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A las siete y media de la noche del 18 de agosto de 1989, Luis Carlos Galán era ametrallado en la
plaza de Soacha, en Cundinamarca. Las balas que cegaron su vida fueron —finalmente--, razón que
movió a los colombianos a manifestarse a fondo contra el caos imperante. Este hecho desencadenó
una serie de protestas y movimientos — liderados sobre todo por los estudiantes—, que concluyeron
en lo que se ha llamado una insurrección civil en las urnas, el 11 de marzo de 1990. Fueron cinco
millones de votos que dijeron Sí a una constituyente popular que cambiara las reglas del juego para el
manejo del país.
Era la primera vez en 172 años de historia republicana que el pueblo colombiano, en sorprendente
mayoría, pedía que las cosas cambiaran.
Ese 11 de marzo los colombianos votaron para sacudirse una clase política ilegítima y abusiva, para
ahogar una guerra omnímoda y generalizada. El hilo conductor de la institucionalidad se partió
radicalmente en dos, aun a pesar de que el plebiscito de 1957 le había cerrado al pueblo su poder
constituyente directo.
Un País Desmemoriado
Si decimos que ese funesto hecho partió en dos nuestra tradición constitucional, esa afirmación nos
remite necesariamente a la historia. La historia, una gran herramienta para un país desmemoriado.
Revisar la historia de nuestros conflictos y sus reformas tiene un apreciable valor para entender el
momento que vivimos y la trascendencia de esta Asamblea Nacional Constituyente; que no ha sido la
única en la historia nacional, ni será seguramente la última. Revisar la historia supone no volver a
cometer los mismos errores, supone entender cuáles son las fuerzas que han manejado nuestra
institucionalidad y qué función han cumplido las cartas magnas que sucesivamente se han expedido
en nuestro país. Pese a la lejanía que los textos constitucionales establecen con la gente, a la aparente
neutralidad de su articulado, la historia de las constituciones está profundamente ligada a la historia
de la formación del Estado, y de las luchas entre los partidos y entre los sectores sociales que
conforman la nación, configurándose en lo que Hernando Valencia Villa ha llamado las Cartas de
Batalla. Es entonces una historia de batallas y las constituciones y reformas surgidas en medio de la
pólvora de las confrontaciones.
Comunicador Social, director del periódico “Caja de Herramientas”
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Abogado de la Universidad Javeriana, profesor universitario, consultor; artículos suyos han aparecido en diversas
publicaciones. Es además autor de los siguientes Artículos: De la represenlad6n a la participación. Reconstruir la Justicia. L acción
de Tutela: garantía para los derechos. Feliz cumpleaños Democracia.. Brete ecografía del embrión constitucional.’ aparecidos en el primer
volumen de ‘‘Constitución 1991: Caja de Herramientas’.
Monarquía Republicana
Dicha Constitución estableció la curiosa figura de una monarquía republicana con Fernando VII —en
ese entonces depuesto del trono por la invasión Napoleónica a España— como rey vitalicio, ante cuya
ausencia oficiaría como Presidente un criollo. Introdujo también el ideario de los Derechos del
Hombre, que gozaban de alto aprecio entre la intelectualidad granadina y cuya primera traducción
había hecho Antonio Nariño años antes. Provincias como Tunja, Antioquia, Cartagena, Mariquita y
Neiva siguieron el ejemplo y se dieron leyes fundamentales en un proceso que continuó hasta 1815.
Una de las características más notorias durante este período de convocatorias y fugaces
alumbramientos constitucionales, fue la casi total ausencia de participación del pueblo, pese a la
continua invocación por parte de los sectores privilegiados neogranadinos de conceptos como el de la
soberanía popular, vía para dar legitimidad al naciente Estado que apenas iniciaba su rompimiento
con España.
A fines de 1811 se configuró la Confederación de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, en cuya
acta constitutiva se reconoció la integridad y soberanía de cada una de las provincias y se reservó
para éstas el derecho a darse su propia Carta.
Fue sólo a partir de 1819, una vez concluida la guerra de Independencia, que el país inició el tránsito
hacia una institucionalidad menos precaria y efímera.
Luego de su convocatoria en 1820, el Congreso General de Colombia se reunió en la Villa del Rosario
de Cúcuta, entre el 6 de mayo y el 14 de octubre de 1821. Allí el Libertador entregó el poder a los
constituyentes, ya que él mismo estaba de paso hacia el sur, donde libraría no pocas batallas contra el
invasor español.
Después de Cúcuta
Frente a la Constitución de 1821 tanto los santanderinitas como los bolivarianos quedaron
descontentos. Los primeros, porque no era bastante federalista; y los partidarios del Libertador
porque no era suficientemente autoritaria. Al final se llegó a un acuerdo precario para convocar la
Convención de Ocaña, a comienzos de 1828.
La Asamblea de Ocaña fue incapaz de expedir una nueva Carta o de reformar la que regía y cuando
levantó sus sesiones, en junio de 1828, la República estaba aún más dividida. El desenlace de Ocaña
fue trágico: Bolívar expidió el Decreto Orgánico de la Dictadura que contemplaba la supresión de la
Vicepresidencia y el Congreso y la concentración de todo el poder en el Jefe del Estado. Como
respuesta, la mayoría santanderista intentó asesinar al Libertador en el célebre episodio de la noche
septembrina. Santander seria desterrado y Bolívar iría a pasar sus últimos días en San Pedro
Alejandrino. El país rodaba ya por el camino de la federalización, pese a la pausa que supuso el
régimen de la Nueva Granada.
La política librecambista arruinó a los artesanos y surgieron los primeros sindicatos bajo el nombre de
Sociedades Democráticas. La concreción de estos conflictos conduciría a una nueva constitución, la de
1853, que significó un giro completo en el desenvolvimiento constitucional. El federalismo se
introdujo por primera vez y de modo declarado en la gramática de la Constitución.
Esta Constitución decretó por primera vez las elecciones directas para Presidente en Colombia,
manteniendo excluidas de ellas a las mujeres. Al convocar las elecciones triunfaron los
conservadores, con Mariano Ospina Rodríguez, a pesar de la marcada hegemonía liberal, paradoja
quizás explicada por el carácter rural del país y la marcada influencia religiosa en la ciudadanía que
debutó como electorado.
Tomás Cipriano de Mosquera, presidente del Estado del Cauca y caudillo liberal reconocido, no
contento con el triunfo de las fuerzas centralistas se alzó en armas y promovió una revuelta que
incendiaría a todo el país, concluyendo con la derrota del gobierno y la toma de Bogotá. Ha sido la
única insurrección en la historia del país en que las fuerzas rebeldes salieron victoriosas. Resultado
inmediato de esa insurrección fue la Constitución de Rionegro, de 1863, que fijó en forma definitiva
un Estado federal bajo el nombre de Estados Unidos de Colombia e imprimió a la Carta un contenido
de acentuado radicalismo liberal. Se dieron amplias facultades al Congreso y se recortaron los
poderes presidenciales, se estableció el derecho del Estado a inspeccionar los cultos religiosos y se
otorgó autonomía soberana a cada uno de los Estados, sobre los cuales el gobierno federal apenas
tenía un debilitado poder de control. Esta Carta no sólo hizo énfasis en la separación entre Iglesia y
Estado, sino que fijó la libertad de cultos y borró de su preámbulo la invocación a Dios como fuente
suprema de autoridad Incluida en las anteriores, que resucitaría luego en la de 1886; en lugar de
invocarlo como supremo legislador del Universo y fuente intemporal de toda autoridad, se redactó la
constitución “...en nombre y por autorización del pueblo”.
Nunca un texto constitucional consagró más amplias libertades a los civiles de Colombia ni debilitó de
tal manera el poder central: libertad absoluta de imprenta y expresión, libertad de porte y comercio
de armas, libertad total de locomoción en el territorio, inviolabilidad de la vida humana y el domicilio,
abolición de la pena de muerte, libertad de cátedra y muchas otras que llevarían al escritor francés
Víctor Hugo —según reza la Leyenda-- a calificarla como una Constitución para ángeles.
Pero la Carta de Rionegro planteó al país más problemas de los que podía resolver. En efecto, el
desmonte de los privilegios de la Iglesia, el desapego de las costumbres sociales frente al rígido
control religioso y el establecimiento de una política económica regida únicamente por la oferta y la
demanda eran metas excesivamente ambiciosas para la Colombia de 1860.
Muchas batallas y constituciones tendrían lugar mientras la Carta de Rionegro estuvo vigente: más de
50 guerras civiles provinciales se adelantarían y unas 42 constituciones serían promulgadas por los
diferentes Estados hasta que Rafael Núñez lanzó la consigna “Regeneración o Catástrofe”.
Balconazo y Constitución
Vino entonces la gran guerra de 1885, ganada por el propio Núñez, con el apoyo de los
conservadores y la fracción liberal que lo seguía. Esa victoria sobre el radicalismo llevó a Núñez a
declarar en el célebre episodio del balconazo que: “...Ia Constitución de los Estados Unidos de
Colombia ha dejado de existir” y a convocar a dos delegados de cada uno de los nueve Estados a un
Consejo Nacional para expedir el acta de defunción del federalismo y una nueva Constitución que
recuperara la orientación centralista, el presidencialismo autoritario, la religión oficial, el
proteccionismo económico y la restricción de las libertades, que dejaron de ser facultades para
convertirse en dádivas que el Estado concedía a los individuos. Así se materializó la Constitución de
1886, cuyo inspirador, Miguel Antonio Caro, se lamentó de que su constitución monárquica hubiere
resultado “desgraciadamente electiva”.
La aplicación inmediata de la Constitución regeneradora del 86, antes que apagar el incendio de la
guerra, avivó tanto la guerra de 1895 como la más vasta conflagración bélica de nuestra historia: la
guerra de los mil días.
Luego de ella, es elegido Rafael Reyes con el mandato de reconstruir al país. Reyes buscaba menos
política y más pragmatismo en el manejo del país, llamando a colaborar a los liberales en él.
Posteriormente cerraría el Congreso y convocaría a una Asamblea Constituyente de bolsillo, llevando
hasta el extremo los rasgos autoritarios de la Carta del 86. Obligado por la Unión Republicana —
coalición de liberales y conservadores en contra de Reyes—, abandonó el poder y se expidió entonces
la enmienda de 1910 que moderó el centralismo, limitó los poderes del presidente y amplió las
libertades; estableció la elección directa del presidente para períodos de cuatro años y la
imposibilidad de su reelección inmediata, la supresión de la pena de muerte, la guarda de la
Constitución a la Corte Suprema de justicia y el restablecimiento de las Asambleas departamentales.
Fue la llamada “Revolución en Marcha”, estrategia reformista de López Pumarejo para conjurar la
inquietante agitación social de aquellos años. Se pasó entonces de las guerras civiles a la lucha de
clases.
Perversión antidemocrática
Viene entonces el 9 de abril de 1948. Sucesos aún dramáticamente frescos en la memoria de millones
de colombianos que padecieron en carne propia el desbordamiento de la violencia durante los
primeros años de la década del 50. Luego del golpe de estado del General Rojas Pinilla, estos sucesos
derivaron por diversos conductos, pero esencialmente por el de un acuerdo entre liberales y
conservadores, al plebiscito del primero de diciembre de 1957, que dio inicio a la repartición del
poder entre los dos partidos —excluyendo a cualquier otra fuerza— en lo que se conoció como el
Frente Nacional. Además de consagrar la paridad de los partidos tradicionales en el ejercicio del
poder para los siguientes 16 años, este peculiar plebiscito, en el que no hubo opción de seleccionar
alternativas, consignó en su artículo 13 una verdadera perversión antidemocrática: la prohibición al
pueblo de ejercer su soberanía o poder constituyente, que quedó para el futuro en manos del
Congreso.
En 1968, al intentar adecuar el marco institucional a los vertiginosos avances económicos y sociales
de la época, se registró una nueva reforma constitucional inspirada por el entonces presidente Carlos
Lleras Restrepo, cuyo objetivo fundamental fue la modernización del Estado. Esta reforma otorgó al
Presidente la facultad de adoptar políticas económicas, financieras y crediticias, manejar el crédito
público y la deuda nacional dentro de una perspectiva intervencionista, cuya consagración sólo pudo
obtenerse con la amenaza del Presidente de renunciar a su cargo y la oferta de auxilios económicos
para la labor parlamentaria; auxilios que contribuirían, a la postre, a acentuar el desprestigio de la
clase política.
Si hasta la década de 1970 el reformismo constitucional había sido una táctica medianamente exitosa
para conjurar las amenazas de los movimientos populares, y para servir de válvula que aliviara las
presiones políticas y sociales en el país, ahora la inoperancia del parlamentarismo bipartidista
condujo a un verdadero callejón sin salida. Urgido por los graves sucesos de 1977 como movimientos
cívicos, huelgas y paros calificados por muchos como insurreccionales, el presidente López Michelsen
intentó efectuar una nueva enmienda constitucional que se llamó la Pequeña Constituyente, declarada
inconstitucional por la Corte Suprema de Justicia, al considerar que la facultad de reforma no podía
ser delegada por el Congreso en otra corporación. Igual suerte correría dos años más tarde el
proyecto autoritario de Turbay Ayala, la que pretendió darle piso al voto obligatorio e instaurar un
Consejo Superior de la Judicatura, colocando a la administración de justicia bajo la dependencia
directa del gobierno, al designar éste a quienes la compondrían. El proyecto de reforma constitucional
del gobierno Barco ya ni siquiera correría el albur de una declaratoria de inexequibilidad. Tuvo un
entierro de tercera clase al naufragar entre los intereses, negociaciones y disputas de los
parlamentarios. La Constitución se había vuelto inmodificable.
1986: Se abre paso la descentralización
Un poco como excepción a esta tendencia, y en la tónica de lograr mayor legitimidad para los
gobernantes y aceitar a la sociedad civil al juego político, se impulsó en el gobierno de Belisario
Betancur la reforma conocida a la postre como la descentralización municipal. El rígido centralismo
de Núñez, que completaba un siglo, empezaba por fin a cuartearse. Con el Acto Legislativo No. 1 de
ese año —y la posterior legislación complementaria— se implantó la elección popular de alcaldes y la
relativa autonomía administrativa y financiera de los municipios.
Esta reforma constitucional —a juicio de los observadores— abrió espacios políticos locales y
comenzó a implantar un acercamiento de los colombianos al escenario político, aún muy tímido en el
momento de la segunda elección popular de alcaldes, el 11 de marzo de 1990, cuando con la
“séptima papeleta” se convocó la Asamblea Nacional Constituyente. Vino entonces una larga cadena
de asesinatos, entre ellos el de Luis Carlos Galán, que, paradójicamente, abriría una nueva esperanza.