oscurecer la naturaleza dis­
tintiva de la moralidad. La estimación homérica primordial
para la astucia de un general en términos de su capacidad de
engañar a su adversario, el código de honor que se manifestaba
en la práctica de batirse en duelo, los dictados del machismo
mexicano (o inglés): ninguno de estos es, ni pretende ser, un fe­
nómeno moral. (Desde luego; esto no implica que los partida­
rios de alguna moralidad no puedan hacer juicios morales
acerca de tales fenómenos.) Además, hay muchos casos de gen­
te qué emplea algunos valores de otros tipos en la crítica de los
valores morales. Esto parece ser ei caso de Nietzsche, en su de­
manda de una revaloración de nuestros valores, y también de
una especie de macho (“La moralidad es para las mujeres y los
maricones”). Pero decir todo esto, por supuesto, no es decir na­
da acerca de cómo puede distinguirse “la institución singular”
de la moralidad.4
(ii) Según la antropóloga Mary Douglas, en cualquier cultu­
ra se encuentran algunos recursos para el manejo de los sucesos
ambiguos o anómalos. Nos dice: “Por ejemplo, cuando ocurre
el nacimiento de un monstruo, las lineas definitorias entre los
humanos y los animales pueden verse amenazadas. Si el naci­
miento de un monstruo puede etiquetarse como un aconte­
cimiento de un tipo peculiar, pueden restaurarse las
categorías. Así, los nuer tratan a los monstruos recién nacidos

3 Pero no lo creo: víase Placts, “La moralidad, la personalidad, y el sentido de la vi­


da", Diálogos, 1984, pp. 55-62.
4 La frase es de Bemard Williams, Ethics and the Limits o f Philosophy, Londres,
Fontaná, 1985. Véanse también G. J. Wamock, Contemporary Moral Philosophy,
Londres, Macmillan, 1967, y Philippa Foot, Virtues and Vices, Oxford, Basil Black -
well, 1978.
INTRODUCCIÓN 7

como si fueran bebés hipopótamos, nacidos de humanos por


accidente, y con esta designación se aclara la acción apro­
piada. Los depositan suavemente en el río, donde pertenecen.”5
Este ejemplo fascinante nos presenta algunos nuevos proble­
mas importantes. No me ocuparé ahora de las dificultades se­
rias que surgen en relación con el tipo de explicación que nos
ofrece Douglas de la conducta de los nuer, ni de las dificultades
acerca del consiguiente tipo de entendimiento que nos propor­
ciona sobre esa conducta. Más bien, sólo quisiera mencionar
dos características posibles del caso.6 Primero, podría ser el ca­
so que nos enfrentáramos aquí con un tipo distintivo de choque
entre dos “formas de vida”, entre dos “sistemas de pensamiento
acerca del mundo”. La estructura general de semejante cho­
que sería la siguiente: (a) hay una diferencia acerca de las
prácticas admisibles entre las dos formas de vida; pero tam­
bién, (b), no hay ninguna descripción general de las prácticas
controvertidas tal que (i) esa descripción sea asequible a los
participantes en ambas formas de vida, y (ii) esa descripción,
por lo menos para los participantes en una de las formas de vi­
da, sea pertinente a la cuestión de la admisibilidad de las prác­
ticas controvertidas.7*El caso de las relaciones entre las práct¡
cas de los nuer y nuestras prácticas podría ejemplificar esta
estructura general. Hay una diferencia clara en las prácticas
admisibles frente a un nacimiento monstruoso; pero frente a
las preguntas “¿qué deberíamos hacer con un bebé hipopóta­
mo?” y “¿que deberíamos hacer con un bebé humano?” no hay
ninguna diferencia. Por lo tanto, parece que no podemos
explicar el choque entre estas partes de las dos formas de vida
en términos de una incompatibilidad lógica-, más bien, parece
ser algún tipo especial de incompatibilidad práctica.
Estamos acercándonos a la segunda característica posible de

5 Purity and Danger: an Analysis o f the Concepts o f Pollution and Taboo, Londres,
Routledge y Kegan Paul, 1966, p. 59; véase también John Block Friedman, The Mons-
trous Races in Medieval Art and Thought, Londres, Harvard University Press, 1981.
6 Meramente posibles: se necesitarla una investigación muy detallada del caso para
lograr una confianza razonable acerca de mis diagnósticos. El fenómeno de la descrip­
ción insuficiente de los casos es penetrante en las excursiones de filósofos en los territo­
rios antropológicos e históricos,
7 Cfr. Williams, op.- cit., c. 9. Nótese que es una pregunta empírica si hay o no una
descripción que satisfaga la condición (i); pero nótese también que ese hecho no impli­
ca que no se necesite mucha imaginación para responder la pregunta.
8 INTRODUCCIÓN

este caso. Si el caso de los nuer y nosotros realmente ejemplifica


la estructura general que acabo de describir, ¿cómo podría uno
elegir entre las dos formas de vida? ¿No sería un asunto de un
acto de fe caprichoso? O, si semejante conversión no es una
auténtica posibilidad práctica, ¿no sería un asunto de la mera
contingencia de las circunstancias de nuestros nacimientos? Lo
dudo. Aun cuando, en términos de las descripciones generales,
no haya ninguna incompatibilidad lógica entre el sistema de
pensamiento de los nuer y nuestro sistema, hay una incompati­
bilidad lógica a otro nivel: las descripciones de los “productos”
de los nacimientos monstruosos serán incompatibles. Para los
nuer, los “productos” son hipopótamos, para nosotros son seres
humanos. Y esa diferencia parece ser una cuestión de hecho
que, en principio, podría decidirse racionalmente. (Aceptar
que uno de los grupos está equivocado no es condenar a los que
cometen el error.) Para que no sea así, sería necesario que no
hubiera ninguna cuestión de hecho asequible a los participan­
tes en ambas formas de vida y pertinente a las diferencias entre
sus prácticas. Eso requeriría la posibilidad de dos “sistemas
conceptuales’’ totalmente inconmensurables. Algunos escrito­
res han afirmado semejante posibilidad: incluso algunos lian
afirmado la realidad de ciertos casos de este tipo. Pero no co­
nozco ningún ejemplo mínimamente convincente en sus escri­
tos,8 y comparto algunas dudas conocidas acerca de la mera
posibilidad de tales casos.9
Sea cual fuere la verdad acerca de esos exotismos, los nuer
nos presentan un caso más mundano. Ahora bien, su segunda
característica posible es la siguiente: a pesar de las diferencias
claras en términos de las prácticas admisibles entre los nuer y
nosotros, podemos llegar a reconocer un acuerdo profundo en
relación con el valor de la vida —sea la vida de un hipopótamo
o la de un ser humano. Y esta posibilidad no debería
asombrarnos. Los valores, y los principios generales que los

9 En muchos casos los propios escritores nos explican perfectamente bien los conte­
nidos de los sistemas conceptuales supuestamente inconmensurables; en algunos otros
casos me parece que lo que manifiestan los escritores es una falta de imaginación sufi­
ciente en la búsqueda de las descripciones asequibles.
9 Víase, por ejemplo, Donald Davidson, "On the Very Idea of a Conceptual Sche-
me”, en su Inquines into Truth and Interpretaron, Oxford, Clarendon Press, 1984,
pp. 183-198.
INTRODUCCIÓN 9

contienen, son sumamente abstractos: su papel en la determi­


nación de las prácticas concretas se media, entre otras cosas,
por las creencias de los participantes en esas prácticas acerca
de muchas cuestiones de hecho. El paso desde los principios ge­
nerales a las acciones concretases complejo: si perdemos de vis­
ta este hecho, llegaremos a adherirnos a un “relativismo” tan
superficial como equivocado.101
(iii) Las ideas modernas acerca de la justicia social, en térmi­
nos de los derechos equitativos, no parecen tener ningún
equivalente entre las ideas de las sociedades jerárquicas del pa­
sado."
Este no es el lugar adecuado para evaluar esta tesis en de­
talle; meramente quisiera aclarar algunas de las distinciones
que serían pertinentes en semejante evaluación. Primero, al es­
tudiar cualquier caso de un supuesto desacuerdo entre las ideas
de la gente, es menester distinguir dos posibilidades: una es
que haya una diferencia de conceptos, la otra es que haya una
diferencia de creencias dentro de un contexto de conceptos
compartidos. Dado un debate entre dos aparentes adversarios,
una cosa es pensar que cada combatiente está expresando, me­
diante su uso de la mera palabra ‘justicia’, un concepto distin ­
to; y otra cosa es pensar que los dos están expresando, dentro
del contexto del concepto compartido de justicia, sus diferentes
creencias en relación con una cuestión de justicia. En el segun­
do caso hay una incompatibilidad lógica y por lo general inme­
diatamente evidente entre las “ideas” de los adversarios; pero
en el primer caso, no hay tal incompatibilidad inmediata —los
dos participes hablan de cosas diferentes. Sin embargo, en un
caso del último tipo, la diferencia entre los conceptos de los
partícipes, o antes, entre los significados de sus palabras,
podría manifestar una incompatibilidad lógica entre algunas
de sus creencias a otro nivel más profundo.
Pero además hay diferencias importantes entre diferencias

10 Dentro del pasaje citado de Mary Douglas, podría encontrarse una sugerencia
tácita acerca de una manera de explicar las creencias equivocadas pertinentes acerca
de las cuestiones de hecho. La idea seria que la necesidad, ex hypothesi común a todas
las culturas, de manejar los sucesos ambiguos o arómalos traba con algunos aspectos
específicos de sus circunstancias locales para producir la creencia errónea. Pero aquí
surgen fuertemente las dificultades acerca del tipo de explicación (y de entendimiento)
que nos ofrece la maestra Douglas (según esta interpretación).
11 Cfr. Williams, op, cit., pp. 165-7.
10 INTRODUCCIÓN

de creencias. Imaginemos, dentro de un contexto del concepto


compartido de justicia, dos debates diferentes. En uno, los ad­
versarios discuten acerca de la tesis de que la injusticia es más
común en África del Sur que en la Unión Soviética. En el otro,
discuten acerca de la tesis de que, dentro del contexto actual
en Inglaterra, la justicia requiere el cierre de todas las escuelas
particulares. Es probable, sin ser necesario, que el segundo de­
bate muestre que los adversarios tienen concepciones diferen­
tes de la justicia: que tienen creencias diferentes acerca de lo que
es la justicia, acerca de la naturaleza de justicia, acerca de
lo que esencialmente requiera la justicia. Mientras que es más
probable, sin ser necesario, que el primer debate se base en una
diferencia de creencias empíricas acerca de algunas cuestiones
de hecho, una diferencia de creencias relacionadas sólo “exter­
namente” con la naturaleza de la justicia.
Una tarea para la filosofía del lenguaje consiste en aclarar,
por medio de una descripción general de las teorías de in­
terpretación, la base teórica y el contenido empírico de las dis­
tinciones que acabo de esbozar.12*Y es importante reconocer
que todas las diferencias mencionadas —de conceptos, de con­
cepciones, y de otras creencias— son diferencias de grado. Te­
ro en términos intuitivos, una vez más no hay nada aquí que
debiera asombrarnos. Conceptos como los de justicia —o de­
mocracia, o corrupción, o lealtad— son altamente abstractos.
La aplicación de semejantes conceptos a niveles más concretos
se media por muchos elementos adicionales: las creencias del
individuo acerca de muchas cuestiones empíricas, sus otros va­
lores, sus concepciones de los valores pertinentes, sus creencias
dentro de un contexto dado acerca de las relaciones entre esos
valores. Es en parte por esa razón por lo que sólo podemos en­
tender los juicios concretos y las prácticas que manifiestan un
sistema de valores abstractos dentro de un contexto específico,
dentro de una “forma de vida”.
Tenemos ahora también una explicación de un hecho no­
table: por lo menos para aquellos que vienen de un pueblo que
conoce la duda, los dos adversarios de muchos de estos debates

12 Véase, por ejemplo, Platts, Ways o f Meanmg, Londres, Routledge y Kegan Paul,
1979, ss. 2, 3 y 10; y cfr. W. B. Gallie, “Essentially Contested Concepcs", en Proce-
edtngs o f tke AristoteUan Society LVÍ (1956-7), pp. 166-198.
INTRODUCCIÓN 11

pueden encontrarse dentro de una y la misma persona. Reco­


nocer y entender este hecho podría servir para controlar la pro­
pensión común a identificar cualquier adversario extemo con
el factótum del diablo.15
Muchas personas han afirmado una tesis supuestamente em­
pírica acerca de las grandes variaciones de las ideas morales de
la gente, y han intentado deducir de esa base otra tesis que lla­
man “el relativismo moral”.14 Tengo que confesar que casi to­
das las tesis así llamadas me parecen incoherentes cuando no
son triviales. Pero mi propósito aquí no ha sido el de evaluar
tales tesis, sino el de enfatizar la necesidad de una descripción
verídica del fenómeno que es la supuesta base de los argumen­
tos “relativistas”. Sin duda alguna, hay muchas versiones dife­
rentes sobre la cuestión socrática. Pero no todas esas diferen­
cias son diferencias morales; y aun cuando lo sean, una pa­
labra como ‘idea’ no es suficiente para una descripción filosófi­
camente útil del punto en cuestión.
Tratar de entender las diferencias teóricas acerca de la mo­
ralidad que se encuentran en los trabajos de los grandes filóso­
fos de la historia, es harina de otro costal. Los ensayos que se
reúnen en este volumen ejemplifican muy bien ¡a diversidad
teórica que ha existido, y que todavía existe, en relación con es­
te asunto. Estos ensayos tuvieron su origen en un ciclo de con­
ferencias que se impartió en el Instituto de Investigaciones Fi­
losóficas de la UNAM durante los meses de abril y mayo de
1986. (Algunos de los colaboradores han modificado sustan­
cialmente sus ensayos después de su exposición inicial.) Es un
gran placer para mí expresar mi agradecimiento a todos los
contribuyentes por su colaboración. Muchos de ellos se dedican,
no sólo a exponer las doctrinas de un filósofo dado, sino tam­
bién a defender esas doctrinas. (En realidad, no hay ninguna
línea divisoria rígida entre estas dos actividades.) Y dado que
ninguno de los filósofos de los que se ocupa este volumen era un
idiota, así es como debe ser. Sin embargo, me atrevo a dar un
consejo al lector —un consejo que refleja una concepción
específica de los propósitos del estudio de la filosofía. El conse­

15 Pero sin llegar a abrazar la tontería Tout comprendre, c'est tout pardonner. Hay
otras diferencias entre diferencias.
14 Véase, por ejemplo, J. L. Mackie, Ethics: InventingRight and Wrong, Harmonds-
worth, Penguin, 1977.
12 INTRODUCCIÓN

jo es que el lector adopte una actitud crítica, casi escéptica,


frente a todas las diversas doctrinas aquí expuestas —pero es­
pecialmente que adopte dicha actitud frente a su propia teoría
preferida (si es que la encuentra aquí). Es demasiado fácil con­
vencemos de la exactitud de nuestras propias creencias (sobre
todo si están de moda en nuestro grupito de amigos de confian­
za); es mucho más difícil modificar permanentemente nuestros
criterios de argumentación para comprender mejor, y (¿por
qué no?) para vivir mejor, el lado de la sensatez en la lucha,
constantemente necesaria, en contra de los simpatizantes de la
insensatez.

Mark P latts
LA ÉTICA DE PLA TÓ N

A lberto V argas

En los diálogos de Platón encontramos una señalada preocupa­


ción por los problemas de la moralidad. Ellos están presididos
por la pregunta acerca de cómo debe ser vivida la vida humana
digna de este nombre, cómo hay que elegir entre las varías op­
ciones de vida que se le presentan ai humano. Ficcueutenickitc
Platón afirma que ésta es la pregunta más importante de cuan­
tas hay (Gorgias 458b, 472c-d, 487e; República 578c). Y añade
que una vida bien vivida es una vida feliz.
La formulación de ciertos problemas morales y las diversas
soluciones que los diálogos exploran —ya sea en forma de ar­
gumentos en favor o en contra de ciertas tesis, ya sea por otros
recursos: mitos escatológicos, prédica política, afán educativo
o legislativo— constituyen la doctrina moral de Platón. Es no­
table que un filósofo que tantas cosas tiene que decir sobre tan
diversos temas en filosofía (y no olvidemos, por otro lado, que
es Platón justamente el que inaugura muchos de ellos) le asigne
tal centralidad a los problemas éticos. Debido a la naturaleza
del texto platónico y al desarrollo en las concepciones que
pueden discernirse a lo largo de los diálogos, encontramos, no
obstante la uniformidad en esta doctrina, que no hay un único
lugar en la obra en que ella sea expuesta, sino que hay más
bien formulaciones incrustadas aquí y allá, en contextos diver­
sos y en ocasiones haciendo eco a preocupaciones diversas (reli­
giosas, epistemológicas, educativas, metafísicas, políticas), lo
14 ALBERTO VARGAS

cual es característico del rico y variado tapiz que es el texto pla­


tónico. En verdad uno podría siempre empezar una exposición
del pensamiento de Platón, o de una parte de su pensamiento,
diciendo que la imagen que mejor describe su discurso es la
que él mismo utiliza en el diálogo El sofista y en otras partes:
combinar, entrelazar, tejer. En efecto, cuando leemos los
diálogos no podemos menos que sorprendernos ante la pericia
y el arte de Platón para presentar con suma naturalidad diver­
sas preocupaciones, hilvanándolas a la manera de conversa­
ciones dialogadas. Nuestro problema es pues extraer de este
discurso los temas centrales de la ética platónica, sin olvidar
que de este modo mutilamos el texto y, tal vez, el sentido del
mensaje platónico, pues sin duda parte de la intención de con­
vencimiento que es inherente a todo texto filosófico va inscrita,
en el caso de Platón, en la forma misma en que lo presenta, a
saber, con los elementos que conforman cada diálogo en par­
ticular.
Por otro lado, hay cuestiones internas que marcan, en la se­
rie de los diálogos, diversos agrupamientos de ellos. Tienen
ellas que ver con el enfoque dado a la problemática que tratan
y a la formulación de la doctrina positiva que exponen. Ellas
afectan en general a los contenidos de la filosofía de Platón. En
lo que respecta a la ética, encontramos que hay a lo largo de la
serie de diálogos (digamos de la Apología de Sócrates a Las le­
yes) un alto índice de uniformidad en las preocupaciones y uni­
dad en el enfoque general. No obstante, también es cierto que
hay cambios —y no sólo de detalle— en la doctrina, por lo que
se podrían señalar dos soluciones éticas generales: una, la del
grupo de diálogos llamados socráticos o tempranos, y otra, la
del período tardío, fuertemente influida por las doctrinas
metafísicas típicas del platonismo: el dualismo mente/cuerpo,
la doctrina de las formas y de los grados de realidad, la creen­
cia en la inmortalidad del alma, por una parte, y por una vo­
luntad educativa y política, ausente en los diálogos tempranos,
por la otra. Sin embargo, tal vez no sería erróneo decir que esas
doctrinas metafísicas fueron elaboradas por Platón a raíz de los
problemas suscitados por la doctrina ética de los diálogos
tempranos, esto es, por la filosofía de Sócrates, si es que acep­
tamos que ellos exponen lo que fue su pensamiento. Son
cuatro, a mi parecer, los rubros en que se presenta la proble-
LA ÉTICA DK PLA TÓN 15

mática ética: (1) la idea de fundamentar la moralidad en un


valor último y objetivo, y entenderlo como un ñn; (2) la identi­
ficación de la virtud con el conocimiento, es decir, el intelec-
tuaiismo ético; (3) la doctrina de la acción moral y la motiva­
ción; (4) la ecuación de la virtud con la felicidad. En la exposi­
ción que sigue procuraremos mantener esta separación entre
diálogos socráticos y tardíos, pues cada una de las soluciones
exhibe características y méritos propios.
De principio a fin, pues, la filosofía mora! de Platón preten­
de dar soluciones al problema acerca de cuáles son las condi­
ciones para elegir correctamente la vida que vale la pena ser vi­
vida. Esta idea está ya presente en el dictum de Sócrates, reco­
gido por Platón {Apología 28e ss.), en el sentido de que una vi­
da distinta a la que llevaba, la del examen continuo a él y a sus
conciudadanos atenienses, no valía la pena ser vivida, no era
una vida valiosa. Si esto es así, entonces un buen punto de par­
tida para conocer el pensamiento moral de Platón será saber
qué entiende él por "vida valiosa”, puesto que es con respecto a
una cierta idea del valor y de la valoración que se construyen
las distintas exposiciones morales en ios diálogos.
Tai vez no sea demasiado aventurado decir que Platón en­
contró en la sociedad de su tiempo un campo de creencias mo­
rales y valoraciones que si bien es cierto que fueron transforma­
das en su elaboración filosófica, también lo es que constituye­
ron su punto de partida y alimento. Seguramente, y así lo re­
gistra Platón (Protágoras 319c; Hipias mayor 294d; República
505d), este campo no era ni homogéneo —sin duda alguna
debían existir concepciones diversas e incluso opuestas del ideal
de vida y conflicto entre ellas— ni transparente, es decir, ela­
borado en algún código y accesible a todos. Los diálogos mis­
mos (en particular los tempranos) son testigos de algunos de los
elementos de este campo ideológico; para mencionar algunos;
las características de la existencia humana que han ensalzado
los poetas, la idea de cultura y excelencia que pregonan los so­
fistas, las creencias acerca de la valía de las personas entre los
ciudadanos comunes y corrientes, las nuevas creencias místico-
religiosas acerca del alma y su destino, etc. Y también ahí en­
contró como elemento fundamental las enseñanzas de Sócra­
tes: que el alma constituye el yo de las personas, que el objetivo
fundamental de la vida es su cuidado y que el bien —el único y
16 ALBERTO VARGAS

auténtico bien— es el conocimiento. Sobre este campo Platón


va a desplegar su análisis, una de cuyas partes estará consti­
tuida por el análisis conceptual y la construcción de estructuras
argumentativas; otras partes serán las diversas estrategias (lite­
rarias, retóricas) que Platón emplea en su texto con el fin de
persuadir (c/r. los comentarios sobre los usos legítimos de la re­
tórica en el Fed.ro 269d ss.). Este análisis va a enfocar como
componente central en la noción de vida valiosa el concepto de
excelencia humana o virtud {arete). Entre los griegos, esta no­
ción apuntaba ya a la máxima perfección que el individuo co­
mo tal puede lograr; virtuosa era aquella persona en quien en­
camaba el máximo valor (c/r. C.M. Bowra, The Greek Expe-
rience, Londres, Sphere Books, 1973, cap. V, pp. 102 ss.). En
el análisis de Platón, la virtud está en íntima conexión con la
concepción del bien: la virtud de una cosa cualquiera es
aquello que está presente cuando tal cosa se encuentra en su
mejor estado, cuando sus potencialidades se actualizan ópti­
mamente —cuando en ella está presente el bien, dice Platón.
Pero esta manera de conectar la virtud con el bien (con lo ópti­
mo) sólo le es posible a Platón gracias a que encuentra que esa
noción está permeada de valoración, y ello se expresa en los
juicios acerca de cuáles son las actitudes y acciones buenas, va­
liosas, virtuosas. Platón recrea este fenómeno en los juicios que
tienen los interlocutores de Sócrates en los diálogos. Pero estos
juicios son índice de que las creencias morales son incoherentes
puesto que no aparecen como elementos de un sistema racional
de creencias. Y es normal que eso sea así. Seguramente las creen­
cias de una época no tienen una formulación exenta de ambi­
güedad ni forman una estmetura consistente; e incluso se
podría sospechar que las que Platón consigna en sus escritos co­
mo punto de partida para su crítica y su exposición positiva ya
han sufrido, en sus manos, un proceso de abstracción que les
permite ser objetos de consideración reflexiva. El punto de par­
tida, pues, es la noción de virtud, entendida como la cualidad
que hace admirable a la persona y por cuya posesión la vida de
ésta se convierte en algo valioso. Las cuatro virtudes cardinales
de los griegos —valentía, templanza, justicia y sabiduría—
ejemplifican los rasgos de carácter reconocidos como virtuosos,
y Platón parte de su análisis para buscar un esclarecimiento de
la noción de virtud. El conjunto de estas cuatro virtudes revela
LA ÉTICA DE PLATÓN 17

dos corrientes, tal vez antagónicas, en el proceso de valoración


que las configuró como tales: si la virtud es la excelencia del in­
dividuo, ¿es esta excelencia algo que atañe solamente al indivi­
duo, que sólo a él beneficia? O, por el contrario, ¿atañe tam ­
bién a la sociedad en que se desenvuelve? La valentía (la cuali­
dad básica del hombre, del guerrero), la de más ancestral
arraigo debido tal vez a la influencia homérica, aparece como
una virtud completamente individualista; la excelencia del
guerrero valiente es idéntica al honor que ella le confiere, a su
gloria, y en ella se agota (cfr. M. I. Finley, El mundo de Odi-
seo, México, F.C.E., 1978, cap. V). La templanza tiene múl­
tiples connotaciones que van desde la de un contenido cogniti-
vo —corrección en el juicio— hasta la de un estado emocional
—la tranquilidad— (véanse las distintas definiciones propues­
tas en el Cármides); a pesar del espectro de significación, es
también una cualidad del individuo y para el individuo —en
una concepción de individuo distinta de la homérica y tal vez
opuesta a ella. La justicia es una virtud definitivamente social,
encomia los rasgos individuales que mejor contribuyen a la
preservación de la vida comunitaria (preocupación y respeto
por los demás, altruismo, etc.). La sabiduría, por su parte, se
encuentra asociada a la tradición de los siete sabios que sobre­
salieron como individuos y obtuvieron como tales beneficios in­
dividuales (la fama, el respeto, etc.), pero que también benefi­
ciaron a la sociedad en la que vivieron. Veremos que Platón va
a privilegiar la idea de la virtud como logro individual y que
piensa que sus repercusiones sociales son algo secundario.
El elenco o refutación socrática es el método en ética favore­
cido en los diálogos tempranos. Platón nos dice que Sócrates
encontró que nadie sabía en qué consistía la humana virtud, ni
si era susceptible de enseñarse. El método expone la confusión
que rodea a la noción de virtud (confusión que se expresa en la
ausencia de una racionalización acerca de ella, aunada a un
deseo de valoración de algún tipo de vida y su comparación
competitiva con otros tipos); de ahí parte la justificación que
Sócrates daba para practicarlo y su exigencia de proporcionar
una base racional a las creencias acerca de la moralidad. Y en­
contramos así lo que tendemos a pensar.como más caracterís­
tico de Sócrates: el investigador racional en el campo de la mo­
ral, el crítico implacable de las pretensiones de sabiduría, aquel
18 ALBERTO VARGAS

que no se rinde sino ante la fuerza del argumento (Critón 46b-


c; Gorgias 458a). Entre las características más visibles del mé­
todo socrático podemos señalar las siguientes: los argumentos
son todos refutatorios, buscan examinar una cierta opinión o
tesis y mostrar su implausibilidad; están construidos como una
conversación dialogada a base de preguntas y respuestas, en la
que uno de los dialogantes pregunta y el otro responde; su for­
ma más general es la de reducción al absurdo: la implausibili­
dad que el argumento quiere mostrar se logra encontrando in­
consistencias, contradicciones; el papel del que responde con­
siste en dar o negar asentimiento a las proposiciones que por
medio de preguntas se le proponen, en cada paso del argumen­
to, dando como respuestas 'sí’ o ‘no’, según el caso; una refuta­
ción se considera exitosa cuando, logrado el asentimiento a las
proposiciones adecuadas, se deduce una contradicción de la te­
sis que se busca examinar y refutar. Cuando una refutación
tiene lugar, lo que se muestra es que hay un conjunto de creen­
cias de una persona que favorecen alguna otra creencia, entra­
ñándola, a la vez que es inconsistente con su contraria, la creen­
cia que es objeto de la refutación. Se ve entonces la importancia
que tiene elegir adecuadamente las premisas de la refuta­
ción si es que ésta ha de obtener los resultados que Sócrates
quiere que tenga: su probabilidad de asentimiento debe ser al­
ta y deben ser, en algún sentido, objetos de creencias básicas y,
por consiguiente, difícilmente rechazables. Es precisamente en
la elección de estas premisas que se introducen las valoraciones
platónicas. En los diálogos tempranos, las refutaciones se apli­
can a dos tipos de tesis: (a) a intentos de definición de virtudes
específicas (templanza, valentía, etc.), esto es, a concepciones
generales de esas cualidades —ellas son respuestas a la pregun­
ta socrática “¿Qué es X?” —; y (b) a tesis morales más directa­
mente relacionadas con la acción, por ejemplo, si los principios
que rigen la acción moral aceptan excepciones (Critón), si es
preferible la justicia a la injusticia, si debe evadirse el castigo a
una injusticia cometida (Gorgias). Pues bien, para ambos tipos
de cuestiones, las refutaciones proceden utilizando criterios
axiológicos; las premisas ofrecen caracterizaciones de las no­
ciones valorativas máximas: lo admirable (to kalori) y el bien
(to agathon) en términos de beneficio, utilidad o placer, y en­
cuentran que las tesis (creencias) examinadas no se adecúan a
LA ÉTICA DE PLATÓN 19

esos criterios de valoración (cfr. el Cármides 159e-160b y el La­


ques 192c-d, donde se toman como creencias básicas y compar­
tidas las consideraciones socráticas acerca de lo admirable, lo
bueno y lo benéfico en el examen de candidatos propuestos p a­
ra definiciones de la templanza y la valentía, respectivamente).
Que tales concepciones aparezcan como premisas en argumen­
tos cuya finalidad es negativa (refutar), aunado al hecho que
un diálogo temprano (el Hipias -mayor) se dedica a investigar
concepciones de lo admirable, nos indica que en este período
Platón considera su doctrina axiológica como algo tentativo y
sujeto a investigación. Pero ello no le impide desarrollar una
doctrina moral basada en una concepción plausible (o que así
lo parece) del valor; dicho con la terminología de los diálogos
tempranos: la doctrina que mejor resiste a la refutación —a ser
autocontradictoria (Gorgias 508e-509a). Lo que Platón no po­
ne en absoluto en duda es que las cuestiones de la moralidad
deban resolverse apelando a una justificación valorativa extra­
moral, a un fin último, al bien en su concepción.
£1 tema del valor último es abordado en los diálogos medios
y tardíos de Platón en el contexto de la doctrina ontológica de
las formas. Esta doctrina, que aquí solamente puede ser men­
cionada, le proporciona la clave para unificar su visión del
mundo, para presentar un sistema coherente y explicativo en el
sentido de la tradición griega. Pensador teleológico, Platón
piensa que hay en las cosas y eventos del universo un orden ra­
cional, que exhiben orden y armonía y que manifiestan una
tendencia a la perfección. En el libro VI de la República (509a
ss.; cfr. 517b-c), se encuentra la identificación del valor último
y causa final con la forma del Bien, de la cual se dice que es
causa de la existencia y ia esencia de las otras formas y, por
ende, de la realidad toda entera. El pasaje está precedido por
la advertencia de que es imposible entender esto, a no ser por
un muy largo rodeo, y con ello la justificación última de la mo­
ralidad, y en verdad de todo fenómeno, queda confinada a una
región fronteriza entre lo místico y lo racional. (Una exposición
de la doctrina de las formas se encuentra en I.M. Grombie,
Análisis de las doctrinas de Platón, vol. II, Madrid, Alianza
Editorial, 1979, cap. 3.)
Una idea que está presente a lo largo de toda la obra plató­
nica es la de la identificación de la virtud con el conocimiento.
20 ALBERTO VARGAS

La tesis recibe distintas formulaciones y matices y se sujeta a


reinterpretaciones según se va desarrollando la noción de cono­
cimiento. Tal vez Platón concibió esta idea como resultado de
la conjunción de dos líneas de pensamiento. Por un lado, la
creencia en la valía del individuo se convierte en la creencia en
la valía de lo que él consideraba que era la parte fundamental
de la persona, lo que constituía su identidad: el alma humana.
Y aunado a ello, la creencia de que era la mente y sus capaci­
dades racionales lo característico del alma, y por cuya posesión
el ser humano se emparentaba con lo divino. Producto de la
ilustración del siglo V, es la confianza en los poderes ilimitados
de la razón lo que va a llevar a Platón a privilegiar de esa ma­
nera el alma y a concebirla como el centro de todo lo que es va­
lioso en la existencia humana, puesto que posee la capacidad
de entender el orden del mundo, de planear y dirigir. Por otro
lado, a Platón nunca le cupo duda de que hay criterios efecti­
vos para distinguir entre los hombres que son mejores de los
que no lo son. Insiste frecuentemente que la auténtica virtud es
privilegio de pocos y que esos pocos son objetivamente mejores.
En los diálogos tempranos recurre a un modelo de racionali­
dad, que se basa en una interpretación de las artes (tejnai), pa­
ra argumentar en favor de la idea de que la virtud en los indivi­
duos debe tener los mismos resultados objetivos que los que
tienen los que practican un arte. En primer lugar, es índice de
los que saben que satisfacen un requisito de competencia —en
el campo específico al que se aplica un arte determinado, es el
entendido el que sabe y puede decidir acerca de las cosas de ese
campo (Protágoras 318b; cfr. Leyes 961e-962c). En segundo
lugar, el que ejerce un arte, lo hace por un principio de ra­
cionalidad, su competencia —y la obtención del resultado
requerido— revela su posesión de un conocimiento estable, y
no de un mero azar o experiencia. En tercer lugar, el que posee
conocimientos de este tipo tiene la capacidad de trasmitirlos,
pues las artes pueden ser enseñadas (Menón 87c). Platón aplica
uno de sus criterios axiológicos para argumentar que si la vir­
tud es algo bueno, debe ser benéfica e infaliblemente benéfica
para el que la posee. Y encuentra que sólo el conocimiento
puede satisfacer este requisito, puesto que sólo él está exento de
error en la obtención del beneficio. De esta manera justifica
también la idea socrática de la unidad de las virtudes: en todo
LA ÉTICA DE PLATÓN 21

aquello que llamamos virtud, el único elemento que sistemáti­


camente aparece, y que debe ser considerado como la causa de
que lo que se considera virtuoso efectivamente lo sea, es el ele­
mento intelectual (Protágoras 852b-c).
Un momento crucial en el desarrollo de la ética platónica
ocurre cuando se hace la distinción entre conocimiento y opi­
nión. Platón afirma que en lo que respecta a resultados prácti­
cos, la creencia verdadera es tan buena guía como el conoci­
miento, y que ahí en nada difieren (Menón 97b-c). Si esto es
así, la tesis de que la virtud es (sólo) conocimiento tiene que ser
reconsiderada. El cambio ocurre en el libro IV de la Repúbli­
ca, donde expresamente Platón hace una distinción entre la
virtud auténtica (basada en el conocimiento) y la virtud induci­
da por la educación (basada en la creencia verdadera). Ello
ocurre porque el modelo de conocimiento como tejne, que
suponía una simetría entre estado cognitivo y resultados prácti­
cos, se ha visto debilitado por la introducción de una doctrina
de la división del alma en elementos racionales (cognitivos) e
irracionales (apetitivos), con la eventual disfunción que esto
trae consigo, lo que se convierte en una amenaza para el enfo­
que mteiectuaiista de ia moralidad. Platón va a explorar este
conflicto de manera diversa: la exaltada defensa de la vida filo­
sófica entendida como una radical separación de lo racional
con respecto a lo camal —representante de los apetitos (Fedón,
passim; Teeteto 172c-177c)—; los dos programas educatívo-
políticos tendientes a formar dos tipos de virtud en los indivi­
duos con las consecuencias divisionistas en la sociedad que son
de esperarse {República, Las leyes)', los intentos de mostrar
la supremacía del elemento racional sobre los apetitos y emo­
ciones por medio de un control racional {Protágoras, Filebo),
etc. La ética de Platón es una ética de estados (en especial de
estados cognitivos), la cuestión de las acciones es para él algo
secundario; confiaba en que el estado moral correcto automá­
ticamente produciría la acción moral correcta. Gran parte de
la doctrina moral de Platón está encaminada a hacer de esta
tesis algo plausible.
ARISTÓTELES Y LAS VIRTUDES

Din.cr. M a r Ia G ranja C astro

I I n t r o d u c c ió n

Indudablemente, la virtud es una noción central en la ética de


Aristóteles. Para tratarla, tomaré fundamentalmente como
texto la Etica Nicomaquea, pues es en esta obra donde Aristó­
teles da forma definitiva y desarrollo adecuado a sus pensa­
mientos sobre la moral. Como veremos, Aristóteles deriva aquí
la perfección moral no de un principio trascendente, sino de la
naturaleza del hombre mismo. El bien propio de cada ser, y del
hombre en particular, estará determinado por su naturaleza.
Aristóteles se propone definir el bien del hombre, definir el
bien práctico realizable por el hombre. Y piensa que puede
lograrse esta definición si nos preguntamos por la función pro­
pia del hombre. Ya Platón, hacia el final del Libro I de la R e­
pública,' había mostrado que el bien de un ser cualquiera es
la cualidad, la virtud o excelencia propia que lo hace apto para
cumplir su función o actividad propia. En el caso del hombre,
su función o actividad propia es la actividad del alma racional.
Su felicidad consistirá en el ejercicio mismo de esa aptitud. La
felicidad será concebida precisamente como la actividad del al­
ma en conformidad con la virtud.*1

1 ¡ ai R ep ú b lica, 3!>2<i -
* El. NÚ-.. I. 7. 10971) 22 y 109H;i 10.
24 DULCE MARÍA GRANJA CASTRO

II Virtud, y felicidad

Aristóteles, como muchos pensadores griegos, sostuvo que, en


general, el fin de toda actividad humana es la felicidad (evóaifiopva),
puesto que se trata de aquello que es deseado sólo por sí mismo
y no en función de algo distinto. La felicidad es el objeto “abso­
luto” de la voluntad, i.e., aquello que perseguimos por encima
de todo y por sí mismo, aquello respecto de lo cual todos los de­
más bienes y fines no son sino medios; ese bien supremo es,
además, un bien perfecto o acabado, es decir, que se basta a sí
mismo, que es capaz de satisfacemos por sí solo. Todos, dice
Aristóteles, están de acuerdo en denominar a este bien “felici­
dad”, pero, naturalmente, no todos están de acuerdo en conce­
birla de la misma manera. Cada quien la concibe según sus
propias tendencias e inclinaciones.5 Pero Aristóteles se propone
establecer un criterio que permita determinar las condiciones
de la felicidad no por sentimientos o inclinaciones subjetivas; él
no pretende definir ‘felicidad’ a partir de “lo que se siente”.
Más bien Aristóteles busca liberarse de las determinaciones
subjetivas, sin recurrir a la idea de un Bien abstracto y univer­
sal que no sería, como bien dice, el bien de ningún sujeto. £1
recurre al carácter objetivo de las actividades del espíritu hu­
mano y sus efectos, al bien propio de la naturaleza humana en
contextos concretos. El bien para cada ser es la perfección de
su actividad. Para el hombre, el bien depende de la perfección
de la más peculiar de sus actividades. Y, según Aristóteles, esa
peculiar actividad humana es la actividad de la razón. Así, no
puede formarse una idea adecuada de la felicidad del hombre
sin considerar su naturaleza y su excelencia, y es esto lo que lo
lleva a estudiar el concepto de virtud (o¡penj). La virtud del
hombre es precisamente su aptitud para cumplir bien su fun­
ción propia, natural,4 i.e., la aptitud para la vida en el ejerci­
cio de la razón. Ésta consiste en la disposición permanente para
comportarse en forma racional.
A juicio de Aristóteles, todo cuanto se halla en el alma perte­
nece a uno de estos tres géneros: o bien es una afección

> Et. Nic., I, 8. 1099a 9.


* Et. Nic., II, 6, 1006a 22.
ARISTÓTELES Y LAS VIRTUDES 25

(ufados), o bien una potencia (búuafus) o bien un hábito (e£is).


Afecciones son todos los estados ligados al placer o al dolor,
e.g., el apetito ((iuduf.ua), el temor (<pó(3os), la audacia (dgáaos),
la envidia (<,pdóvos), el gozo (xctgá), el amor (<pi\ía), el odio
(filaos), el pesar (irados), los celos (ÇrfKos), la compasión (eXeos),
etc. Se tratarla de estados involuntarios y pasajeros. Potencia es
lo que nos hace capaces de experimentar las afecciones, como
por ejemplo la irascibilidad o la concupiscencia. Éstas son dis­
posiciones naturales. Ahora bien, la virtud y el vicio, que es
aquello que permite que seamos objeto de elogio o censura o
que se nos califique de moralmente buenos o malos, no puede
ser ni afección ni potencia, porque estas últimas no pueden
merecemos ni elogio ni vituperio. No se les aplican los adjetivos
morales. Además, la virtud no es un “movimiento” pasajero co­
mo la afección, sino que supone una disposición permanente,
un estado habitual del alma.* Y esto implica, de algún modo,
elecciones voluntarias, con lo que se le distingue de las disposi­
ciones naturales. La virtud es un hábito, o el resultado de un
hábito, es una actitud permanente de la voluntad, una prefe­
rencia habitual o un hábito preferencial.56*Tenemos aquí un
primer rasgo característico de ia virtud. Ahora bien, puesto
que hemos dicho que la virtud representa la excelencia del
hombre y que es gracias a ella que el hombre es bueno, surge la
pregunta: ¿es la virtud el bien supremo para el hombre, es de­
cir, es la virtud la felicidad? Aristóteles responde con una nega­
tiva. La virtud no es la felicidad, no puede ser el bien supremo
para el hombre, porque, según se ha dicho, la virtud es más
bien una aptitud, una disposición permanente1 para compor­
tarse en forma racional, y la felicidad no puede consistir en
una simple aptitud o disposición, por muy noble y excelente
que sea. Pero la felicidad sí supone el ejercicio de esa aptitud
excelente. Aristóteles aclara esto con una comparación: aá co­
mo en los bienes materiales la posesión de ellos es nada sin su
uso o goce, así también la virtud no representa ningún bien pa­
ra el hombre sino se la puede ejercer. De este modo, la virtud
no es en sí misma el supremo bien. La felicidad no consiste ella

5 Cate., 8, 8b, 27-34.


6 Et. Nic., II, 5, 1105b 19 - 1106a 12.
1 Et. Nic.. I, 8. 1098b 31 - 1099a; X, 6, 1176a 23 - 1176b 2.
26 DULCE MARÍA GRANJA CASTRO

misma en la virtud, sino en su ejercicio en la vida racional a la


cual nos dispone o inclina. Ahora bien, desde la perspectiva de
Aristóteles, el alma del hombre encuentra su satisfacción más
elevada en el ejercicio de sus facultades racionales. Es en rela­
ción con ellas que deberá surgir la práctica de las virtudes. La
felicidad que el individuo extrae de esta perfección que le con­
fiere la actividad virtuosa es la consecuencia normal de la vida
virtuosa.8 La vida virtuosa no reclama el placer, la dicha
(tvdaifiovía), como ornamento, i.e., como “premios” exter­
nos. Dicha vida es agradable en sí misma. El hombre virtuoso
se complace en la ejecución de acciones virtuosas; él mismo no
sería virtuoso si no le gustasen, si no disfrutara de ellas.9 Vir­
tuoso es aquel que está satisfecho fundamentalmente con su
perfección básica sin otra añadidura, y para quien “sacrificar”
cualquier cosa para obtener esta satisfacción no es en el. fondo
un sacrificio.
En la filosofía aristotélica, la más alta “fase del ser” no con­
siste en la posesión de las facultades, en la adquisición de la
forma (xpCrjois), sino en el ejercicio de ellas y esto es justamente
la ivéQyeta. xípr¡cus es el difícil proceso de desarrollo o realiza­
ción de lo potencial. evéQyeia es el libre fluir de esa actividad
que se ha hecho posible una vez adquirida la actualidad. Para
Aristóteles, la evócugopía (la dicha, el placer, el “buen demo­
nio”) no es una x Íptjvlí, es una epeçyeia. xlpr\ai% es un proce­
so, es un movimiento que, como tal, deja de darse cuando ha
llegado a su término. La epegyeia, en cambio, persiste en su
perfección, en su acabamiento. Ajuicio de Aristóteles,101todo
movimiento es inconcluso. Así, por ejemplo, no se anda ya más
cuando se ha llegado; mientras se va, el viaje no termina. Por
el contrario, cuando se ha llegado a ver o a comprender, se si­
gue viendo y comprendiendo.11Además, el movimiento desem­
boca en un resultado exterior a sí mismo (e.g. las operaciones
de construcción de una casa terminan en la realización del edi­
ficio). En cambio, la epeçyeia tiene su finalidad en sí misma,

8 El. Nt'c., I, 9, 1099a 13-16.


9 Et. Nic.. I. 8, 1199a 15-21.
10 Metaf., IX, 6, 1048b 29.
11 Metaf., IX, 6, 1048b 30-34.
ARISTÓTELES Y LAS VIRTUDES 27

en su propio ejercicio. Ejemplos de eveQyeux son la actividad


contemplativa (OewQÍot) y la visión (ogaois).1*
La evdouiiovía no es del orden del movimiento, del devenir,
de la xívijois, sino de la misma índole que la eveçyeia, pues no
está en vías de realización, sino plenamente realizada y perfec­
ta en cada uno de los instantes de su duración, y su prolonga­
ción nada le agrega; en el placer, en el gozo, se realiza esa ple­
nitud perfecta del instante que caracteriza la intuición estética.15
Ahora bien, si el bien supremo es “lo que todos anhelan”, ¿no
es evidente que esto se identifica con el placer?1213415Aristóteles no
cree que esta opinión universalmente admitida sea falsa, pero
trata de mostrar que su concepción, que vincula felicidad y
vida virtuosa, no se opone a la opinión anterior.15Ciertamente
el placer no puede escuetamente identificarse con el bien, dice
Aristóteles, pues es obvio que hay placeres vinculados con con­
ductas censurables y fines dignos de ser perseguidos aunque n o ,
“produzcan” placer.16 Pero sería demasiado paradójico soste­
ner que el placer se opone de modo absoluto al bien, y Aristóte­
les no cae en este error. Que el placer se opone al bien es una
tesis antihedonista —a la cual Aristóteles se opone —, sostenida
principalmente mediante dos argumentos procedentes dei Füebo:
(1) El placer es esencialmente algo indeterminado que oscila
entre lo más y lo menos; en cambio, el bien se caracteriza por
su determinación y su medida exacta. Ante este argumento,
Aristóteles piensa que esa indeterminación caracteriza sólo a
los placeres confusos y violentos del hombre apasionado y sen­
sual, pero no a los placeres puros como el goce del sabio.17
(2) Se dice también que el bien es algo acabado (réXeioj») o
perfecto y que el placer, en cambio, es siempre inconcluso, un
movimiento o un devenir. A juicio de Aristóteles, este argu­
mento sólo tiene en consideración los placeres físicos, especial­
mente los de la nutrición; esta concepción hace consistir al pla­

12 Metaf., IX, 8, 1050a 23 36.


13Et. Nic., X, 4, 1174a 16-21 ss.; X, 4, 1174b5-lS; VII, 14. 1154b 27; Metaf., IX,
6, 1048b 18-35.
14 Et. Nic., I, 1, 1094a 3; X, 2, 1172b 15-18.
15 Et. Nic., X, 2, 1172b 36; 1172a 2; 1172b 15-18.
>«£(. Nic., X, 3, 1174a 3-10.
11Et. Nic., 1173a 16-17 comparando con Füebo 24e, 31a; Et. Ntc., X, 3, 1173a 22-
23 comparando con Füebo 50e, 52c.
28 DULCE MARIA GRANJA CASTRO

cer en la reparación de un defecto o una falta, en la repleción


de un vacio.1819*234Para Aristóteles, hay placeres que no están con­
dicionados por un defecto o por un dolor antecedente y que no
dejan tras de sí penar alguno. Entre tales placeres podemos
contar a los del estudio y a los placeres estéticos. En casos así, el
placer no supone ningún proceso de repleción. Inclusive en los
placeres físicos debe distinguirse el placer en sí mismo de su
sustrato corporal. El placer es, ciertamente, simultáneo al pro­
ceso fisiológico, pero no por ello es un proceso, un movimiento,
un devenir. El placer es un estado del alma;'9 es, pues, una
epégyeia, pero no una epégyeia más entre otras. En efecto,
cuando una facultad --cualquiera que ésta sea— está bien dis­
puesta y encuentra el objeto digno de ponerla en acción, se
ejerce agradablemente, es decir, su ejercicio va acompañado
de placer.*0Mientras más tienda el ejercicio de la actividad a su
realización perfecta, más agradable es la actividad.*1La activi­
dad es desagradable cuando tiene que ejercerse en condiciones
difíciles y obstaculizadoras.*2 Así, el placer no es una evtQytia
más, no es una más de las actividades del viviente. Es el corona­
miento de una actividad. El placer no es en sí mismo el fin de la
actividad; es, para la actividad perfecta, un “suplemento” de
finalidad. El placer lleva la actividad a su perfección. La per­
fección a la que la lleva no es aquella que proviene de la facul­
tad misma —de su buena disposición o del valor del objeto al
cual se aplica —, sino que es una perfección adicional; lo que es
al vigor de la edad el brillo de la hermosura.2* Para Aristóteles,
pues, el placer no es sino un signo: nos advierte que nuestro
destino se ha alcanzado, anuncia que el fin se ha conseguido,
que ha triunfado. Claro está que si el placer está vinculado a la
actividad, al ejercicio de las funciones y las facultades, enton­
ces puede haber tantas clases de placeres diferentes como de
actividades a las cuales corresponden24 y de fines que se persi­
gan. Así, el placer no podrá ser objeto de una calificación mo­

18 El. Nic., X, S, 1175a 29-50 comparando con Filebo 55c, 54d; El. Nic., X, 5,
1175b 15-15 comparando con Filebo 54e, 42cd.
19 Meta/.. IX, 6, 1048b 29; El. Nic.. X, 5, 1175b 11-15.
“ a . Nic.. X . 4, 1174b 14-25.
*' El Nic., X, 4, 1174b 21-23.
22 Et. Nic., X, 5, 1175b 17-20.
23 a . Nic., X, 4, 1174b 51-55.
24 Et. Nic., X, 5, 1175b 24-27.
ARISTÓTELES Y LAS VIRTUDES 29

ral uniforme; no podemos condenar en abstracto la búsqueda


del placer, pero tampoco se puede hacer de él, sin distinciones
ni matices, el bien supremo. Hay placeres viles tal y como hay
acciones vergonzosas; hay placeres nobles tal y como hay ac­
ciones laudables.*5 Ciertamente todos los seres vivos buscamos
el placer, pero no todos buscamos el mismo placer.*6 Cada es­
pecie tiene, podría decirse, su propio placer,*7y dentro de cada
especie, cada individuo. De manera semejante, puede apre­
ciarse que todos los hombres buscan la felicidad, pero no todos
la conciben de la misma manera. Si la hacemos consistir en gé­
neros de vida diferentes es porque no nos complacemos con las
mismas cosas, porque tenemos placeres diferentes, porque es­
tamos inclinados a actividades diferentes252678 en razón de nuestra
educación, hábitos, etc. Para poder emitir un juicio sobre estos
diferentes géneros de vida y determinar aquel en el que verda­
deramente reside la felicidad del hombre, es necesario que pre­
viamente se determine cuál es la forma de la actividad propia
del hombre. Según hemos dicho, la excelencia del hombre es
su aptitud para la vida racional. Para aseguramos de que la
verdadera felicidad del hombre no puede estar fuera de la
práctica de la virtud, ai maigcu del ejercicio de la actividad de
la razón, recurrimos al testimonio del hombre virtuoso. Éste no
sólo encuentra placer en los actos de virtud, sino que, además,
los placeres contrarios a la virtud, los placeres del hombre in­
sensato e intemperante, no son a su juicio verdaderos placeres.29
Aristóteles establece una comparación: así como el hombre en­
fermo no juzga lo dulce y lo amargo, lo caliente y lo frío, de la
misma manera como juzga el hombre sano, así también el
hombre racional no juzga el placer y el dolor como lo hace el
insensato o el corrompido.80 Para Aristóteles es el juicio del
hombre sensato y razonable el que constituye la medida de lo
verdadero y lo falso en cuestión de placer.81
Según Aristóteles deben distinguirse dos tipos de actividad

25 Et. Nic., X, 5, 1175b 27-28; X, S, 1173b 28-29.


26 Et. Nic., VII. 13, 1153b 30.
27 El. Nic.. X, 5, 1176a 3-4.
28 Nic., X, 5, 1176a 10-12; I, 8, 1099a 8-11.
™Et. Nic., X, 5, 1176a 21-24; X, 3, 1173b 20-23.
5°£f. Nic., X, 5, 1176a 13-15; X, 3, 1173b 23-25.
81 Et. Nic., X, 5, 1176a 15-19.
30 DULCE MARIA GRANJA CASTRO

racional: la teórica y la práctica. Por consecuencia, también


deberán distinguirse dos tipos de virtudes:
(1) Virtudes teóricas o de la pura actividad del pensamiento,
virtudes intelectuales o especulativas: inteligencia (voüs), cien­
cia (¿moTijur}), sabiduría (aotpía).
(2) Virtudes prácticas o de la vida de acción del hombre:
prudencia (tpQówqois), perspicacia (ovveois), discreción {yvwy.r}),
buen consejo (eujSoiAía), arte ( téxvj?).52
Las primeras son más elevadas, nobles y valiosas que las se­
gundas, en el sentido de que las últimas son constituyentes
esenciales de la felicidad sólo secundariamente. En el ejercicio
de la virtud teórica, en la vida contemplativa, reside la felici­
dad más perfecta,51 porque la contemplación es la actividad de
la mejor parte del hombre55 y lleva a los objetos más elevados
de esa actividad; es la más agradable puesto que el gozo de co­
nocer supera al del investigar; es la más independiente de las
condiciones exteriores pues para ejercerse no tiene necesidad
de ayuda de fuera; es la más desinteresada, ya que su única fi­
nalidad está en sí misma, i.e. , en el goce que ella produce en
quien la ejerce;55 es la más apropiada para el ocio (oxo\f¡) —el
ocio es propio de la vida en la cual el hombre alcanza la perfec­
ción de su naturaleza, a saber, la vida contemplativa —;** por­
que es la más divina y, no obstante, la más propia del hombre.
Apreciemos que para Aristóteles lo que es propio del hombre es
el elemento divino que hay en él.5’ Ahora bien, esta felicidad
suprema, en cuanto que es la felicidad correspondiente al
cumplimiento perfecto de la naturaleza racional del hombre y
de su más elevado destino, no es alcanzable siempre por el ser
humano; éste la logra sólo en raros instantes. Pertenece exclu­
sivamente a la naturaleza divina ejercer la contemplación sin

“ £l. Nic.. I. 13. 1103a 4-10.


M Et. Nic., X. 7. 1177a 12-18; VI. 7. 1141a 17-20.
M Et. Nic.. I. 13. 1102a 5 ss.; X. 7. 1177a 13-20.
55 Et. Nic.. X. 7, 1177a 19 - 1177b 2.
“ £< Nic.. X, 7. 1177b 17 18; Política. IV. 9. 1295b; Meta/.. II. 3. 994b. El ocio es
propio de la vida contemplativa, vida en la cual el hombre alcanza la perfección.
*» Et. Nic:. X. 7. 1177b 10; X. 7. 1177b 27 ss.; X. 8. 1178b 8 ss.. Meta/.. XII. 9.
1074a 25; 1075a 5-10; XII. 7. 1072b 14-16 y22 25; XII. 9. 1075a 10; XII. 7. 1072a
30; 1072b 21; XII. 9, 1075a 3-5; De Anima. III. 4. 430a 2 5; Meta/.. XII. 7. 1072b
19-23; XII, 9, 1074b 33-35; XII, 7, 1072b 24-29. Compárense las referencias ante­
riores con las siguientes: De Anima. III. 5. 430a 5 6; III, 6. 4302a 21; III. 6. 430a 22-25.
ARISTÓTELES Y LAS VIRTUDES SI

interrupción.58 El ideal de la vida contemplativa y su felicidad


suprema es tan pocas veces alcanzado por el hombre que Aris­
tóteles-llega a decir que es algo casi sobrehumano.59 La vida
contemplativa es propia del elemento divino que hay en no­
sotros.38*4041*Las virtudes teóricas son las únicas que pueden satisfa­
cer las más elevadas aspiraciones del intelecto puro, del intelec­
to especulativo, de ese elemento eterno y divino que no puede
saciarse más que de lo eterno y lo divino.
Pero además de la vida contemplativa tenemos la vida prác­
tica, la vida del hombre en las distintas formas de acción. En
contraste con la aotpía, la virtud del intelecto teórico o la vir­
tud propia del elemento divino que hay en nosotros, tenemos la
prudencia (<pQÓvr¡ais).*' Esta es la virtud del intelecto práctico,
está más vinculada a nuestra condición humana y regula las re­
laciones entre los hombres. La prudencia es la virtud de razo­
nar con precisión y rectitud en las cuestiones prácticas, la recta
razón (oqOós Xó-yos) o buen juicio (evaroxíá) que se ejerce en
la experiencia (e^ts Trgaxnxi/).4* Esta virtud supone el concur­
so del intelecto discursivo y de las virtudes que Aristóteles llama
éticas o morales y que tienen su raíz en la índole natural y se
desarrollan mediante ei ejercicio.43 A juicio de Aristóteles, la
virtud práctica del hombre bueno no basta para asegurar a éste
su felicidad, pues esta virtud no puede ejercerse sin medios
adecuados y sin un fin exterior a sí misma sobre el cual
emplearse.44 En resumen: si a la virtud práctica le pueden lle­
gar a faltar los medios o la ocasión para ejercerse, y si la felici­
dad consiste, según hemos dicho, en el ejercicio de la virtud, la
virtud práctica no puede por sí sola asegurar ai hombre la feli­
cidad.
Antes de terminar esta revisión de los elementos de los que
depende la felicidad, debemos añadir un par de ideas. Hasta el
momento parece que ha quedado claro que es insostenible pre­
tender que la virtud baste para la felicidad.45 La felicidad exi-

38 Et. Nic., X, 8, 1178b 7-13; Meta/., XII, 7, 1072b 15-25.


’9 Et. Nic., X, 7, 1177b 25-26.
40 Et. Nic., X. 7, 1177b 10.
41 Ei. Nic., V. 8, 1141b 23 y X. 7, 1141b 8.
48 Et. Nic.. II. 2, 1103a 32; VI. 1. 1138b 20; II. 4, 1107a 1.
« £ (. Nic., X. 8, 1178a 9-21.
44 Et. Nic., X, 8. 1178a 28-30 y I, 8, 1099a 31 ss.
45 Et. Nic., VII, 13. 1153b 19-21 y I. 10, 1101a 7-8.
32 DULCE MARÍA GRANJA CASTRO

ge, además de la virtud, un acompañamiento de bienes exte­


riores: salud, bienes de la fortuna, no sólo riqueza sino satisfac­
ciones familiares, amigos, noble cuna, belleza, madurez y ple­
nitud de vida.46Así, estrictamente hablando, un niño no puede
ser feliz, pues es incapaz de ninguna acción perfecta. El con­
cepto “feliz” no se le aplica. La pobreza, la desgracia, la enfer­
medad, perturban la felicidad e impiden a la actividad vir­
tuosa sus medios. Sin embargo, el elemento positivo y constitu­
tivo fundamental de la felicidad es la excelencia interior, lo
que depende de uno mismo. Los bienes externos son única­
mente condiciones negativas de ésta (la misma relación que en
la naturaleza guardan las causas materiales respecto de las
causas finales, se guarda entre los bienes extemos y la excelen­
cia interior como constitutivos de la felicidad). Es por esto que
aun la más extrema desdicha no puede convertir a un hombre
virtuoso en un miserable; en el infortunio mismo, el hombre
virtuoso no será jamás un infeliz.47
Finalmente, no basta, para que la felicidad sea perfecta, con
que la virtud se ejerza transitoriamente, porque la felicidad no
es perfecta sino a condición de que sea constante. Es, pues, ne­
cesario que la actividad virtuosa llene ia vida entera.

III Naturaleza de la virtud moral

Según hemos dicho, siguiendo en ello a Aristóteles, la virtud


del hombre es su aptitud para cumplir bien su función propia.
Aristóteles, siguiendo a Platón,48 afirma que toda obra bien
hecha contribuye a un orden, realiza una armonía, una pro­
porción. Una obra perfecta es aquella a la cual no se le puede
quitar ni agregar nada y esto quiere decir que representa un
justo medio (/téaov) entre posibles excesos (uiregfioXij) y defec­
tos (i-Xkei<pis). La perfección se expresa en una proporción de
término medio que equidista de los extremos y que evita tanto
el exceso como el defecto. Este justo medio no es equidistante

46 El. Nic., VII, 15, 1155b 17-19; I, 8, 1199a 511199b 7; Retórica, 1. 5. 1560b
19 ss.
47 Eu Nic., I, 10, 1100b 28-35.
48 Gorgias, 50Sd y 504a.
ARISTÓTELES Y LAS VIRTUDES 33

aritméticamente de los extremos; no es un justo medio riguroso


y aritméticamente exacto, sino proporcional (avoikoyov) y geo­
métrico, dinámico y oscilante para adaptarse al caso. Apre­
ciemos la raíz matemática de origen pitagórico y platónico que
entraña esta teoría del justo medio. Según el pitagorismo, la
proporción, el orden, la armonía del universo ofrece un mode­
lo a la actividad moral del hombre.49Este justo medio como ca­
rácter específico del hábito virtuoso será propio de las virtudes
morales, pues las virtudes intelectuales no regulan directamen­
te la disciplina de las pasiones y las acciones a las que exclusiva­
mente se impone la regla del justo medio,50 puesto que son las
únicas en relación con las cuales tiene sentido hablar de exceso,
defecto o justo medio.
A juicio de Aristóteles, es necesario poder determinar para
la práctica este justo medio y para ello no basta considerar en
abstracto a cada acción; también se requiere tomar en cuenta
al agente y las condiciones en que realiza su acción. La fórmula
abstracta del ideal moral como justo medio entre el exceso y el
defecto tiene que completarse con un contenido referente al
sujeto y sus circunstancias. Así, el justo medio que prescribe la
virtud morai no es un justo medio absoluto, sino relativo a cada
uno de nosotros. Por ejemplo, la virtud de la templanza consis­
te en guardar el justo medio respecto a los apetitos nutritivos y
sexuales. El exceso, en este caso, sería la intemperancia y el de­
fecto, la insensibilidad. Sin embargo, para determinar ese justo
medio entre la intemperancia y la insensibilidad son imprescin­
dibles consideraciones individuales y “situacionales” de tal
suerte que no se puede fijar uniformemente la cantidad de ali­
mentos o de relaciones sexuales. Si diez raciones de carne por
día es demasiado y dos es poco, no se prescribirán a todos seis
raciones, pues esto sería excesivo, por ejemplo, para una perso­
na que guarda la línea, pero muy poco para un empedernido
sibarita. Repitámoslo: el justo medio es relativo a cada uno de
nosotros. La moralidad no puede prescindir de un ideal for­
mal, pero eso no implica que puede limitarse a meras fórmulas
que de hecho la harían inaceptable por su carencia de flexibili­
dad. La determinación de lo que es el justo medio en un caso

49 Gorgias, 507e, 508a; Tímeo, 47b.


50 Et. Níc., II, 6, 1106a 26 - 1106b 23.
34 DULCE MARÍA GRANJA CASTRO

particular ha de hacerse tomando en consideración condi­


ciones reales que son complejas y variadas y, por lo tanto, no
puede ser resultado de la simple aplicación mecánica de una
fórmula o principio abstracto. Dicha determinación es el resul­
tado de un juicio tanto flexible como firme, un juicio que es
producto del contacto con la experiencia y que Aristóteles de­
nomina prudencia o sensatez (<pQÓvr¡ois).51 Así pues, la morali­
dad no se rige por un sistema de principios abstractos e inmu­
tables, sino por una conciencia viva, atenta a la vez a la
armonía ideal y a la complejidad de lo real. Es el hombre pru­
dente, el hombre sensato, quien pasa a ser regla y medida de la
moralidad.62 El justo medio queda determinado o definido ra­
cionalmente por el hombre sensato {(pgovifios) juzgando con­
forme a la recta razón {xara tóv oq6ov \óyov) y a la experien­
cia (fifis TTQOtxnxri).
La sensatez moral determina concretamente la conducta
ideal tomando en cuenta las circunstancias particulares y las
lecciones que nos da la experiencia moral.56La prudencia fija a
la acción su fórmula correcta y hace de la buena disposición
natural una virtud propiamente dicha. Así, la virtud moral
queda caracterizada como un hábito adquirido, voiuntaiio,
deliberado, que se mantiene en un justo medio relativo a no­
sotros, definido racionalmente tal y como lo definiría el
hombre sensato. Notemos cómo esta es una caracterización que,
sin descuidar el ideal racional, pone el acento en las condiciones
concretas de la vida humana. Todo esto tiene consecuencias
importantes: si el justo medio es determinado por el hombre
prudente, entonces no hay virtud moral sin prudencia. El
hombre prudente, el hombre sensato, racional ((pQvdiiíOs) es
quien delibera bien para obrar bien; es quien reúne ciencia
(€7ri(7TÍj/rí7), experiencia (Vfis rQCiXTixr¡) y deliberación
(evoToxict). Ciencia, porque el hombre prudente juzga confor­
me a los principios universales. Experiencia, porque su juicio se
aplica a los hechos particulares y éstos sólo se llegan a conocer
por experiencia. Deliberación, porque su acción no es precipi-61

61 Et. Nic., II, 6, 1106b 36: VI, 7, 1141b 9-17.


5í Et. Nic., III, 4, 1113a 33.
56 f i. N ic., VI, 7, 1141b 9-17.
ARISTÓTELES Y LAS VIRTUDES 35

tada. Tan importante es la prudencia que podemos decir que


quien la posee, tiene todas las demás virtudes.64
Pasemos ahora a revisar los factores requeridos como condi­
ción para la moralidad y las virtudes morales. A juicio de Aris­
tóteles, la virtud y el vicio, que son lo que nos hace ser buenos o
malos moralmente, no pueden ser sino acciones voluntarias.
Son hábitos libres y voluntarios que implican deliberación y
elección (irgoaígems). La acción voluntaria puede definirse
por oposición a la acción forzosa, es decir, aquella cuyo princi­
pio es exterior al agente. Acción voluntaria es aquella cuyo
principio está en nosotros mismos y, por eso, depende de no­
sotros mismos. Ésta es una primera característica en la que es­
tán de acuerdo tanto los legisladores como la conciencia de ca­
da uno de nosotros,65 y es una característica del lenguaje natu­
ral. Sin embargo, esta caracterización de la acción voluntaria
no es aún condición suficiente para la moralidad, puesto que
entendida la voluntad como simple espontaneidad se daría
incluso en los animales y los niños. Lo “voluntario” debe enten­
derse, fundamentalmente, en conexión con lo que es objeto de
preferencia, es decir, se trata de una elección deliberada, libre­
mente querida.66Evidentemente, quedará excluido deí terreno
moral todo aquello que se dé al maigen de la deliberación. Así,
las predisposiciones innatas e involuntarias para experimentar
particularmente una determinada afección son dones de la n a­
turaleza que quedan al margen de la deliberación y que no
caen en el terreno de las virtudes propiamente dichas. Tam ­
bién queda más allá de la deliberación el saber teórico, es de­
cir, el conocimiento de lo necesario de las cosas. Lo necesario,
lo que no puede ser de otro modo, no puede ser objeto de deli­
beración.54*567 Se delibera sobre lo que es contingente y depende
del hombre.5859
La virtud supone la elección reflexionada, implica un acto
de deliberación y elección (irQoaiQecns) en el que intervienen
conjuntamente inteligencia y voluntad.69 La virtud moral tiene

54 Et. Nic., VI, 12, 1144b S5.


65 Et. Nic., III, 1, 1109b - 1111b; III, 5, 1113b 20 ss.
56 M e., III. 2, 1111b 4 - 1112a 17.
5’ Et. Nic., VI, 3, 1139b 18-24.
69 Et. Nic., III, 3, 1112a 18-30.
59 Eí. Nic., III, 2, 1111b 4 - 1113a 14.
36 DULCE MARÍA GRANJA CASTRO

como base física una disposición natural, pero no se reduce a


ella, puesto que hay algo que se agrega a esa disposición, a sa­
ber, un factor o elemento intelectual. Tal factor no se identifi­
ca con el saber teórico, sino que depende del intelecto práctico.
A este componente intelectual tampoco se reduce la virtud,
puesto que el conocimiento no tiene el poder de determinar de
modo absoluto a la voluntad. En síntesis: las virtudes morales
tienen su fundamento en ciertas disposiciones naturales, pero
sólo advienen al grado de virtudes en el sentido real cuando son
guiadas por el intelecto práctico. La virtud moral reside esen­
cialmente en la voluntad, de modo que el problema moral no
es un problema de conocimiento de las leyes morales, sino de su
aplicación: se trata del control de las emociones por la razón,
donde la libre decisión es dejada a la voluntad.
Ahora bien, el que la virtud sea el resultado de elecciones
implica que es en sí misma una manera de ser, una disposición
permanente. Sólo las acciones voluntarias pueden merecemos
elogio o vituperio; y sin embargo, ninguna acción basta para
que pueda decirse que un ser humano es bueno o malo; es ne­
cesario que la voluntad de ese hombre haya contraído una dis­
posición permanente para elegir el bien o el mal (una golondri­
na no hace verano). El valor moral de un hombre no depende
tanto de los actos aislados que realiza como de una disposición
permanente. Para que la conducta de un hombre sea buena o
justa no basta que la acción que realiza tenga en sí misma el ca­
rácter de buena o justa: es preciso que quien la realiza actúe de
ese modo siempre, que actúe “a sabiendas”, que su actuar pro­
ceda de una decisión consciente y una disposición interior fir­
me e inquebrantable.60 Así, las acciones particulares son vir­
tuosas sólo cuando emanan de tal disposición firme, consciente
y libre, porque se realizan como las realizaría un hombre
bueno. Para aclarar esto, Aristóteles nos ofrece una compara­
ción: la generosidad, dice, no consiste en la abundancia de las
cosas que se donan, sino en la disposición de quien las da.61
Si tal es la naturaleza de la virtud, se ve que el factor princi­
pal de su formación no es el saber abstracto, a priori. Es a fuer­
za de realizar acciones conforme a la virtud como se llega a ser

*°Et. NU., III. 8. 1105a 28-33.


® '£t. NU., IV. 2. 1120b 7-9.
ARISTÓTELES Y LAS VIRTUDES 37

virtuoso.62 La virtud se constituye como una disposición perma­


nente sólo mediante el ejercicio repetido de ella. Con la virtud
ocurre a la inversa de lo que sucede con las facultades natura­
les; en éstas la potencia precede al acto (e.g. la vista precede y
condiciona la visión). En cambio, la virtud como la habilidad
manual, es una potencia o aptitud que es el resultado de la ac­
ción, del ejercicio, de la práctica. Si, como hemos visto, la mo­
ralidad sólo se predica de la acción voluntaria, se sigue enton­
ces que se accede a la moralidad perfecta, real, sólo cuando la
voluntad misma se ha convertido en nuestra naturaleza.65 El
hábito es una segunda naturaleza.
Podríamos terminar esta breve incursión en el ámbito de la
noción aristotélica de la virtud con la siguiente recopilación de
ideas: la meta de la vida humana es la felicidad; ésta es un “re­
sultado de” la actividad conforme a la virtud, a la “arete” del
hombre. Si somos “eficaces” qua seres humanos y hemos ad­
quirido la “areté” del hombre, la actividad que desarrollemos
en virtud de esa “areté” será la felicidad. El goce que el indivi­
duo extrae de esa perfección es sólo consecuencia de ella. Eso es
la felicidad. Es la práctica misma del bien lo que es la euSaqiovía.
Aristóteles, ai igual que Sócrates, aunque por razones muy distin­
tas, estaba convencido de que sólo hay un verdadero infortunio:
hacer el mal, y sólo una auténtica felicidad: hacer el bien.

" E t . M e.. II, 1. 1103a 14 ss.


"R etórica, I, U , 1370a 7.
APÉNDICE

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ÉTICA Y JUSTICIA EN TOMÁS DE AQUINO

M a u ric io B eu c h o t

Introducción

En lo que sigue trataré de exponer lo más esencial de los ele­


mentos que configuran la ética de Santo Tomás, indicando su
conexión estructural o sistemática, en una síntesis que forzosa­
mente será muy apretada y de la que faltarán muchas cosas
que he sacrificado por la exigencia de la brevedad. Primera­
mente iré detallando y relacionando los elementos de su
filosofía moral, y al final discutiré a favor de un aspecto relati­
vo a la justicia que considero valioso para las reflexiones filosó­
ficas de hoy en día.
Los elementos o ingredientes principales que involucra la
filosofía moral de Santo Tomás son siete. Tendremos que
explorar su naturaleza y su trabazón sistemática. En efecto,
hay que tomar en cuenta el fin último de la vida humana, que
determina toda la ética, pues según él se orientarán las faculta­
des y actos humanos, y con arreglo a él surgirán las normas de
moralidad; esto nos conduce a la felicidad suprema, que con­
siste en la consecución del fin último y que impulsa a las facul-
t ades y a los actos humanos a realizarse; las normas de morali­
dad serán las que rijan esa consecución de la felicidad medían­
le los actos o la conducta; y tenemos que tratar también acerca
de los actos humanos, que son todo el movimiento del hombre
42 MAURICIO BEUCHOT

que ha de encauzarse a ese fin y esa felicidad supremos; otro


elemento de indudable importancia son las pasiones, que son el
impulso más básico hacia esa felicidad; ellas no se equivocan
en esa búsqueda de la felicidad, pero nuestra asimilación
concreta de ellas al actuar puede equivocarse y por ello re­
quiere algo que la dirija; a ellas se suman las virtudes, que son
esas actitudes que aprovecha el impulso de las pasiones para
darles la conveniente dirección; y, finalmente, hay que anali­
zar la ley y además la conciencia, que son los principios direc­
tores o normas de moralidad —la primera objetiva y la segun­
da subjetiva— para orientar debidamente los actos humanos
hacia el fin y la felicidad.
Pues bien, una vez enumerados los elementos, veamos su na­
turaleza e interconexiones.

El fin último

La ética de Tomás de Aquino es una ética de fines, intenta


esclarecer al hombre cuál es su fin supremo y áarie ios medios
buenos para conseguirlo. Este fin del hombre es, objetivamente
hablando, la perfección humana y, subjetivamente hablando,
la felicidad, que todos deseamos. Y la perfección humana es la
vida virtuosa, en la cual encuentra el hombre su máxima felici­
dad, pues así es como realiza su naturaleza. Por eso, habrá que
estudiar las virtudes con relación a esa felicidad suprema.
El argumento que Tomás ofrece para apoyar esta perfección
ética del hombre hacia un fin está basado en un axioma
metaflsico de la concepción teleológica aristotélico-escolástica:
“todo agente actúa por un fin”,1 al que añade que principal­
mente esto ocurre en el agente humano, y más principalmente
aún en la actividad más importante para .él, que es la acción
moral, en la cual le va el sentido de su vida, le va en ello su vida
misma. El hombre, por lo tanto, en su actuar, y específicamen­
te en su actuar moral, está polarizado por un fin, y su
actuación es moralmente buena en la medida en que siga él mis­

1 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 1, a. 1, c. Sobre la cadena


de los fines, que no puede ir al infinito, cfr. ibid., a. 4, c.
ÉTICA Y JUSTICIA EN TOMAS DE AQUINO 43

mo, y ayude a los otros a seguir, el camino hacia ese bien. Por­
que el fin de una cosa es para ella su bien (como se pensaba un
tanto antropomórficamente en la filosofía aristotélica), y el fin
al que ella tiende naturalmente es para ella su máximo bien, y
no puede ser vacío o inalcanzable lo que se desea naturalmente
(pues sería una burla de la naturaleza, lo cual es imposible que
suceda en toda la especie humana o en su mayoría). El pro­
blema es ahora: ¿cuál es el fin último o el soberano bien del
hombre?
Tomás piensa que el fin supremo, el bien máximo, en el que
confluyen todas nuestras virtudes y en el que se encuentra la
máxima felicidad, debe superar a los bienes particulares y
efímeros; su argumento es que dicho fin que da la felicidad de­
be ser un bien suficiente y completo, es decir, que colme las as­
piraciones humanas sin dejar que continúe el deseo, y debe ser
algo seguro y estable, porque la felicidad inestable y efímera no
puede satisfacer al hombre. De acuerdo con estas exigencias,
analiza diversas cosas que parecen hacer feliz al hombre y
concluye que la felicidad humana no puede consistir en las ri­
quezas, porque tienen más carácter de medio que de fin y no
excluyen el mal ni el hastío;* ni puede consistir en el honor ni ía
fama, porque éstos a veces pueden ser ficticios o falsos; ni en el
poder, porque también es un medio y se puede usar mal; tam ­
poco en el placer, porque también es efímero, por lo cual es un
bien parcial y por lo mismo es también un medio, no un estado
definitivo; tampoco son los bienes del alma sin más, porque no
cualquiera da la plenitud; ni siquiera el conjunto de los bienes
creados. La razón es que Tomás cree en Dios, y, de acuerdo
con su experiencia, argumenta que sólo Él puede colmar el de­
seo de felicidad del hombre de manera infinita. En Dios en­
cuentra el hombre su perfección y su bien absolutos.’ Pero po­
demos distinguir dos niveles o aspectos en este bien supremo
para los hombres. En el nivel trascendente, Dios es el bien co­
mún de los hombres; pero Tomás sabe que hemos de aspirar a
este bien en lo concreto y desde lo terreno. Por eso se añade en
el tomismo que la representación concreta de ese bien supremo
trascendente es el bien supremo inmanente, el cual es el bien2*

2 Ibtd., q. 2. a. 1, ad Sm.
5 Ibid., a. S, c.
44 MAURICIO BEUCHOT

común de la comunidad o sociedad. Y como para alcanzar uno


y otro bien son necesarias las virtudes, como consecuencia lógi­
ca se presenta la vida virtuosa como perfección del hombre. En
la misma búsqueda del bien común de la sociedad y para la
convivencia correcta, el hombre necesita de las virtudes; por
eso la vida virtuosa es su perfección y ella es también el proceso
de la consecución de su fin, su felicidad.

Los actos humanos

Todo el vivir del hombre ha de ser, pues, dirigir su conducta o


sus actos hacia el fin último y supremo bien que ha encontrado
conveniente a él. Por eso Tomás examina el actuar moral y
principalmente las condiciones de éste. Se fija en las condi­
ciones del actuar moral porque descubre que no todo acto que
efectúa el hombre es objeto de moralidad. En efecto, distingue
dos tipos diferentes de acto en el hombre —y debe decirse cuál
de ellos es el propio de la moral —: actos del hombre y actos hu­
manos. Veamos: (i) actos del hombre son ios que se ejercen sin
inteligencia ni voluntad, y, por lo tanto, sin libertad; por consi­
guiente, sin responsabilidad moral. Por ejemplo, respirar, ras­
carse la barba, etc. (ii) Actos humanos, propiamente hablan­
do, llama Tomás a los actos dirigidos por la voluntad que es
iluminada por la inteligencia —en lo cual consiste la libertad.4
Tomás hace todo un análisis psicológico-filosófico de esos
actos, que es sumamente detallado e imposible de sintetizar
aquí. Sólo los trataremos en cuanto compete a la moral: en
aquellos constitutivos que sean relevantes para verlos como
buenos, malos o indiferentes. Hay tres aspectos en el acto hu­
mano de los cuales depende básicamente la bondad o maldad
morales; en efecto, éstas dependen del objeto, del fin y de las
circunstancias del acto. El objeto es aquello a lo que por su na­
turaleza tiende el acto, por ejemplo, apoderarse de lo ajeno es
el objeto del robo. El fin es aquello a lo que tiende el que efec­
túa el acto, por ejemplo, el robo puede tener como finalidad
enriquecerse injustamente o ayudar al oprimido dándole lo

4 Ibid., q. 6, a. 4, c.; q. 18, a. 6, c. y q. 19, a. 5, c.


ÉTICA Y JUSTICIA EN TOMÁS DE AQUINO 45

que necesita. Y las circunstancias son las condiciones acciden­


tales que rodean al acto, por ejemplo, la acción de robar ad­
quiere diferente matiz si se efectúa en tiempo de hambre, de
guerra injusta, de desastre, etc.
Primariamente, la bondad y la malicia morales dependen
del objeto y del fin, y secundariamente de las circunstancias,
que sólo atenúan la bondad o maldad, pero no la quitan. Así,
hay dos bondades y maldades (o fuentes de ellas): la del objeto
y la del fin. Pues un acto puede ser bueno por el objeto y malo
por el fin, y viceversa. Por ejemplo, un acto puede ser bueno
por su objeto, como ayudar a un enfermo, pero malo por su
fin, como en el caso de que tal ayuda sea para buscar la va­
nagloria delante de los demás, ya que tal cosa es hipocresía.
Por eso, para Tomás, lo ideal es que coincidan en un acto la
bondad del objeto y la bondad del fin.5
Sobre todo el fin del acto debe ser bueno, y tanto él como el
objeto de éste son buenos por su adecuación a la norma de mo­
ralidad, que es doble: la ley y la conciencia.

La ley y la conciencia

La norma remota de moralidad es la ley, y la norma próxima es


la conciencia. En el pensamiento de Tomás, la ley es una orien­
tación objetiva encontrada por la inteligencia y la razón,
orientación que debe seguirse porque dirige al hombre a la con­
secución de su fin propio. La conciencia, en cambio, es una
orientación o norma subjetiva, que aplica la ley al caso concre­
to —y se dice subjetiva porque incluye la interpretación por
parte del sujeto.
La ley es definida por Tomás así: “es la ordenación de la ra­
zón dirigida al bien común y promulgada por quien tiene el
cuidado de la comunidad”.6 Se dice de la razón (práctica) y no
de la voluntad, para no dar lugar a lo irracional o no-razonable.
El estar dirigida al bien común significa que está orientada y
orienta al hombre hacia el fin (supremo). Ha de ser promulga­

5 Ibid., q. 18, a. 5, c. y q. 19, a. 9, c.


6 Ibid., q. 90, a. 4, c.
46 MAURICIO BEUCHOT

da suficientemente (i.e., en cuanto a la intensión o contenido,


teniendo claridad, y, en cuanto a la extensión o difusión, lle­
gando a todos los subditos que han de obedecerla); y ha de
serlo por el que tiene el cuidado de la comunidad, ya que de lo
contrario sería una usurpación de la autoridad. Lo que vaya en
contra de estas características no puede ser una ley.
A nivel humano, hay dos clases principales de ley, según
Santo Tomás, a saber, la ley natural y la ley positiva.7 La ley
natural es la que expresa como preceptos las exigencias de la
naturaleza humana. La razón penetra las exigencias de la na­
turaleza humana y las erige como imperativos: derecho a la vi­
da, al trabajo, a la libertad, etc. Son principios morales que
surgen de la misma naturaleza del hombre, i.e. aluden a pro­
piedades y características esenciales del hombre, y la razón las
encuentra o descubre al estudiar y analizar detenidamente esa
naturaleza humana. La ley positiva o civil es la que correspon­
de más fácilmente a la definición de la ley dada por Tomás, y
es la que promulgan los legisladores o las imponen (por eso se
llaman “positivas”). La exigencia de Santo Tomás es que la ley
positiva siempre respete y promueva lo preceptuado por la
ley natural. Si va en contra de la ley natural, es una ley injusta;8
de hecho no es ley. No podemos detenemos aquí a revisar la
justificación de la ley natural por parte de Santo Tomás; sólo
indicaremos que forma un capítulo interesante de la polémica
iusnaturalismo-iuspositivismo.
La conciencia moral, para Tomás, es el dictamen del enten­
dimiento práctico acerca de la moralidad del acto que se va a
realizar o que ya se ha realizado, según los principios morales.
No es, pues, otra facultad, sino un acto del propio intelecto, en
su aspecto práctico. Ve la moralidad y no lo meramente psico­
lógico del acto. Primeramente juzga el acto que se va a realizar,
como conciencia antecedente, pero también el ya realiza­
do, como conciencia consecuente o consiguiente al acto. En
ambos casos es la regla próxima y subjetiva, pero recibe objeti­
vidad de los principios o leyes morales. Por eso se ha dicho que
la conciencia correcta está animada por los principios y las le-

7 Ibid., q. 91, a. 2, c.; q. 94, a. 2, c. y q. 97. a. 1, c.


8 Ibid.y q. 96, a. 4, c.
ÉTICA Y JUSTICIA EN TOMÁS DE AQUINO 47

yes; y es que la ley es entendida por Tomás como una invita­


ción (no como una esclavitud) para la conciencia.*

Las pasiones

El acto humano es dirigido por la ley y la conciencia. Pero el


acto humano hunde sus raíces en las mismas pasiones del
hombre. En efecto, la pasión es el sustrato básico del acto libre,
porque es una pulsión que tiende hacia el fin y se realiza de
maneras variables, dando lugar a la incorrección con respecto
a ese fin; ello hace que puedan ser dirigidas por la razón al
aflorar como actos libres por virtud de la inteligencia y la vo­
luntad. Están en la raíz de los actos humanos o actos libres,
pero todavía pertenecen a los apetitos sensibles. Y es que las
pasiones son actos del apetito humano, en los que el hombre se
comunica con el animal, aunque no coincide completamente
con él, ya que estas pasiones o actos del apetito pueden ser diri­
gidos por la razón (i.e. promovidos o reprimidos) de acuerdo
con lo que conviene para el bien y el fin del hombre.:s La inte­
ligencia y la voluntad se sirven de esos actos para orientar el di­
namismo de la conducta hacia las virtudes, hacia lo virtuoso.
La sensibilidad o apetito sensitivo es entonces regido por la in­
teligencia y la voluntad aprovechándolo para el bien moral.
Son las pasiones desordenadas las que conducen a los vicios y al
mal moral. Por eso las pasiones —que de suyo son neutras mo­
ralmente, simplemente naturales— han de ser bien orientadas
por la inteligencia del hombre, y para ello han de revestirse de
las virtudes, y de esa manera darán normalmente actos propor­
cionados y adecuados al bien o fin que pretenden alcanzar.
Tomás divide las pasiones según las dos clases de apetito sen­
sible que postula en su antropología filosófica, pues en ellas se
incardinan aquéllas, según lo toma de Aristóteles. Ya que las
pasiones son afecciones del ser humano que se transforman en
energía para actuar, es necesario conocer bien sus clases para
poder aprovechar su influjo en el actuar moral. Y las dos clases

* lbid„ I. q. 79. a. 13. c.


10 Cfr. Ídem, Qu. disp. de ventóle, q. 26, a. 2, c.
48 MAURICIO BEUCHOT

de apetito según las cuales se dividen son el apetito concupis­


cible y el apetito irascible, ya que en el hombre hay un impulso
a lo grato y otro a lo arduo, violento o agresivo. En efecto, el
apetito concupiscible tiene como objeto tender a lo agradable
para apropiárselo y rechazar lo desagradable, y las pasiones
que se incardinan en él son: amor y odio, deseo y aversión, gozo
y tristeza. En cambio, el apetito irascible tiene como objeto
tender a lo difícil, para superarlo y vencerlo, y las pasiones que
se incardinan a él son la esperanza y la desesperación, la auda­
cia y el temor, el coraje o la ira.11
Para defender esta clasificación Santo Tomás argumenta di­
ciendo que estas pasiones surgen de las posibles relaciones de
los apetitos con sus objetos. Efectivamente, en el apetito concu­
piscible, el bien, captado de manera simple e inmediata, en­
gendra amor; el mal, que es opuesto al bien, considerado de
manera simple, engendra odio; el bien, considerado como fu­
turo, engendra deseo; el mal, considerado como futuro, en­
gendra aversión o fuga; el bien, considerado como poseído en
el presente, engendra gozo; y el mal, considerado como tenido
en el presente, engendra tristeza. Con ello se muestra una parte
de la clasificación que ha dado Tomás. Para la otra parte argu­
menta asimismo por las relaciones del apetito irascible con
sus objetos —el bien y el mal—, así: en el apetito irascible el bien
arduo ausente, si es posible, engendra esperanza; si es impo­
sible, engendra desesperación; el mal arduo ausente, si es supe­
rable, engendra audacia; si es insuperable, engendra temor; y
el mal arduo presente engendra ira. De esta manera Tomás ar­
guye a favor de la clasificación que ha efectuado de las pa­
siones.112 ,
Pues bien, ya los apetitos y las pasiones determinan ciertos
elementos de la moralidad, que la ética debe tener en cuenta
(pues representan rasgos de la naturaleza humana que deben
ser salvaguardados, pero todo debe hacerse conforme a la recta
razón —pues la razón es la verdadera naturaleza del hombre,
junto con la animalidad —, y en ese sentido deben ser orienta­
das por ella). Pero el influjo de los apetitos y de las pasiones en
el acto humano moral es encauzado por la razón, sobre todo

11 Idem, Summa Theologiae, I II, q. 23, a. 1, c.; Qu. disp. de vertíate, q. 26, a. 4, c.
12 Idem, Summa Theologiae, I II, q. 23, a. 2, c. y a. 4, c.
ÉTICA y JUSTICIA EN TOMAS DE AQUINO 49

mediante las virtudes éticas que se añaden a ellos15 y que de­


penden de la voluntad —orientada por el intelecto.

Las virtudes

¿Qué es una virtud? La virtud, en la filosofía aristotélico-esco-


lástica, tiene dos aspectos: por una parte es el término medio
entre dos extremos; algo puede pecar por exceso o por defecto,
y es virtud si se mantiene en cierto medio o moderación. Este
término medio no debe entenderse como punto equidistante de
dos extremos, es variable, dinámico y continuamente ajustable.
Por otra parte, está el modo como la virtud inhiere en el
hombre, i. e. como hábito. Los hábitos son cualidades que dis­
ponen al sujeto a la acción, ayudando y reforzando a la acción
de una facultad.14 Si los hábitos son buenos —dice Tomás—,
constituyen virtudes; si son malos, constituyen su opuesto, que
son los vicios. Las virtudes son, pues, hábitos que orientan a
obrar bien.
Las virtudes tienen la siguiente división, pueden ser iníelec
Cuales o morales. Las intelectuales perfeccionan la inteligencia.15
Las morales perfeccionan la voluntad. Hay cuatro virtudes
principales, a las que Tomás llama “cardinales”: la prudencia,
la templanza, la fortaleza y la justicia. Santo Tomás ubica la
virtud, al igual que Aristóteles, como término medio equilibra­
do. Pues bien, la prudencia es la puerta y la clave de todas las
virtudes, pues es la virtud que nos hace elegir el medio ade­
cuado, tanto el medio (o moderación) de una acción como el
medio (o instrumento) conveniente a un fin. La templanza mo­
dera al apetito concupiscible, aplicando el dictamen de la pru­
dencia a las pasiones de dicho apetito, evitando excesos y de­
fectos. La fortaleza afianza al apetito irascible, protegiéndolo
contra el temor irracional y contra la temeridad también irra­
cional, y además ayuda al hombre a mantenerse firme en el se­
guimiento de la templanza. Y, finalmente, la justicia inclina a

15 I b id ., q. 24-, a. 2, c.
14/&«*.. q. 55, a. 2, c.
15 C fr. íd e m , In V I E th ic o r u m , lect. 3, n. 1143.
50 MAURICIO BEUCHOT

la voluntad humana a que dé a cada quien lo que le es debido;16


junta a todas las virtudes, polarizándolas hacia el bien común o
social. Nos centraremos, para terminar, en esta última virtud,
a saber, la justicia.

Doctrina de Santo Tomás sobre Injusticia:


su vigencia en la actualidad

Un tema de gran actualidad para nuestra época es el de la jus­


ticia. Me parece que hay algunas ideas de Santo Tomás que
pueden ayudar a la polémica actual sobre la justicia. Argüiré a
favor de una de ellas, a saber, que la justicia es proporcional (y
no unívoca o la misma para todos), al igual que el bien común;
a diferencia de algunos filósofos que han propuesto y manejado
la idea de igualdad sin más.
En primer lugar, trataré de hacer ver cómo se apoya la idea
de Tomás de que la justicia está orientada a lograr el bien co­
mún con equidad proporcional, aludiendo a la naturaleza del
bien común o social. En efecto, el bien común es de suyo el bien
de la sociedad. Pero la sociedad no es un conjunto homogéneo,
sino que sus partes, las personas (y sus grupos), tienen diferen­
tes necesidades y pueden aportar distinta colaboración. Por
tanto, se les ha de aplicar diferentemente el bien común, i.e.
de manera proporcional. No es la misma la necesidad de un
enfermo y la de un sano, la de un niño y la de un adulto, la de un
joven y la de un anciano. Ni pueden ofrecer el mismo traba­
jo o tener la misma participación en la actividad social. En
consecuencia, el bien común no es algo que se reparta “en la
misma cantidad” a todos por igual, exige una igualdad o
equidad proporcional. Pues bien, esta equidad proporcional es
la justicia.
La justicia se aprecia primeramente en sus manifestaciones
exteriores, como una relación equitativa, según proporción,
entre las distintas partes de la sociedad. Se muestra, pues, co­
mo cierta “igualdad proporcional”, en el sentido de no permi-

,6 C/r. ídem, Summa Theologiae, I-II, q.61, a. 2, c. y Qu. disp. de virtutibus cardi­
nal! bus, q. única, a. 1, c.
ÉTICA Y JUSTICIA EN TOMÁS DE AQUINO 51

tir, ya de entrada, esos contrastes tan hirientes como el que se


da cuando muy pocos tienen en abundancia y la mayoría no al­
canza a tener siquiera lo necesario e indispensable. Tal dispari­
dad quedaría eliminada al existir la justicia, sería su primera
manifestación. Y esta manifestación de la justicia, para que sea
propiamente justicia, exige que sea una relación duradera y es­
table entre los hombres, por lo que debe ser un hábito, el cual
la constituye en virtud. Por consiguiente, la justicia es una vir­
tud, y resulta un mérito de la doctrina tomista el haber in­
tegrado la justicia en la misma ontología de la persona, bajo la
forma de un hábito-virtud que rige las relaciones interpersona­
les. Da constancia a esa buena relación entre los seres huma­
nos. Esta permanencia y continuidad del hábito virtuoso que es
la justicia atañe a la voluntad, la cual es un querer conforme a
la razón (la voluntad es un apetito racional, no meramente sen­
sitivo), por lo que se hace con conciencia y libertad. De acuer­
do con ello, como conclusión de todo lo anterior, por la justicia
se concede a todas las personas de la sociedad el lugar o la aten­
ción que les es debida en el orden de la misma. Y se sigue en­
tonces la definición que da Santo Tomás de la justicia: “si se
quiere poner esto en una definición formalmente correcta, se
puede decir que la justicia es el hábito según el cual una perso­
na, impulsada por una voluntad constante y firme, respeta a
cada cual su derecho”,17es decir, da a cada quien el bien que le
es proporcional.
Ahora, en segundo lugar, trataré de hacer ver cómo se apo­
ya la idea de Tomás de que la justicia está orientada al bien co­
mún con una equidad proporcional según las relaciones entre
las personas y la sociedad. De acuerdo con esas relaciones sur­
gen tres tipos de justicia y en todos ellos hay proporcionalidad.
En efecto, la justicia se divide, según Tomás de Aquino, en jus­
ticia general o legal y justicia particular, que a su vez se subdi­
vide en conmutativa y distributiva. La justicia general o legal
rige la ordenación de las personas a la sociedad (ordo partium
ad totum)- la justicia particular rige en primer lugar la ordena­
ción de las personas entre sí dentro de la sociedad (ordo par­
tium ad partes), según la cual surge la justicia conmutativa, y

17 Idem, Summa Theologiae, II-II, q. 58. a ..l, c.


52 MAURICIO BEUCHOT

en segundo lugar rige la ordenación de la sociedad a las perso­


nas (ordo totius ad partes).
El bien común, o el derecho que surge de él y que se ha de
ordenar, es un requisito para la justicia. Y el derecho se ordena
según las relaciones que tienen la sociedad y las personas. Y ta­
les relaciones son la conmutación y la distribución; y en la con­
mutación se debe proteger el derecho del más débil, así como
en la distribución se ha de salvaguardar la proporción ade­
cuada a cada quien. Veamos cómo argumenta el propio Santo
Tomás a favor de la división de la justicia particular en conmu­
tativa y distributiva, tomando a las personas como partes y a la
sociedad como el todo. Surge una doble ordenación que es ob­
jeto de la justicia particular.

La justicia particular se ordena a la persona privada, que se re­


laciona con la sociedad como las partes con el todo. Ahora
bien, el orden a la parte se puede considerar como doble. Uno
es el que se da entre una parte y otra parte: como el orden que
se da entre una persona privada y otra. Y este orden es regido
por la justicia conmutativa, que consiste en las cosas que se
ejercen entre dos personas recíprocamente. Otro orden es el
que relaciona el todo con las partes: como el orden que es co
mún a las personas individuales. Y ese orden es regido por la
justicia distributiva, que distribuye lo común según propor­
cionalidad. Por lo tanto, hay dos especies de justicia, a saber,
conmutativa y distributiva.18

De ello resulta que hay una relación de conmutación y otra


de distribución que forman parte de la justicia. Ahora bien, ni
la conmutación ni la distribución pueden ser unívocos, y han
de ser, por tanto, proporcionales. La conmutación, porque el
derecho debe proteger al más débil o desvalido en las transac­
ciones, pues de otro modo se propiciará el abuso. Asimismo, la
distribución ha de ser proporcional, pues a cada quien la so­
ciedad debe darle según sus necesidades, su trabajo y sus méritos.
A esos tipos de justicia se añade la justicia general o legal,
que también es proporcional. Ella rige la ordenación de las
personas como partes con relación al todo que es la sociedad. Y
esa relación es proporcional. Por consiguiente, también la jus­

18 I b i d . , q. 61, a. 1, c.
ÉTICA Y JUSTICIA EN TOMÁS DE AQUINO 53

ticia general o legal es proporcional. Santo Tomás prueba así


que la justicia general o legal rige la ordenación de las personas
como partes del todo social:

Es manifiesto que todos los que se condenen en una comunidad


se relacionan con la comunidad como la parte con el todo. Y
como la parte en cuanto tal es del todo, se sigue que cualquier
bien de la parte es ordenable al bien del todo. Según esto, el bien
de cada virtud, ya ordene al hombre a sí mismo, ya lo ordene
a otras personas singulares, es referible al bien común, al que
ordena la justicia. Y así los actos de todas las virtudes pueden
pertenecer a la justicia, en cuanto ésta ordena al hombre al
bien común. En este sentido es llamada la justicia “virtud gene­
ral”. Y, puesto que a la ley pertenece ordenar al bien común,
según lo expuesto, se sigue que tal justicia, denominada “gene­
ral” en el sentido expresado, es llamada “justicia legal”, esto es,
por la que el hombre concuerda con la ley que ordena los actos
de todas las virtudes al bien común.19
Además, es una relación proporcional la que entabla la jus­
ticia legal o general. En efecto, si hemos dicho que el bien co­
mún no es unívoco a todas las personas de la sociedad, es evi­
dente que es proporcional.
Todo lo anterior nos aporta, creo yo, una discusión del bien
común y de la justicia como sujetos a la proporcionalidad, que
resulta de interés hoy en día, que tanto se busca la “igualdad”.
Es más difícil mantener el equilibrio y la proporción que la me­
ra univocidad. Inclusive, en el fondo, Tomás sugiere que la
proporción (proportio, proportionalitas) es el término medio
que constituye la virtud misma en su esencia. La prudencia se
hace presente en la justicia porque hay una prudencia del gober­
nante y una prudencia del gobernado que se deben conjuntar
para lograr el justo equilibrio. La templanza se hace presente
porque el control de la ambición por el poder es otro elemento
indispensable para la equidad. Y la fortaleza se hace presente
porque ella es necesaria para que haya constancia en esa volun­
tad de equidad proporcional, i.e. de dar a cada quien lo que le
corresponde. Pues bien, como la virtud de la justicia, en su mo­
dalidad de justicia general o legal, es la que orienta todos los

19 I b t d ., q. 58, a. 5, c.
54 MAURICIO BEUCHOT

actos humanos hacia el bien común con una equidad propor­


cional, se sigue que todas las virtudes morales en cierta manera
convergen y se unen en la justicia general o legal. Tomás lo dice
bellamente:

Puede, no obstante, llamarse justicia legal a cualquier virtud,


en cuanto que es ordenada al bien común por la virtud de que
hemos tratado, que es especial en su esencia, pero general por
su potencialidad; y en este sentido la justicia legal es en su esen­
cia idéntica a toda otra virtud, aunque difiere de ella según la
razón [o según el pensamiento].*0

20Ibid., a. 6, c.
HUME: LA M ORALIDAD Y LA ACCIÓN

MARK PLATTS

Uno de los rasgos, aunque no un rasgo necesario, de un filósofo verdaderamen­


te grande es cometer un error verdaderamente grande: es decir, darle una for­
ma persuasiva y permanentemente influyente a una de esas ideas falsas a las
que se inclina el intelecto humano cuando se ocupa de las categorías últimas
del pensamiento.1

I . El filósofo escocés David Hume murió el veinticinco de agos­


to de 1776. El entierro tuvo lugar cuatro días después. En p a­
labras de su biógrafo E. C. Mossner: “Se había reunido una
multitud en St. David Street para ver pasar el féretro. Se es­
cuchó que alguien dijo: ‘Ah, era ateo’. A lo que un compañe­
ro replicó: ‘Qué importa, era un hombre honesto’."* Y aun
cuando algunos de sus contemporáneos rechazarían este último
juicio,1*3nadie podría negar la excelencia literaria de Hume. Sus
escritos son la prueba definitiva de algo que hoy en día puede
parecer inimaginable: ¡la filosofía puede estar bien escrita!
Sin embargo, su estilo literario no es el motivo principal para

1 P. F. Strawson, “Self, Mind andBody”, en su Freedom andResentment and Other


Essays (Londres, Methuen, 1974), pp. 169-77, en página 169.
1 £. C. Mossner, The Life o f David Hume (Londres, 1954).
3 Por ejemplo el Dr. William Warburton, quien escribid acerca de Hume: . .creo
que nunca conocí una mente más inicua y más propensa a la perversidad pública”. Ci­
tado en E. C. Mossner, “Philosophy and Biography: The case of David Hume”, Philo-
sophical Revt'ew LIX (1950).
56 MARK PLATTS

estudiar las obras de Hume; más bien, las estudiamos porque


su autor tiene, no sólo uno, sino muchos de los rasgos caracte­
rísticos de un filósofo verdaderamente grande. Quisiera empe­
zar por hablar en términos generales acerca de uno de estos
rasgos; tenerlo en cuenta ayudará mucho al lector de Hume.

2. Bajo su superficie de complejidad y diversidad, las investiga­


ciones filosóficas de Hume poseen en común una estructura
metodológica de gran interés. Primero, Hume trata de aislar e
identificar alguna proposición “filosófica” que mucha gente
acepta: la idea de que hay hechos morales y conocimiento mo­
ral, la creencia en la existencia de un dios, la idea de que hay
en el mundo una relación de necesidad causal entre algunos su­
cesos, la creencia de que hay objetos “fuera de la mente” que
persisten aun cuando no son percibidos. A veces no .resulta
muy claro si, según Hume, tales ideas son creaciones “pura­
mente filosóficas” o si representan articulaciones filosóficas
adecuadas de algunas creencias de los seres humanos en gene­
ral o, aun, si representan articulaciones filosóficas inadecuadas
de algunas creencias humanas. Pero todavía más importante es
el hecho de que, en este primer paso de sus investigaciones,
Hume maneja el problema de la identificación de esas ideas de
una manera demasiado ingenua. A veces ésta se corrige más
tarde; pero a veces no.4
En segundo lugar, Hume intenta mostrar que la proposición
identificada carece de toda base filosófica. Este paso negativo
de las investigaciones de Hume posee a menudo una gran
brillantez. Su tratamiento, por ejemplo, del “argument from
design” es definitivo; como dice Bemard Williams, “después de
éste, ya no era necesario que hubiera otro”.5 Otras veces, la ar­
gumentación negativa de Hume no nos puede interesar tanto
en virtud de que se basa en la parte de su “teoría de las ideas”
que sostiene, más o menos, que cada idea simple se deriva de
una impresión de los sentidos o de una impresión de reflexión.

4 Para una discusión estimúlame acerca de cómo “la teoría de las ideas” influye para
que Hume no corrija este defecto en el caso de la creencia en una necesidad causal,
víase BarryStroud,if«m«(Routledge y Kegan Paul, Londres, 1977; traducción espa­
ñola; Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM, 1986), c. x.
5 "Hume on Religión", en D. F. Peáis (comp.), David Hume: A Symposium (Mac-
millan, Londres, 1963). pp. 77-88, en página 85
HUME: LA MORALIDAD Y LA ACCIÓN 57

Este elemento de la teoría de las ideas es crucial en los casos en


que la conclusión a que llega Hume no es solamente que no hay
ningún argumento bueno en favor de la proposición “filosó­
fica”, sino que la proposición no tiene sentido —que no tene­
mos, por ejemplo, ninguna idea de necesidad causal. Pero has­
ta en estos casos Hume nos deja con una tarea muy difícil: la de
elucidar, fuera del contexto de su teoría de las ideas, el supues­
to contenido de esas proposiciones que según Hume carecen
de contenido.
En la tercera etapa de sus investigaciones, Hume se enfrenta
con la siguiente pregunta: dado que cierta proposición carece
de toda base filosófica, ¿cómo puede explicarse el hecho de que
mucha gente cree esa proposición? Las explicaciones que Hume
nos ofrece aquí casi siempre toman la misma forma: una base
en el fenómeno psicológico de la “asociación de ideas”, que es­
tablece ciertos hábitos específicos en la mente humana, junto
con la propensión de la mente humana a proyectarse sobre el
mundo —la famosa propensión de la mente humana a espar­
cirse sobre el muñdo externo como un barniz. Estos elementos
provocan el riesgo, el peligro, de confundir un aspecto de
nuestra realidad psicológica con un aspecto de la realidad no-
mental; sucumbiendo a este riesgo, llegaremos a creer en las
proposiciones “filosóficas”.
Consideremos el caso de la creencia en la existencia en el
mundo de una relación de necesidad causal entre sucesos. Hume
cree que ha mostrado que “no tenemos ninguna idea” de tal re­
lación —no existe ninguna impresión de la cual pudiera deri­
varse esa idea. Hume ofrece una explicación de esta creencia
sin sentido. Observamos algunas conjunciones constantes de ti­
pos de sucesos: siempre que vemos un suceso del tipo A, inme­
diatamente después, y espacialmente contiguo a ese suceso, ve­
mos otro suceso del tipo B. La repetición de tales observaciones
produce una nueva propensión específica en nuestras mentes:
una propensión tal que, cuando en adelante veamos un nuevo
suceso del tipo A , nuestra mente pasará a pensar en, a tener la
cspectativa de, un nuevo suceso del tipo B. Esta propensión es
un aspecto de nuestras mentes: pero provoca el riesgo de que
confundiremos esta “necesidad psicológica”, este mecanismo
mental, con un aspecto del mundo no-mental, con una necesi­
dad causal entre los sucesos en el mundo. Nos es difícil no tener
58 MARK PLATTS

la expectativa de un nuevo suceso del tipo B; por lo tanto, nos


es difícil no pensar que un suceso del tipo B tiene que su­
ceder (objetivamente). Pero si pensamos esto, en realidad no
tenemos ninguna idea de lo que estamos pensando.
Parecería natural decir que en esta tercera etapa Hume nos
presenta su “teoría de la equivocación”; pero si consideramos
ahora el último paso de sus investigaciones —o, mejor dicho,
los últimos tipos de pasos— veremos que, en general, ésta no
sería una descripción muy adecuada. Frente a su propia argu­
mentación anterior, la actitud de Hume es muy diferente en
casos diferentes. A veces —tal vez el ejemplo más claro sea el de
la creencia en un dios— es evidente que Hume cree que no
habría ninguna gran dificultad para nosotros en liberamos de
la creencia “filosófica” y errónea. Hay propensiones naturales
de la mente que, junto con algunas consideraciones sociales
específicas, han producido nuestra creencia errónea; pero nos
es más o menos fácil llegar a rechazar la creencia falsa —en
parte, tal vez, reconociendo la génesis de la creencia en térmi­
nos de algunas propensiones psicológicas y de algunas formas
sociales específicas. (Los estudios antropológicos e históricos
podrían ayudamos en esta tarea práctica de liberación.) En otros
casos, las propensiones naturales que producen las creencias
sin bases son más autosuficientes: para producir las creen­
cias, estas propensiones no requieren ninguna ayuda de formas
sociales específicas. Según Hume, este es el caso de la idea de
necesidad causal. Sin embargo, creo que Hume creía en la po­
sibilidad de que pudiéramos liberarnos de esta idea sin sentido.
Hume propone su famoso “análisis” de la noción de causalidad
basado en la idea de una conjunción constante de tipos de su­
cesos. Es menester reconocer —pace muchos de los críticos de
Hume— que ese análisis es intencionalmente revisionista: no
pretende elucidar nuestra idea “pre-filosófica” de causalidad
debido a la (supuesta) ininteligibilidad de esa idea. Mi suge­
rencia provisional es la siguiente: Hume creía que mediante la
sustitución de su nuevo concepto de “causalidad"-’ —un concep­
to basado en un elemento legítimo dentro de la generación del
viejo concepto defectuoso— podríamos inhibir las propen­
siones naturales que produjeron el viejo concepto cotidiano e
incoherente de causalidad.
Sin embargo, los casos que me parecen más interesantes son
HUME: LA MORALIDAD Y LA ACCIÓN 59

otros. Tomemos el ejemplo del mundo externo, de la creencia


en la existencia de objetos "fuera de la mente” que persisten
aun cuando no son percibidos. Esta idea carece de cualquier
base filosófica: pero se puede explicar la génesis universal de la
creencia en términos de una confusión entre la continuidad de
nuestras percepciones y la idea de una percepción de conti­
nuidad.67Sin embargo, en el momento en que dejamos de pen­
sar en las “justificaciones filosóficas” y en los “argumentos es­
cépticos” —cuando estamos platicando con amigos o jugando
backgammon— la creencia en el mundo externo vuelve. En la
vida cotidiana no podemos liberamos de esta creencia. La creen­
cia versa sobre un asunto tan importante que nuestra “natura­
leza” determina que sigamos creyendo. No es que cerremos los
ojos frente a la duda escéptica: nuestros ojos están cerrados por
naturaleza.’
Es aquí donde aparece con más fuerza el Hume irónico: al
llegar a este punto, en estos últimos casos surge con fuerza la
impresión de que Hume está pensando: “|Y qué bueno que
ocurra así!”
Siempre se dice que Hume es el gran escéptico. En algunos
casos, como ei de la existencia de un dios, esto es sencillamente
correcto. En otros, es correcto pero menos sencillo. Pero en los
casos que más me interesan, la clasificación podría ser engaño­
sa. En el caso del mundo extemo, por ejemplo, me parece que
el blanco del escepticismo de Hume no es ninguna creencia na­
tural, sino una concepción de “justificación filosófica” en tér­
minos de un razonamiento a priori. El blanco de Hume es, por
así decirlo, el mero intento de tratar de “refutar” el escepticis­
mo acerca de la existencia del mundo externo por medio de
“argumentos filosóficos”. Tales argumentos nunca lograrán su
propósito; y toda la discusión es estéril porque nuestra natura­
leza predetermina nuestra creencia auténtica acerca del asunto.
En este sentido, en estos casos, Hume ocupa un lugar promi­
nente dentro de la tradición naturalista en filosofía: una tradi­
ción todavía poco desarrollada, no obstante los esfuerzos de fi-

6 Cfr. P. F. Strawson, “Imaginación and Percepción”, op. cit., pp. 45-65.


7 Cfr. L. Wiccgenstein, Phtlosophtcal Investigations, erad. G. E. M. Anscombe (Ox­
ford, Basil Blackwell: 2a. ed., 1958), p. 224.
60 MARK PLATTS

lósofos tan diversos como Heidegger, Wittgenstein, Quine y


Strawson.8

3. Si ahora, por fin, pasamos a considerar el tratamiento de la


moralidad en las obras de Hume, encontraremos la estructura
de investigación que acabo de describir —junto con algunas de
sus ambigüedades y complejidades.
Una de las principales ideas que Hume quiere examinar es la
tesis de que “las reglas de la moralidad son conclusiones de la
razón” . Tal idea se encuentra con frecuencia en la historia de
la filosofía moral, y era bastante común entre los predecesores
inmediatos de Hume.9 En este caso, es evidente que el conteni­
do de la idea “filosófica" que Hume está estudiando no es ini­
cialmente nada claro; pero, sin embargo, creo que en este caso
Hume si logra aclarar un contenido posible de esa idea durante
el desarrollo de sus argumentos en contra de ella. En efecto,
diría yo, Hume logró un cambio permanente y saludable en
nuestro entendimiento de los términos del debate; además, lo
logró por medio de una aclaración que tiene todavía un gran
interés filosófico.
Primero, Hume distingue claramente entre dos maneras en
que “la facultad de la razón” puede funcionar: por una parte,
empleamos esta facultad en la búsqueda de verdades necesa­
rias, verdades que dicen lo que tiene que ser. Según Hume, las
verdades de este tipo tienen que ver exclusivamente con las re­
laciones entre ideas. “El ámbito apropiado” de este uso de la
facultad de la razón es “el mundo de las ideas”. El conocimien­
to que la razón puede damos en esta área es de tipo a prioñ:
dado que “tenemos” o “poseemos” las ideas pertinentes, pode­
mos llegar al conocimiento del ámbito de las ideas, al conoci­
miento de las verdades necesarias. Pero esto es totalmente dis­
tinto del otro uso de la facultad de la razón; mediante esta se­
gunda manera de emplear la razón, lo que buscamos son ver­
dades acerca del ámbito de las realidades: verdades acerca de
los objetos en el mundo, de sus propiedades, y, especialmente,

8 Cfr. P. F. Strawson, Skepticism and Naturaüsm: Same Varieties (Methuen.


Londres: 1985).
* Çfr- J- 1*. Mackie, Humes Moral Theory (Londres, Routledge y Kegan Paul:
1980). c. II.
HUME: LA MORALIDAD Y LA ACCIÓN 61

de sus relaciones causales. Para Hume, el conocimiento que


podemos tener de estos tipos de verdades es exclusivamente a
posteriorr. sólo por medio de la “experiencia”, de la investiga­
ción empírica, podemos obtener este tipo de información.
A pesar de los defectos en su tratamiento del primer uso de
la facultad de la razón en relación con el mundo de las ideas,10
me parece que la distinción que hizo Hume es fundamental.
Sencillamente, al leer las obras de varios filósofos anteriores a
Hume —y vergonzosamente también las de muchos posteriores
a él—, no sabemos a cuál uso de la facultad de la razón se están
refiriendo cuando usan la palabra “razón”. Pero hay una enor­
me diferencia entre un estado de contradicción y un estado de
ignorancia en relación con un hecho empírico; y hay una enor­
me diferencia, por ejemplo, entre la tesis de que una persona
amoral se contradice y la tesis de que dicha persona ignora una
realidad empírica.
Sin embargo, el argumento de Hume en contra del “ra ­
cionalismo” en ética está dirigido contra el intento de funda­
mentar la moralidad en cualquiera de los dos usos de la facul­
tad de la razón. En resumen, su argumento es el siguiente: nin­
guna conclusión de ia razón, ningún estado de ía facultad de la
razón, podría desempeñar el papel que la moralidad desempe­
ña de hecho en nuestras vidas. Para ver un poco más detallada­
mente la estrategia general de Hume, examinaré su argumento
diseñado para mostrar que “la moralidad no es ninguna cues­
tión de hecho”, un argumento que se concentra en el segundo
uso de la facultad de la razón, su uso empírico; pero será obvio
que esta forma de argumento puede generalizarse contra cual­
quier tipo de “racionalismo” en ética."
Una vez más, el contenido de la tesis pertinente no es de nin­
guna manera diáfano. Si alguien afirma que la moralidad sí es
una cuestión de hecho —o si, más sencillamente, afirma que
hay hechos morales— parece que estaría afirmando una tesis
metafísica: una tesis acerca de (uno de) los tipos de cosas que
hay en el mundo, acerca de (uno de) los tipos de “componentes
del mundo”. Pero semejante manera de “elucidar” la naturale-

10 Cfr. Stroud, op. cit., c.x.


" He dado una descripción más paciente y precisa de este argumento de Hume en
“Hume and Morality as a Matter of Fact".
62 MARK PLATTS

za general de la tesis se basa en algunas de las palabras menos


útiles del vocabulario filosófico; además, y estrictamente rela­
cionado con ese primer punto, no tenemos casi ninguna idea
acerca de cómo se podría decidir directamente, con aigumen-
tos y razones, el valor veritativo de la tesis metafísica. Frente a
estas dificultades, Hume emplea una estrategia que todavía
tiene defensores poderosos: la estrategia consiste, en términos
esquemáticos, en “reducir” la tesis metafísica acerca de los
hechos y los valores morales a una tesis más manejable dentro
de la psicología filosófica.
Muy brevemente, el argumento de Hume es como sigue. De­
cir que algo es un ‘hecho’ no es ni más ni menos que decir que
ese algo es un objeto posible de conocimiento: la categoría de
algo como un hecho está asegurada y agotada por ser un objeto
posible de conocimiento. Pero para que alguien esté en seme­
jante estado de conocimiento en relación con alguna cuestión
específica de hecho o de verdad, conceptualmente sólo se re­
quiere, con respecto a la vida mental de la persona, que su ra­
zón, la parte cognoscitiva de su mente, esté en un estado deter­
minado —tal vez, por ejemplo, sólo sea necesario que la perso­
na tenga la creencia pertinente. Tal estado de conocimiento no
requiere conceptualmente nada específico acerca de su pasión,
la parte conativa o activa de su mente.1* Pero Hume no sola­
mente afirma la distinción intuitiva entre las dos facultades de
la mente, la de la razón y la de la pasión, la facultad cognosci­
tiva y la facultad conativa: también sostiene la tesis clave de
que ningún estado cognoscitivo por sí solo “produce” (‘gives
rise to') un estado conativo: ninguna creencia sola, por
ejemplo, “produce” ni un deseo ni otra pasión. No es meramen­
te que razón y pasión sean dos facultades distintas de la mente
humana, sino que en algún sentido la facultad de la pasión está
aislada de la facultad de la razón. Entonces, que alguien esté
en un estado de conocimiento en relación con alguna cuestión
específica de hecho no requiere conceptualmente que la perso­
na esté en un estado conativo específico ni tampoco tal estado•*

•* El neologismo “conativo" es traducción del término inglés “conative", muy


empleado en literatura filosófica para referirse a lo que es “activo", en cierto sentido
“impulsivo”, en nuestra naturaleza. En español existe el sustantivo “conato”, a cuyo
sentido hay que remitirse.
HUME: LA MORALIDAD Y LA ACCIÓN 65

de conocimiento “produce” ningún estado conativo. Ninguna


cuestión de hecho alcanza por sí sola a nuestras pasiones. Ésta
es la elucidación que nos ofrece Hume de la noción de ‘una
cuestión de hecho’ en términos de su psicología filosófica.
Pero ahora, nos dice Hume, deberíamos acordamos de dos
hechos adicionales. Primero, para que una persona actúe in­
tencionalmente, o para que meramente tenga una razón para
actuar, es necesario que su facultad de la pasión, la parte cona-
tiva de su mente, funcione. Burdamente: para que alguien
realice intencionalmente una acción específica, o para que sim­
plemente tenga una razón para hacer una acción de algún tipo
específico, tiene que ser el caso que el agente tenga algún
deseo tal que crea en una relación apropiada entre el deseo y la
acción o el tipo de acción. Y por lo tanto, ningún conocimiento
de un hecho específico puede por sí solo dar a una persona al­
guna razón para actuar: para que la persona tenga tal razón es
necesario, además, que tenga algún deseo “independiente”.
Segundo, en palabras del propio Hume, debemos reconocer
que “la moralidad tiene una influencia sobre las acciones”, “la
moralidad. . . produce o impide las acciones”. Es decir, para
alguien que acepta una preposición mora!, la proposición tiene
una conexión necesaria, una conexión intrínseca, con sus ac­
ciones. Pero semejante conexión, como hemos visto, está fuera
del alcance de las cuestiones de hecho; por lo tanto, la morali­
dad no consiste en ninguna cuestión de hecho.
A mi parecer, este argumento de Hume es uno de los más
importantes en toda la historia de la ética. Creo —descarada­
mente— que está basado en más de una equivocación; pero
también creo que algunas de las equivocaciones en juego son
verdaderamente grandes errores —ejemplos de “esas ideas fal­
sas fundamentales a las que se inclina el intelecto humano
cuando se ocupa de las categorías últimas del pensamiento”.
En otro trabajo he hablado de uno de estos errores;” en se­
guida hablaré de otro. Pero antes, quisiera terminar el breve
bosquejo de esta investigación ética de Hume.

4. Dado el poderoso argumento que Hume nos presenta, ¿có­


mo se puede explicar la obstinación de los que creen que la mo-15
15 Véase "Hume and Morality as a Macter of Fact" donde analizo y critico la tesis de
que ningún estado cognoscitivo por si solo “produce" (gtves rise to) un estado conativo.
64 MARK PLATTS

ralidad sí es una cuestión de hecho? La explicación histórica­


mente más interesante que Hume nos ofrece es una explicación
de por qué la gente ignora el primero de los hechos adicionales
que mencioné: esto es, de por qué la gente ignora el hecho de que
la acción intencional requiere de una contribución causal por
parte de la facultad de la pasión. Su explicación de esa igno­
rancia es la siguiente: hay algunas pasiones “tranquilas” que
sencillamente no sentimos —no podemos descubrir ni su exis­
tencia ni su eñcacia mediante nuestra capacidad de introspec­
ción. Careciendo de la sensación característica de las pasiones,
nos parecen precisamente como si fueran estados cognoscitivos.
Y cuando producen sus efectos —las acciones intencionales—
nos parece, por consiguiente, que la razón, por sí sola, sí
puede “producir” acciones.
Dije que ésa es la explicación históricamente más interesante
que Hume nos ofrece del error de los “racionalistas”. La razón
es sencilla: podemos ver aquí el precio general que Hume está
dispuesto a pagar para mantener su teoría ética. El precio es
alto: el reconocimiento de las pasiones “tranquilas” implica el
rechazo de uno de los principios fundamentales de su “teoría
de las ideas”, el principio que sostiene que no podemos estar
equivocados acerca de los contenidos de nuestras mentes en un
momento dado.1415 El rechazo sistemático de ese principio
tendría consecuencias de gran repercusión en las demás partes
de la filosofía de Hume.
Por último, Hume nos ofrece, de manera asombrosamente
breve, sus propias ideas positivas acerca de la naturaleza de la
moralidad. Por lo que toca a la explicación de la supuesta co­
nexión necesaria entre la moralidad y la acción. Hume cree
que ha mostrado que es inútil postular más propiedades de los
objetos de nuestro pensamiento moral: tales propiedades obje­
tivas no serían sino más cuestiones de hecho, y por lo tanto no
podrían explicar el carácter “práctico” de nuestro pensamiento
moral. Más bien, lo que se necesita para este fin es algo nuevo
en nosotros.1*Y este algo tiene que estar unido adecuadamente
con nuestra facultad conativa, con nuestra pasión. Lo que

14 Cfr, Stroud, op. cit., p. 164.


15 Cfr. Philippa Foot, “Hume on Moral Judgement”, en D. F. Peáis (comp.), op.
cit., pp. 67-76, en página 74.
HUME: LA MORALIDAD Y LA ACCIÓN 65

Hume postula es un sentimiento distintivo de aprobación mo­


ral. Además, sostiene que este sentimiento es agradable, es gra­
to; incluso nos dice: “No existe espectáculo tan hermoso como
el de una acción noble y generosa, ni otro que nos cause mayor
repugnancia que el de una acción cruel y desleal.”16 De este
modo, cree Hume, se puede explicar nuestra propensión cona-
tiva a hacer aquellas acciones cuya contemplación produce este
sentimiento tan deleitoso; y así se puede explicar la naturaleza
práctica de nuestro pensamiento moral.

5. Según John Mackie, “no hay ninguna indeterminación o fal­


ta de claridad en la tesis principal [de Hume]. Ésta consiste en
que el aspecto esencial de la cuestión, cuando se distingue la
virtud del vicio, o las buenas acciones de las malas, es simple­
mente que la gente tiene sensaciones o sentimientos diferentes
en relación con ellos”.17 Pero, así como nunca es evidente lo
que es evidente, así pocas veces es claro lo que es claro; y yo
creo que esta “tesis principal” de Hume tiene su miga.
No me preocupa en este momento la oscuridad de la natura­
leza semántica de los juicios morales en la teoría de Hume; tan­
to en ia fortuna como en ia adversidad, este asunto tampoco
preocupó a Hume. Tampoco me voy a detener en las dificul­
tades que surgen de la distinción que hace Hume entre las virtu­
des naturales y las virtudes artificiales. Lo que sí quisiera estu­
diar más detenidamente es la “solución” que Hume nos ofrece
a su problema acerca de las relaciones entre moralidad y ac­
ción. Para repetir: esa “solución”, en términos generales, es la
siguiente: sea por naturaleza o por artificio, ver ciertos tipos de
acciones nos produce un tipo especial de placer y ver otros tipos
de acciones un tipo especial de dolor; por lo tanto, sigue la
explicación, tenemos una propensión natural a llevar a cabo
las primeras y a evitar las segundas.
Para entender esa “solución” es importante reconocer el p a­
pel que juega aquí otra creencia de Hume, una creencia que
requiere que su explicación de la supuesta conexión entre mo-

16A Treatise o f Human Nature, ed. Selby-Bigge (Oxford, 1888), p. 470. (Tratado
de la naturaleza humana, Vol. 2, Madrid, Editora Nacional, 1981, p. 692.)
17 Op. cit., p. 64.
66 MARK PLATTS

ralidad y acción tome esta form a.1* Él tenía lo que Barry


Stroud llama “una doctrina monolítica de la motivación”19 se­
gún la cual cualquier cadena de deseos termina con el deseo de
placer o con el deseo de evitar dolor. Para Hume, todas
nuestras motivaciones están basadas en estos deseos naturales;
y si toda motivación es así, la motivación moral es así.
Ahora bien, nadie tiene por qué negar que muchos de los
deseos humanos deberían entenderse en términos de placer y
dolor. Muchos deseos apetitivos, por ejemplo, son desagra­
dables cuando no son satisfechos y su satisfacción, por contras­
te, es agradable, en parte por quitar lo desagradable. Pero como
tesis universal acerca de las motivaciones humanas, la doctrina
de Hume es indefendible;20por lo tanto, no nos da ninguna ra­
zón para sostener que la tesis de Hume acerca de la base moti-
vacional de la moralidad tiene que ser correcta.
Sin embargo, alguien que rechaza la tesis universal de Hume
—una tesis independiente de sus otras ideas generales acerca
de la motivación y la acción— podría sostener que, en el caso
específico de la motivación moral, la tesis es correcta. Pero no
conozco ningún buen argumento que establezca semejante
conclusión; además, la conclusión choca con una intuición
profunda. Supongamos que siempre que vemos una de nues­
tras acciones buenas, sentimos ese placer tan intenso; a pesar
de ello, me parece que la perspectiva del placer no podría cons­
tituir nuestra motivación moral para hacer esas acciones.
Podría ser un efecto secundario muy grato, pero no podría ser
la fuente de una motivación moral. Es cierto que hay muchos
embustes y demasiada hipocresía en lo que la gente dice acerca
de sus motivaciones “morales”; pero el reconocimiento de ese
hecho no requiere de lo que parece ser un cinismo total frente a
toda acción aparentemente moral. En Les Liaisons Dangereuses,
Valmont decide, en un momento dado, que intentará vivir
“moralmente”; luego escribe: “Estaba sorprendido del placer

i* Véase, por ejemplo, Enquiñes Concemmg Human Lfnderstanding and Concern-


tng Ihe Principies ojMoráis, ed. Selby-Bigge (Oxford, 1902), p. 29S.
19 Op. cit., pp. 169-70.
20 Véase, por ejemplo, la distinción de Stephen Schiffer entre ‘‘razón-produciendo
deseos" y ‘‘razón-guiando deseos” en ‘T h e Paradox of Desire", American Philosophi-
cal Quarterly (1975), pp. 195-203; y cfr. Platts, “The Object of Desire", Crítica XVII
(1985), pp. 3-28.
HUME: LA MORALIDAD Y LA ACCIÓN 67

derivado de hacer el bien, y ahora estoy tentado a pensar que


lo que llamamos gente virtuosa tiene menos derecho al mérito
que el que tendemos a creer.” Su observación tiene doble filo:
reconoce que una teoría al estilo de Hume püede explicar
muchas de las acciones aparentemente morales; y, sin embar­
go, reconoce que debido precisamente a ese hecho, las acciones
así explicadas no son dignas de mérito.
Todo esto no es nada más que la expresión de una intuición
que va contra la teoría de Hume; de ninguna manera podría
considerarse un argumento anti-humeano. Pero es posible que
Hume compartiera esta intuición. Una pregunta interesante es
la siguiente: ¿por qué insistió tanto Hume en el carácter distin­
tivo de los placeres y dolores que, según él, constituyen la base
de la motivación moral? Una posibilidad es que, aun dentro de
los términos de su teoría monolítica de la motivación, Hume
quiso guardar las distancias entre la motivación moral y otros
tipos de motivación con el fin de evitar la acusación de cinis­
mo. (Otra posibilidad, distinta pero relacionada, es que quiso
incorporar la doctrina tradicional de que las razones morales
pesan más que otros tipos de razones para actuar.) De esta m a­
nera, Hume podría haber tratado de conservar una concepción
de la dignidad o sublimidad de la moralidad —para expresar
semejante concepción en términos muy poco huméanos. Según
la teoría así entendida, la motivación moral no está basada en
la búsqueda del mero placer, sino en la búsqueda de un tipo
distintivo de placer: el hombre moral es distinto del simple
amante de los placeres.
Sin embargo, no es nada obvio que esta estrategia realmente
capte la intuición desafiante. Para mostrar la “naturalidad” de
las motivaciones morales, es crucial para Hume que la produc­
ción del supuesto placer distintivo no dependa de la existencia
del pensamiento de que uno ha hecho lo correcto; pero sin esa
addenda prohibida, la motivación moral todavía está basada
en la búsqueda del placer máximo natural de uno, y esa es la
idea que choca con la intuición profunda. (Nótese que la mis­
ma dificultad surge en relación con las teorías que intentan
fundamentar la motivación moral en términos de la búsqueda
de la felicidad-, nótese también que Hume no puede disponer
de las maniobras teístas que pretenden superar la dificultad.)
De todos modos, la estrategia de Hume enfrenta otros proble­
68 MARK PLATTS

mas graves. Solamente mencionaré dos: ¿cuál es el argumento


para la tesis clave de que, ante la perspectiva de cualquier pla­
cer, uno tiene que tener, o simplemente uno siempre tiene, la
propensión apropiada a actuar? Y ¿cómo se distingue el su­
puesto tipo especial de placer (o dolor) que es la base de la mo­
tivación moral? La primera pregunta es crucial para un enten­
dimiento de la relación, imprescindible para los propósitos de
Hume, entre el sentimiento distintivo de aprobación moral y
nuestra propensión conativa a hacer aquellas acciones cuya
contemplación produce tal sentimiento. La segunda pregunta
es aún más problemática. Dada su teoría de las ideas, la con­
testación oficial de Hume debería ser que el tipo de placer se
distingue por el modo como se siente. Pero su realismo triunfó
sobre la teoría oficial: Hume reconoció que, por una u otra ra­
zón, la gente puede equivocarse acerca de la naturaleza de sus
placeres y dolores. Al ver que una persona es castigada, puedo
creer que mi placer surge de la justicia del castigo aun cuando
para la producción de mi placer sea esencial el hecho de que
creo que la víctima es un enemigo mío. Esto representa un
aspecto de un auténtico problema para cualquier teoría fi­
losófica de la moralidad: el problema de identificar ia materia
de la teoría. Pero el problema es particularmente difícil para una
teoría del estilo de la de Hume. Todas las maneras obvias de
tratar de solucionar la dificultad —sea en términos del “punto
de vista” desde el cual se hacen los juicios morales o en térmi­
nos del contenido de tales juicios, de sus “objetos” —, amena­
zan la tesis clave de que la moralidad no es ninguna cuestión de
hecho.81

6. Una de las mayores contribuciones de Hume es haber puesto


en el centro del escenario filosófico el fenómeno de la naturale­
za práctica de la moralidad, junto con su insistencia tácita en
la necesidad metodológica de examinar ese fenómeno dentro
de una psicología filosófica adecuada. Hasta ahora me ha inte­
resado principalmente mostrar que la psicología filosófica que
emplea Hume plantea graves problemas; de aquí en adelante
me ocuparé más de la cuestión general de la elucidación del fe­
nómeno de la conexión entre la moralidad y la acción.21

21 Cfr., por ejemplo, Stroud, op. cit., pp. 188-192.


HUME: LA MORALIDAD Y LA ACCIÓN 69

Por lo general, Hume no tiene ninguna tendencia a repetirse


ni es evidentemente impreciso en la explicación de sus propias
ideas; sin embargo, el caso de la moralidad y de la acción
infringe esta regla general. Los siguientes pasajes son típicos:

Si no fuera porque la moralidad tiene ya por naturaleza una


influencia sobre las acciones y pasiones humanas, sería inútil que
nos tomáramos tan grandes esfuerzos por inculcarla. . .; la ex­
periencia ordinaria. . ., nos muestra a los hombres frecuente­
mente guiados por su deber y disuadidos de cometer alguna ac­
ción por estimarla injusta, mientras se ven inducidos a realizar
otras por creerlas obligatorias.**
La finalidad de toda especulación moral es enseñamos nuestro
deber; y, por medio de representaciones adecuadas de la defor­
midad del vicio y la belleza de la virtud, obtener hábitos corres­
pondientes, y comprometemos a evitar el uno y a abrazar la
otra. . . Lo que es honorable, justo, favorecedor, noble, gene­
roso, se apodera del corazón, y nos anima a abrazarlo y mante­
nerlo.2
23

Sin embargo,

. . .la virtud heroica, siendo tan poco común, es tan poco natu­
ral como la brutalidad más salvaje.24

Así, el propósito de nuestro pensamiento moral es modificar


nuestro comportamiento mediante la modificación de nuestros
“hábitos”; a veces este pensamiento logra ese propósito, pero no
siempre; y las exigencias extremas de la moralidad pocas veces
logran su propósito. Todo esto me parece más o menos correc­
to; pero decir esto no es decir nada muy útil ni nada muy exacto
acerca de la naturaleza práctica de la moralidad.
Por regla general, es difícil producir en filosofía una descrip­
ción útil y exacta de un fenómeno en términos que no presu­
pongan alguna teoría acerca del fenómeno. Y éste es el caso
aquí: las ideas más interesantes de Hume acerca de la naturale-

22 Treatise, op. cit., p. 457 (p. 674).


23Enquiries, op. cit., p. 172.
24 Treatise, op. cit. , p. 475 (p. 697).
70 MARK PLATTS

za práctica de la moralidad ocurren en el siguiente pasaje co­


nocido:

Sea el caso de una acción reconocidamente viciosa: el asesinato


intencionado, por ejemplo. Examinado desde todos los puntos
de vista posibles, a ver si podéis encontrar ese hecho o existen­
cia a la que llamáis vicio. . . Mientras os dediquéis a considerar
el objeto, el vicio se os escapará completamente. Nunca podréis
descubrirlo hasta el momento en que dirijáis la reflexión a
vuestro propio pecho y encontréis allí un sentimiento de de­
saprobación que en vosotros se levanta contra esa acción.45

Así, según Hume, cada vez que alguien acepta sinceramente


un juicio moral acerca de una acción ya ejecutada —cada vez
que tiene un pensamiento moral o una “idea” moral acerca de
semejante acción— también tiene un sentimiento (grato o de­
sagradable, según el caso) dirigido hacia el objeto del juicio.
Por lo tanto, según Hume, cada vez que alguien acepta since­
ramente un juicio moral acerca de una acción hasta ahora no
ejecutada, tiene la perspectiva de un sentimiento (grato o de­
sagradable), el cual tendría al ver la acción, si ésta fuera ejecu­
tada. Frente a esa perspectiva, según Hume, la persona tendrá
un deseo correspondiente —el deseo de que la acción sea ejecu­
tada en el caso de que el sentimiento haya de ser grato, el deseo
de que la acción no esté ejecutada si el sentimiento ha de ser
desagradable. Por lo tanto, cada vez que alguien acepta since­
ramente un juicio moral acerca de una acción posible, también
tiene un deseo, una pasión, dirigido hacia el objeto del juicio.
(Algunos filósofos de este siglo han sostenido una tesis más
fuerte: buscan conectar necesariamente un juicio moral since­
ro con una acción correspondiente. Pero no encuentro seme­
jante tesis en las obras de Hume; tampoco veo ninguna razón
por la que Hume tendría que defender una tesis tan fuerte; y
todas las tesis de este tipo me parecen claramente falsas.)
Una vez más, ciertas consideraciones complican forzosamen­
te el entendimiento y la valoración de la tesis de Hume. Es bien
sabido que es difícil explicar, dentro de los términos de la teo­
ría de las ideas, cómo la perspectiva de un sentimiento podría 25

25 Treatise, op. cit., pp. 468-9 (p. 668).


HUME: LA MORALIDAD Y LA ACCIÓN 71

producir el deseo correspondiente.*6Menos sabidas son algunas


complicaciones que surgen en virtud de la concepción de
Hume de lo que es un deseo. En todos los empiristas británicos
de su época, se pueden distinguir tres elementos en la concep­
ción “oficial”. Primero, conforme a la teoría de las ideas, el
concepto de deseo es "una idea simple de reflexión”: si alguien
quisiera saber qué es un deseo, tiene que recurrir a la intros­
pección, tiene que “ver dentro de su propio pecho” en el mo­
mento en que tenga un deseo. Pero “oficialmente” no es nada
difícil descubrir de esta manera qué es un deseo: por el supues­
to hecho de que cada vez que alguien tiene un deseo, hay “algo
introspectible” abierto a tal descubrimiento. Segundo, un de­
seo es una propensión a actuar, una tendencia a tratar de con­
seguir el objeto de deseo. Y tercero, los deseos, a diferencia de
las creencias, no son actitudes proposicionales, no contienen
ninguna “calidad representativa”. Un deseo es algo introspec­
tible que constituye una propensión a hacer algo, es una fuerza
introspectible que nos mueve: no contiene ninguna representa­
ción de ningún estado de cosas, sea el estado real o meramente
imaginable.
Esa concepción de lo que es un deseo me parece totalmente
“natural” —y totalmente equivocada.*7 Pero lo importante
ahora es lo siguiente: contando con la concepción “oficial”, la
tesis de Humé implica que cada vez que alguien hace un juicio
moral sincero acerca de una acción posible, hay "en su propio
pecho” una fuerza introspectible. Y esa consecuencia, que
muchos filósofos han defendido durante este siglo, me parece fal­
sa. Además, estoy seguro de que al propio Hume le parecía
falsa: por ello, abandonó un elemento clave de la teoría de las
ideas al postular las pasiones tranquilas. Una vez más, su realis­
mo triunfó sobre su teoría “oficial”. Pero después de ese triun­
fo, ¿cuál es el contenido de la consecuencia de su tesis? Es úni­
camente éste: cada vez que hacemos un juicio moral sincero
acerca de una acción posible, tenemos una propensión a actuar
de la manera correspondiente. Con cualquier tesis de este tipo,*

** Véase Stroud, op. c i í pero cfr. Píaus, “Hume and Morality as a Matter of Fact”.
op. cit.
** Véase, por ejemplo, Platts, “The O bjectof Desíre", op. cit., y Platts, “Desire and
Action”, Nota (1986), pp. 143-155, para algunas criticas de los últimos dos elementos.
72 MARK PLATTS

es menester preguntar: “¿cuándo, bajo qué circunstancias, se


realizará la supuesta disposición?” En otro trabajo he sostenido
que no hay ninguna contestación “informativa” a esa pregunta
en relación con la consecuencia de la tesis de Hume;28 por lo
tanto, me parece que la consecuencia de su tesis no tiene signi­
ficado real. Pero tampoco ayudará Hume en la búsqueda de
un contenido si tenia yo razón al sostener que el tercer elemen­
to dentro de la concepción “oficial” de lo que es un deseo real­
mente no se encuentra en la filosofía de Hume, sino sólo en una
interpretación ortodoxa de Hume:29 aunque Hume reconozca
que los deseos sí son actitudes preposicionales, ese reconoci­
miento no podrá de ninguna manera servir para distinguir los
deseos dentro de la clase general de actitudes preposicionales.

7. Un entendimiento de la teoría moral de Hume nos propor­


cionaría una descripción exacta de sus ideas acerca de las rela­
ciones entre las siguientes cosas:

(i) Las calidades o propiedades objetivas de las acciones


que son los objetos de (algunos de) nuestros juicios mo­
rales;
(ii) nuestros sentimientos de placer (o dolor) al contemplar
las acciones que son los objetos de (algunos de) nuestros
juicios morales;
(iii) nuestros deseos en relación con algunas acciones po­
sibles; y
(iv) nuestros juicios o “ideas” morales.

Ahora quisiera cambiar el enfoque para examinar algunos


aspectos del papel de (i) dentro del sistema de Hume.
En este contexto hay en las Enquiñes dos pasajes instructi­
vos. Primero, Hume nos dice:

Extinguid todos los sentimientos y las predisposiciones a favor


de la virtud, y toda repugnancia o aversión al vicio: haced a los
hombres totalmente indiferentes hada estas disdndones; y la

29 CJr. Pía tes, “Desire and Action”, op. cit.


29 En “Hume and Morality as a Matter o í Fací”, op. cü.
HUME: LA MORALIDAD Y LA ACCIÓN 73

moralidad ya no es un estudio práctico, ni tiene la tendencia a


regular nuestras vidas y acciones.50

Y más adelante nos dice:

Una muy pequeña variación del objeto, aun ahí donde se con­
servan las mismas cualidades, destruirá un sentimiento. Así, la
misma belleza, transferida al sexo opuesto, hace que no exista
una pasión amorosa cuando la naturaleza no está extremada­
mente pervertida.51

£1 primero de estos pasajes parece sostener que alguien


podría ser competente en el uso de nuestro vocabulario moral
aun cuando para él no hubiera ninguna conexión entre los
juicios morales y sus sentimientos y deseos. Esto es: alguien
podría ser competente extensionalmente en el uso de nuestras
palabras morales aun cuando su uso de esas palabras no tu ­
viera ninguna relación con sus sentimientos y deseos. Pero este
pasaje parece sostener también que semejante uso de nuestro
vocabulario moral sería todavía un uso moral.
De todos modos, nosotros no somos as! y nuestro uso del vo­
cabulario moral no es así; por lo tanto para nosotros la morali­
dad no es ninguna “cuestión de hecho”. Pero ¿cuál es precisa­
mente para nosotros la relación entre la moralidad y las “cues­
tiones de hecho"? El segundo de los dos pasajes parece sostener
que la relación es algún tipo de superveniencia: nuestros senti­
mientos y deseos morales son supervinientes en las calidades o
propiedades objetivas de las acciones, en el sentido de que no
hay ninguna diferencia en nuestros sentimientos y deseos sin
una diferencia en las calidades o propiedades objetivas de las
acciones que provocan tales sentimientos y deseos.
Este grupo de doctrinas provoca algunas preguntas muy difí­
ciles. ¿Es la supuesta competencia extensional verdaderamente
posible? ¿No depende nuestro uso del vocabulario moral, por
lo menos en algunos casos difíciles, de nuestros sentimientos y
deseos? Si eso es así, y si alguien carece de semejantes senti­
mientos y deseos ¿cómo podría esa persona tener la supuesta301*

30 Op. cü., p. 172.


31 Op. cit., nota 1, p. 213. No me preocupo en este trabajo por la concepción que
manifiesta Hume de lo que es “una muy pequeña variación del objeto”.
74 MARK PLATTS

competencia extensional si no fuera verdadera una tesis más


fuerte que la tesis de superveniencia mencionada —esto es, la
tesis de que hay una equivalencia extensional entre nuestros ti­
pos de sentimientos y deseos morales, por una parte, y tipos
de calidades o propiedades objetivas? Y finalmente, ¿en qué
sentido podría ser el supuestamente posible sistema no-práctico
de pensamiento moral un sistema de pensamiento moral? ¿Cómo
se puede reconciliar cualquier contestación a esa última pre­
gunta con la tesis clave de que la moralidad no es ninguna
“cuestión de hecho”?
Otra manifestación de la grandeza de Hume es que hoy en
día estas preguntas todavía son los centros de fuertes debates
dentro de la filosofía moral.

8. Cualquier “hecho” puede, en combinación con un deseo an­


tecedente, “producir” un nuevo deseo. Mi reconocimiento del
hecho de que va a llover puede, junto con mi deseo de no m o­
jarme, “producir” por ejemplo un deseo de no salir de mi casa.
Pero esa generación no muestra que la lluvia no es ninguna
“cuestión de hecho”.
A veces Hume escribe como si ese modelo de la generación
de deseos nuevos fuera el modelo adecuado para entender la
generación de los deseos morales. Tenemos naturalmente un
deseo general para conseguir el placer y evitar el dolor; este de­
seo general, junto con la creencia de que sentiremos placer al
contemplar cierto tipo de acción, puede “producir” un deseo
de hacer acciones de ese tipo. De acuerdo con esto, la diferen­
cia entre la teoría de Hume y la teoría contemporánea de Phi-
lippa Foot se basa solamente en una diferencia acerca de la es­
pecificación del deseo general que supuestamente genera los
deseos morales.
La maestra Foot nos dice:

. . .puesto que las cualidades morales son cualidades necesarias


si los hombres han de estar bien en un mundo eri el que denen
miedo, están tentados por el placer y propensos a lastimarse
más que a ayudarse mutuamente, necesitan las virtudes como
necesitan salud o fuerza o la capacidad de hacer planes com u­
nes. Esta conexión general entre cosas tales como valor,
templanza y justicia, y bien hum ano, es suficiente para explicar
HUME: LA MORALIDAD Y LA ACCIÓN 75

por qué la gente está con frecuencia influida por considera­


ciones sobre la moralidad. No e s tá n e c e sa ria m e n te influida, co­
mo Hume debió saberlo. Por tanto, no es necesario postular un
sentimiento especial para explicar por qué las observaciones
sobre la virtud ejercen una influencia sobre la voluntad. . .“

Según Foot, los seres humanos tienen, independientemente


de las consideraciones estrictamente morales, el deseo de que
sus vidas “vayan bien”, tienen un interés previo en “el bien hu­
mano”. Semejante deseo, junto con algunas consideraciones
acerca de la “condición humana”, puede conducir a deseos vir­
tuosos. Pero tales deseos son tan mundanos como, por ejemplo,
el deseo de hacer ejercicio para mantener un buen estado de
salud. Además, todos sabemos —por lo menos yo lo sé — que
hay gente que no se preocupa mucho por su salud. La cone­
xión entre un juicio específico acerca de cómo se puede mante­
ner un buen estado de salud y un deseo de actuar de la manera
correspondiente, es contingente. Sin embargo cuando el deseo
general de que su vida “vaya bien” traba con sus juicios acerca
de la manera de mantener un buen estado de salud para con­
ducir a los deseos específicos pertinentes, no hay nada miste­
rioso, nada fuera de este mundo, en los deseos que resulten. A
veces surgen los deseos mundanos específicos, a veces no.
El mismo Hume se acerca a esta concepción “funcionalista”
de las virtudes en el siguiente pasaje:

El celibato, el ayuno, la penitencia, la mortificación, la abne­


gación, la humildad, el silencio, la soledad, y toda la serie de
virtudes monacales, ¿por qué razón son rechazadas en todo
lugar por hombres sensatos, si no es porque no sirven para
nada?. .

Pero esta concepción, y la teoría general detrás de la concep­


ción, tiene sus dificultades. Tal vez la más grave se basa en la
siguiente pregunta: ¿hasta qué grado es inteligible la idea de
“bien humano”, de una vida que “va bien”, fuera del contexto
de las ideas morales propias? (En la teoría de Hume, la pregun-

32 Op. cit., pp. 75-6.


33 Enquiñes, op. cit., p. 270.
76 MARK PLATTS

ta correspondiente está oculta —o no contestada— bajo la idea


del sentimiento especial del placer (o dolor) moral.) Una difi­
cultad de otro nivel es saber si la teoría de Foot requiere que
sea posible que alguien tenga una competencia extensional en
el uso de nuestro vocabulário moral aun cuando para él no
habría ninguna conexión de ningún tipo entre sus juicios “mo­
rales” y las razones para actuar.
Pero no tenemos por qué detenemos ahora en esas dificulta­
des. Si esa fuera la interpretación correcta de esta parte de la
teoría de Hume, esa parte chocaría de inmediato con su tesis
clave de que la moralidad no es “cuestión de hecho”. Según esa
interpretación la moralidad sí sería una “cuestión de hecho”:
una cuestión acerca de cuáles acciones nos dan placer (o dolor)
al contemplarlas. La conexión con la acción surgiría, como en
el caso de la lluvia, gracias a un deseo antecedente: en este caso,
el deseo de conseguir el placer y evitar el dolor.

9. Lo que Hume necesita para los fines de su argumento contra


la idea de que la moralidad es una “cuestión de hecho” es algo
como lo siguiente: la tesis de que hay una conexión entre cual­
quier p en sam ien to m o ra l y un deseo correspondientez t ic Lc p e n

dientemente de cualquier otro deseo que tenga la persona que


tiene el pensamiento moral. Tal vez la forma más humeana
de tratar de establecer esa tesis sería la siguiente: por medio de
identificar, por lo menos en parte, el pensamiento moral con el
deseo correspondiente. Hacer un juicio moral es, por lo menos
en parte, tener un deseo correspondiente, independientemente
de cualquier otro deseo.
Esa tesis representa una contestación fuerte al problema
contemporáneo acerca del “intemalismo” en la moralidad —el
problema de las conexiones entre apreciar moralmente y desear.
Afortunadamente la tesis es lógicamente independiente de la
concepción equivocada de Hume de lo que es un deseo (cfr. § 6);
menos afortunadamente, requiere el rechazo del primero de
los pasajes citados al principio de § 7 como una aberración por
parte de Hume. Pero más importante es el siguiente problema:
¿cómo puede reconciliarse esta tesis de Hume con su teoría
“monolítica” acerca de la motivación humana?
El deseo general de conseguir el placer y evitar el dolor no
puede jugar ningún papel en la generación de los deseos mora­
HUME: LA MORALIDAD Y LA ACCIÓN 77

les {pace la interpretación rechazada en § 8). Pero, entonces,


¿qué es la conexión entre los deseos morales y el deseo general?
Una sugerencia interesante es la siguiente: nuestra atribución
del deseo general como el deseo que ocurre en todos los casos
de la motivación humana es, en relación con los casos de la mo­
tivación moral, una atribución no explicativa sino derivativa.
Esto es, la atribución en esos casos tiene que ser entendida co­
mo análoga a la atribución, en algunas teorías contemporáneas
no-humeanas, de un deseo aun en los casos donde el deseo atri­
buido no es la fuente de la motivación del agente.54 Por ejem­
plo, John McDowell escribe:

Supongamos, por ejemplo, que explicamos la ejecución de cier­


ta acción de una persona, atribuyéndole el conocimiento de un
hecho que hace posible (según él) que actuar de esa manera sea
conducente a su interés. Hacer alusión a su creencia sobre los
hechos, puede bastar —en sí mismo— para mostramos el as­
pecto favorable bajo el cual le apareció su acción. Sin duda, le
atribuimos un deseo apropiado, tal vez para su propia felicidad
futura. Pero el compromiso del adscribirle tal deseo es simple­
mente consecuente con el hecho de que sostengamos que actúa
como lo hace en virtud de la razón citada; el deseo no opera co­
mo un componente independiente extra en una especificación
completa de su razón, omitido hasta ahora en virtud de una
elipsis comprensible de lo obvio, pero estrictamente necesaria
para mostrar cómo es que la razón puede motivarlo. Bien
comprendida, su creencia produce eso por sí misma.55

Esta teoría extraordinariamente interesante provoca algunas


preguntas fascinantes. La más obvia es: ¿por qué deberíamos
insistir en la atribución derivativa de un deseo aun cuando ese
deseo no sea la fuente de la motivación del agente? Cualquier
contestación a esa pregunta presupondrá una contestación a 845

84 Véanse, por ejemplo: Thomas Nagel, The Possibüity o f AItruism (Oxford: 1970),
pp. 29-30; John McDowell, "Are Moral Requirements Hypothetical Imperatives?”,
Proceedmgs o f the AristoteUan Society, Supp. Vol. 52 (1978), pp. 13-29; McDowell,
"Virtue and Reason”, The Monist 62 (1979), pp. 331-350; McDowell, "Non-
Cognitivism and Rule-Following”, en Hoetzman y Leich (comps.), Wittgenstein: to
FoZ/ouj a Rute (Routledgc y Kegan Paul, Londres: 1981), pp. 141-162; yPlatts, "Moral
Reality and the End of Desire”, en Platts (comp.), Reference, Truth and Reality
(Routledge y Kegan Paul, Londres: 1980), pp. 69-82.
85 "Are Moral Requirements Hypothetical Imperatives?”, op. cit., p. 15.
78 MARK PLATTS

otra pregunta: <¡qué deseo deberíamos atribuir derivadamente


al agente? Si tuviéramos respuestas a esas preguntas, luego
podríamos examinar la plausibilidad de una extensión de la
teoría en relación con la teoría de Hume. De este modo
podríamos considerar la posibilidad de una interpretación del
“intemalismo” de Hume que no choque de inmediato con su
rechazo de la tesis de que la moralidad es una “cuestión de
hecho”. Al seguir este camino nos daríamos cuenta, una vez
más, de la extraordinaria vigencia actual de las ideas de Hume
—una vigencia que no surge solamente de sus verdaderamente
grandes errores, sino también de su verdaderamente grande
sensibilidad, para los problemas auténticamente filosóficos.3656

56 Estoy muy agradecido a Raúl Orayen por su lectura cuidadosa de una versión an­
terior de este trabajo, especialmente en relación con el tema de las últimas tres sec­
ciones de esta versión final.
NOTAS SOBRE LA CO NCEPCIÓ N M ORAL
DE K A N T

J uan R ebolledo G out

Un objetivo fundamental de Kant, explícitamente expresado


en los Fundamentos de la metafísica de las costumbres, es for­
mular y establecer el principio supremo de la moralidad, y ha­
cerlo de una manera apropiada para la metafísica de la moral.
Esto significa que la investigación debe ser ¡¡evada a cabo de
una manera distintiva y diferente de otros tipos de investiga­
ción. En particular, no incluye referencias especiales a elemen­
tos de la psicología humana o aplicaciones de los primeros
principios de la moral a la vida cotidiana de los seres humanos.
Kant nos dice que los Fundamentos es una introducción a la
metafísica de la moral que publicó una década después. No se
trata de una introducción a la segunda Crítica, aunque sus ob­
jetivos sean semejantes a los de ese libro. El objetivo de la se­
gunda Crítica es mostrar la unidad de la razón práctica con la
razón teórica en un principio común; Kant piensa que sólo
puede existir una y la misma razón, que se expresa a través de
principios diferentes y especializados de acuerdo con su aplica­
ción (ya sea al conocimiento de los objetos o aplicado a la pro­
ducción de objetos de acuerdo con una concepción formulada
a priori de éstos). Llevar a cabo dicho objetivo habría obligado
a Kant a tratar asuntos que quería evitar en una introducción,
razón por la que llamó a su libro Fundamentos, en lugar de
Crítica de la razón práctica pura, texto que nunca escribió.
En estas notas quisiera comentar varias ideas relevantes para
80 JUAN REBOLLEDO GOUT

entender la concepción moral de Kant. Entre ellas, fundamen­


talmente, la idea de la unidad de la razón; la del papel de la
razón práctica; la de la estructura de los motivos y los deseos y,
sobre todo, la del procedimiento del imperativo categórico. No
pretendo, por razones obvias, hacer un recuento completo, o
siquiera profundo, de ninguno de estos importantes temas. El
objetivo es otro: hacer comprensible, a partir de ciertas ideas
fundamentales, la lectura de las varias obras en donde Kant
expresa su teoría moral.

1. La unidad de la razón

Ésta es sin duda una de las nociones más importantes en la


filosofía crítica de Kant. Bertrand Russell1 distingue entre dos
tipos de motivos que hacen que nos planteemos preguntas filo­
sóficas: aquellos que derivan de la religión y la ética, y aquellos
que derivan de las matemáticas y la ciencia. Russell incluye a
Aristóteles y a Kant entre quienes fueron poderosamente
influidos por ambos motivos. Creo que estaba en lo correcto.
Sin embargo, Kant hubiera rechazado la convicción de Russell
de que los motivos éticos y religiosos deben dejarse de lado
cuando se quiere descubrir la verdad filosófica y también
rechazaría que la filosofía se inspira principalmente en la
ciencia.
Para Russell, la doctrina de Kant sobre la fe razonable era
un intento enmascarado de legislar para todo el universo sobre
la base de nuestros deseos presentes.* Frente a objeciones como
éstas, Kant diría que nuestros juicios morales puden ser ge-
nuinos trabajos de la razón y que no deben tomarse como ex­
presiones sofisticadas de nuestros deseos naturales, ni como ins­
trumentos para lograr fines en la competencia con los demás
hombres. Así, para Kant existen dos formas de razonamiento,
y es un requisito de la razón misma que estén unificadas en un
esquema coherente. Para que esto sea posible, la razón prácti­
ca pura, que tiene primacía bajo ciertas condiciones especiales,12

1 Véase El método científico en la filosofía, 1914.


2 Véase Misticismo y lógica, 1917.
LA CONCEPCIÓN MORAL DE KANT 81

debe respetar los intereses legítimos de la razón teórica (especu­


lativa). Por otro lado, para Kant parece no ser importante res­
ponder a la pregunta de por qué debe uno ser moral. Kant par­
te del hecho de que hemos llegado al momento en que somos
conscientes de estar influidos por consideraciones morales cuya
naturaleza especial reconocemos intuitivamente, y busca, entre
otras cosas, dejar claramente asentado el supremo principio de
la moralidad, que considera se encuentra implícito en nuestro
pensamiento moral cotidiano.
Kant piensa que una vez que veamos con toda lucidez y clari­
dad lo que es este principio y cómo se conecta con la unidad de
la razón, adquirirá poder y estabilidad suficientes para influir
sobre toda nuestra vida, en virtud del fuerte interés práctico
que tenemos en dicho principio como seres racionales y razo­
nables. La filosofía moral kantiana es un intento por estable­
cer estas convicciones de una manera contundente y clara y, de
este modo, afianzar nuestra alianza con la ley moral.
Kant define la voluntad de la siguiente manera:

Toda la naturaleza trabaja de acuerdo con leyes. Sólo un ser


razonable tiene el poder de actuar de acuerdo con su concep­
ción de ley (esto es, de acuerdo con principios); y por tanto sólo
[seres razonables] tienen voluntad. Siendo que la razón es nece­
saria para poder derivar acciones de los principios, la voluntad
no es más que razón práctica.5

De este modo, la voluntad no es más que el poder de actuar


de acuerdo con los principios de la razón práctica. Bajo este su­
puesto, resulta pertinente distinguir entre: a) la voluntad como
un poder de escoger (el poder de actuar —o no actuar— a par­
tir del principio de la razón práctica), y b) la razón y los princi­
pios de la razón, donde de nuevo distinguimos entre la capaci­
dad de razonar (como facultad del razonamiento) y los prin­
cipios de la razón (como ley moral). Con estas distinciones en
mente podemos entonces separar la voluntad como poder de
escoger, y la razón como facultad y como principios.
Ahora bien, Kant no hace esas distinciones; de hecho, fre­
cuentemente parece que ve el poder de escoger, la capacidad
de razonar e incluso los principios de la razón, como si fuesen3
3 Fundamentos, capítulo segundo, párrafo 12.
82 JUAN REBOLLEDO GOUT

la misma cosa; como si la razón fuese una especie de motor de


principios que actúa en nuestro pensamiento, y que al desper­
tar sentimientos morales, adquiere expresión en nuestras ac­
ciones. Si es así, resulta que la psicología moral de los Funda­
mentos es inadecuada para las intenciones de Kant. No sería
sino hasta Religión bajo los límites de la razón y, más adelante,
hasta la Introducción a la metafísica de las costumbres, cuan­
do Kant formularía expresamente una psicología más ade­
cuada a su concepción entendida en su totalidad. Lo que hay
que subrayar es que para Kant tener razón quiere decir tener
los poderes que nos permiten introducir unidad sistemática
tanto en los sujetos de conocimiento como en la persecución de
todos los fines posibles de carácter individual.
Podríamos hacer otra distinción entre lo razonable y lo
racional, que resultará de gran importancia para comprender
el proceso del imperativo categórico. Ser razonable indica el in­
terés práctico que tenemos en la ley moral, por ejemplo. Ser
racional indica el interés práctico que tenemos en seguir los
principios de la razón práctica empírica representada por el
imperativo hipotético.
Es bien conocida la frase con que abre el primer capítulo de
los Fundamentos: habla del valor de la buena voluntad. Aun­
que Kant no define el término “buena voluntad” podemos
comprenderlo examinando los primeros párrafos de este texto,
en los que se distingue entre: a) bienes que lo son con reservas
(y que incluso pueden disminuir el valor de las personas que
los poseen cuando no son regulados por una buena voluntad), y
b) bienes deseados para satisfacer las inclinaciones.
Una persona sin buena voluntad hace de (a) algo malo. Se
trata de bienes que son valiosos sólo bajo la condición de que la
voluntad que los usa lo haga de manera correcta y ajustada a
los fines universales. De igual manera, la buena voluntad debe
corregir el uso de las ventajas fortuitas para llegar a los fines
universales. Sólo así podemos calificar a (b) como buenos; aun
la felicidad no es buena incondicionalmente. Para Kant, la
prosperidad y la felicidad de un ser sin buena voluntad no
pueden dar placer o satisfacción a un espectador imparcial.
Pero:
LA CONCEPCIÓN MORAL DE KANT 83

La buena voluntad parece constituir [es] la condición indispen­


sable de nuestro merecimiento de ser felices.4

Así, la buena voluntad (o un buen carácter seguro) es


siempre buena en sí misma y por ello bajo todas las condi­
ciones, mientras que todo lo demás puede tener valor como
bien en sí mismo o como medio a un bien o a lo que sea, sólo
bajo ciertas condiciones restrictivas.
Aproximando una definición: la buena voluntad es el carác­
ter estable y seguro de una persona como ser racional y razo­
nable exhibido en el poder de actuar, de acuerdo con las cir­
cunstancias, a partir de los principios de la razón práctica
(pura), de modo que corrijan y ajusten el uso de los talentos
naturales y de la fortuna a los fines universales.
De aquí debemos recordar que la buena voluntad no es un
bien porque logre o se acople a algún fin dado de antemano y
especificado independientemente, y que aun si la persona con
buena voluntad no realiza sus intenciones, “brilla como una
joya, con pleno valor por sí misma”.5
Kant quiere decir que es el carácter y la actividad de las per­
sonas, cuando actúan a partir de y por la ley moral, lo que es
exclusivamente bueno sin calificación. Otras cosas pueden ser
fines en sí mismas (la felicidad, por ejemplo), pero sólo la
buena voluntad es incomparablemente superior a toda otra
forma de valor intrínseco. Tan incomparable, que no se puede
equiparar con ellos.
Así, la buena voluntad es lo único que siempre es bueno sin
calificación o condición y su valor es incomparable, supremo a

4 Fundamentos, capítulo primero, párrafo 1. Recordemos que en la primera Critica


(B-834) Kant distingue entre la ley práctica derivada del motivo de la felicidad y la ley
práctica derivada del motivo de hacerse a uno mismo merecedor de la felicidad (ley
pragmática o regla de prudencia y ley moral).
5 Fundamentos, capítulo primero, párrafo 3. Nótese la diferencia con Hume, quien
sostiene que “ Virtue in rags ts still virtue” (Treatise, 584 s.) basado en la asociación
que se forma entre virtud y consecuencias placenteras; esta asociación place al especta­
dor juicioso: el mecanismo de asociación fundamenta sus juicios. Para Kant esto es
inaceptable; considera una consecuencia de la unidad de la razón que los juicios mora­
les no puedan ser explicados por leyes psicológicas de asociación; tampoco la aplica­
ción de las categorías (que hace posible experimentar un mundo público de objetos
causalmente relacionados en el tiempo y el espacio) puede ser explicada por leyes psi­
cológicas de asociación (o de cualquier otro tipo)*
84 JUAN REBOLLEDO GOUT

todo otro valor (sobrepasa todo valor sin importar contenido


léxico).
La buena voluntad depende, como ya es obvio, del actuar de
acuerdo con los principios de lo correcto. Sin saber cuáles son
estos principios no tenemos manera de representar el significa­
do o papel de la buena voluntad. Esos principios han de especi­
ficarse independientemente de la buena voluntad para ser úti­
les o juzgar su papel.

2. El papel de la razón práctica

El siguiente argumento nos ayudará a entender el papel de la


razón práctica en la doctrina de Kant.6

1. Asumiendo que la naturaleza opera inteligentemente de


acuerdo con el principio que asigna a las cosas vivientes
aquellas capacidades mejor adaptadas al logro de sus fines, el
propósito de la naturaleza de darnos razón no puede ser sumi­
nistrar meramente satisfacción a nuestras necesidades e incli­
naciones (ni aun la ordenada satisfacción de todas nuestras
inclinaciones o felicidad).
2. De hecho existe otro mecanismo —el instinto— que
puede hacer esto mucho más eficientemente.
3. La razón práctica debe tener entonces otro propósito, y
dado que esta razón es un poder práctico y tiene influencia en
nuestra voluntad (como poder de escoger), el propósito de la
razón debe ser producir una voluntad que sea buena: voluntad
que es actuar desde los principios de la razón, y es dirigir el uso
de atributos naturales y fortuna al servicio de fines universales
(no para lograr algo diferente e independiente, sino en forma
suprema e incondicional de valor intrínseco).

3. La estructura del deseo y de los motivos

Para Kant, la estructura del deseo se refiere a la manera en la


que los deseos de las personas se ordenan jerárquicamente se­

6 Véase Fundamentos, capítulo primero, párrafos 5, 6 y 7.


LA CONCEPCIÓN MORAL DE KANT 85

gún su superioridad o su subordinación. De este modo las per­


sonas no sólo tendrían intereses de alto orden sino que éstos
pueden ser considerados regulativos de todo otro deseo.
La idea de estructurar los deseos contrasta inmediatamente
con las tesis asociadas con Hume —y que Kant atribuye a Leib-
niz y a Wolff — del balance de deseos. Según éstas, los deseos se
distinguen sólo por intensidad y duración; por tanto, en lo que
se refiere a la decisión y a la acción moral, se trata de un balan­
ce entre ambos criterios.
El interés de Kant es mostrar que existe, por el contrario, un
tipo de voluntad especial —la voluntad pura— que puede ser
determinada por principios de la razón práctica pura indepen­
dientemente de todo motivo empírico (deseos naturales, incli­
naciones propias de las explicaciones causales peculiares de la
naturaleza humana). Kant cree que para Wolff o Hume, ac­
tuar racionalmente consiste en intentar realizar aquella acción
que mejor responda a todos los deseos presentes en la persona
en ese momento. Al identificar tal acción, el ser racional ve sus
deseos como si éstos fueran homogéneos. En otras palabras, no
considera que el lugar de origen (la persona), ni las caracterís­
ticas específicas de objetivos u objetos, sean capaces de proveer
razones independientes en el actuar. Al contrario, al deliberar
atribuye a cada deseo un peso de acuerdo con su fuerza relativa
vis á vis otros deseos. El origen, el objeto y los fines importan
sólo indirectamente, en la medida en que afectan la fuerza del
deseo.7
Nótese que la cuestión es que los sentimientos morales son
tratados a la par que otros deseos. Contará poco que los prime­
ros sean vacilantes o débiles: no sería racional dar un peso
mayor a estos deseos morales que el garantizado por su fuerza.
En suma, Kant ataca la concepción según la cual la persona
se identifica con su capacidad y deseo de actuar de acuerdo
con el proceso racional de deliberación. Todo otro deseo se

7 Podemos interpretar la fuerza o el poder de un deseo como el grado relativo de


aversión o atracción que el agente deliberante experimenta cuando, con el uso pleno
y perfecto de los poderes de su razón, alcanza una comprehensión completamente lúci­
da de todos sus deseos existentes, junto con una visión precisa y perspicaz de las conse­
cuencias de sus satisfacciones. Estamos frente a alguna forma de hedonismo cuando la
atracción o la aversión es proporcional al placer o a la satisfacción.
86 JUAN REBOLLEDO GOUT

evalúa de acuerdo con el “balance de razones”, y la persona se


traiciona o falla únicamente cuando equivoca este principio.
La lógica formal trata toda proposición de manera similar,
ignorando la naturaleza de sus objetos, y una persona que razo­
na falla sólo al no suscribir los principios completamente gene­
rales del pensamiento abstracto. Esta lógica tiene un uso en la
acción práctica: en el balance de deseos. La cuestión impor­
tante para Kant es lo que este tipo de razonamiento no puede
lograr ni en la lógica ni en la decisión: la voluntad pura, como
la lógica trascendental, supone que no podemos dar cuenta de
nuestras concepciones morales —del gobierno correcto y justo,
de la constitución pública de un orden social, de la conducta —
más de lo que la lógica formal puede dar cuenta de los princi­
pios por medio de los cuales introducimos un orden común y
público de nuestra experiencia de los objetos causalmente rela­
cionados entre sí en el espacio y el tiempo. Las doctrinas de
Hume y W olff son demasiado débiles, abstractas e inadecuadas
para poder aplicarse a los fundamentos de la moral.
Veamos esto más de cerca: en la primera Crítica, Kant afir­
ma que la manera en la cual llegamos a compartir la experien­
cia de un mundo público de objetos causalmeníe conectados
entre sí en el espacio y en el tiempo, no puede ser explicada
— como Hume pensó— por la operación de las leyes psicológi­
cas de asociación, ya que dichas leyes, siendo causales, presu­
ponen cierto contexto espacio-temporal y la capacidad mental
de aplicar activamente ciertos principios de la razón (las
categorías) con que la mente ya viene equipada cuando enfren­
ta la experiencia; y entre estos principios está el principio de
causalidad.
Para Kant, los principios de la voluntad pura son los de la
razón práctica pura. Estos principios se representan en forma
apropiada, para su aplicación a la vida humana, mediante el
procedimiento del imperativo categórico.
Así, al comparar los principios de la voluntad pura con la ló­
gica trascendental, Kant debió pensar que éstos construyen las
bases de un orden compartido de conductas, de la misma o pa­
recida manera como las categorías construyen un orden públi­
co de eventos objetivos.
En el primer caso, la razón pura constituye un marco com­
partido de preceptos para la consecución compartida de fines
LA CONCEPCIÓN MORAL DE KANT 67

individuales y sociales; en el segundo, la razón construye un


marco público para adquirir el conocimiento de objetos.
El papel de la razón es construir el contexto esencial.
Kant sugiere que así como la operación psicológica de las le­
yes de asociación no puede construir el marco para el conoci­
miento de los objetos, así el principio del balance de razones
aplicado por muchas personas separadas, no puede jamás
construir un orden apropiado de conducta. Puesto que su apli­
cación siempre está guiada por las intensidades relativas de va­
rios deseos actuales, cualesquiera preceptos que pudiesen re­
sultar de las numerosas decisiones de muchos individuos pare­
cen, en principio, frágiles y dependientes para su estabilidad
de un afortunado balance de fuerzas sociales y de circunstan­
cias históricas.
Se desprende de lo dicho que Kant no necesita argumentar
que la voluntad pura no requiere deseo alguno para actuar;
más bien, su tesis es que una voluntad pura no procede consi­
derando toda propensión en la persona como si fuera homogé­
nea o como si proveyera razones únicamente de acuerdo con su
fuerza. Kant no niega la tesis aristotélica de que toda acción es
“movida” poi algún deseo. La idea es que ios deseos de tal vo­
luntad son caracterizados como intereses que un ser racional y
razonable toma en su acción (por sí misma), en virtud de que
satisfacen ciertos principios de la razón práctica. La estructura
de estos principios define la estructura de los deseos dependien­
tes de tales principios. Así, independientemente de su fuerza
de facto, los principios de la razón práctica acreditan deseos
como absolutamente prioritarios sobre otros.

El interés práctico: natural y puro

Kant afirma8 que la voluntad, o el poder de escoger, depende


de las sensaciones (Empfmdung ), y que las sensaciones como
causas estimulantes dan lugar a las inclinaciones: las inclina­
ciones indican necesidades. Los hombres son criaturas finitas

8 Véase Fundamentos, capítulo primero, párrafo 16, nota, y capítulo segundo,


párrafo 14, nota.
88 JUAN REBOLLEDO GOUT

que generan necesidades por causas naturales y estas necesida­


des se reflejan en sus inclinaciones. Lo característico de una
inclinación es ser causada por elementos externos al sujeto de
acuerdo con leyes naturales.
En segundo término, nuestra voluntad se ve afectada tam­
bién por la razón, cuando reconocemos los principios de la
razón práctica. Tener intereses, en lugar de inclinaciones, su­
pone una autodeterminación de la voluntad a actuar con base
en la razón (en los principios de la razón). Ni los dioses ni los
animales tienen intereses; los primeros siempre actúan confor­
me a la razón y los segundos carecen de la capacidad de actuar
según ésta.
Kant menciona dos clases de intereses. Por un lado, los inte­
reses prácticos que tenemos en una acción por sí misma en vir­
tud de que buscamos satisfacer los principios de la razón prác­
tica pura, o como ya conviene llamarlos, los principios que de­
finen el imperativo categórico. Por otro lado, los intereses pa­
tológicos, relacionados con el estado de cosas que genera o
causa una acción racional; se trata de intereses que satisfacen
los principios de la elección racional y que caen bajo el impera­
tivo hipotético.
Por claridad convengamos en llamar interés práctico
empírico al interés en una acción por virtud de su racionali­
dad, e inclinación natural al deseo de realizar el estado de
cosas mismo. Así, interés se reserva para deseos superiores
prácticos —puroso empíricos— de llevar a cabo acciones por sí
mismas en virtud de que responde a los requerimientos de la
razón práctica ya sea pura o empírica.
En síntesis, la clasificación de motivos que Kant distingue es
la siguiente:

Intereses prácticos: satisfacen los principios de la razón


práctica.

1. Principios de la razón práctica pura (definen el imperati­


vo categórico).

2. Principios de la razón práctica empírica (definen el impe­


rativo hipotético).
LA CONCEPCIÓN MORAL DE KANT 89

Inclinaciones naturales: nos mueven a lograr el estado de co­


sas que causa una acción, proporcionándonos objetos que ne­
cesitamos y actividades que nos son placenteras, agradables,
etc. (Kant afirma en Religión bajo los límites de la razón, que
estas inclinaciones pueden ser predisposiciones a la nacionali­
dad y predisposiciones a la humanidad.)

Para Kant existe una subordinación absoluta del uso de la


razón práctica empírica al uso de la razón práctica pura. Para
él, las acciones racionales y moralmente correctas deben ser
controladas y reguladas por intereses prácticos. Las acciones
racionales son reguladas por el principio del imperativo hipoté­
tico, que puede formularse como:

Actúa de acuerdo con la máxima que llena los requisitos de los


principios del escoger racional; por ejemplo: toma los medios
más eficaces para obtener tus fines; o bien: escoge la alternati­
va que produzca el resultado deseado con mayor probabilidad;
o bien: ordena tus actividades y ajusta tus fines de modo tal que
la mayor parte de ellos sean satisfechos, etcétera.
Las acciones moralmente correctas se regulan por el impe­
rativo categórico, que Kant define en los Fundamentos9 como:

Nunca actuar excepto de tal manera que nosotros también


queramos que nuestra máxima fuese una ley universal.
Todos estos motivos y su lugar propio en la persona de buena
voluntad, tienen así una ordenación en la manera en que inter­
vienen en el proceso de deliberación y en la determinación del
resultado de sus acciones.
El ser racional y razonable regula y condiciona absolutamen­
te la persecución de los fines de las inclinaciones naturales por
sus intereses prácticos del siguiente modo: actúa sólo de acuer­
do con las máximas racionalmente ajustadas (del imperativo hi­
potético) para satisfacer sus inclinaciones y necesidades. Pero,
sobre todo, siendo que tiene un interés práctico regulativo en la
ley moral, actúa de acuerdo con la máxima racional sólo cuan­
do responde a los requisitos del imperativo categórico.

9 Fundamentos, capítulo primero, párrafo 17,


90 JUAN REBOLLEDO GOUT

Sobre el respeto a la ley moral

Actuar por respeto a la ley moral es actuar por un interés prác­


tico puro; esto es, por un principio de la razón práctica pura.
Este motivo, a diferencia de las inclinaciones causadas externa­
mente, es causado en la persona por su razón misma; por tan­
to, está relacionado íntimamente con nuestra naturaleza de
hombres racionales y razonables. La manera en que esto
ocurre es menos clara. Aparentemente, el respeto es causado
por el reconocimiento de que un principio es una ley para no­
sotros directamente. Esto es, nuestra subordinación al princi­
pio no está mediada por influencias externas vía los sentidos.
Para clarificar consideremos lo siguiente: el derecho público
impone sanciones que se nos imponen indirectamente aj obli­
gar nuestra obediencia por medio de la aplicación de la fuerza,
si fuese necesario, sobre nuestras inclinaciones naturales y afec­
ciones. En contraste, la ley moral puede ser cumplida por el re­
conocimiento de que satisface los principios de la razón práctica.
Además, el respeto es una determinación directa de nuestra
voluntad por el reconocimiento de que la ley moral es un prin­
cipio válido y correcto de regular nuestra conducta. Ese respeto
parece incorporar un sentimiento, pero Kant piensa que es
causado por el reconocimiento de la autoridad de la ley moral,
y siendo esta última un concepto de la razón, no es, por tanto,
un objeto natural. Así la “causa” es especial: la comprensión de
un concepto (o los principios que la caracterizan). Nótese que
el reconocimiento de la validez suprema y regulativa de la ley
moral es previa a la causación del sentimiento moral. Contra
Hutcheson y otros moralistas ingleses, Kant cree que el criterio
de la ley moral no puede ser un sentido moral.

4. El procedimiento del imperativo categórico

Para entender la ética kantiana es indispensable recordar la


preocupación por ofrecer una explicación de cómo una perso­
na ideal —racional y razonable— delibera o determina su vo­
luntad.
LA CONCEPCIÓN MORAL DE KANT 91

Un esquema de lo que implica el procedimiento del impera­


tivo categórico (la determinación de la ley moral o los princi­
pios de la razón práctica pura) requiere incorporar lo dicho en
páginas anteriores: el fin de la buena voluntad: el uso de la
razón práctica (y la unidad de la razón) y la estructura de los
motivos y deseos.
En síntesis, podemos entender el procedimiento de la si­
guiente manera:
Comenzamos por un agente moral en alguna situación fami­
liar de la vida diaria. El proceso de deliberación principia
cuando ciertas inclinaciones y necesidades naturales inducen al
agente a formular una máxima para su acción, de la siguiente
forma:

Debo hacer X (acción) en las circunstancias C para alcan­


zar Y (algún estado de cosas), a menos que las condiciones
Z se realicen.
La máxima se formula en primera persona del singular y
como un principio de acción. Encuadrada y apoyada por
nuestros poderes de im a g in a ció n y co n o cim ien to s g en era les d e
cómo opera el mundo ahora, la máxima es probada por el im ­
perativo hipotético, esto es, por los principios del escoger ra­
cional que éste incorpora. Lo que se prueba aquí es una m áxi­
ma que aspira a ser un imperativo hipotético particular y
específico para las circunstancias del agente, si satisface los
principios del imperativo hipotético general. Esta máxima,
que Kant define como principio subjetivo, puede fallar la
prueba de la racionalidad (no ser efectiva para lograr las metas
de las inclinaciones o necesidades naturales, por ejemplo), y el
agente estará entonces en condiciones de modificarla. Pero su­
poniendo que la elija con éxito, el agente cuenta con una máxi­
ma racional.
El siguiente paso —que debe realizarse so pena de no actuar
razonablemente— es probar esta máxima racional con el pro­
cedimiento del imperativo categórico. Este procedimiento opera
sólo sobre máximas1

(1) formuladas en primera persona;


(2) que se den en condiciones familiares de la vida diaria;
92 JUAN REBOLLEDO GOUT

(3) alcanzadas, típicamente, por un agente sincero y concien­


zudo, y
(4) que sean racionales (de acuerdo a los principios del escoger
racional).

El procedimiento del imperativo categórico debe entenderse


como el criterio de la corrección —moralidad— de una acción,
de modo que una acción es correcta si y sólo si puede llevarse a
cabo como aplicación de una máxima que satisface el procedi­
miento. 10
Esta secuencia de etapas es la manera en que Kant unifica la
razón; enfoca los principios de la razón práctica pura y
empírica, y hace que el interés en ellos sea prioritario sobre los
generados por inclinaciones y necesidades, estableciendo con
ello una estructura de la motivación. Así, describe la delibera­
ción de una voluntad pura: la voluntad de un ser racional y ra­
zonable con una firme y segura buena voluntad. Kant cree que
este ideal está implícito en nuestra conciencia moral, como se
muestra en nuestros juicios.
Las tres etapas (formulación, prueba frente al imperativo hi­
potético y prueba frente al procedimiento del imperativo cate­
górico) ilustran la idea básica de Kant: que la estructura de los
motivos refleja la estructura de la deliberación (o, en otras pa­
labras, que ésta se proyecta en la primera). Esto sucede porque
el interés práctico de más alto orden que tenemos como seres
racionales y razonables está en los principios de la razón prácti­
ca. Éste es, como Kant lo llama, un hecho de la razón.
La forma en que Kant presenta el procedimiento del impe­
rativo categórico es poco feliz. Sin embargo, podemos preser­
var la idea de fondo, que constituye la auténtica contribución
kantiana a la filosofía moral, y realizar algunas modificaciones
pertinentes a los tres conjuntos de fórmulas. Las distinciones,
diferencias y problemas que generan éstas son temas a conside­
rar en una investigación más escrupulosa; para los propósitos

10 Toda doctrina moral es falible si se elaboran contra-ejemplos y casos artificiales


diseñados para comprometerla. Es difícil creer que existan principios que puedan re­
solver todo caso posible de comportamiento moral; algunas cuestiones morales son
irresolubles. Generalmente una doctrina moral se establece para responder cuestiones
fundamentales sobre las cuales pueda alcanzarse un buen acuerdo.
LA CONCEPCIÓN MORAL DE KANT 93

de este escrito basta con lo siguiente (sólo analizaré una de las


fórmulas).

Pasos del procedimiento del imperativo categórico

(1) Máxima racional y sincera desde el punto de vista de las


inclinaciones y deseos naturales, y de los principios del escoger
racional.
“Debe hacer X en circunstancias C para lograr Y.”

(2) Esta máxima se generaliza para obtener:


“Todos deben hacer X en circunstancias C para lograr Y."

(3) Se transforma el precepto general (2) en una ley de la na­


turaleza, para obtener:
“Todos siempre hacen X en circunstancias C para obtener Y."

(4) Salvo algunas complicaciones, que aquí no es lugar de


examinar, el cuarto paso consiste en:

a) unir la ley de la naturaleza de (3) al conjunto realmente


existente de leyes naturales;

b) calcular de la mejor manera que podamos, qué orden de


la naturaleza resultaría una vez que la nueva ley hubiera tenido
efectos sobre los demás seres y el mundo;

c) asumir que el orden natural resultante, al agregar la ley


de (3) tiene un punto de equilibrio apropiado;

d) intentar realizar la máxima en ese mundo social modifica­


do, y

e) ver si podemos consentir o aceptar ese mundo social.

Si no podemos aceptar ese mundo, o si no podemos realizar


la acción en él, no podemos actuar de acuerdo con nuestra má­
xima, aunque ésta sea racional y sincera en nuestras circuns­
tancias presentes.
94 JUAN REBOLLEDO GOUT

Pero ¿cómo aplicar este procedimiento? Si lo seguimos como


un proceso de reflexión, encontramos que es imposible intentar
actuar de acuerdo con la máxima en ese mundo modificado.
Kant asume aquí que deben tenerse bases razonables para creer
que el acto puede realizarse. Así, en un ejemplo que Kant pone
en los Fundamentos (prometer engañosamente),11 supone que
en el mundo alterado por la universalización de la máxima
que resulta de considerarla una ley natural, sería inmediata­
mente claro y reconocible el instinto de engañar a través de
promesas (puesto que sería ley), y por tanto nunca se
engañaría, frustrándose el propósito de la promesa. Así el
intento de engañar nunca tendría éxito y por ello el agente ra­
cional, en dicho mundo, nunca podría intentar actuar de
acuerdo con esa máxima.
Nótese que Kant supone que en el mundo modificado todos
conocen las leyes de la conducta humana que surgen de la ge­
neralización. La operación del paso (3) convierte los preceptos
generales del paso (2) en hechos generales conocidos pública­
mente. Así, la prueba que Kant llama contradicción en la con­
cepción requiere que el intento de actuar de acuerdo con la
máxima del paso (i) sea una intención que un agente racional
pueda tener y ejecutar en el mundo social del paso (4).
En otros casos una máxima puede ser rechazada aun cuando
el agente racional sí pueda intentar actuar en el mundo social
modificado, ahora porque no pasa la prueba que Kant llama
contradicción de la voluntad. La idea parece ser que los agen­
tes deberían ser no sólo capaces, como seres racionales, de
tener y ejecutar su intención al nivel del paso (4), sino también,
al mismo tiempo , de querer ese mundo y afirmar que el querer
de ese mundo debe existir.
Otro ejemplo de los Fundamentos12 describe la máxima pro­
puesta en el paso (1) como:

Debo ser indiferente respecto del bienestar de otros que necesi­


tan ayuda y asistencia.
No debo hacer nada para ayudar a otros a menos que mi pro­
pio interés asi lo requiera.

II Véase Fundamentos, capítulo segundo, párrafo 36.


Véase Fundamentos, capítulo segundo, párrafo 38.
LA CONCEPCION MORAL DE KANT 95

El mundo modificado asociado con esta máxima es aquel


donde nadie ha hecho o hará nada para ayudar a otros. Kant
afirma, sin embargo que no podemos querer ese mundo por­
que —por su misma estructura— es posible que existan en él
muchas situaciones en las que necesitemos del amor y la
simpatía de los otros, y esto significa que por una ley originada
de nuestra propia voluntad, nos privaríamos de lo que necesi­
tamos y deseamos urgentemente. Dado que algunas veces nece­
sitamos amor y simpatía no podemos querer tal mundo social.15
La máxima “ayuda siempre al necesitado” se enfrenta al
mismo problema que resultaba del ejemplo relativo a nunca
prestar ayuda. Tampoco podemos querer ese mundo social
porque se darían en él ciertas situaciones en las que nos
devastaría la exigencia de un altruismo total.
Aparentemente se requiere de un precepto que en ocasiones
se oponga a nuestras inclinaciones morales, pero no siempre y
radicalmente. Kant necesita aquí de una concepción apro­
piada de las verdaderas necesidades humanas. De completarse
esta concepción, el imperativo categórico podría ser orientado
a probar las máximas de la acción; así, la prueba de contradic­
ción en el querer diría algo como: ¿puedo querer un mundo so­
cial al que agregue la máxima de la indiferencia (o la de ayuda
total) frente a la necesidad de los otros, cuando tomo en cuenta
sólo mis verdaderas necesidades (que son las mismas para todos
por definición)?
Toda aplicación del procedimiento restringe desde luego
nuestras inclinaciones naturales en algunas acciones. Lo que
sería relevante es si las consecuencias de seguir la máxima afec­
tan seriamente las necesidades humanas. Aunque Kant tiene una
concepción de las necesidades humanas, se halla dispersa en
sus escritos y, ciertamente, no se encuentra articulada como
tal. Éste no es el lugar para intentar su desarrollo, pero debe
quedar claro que en el paso (4) del procedimiento del imperati­
vo categórico las necesidades humanas se consideran como da­
das y son utilizadas para la evolución de las máximas.
Al parecer Kant presume también ciertas limitaciones en la
unificación posible para efectuar el paso (4). Se trata de limita-
19 Kant no aclara cómo opera en este ejemplo la idea de una voluntad racional.
Además, la prueba que aplica a la máxima de la indiferencia parece demasiado fuer­
te» al prohibir toda forma del precepto de ayuda a los otros.
96 JUAN REBOLLEDO GOUT

ciones relativas a diferencias concretas y personales. Esto es de­


sarrollado en la concepción de Kant del “reino de los fines”,
donde una totalidad de seres, considerados como fines en sí
mismos y abstraídos de sus diferencias personales o del conteni­
do de sus fines privados, forman una unión de seres razonables
a través de leyes comunes.
Además, cuando Kant formula en la segunda Crítica el im­
perativo categórico, insiste en preguntarse si la acción conside­
rada puede suceder como ley del sistema natural del que uno es
parte, y si es posible quererla. Así, dice:

Si perteneciéramos a un orden de cosas en el-cual. . . cada uno


no mirara con tal indiferencia las necesidades de los demás,
daríamos libremente nuestro consentimiento a ser miembros de
dicho orden.

Es difícil leer este pasaje sin pensar que Kant presume que al .
hacemos la pregunta carecemos de información acerca de cuál
sería nuestro lugar en ese mundo (si seríamos, por ejemplo, de
los necesitados permanentemente por razones de clase o pobre­
za). Así, parece requerirse un punto de vista general apropiado
que no tienda a prejuzgar las respuestas en función de la infor­
mación específica y las inclinaciones naturales.
Es notorio que Kant da por descontado que en el proceso de
razonamiento hacemos uso de conocimientos generales sobre la
naturaleza y las capacidades humanas (en el paso 2), y ya he
mencionado que también usamos la información sobre las ver­
daderas necesidades humanas (en el paso 4), que asegura la
unanimidad en el razonamiento. Los deseos y las motivaciones
particulares o las diferencias específicas de conocimiento no
afectan al razonamiento. Estas últimas pueden intervenir en la
formulación de máximas en el paso (1), aunque Kant supone
también que esto no lleva a diferentes evaluaciones del mundo
moral modificado del paso (4).
Kant piensa el procedimiento del imperativo categórico
como un proceso que cualquiera puede utilizar para construir
la ley moral. Sin algo como una concepción de las verdaderas
necesidades humanas (algo parecido a una concepción de na­
turaleza humana o personal) y sin poner ciertos límites a la in-
LA CONCEPCIÓN MORAL DE KANT 97

formación, es difícil imaginar cómo el procedimiento puede


servir a ese propósito.
Finalmente, quisiera detenerme en algunos puntos del pro­
cedimiento del imperativo categórico. La racionalidad pru­
dencial, o sea, la racionalidad desde el punto de vista de las
inclinaciones naturales (la razón práctica empírica), aparece
en dos momentos. En primer lugar, en las deliberaciones del
agente, que lo llevan a formular la máxima en el paso (1); esta
máxima es un imperativo hipotético particular afirmado
correctamente bajo la luz de los principios del escoger racional
(utilizar los medios más eficientes para obtener el fin, por
ejemplo). El conjunto de estos principios define al imperativo
hipotético (general).
La racionalidad instrumental o prudencial aparece en un se­
gundo momento en el paso (4), cuando examinamos.la prueba
de la contradicción en el querer. Ahora ese razonamiento ins­
trumental debe ser guiado por la concepción de verdaderos in­
tereses humanos y restricciones de información, que aquí se
muestran como fines últimos en una forma especial de razona­
miento prudencial. El mundo social no se juzga en (4) a partir
de las inclinaciones naturales que dieron ¡ugar ai paso (i), sino
a partir de esas necesidades profundas desde una perspectiva
apropiadamente general.
Por otra parte, un elemento estructural del procedimiento es
la manera en que se relacionan la razón práctica pura y la
empírica. La primera restringe y subordina absolutamente a la
segunda. El procedimiento enmarca las deliberaciones del
agente; sus requisitos y resultados son guiados por él y su
conclusión es una conclusión de la razón práctica, sin tribunal
de apelación alguno. Así, el procedimiento distingue dos for­
mas de razonamiento práctico y las une en un solo esquema,
gobernado por una ordenación del uso de ambas.
El esquema, por tanto, no sólo subordina las inclinaciones y
el razonamiento que parte de ellas al procedimiento del razo­
namiento puro, sino que además restringe nuestra búsqueda
de fines propios o de felicidad a sólo aquello que pasa la
prueba del procedimiento. Nuestros fines y nuestra concepción
particular del bien serán así readecuados y revisados de acuer­
do con la ley moral, producto de la aplicación acuciosa del
procedimiento del imperativo categórico. El “reino de los
98 JUAN REBOLLEDO GOUT

fines” es el conjunto de todas las máximas que aprueban el pro­


cedimiento respecto al mundo social; donde todos siguen la ley
moral como una ley natural.
Antes de terminar, quisiera referirme a la descripción del
imperativo categórico como un juicio sintético a priori. Kant
afirma en la segunda Crítica que en nuestras reflexiones mora­
les comunes, la ley moral se fuerza sobre nosotros como una
proposición práctica, sintética a priori. El procedimiento del
imperativo categórico es una formulación de cómo la razón
práctica pura opera en la experiencia moral humana. Dado
que el ejercicio de este procedimiento no nos conduce ni a
contradicciones ni a antinomias (prácticas), una crítica de la
razón práctica pura parecería ser innecesaria. Todo lo contra­
rio: Kant afirma —en la introducción a la segunda Crítica—
que la razón práctica empírica excede su propia esfera de
acción y presume falsamente poder ser el basamento para de­
terminar la voluntad. Al actuar así, la razón práctica empírica
transgrede sus propias fronteras de la misma manera que la
razón teórica excede sus fronteras al pretender conocer la natu­
raleza de las cosas en sí mismas y no contentarse con su papel
exclusivamente regulativo en la adquisición del conocimiento.
De este modo, el objetivo de la segunda Crítica es establecer los
-límites de la razón práctica empírica y definir su lugar dentro
de una estructura unificada de la razón práctica como un todo.
El resultado de esta investigación es la doctrina del imperativo
categórico, que distingue dos formas de razón práctica; la pura
y la empírica, subordinando absolutamente la última a la
primera.
Kant llama a priori'al imperativo categórico porque es el
producto del trabajo de la razón pura en la esfera práctica.
Kant piensa esto no por entender el a priori como un tipo de
producto tal que en su derivación no existen justificaciones
empíricas. Como hemos visto, el procedimiento del imperativo
categórico admite en dos diferentes momentos la intervención
del razonamiento que echa mano de las inclinaciones naturales
o bien de la concepción de los verdaderos intereses humanos,
propios de la razón práctica empírica. Por tanto, en un primer
sentido las proposiciones del imperativo categórico son a priori
respecto a la razón práctica empírica. Esto es, aquí la prueba
del procedimiento del imperativo categórico tiene autoridad fi­
LA CONCEPCIÓN MORAL DE KANT 99

nal determinando cuáles inclinaciones tienen y cuáles no


tienen valor, y esta decisión no depende de la intensidad o
fuerza de las inclinaciones. Por otra parte, el procedimiento
también trabaja de tal modo que requiere que se dé sin distin­
ción de inclinaciones particulares, algún peso a aquellos fines
que Kant llama obligatorios. Brevemente dicho, se trata de fi­
nes que todos podemos desear y querer que tengan cierto peso
vistos a la luz de las verdaderas necesidades humanas; en otras
palabras, preferimos un mundo donde existan esos fines antes
que sus opuestos (Kant incorpora dentro de los fines obligato­
rios los de nuestra propia perfección moral y natural, y la feli­
cidad de los demás, desde luego hechos conscientes con la ley
moral).
El punto esencial es que el procedimiento del imperativo ca­
tegórico es una proposición práctica a priori en el sentido de
que especifica un esquema unificado del razonamiento prácti­
co que tiene absoluta prioridad y autoridad moral final sobre
el razonamiento práctico empírico. Esta prioridad funciona,
por una parte, rechazando algunos de los fines que proponen
las inclinaciones naturales como sin valor, y funciona, por otra
parte, imponiendo ciertos fines como obligatorios y superiores,
cualquiera que sea la configuración de nuestros deseos natura­
les. Como puede notarse, en esta explicación no se requiere
apelar al idealismo trascendental de Kant.
Un segundo punto para entender el carácter a priori del im­
perativo categórico tiene que ver con la comparación entre el
procedimiento y la forma en que la razón opera a través de las
categorías del entendimiento y las ideas regulativas que hacen
posible la experiencia unificada y pública de un orden causal
objetivo y compartido por una pluralidad de personas. El p a­
pel de las categorías es permitimos conocer objetos dados a tra­
vés de la sensibilidad y organizar nuestros conocimientos de
ellos en un sistema unificado y coherente. En contraste, el razo­
namiento práctico se refiere a la producción de objetos de
acuerdo con una concepción de estos objetos. La razón prácti­
ca pura, trabajando a través del procedimiento, logra cons­
truir un orden unificado social y público de la conducta para
una pluralidad de individuos, cada uno de los cuales tiene dife­
rentes inclinaciones que surgen de diferentes causas naturales.
As!, los trabajos de la razón práctica y de la razón teórica son
100 JUAN REBOLLEDO GOUT

en cierto sentido similares: ambos elaboran un orden público


común para que sea compartido por muchas personas, que de
otro modo quedarían arrinconadas a vivir un mundo de sensi­
bilidad subjetiva y deseos opuestos.
Es claró que para Kant existe en ambos casos una sola mane­
ra de estructurar ese orden público común característico de la
razón humana. En la primera Crítica intenta establecer esto
para la razón teórica a través de la deducción trascendental,
porque probar la validez objetiva de las categorías es probar
que no existe un objeto de la experiencia sensible que además
no satisfaga las condiciones del entendimiento. Y aunque Kant
intentó mucho tiempo hacer una deducción análoga del impe­
rativo categórico, en la segunda Crítica ya había abandonado
esta idea. Para Kant es claro que no existe otro método para
construir el orden social de cooperación que el procedimiento
del imperativo categórico. No puede existir una deducción de
la ley moral puesto que esto implica una intuición directa de
nuestra libertad, misma que es imposible por la teoría kan­
tiana de la cosa en sí.
De esta forma el imperativo categórico es representado por
ei procedimiento como a priori en canto constituye la única
manera, para nosotros, de construir un orden compartido de
cooperación social; por tanto, realiza el trabajo característico
de la razón en la esfera práctica. Ni las inclinaciones naturales,
ni los principios de la razón práctica empírica pueden propor­
cionarnos lo indispensable para dicha construcción.
Describir detalladamente estos aspectos requiere una diser­
tación más profunda y extensa. También se advertirá que en
este trabajo hemos dejado de lado una serie de temas propios
de la ética kantiana (como los deberes de la justicia, los deberes
de la virtud, el problema de la supererogación, lo correcto y lo
bueno, la idea de la obligación y el valor moral, las diferentes
concepciones de lo bueno) y asimismo los grandes debates de la
meta-ética. Sin embargo, el trabajo de la razón en la esfera
práctica es el concepto que determina el carácter y la persona­
lidad de la ética kantiana, y por eso preferí dedicar lo principal
de este trabajo a elucidar sus líneas más singulares. Creo que
sobre estas bases pueden enfocarse con mayor claridad los otros
problemas mencionados.
LA ÉTICA DE J. S. M ILL

P a u l e t t e D ie t e r l e n

Cuando comencé a elaborar este estudio, me di cuenta de que


J. S. Mili es uno de los pocos casos en la historia de la filosofía,
y particularmente de la ética, en que todos los acercamientos
que se hacen a su obra son para mostrar los errores que hay que
evitar al argumentar. Su libro el Uiüüarismo,: publicado en
1863, es quizá una de las obras sobre moral más criticadas; por
lo que en ocasiones se le ha llegado a considerar como un ma­
nual de falacias. Sin embargo, Mary Wamock cree que el Uti­
litarismo posee las características de una obra clásica: es breve,
absorbente y ambigua.12
A pesar de todo, se sigue discutiendo y escribiendo acerca de
la obra de Mili. Esto se debe a que si bien en Mili no hay consis­
tencia teórica, sí hay, en cambio, preocupación por los proble­
mas más relevantes de la ética y de la metaética.
En este trabajo voy a tratar solamente tres de estos proble­
mas: los dos primeros se refieren directamente a nuestra con­
ducta moral y el último, a nuestro discurso sobre la moral:

1 La versión que se usó para este trabajo fue Utilitarismo, que apareció en la colec­
ción Biblioteca de Iniciación Filosófica, editorial Aguilar, 5a. ed., 1974. Esta versión
fue comparada con el libro Utilitarianism editado por Mary Wamock en Fontana
Library, sexta impresión, 1969.
2 M. Warnock, Introducción a la edición de Utilitarianism, op. cit., p. 21.
102 PAULETTE DIETERLEN

(1) La posibilidad de que existan principios o reglas morales


que nos permitan caracterizar una acción o un curso de
acciones como correctas o buenas.
(2) Si hay reglas morales ¿cómo se conectan con nuestras ac­
ciones?
(3) La posibilidad de definir los términos morales o el
problema de la falacia naturalista.

Un breve resumen acerca del utilitarismo y la respuesta que


Mili da a estas preguntas dividirán el trabajo.

1. La doctrina utilitarista

La doctrina utilitarista fue formulada por Bentham en La


introducción a los principios de la moral y de la legislación,
libro en el que de hecho se desarrolla, de una manera muy
simple, la teoría en que Hume sostiene que “la fundamenta-
ción de toda virtud radica en la utilidad”.’
En ei libro mencionado Bentham afirma que Xa naturaleza
ha colocado a la humanidad bajo el gobierno de dos dueños so­
beranos: el dolor y el placer. Sólo ellos pueden señalamos
aquello que debemos hacer y también nos señalan qué vamos a
hacer.”4
La ética de Bentham se basa en el “principio de utilidad” y
entiende por ello el principio que prueba o desapmeba cada
acción humana según la tendencia que dicha acción tenga pa­
ra aumentar o disminuir la felicidad de los hombres cuyo inte­
rés está en juego. Por “utilidad” entiende la propiedad que un
objeto tiene para producir un beneficio, una ventaja, un pla­
cer, un bien o la felicidad; o también la propiedad de prevenir
una desgracia, un dolor, un mal o la infelicidad de los hombres
cuyo interés se considera. Ahora bien, si a los hombres se les
considera como comunidad, entonces se persigue la felicidad*

* Hume. Tratado, libro III, citado por Wamock op. cit.. p. 14.
4 J. Bentham, A Fragment on Government y An Introduction to the Principies o f
Moral and Legislation, Blackwell, Oxford, 1948, p. 125.
LA ÉTICA DEJ.S. MILL 103

de la comunidad; pero si se trata de un individuo, entonces se


persigue la felicidad de un individuo.
Una acción se conforma de acuerdo con el principio de utili­
dad cuando su tendencia a producir un aumento en la felici­
dad de la comunidad es mayor que en otra acción, o cuando su
tendencia a reducir la infelicidad es mayor que la de otra acción.
Únicamente cuando palabras como correcto, bueno, deber y
otras de esta clase se interpretan de acuerdo con el criterio uti­
litarista, tienen sentido, de otra manera no tienen ninguno.
De acuerdo con la noción benthamiana de utilitarismo,
cualquier acción cuya consecuencia aumente el placer o dismi­
nuya el dolor es correcta; de ahí el famoso ejemplo del mismo
Bentham que se refiere a que “si la cantidad de placer es la
misma, la experiencia de jugar matatenas es tan buena como
la de la poesía”.5
Como es sabido, su padre y el propio Bentham, le inculca­
ron a Mili las ideas utilitaristas, las cuales en 1826 le ocasiona­
ron una crisis nerviosa. Crisis de la que queda curado gracias a
la lectura de la poesía de Wordsworth; de la que afirmó “Lo
que hizo de los poemas de Wordsworth panacea para mi estado
de ánimo fue que expresaban, no tan sólo la mera belleza ex­
tema, sino estados sentimentales y pensamientos coloreados
por el sentimiento, bajo el estímulo de la belleza.”6
Pero esa crisis no sólo le descubre “la belleza extema” de la
naturaleza y de los sentimientos, sino que lo lleva a revisar al­
gunas de las tesis de su padre y de Bentham y a separarse de#
ellos en dos puntos. Primero: según Mili, la filosofía de Bentham*
tiene aplicación en la moral pública pero no en la privada; es
decir, sirve para resolver problemas legales prácticos, pero no
nos dice nada acerca del “arte de la vida”. Es importante recor­
dar que para Mili la moralidad forma parte del “arte de la vi­
da”, arte que consiste en saber escoger ciertos fines y en saber
moldear los medios para alcanzar dichos fines. El principio de
utilidad no sólo sirve para saber qué hacer y qué no hacer mo­
ralmente: “la ética o la moral son, propiamente hablando, una
parte del arte que corresponde a las ciencias de la naturaleza

5 Citado por J.J-C. Smart, en Utilitarianism fo r and against. Smart y Williams


Eds., Cambridge University Press, 1980, p. 13.
6J.S. Mili, Autobiografía, Espasa Calpe, Buenos Aires, 1945, p. 91.
104 PAULETTE d i e t e r l e n

humana y de la sociedad”.7 El arte de la vida incluye tanto a la


prudencia como a la estética. Parece ser que la diferencia en­
tre prudencia y moralidad tiene que ver con la diferencia entre
acciones “meramente” individuales y acciones que afectan a
otros. Este punto tiene una importancia práctica, ya que en
Sobre la libertad, Mili trata de distinguir entre una conducta
prudencial y una conducta moral para argumentar que mien­
tras en el segundo caso, cuando se viola la moralidad, ,se puede
intervenir coercitivamente, cuando se viola la prudencia sólo se
puede dar consejo y asistencia.
Y segundo: Mili no está de acuerdo con Bentham en que el
placer de jugar matatenas sea igual al placer de leer poesía.
Mili, por su parte, sostiene que hay distintos tipos de placeres y
que no importa sólo la cantidad de placer que una acción nos
proporcione sino también la calidad.
En el segundo capítulo del Utilitarismo Mili enfrenta la si­
guiente objeción: “como dicen, suponer que la vida no tiene un
fin más elevado que el placer —un objeto de deseo mejor y más
noble— es un egoísmo y una vileza, es una doctrina digna sólo
de un cerdo. . .”8A lo que Mili responde que se debe tomar en
consideración la calidad. Y de su respuesta surgió su famosa
frase: “es mejor ser un hombre insatisfecho que un cerdo satis­
fecho; es mejor ser Sócrates insatisfecho que un loco satisfe­
cho”.9 La razón inmediata que da Mili para aceptar esta afir­
mación es que el loco y el cerdo son de distinta opinión porque
sólo conocen su propio lado de la cuestión.
Como de hecho nadie ha tomado en serio esta afirmación
podemos tratar de encontrar tres respuestas alternativas:

1. La poesía en sí mejor que la matatena. Esta respuesta iría


contra la tesis de Mili ya que para él ni las cuestiones de
ética, ni las de estética, son hechos de un tipo especial que
puedan ser afirmadas con proposiciones indicativas.
2. Existen facultades superiores e inferiores. Los placeres
que satisfacen a las primeras tienen más valor y son más
duraderos que los que satisfacen a las segundas. Mili lo

7 J.S. Mili, Systeme de Logique, Vol. II, Félix Alean, París, 1904, p. 548.
8J.S. Mili, Utilitarismo, p. 29.
* Ibid., p. 33.
LA ÉTICA DEJ.S. MILL 105

afirma, sin embargo, no lo argumenta, y no podría ha­


cerlo porque se trataría de un hecho que no podemos in­
ferir lógicamente, ni nos es dado por el sentido de la per­
cepción, ni lo podemos explicar por la aversión y el atrac­
tivo que nos proporcionan el dolor y el placer.
3. Muchas veces perseguimos valores independientes del
placer, pero lo hacemos como un medio indirecto de ma-
ximizar la felicidad. Esto lo hubiera aceptado Bentham
porque lo que sucede en estos casos es que renunciamos a
un placer por otro mayor en cantidad.

El mejor ejemplo es el del sacrificio, del cual Mili afirma:


“no hay virtud en sacrificarse por el propio sacrificio, pero la
capacidad del propio sacrificio se justifica por su utilidad”.10
Pensemos en Sócrates: tiene que decidir si escapa tal y como
se lo proponen sus discípulos o beber la cicuta y morir. Es indis­
cutible que para Sócrates la primera alternativa es más placen­
tera que la segunda. Sin embargo, si hubiera huido, su placer
individual no podría compararse con el placer colectivo que
nos han brindado la belleza literaria y las enseñanzas morales
deí Gritón.
Muy distinto es el caso que relata Camus en El mito de Stsifo
acerca de un escritor de quien ni su nombre recuerda, quien
una vez terminado su primer libro se suicidó para que los
críticos se fijaran en él. Y de hecho se fijaron en él, pero consi­
deraron que el libro era muy malo.
A Mili le interesa demostrar que aunque a alguien, indivi­
dualmente, le proporcione más placer jugar matatenas que leer
poesía, a la larga una comunidad de lectores de poesía será
más feliz que una comunidad de personas que se dediquen a
jugar matatenas. Probablemente tenga razón aunque seguimos
preguntándonos ¿por qué?
Aun cuando Mili piensa que difiere de Bentham en esos dos
puntos, le parece que el utilitarismo ha sido criticado sin ser
entendido y escribe el Utilitarismo para defenderlo y aclarar
malentendidos.
Mili enfrenta el utilitarismo con dos adversarios, la ética teo­
lógica y la intuicionista. En oposición a la ética teológica le pa­

10Ibid., p. 42.
106 PAULETTE DIETERLEN

rece que los valores morales son independientes de los manda­


tos divinos. De hecho, si se nos preguntara acerca de las razo­
nes que tendríamos para obedecer a Dios, la respuesta sería:
por gratitud, porque Él nos creó. Mili considera que los valores
morales son independientes de la voluntad de Dios; de no ser
así, la afirmación de que debemos obedecer a Dios por gratitud
no se sostendría, ya que si la gratitud fuese una virtud en virtud
de un decir divino, estaríamos obligados a obedecer a sus man­
datos porque Dios ha mandado que obedezcamos sus manda­
tos. Llegar a esto sería aceptar una “petición de principio”.11
Pero quizás es más interesante la respuesta al otro adversa­
rio, al intuicionismo. El punto básico de esta doctrina reside en
la afirmación de que lo correcto o incorrecto de una acción
consiste en un tipo especial de propiedad no empírica percibi­
da por una facultad especial.
Intuicionistas como Whewell y Sedwick no defendían la idea
de la infalibilidad de los juicios morales, más bien sugerían que
las verdades morales podían ser vistas por aquellas personas
que teniendo un desarrollo moral normal, fueran capaces de
mirar una situación bajo una luz moral apropiada.
El intuicionismo tiene dos tesis principales:

(1) Una afirmación sobre la existencia de propiedades mo­


rales en el mundo.
(2) Una afirmación de que existe un sentido moral que las
detecta.112

Mili no acepta ninguna de las dos. La objeción básica, tanto


a las facultades como a los hechos morales, descansa en un ar­
gumento tipo “la navaja de Occam”; es decir, si uno no necesi­
ta nuevas entidades para dar cuenta de los hechos, no tenemos
por qué llenar el universo con ellos.
Las tesis acerca de un sentimiento moral son atacadas por él
de la siguiente forma: “Para probar que nuestros juicios mora­
les son innatos, se asume que proceden de una facultad distin­

11 Cfr. Ryan Alan, J. S. Mili, Routledge and Kegan Paul, Londres, 1974, p. 96.
12 Hablando en términos muy generales, ciertas posiciones éticas que afirman las
dos tesis se denominan cognitivistas, posiciones que afirman la dos y rechazan la uno se
denominan no cognitivistas.
LA ÉTICA DE J.S. MILL 107

ta. Pero esa tesis es negada por los que se adhieren al principio
de utilidad. Estos últimos afirman que la moralidad de las ac­
ciones se percibe con las mismas facultades con las que percibi­
mos otras cualidades de las acciones, a saber, nuestro intelecto
y nuestros sentidos. El utilitarismo sostiene que la capacidad de
percibir las distinciones morales no es una facultad distinta a
las que necesitamos para explicar causas o para dar un discurso
delante de un juez.”18
Como veremos más tarde, Mili trata de demostrar que los
sentimientos morales, al igual que otros sentimientos como la
ambición, el honor y la envidia, son generados por una ley de
asociación. Lo ideal es dar cuenta de cualquier tipo de hechos
simplemente con el sentido de la percepción, con la habilidad
para realizar implicaciones lógicas y con la aversión y el atracti­
vo que nos proporcionan el dolor y el placer. De este modo no
cenemos por qué inventar facultades especiales.

2. La conexión de las reglas morales con nuestras acciones

En el último capítulo del Sistema de la lógica, Mili afirma que


"nuestros conocimientos morales son ciencias en la única acep­
ción propia del término, es decir, son búsquedas acerca de la
naturaleza”.14
As!, bajo el término de conocimientos morales, o más bien
de ciencia moral, entendemos una investigación cuyos resulta­
dos no se expresan por el modo indicativo sino por el modo im ­
perativo o por perífrasis equivalentes.
Para Mili el modo imperativo es lo que distingue al arte de la
ciencia, y para demostrarlo recurre a proposiciones como “no
se debe robar”, “se deben cumplir las promesas”, etc. “Todo lo
que se expresa por reglas, por preceptos y no por afirmaciones
sobre materia de hecho, pertenece al arte.”15
Veamos ahora qué es una regla o precepto moral.16 En el

ls Citado por Ryan, op. cit., p. 100.


14J.S. Mili, Systeme de Logique, op. cit., p. 549.
•* Ibid.
14 Es conveniente aclarar que Mili es ambiguo en el uso de la palabra regla moral, a
veces utiliza principios; a veces ley moral. Por ejemplo ver Utilitarismo, op. cit., p. 21.
108 PAULETTE D1ETERLEN

primer capítulo del Utilitarismo Mili afirma que las distintas


escuelas éticas insisten en la necesidad de establecer leyes gene­
rales y que todas están de acuerdo en afirmar que la moralidad
de una acción particular no es cuestión de percibirla directa­
mente sino de la aplicación de la ley a un caso individual. Pero
las escuelas también reconocen en gran parte las mismas reglas
morales, aunque difieren en cuanto a su evidencia y a la fuente
de la cual derivan su autoridad. Es necesario encontrar un
principio o ley fundamental que sea, por una parte, la raíz de
toda la moralidad y que, por otra, nos ayude a jerarquizar los
principios secundarios de acuerdo con un orden de preceden­
cia. Ahora bien, este principio que nos permite resolver casos
de conflicto no es evidente; a Mili no le preocupa, ya que no es
problema sólo de la moral, puesto que ve que "las doctrinas
particulares” de una ciencia no suelen deducirse, ni dependen
en cuanto a su evidencia de los que son llamados primeros
principios. De no ser así, no habría ciencia más menesterosa o
más insuficiente para la obtención de conclusiones que el álge­
bra, la cual no deriva su certeza de lo que a los estudiantes
suele enseñárseles como primeros principios, puesto que éstos,
según han sostenido algunos de ¡os más eminentes maestros,
“están tan llenos de ficciones como las leyes inglesas, y tan lle­
nos de misterios como la teología”.17 A pesar de que los princi­
pios de la ciencia y el arte tienen en común ser evidentes, Mili
señala las diferencias que hay entre ambos. Parece que aunque
la cuestión de los primeros principios en la ciencia es muy dis­
cutible y generalmente no pensamos mucho en ellos, lo impor­
tante son las leyes comunes que explican los fenómenos. En los
asuntos prácticos la cuestión es distinta, el fin debe tener
prioridad en nuestra investigación. Mientras no sepamos cuál
es nuestro fin, no podemos tener principios secundarios según
los cuales conformaremos los medios. Según Mili: “toda acción
se realiza con vistas a un fin, y parece natural suponer que las
reglas de una acción deban tomar todo su carácter y color del
fin al cual se subordinan”.18Cuando actuamos perseguimos un
propósito, y entonces, el conocimiento claro y preciso de ese pro­
pósito es Jo que necesitamos para actuar. El fin último a perse­

17 Mil), Utilitarismo, op. cit-, p. 20.


18 lbid.
LA ÉTICA DE J.S. MILL 109

guir es, por lo tanto, el primer principio. Para mostrar que sí


puede hablar del primer principio, dedica el primero y el cuar­
to capítulo del Utilitarismo a examinar el principio de la utili­
dad o el de la felicidad, y a demostrar que se puede probar.19
Es evidente, afirma, que si hablamos de reglas prácticas no po­
demos dar pruebas en el sentido ordinario y popular del térmi­
no, ya que las cuestiones de los últimos fines no son susceptibles
de prueba directa.
Aquello que se puede probar que es bueno, debe probarse
que lo es demostrando que contituye un medio para alcanzar
un fin cuya bondad se ha admitido sin prueba: “el arte de la
medicina se prueba que es bueno porque conduce a la salud;
pero ¿cómo es posible demostrar que la salud es buena?” 20
Sin embargo, de esta afirmación no debemos inferir que la
aceptación o repudio de una regla depende de un impulso
ciego o de una elección arbitraria, ya que existe otro significa­
do de la palabra “prueba” que es, de acuerdo con Mili, “cuan­
do se presentan consideraciones capaces de determinar al inte­
lecto a dar o rehusar su asentimiento”.21
El siguiente paso del argumento es probar el principio de la
utilidad que afirma que “¡as acciones son correctas en ¡a pío-
porción con que tienden a promover la felicidad, e incorrectas
en cuanto tienden a producir lo contrario de la felicidad. Se
entiende por felicidad el placer y la ausencia de dolor, por infe­
licidad el dolor y la ausencia de placer”.22
A la pregunta: ¿por qué debemos promover la felicidad?
Mili responde: porque es lo único que es deseable como un fin;
todas las cosas que perseguimos son deseables sólo como medio
para alcanzar el último fin. Ahora bien, cuando preguntamos:
¿cómo sabemos que una cosa es deseable?, nos encontramos
con la famosa respuesta: “La única prueba posible de que un
objeto es visible, es que la gente lo vea. La única prueba de que
un sonido es audible, es que la gente lo oiga. De la misma ma­
nera, yo supongo, la única evidencia que puede alegarse para

*» Ibid. p. 24.
20 lbid.
2‘ lbid.
22 lbid., p. 29.
110 PAULETTE DIETERLEN

mostrar que una cosa es deseable, es que la gente la desee de


hecho.”25
Quizá este párrafo del libro de Mili ha sido el más criticado
porque presenta tres dificultades: (1) Hay una falacia de com­
posición ya que de la afirmación de que cada quien, de hecho,
busca lo que es deseable para él, se da por supuesto que busca­
mos lo que es deseable para todos. (2) Otra falacia consiste en
pasar del es al debe, el hecho de que algo es visto es la mejor
evidencia de que puede ser visto; pero decir que algo es deseado
es decir que puede serlo; y decir que algo pueda ser deseado no es
de ninguna manera prueba de que deba serlo.24Del hecho de que
muchos alemanes en la época de Hitler deseaban exterminar a
los judíos no podemos concluir que ese hecho deba ser desea­
ble. (3) También existe una contradicción entre la tesis de la
“prueba” y la tesis sobre la diferencia en calidad de los place­
res, ya que si hay más personas que desean jugar matatenas, no
tenemos razones para afirmar que leer poesía deba ser más de­
seable aún.

3. Conexión entre las reglas morales y la acción

Para darle mayor claridad al argumento, dejemos a un lado las


dificultades acerca de la prueba y aceptemos junto con Mili
que existen reglas morales. Pero el problema que surge ahora
es la manera en que vamos a conectar el hecho de reconocer las
reglas con la acción moral.
Para examinar este punto es necesario explicar la psicología
asociacionista de Mili. En el capítulo tercero del Utilitarismo
afirma que “los sentimientos morales no son innatos sino ad­
quiridos, no por esa razón son menos naturales. Es natural en
el hombre hablar, razonar, construir ciudades y cultivar la
tierra. Aunque éstas sean facultades adquiridas”.25
En el ensayo sobre el discurso de Sedwick argumentando

25/6«a., p. 70.
24 Cfr. G.E. Moore, Principia Ethica, Cambridge University Press, Cambridge,
1982, p. 66.
25 Mili, Utilitarismo, p. 63.
LA ÉTICA DE J.S MILL 111

contra un sentido moral innato dice: “los niños pequeños


tienen afectos, pero no sentimientos morales y un niño cuya vo­
luntad no sea limitada, nunca los adquirirá”.26
En Mili existe una idea acerca de la peculiaridad de la natu­
raleza humana que hace posible el aprendizaje moral, de esta
manera la idea de un dolor en otro puede llegar a ser natural­
mente doloroso, la idea de un placer en otro, puede llegar a ser
naturalmente placentero.
Ahora bien, al tratar de analizar la manera en que funciona
la psicología moral en Mili, nos encontramos con cierta falta de
precisión en los términos, trataré de reconstruir los argumen­
tos. En el capítulo cuarto del Utilitarismo presenta la siguiente
tesis: existen dos modos distintos de nombrar al mismo hecho
psicológico. Primero: el deseo de x (donde x puede ser objetos,
acciones, tipos de acciones, etc.) y la creencia de que x es pla­
centero; y segundo: la aversión de jc y la creencia de que x es
doloroso: y tercero: el deseo de x que es lo mismo que creer que
es deseable.
De esto concluye Mili que creer que x es deseable y creer que
x es placentero son la misma cosa.27
Respecto a esto es conveniente examinar tres puntos: (1) si el
deseo puede estar dirigido a otra cosa que no sea la obtención
del placer, es decir, si podemos desear x sin la creencia de que
x es placentero; (2) si el deseo de x y la creencia de que x va a
ser satisfecho, explican la acción; (3) en qué consiste la relevan­
cia de la acción moral.
Del primer punto podríamos decir que la respuesta de Mili
es que en efecto, en ciertas ocasiones podemos perseguir una
virtud que va en contra de un deseo, como por ejemplo tener
miedo y perseguir el valor. Es decir, mi deseo de huir y mi creen­
cia en el placer que proporciona el valor. En estos casos lo que
sucede es que actuamos valerosamente porque creemos que la
acción va a ser placentera para la comunidad. En caso de
conflicto, el principio de la utilidad nos ayuda a decidir qué
acción fomenta la felicidad general.
El hecho psicológico al que nos referíamos anteriormente
tendría que ser modificado de la siguiente manera: (1) el deseo

Citado por Wamock. op. cu . p.


Mili, i'tilitarismo. p. 73.
112 PAULETTE DIETERLEN

de x y la creencia de que x es placentero para mí; (2) el deseo


de x y la creencia de que x es placentero para mí y para los de­
más; y (3) el deseo de x y la creencia de que x es placentero úni­
camente para los demás. Si no se puede lograr (2), que es el óp­
timo, (3) tendría prioridad sobre (1).
El segundo punto se refiere a la explicación de las acciones.
Mili afirma que el deseo y la creencia no son suficientes para
explicar la acción. Se necesita un tercer elemento: la voluntad.
Mili sostiene que la voluntad es un fenómeno activo diferente
del deseo, que es un estado de sensibilidad pasiva, y “aunque
originariamente la voluntad sea un vástago, con el tiempo
puede separarse del tronco y arraigarse por sí misma”.28
Algunas veces, dice Mili, en lugar de querer algo porque lo
deseamos, lo deseamos porque lo queremos. Los casos en los
que queremos algo porque lo deseamos son relativamente fáci­
les de descubrir. El deseo es la primera fuerza motivacional y
la voluntad ejecuta la acción; por ejemplo, deseo ser valeroso y la
voluntad nos lleva a deshacer las trincheras enemigas. En este se­
gundo caso, el deseo aparece después de la acción de la volun­
tad, por ejemplo, no deseo pelear en la guerra pero quiero ser
valeroso. Mili piensa que después de realizar actos valerosos el
deseo de ser valeroso puede surgir.
Mili distingue tres maneras de describir una acción:
(a) Existen acciones “indiferentes” que surgen por un motivo
determinado y la acción continúa por hábito, algunas veces la
acción se realiza inconscientemente y la conciencia llega des­
pués de la acción.
Por acciones indiferentes Mili entiende aquellas acciones
que no tienen que ver con la moral. Un ejemplo sería el poner
el freno de mano al coche para evitar que se vaya a la barranca
y continuar haciéndolo independientemente de donde se esta
cione. Son acciones que no requieren de una deliberación.
(b) Hay acciones que se realizan con volición consciente, pe­
ro con una volición que ha llegado a ser habitual y se pone en
acción por la tuerza del hábito, pudiendo, dice Mili, oponerse
a la preferencia deliberada como a menudo ocurre con aquellos
que han contraído hábitos de indulgencia viciosa o perjudicial.
“Son acciones en las que la voluntad virtuosa es débil, domi-8

88 Ibid., p. 76.
LA ÉTICA DE J.S. MILL 113

nable por la tentación y no merecedora de una confianza


total.”*9
La psicología moral de Mili está compuesta por tres “con­
tendientes”: los deseos, la voluntad y la razón. La voluntad, si
es débil, da el triunfo a los deseos; si por'el contrario, es fuerte,
levanta la mano de la razón.50
(c) También puede suceder que no haya contendientes. Que
el deseo, la voluntad y la razón marchen en perfecta armonía.
Este es el caso de las personas de virtud confirmada y de todos
aquellos que persiguen deliberada y constantemente un fin de­
terminado.51 En pocas palabras es el ideal moral. La distinción
entre las acciones tipo b y c, sirve a Mili para alentamos a pro­
mover acciones morales, ya que del querer puede surgir el de­
sear, pero no para juzgar lo correcto de una acción.
El tercer punto —la relevancia moral— consiste en aclarar
la diferencia entre,el hecho de que una acción sea correcta y la
calidad del motivo. Mili afirma que salvar a un hombre de
ahogarse es correcto aun cuando la acción se realice para obte­
ner una recompensa.
Si lo que cuenta es la acción, no tendría caso distinguir las
acciones del tipo b y c, pero probablemente lo que a Mili le in­
teresa es incluir al deber como uno de tantos motivos de una
acción y así desmentir la acusación de que el utilitarismo susti­
tuye al deber por el placer. Mili reconoce que hay motivos que
son mejores que otros y esto nos ayuda a caracterizar lo que
“vale” una persona, pero no va a evaluar una acción.
La conducta virtuosa es para Mili un hábito ya que afirma
que podemos querer por hábito lo que no deseamos por sí mis­
mo.52 Pero entonces surge una pregunta ¿cómo sabemos qué
hábitos debemos fomentar, es decir, cuáles son las acciones
correctas? Podríamos responder con tres tesis:

(1) Una acción particular se justifica como correcta o buena


cuando se muestra que va de acuerdo con una regla mo­
ral.29301

29 Ibid.
30 Donald Davidson, "Is weakness of the will possibles?”, Essays on Actions and
Events, Oxford University Press, 1980, p. 35.
31 Mili, ibid., p. 77.
33 Ibid., pp. 44-45-
U PAUl.ETTE DIETER LEN

(2) Una regla moral es correcta o buena si se muestra que el


reconocimiento de esa regla promueve el fin último.
(3) Las reglas morales pueden justificarse cuando se aplican
a asuntos en los que el bienestar general se ve afectado.

K1 ideal moral para Mili es la enseñanza de las reglas que


promueven hábitos virtuosos de los que surgirían el placer de la
virtud y el dolor del vicio.

4. Los términos morales y la falacia naturalista

El nombre de falacia naturalista aparece por primera vez en la


ética en el libro Principia Ethica. de G.E. Moore. En esta obra
Moore critica todas aquellas posiciones que de una manera u
otra han tratado de definir los términos éticos. Moore llama fa­
lacia naturalista al hecho de asumir que debido a alguna cuali­
dad o combinación de cualidades invariables y necesarias que
acompañan a la cualidad bondad, esta cualidad o combina­
ción es idéntica a la bondad. "
Si alguien afirma que lo que es placentero es y debe ser
bueno, lo que es bueno es y debe ser placentero, o ambas cosas,
está cometiendo falacia naturalista al inferir de este hecho que
la bondad y el placer son una y la misma cualidad.
Mili afirma en su Lógica que podemos llamar a los objetos a
los que un término se aplica, la denotación del mismo, y a las
características que un objeto tiene para que el término se apli­
que. la connotación del término. Por ejemplo, la denotación
de mesa es aquello que puede ser identificado con las mesas
que existen. La connotación, en cambio, son los atributos en
virtud de lo cual "algo" va a ser llamado mesa. Así. mesa deno­
ta varios objetos (las mesas) y connota ser un mueble, compues­
to de una tabla lisa, sostenida por uno o varios pies y que sirve
para comer, escribir, etcétera.54
El problema con la falacia naturalista consiste en pensar que

M <;;V. Arthur Prior. Logic <vid thc ttasts ofEthics. Oxford. Clarrmton Pvrss. 1968.
i’ >•
Mili. S x s t i m t di- l.ogtqu*'. <»/> <7f . Vol. 1. p. SO.
LA ÉTICA DEJ.S. MILL 115

“bueno” o algún otro objeto, por ejemplo “placer”, denota las


mismas cosas y a pesar de esto no connota la misma cualidad.
La diferencia entre la identidad de la denotación y la identi­
dad de la connotación puede aclararse si consideramos lo si­
guiente: si la palabra “bueno” y la palabra "placentero" se
aplican a los mismos objetos, pero no se les atribuye la misma
cualidad, entonces decir que lo que es placentero es bueno o lo
que es bueno es placentero, es hacer una afirmación significati­
va a pesar de lo obvio que pueda parecer. Pero si la palabra
"bueno" y la palabra “placentero" tienen no sólo la misma
aplicación sino la misma connotación o "significado”, es decir,
que la cualidad del placer es idéntica a la cualidad de bondad,
entonces afirmar que lo que es bueno es placentero o lo que es
placentero es bueno es pronunciar una tautología, o como Mili
lo hubiera llamado, una proposición meramente verbal.54
A partir de estas consideraciones Moore trata de demostrar
que el término bueno es incapaz de ser definido.
Moore afirma lo siguiente: “Lo que afirmo es que bueno es
una noción simple, así como amarillo es una noción simple; así
como no podemos por ningún medio explicar a alguien que
todavía no sabe lo que es amarillo, no se puede explicar ¡o que
es el bien. Las definiciones del tipo de las que yo pido, defini­
ciones que describan la naturaleza real del objeto o de la no­
ción denotada por una palabra, y que no nos digan simple­
mente lo que la palabra suele significar, esto es posible cuando
el objeto o la noción en cuestión es algo compuesto.”56
Para Moore, todos los objetos que no conocemos previamen­
te y que son susceptibles de ser definidos son complejos. Esto
significa que están compuestos de partes que a su vez permiten
una definición similar, hasta que se llegue a sus partes simples
no podrán ser definidos.
Moore entiende por definición una cualidad referida a un
objeto o una noción que está constituida por una combinación
de cualidades simples; si lográramos decir que lo que posee una
combinación de cualidades es “bueno” podríamos encontrar,
inspeccionando cuidadosamente, que se trata de una afirma­
ción significativa y no de una proposición meramente verbal.

»//>«/
56 (.'/>. M<x>r<\ o/i. r/if.. p. 7.
116 PAULETTE DIETERLEN

Pero además de probar que el “bien” es una noción simple,


Moore quiere probar que también es una noción única. Para
esto se basa en una afirmación del obispo Butler que nadie se
atrevería a negar: “Todo lo que es, es lo que es y no es otra
cosa. ”57
Esta oración fue dirigida originalmente contra aquellos que
afirmaban que las acciones virtuosas no promueven el propio
interés, ya que el desinterés es la esencia de la virtud. Mande-
ville llegó a sostener que la única conducta virtuosa es la auto-
negación; que la virtud no es parte del interés de una persona
ni de la comunidad. Así, los vicios privados dan como resulta­
do los beneficios públicos. Butler quiere demostrar que la vir­
tud y el desinterés no son la misma cosa, sin embargo, no niega
que la calidad moral de un acto está determinado por otras
cualidades. No niega que una cierta situación dada, por
ejemplo, una cierta intensidad de celos, no pueda ser caracteri­
zada como incorrecta. Lo que está negando es que podamos
decir que “expresar un sentimiento de tal y tal intensidad, en
tal y tal situación, sea lo que signifiquemos cuando decimos
que una acción es buena o mala”. Para Butler, la bondad y la
maldad tienen una especificidad moral que va de acuerdo con
nuestra naturaleza y nuestra situación.
La bondad y la maldad no pueden identificarse con epítetos
indiferentes. Y esto significa que son lo que son y no son otra
cosa. Lo que Butler llama epíteto indiferente Moore lo llama
epíteto natural.
Si Moore simplemente afirmara que la bondad no es idénti­
ca a otra cualidad, sería una proposición vacía, pero no intenta
criticar una proposición vacía con otra, sino hacer hincapié en
que se está identificando al bien con una cualidad natural.
Para él el método naturalista consiste en sustituir la palabra
bueno por alguna propiedad de un objeto natural o de varios
objetos naturales y asi reemplazar a la ética por una ciencia na­
tural. En el caso de Mili, esa ciencia es la psicología. Según
Moore, Mili hace un uso ñame de la falacia naturalista al afir­
mar, por un lado, que bueno es deseable y que sólo puede en­
contrarse lo deseable buscando lo que es deseado; y, por otro,
que además del placer, deseamos otras cosas.

57 Cfr. Prior, p. 3.
LA ÉTICA DEJ.S. MILL 117

Si únicamente deseamos placer, eso es una cuestión que con­


cierne a la psicología, como el mismo Mili lo reconoce. El pun­
to que es relevante para la ética es en el que se pretende probar
que “bueno” significa “deseado”.
Según Moore, “la falacia es tan obvia que es maravilloso que
Mili no la hubiese visto. El hecho es que deseable no significa
capaz de ser ‘deseado' como ‘visible’ significa capaz de ser vis­
to. Lo deseable significa simplemente que debe ser deseado o
merece ser deseado, como lo detestable significa no lo que es si­
no lo que debe ser detestado”.58
Otro problema que surge con la tesis de Mili es el reconoci­
miento de que hay objetos de deseo mejores que otros. Según
Moore, entonces no sería aparentemente obvio que deseable
sea ipso Jacto bueno.
La crítica al naturalismo puede expresarse con tres afirma­
ciones:

(1) Las proposiciones éticas no son deducibles de proposi­


ciones no éticas.
(2) Las características éticas no son definibles en términos
no éticos.
(3) Las características éticas no son de distinto tipo de las no
éticas.

Respecto a la falacia naturalista existe muchísima bibliogra­


fía, la mayoría escrita en los años treinta. Se ha criticado a
Moore por usar la falacia en favor de su intuicionismo, sin aclarar
qué entiende por objeto natural, objeto simple, etc. También
se ha dicho que la falacia de Mili consiste no en derivar una
premisa ética de una no ética, sino en que hay un término ético
que aparece en la conclusión y que no aparece en las premisas.
Entonces la falacia consistiría en un argumento del tipo si A es
B, entonces A es C; si el placer es lo deseado, el placer es
bueno.89
Sin embargo otros autores40 han tratado de ver la ética de

98 Moore, op. cit. , p. 66.


89 Frankena, “The Natura listic Fallacy”, en Philippa Foot (comp.), Theones o f
Ethics. Oxford Readings in Philosophy, Oxford, 1979, pp. 50-65-
40 Urmson, “The Interpretatton of the Moral Philosophy of j.S . Mili,” en Philippa
Foot, op. cit., pp. 128-156.
118 PAULETTE DIETERLEN

Mili de una manera más favorable. Para estos autores Mili no


trata de definir la palabra bondad, ya que sólo hace referencia
al problema analítico cuando se refiere a aquellas personas que
ven la obligación moral como un hecho trascendente, como
una realidad objetiva que pertenece al ámbito de las cosas mis­
mas. Según esta interpretación, lo que Mili busca es un criterio
que nos permita distinguir una acción correcta de una que no
lo es. Así, sería irrelevante criticarlo por una cosa que él no pre­
tende hacer, a saber, definir los términos éticos.
Para terminar quisiera mencionar una frase de Nietzsche del
Ocaso de los ídolos:
“Si poseemos el porqué de nuestra vida, podemos ponerle
cualquier cómo. El hombre no va persiguiendo la felicidad,
sólo el inglés lo hace.”41
Si Nietzsche tiene razón, entonces podríamos afirmar que lo
que no es exclusivo del inglés es el espíritu que mueve la obra
de Mili: la idea de encontrar un principio que en casos de con­
flicto nos ayude a decidir qué acción realizar o qué política se­
guir. Esto es, simplemente, la vigencia del utilitarismo.

41 Citado por Williams B., en Smart y Williams (comps.), op. cit., p. 77.
LA CONFERENCIA SOBRE ÉTICA
DE W ITTG EN STEIN
(Segunda versión)

E n r iq u e V illan ueva

Entre septiembre de 1929 y diciembre de 1930, Wittgenstein


ofreció una conferencia sobre Ética en Cambridge.1Se trata de
una conferencia popular o para un público no especializado.
La forma literaria exhibe gran fuerza y arrojo. Pero, lo que es
más importante aún, el contenido resulta abrumadoramente
fascinante. En la conferencia podemos admirar una gran men­
te sutilmente educada abordando el tema filosófico por exce­
lencia. Mi tarea consistirá en exponer, interpretándolo, el pen­
samiento de Wittgenstein en esta conferencia para localizar las
que considero intuiciones profundas que subyacen en el mismo.

1. Wittgenstein comienza ofreciendo una explicación del tér­


mino “Ética” y cita lo dicho por G.E. Moore en Principia Etíli­
ca: “Ética es la investigación general de lo que es bueno”; pero
Wittgenstein advierte que va a usar el término en un sentido
aún más general de manera que incluya lo que se denomina Es­
tética.12 A manera de acotación del tema de la Ética, cita un
conjunto de descripciones para que se puedan apreciar las no­
tas características de la Ética. Dice:
1 Conferencia sobre Ética, publicada en The Phüosophical Revieiv, 1965, pp. 3-12;
originalmente en inglés; las traducciones son mías. Citaré CE de ahora en adelante.
2 Escribiré “Ética” con E mayúscula para indicar el sentido que le da Wittgenstein.
120 ENRIQUE VILLANUEVA

Ahora bien, en lugar de decir “La Ética es la investigación de lo


que es bueno" pude haber dicho que la Ética es la investigación
de lo que es valioso, o de lo que es realmente importante, o
pude haber dicho que la Ética es la investigación del significa­
do de la vida, o de lo que hace a la vida digna de vivirse, o de la
manera correcta de vivir.3

Wittgenstein pensó que considerando todas las anteriores


oraciones se puede obtener una idea acerca del asunto de la
Ética. Pero además, distingue dos sentidos según los cuales se
puede entender cada una de esas descripciones.

2. Wittgenstein distingue un sentido o uso trivial o relativo de


otro Ético o absoluto. Del sentido o uso trivial o relativo dice:

Si por ejemplo digo que esta es una buena silla esto significa
que la silla sirve un cierto propósito predeterminado y la pa­
labra bueno aquí tiene significado solamente en tanto este pro­
pósito se ha fijado previamente. De hecho la palabra bueno en
el sentido relativo solamente significa la satisfacción de un cier­
to estándar predeterminado.4

Se trata entonces de un sentido o uso condicionado, relativo


a propósitos, convenciones, etc. “Correcto” querría decir tam ­
bién correcto relativo a un cierto fin o propósito. Wittgenstein
observa que este uso trivial de esas expresiones no presenta un
problema importante. Igualmente observa que esa no es la ma­
nera como la Ética usa “bueno”, “correcto”, “valioso”, etc. La
manera Ética de usar esas expresiones es absoluta; Wittgenstein
propone un ejemplo en el que una persona juega tenis y al­
guien opina que juega bastante mal pero él responde que es
consciente de que juega mal pero no desea hacerlo mejor; en­
tonces el'observador quedará conforme y éste será el fin del
asunto. No sucede así en un caso Ético:

Supongamos que he dicho a uno de ustedes una mentira desca­


bellada y él viene y me dice: “Te estás comportando como una
bestia”, y entonces yo le respondería: “Sé que me estoy compor­

3 CE, p. 5.
4 Idem.
LA ÉTICA DE WITTGENSTEIN 121

tando mal, pero no deseo portarme mejor.” ¿Podría entonces


decir: “ah, entonces está bien”? Ciertamente no; él diría:
“Bueno, debes querer comportarte mejor.”5

Wittgenstein pone la diferencia entre ambos usos diciendo:

Todo juicio de valor relativo es un mero enunciado de hecho y


puede entonces ponerse en tal forma que pierde toda aparien­
cia de un juicio de valor.6

3. Y sugiere traducciones de juicios de valor relativo a juicios


hipotéticos o condicionales. La situación es muy otra con los
juicios de valor absoluto: en ellos no sólo no hay traducción a
un condicional fáctico, sino que:

ningún enunciado de hecho puede jamás ser o implicar un


juicio de valor absoluto.7

Si hubiera un libro que contuviera todos los hechos del m un­


do, es decir, toda la descripción del mundo, ese libro no
coíitsir1’cLtI sl í ** so^o ju ic io y t^inr>jpoco im plicsiris.
Otro argumento de Wittgenstein consiste en observar que
todas las oraciones de ese libro con una descripción total del
mundo estarían en el mismo nivel, no habría una jerarquía en
esas oraciones de manera que se pudiera distinguir las sublimes
de las importantes y ésas de las triviales. Si apareciera un asesi­
nato, sólo aparecería como un hecho junto a otros hechos
descritos y aun cuando podría provocar reacciones emocionales
el asesinato descrito no tendría nada Ético. Un tercer argu­
mento consiste en querer darle un uso absoluto a una oración
de hecho, relativa. En el ejemplo arriba citado, sería como
hablar no de la carretera correcta sino de la carretera absoluta­
mente correcta, es decir:

5 Idem.
$ Ibid., pp. 5-6.
7 Ibid., p. 6.
122 ENRIQUE V1LLANUEVA

Pienso que sería la carretera que todo el mundo, al verla,


tendría con n e c e s id a d lógica que tomar o avergonzarse por no
hacerlo. *

Pero Wittgenstein objeta:

Y yo deseo decir que tal estado de cosas es una quimera. N in­


gún estado de cosas tiene, en él mismo, lo que me gustaría lla­
m ar la fuerza coercitiva de un juez absoluto.9

4. Entonces, ¿qué tratamos de expresar cuando usamos expre­


siones como “valor absoluto", “bien absoluto”, etc.? Nada que
podamos describir, dice Wittgenstein. No hay hechos que po­
damos recoger en el lenguaje. No hay, en consecuencia, una
teoría. Pero esas expresiones son correctas y todo el mundo las
usa y comprende; luego, hay algo que justifica su uso, hay algo
que esas expresiones expresan, después de todo. Y Wittgenstein
nos dice que ese significado absoluto solamente se puede justifi­
car a partir de algo vivido, a saber, la experiencia. Wittgenstein
habla de una experiencia en particular que se ofrece como la
experiencia par excellence, y nos expone e! método z seguir:

Describiré esta experiencia para hacer, si es posible, que re­


cuerden la misma experiencia o experiencias similares de m a­
nera que tengamos una base común para nuestra investigación.10

5. En seguida pasa a describir tres experiencias, a saber, la de


maravillarse de la existencia del mundo, la de sentirse absolu­
tamente a salvo y la de sentirse culpable. Cuando se tiene la ex­
periencia de maravillarse ante la existencia del mundo, W itt­
genstein dice que hay la inclinación a proferir oraciones tales
como “qué extraordinario que algo pueda existir” o “cuán
extraordinario que el mundo pueda existir”. Pero inmediata-8

8 ¡btd., p. 7. Aquí aparece la conexión inmediata entre actitud y acción que es


central para esta concepción de ia Ética y que retomaré más adelante. Adviértase sin
embargo el tono de la tesis: es porque la carretera es absolutamente correcta que la
persona se verla obligada a tomarla o a avergonzarse por no hacerlo.
» Idem.
'« Ibüi., p. 8.
LA ÉTICA DE W1TTC.ENSTEIN I2S

m e n te nos ad vierte que la exp resión verbal de esas exp erien cia s
es un sinsentid o y qu e se está usando m al el len g u a je al p ro ferir
esas o racio n es.
P o r e je m p lo , en el p rim er caso, el del m arav illarse, no hay
n in g ú n co n tra ste o d iferen cia que se m arq u e al p ro ferir esas
o racio n es. En casos o rd in ario s, com o en el m arav illarse de que
u n p erro sea el m ás g ran d e ja m á s visto, la sorpresa es a ce rca de
algo qu e es el caso y qu e se pod ría co n c e b ir de o tra m a n era d i­
fere n te. D ice:

Decir "me maravilla que tal y tal sea el caso" solamente tiene
sentido si puedo imaginar que no sea el caso. . . Pero es un sin­
sentido decir que me maravillo de la existencia del mundo por­
que no puedo imaginarlo no existiendo.11

W ittg en stein co n ced e q u e m e puedo im a g in a r al m u n d o con


o tras propied ad es, pero no se tra ta de eso en la e x p e rie n cia c i­
tad a antes, sino de que m e m aravillo del m u n d o sea co m o
fu ere, ten ien d o las p ro p ied ad es q u e ten g a. P ero cu a n d o se in ­
ten ta e x p lic a r el m a l uso se c o rre el peligro d e c a e r en la in in te ­
lig ib ilid ad . Acá se están m al u sando las exp resion es "e x is te n ­
c ia " y "m a ra v illa rse ", p ero W ittg en stein sostiene qu e:

cierto mal use característico de nuestro lenguaje corre a través


de todas las expresiones éticas y religiosas.15

6 . E ste m al uso ca ra cte rístico consiste en q u e las exp resio n es se


usan corno sím iles o en an a lo g ía co n otros usos. Así. por
eje m p lo , se d ic e : " la vida d e B o ris P a ste m a k fu e v a lio sa ", y se
d ic e qu e “las jo y a s d e la co ro n a del Z ar son v alio sas", y p a re ce
q u e el uso d e “v alio sa" en el caso d e P a ste m a k es sim ila r al o tro
uso de “v alio so ", p ero no hay ta l sim ilarid ad . W ittg en stein
o frece el sigu iente arg u m en to p a ra m o strar q u e la sim ilarid ad
n o es real:

un símil debe ser el símil para a lg o . Y si describo un hecho por


medio de un símil debo ser capaz de elim inar el símil y describir

11 Ibúi.. ]>|>. S-9.


X' Ibhi.. p. í*.
124 ENRIQUE VILLANUEVA

los hechos sin él. Ahora bien, en nuestro caso, tan pronto como
eliminamos el símil y declaramos simplemente los hechos que
están detrás del símil, encontramos que no hay hechos.13

No hay hechos sin símil, solamente hay sinsentidos. Pero en­


tonces las tres experiencias mencionadas anteriormente, en
tanto que son hechos, no pueden tener valor absoluto.

La paradoja es que una experiencia, un hecho, pudiera pare­


cer que tiene valor supematural.14

7. Wittgenstein trata de enfrentar esta paradoja recurriendo a


la noción de milagro, es decir, un suceso jamás visto. Si aconte­
ciera y se investigara científicamente, k> milagroso desaparece­
ría porque la mirada científica destruye lo milagroso. Acá de
nuevo aparece un sentido relativo y otro absoluto de “milagro”.
Pero cuando se intenta describir y caracterizar el sentido abso­
luto de milagro se cae en el sinsentido. Adelantándose a una
objeción, dice Wittgenstein:

Ahora veo que esas expresiones sin sentido son sin sentido no
porque no haya encontrado aún las expresiones correctas sino
que su sinsentido constituye su verdadera esencia. Pues todo lo
que yo quise hacer con ellas fue justamente ir más allá del mun­
do y esto es decir más allá del lenguaje.15

8. Wittgenstein considera que el hecho de caer repetidamente


en el sinsentido al querer explicar el uso absoluto del lenguaje
es un síntoma de algo profundo, a saber, de que están agotadas
las capacidades semánticas para expresar algo que no cabe en
el lenguaje, algo de tal manera grande y fuerte que cuando se
quiere expresar por la fuerza con el lenguaje, hace explotar a
éste.16 Wittgenstein describe la tendencia a expresar lo que es

13/6ttf., p. 10.
14 Idem.
15 Ibid., p. 11.
l6Ibid-, p. 7. Dice: “solamente puedo describir mi sentimiento mediante la metáfo­
ra de un hombre que pudiera escribir un libro de Etica que fuera realmente un libro
de Etica; este libro destruiría, con una explosión, todos los otros libros en el mundo.
Nuestras palabras, usadas como las usamos en la ciencia, son solamente vasijas capa­
ces de contener y transmitir significado y sentido, significado y sentido natural. .
LA ÉTICA DE WITTGENSTEIN 125

absolutamente valioso, correcto, bueno, etc., como una ten­


dencia incurable a ir contra los límites del lenguaje, una ten­
dencia sin esperanza:
La Ética, en cuanto surge del deseo de decir algo acerca del sig­
nificado último de la vida, del bien absoluto, del valor absolu­
to, no puede ser ciencia. Lo que ella dice no aumenta nuestro
conocimiento en ningún sentido.17

9. Desde dentro del lenguaje queremos expresar el bien absolu­


to y nuestros intentos fracasan una y otra vez. Caemos en el sin­
sentido, no en la falsedad, y esto indica que no podemos expre­
sar el bien absoluto, que el bien absoluto es inexpresable en el
lenguaje referencial de la verdad y la falsedad. No es que por
implicación hagamos desde el lenguaje una inferencia hacia el
sinsentido. No hay implicación ni inferencia lógica, sólo nos
damos cuenta de que ése no es el “lugar” de la Etica, que las
descripciones con significado cognoscitivo no aprehenden lo
propio de la Ética.
No hay inferencia ni argumento porque estos están dentro
del lenguaje. Por ello Wittgenstein utiliza la persuasión, el
ejemplo particular, la experiencia, para que captemos la dife­
rencia.
10. Pero, por supuesto, esta tarea intelectual no puede ser el
fin del asunto. La tarea intelectual, crítica, es el fin de la
filosofía moral o de la ciencia ética con la que han jugado los fi­
lósofos racionalistas de todos los tiempos. La tarea de eliminar
esta pseudociencia y la consiguiente tarea filosófica de explica­
ción, justificación o fundamentación, tiene las más ricas conse­
cuencias teóricas y prácticas.
Teóricamente, Wittgenstein elimina una tarea imposible;
prácticamente, nos deja liberados para poder actuar sin el
mando de una supuesta superrazón filosófica. Deseo tocar estos
puntos de suma importancia, así sea tan sólo de una manera
excesivamente breve.

11. Antes deseo reflexionar sobre la concepción de la Ética que


ataca Wittgenstein y de la cual saca, simplemente siguiendo la

17 Ibid., p. 12.
126 ENRIQUE V1LLANUEVA

lógica de esa misma concepción, tan devastadoras consecuen­


cias filosóficas. Quiero tocar las notas de absoluto, justificación
y conocimiento que una cierta manera de pensar atribuye al
bien.

12. Por lo que toca a la noción de absoluto que debe tener el


bien o el deber Ético, creo que Wittgenstein recoge muy bien
esta intuición. Parece algo indispensable que el bien que bus­
camos con nuestras acciones deba tener un valor absoluto, es
decir, incondicional. El fin último de nuestra vida, el sentido
de nuestra acción, tienen que tener un valor que no sea ni hi­
potético ni condicionado: debe valer ahora y siempre y debe
valer más que todas las cosas porque sin él no vale la pena aco­
meter las acciones que componen nuestra vida, no vale la pena
sostenernos en la existencia. O todo o nada, dice el absolu­
tista en materia de Ética. La idea sería que el conjunto de
bienes que perseguimos y logramos con nuestras acciones debe
tener un valor absoluto para que pueda justificar todas esas ac­
ciones. es decir, para que todas y cada una de las acciones aco­
metidas tengan un valor y justificación intrínsecos y para que en
consecuencia de todo ello, valga la pena haberlas hecho y con­
tinuar haciendo otras similares a ellas.

13. Sin embargo, hay cierta manera de pensar que pretende


capturar estas nociones del bien o el deber absoluto apelando
a las categorías de objetividad y racionalidad. Según esta m a­
nera de pensar, podemos fundamentar la razón práctica o el
bien moral y esta fundamentación nos debe permitir establecer
objetivamente lo que es correcto hacer moralmente, cómo de­
bemos pensar el bien moral más allá de las diferentes teorías y
opiniones, de manera que podamos establecer la superioridad
o inferioridad de un juicio moral de acuerdo con una jerar­
quía. Una consecuencia o implicación de esta teoría consiste en
la tesis adicional de que es posible enseñar lo Ético, es decir,
enseñar a otros a captar el bien o el deber absoluto y a determi­
nar cuánto le falta a alguien para captar estas nociones absolu­
tas. Y si hav conocimiento del bien y del deber absolutos y hay
reglas o mandatos que los expresan, y que se pueden enseñar y
aprender, hay. por lo tanto, conversación inteligible acerca de
LA ÉTICA DE WITTGENSTEIN 127

ellos, hay discusión y manera de zanjar la disputa entre dos o


más contendientes, acepten o no la misma moral.
En esta concepción se quiere salvaguardar la especificidad
de lo Ético separándola de los hechos o distinguiendo, por
ejemplo, la razón práctica de la razón teórica. Entonces se
habla de dos tipos de conocimiento, de dos lenguajes o de dos
realidades, una de hechos y otra de valores. Estas dicotomías
están de todas maneras dentro de una misma razón, una mis­
ma potencia epistémica o semántica, como dos usos o aspectos
de una misma razón, conocimiento o lenguaje. Al introducir
esas dicotomías se crea una perplejidad fundamental, a saber,
la de la eficacia de la acción Ética: ¿cómo sabemos que
nuestras intenciones y deseos Éticos se realizan? El teórico abso­
lutista tiene entonces que contestar esta cuestión primaria y
para hacerlo debe legislar en lo que concierne a la naturaleza de
los deseos y las intenciones Éticas, acerca de la naturaleza
del razonamiento práctico y acerca del conocimiento que tene­
mos de que esas intenciones y deseos Éticos trascienden la con­
ciencia del agente moral para plasmarse en la realidad del
mundo y de la vida, impregnando a éstas de valor y deber abso­
lutos.
Y si no se refieren al mundo espacio-temporal y a las perso­
nas encarnadas, entonces habrá que postular un mundo y unas
personas Éticas que registren la realización del bien y el deber
absolutos, o dejarlo todo en una completa falta de especifica­
ción.

14. Los dualismos de la razón, del conocimiento y del lenguaje


dan lugar a una esquizofrenia de esas potencias o facultades y
crean hiatos imposibles de zanjar. Esta es la concepción absolu­
ta de la Ética contra la que quiere ir Wittgenstein.
Wittgenstein acepta el absolutismo Ético, no lo cuestiona
sino que sigue su lógica, eso es, persigue sus consecuencias y lo
lleva a una situación de paradoja extrema que se me antoja
una reducíio, filosóficamente hablando. Veamos un poco de
esto. Wittgenstein mueve la cuestión del sentido de la vida al
centro de la discusión Ética. La persona que adopta un punto
de vista Ético acerca del sentido de su vida adopta una actitud,
no una opinión, juicio o razonamiento. Esta actitud funda­
mental le hace ver de manera inmediata las acciones que debe
128 ENRIQUE VILLANUEVA

acometer y las que debe evitar y en su acción no hay ni divorcio


ni hiato entre sus intenciones y deseos Éticos y la realización de
los mismos; es decir, la persona Ética no tiene que razonar ni
fraguar hipótesis o teorías para actuar Éticamente: el valor y el
deber absolutos están inmediatamente ligados a sus intenciones
y deseos y no hay necesidad de lucubrar con inferencias, ra­
ciocinios, explicaciones o justificaciones.18 La idea de una ra­
zón práctica resulta una contradicción en los términos.1920

15. La tesis de Wittgenstein es que el absolutismo Ético, bos­


quejado en el § 13, se vuelve ininteligible y absurdo cuando se
trata de expresarlo o describirlo en tratados o teorías que
vienen a resultar triviales o absurdas. El bien o el deber absolu­
tos pierden su carácter absoluto cuando se expresan en el len­
guaje, pues éste ha sido concebido para expresar las cosas por
medio de contrastes parciales en donde es imposible que pueda
caber algo absoluto. De allí la metáfora de que lo Ético haría
explotar todo el lenguaje si se quisiera expresar. De manera
que un tratado o teoría de lo Ético es una empresa interna y
esencialmente absurda.90

16. ¿Qué hacer frente a este repetido absurdo de la tradición


absolutista? La reacción positivista es declararlo absurdo y vol-

18 Wittgenstein parece estar de acuerdo con la tesis de Hume de que no se puede in­
ferir un deber moral de la consideración de los hechos, pero con la cualificaciñn de
que no se puede salvaguardar lo que Hume propone a menos que se saque al deber o al
valor del lenguaje, pues de otra manera persistirá la tentación de borrar la distinción o
de querer expresarla engendrando infinitas confusiones.
Serla un error pensar que Wittgenstein está ofreciendo un criterio o explicación de
la distinción hecho-valor; la tesis de Wittgenstein es precisamente que no puede hacer­
se tal distinción y sólo se puede sugerirla o aludirla en medio del sinsentido.
19 Como será manifiesto al lector, uno de los representantes más calificados de la
tradición a que se opone Wittgenstein es Kant. No es posible argumentar aquí contra
las diversas tesis de Kant, pero baste mencionar el punto más importante de la critica
de Wittgenstein: lo que Kant quiere decir acerca del bien es correcto, solamente que
no puede decirlo y su teoría, linea por linea, o es incoherente e ininteligible o no versa
acerca de la Ética.
20 De manera similar, el aprendizaje o enseñanza de la Ética está eliminado. Dice
Wittgenstein: "Lo Ético no se puede enseñar. Si mediante una teoría pretendiera
explicar a otro en qué consiste la esencia de lo Ético, lo Ético carecería de valor.”
(Waissmann, Ludwig Wittgenstein y el Círculo de Viena, México, FCE, 197S, p.
130.) Én una nota de los Manuscritos inéditos dice: “No se puede conducir a los
hombres al bien, sino solamente llevarlos a alguna pane. El bien está fuera del espacio
de los hechos."
LA ÉTICA DE WITTGENSTEIN 129

tearle la espalda buscando entonces una concepción menos exi­


gente del bien y el deber, así como de las intenciones y deseos
morales: se abandona de esta manera la Ética en favor de la
ética. Ésta es también la reacción antirromántica del naturalis­
mo. £1 absolutista queda condenado a emitir sus dolidos suspi­
ros románticos añorando el bien y el deber absolutos que están
sistemáticamente más allá de sus potencias racionales, episté-
micas y semánticas, según reza la condena del emotivismo y el
existencialismo. £1 absolutismo Ético es el absurdo, de acuerdo
con esos críticos.21
Pero Wittgenstein encuentra en CE un punto intermedio
entre el absolutismo y el positivismo (o el naturalismo, el emo­
tivismo y el existencialismo que comparten con él el rechazo del
absolutismo). Por un lado afirma el Bien o el Deber absolutos y
con ello niega al positivismo y sus cognados; por el otro, le
niega expresión lingüística o epistemológica a lo Ético. No hay
ciencia ni teoría de lo Ético pero hay lo Ético, sin embaigo.
Wittgenstein encuentra que la única manera de salvar lo Ético
del ataque positivista es restringiéndolo al silencio semántico y
epistemológico. El bien y el deber absolutos se afirman, pero
esa afirmación no puede hacerse en el lenguaje ni tiene ningún
valor epistemológico.

En mi conferencia sobre Ética, al final hablé en primera perso­


na: creo que esto es algo muy esencial, porque nada de esto se
puede comprobar y yo solamente puedo presentarme como
personalidad y hablar en primera persona.22

De nueva cuenta encontramos el argumento de que no hay


comprobación ni tiene sentido hablar de una instancia deciso­
ria; por lo tanto, se han abrogado las condiciones de toda obje­

21 Muchos encontrarán ininteligible esta concepción absoluta de lo Ético. Qué mo­


delo de deseos o intenciones morales le serla adecuada, preguntarán, buscando ha­
cerla inteligible y por lo tanto discutible. Es claro que la tesis no tiene modelo psicoló­
gico alguno y que no es discutible, pues, repito, ni siquiera se puede expresar en el len-
uaje. Wittgenstein sostiene que es un sinsentido. Pero queda la cuestión de una vida
f tica (que no puede expresarse en el lenguaje y que no admite conocimiento). La pa­
radoja se hace cada vez más acuciosa y punzante. Creo que no hay manera de refu­
tarla; solamente se puede declarar que no se comprende esa Ética y esta declaración
tiene un aire paradójico.
22 Cfr. Waissmann, op. cit., pp. 103-104.
ISO ENRIQUE VILLANUEVA

tividad o del discurso descriptivo, y en consecuencia se tiene


que caer en el testimonio.”

17. Si la filosofía es una empresa discursiva, racional, el movi­


miento de Wittgenstein parece abandonar toda filosofía. Lo
que Wittgenstein hace precisamente es mostrar el camino para
poder mantener el bien y el deber absolutos, a saber, sacarlos
de todo lenguaje y por ello mismo de toda teoría o explicación,
sea ésta científica o filosófica.
En este sentido de filosofía, la solución de Wittgenstein no es
una solución dentro de la filosofía y con este tipo de asevera­
ciones se alcanza de nuevo un alto grado de paradoja o sinsentido.

18. Veamos desde otra perspectiva: ¿cuál es la relación entre


hecho y valor? El valor está en los hechos, en el mundo, y todos
vivimos esta relación inmediata y cotidianamente, pero el error
de una tradición filosófica consiste en querer expresarla o
representarla. El bien y el deber absolutos están en el mundo
pero no se pueden conocer ni esta relación se puede declarar;
solamente se la puede vivir (y con esta última aseveración esta­
mos de nuevo cayendo en ia paradoja y el sinsentido).

19. ¿Es racional la postura de Wittgenstein? ¿Podemos exten­


der el concepto de racionalidad para que cubra tanto lo discur­
sivo como lo no-discursivo, tanto el sentido como el sinsentido?
No parece viable esta extensión, pues si el valor absoluto haría
explotar al lenguaje, parece que de manera semejante ha­
ría explotar la razón y la racionalidad. La razón, el lenguaje, el
conocimiento, la verdad y el mundo, forman una unidad y lo
Ético no cabe allí. ¿Cómo aceptar una Ética que no dice nada y

2S Wittgenstein no reduce la Ética al silencio: hay usos del lenguaje oblicuos, como
el testimonio, la narración de experiencia, etc., que permiten el acceso a lo Ético, pero
todo ello no llega a ser un lenguaje y no puede tener condiciones de verdad.
Se dirá: ¿por qué no hablar del Bien y lo Ético si todo el mundo habla de intenciones
y deseos morales y del Bien, etc.? La cuestión es que Wittgenstein se dirige a una con­
cepción absoluta del Bien, el Deber, etc., y ésta es la que no tiene cabida en el len­
guaje: otras concepciones morales o éticas no le parecen importantes y por ello no le
preocupan. Asi dice:

La Ética en cuanto surge del deseo de decir algo acerca del sentido último de la
vida, el bien absoluto, el valor absoluto, no puede ser ciencia. CE, p. 12.
LA ÉTICA DE WITTGENSTEIN 131

por lo tanto no ordena nada, no ofrece una guía de acción? ¿O


acaso sucede que no expresa nada por medio del lenguaje pero
hay comunicación y guía y premio y castigo?

20. Wittgenstein utiliza el positivismo para rebajar el absolutis­


mo Ético. El resultado es un anti-racionalismo o, lo que viene a
ser lo mismo, un romanticismo no-discursivo.24 Éste es el único
tipo de romanticismo que puede sobrevivir a la acción de la
crítica filosófica.

21. ¿Por qué este romanticismo? Creo que Wittgenstein sintió


que solamente el bien o el valor absolutos pueden tener la fuer­
za obligatoria decisiva que nos lleva a actuar inmediatamente.
Esta fuerza obligatoria radical está en razón directa del carác­
ter absoluto del valor: no cabe allí raciocinio ni inferencia y no
cabe el lenguaje que está diseñado para propósitos de la
prueba, las razones, las circunstancias, etcétera.
Si ha de haber fuerza obligatoria radical, no puede haber
razones ni razonabilidad ni el discurso (lingüístico) en que ellas
encarnan. Toda otra concepción que niegue o rechace el ca­
rácter absoluto de ia Ética perderá por ello mismo ei atractivo
radical o inmediato que constriñe a la acción.25

24 La denominación de “romántico" molestará a algunos que verán encamado en


d ía el punto de vista positivista y naturalista. En este sentido es un desaderto, pero hay
una tradición de pensamiento romántico que guarda semejanzas con el intento de
Wittgenstein y el calificativo sólo pretende marcar la diferenda; la caracterización po­
sitiva se ofreció a lo largo del trabajo.
25 El lector de este trabajo puede encontrar en la exposición de esta tesis de W itt­
genstein el incentivo para pensar su propia posición. Un buen criterio es éste: ¿hasta
qué punto hay que rebajar las condiciones que presenta Wittgenstein para lograr una
filosofía moral viable?
LECTURAS ADICIONALES

GENERAL

Harman, Gilbert, La naturaleza de la moralidad, IIF, UNAM,


México.

Maclntyre, Alasdair, Una historia de la Ética, Paidós, Buenos


A ir p c

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za Editorial, Madrid, 1966.

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Schuhl, Pierre-Máxime, La obra de Platón, Librería Hachet-


te, Buenos Aires, 1956.

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1963.

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Véase también la importante introducción de
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Maritain, J., Las nociones preliminares de la filosofía moral.


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Lovibond, Sabina, Realism and Imagination in Ethics, Black­


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In d ic e

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Alberto Vargas, La ética de Platón ............................................ 13
Dulce María Granja Castro, Aristóteles y las virtudes ................ 23
Mauricio Beuchot, Etica y justicia en Tomás de A quino .......... 41
Mark Platts, Hume: La moralidad y la acción .......................... 55
Juan Rebolledo Gout, Notas sobre la concepción moral
de K a n t ..................................................................................... 79
Paulette Dieterlen, La ética deJ.S. M ili ................................ . . . 101
Enrique Villanueva, La conferencia sobre
ética de Wittgenstein (Segunda versión)................................ 119
Lecturas adicionales.................................................................... 133
La ética a través de su historia, No. 49 de la Colección
Cuadernos del Instituto de Investigaciones Filosóficas,
se terminó de imprimir en los talleres de Profesional
Tipográfica, S. de R.L., el 30 de noviembre de 1988.
Su composición se hizo en tipos Baskerville 8/9, 10/11
y 11/12 pts. La edición consta de 2,000 ejemplares.

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