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Conocí Nueva York hace cuatro meses: viajé invitada por un festival de literatura, el PEN
America. La ciudad me decepcionó. Era lo predecible porque Nueva York es un territorio de
la imaginación y para mi ese territorio era The Bowery en los ‘70, Union Square según la
canción de Tom Waits, el Queensboro Bridge en Manhattan de Woody Allen, las fotos del
subte de Bruce Davidson, los obreros comiendo su almuerzo en las alturas mientras
construyen un rascacielos, el edificio Radiator de la pintura de Georgia O’Keefe, el Upper
West Side de El bebé de Rosemary, King Kong y el desayuno en Tiffany’s y el porno en Times
Square y los ojos de Diane Arbus. No había mucho que la ciudad actual pudiera hacer para
competir con esta expectativa y estos mitos. Igual me enamoré de Nueva York: anoche soñé
con los edificios tétricos de Roosevelt Island y quiero volver sólo para repetir un sándwich
de pastrami en Kat’s y para escuchar hablar español en la calle. Pero no fue la ciudad que yo
esperaba.
Hubo una sola noche que se acercó a mi fantasía. No puedo definir esa fantasía. Es la de una
ciudad que es la capital del mundo donde la gente es toda talentosa y loca. Entonces: la
tercera noche del festival me habían preparado una actividad curiosa. Debía leer un cuento
en un departamento de la Comunidad de Artistas Westbeth. Yo nunca había escuchado
sobre este lugar pero me sonaba. Antes de salir para el evento averigüé por qué: ahí se
había suicidado Diane Arbus en 1971. Esta foto a mi lado no es un autorretrato pero me
hace pensar en ella sola en la habitación de su departamento de Westbeth, posiblemente
en invierno.
Westbeth es un complejo para artistas que ocupa una manzana en el West Village: se ve el
río desde la ventanas. Se fundó como lo que es hoy en 1968 y abrió sus puertas en 1970:
hasta 1966 funcionaron allí los laboratorios Bell, donde se desarrolaron los transistores y el
láser y el circuito de carga acoplado entre otros trabajos de los ocho premios Nobel que
fatigaron sus pasillos. El suicidio de Diane Arbus un año después de su inauguración sacudió
a la joven comunidad. Hoy, de sus cientos de residentes, el 60% tiene más de 60 años, el
30% más de 70 y el porcentaje que queda es más joven pero, por lo general, se trata de los
hijos de los artistas que tienen derecho a heredar el departamento de sus padres. Es una
residencia de ancianos, de hecho. Por el alquiler de los departamentos, que son amplios y
bonitos, se paga 800 dólares, un precio muy accesible para Manhattan.
Westbeth, sin embargo, es un lugar inquietante. Los pasillos, iluminados por tubos
fluorescentes, subrayan una sensación hospitalaria. Los residentes se pasean en sillas de
ruedas. Son muy amables. Muchos están un poco confundidos. En el edificio viven
enfermeras y trabajadores sociales. No se aceptan nuevos inquilinos: la lista de espera se
cerró en 2007 y no se ha vuelto a abrir.
El departamento que a mí me tocaba, ya no recuerdo en qué piso, era el de la fotógrafa
argentina Patricia Dillon. En la sala de recepción y exposiciones de la planta baja se juntaban
los escritores –más de una decena y de todo el mundo-- y cada artista venía a buscar al que
le tocaba. Los escritores reconocíamos a los anfitriones porque llevaban globos, rojos la
mayoría. No se a quién se le ocurrió lo de los globos o si es una tradición. El festival PEN
America hace estas lecturas todos los años. Patricia Dillon ya fue anfitriona varias veces. Es
una de las residentes jóvenes. Tiene poco más de 60 y es espléndida, una mujer alta de
aspecto poderoso, con pollera de cuero, una exquisita camisa blanca, los ojos enormes, la
caminada de una neoyorquina dura –es duro vivir en una ciudad y eso es lo hermoso de vivir
en una ciudad-- y el pelo lacio y abundante en una cola de caballo.
Cuando subíamos en el ascensor, Patricia me explicó la mecánica de la lectura, muy sencilla:
el público entra a los departamentos, se sienta, escucha, se va. Quién va a venir a
escucharme a mi, le dije. Oh, me dijo Patricia en su inglés roto, siempre viene gente. Es un
evento muy popular.
En el departamento, abrió un vino y lo compartió con mi amiga Sandra, que me
acompañaba. En seguida preguntó: “¿Conocen a Diane Arbus?”. Claro. “Ah, ella se suicidó
acá al lado”, dijo en voz baja, como si se tratase de una indiscreción. Preguntó si queríamos
ver la puerta del departamento. Eso era todo lo que podía mostrarnos porque el inquilino
actual estaba de viaje (si no, nos dejaba pasar con seguridad, según ella). Salimos. Faltaban
varios minutos hasta que empezara a llegar la gente que iba a guiarse por el globo rojo para
saber en qué departamento de ese piso se realizaba la lectura. El globo ahora flotaba atado
del picaporte.
La puerta del departamento donde se mató Diane Arbus es una puerta de madera. No hay
mucho más. Adentro sé que hay una escalera porque ahí dejó su nota suicida, dos palabras:
“última cena” y también se que hay un baño porque ahí encontraron su cuerpo. Tenía 48
años. Patricia Dillon nos dejó mirar la puerta en incómodo silencio y después nos llevó de
nuevo a su departamento, justo al lado. Terminó su copa de vino y nos contó que le habían
hecho todo tipo de estudios psicológicos antes de dejarla ocupar este departamento.
“Tenían miedo de que me identificara con ella. Yo también fotografío freaks”.
Llegó el público, algunos de ellos otros vecinos. Leí en un inglés con mucho acento. Cuando
la gente se fue, Patricia Dillon se puso a llorar. Se le corrió el maquillaje. “Es por la
Argentina”, dijo. Y después, en una mezcla de inglés y español, contó su historia. Que se
había ido al exilio en 1976. Su padre fue asesinado. A ella la violó un grupo de tareas. O eso
creí entender. No sé si ella sabe qué le paso. Mejor dicho: sí lo sabe, pero no puede contarlo
bien. Solo puede decir que destrozaron a su familia y que odia su país pero lo extraña y
quiere volver y cuando lo intentó la última vez llegó hasta San Pablo y ahi se bajó y se tomó
el primer avión de vuelta a Nueva York. A veces en su explicación caótica parecía que a su
padre lo había asesinado una organización armada –su padre era juez-- pero no pude lograr
que fuese precisa. La familia, que la sacó del país, la mandó primero a Japón. No sabía el
idioma. Se desesperó. “Por esto fue tan difícil vivir al lado de Arbus”, dijo y se levantó la
manga de la camisa. Cortes, cicatrices finas de automutilación y quizá un intento de suicidio.
Demasiadas cicatrices para distinguir lo superficial de lo profundo. De Japón a Nueva York y
en Nueva York un restorán y Basquiat y Danceteria. Se le notaba esa ciudad en la cara, en la
pollera punk, en la pose magnífica de reina de la noche. Nunca más la Argentina. Me
sacaron todo. Esta es mi casa ahora.
Se secó las lágrimas, hizo pasar al segundo grupo, leí mi segundo relato. Patricia me
presentó emocionada e invitó vino. Todo estaba punto de irse al dialo pero creo que
Westbeth es un poco así, un desborde controlado, un lugar para refugiados de una ciudad
que ya no existe. Patricia nos llevó de vuelta hasta la sala de exhibiciones, sacó fotos,
prometió enviarlas.
Nunca sé si es cierta la historia de Patricia. No sé si su padre fue asesinado. No quiero
investigarla. Bueno, es mentira: hice una búsqueda rápida de Google pero los resultados me
dieron miedo. La primera Patricia Dillon de la búsqueda es una mujer secuestrada en 1976
cuyos restos fueron identificados en 2009. Esa Patricia Dillon fue enterrada en el cementerio
de Berisso. En las fotos de juventud se parecen: los ojos grandes, el pelo lacio. No seguí
adelante.
Hace poco Patricia me mandó las fotos que tomó durante las lecturas. Un email seco: no
dice ni hola qué tal, sólo un attach. Sé que hay otros escritores que leyeron en su casa y
algún día voy a preguntarles si a ellos también les contó su historia.
Y si alguno fue llevado por sus piernas largos y la copa de vino hasta el departamento
donde murió su vecina célebre, su vecina melliza, su vecina fantasma. Si alguna vez les
abrió esa puerta de madera que ahora es de alguien más pero siempre será de Diane Arbus.