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El miedo es antipolítico

Para Sócrates el hombre no era todavía un “animal racional”, sino un ser


pensante, cuyo pensamiento se manifestaba en la forma del discurso. Y la
identidad de discurso y pensamiento, que juntos forman el “logos”, es quizá una
de las características sobresalientes de la cultura griega. Lo que Sócrates añadió a
esta identidad, fue el diálogo del “yo” consigo mismo, como
condición primaria del pensamiento. La relevancia política del pensamiento
de Sócrates, consiste en la afirmación de que la “soledad”, que antes y después de
él, era considerada la prerrogativa y el “habitus” profesional del filósofo en
exclusiva, y que era naturalmente sospechosa para la “polis” de ser antipolítica,
es, por el contario, la condición necesaria para el buen funcionamiento de
aquella, la “polis”, una mejor garantía que las reglas de comportamiento,
forzadas por las leyes y el miedo al castigo. Platón, coherente con el núcleo de su
filosofía, se opuso con la afirmación de que la medida de todas las cosas es un
“theos”, un dios, lo divino. A lo que Aristóteles respondió: “La medida para
todos es la virtud y el hombre bueno”.
Es compresible que unas enseñanzas tales (las de Sócrates y Aristóteles)
estuvieran, y siempre estarán, en cierto conflicto con la “polis”, que debe exigir
respeto a las leyes, con independencia de la conciencia personal. Para mi
generación y la anterior, que hemos pasado por la experiencia de la organización
totalitaria de las masas, resulta nítido que si no se garantiza una mínima
posibilidad de “estar a solas con uno mismo”, serán abolidas todas las formas
seculares de conciencia.
Sócrates también entró en conflicto con la “polis”, de otro modo menos obvio. La
búsqueda de la verdad en la “doxa” (concepto que, de modo distinto al nuestro de
“opinión”, posee una fuerte connotación sensorial) parece conducir al resultado
catastrófico de que la misma, la “doxa”, sea destruida por completo. La verdad
puede acabar con la “doxa”, puede destruir la verdad específicamente política
de los ciudadanos. Todas las opiniones son erradicadas, pero no se aporta
ninguna verdad en su lugar. El abismo entre la verdad y la opinión, que a partir
de aquel momento, iba a separar al filósofo de todos los demás hombres, estaba
ya apuntado o presagiado.
Para decirlo de otra manera, el conflicto entre la filosofía y la política, estalló no
porque Sócrates hubiera deseado desempeñar un papel político, sino porque
quiso convertir la filosofía en algo relevante para la “polis”. El conflicto terminó
con la derrota de la filosofía: sólo a través de la conocida “apolitia”, la
indiferencia y el desprecio por el mundo de la ciudad, tan característico de
toda la filosofía posplatónica, pudo el filósofo protegerse de las sospechas y las
hostilidades del mundo que le rodeaba. Lo único que los filósofos desearon desde
entonces, con respecto a la política, fue que les dejase en paz. Pero el filósofo,
aunque percibe algo que es más que humano, que es divino, sigue siendo un
hombre, de modo que el conflicto entre la filosofía y los asuntos de los hombres
es, en último término, un conflicto dentro del propio filósofo.
El porqué los filósofos no son capaces de saber qué es bueno para ellos mismos –
están alienados respecto de los asuntos humanos – se capta en la metáfora de la
caverna de Platón: ya no pueden ver en la oscuridad de la cueva, han perdido su
sentido de la orientación, han perdido lo que nosotros llamaríamos su
“sentido común” (releer a G. E. Moore). Uno de los aspectos para mí más
desconcertantes de la alegoría platónica, es que las dos palabras políticamente
más significativas que designan la actividad humana, el discurso y la acción –
“lexis” y “praxis” – estén ausentes en toda esa historia.
El “thaumadzein”, el asombro ante aquello que es tal como es, según Platón
un “pathos”, algo que se soporta y, como tal, bastante diferente del “doxadzein”,
del formar una opinión sobre algo; la idea de que este asombro mudo, es el
comienzo de la filosofía, se convirtió en un axioma, tanto para Platón como para
Aristóteles: la verdad última está más allá de las palabras. Este asombro ante
todo lo que es tal y como es, nunca se relaciona con una cosa particular y, por
consiguiente, Kierkegaard lo interpretó como la experiencia de la no-cosa, de
la nada. Y la generalidad específica de las afirmaciones filosóficas, que las
distingue de las afirmaciones científicas, surge de esta experiencia. El filósofo,
que es un experto en asombros, en hacerse esas preguntas, que surgen cuando nos
sentimos maravillados ante algo – cuando Nietzsche dice que el filósofo, es el
hombre al cual le pasan continuamente cosas extraordinarias, está aludiendo al
mismo asunto – se encuentra en un doble conflicto con la “polis”. Puesto que su
experiencia más profunda carece de palabras, se ha situado fuera del terreno
político, en el cual la facultad más elevada del hombre es, precisamente, la
del discurso, que es el que hace al hombre un “ser político”.
Con todo, incluso más grave en sus consecuencias, es el otro conflicto que
amenaza la vida del filósofo. Puesto que el “pathos” del asombro no es ajeno a
los hombres, sino que, al contrario, es una de las características más generales de
la condición humana, y puesto que el modo de salir de él, es formar opiniones allí
donde no son de recibo, el filósofo entrará en conflicto, inevitablemente, con
dichas opiniones, que él encuentra intolerables. Él es el único que no sabe, el
único que no tiene una “doxa” distintiva y definida, para competir con las demás
opiniones, sobre cuya verdad o falsedad, desea decidir el sentido común. Si el
filósofo comienza a hablar en este mundo del sentido común, al cual pertenecen
también nuestros prejuicios y juicios comúnmente aceptados, siempre estará
tentado de hablar en términos sin sentido o – por usar la frase de Hegel – a
poner el sentido común “cabeza abajo”.
Para el filósofo, la política – cuando no consideraba este espacio en su totalidad,
como algo inferior a la dignidad – devino el campo en el cual se atienden, las
necesidades elementales de la vida humana y, así, se la juzgó en buena medida,
como un negocio sin ética, no sólo por parte de los filósofos, sino también por
muchos otros en siglos posteriores, cuando ya las conclusiones filosóficas,
formuladas originalmente por oposición al sentido común, habían sido finalmente
absorbidas por la opinión pública de los instruidos. Se identificó la política con el
gobierno o el dominio (que no son lo mismo) y ambos fueron considerados como
un reflejo de la debilidad de la naturaleza humana.
Sin embargo, mientras que el inhumano estado ideal de Platón nunca se hizo
realidad, y la utilidad de la filosofía tuvo que ser defendida a lo largo de los
siglos – pues en la acción política real, demostró ser completamente inútil – la
filosofía cumplió un insigne servicio para el hombre occidental. Dado que Platón
deformó, en cierto sentido, la filosofía con propósitos políticos, ésta continuo
aportando criterios y reglas, patrones y medidas, con los cuales la mente humana,
pudiese intentar al menos comprender lo que estaba pasando en el terreno de los
asuntos humanos. Es esta utilidad para la comprensión, la que se agotó con la
llegada de la era moderna. En Hobbes encontramos por primera vez, una
filosofía que no tiene ninguna utilidad para la filosofía, sino que pretende
desarrollarse, a partir de aquello que el sentido común da por sentado. Y Marx, el
último filósofo político de Occidente, y el último que se mantiene aún en la
tradición iniciada por Platón, intentó poner la filosofía “cabeza abajo”, junto
con sus categorías fundamentales y su jerarquía de valores. Con dicha inversión,
la tradición había llegado a su fin.
El comentario de Tocqueville de que “en la medida en que el pasado, ha dejado
de arrojar luz sobre el futuro, la mente del hombre vaga en la oscuridad”, fue
escrito a raíz de una situación, en la cual las categorías filosóficas del pasado, ya
no bastaban para comprender. Estos días, quizá más que nunca, vivimos en un
mundo en el que ni siquiera el sentido común, conserva algún sentido. La
quiebra del sentido común en el mundo presente, señala que la filosofía y la
política, a pesar de su viejo conflicto, han sufrido el mismo destino. Y ello
significa que el problema de la filosofía y la política, o de la necesidad de una
nueva filosofía política, de la cual pudiese surgir una nueva ciencia de la política,
se halla una vez más en el orden del día.
Si los filósofos, a pesar de su necesario extrañamiento respecto de la vida diaria
de los asuntos humanos, llegasen alguna vez a una verdadera filosofía política,
tendrían que hacer de la pluralidad del hombre, de la cual surge todo el
espacio de los asuntos humanos – en su grandeza y en su miseria – el objeto de
su “thaudmaezein”.
Pues eso.

La relación entre filosofía y


política
¿Existe alguna relación entre la filosofía y la política? Y de ser así, ¿cuál es esa
relación? ¿Cuáles las características que permite establecerla con aceptable
precisión? A primera vista parecieran dos dominios del conocimiento y acción
humanas completamente diferentes, pues mientras la filosofía busca la verdad, la
política busca el poder. Alejandro Serrano Caldera

¿Existe alguna relación entre la filosofía y la política? Y de ser así, ¿cuál es esa
relación? ¿Cuáles las características que permite establecerla con aceptable
precisión? A primera vista parecieran dos dominios del conocimiento y acción
humanas completamente diferentes, pues mientras la filosofía busca la verdad, la
política busca el poder y con no poca frecuencia, poder y verdad resultan dos
categorías contrapuestas.

No obstante, convendría recordar que en la civilización occidental, desde sus


orígenes griegos hasta hoy, la filosofía ha pretendido ser la razón de la política y
ésta la práctica de la razón. Una deseada unidad indisoluble entre teoría y
práctica, razón y acción, logos y praxis, de tal manera que la una no sea posible
sin la otra.

La razón es una forma de la realidad y la realidad es la forma tangible de la razón.


Todo lo real es racional y todo lo racional es real, afirmó Hegel dándole a su
filosofía una consistencia dialéctica sin precedentes. De ahí que la ética, conjunto
de reglas prácticas que debe conducir el comportamiento de los seres humanos,
sea un compuesto indisociable entre la acción y la razón que la sustenta y guía.

La razón sin acción es teoría hueca, el espectro de la idea vaciada de contenido, y


la acción sin razón es barbarie, instinto zoológico sin sentido, dirección y finalidad
humanas. Me viene a la mente aquella frase de Henri Bergson, el gran filósofo
francés, que dice: “Piensa como hombre de acción y actúa como hombre de
pensamiento” que sintetiza de manera admirable esta doble condición entre el
pensamiento y la acción, la teoría y la práctica, la razón y la realidad.
Ahora bien, desde Sócrates, Platón y Aristóteles, la realidad por excelencia es la
realidad política. En este sentido, Aristóteles fue brutalmente categórico: “El
hombre es un animal político”, quien no necesita de lo político, es decir de lo
social, de las relaciones inter subjetivas, de la vida comunitaria, “es un Dios o una
bestia”.

De la misma manera filósofos contemporáneos como Ortega y Gasset recuerdan


que el yo es también la circunstancia, lo que nos circunda, el medio en que
estamos inmersos (yo soy yo y mi circunstancia) o Heidegger que nos habla del
ser como un estar siendo en un medio específico, o el concepto de praxis de Marx
que enseña que el ser no es algo predeterminado sino que se construye a través
de lo que hace.

La política para los griegos es la forma más elevada de lo social y esto es la


condición de la vida humana. Pero el relacionar la política con el bien común, el
definir la vida individual como resultado de la vida social, el determinar las formas
y sistemas de gobierno y el tratar de justificar el poder como una forma necesaria
de cohesión social regida por la voluntad comunitaria y el derecho, es y ha sido
tarea de la filosofía. De ahí su intrínseca e indisoluble unidad.

Como expresa Paul Ricoeur en su obra Historia y Verdad: “Toda gran filosofía
quiere comprender la realidad política para comprenderse a sí misma… pues bien,
la política no revela su sentido más que si su objetivo —su telos— puede
vincularse a la intención fundamental de la filosofía misma, al bien y a la felicidad”.
Y en otra parte expresa: “Lo que sigue siendo admirable en el pensamiento
político de los griegos es que ningún filósofo entre ellos —a no ser, quizás,
Epicuro— se resignó a excluir la política de lo razonable que ellos exploraban…”

Aristóteles en el inicio de La Política dice: “Todo Estado tal como lo conocemos es


una sociedad, la esperanza de un bien y su principio, como lo es toda asociación,
ya que todas las acciones de los hombres tienen como fin lo que ellos juzgan que
es un bien…”

El genio de los griegos consistió, precisamente en transformar la política en una


categoría filosófica, en pensarla como una creación de la razón para alcanzar el
bien y la felicidad como fin universal de toda la sociedad.

Esta dimensión universal de la política es hija de la filosofía que nace con los
griegos y se desarrolla con la ilustración, la escuela clásica del derecho natural y
las teorías modernas del contrato social. Ningún poder ejercido al margen de la
ley, que debe ser expresión normativa de la razón, tiene justificación, ningún
Estado o poder del Estado que se aleje de la racionalidad y de la voluntad general
para satisfacer sus intereses particulares tiene legitimidad.

La filosofía ha dado dignidad a la política en tanto le ha asignando un fin universal


como proyecto de la inteligencia y de la voluntad. Cualquier práctica fuera de la
razón, la voluntad, la ley y el fin colectivo carece de legitimidad histórica y de
dignidad humana.

La política, pues, aunque haya degenerado mil veces en prácticas brutales que
desmienten su finalidad, o quizás, precisamente por eso, debe ser lucha para
recuperar su condición humana y vencer el reino de los instintos, la ambición, la
corrupción, la brutalidad y el ejercicio ciego e ilegítimo del poder.

Ningún mecanismo, llámese Estado absoluto o mercado total puede sustituir el


concepto de la política como expresión de la libertad, la voluntad y la razón. Ése
es el sentido que le imprimieron los filósofos griegos del siglo IV antes de Cristo al
definirla como el arte del bien común y ésa es la lucha que en medio de victorias y
derrotas, miserias y grandezas, ha combatido y sigue combatiendo el pensamiento
y la filosofía por la humanidad de la política y la dignidad del ser humano.

SECUNDARIA ACTIVA 9 – PAGINAS 241-246. EN GRUPOS DE 3 PERSONAS – 9ª LUNES, 3-4 Y


MARTES 1-2.

SECUNDARIA ACTIVA 7 – PAGINAS 171- 177. EN GRUPOS DE 3 PERSONAS – 8A LUNES, 4-5 Y


MARTES 3-4. 8B MARTES -6.

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