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Esplendor y miseria de eros

Para Mozart la ópera es el género musical supremo, y por eso sueña con
componerlas. «Mi mayor deseo: escribir óperas». «Envidio a cualquiera que escriba una».
Sólo con pensarlo siente que un fuego le recorre todo el cuerpo. «Mi objetivo es la
ópera».[11] Pero la ópera desborda la música, dado que incorpora imagen, teatro y sobre
todo texto. Aunque Mozart no escribe los libretos de sus óperas, tiene las ideas muy claras
sobre el papel de las palabras: el compositor debe ser el maestro, es a él al que le
corresponde trazar las grandes directrices, pero al mismo tiempo su música debe seguir
tanto como sea posible el sentido de las palabras. El poeta se somete al compositor, pero la
música está al servicio de las palabras. Así, interviene constantemente en la escritura de los
libretos, en especial en el de Schikaneder para La flauta mágica y en los de Lorenzo da
Ponte (la trilogía «erótica»: Las bodas de Fígaro, Don Giovanni y Così fan tutte), y cabe
observar que ninguno de los demás libretos que compuso Da Ponte alcanza la calidad de
estos tres. Por eso podemos considerar que Mozart es el responsable de la totalidad de sus
óperas, no sólo de la partitura musical, y con toda la razón buscaremos sobre todo en ellas
la expresión de su pensamiento.
Suya es la idea de componer una ópera a partir de una obra de teatro que en esos
momentos da mucho que hablar. Da Ponte cuenta en sus Memorias: «Hablando un día con
él, me preguntó si me costaría mucho convertir en drama la comedia de Beaumarchais Las
bodas de Fígaro».[12] Se estrenó en París en 1784, tras haber estado prohibida durante
varios años. Tampoco en Viena se autorizó representarla, pero Da Ponte le asegura que
conseguirá la benevolencia imperial. Para ello corta varios pasajes que se consideran
especialmente subversivos, aunque conserva el espíritu general de la obra. En mayo de
1786 se representa en Viena la ópera de Mozart.
Los aspectos políticos de la obra están algo atenuados en la adaptación musical,
pero no ausentes, y es probable que fueran los que en un principio motivaran la elección de
Mozart. Consciente de pertenecer también él, desde el punto de vista social, a la clase de
los criados, a los que se trata sin miramientos y que incluso pueden llegar a recibir una
patada de los nobles a los que sirven, Mozart no puede evitar sentir simpatía por esta
historia en la que un criado desbarata los planes de su señor, el conde. Tanto en la obra
como en la ópera, los señores y los criados están al mismo nivel, aunque son estos últimos
los que poseen inteligencia y nobleza de corazón. Son también los personajes que están más
tiempo en escena, y Mozart les asigna las mejores arias. La ópera muestra el triunfo del
criado Fígaro y de la doncella Susana, y la humillación de su señor, el conde.
Sin embargo, el centro de gravedad de las Bodas está en otra parte. Es una ópera
sobre el amor. No el amor-caridad, que recomienda la Iglesia cristiana, ni el amor-alegría,
característico de las relaciones entre padres e hijos, o entre amigos, o algunas veces entre
amantes, sino el amor-deseo, el que parte de una carencia y vive mientras ésta dura, el que
extinguen los éxitos y encienden los obstáculos. Se trata de la búsqueda de una seducción
que debe culminar una conquista. En esta ópera, como en las demás obras que escribió en
colaboración con Da Ponte, se trata de eros. Las Bodas, que es la primera, anuncian y
preparan las dos siguientes («Così fan tutte», canta Basilio; en cuanto al conde e incluso al
joven Querubín, comparten muchos de los rasgos de Don Juan, salvo la brutalidad, porque
las violaciones y las palizas ya no se adaptan a la mentalidad de su tiempo). Todos los
personajes de la ópera ponen en práctica la lógica del deseo, que uno tras otro van
ilustrando y desmenuzando, tanto Fígaro, que sólo piensa en casarse, como Susana, que
rechaza las proposiciones del conde, e incluso Marcelina, esa Yocasta de comedia.
El juego erótico se juega siempre a tres bandas. Entre el sujeto y el objeto de deseo
suele inmiscuirse un rival. La primera figura de este juego es el intento de seducción, y la
dificultad procede de la ausencia inicial de reciprocidad. Se desea a alguien que a su vez
desea a otro. Así, Barbarina querría atrapar a Querubín, que suspira por la condesa, que
sueña con el conde, que persigue a Susana, que espera casarse con Fígaro… Por otra parte,
Marcelina quiere echar mano a Fígaro, que querría casarse con Susana. Si el objeto de
deseo estuviera dispuesto a responder a la demanda, el amor se detendría, y por eso el
conde se aburre con la condesa. La segunda figura son los celos, que provoca el deseo del
rival, aunque uno mismo no sienta el menor deseo. Al conde le preocupa poco la condesa,
pero no soporta la idea de que otro —Querubín, Fígaro o algún vasallo— le haga la corte.
Podemos imaginar que el carácter voluble del conde mantiene vivo el deseo de la condesa.
Ser infiel y exigir celosamente fidelidad se ajusta sin duda a la lógica de eros. La envidia es
la tercera figura. Si no podemos conseguir los favores de una persona, al menos debemos
impedir que otro pueda gozar de ellos. Como el conde no logra los favores de Susana,
intenta hacer fracasar su boda con Fígaro, y por eso favorece las pretensiones de Marcelina.
La envidia conduce a la venganza. Como se ha sufrido, se hará sufrir, y la desgracia del
rival compensa la propia ausencia de felicidad.

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