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DESERTIFICACIÓN DEL

SENTIDO Y ALGUNAS
LUCES
HELENA BRAUNŠTAJN

1. COMENCEMOS, NO POR LA CRÍTICA, SINO POR EL ALIMENTO


Ranas al mojo de ajo, albóndigas fusión danesa o nopal azteca, por ejemplo. En la
ilustración, vienen sus ingredientes comúnmente encontrados en el mercado de la
Merced, los procedimientos y consejos como «servir caliente en un plato
extendido y decorar con una flor de jamaica caramelizada». Junto a la receta, se
apunta el nombre de su autor/a, su semblanza y algunas palabras, por ejemplo:
«todos los sabores que incluí se inspiran en la Merced». Se trata de un libro
recientemente publicado, el Recetario Mestizo, el cual, más allá de ser únicamente
una recopilación de recetas, es un proyecto artístico realizado en colaboración
entre el colectivo Nerivela y el Centro Cultural Keren-tá. Su propósito es «generar
vínculos cualitativos en el barrio de La Merced a través de la comida como
aglutinador de procesos culturales». [1]

Puede parecer muy obvio, pero ¿hasta dónde se puede dilatar esta afirmación tan
compleja y densa conceptualmente?

El Recetario Mestizo tiene como trasfondo una investigación etnográfica que


incluye entrevistas a la población local y colaboración con diversos conocedores
gastronómicos y comunitarios; también se aplicaron encuestas sobre qué se come,
cuándo y dónde. Sin tener pretensiones de elaborar un rastreo riguroso, se
enfatizó en las posibilidades de conocer y transmitir la riqueza de los viejos y
nuevos mestizajes, desde lo prehispánico, árabe, español, hasta las influencias
chinas y otras aportaciones de migrantes nacionales e internacionales.
Cum panem es el origen del término «com -pañeros»: los que comen el pan en
común o quienes comen en la misma mesa. Los alimentos compartidos ponen a las
personas en relación de compañeros; es decir, es la comida la que participa en la
creación de vínculos sociales significativos, los cuales son la condición primera
para que haya comunidad. En este sentido, los rituales alimenticios diversos
revelan los modos de relacionarse con el cuerpo propio y el del otro, con la
naturaleza y el legado cultural dentro de una agrupación social. «¿Qu é es la
comida? No es solo una colección de productos, merecedores de estudios
estadísticos o dietéticos. Es también y, al mismo tiempo, un sistema de
comunicación, un cuerpo de imágenes, un protocolo de usos, de situaciones y de
conductas. ¿Cómo estudiar esta realidad, extendida hasta la imagen y el
signo?»[2] Una primera aproximación a la comunidad, sin duda pasa por el
acercamiento a sus prácticas gastronómicas: de conocer los productos, las técnicas
y los usos de alimentos, y por extensión, a su concepto d e comensalidad y
maneras de tomar en cuenta al otro.

Las repeticiones del procedimiento no solamente no desgastan las recetas, sino las
potencializan como unos signos identitarios más auténticos que se alimentan con
creativas combinaciones de elementos pr opios y ajenos. Además, como dice
Barthes, «si la comida no fuera un asunto tan “futilizado” y tan culpabilizado, se
le podría aplicar fácilmente un análisis poético». [3]

(No sé si por la culpa, pero me consta que diversas y variadas conversaciones de


los mexicanos giran en torno a la comida y que en ellas —¡que maravilla! —
muchas veces no falta ni análisis ni poesía. Otro ingrediente, para bien y para
mal, en estas conversaciones, es la conciencia sobre valores y tradiciones
culinarias por conservar; como si de una técnica de conserva se tratase, los
preparas y los encierras en una lata.)

Hasta aquí, la cocina se ha vislumbrado como uno de los espacios de producción


cultural, donde se «preparan» todo tipo de relaciones, incluidos los nexos con la
naturaleza y otros seres vivos (no es lo mismo comer flores que comer vísceras, o
una dieta vegetariana que una caníbal). En este espacio de producción social se
transparentan lazos, se marcan distinciones y clases sociales y relucen las
inclinaciones reflexivas y estéticas de la comunidad.

2. ¿CUÁL ES LA MANERA MÁS RÁPIDA DE DESGASTAR EL SENTIDO DE


UN CONCEPTO RELEVANTE?

Pueden ustedes probarlo: pronuncien, por ejemplo «comunidad» repetida e


irreflexivamente durante un tiempo prolongado. Pronto verán cómo el término
deja de significar y se vuelve una sonoridad interesante.

La desertificación del sentido, su sobreexplotación y devastación total, es lo que


justo abre el espacio a la emergencia de lo impensado.

Colaboración, participación, comunidad. Se repiten estas palabras en los


discursos institucionales, artísticos y literarios; l o abordan las tendencias de
moda basándose en teorías digeridas y simplificadas; se justifican con ellas las
prácticas activistas, ecologistas, de género. Hacemos «comunidad» o la
encontramos por todos lados y, sin embargo, nunca como hoy, no hallamos
maneras de renovar nuestro modo de vivir juntos. Porque hacer comunidad
supone una práctica activa de, no únicamente incluir (¡inclusión!, otra palabra de
sonoridad interesante) a la otra/al otro, sino de salirse de uno mismo y reconocer
y practicar el lazo con la otredad, de incorporarla en la propia identidad y dejar
que nos incluyan (porque la inclusión unilateral es un ejercicio de poder).
Entonces, se trata de hacer nuevas redes de relaciones y planos de convergencia.
Pero cómo, si hemos aprendido a practi car jerarquías y fortalecer
individualidades; nos hemos compenetrado con el artificio de división entre la
esfera pública y la privada y de acuerdo con ello, hemos ordenado nuestro mundo
y ahora nos parece que se trata de una división infranqueable.

En el ámbito del arte, hemos trazado también muchas fronteras/barreras: las que
ubican de un lado al público/consumidor y del otro al artista y su equipo (ésta es
la más obvia; de ella se desprenden una serie de roles, comportamientos y
condicionamientos); las que remarcan el dominio de las instituciones y las figuras
importantes-representantes institucionales en oposición al resto de agrupaciones,
que se suelen llamar «los independientes»; las fronteras que delimitan el mercado
de arte y sus discursos fabricados para vender, con sus debidos actores y
participantes en la transacción de valores financieros; y las que dibujan los
límites de la escena del arte contemporáneo, con sus correspondientes y
satelitales escenas alternativas. En este contexto hecho de relaci ones
predeterminadas, rígidas y utilitarias, las prácticas obedientes (o desobedientes,
da lo mismo) artísticas se sujetan a tendencias de moda y pasarelas del momento
y en el centro de la órbita está la figura del artista, quien visibiliza, incluye,
emancipa, resignifica o empodera (¡muchas sonoridades interesantes!) las
comunidades diversas. Desde un panorama así conformado, hablamos de hacer
comunidad, de arte participativo, de colaborar. Y sin embargo, nada más raro que
esta insistente afirmación del verbo «colaborar». Colaboramos siempre. Siempre
hay algún otro/otra, quien me enseña, ayuda o participa en la realización de mis
ideas, que ni son mías. Nuestras obras son colectivas inevitablemente. Como diría
Marina Garcés, la interdependencia es forzosa y hay unas circunstancias urgentes
de nuestra sociedad que nos conducen a «pensar el vínculo obligatorio entre los
cuerpos como la condición para repensar la comunidad. Se trata de sacar la
interdependencia de la oscuridad de las casas, de la condena de lo doméstico, y
ponerla como suelo de nuestra vida común, de nuestra mutua protección y de
nuestra experiencia del nosotros». [4]

Se trata de un programa político . Como alguna vez lo ha sido también el del


individualismo, el de las concepciones sobre un sujeto emancipado y
autosuficiente que se relaciona con un todo sin rostro, con el «sistema», como se
suele repetir ahora; y esta relación normada y obstaculizada ú nicamente afirma
las dualidades y enfrentamientos: el yo -el mundo, o en todo caso, nosotros-ellos,
si se trata de entidades cerradas que aluden y apuntan a posibles fascismos. En
un espacio de relaciones así articuladas, hay cabida para propietarios y
consumidores, para la reproducción del capital y la explotación de fuerzas de
trabajo, para los «prestadores de servicio» desposeídos de sus propios productos
finales y unas dudosas autorías; finalmente, para despojos y guerras. Por lo
mismo, pensar en las posibilidades de un nuevo, real y operante «nosotros», no
puede ser un refrito del melodrama burgués (¡Oh sí! Amor y Afecto por todos
lados y a la menor provocación) o una práctica cosmética, sino la exigencia del
momento por trabajar en un programa político -afectivo. De nuevo, Garcès: «Así,
el espacio del nosotros se nos ofrece hoy como un refugio o como una trinchera,
pero no como un sujeto emancipador. En el mundo global, no sólo el yo, sino
también el nosotros ha sido privatizado, encerrado en las lógicas del valor, la
competencia y la identidad»[5]

3. TRADICIÓN: ¿ENLATAR, REPETIR, TRADUCIR, ACTUALIZAR?


«Ocupamos gran parte de nuestro tiempo rescatando y escuchando las memorias
de José Edith, compartiendo la radio y la sensibilidad de Vicky, posicionándonos
sobre la crítica y visión de nuestra sociedad con Rommel, platicando con Miguel
sobre la comida y el entorno, compartiendo muchos puntos de vista y el buen
humor con José Luis y Enrique, apreciando la paz y honestidad de Marcial,
encontrando tiempo para el cotorreo con Juan y Jesús; es decir, aproximándonos a
la única forma de entender la comunidad: siendo parte de ella». [6], cuentan
Fernanda Barreto y Ricardo Cárdenas sobre el proceso de Tra[Di(c)ción], una
indagación artística que han desarrollado durante varios meses de 2016 en la
plaza de Santo Domingo, en colaboración con los escribanos que ahí trabajan.

Desde el inicio, el proyecto no quería quedarse en los contornos nostálgicos de lo


que se pensó que era la «comunidad de escribanos», ni preservar su oficio, sino
de buscar diferentes caminos en la constru cción de vínculos empáticos que se
ponen en circulación a través del lenguaje y la creación. Además, las preguntas
fueron sobre algunos asuntos concretos: sobre las posibilidades de existencia de
la noción de autor en las transacciones con prestadores de s ervicios, en este caso,
en la relación entre escribano y su cliente; sobre el trabajo creativo en tensión con
la obra por encargo; sobre la línea divisoria entre la figura del escritor y la del
escribano; y más ampliamente, sobre las diversas formas de col aborar que
invierten procedimientos, jerarquías y papeles, siempre con el deseo de producir
comunidad. (Que se me perdone este término de «producir comunidad»;
simplemente es la manera rápida de nombrar un complejo fenómeno que me
exigiría hacer un texto mucho más interesante y paralelo al aquí presente.)

El procedimiento consistió en una serie de diferentes ejercicios de escritura, que


pasaban por traducciones, transcripciones, transformaciones de documentos,
juegos visuales, corporales y performáticos con las palabras escritas y sus
autores. Estos resultados conformaron una publicación (que se puede conseguir
en la Plaza encargándola a los escribanos, a precio que ellos cobran habitualmente
por servicio de transcripción) con la escritura colaborativa hecha por todos los
participantes en el proyecto y sus variadas maneras personales de vincularse,
utilizando las herramientas y medios, desde máquinas de escribir hasta
computadoras, que conviven actualmente en la Plaza de Santo Domingo.

Se generó así un espacio de creación, empatía y resistencia social en oposición al


mundo de roles y relaciones de poder preestablecidas, mediante múltiples niveles
de acción recíproca en las transacciones creativas y afectivas, de diálogo entre
oficios y diversas disciplinas art ísticas, como artes visuales, poesía y danza y de
una interacción emocionante y fructífera de todos los partícipes con el contexto
urbano, económico y cultural de la plaza.

Nuestras tradiciones, identidades, clasificaciones de funcionamiento o jerarquía,


fronteras divisoria y murallas no son inmutables. Son construcciones culturales
necesariamente susceptibles a revisiones, actualizaciones, replanteamientos. Ser
sólo un individuo que acepta el mundo ya dado, inhóspito y aplastante,
desarticulado de su vida compartida, vida en común, ya es insostenible.

Hay algunas luces. En este texto, apunto solamente dos ejemplos, dos iniciativas
desde el arte (sin duda, hay muchas más) sobre las posibilidades de reconocer y
operar las potencias comunitarias. No son receta s, pero se pueden repetir.

Vida en común, un nosotros más sólido y afectivo, sin perder la porosidad y


flexibilidad, porque, y para cerrar con las palabras de Marina Garcés de nuevo,
«es imposible ser sólo un individuo. Lo dice nuestro cuerpo, su hambre, s u frío, la
marca de su ombligo, vacío presente que sutura el lazo perdido. Lo dice nuestra
voz, con todos los acentos y tonalidades de nuestros mundos lingüísticos y
afectivos incorporales. Lo dice nuestra imaginación, capaz de componerse con
realidades conocidas y desconocidas para crear otros sentidos y otras
realidades».[7]

[1] Nerivela. http://nerivela.org/blog/recetario -mestizo/ Consultado: 1 de junio de


2017.
[2] Roland Barthes. «Por una psicosociología de la alimentación» en Empiria.
Revista de metodología de ciencias sociales. Núm 11, enero-junio, 2006. Pág. 216.
[3] Ibíd. Pág. 217.
[4] Marina Garcès. Un mundo común. Ediciones Bellaterra, Barcelona, 2013. Página
33.
[5] Ibid. Página 28.
[6] «Tra[Dic(c)ión]» de Fernanda Barreto y Ricardo Cárdenas, en Residencia
Cultural Casa Vecina. http://casavecina.com/proyecto/tradiccion -resultados-
compartidos/ Consultado: 5 de junio de 2017.
[7] Marina Garcès. Op. Cit. Pág. 29.
Helena Braunštajn (Serbia-México) tiene una formación en ingeniería, historia de arte y filosofía. Actualmente

se dedica a la investigación y gestión cultural. Es coordinadora de Casa Vecina, espacio que experimenta con

diversos lenguajes contemporáneos. Ha sido curadora de Lugar Cero, un proyecto de arte público, el cual

estuvo desarrollándose durante tres años. Ha publicado ensayos, estudios y artículos para distintos medios

especializados en arte y cultura.


18 de julio de 2017

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