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Este libro reorganiza una serie de cinco ‘artículos’ semióticos escritos entre
1976 y 1980 para la Enciclopedia Einaudi. Casi cinco años separan la redacción del
primer artículo de la del último, y muchos más han transcurrido desde 1976 hasta la
fecha de la presente introducción. Era inevitable que surgiesen rectificaciones,
análisis más detallados, nuevos estímulos. Por esa razón los capítulos de este libro,
aun conservando la estructura de los artículos originales, han sido objeto de algunas
modificaciones. Sobre todo el segundo y el quinto han cambiado de ordenación; el
cuarto se ha enriquecido con párrafos nuevos. En muchos casos el párrafo nuevo se
limita a ahondar el análisis original, otras veces, hay modificaciones más breves que
transforman la perspectiva de conjunto. Todo ello corresponde a la línea de mis
publicaciones de estos últimos años.
Como revela el índice, este libro examina cinco conceptos que han dominado
todas las discusiones semióticas: signo, significado, metáfora, símbolo y código, y
los toma en consideración desde el punto de vista histórico y en el contexto del
marco teórico esbozado en mis obras inmediatamente anteriores —Tratado de
semiótica general (1975) y Lector in fabula (1979)—, aunque, eso creo, no sin corregir en
algunos casos la puntería. Estos cinco temas son y han sido también temas centrales
en toda discusión de filosofía del lenguaje. ¿Esa comunidad de temas basta para
justificar el título del libro?
Pero incluso sin tratar de derivar toda filosofía de una semiótica, nos basta
con examinar la tradición de la filosofía del lenguaje. Esta no se reduce (como en la
actualidad) a una especulación situada entre la lógica formal, la lógica de los
lenguajes naturales, la semántica, la sintaxis y la pragmática, enfocada sólo desde el
punto de vista de los lenguajes verbales. La filosofía del lenguaje, desde los estoicos
hasta Cassirer, desde los medievales hasta Vico, desde Agustín hasta Wittgenstein,
ha abordado todos los sistemas de signos, y al hacerlo ha planteado una cuestión
radicalmente semiótica.
II
Preguntarse sobre las relaciones entre semiótica y filosofía del lenguaje obliga
a distinguir ante todo entre semióticas específicas y semiótica general.
¿Cómo llevar a cabo esta interrogación filosófica? Hay al menos dos vías. Una
es la que han recorrido tradicionalmente las filosofías del lenguaje (y no me refiero
a lo que actualmente se entiende por filosofía del lenguaje en muchas universidades
norteamericanas, y que suele ser mera, aunque útil, ejercitación en un sistema
semiótico específico, por ejemplo una semántica formal de los valores de verdad): el
intento de deducir un sistema de la semiosis, esto es, la construcción de una filosofía
del hombre como animal simbólico.
Hay que apreciar el acto de coraje filosófico —y semiótico— que hace posible
la Metafísica. ¿Qué es el ser, puesto que se dice de muchas maneras? Precisamente lo
que se dice de muchas maneras. Cuando reflexionamos sobre esta solución, advertimos
que todo el pensamiento occidental se apoya en una decisión arbitraria. Pero qué
arbitrariedad más genial.
III
Ahora bien, lo que postula una semiótica general puede depender de una
decisión teórica o de una relectura de los usos lingüísticos de los orígenes. Hacer que
el pensamiento progrese no significa necesariamente rechazar el pasado: a veces
significa volver a él, no sólo para entender lo que efectivamente se dijo, sino también
lo que hubiera podido decirse, o al menos lo que puede decirse ahora (quizá sólo
ahora) al releer lo que entonces se dijo.
Creo que esto es lo que hay que hacer con el concepto central de todo
pensamiento sobre la semiosis: el concepto de signo.
He aquí en qué sentido en los capítulos de este libro aparece el objeto «signo»,
central en toda especulación semiótica del pasado e indisolublemente ligado al
proceso de interpretación.
A este punto una semiótica general (y aquí hay que asumir la responsabilidad
de afirmar que ésta se presenta como la forma más madura de una filosofía del
lenguaje tal como lo fue en Cassirer, en Husserl o en Wittgenstein) tiene
precisamente el deber de elaborar categorías que le permitan ver un solo problema
allí donde las apariencias indicarían, en cambio, una multiplicidad de problemas
irreductibles.
A la objeción habitual del filósofo del lenguaje corto de miras (algunos se citan
en el libro, pero según el criterio económico de la pars pro toto), que distingue entre
el modo de significar de una nube y el modo de significar de una palabra,
responderemos que una semiótica general no se basa en absoluto en la convicción
de que ambos fenómenos son de la misma naturaleza. Por el contrario, al reexaminar
la historia del problema descubriremos precisamente que se necesitaron varios
siglos, desde Platón a Agustín, para atreverse a afirmar sin ambages que una nube
(que significa lluvia funcionando como índice) y una palabra (que significa su misma
definición funcionando como ‘símbolo’) podían subsumirse en la categoría más
amplia de signo. El problema consiste, precisamente, en averiguar por qué se llegó
a ese punto y por qué, como veremos, se volvió luego a abandonarlo, en una
dialéctica continua de aproximaciones totalizantes y fugas particularizantes.
Afirmar que una nube es distinta de una palabra es trivial. Hasta un niño lo
sabe. Menos trivial, en cambio, es preguntarse, quizás basándose sólo en algunos
irreductibles usos lingüísticos, o en algunas tenaces y seculares reiteraciones
teóricas, qué es lo que podría emparentar ambos objetos.
Todos los capítulos de este libro, o casi todos, giran alrededor de esa pregunta
obsesiva, de esa sospecha antigua y venerable, aunque para contestarla elaboren
aparatos categoriales que parecen típicos de la semiótica más reciente, desde el
concepto de enciclopedia hasta el criterio de interpretación. Pero también en este
caso se trata de descubrir la necesidad, la virulencia más o menos manifiesta de esas
nociones, en el corazón mismo de las discusiones que las fundan.
Enero de 1984