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El 10 de diciembre de 1948, en la Asamblea General de las Naciones Unidas se aprobó y proclamó la Declaración Universal

de los Derechos Humanos[1]. Han pasado más de sesenta años y el tema no pierde actualidad. Políticos, abogados,
periodistas, mujeres, profesores, ciudadanos, incluso hoy jóvenes y niños abogan por los derechos humanos. “Ninguna de
las diversas generaciones de derechos ha caído del cielo, sino que todas han sido conquistadas por otras tantas
generaciones de movimientos de lucha y de revuelta: primero liberales, luego socialistas, feministas, ecologistas y
pacifistas” (Ferrajoli, p. 8) Sin embargo parece existir un triángulo de las Bermudas entre el discurso y la experiencia
cotidiana. Se han multiplicado los organismos nacionales e internacionales que buscan la protección y promoción de los
derechos humanos, pero la realidad desborda el trabajo de tantas personas. Existe el derecho a la existencia y a un
decoroso nivel de vida, el derecho a la buena fama, a la verdad y a la cultura, el derecho al trabajo, a la libertad de
conciencia, y muchos más que parecen no reflejarse, no reconocerse en la vida de millones de seres humanos que todavía
hoy padecen hambruna, analfabetismo, enfermedad, opresión y tantas cadenas más o menos sutiles que esclavizan al
hombre actual.

El problema no se limita a la eficacia, a los medios para lograr avanzar en el reconocimiento práctico de los derechos
humanos. El debate es todavía más profundo, es el debate sobre el origen de los mismos. ¿Cuál es el fundamento de los
derechos humanos? Existe gran variedad de teorías, y no da lo mismo una que otra. Unos se niegan siquiera a plantearse
el problema, creen que es inoperante e inalcanzable, en todo caso, una pérdida de tiempo[2]. Unos apuestan por el
consenso suficiente, para ellos basta el voluntarismo jurídico[3]. Otros más descubren un auténtico derecho en toda
pretensión de la libertad humana, sobre todo si es el débil que busca rebelarse contra una forma de opresión o
discriminación[4]. También están aquellos que encuentran en la naturaleza humana el principio de todo derecho universal
natural o humano[5]. ¿Por qué elegir una teoría y no otra? ¿Por qué aceptamos unos derechos, y otros no? ¿Cuáles deben
ser garantizados como fundamentales?

Cada postura tiene repercusiones prácticas. ¿Cómo combinar el derecho a la información con el derecho a la privacidad?
¿Cómo se relacionan el derecho a libertad de expresión con el derecho a la verdad o a la buena fama? ¿Existen los derechos
de los animales? ¿Existen los derechos de las plantas? En caso afirmativo, ¿cómo se conjugan con los derechos humanos?
Entre tanta ambigüedad, parece que un elemento convergente en la mayoría de las teorías es aquel que identifica la
dignidad como fundamento de los derechos humanos. Así lo declaran el preámbulo de la Declaración Universal, Jacques
Maritain y Mauricio Beuchot, y muchos otros filósofos lo corroboran.

Ahora bien, cabe preguntarse: ¿qué es la dignidad humana? La posmodernidad se encuentra más cómoda en la
indefinición de los términos, pero esta situación corre graves riesgos. Una posibilidad es vaciar de contenido el término
dignidad, se vuelve una palabra talismán, atractiva, políticamente correcta pero hueca, sin mayor significado ni
trascendencia real. Otra posibilidad es utilizar la expresión dignidad como instrumento de manipulación para intereses
particulares. Por ejemplo, si se reconoce la dignidad de los primates se les debe conferir en automático derechos, y la falta
de dignidad humana le quitaría los mismos a una persona. ¿Es esto posible? ¿Es justo?[6] La película “Mar adentro”
provocó fuertes polémicas entre los activistas de “Morir con dignidad” y los defensores de la dignidad de una vida con
discapacidad. En el corazón del debate estaba la dignidad, pero ¿qué entendía cada bando al afirmarla?

Quizá convenga profundizar en la explicación que de la dignidad da Thomas Williams. Él entiende la dignidad como el
puente entre la antropología y la ética. Apartándose de toda ideología, partiendo de la realidad del ser humano, de su
esencia, sabremos cómo es y, por lo tanto, cómo obrar con él en verdad y justicia. “La palabra latina dignitas, de la raíz
dignus, no sólo significa una grandeza y excelencia por las que el portador de esta cualidad se distingue y destaca entre
los demás, sino también denota merecimiento de un cierto tipo de trato. Así la dignidad se puede definir como una
excelencia que merece respeto o estima” (Williams, p. 32). Cristóbal Colón no inventó América, la descubrió; a nosotros
no nos toca inventar al ser humano, nos toca reconocerlo, admirarlo, apreciarlo, en última instancia, respetarlo.

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