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1998: Genealogías del Panamericanismo

y del Latinomaericanismo1

Enmundamientos

M uchas de las barracas y los almacenes militares a lo largo de la Avenida


Gailard se encuentran hoy vacíos, sin equipo ni soldados que alojar. Los
transita un aire húmedo, cargado de retirada. Fort Clayton había sido
uno de los centros de la presencia militar norteamericana en el Canal de Panamá.
Ahora ni el cuerpo de ingenieros ni los altos oficiales del Comando del Sur tenían
porqué hacerse cargo de los edificios alineados como piezas arqueológicas a lo
largo de la Avenida Gailard.

Se acercó la fecha clave de 1999 y el Ejército norteamericano cumplió ya con


buena parte de las condiciones estipuladas por el tratado Carter-Torrijos de 1977
que acordó el traspaso de toda aquella propiedad –y la administración del Canal
interoceánico– al gobierno panameño. En juego estaba la soberanía misma del
Estado nacional, había pensado el general Torrijos, sin anticipar algunos detalles
del traspaso: lo que su gobierno habría de hacer, por ejemplo, con el peso inútil
de los camiones y jeeps de guerra estacionados en las calles laterales de la antigua
base Clayton. Resulta difícil imaginarse el reemplazo de los $370 millones que
hasta hace poco le rendía el Comando del Sur a la economía panameña, un
8% del producto bruto nacional. Más incierto aún y menos documentable es
el destino de las economías locales e informales –la costura, la producción de
alimentos, el servicio doméstico, la prostitución, por ejemplo que desde comienzos
del 1900 habían proliferado en torno al complejo militar del pasaje interoceánico
identificado ya por Theodore Roosevelt como la médula misma de una nueva
apertura de los Estados Unidos al Caribe, a la América del Sur, al Pacífico, a un
nuevo orden planetario.2

1 Este ensayo fue publicado en inglés: “Hemispheric Domains: 1898 and the Origins of
Latin Americanism” en Journal of Latin American Cultural Studies (2001). Una versión en
español aparece en: Julio Ramos, Sujeto al límite (2011).
2 Para una historia de la construcción del Canal y sus representaciones, ver David McCullough:
The Path Between the Seas: The Creation of the Panama Canal (1977).

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Latinoamericanismo a contrapelo

Han cambiado los tiempos y los mapas han cambiado de color. Tras el fin de
la guerra fría la presencia militar en el Canal no tiene el mismo sentido que
pudo tener durante las primeras décadas del siglo XX, cuando efectivamente se le
consideró fundamental, tanto para la ‘seguridad’ de la hegemonía norteamericana
en la zona medular del Caribe, como para la expansión del capital financiero y el
comercio mundial. De ahí el marcado contraste entre las proyecciones utópicas
que se elaboraron en torno al aparato tecnológico-médico-militar-financiero
del Canal a partir de su inauguración en 1914 y el reciente abandono de Fort
Clayton, donde las hierbas crecen hoy hasta siete pies de alto, según cuenta
un viajero3 queriendo de seguro sugerir que tras la retirada norteamericana del
Istmo, impetuosamente retornaba la misma selva que por casi un siglo había sido
contenida, dominada implacablemente por la ingeniería y por la medicina tropical
en una lucha permanente contra los mosquitos, la fiebre amarilla y la malaria.4

Allí se institucionalizó la nueva ciencia colonial –la medicina tropical– empeñada


en probarle al mundo que “las localidades en los trópicos pronto serían centros de
una civilización blanca tan poderosa y culta como cualquiera de las que existen
en las zonas templadas”.5 La genealogía de esta ciencia, por cierto, remite a la
guerra hispanoamericana, particularmente en Cuba, donde las picadas y el terror
al contagio causaron más estragos y muertes entre los soldados norteamericanos
que las propias armas del ejército español. La toma del Cerro de San Juan en
Santiago de Cuba tiene una dimensión épico-militar y simbólica que bien puede
distraernos del escenario más minimalista –pero seguramente a largo plazo más
decisivo– de la pugna contra los mosquitos en la historia de la colonización
médico-militar inaugurada en la Guerra Hispanoamericana.

Se trata de una sistemática bio-guerra que ubicó la higiene y la salud pública en


el corazón mismo de un discurso colonial acaso sin precedentes en la historia
del imperialismo, y desplegó así nuevos modos de dominación basados en la
administración de los cuerpos.6 Esa guerra continuó mucho después que Roosevelt

3 Calvin Sims: “Filling the Void and the Bases in Panama”. New York Time, 30 October, 1994,
pt. iv, 5:1.
4 Stella H. Nida tiene unas interesantes páginas anecdóticas e históricas sobre la guerra
contra los mosquitos en Panama and Its “Bridge of Water” (1915).
5 Reporte del coronel doctor W. C. Gorgas, quien fuera miembro de la Ithmian Canal
Commission y luego jefe del Departamento de Salud en Panamá, citado por Charles F.
Adams, The Panama Canal Zone: An Epochal Event in Sanitation, Boston, Proceedings of
the Massachusetts Historical Society (1911: 27). Para una sugestiva exploración de relación
entre cuerpo y tecnología –y cuerpos tecnologizados– en los discursos imperialistas del
cambio de siglo –particularmente a lo largo de la construcción del Canal y durante la
Exposición de Panamá y el Pacífico celebrada en San Francisco en 1915–, ver Bill Brown:
“Science Fiction, the World Fair, and the Prosthetics of Empire, 1910-15”, en A. Kaplan y D.
Pease (eds.): Cultures of United States Imperialism (1993).
6 Remito al concepto de ‘biopolíticas’ de M. Foucault: Naissance de la biopolitique (1979).
Para un análisis de políticas de salubridad en tanto dispositivos de ordenación social y

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1998: Genealogías del Panamericanismo y del Latinomaericanismo

y los Rough Riders se retiraran victoriosamente de Cuba. El complejo médico-


militar fundó nuevos departamentos de salud en Cuba, Filipinas y Puerto Rico, y
extendió su dominio inmediatamente a Panamá, donde la construcción del Canal
fue en parte posible por la intensa y exitosa intervención de la medicina tropical
a cargo del coronel W.C. Gorgas, veterano del 1898. En efecto, el coronel Gorgas
es una figura representativa de un complejo dispositivo colonial, un punto de
intersección de intereses financieros, tecnologías y saberes militares y médicos,
que nos lleva a ubicar, tanto al 98 como a la construcción del Canal de Panamá,
en el contexto más amplio de un nuevo enmundamiento del mundo, un nuevo
orden planetario, reconfigurado por la tecné moderna finisecular.7

Pasaje interoceánico y punto de articulación entre el Norte y el Sur, el Canal fue tanto
un efecto como una condición de posibilidad de tal enmundamiento. De hecho,
se construyó por trabajadores migrantes, heterogénea fuerza cosmopolita formada
por cerca de 40000 trabajadores provenientes de Jamaica, Martinica, Costa Rica,
Guatemala, Trinidad, Guadalupe –y también de la China, Escandinavia y Galicia–,
fuerza discrepantemente cosmopolita, como diría Clifford, que operó y habitó
en una zona de contacto profundamente transnacional. Esa zona de contacto se
mantuvo bajo el control de la mano dura de un elaborado aparato policiaco que
vigilaba y cuadriculaba la zona de acuerdo a un jerarquizador orden de castas.
La violencia de su racismo se encuentra en la base misma del enmundamiento
moderno, socavando cualquier postulación libertaria o dialógica del ‘contacto’
globalizador.8 Henry Franck, policía durante la época de construcción de la Zona,
recuerda cándidamente las jerarquías raciales y lingüísticas en el pequeño mundo
articulado y condensado por la construcción del Canal:

De vez en cuando el jefe es un americano de mirada pesada, mordiendo


un cigarro negro entre sus dientes. Con mayor frecuencia, es de la misma
nacionalidad de los trabajadores, incluso frecuentemente del mismo
pueblo, hablante de su inglés imitado. [...] Aquí los vascos con sus boinas
prefieren hablar Euscarra antes que Español; aquí los negros franceses
[“French ‘niggers’”], los negros ingleses [“English niggers”] a los que hay
que mantener lo más separados que sea posible para mantener la paz
y el orden; y ocasionalmente también unos pocos hombres rubios con
sus palas, que prueban ser teutones o escandinavos; trabajadores de

nacional, véase J. Ramos: “A Citizen Body. Cholera in Havana (1833)”, Dispositio (1994),
(Número especial sobre “Subaltern Studies in Latin America”, editado por José Rabasa).
7 Sobre la tecné como operación de marcos y creación de ‘mundos’ regulados de sentido, ver
M. Heidegger: “The Question of Technology”, y su crítica de la categoría de la ‘concepción
del mundo’ o ‘visión del mundo’ en “Comments on Karl Jaspers’s Psychology of World-
Views”, en Pathmarks (1998: 1-38).
8 Véase las interesantes páginas de Michael Taussig sobre la construcción del Canal en
Mimesis and Alterity: a Particular History of Senses (1993).

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Latinoamericanismo a contrapelo

todas las razas y diversos grados de color; todos, menos los trabajadores
norteamericanos, que brillan por su ausencia. Porque el negro americano
es intratable cuando se agrupa, y el sistema de castas que prohíbe que los
americanos blancos trabajen junto con los negros es de esperarse en una
empresa administrada por hombres que no sólo son militares sino sureños,
a pesar de la cantidad de negros que se encuentran hoy temblando de frío
en las calles de Chicago o los callejones de San Luis (1913: 119).

Profundo corte en la tierra –the Cut, solían llamarle los ingenieros en la época
de su construcción– el Canal inscribe e intercepta los nexos, los enlaces, las
articulaciones, la red de un nuevo mundo. “La historia de las guerras de la
humanidad –señala Sloterdijk– se muestra bajo una luz distinta cuando se ponen
en relación ciertas guerras o ciertos tipos de guerra con las crisis de los cambios
de las grandes formas del mundo” (1994: 81). En el tránsito casi inmediato
entre el fin de la guerra del 98, las proyecciones del presidente McKinley
en 1899 y el impulso que toma la construcción del canal tras la secesión de
Panamá en 1904, el complejo militar-financiero-médico-tecnológico elabora el
programa de una masiva condensación y compresión hemisférica que trastocaría
permanentemente los mapas, las rutas de circulación del capital, la cartografía
de los flujos transculturales, y la concepción y las autorrepresentaciones mismas
del mundo americano. De su impacto se desprenden tanto la resonancia utópica
de las proliferantes celebraciones del canal, ‘nueva maravilla’, que acabaría por
unir al Norte y al Sur, Oriente y Occidente, como el temor de los críticos de su
poder expansivo, íntimamente ligado a la emergencia de un nuevo imperio. Es
decir: Roosevelt, por un lado, y su peculiar ideal panamericanista; y por otro
lado los latinoamericanistas guardianes de las fronteras de la América ‘nuestra’.
De ahí también se desprende el marcado contraste entre la carga utópica de
las condensaciones hemisféricas, americanistas, del 1900 y la reconfiguración de
los nexos, de los mapas, de la forma del mundo en este fin de siglo. Por ahora
digamos que la gradual retirada de las tropas norteamericanas de Fort Clayton y el
traspaso del Canal al gobierno panameño en el 1999 clausuran la historia de toda
una época, todo un modo de dominación colonial.

Ahora los problemas son otros. Por ejemplo, resulta difícil imaginarse qué hacer
con los edificios abandonados a lo largo de la Avenida Gailord y dónde reubicar
todo aquel equipo y material militar excedente que no parece tener ya ningún
uso ni sentido. Resemantizada, una parte mínima del metal –residuos de todo
un orden militar ya caduco– viajaría al Norte, donde posiblemente serviría para
añadir altura y espesor a la muralla construida –imaginada, más bien– para
contener el flujo inmigratorio en la frontera entre México y los Estados Unidos:
la Muralla de la Tortilla, en cuya base californiana se encuentran ya depositadas
y recicladas toneladas de acero, remanentes refuncionalizados de la Guerra
del Golfo, soplados allí como por arte de magia por el viento terrible de la
Tormenta del Desierto.

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1998: Genealogías del Panamericanismo y del Latinomaericanismo

La solución ideada en 1994 por el presidente panameño Ernesto Pérez Balladares


y sus ministros sería costosa, $50 millones de entrada, pero bien podía dar inicio
a toda una nueva etapa en la vida de la sociedad panameña de la posguerra fría,
que entre otras cosas confrontaba el reto de rehacer por lo menos el 8 % de su
economía. En las palabras del ministro Gabriel Lewis: “Esperamos reemplazar
los soldados norteamericanos con un ejército internacional de estudiantes y
profesores” (Citado en Sims 1994: 1). Profundo creyente en las configuraciones
y mediaciones panamericanistas, el ministro Lewis añadía: “Donde alguna vez
se entrenaron tropas para la batalla, esperamos pronto educar a los mejores
académicos y profesionales latinoamericanos. No puedo imaginarme un mejor uso
para estas operaciones”, decía Lewis, mientras proponía una nueva Universidad
Americana, similar a la del Cairo o a la de Beirut, que reciclaría las barracas
militares, convirtiéndolas en residencias estudiantiles y transformando el antiguo
club de oficiales en un cómodo Faculty Club para el distinguido profesorado
de un nuevo complejo universitario que fácilmente podía alojar a más de 25000
alumnos del Norte y del Sur, allí mismo, en Fort Clayton, donde a lo largo de
la década terrible de los 70 el ejército norteamericano entrenaba oficiales sur
y centroamericanos. La universidad estaría ubicada en el corazón de lo que
vendría a llamarse, sin escatimar la resonancia utópica, la Ciudad del Saber, que
acaso podría servir de nuevo punto de enlace en la reconfiguración del espacio
hemisférico interamericano. Nueva bisagra que postularía la integración regional,
no ya como un efecto de la ingeniería, la higiene o la intervención militar, como
habría querido Theodore Roosevelt a fin de siglo pasado, sino sobre la base tal
vez a largo plazo más firme del intercambio académico y la formación de sujetos
panamericanistas en la Ciudad del Saber.

Por cierto, todavía no queda claro de dónde vendrán los fondos para financiar la
nueva universidad panamericana, lo que hace dudar a muchos de la viabilidad del
proyecto en esta época de crisis profunda de la educación superior. En todo caso,
el proyecto de la Ciudad del Saber nos sitúa de frente ante la discusión actual
sobre los roles políticos del intercambio intelectual interamericano en el contexto
de las cambiantes relaciones entre el norte y el sur, precisamente ahora cuando
el sistema de dominación inaugurado en el fin de siglo pasado, en los momentos
emblemáticos de la Guerra del 98 y la invención del estado de Panamá en 1904,
pareciera encontrar un momento de cierre.

Globalización del saber y crisis actual del latinoamericanismo


Se trata, entre otras cosas, de la discusión contemporánea sobre el difícil lugar
de los saberes y discursos de la identidad regional y sobre la dislocación de los
sujetos latinoamericanistas a raíz del impacto de la gradual desnacionalización y
globalización de los saberes de/sobre América Latina en este fin de siglo. Inspirada
por la genealogía ya clásica del orientalismo propuesta por E. W. Said, la discusión

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Latinoamericanismo a contrapelo

actual sobre el latinoamericanismo reflexiona sobre las condiciones de producción


y de enunciación de su propio saber, e investiga tanto la tesitura retórica de los
discursos sobre la diferencia latinoamericana como sus soportes institucionales y
disciplinarios.9 La discusión actual sobre la crisis del latinoamericanismo marca un
momento de autorreflexión y autocrítica en la historia de un campo discursivo y
disciplinario que cuestiona así las propias categorías territoriales, geopolíticas, que
le sostienen. Como en el caso de Said, la investigación del archivo latinoamericanista
implica asimismo la crítica de la relación ineluctable entre los discursos y saberes
de la diferencia –y la identificación del ‘otro’ latinoamericano–, y la inserción de
tales heterologías en las formaciones específicas del poder metropolitano.

En efecto, la analogía entre el orientalismo –tal como lo entendió Said– y los


discursos latinoamericanistas ha resultado productiva, generadora de discusiones y
autocríticas en el campo, aunque su traslado de la propuesta de Said le impide dar
cuenta de la multiplicidad de sujetos y posiciones discursivas que cruzan el concepto
mismo del latinoamericanismo. Por ejemplo, la crítica del latinoamericanismo en
tanto campo de saberes ligado a la historia de los estudios internacionales10 en las
universidades norteamericanas o europeas, cercena la historia también problemática
del latinoamericanismo vernáculo en tanto discurso identitario producido por
intelectuales latinoamericanos.11 Acaso por razones estratégicas, al propio Said le
interesaba delimitar su objeto al archivo de saberes y discursos que construyeron
y ubicaron el ‘Oriente’ en los mapas de la identidad europea. No le concernía la
pregunta de la trenzada red de contactos entre los orientalismos producidos en las
instituciones culturales y en el imaginario social europeo, ‘occidental’, y los discursos
identitarios producidos en los países árabes –la historia de Naser y el nacionalismo
cultural panarabista, por ejemplo– que también construyenun archivo, sus tropos y
estrategias de diferenciación e identificación geopolíticas. La discusión contemporánea
sobre el saber y el poder del latinoamericanismo frecuentemente elimina la distinción
clave entre las formaciones metropolitanas y los discursos identitarios vernáculos que
al menos desde Martí –y sobre todo a partir de la Guerra Hispanoamericana– postulan
defensas varias de lo local, de la especificidad ‘propia’, programas emancipadores
de la América ‘nuestra’, en diversas coyunturas de globalización y enmundamientos.

9 Véase J. Ramos: “Genealogías de la moral latinoamericanista. El cuerpo y la deuda de


Flora Tristán”, en Nuevas perspectivas desde/sobre América Latina: el desafío de los estudios
culturales (2000). También incluido en este volumen, bajo un título diferente.
10 Vicente Rafael explora las políticas del saber de la diferencia geopolítica en “Regionalism,
Area Studies and the Accidents of Agency” (1999) y en “The Cultures of Areas Studies in
the United States (1994). Véase también A. Moreiras, “Restitution and Appropriation in
Latinamericanism”, Journal of Interdisciplinary Literary Studies (1995). Y The Exhaustion of
Difference. The Politics of Latin American Cultural Studies (2001). También es fundamental
en este sentido la discusión del latinoamericanismo de Román de la Campa, Latin
Americanism (Minneapolis: University of Minessotta Press, 1999).
11 Ver J. Ramos: “Masa, cultura, latinoamericanismo” y “Nuestra América’: el arte del buen
gobierno”, ambos incluidos en este volumen (N. del e.).

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1998: Genealogías del Panamericanismo y del Latinomaericanismo

Tales son las formaciones de los latinoamericanismos vernáculos, cruzadas también


por múltiples voluntades de poder y entramadas por reclamos de autenticidad que
hoy nos pueden resultar muy problemáticos.

Ahora bien: al marcar la distinción entre el latinoamericanismo metropolitano


y las defensas vernáculas de la especificidad regional, por cierto, no pretendo
disolver las zonas grises que relativizan las fronteras entre lo ‘metropolitano’ y lo
‘vernáculo’, fronteras más bien porosas, transitadas y perforadas por las continuas
migraciones y exilios de intelectuales vernáculos que históricamente han cumplido
un rol constitutivo del latinoamericanismo metropolitano, contribuyendo, desde
ángulos y posiciones políticas diversas, a la invención de América Latina en tanto
objeto de los estudios latinoamericanos en las universidades del Norte. Esas zonas
grises donde se desmonta cualquier intento fácil de volver esencial las diferencias
entre los saberes de o sobre América Latina problematizan la categoría misma
del discurso ‘vernáculo’, así como socavan radicalmente la homogeneidad de los
territorios metropolitanos impactados también por los flujos transnacionales de la
globalización y las migraciones contemporáneas.

Alerta y crítico hasta sus últimos días, el amigo y colega de Berkeley, el crítico
peruano, Antonio Cornejo Polar, encaró la disyuntiva actual del latinoamericanismo
en una intensa reflexión sobre las fronteras y los límites del campo contemporáneo.
Me refiero a “Mestizaje e hibridez. Los riesgos de las metáforas. Apuntes”, su
última colaboración a Lasa (Latin American Studies Association), leída in absentia
en la convención internacional celebrada en Guadalajara en marzo de 1997,
apenas un par de meses antes de la muerte de Antonio en Lima.12 Aunque sea
brevemente, permítanme detenerme en la lectura de este texto doblemente
sobre finales, escrito último de un autor clave, de gran influencia, tanto en el
latinoamericanismo vernáculo como metropolitano, el cual nos alerta sobre la
posibilidad “del desdichado y poco honroso final del hispanoamericanismo”.

No es casual que la lectura de “Mestizaje e hibridez…” de Cornejo Polar empalme


aquí con la discusión más histórica sobre el 98, en la medida en que el ensayo
de Cornejo puede leerse como uno de los cierres posibles de varias posiciones
discursivas, clausura acaso de un concepto de la cultura latinoamericana y un modo
de concebir las tareas del saber regional y la defensa de sus fronteras inauguradas
precisamente en el fin de siglo pasado, en el mismo circuito de la condensación del
espacio hemisférico que culmina en la Guerra del 98 y la construcción del Canal de
Panamá. Por eso decíamos que el ensayo de Cornejo es doblemente sobre cierres,
en tanto su urgente dimensión autobiográfica tiende a identificar la escena final de
la escritura de un autor con el cierre de todo un campo discursivo.

12 Apareció en la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana (1998). Me aproximo al texto con


mayor detenimiento en “Las paradojas del deseo de Flora Tristán”, incluido en este volumen.

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Latinoamericanismo a contrapelo

La asociación, por cierto, no es exagerada. En varios sentidos, Cornejo puede


considerarse un intelectual humanista, de cierta formación filológica, ubicado en
la tradición del latinoamericanismo, el legado de los ensayistas, la tradición que
sustentó la obra de las figuras que narrativizaron el canon y la memoria histórica
del campo en que nos movemos: figuras como P. Henríquez Ureña, Alfonso Reyes
o Ángel Rama, intelectuales públicos, digamos, quienes actuaron dentro y fuera
de la universidad, y cuyos amplios registros de intervención y autoridad política
presuponían unos lazos entre la cultura y la esfera pública que acaso no sean
ya viables en las sociedades contemporáneas neoliberales. La reflexión misma
de Cornejo sobre “el fin del latinoamericanismo” presupone una reubicación del
trabajo intelectual y académico en el contexto de la crisis actual del estado liberal-
republicano en el eje de la globalización. La sospecha misma del cierre de ese
legado es un efecto de la erosión de los modelos de integración cultural elaborados
frecuentemente por las humanidades y las universidades modernas que al menos
desde Bello legitimaron la producción del saber humanístico y sus intervenciones
pedagógicas en función de la construcción de la ciudadanía en la esfera de las
interpelaciones y la educación letrada y cultural. Pareciera que las formaciones
sociales en este fin de siglo, marcadas por la globalización de las sociedades
mediáticas, no requieren ya de la intervención legitimadora de las narrativas
ejemplarizantes de la integración nacional. Tal vez los modelos culturales de la
integración nacional –o la noción misma de la integración– no sean ya necesarios,
en la medida en que el Estado se retrae de los contratos de la representación del
bienestar común, mientras los sistemas de la comunicación masiva y del consumo,
según argumenta García Canclini (1995), producen parámetros alternativos para
la identificación ciudadana, sus múltiples exclusiones, y nuevas y crecientes zonas
de abandono. En el campo de las transformaciones de las instituciones culturales
ligadas al estado-republicano, como nos recuerda Beatriz Sarlo, la categoría misma
del intelectual público deviene en crisis (1994: 181). A su vez, el estudio de la
literatura y de la cultura corre el riesgo de convertirse en la simple profesión
de expertos, frecuentemente ubicados en los Estados Unidos, que tienden
progresivamente a reemplazar la figura evanescente del intelectual público y del
humanista tradicional latinoamericanista.

“Mestizaje e hibridez” plantea la pregunta por el destino del latinoamericanismo,


“el desdichado y poco honroso final del hispanoamericanismo”. En el proceso de
su reflexión, el ensayo condensa las posiciones claves en el debate contemporáneo
sobre los canales transnacionales de producción y circulación del saber
de/sobre América Latina. Escrito, paradójicamente, en el marco del discurso cuyo
fin explora, el texto de Cornejo reinscribe los tropos del origen, los límites de
la territorialidad y la temporalidad continua del legado que históricamente han
sido centrales a la retórica latinoamericanista. El ensayo explora las cambiantes
fronteras del campo al preguntarse sobre los modos propios e impropios
mediante los cuales el campo hace préstamos, traduce, e incorpora conceptos
de otras disciplinas, al mismo tiempo que se pregunta por la legitimidad de los

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1998: Genealogías del Panamericanismo y del Latinomaericanismo

intercambios y contactos entre el campo y otras lenguas y tradiciones. Cornejo


propone así una defensa de las fronteras, una alarma en respuesta al riesgo de que
en el contexto contemporáneo el interior del campo puede quedar demasiado
expuesto a fuerzas que amenazan desde el exterior, fuerzas generadas por el
contacto, la mezcla, la hibridación del discurso mismo.

No por casualidad, la problemática del contacto, de la porosidad de las fronteras,


en el ensayo de Cornejo, es primeramente de orden lingüístico. Según Cornejo, el
latinoamericanismo sufre en la actualidad de una condición de diglosia, una escisión
profunda que separa antagónicamente los estudios sobre América Latina producidos
en los países latinoamericanos de los estudios latinoamericanos producidos en los
Estados Unidos, lo que genera una fractura profunda entre el interior y el exterior,
entre lo propio y lo impropio, entre lo auténtico y lo inauténtico. La diglosia
se manifiesta, primeramente, según Cornejo, en el creciente prestigio del inglés
entre los latinoamericanistas de los Estados Unidos, y en la supuesta crisis de la
enseñanza del español en la escena pedagógica norteamericana. El pasaje al inglés
de por sí no sería un problema, si no viniera acompañado de la marginalización de
los saberes vernáculos latinoamericanistas producidos en español, en un circuito
cultural e ideológico totalmente distinto y cada día más precario y perimido. Más
aún, en la grieta de esa separación lingüística Cornejo recorre la trayectoria de una
fractura todavía más profunda y peligrosa, otra instancia de división del trabajo que
convierte los objetos culturales latinoamericanos en materia prima exportada a los
Estados Unidos y a Europa, mientras las instituciones académicas metropolitanas
producen modelos epistemológicos para la elaboración teórica y el consumo de la
materia prima cultural.

Ahora bien, no tenemos que estar de acuerdo con Cornejo para reconocer que
“Mestizaje e hibridez: los riesgos de las metáforas” toca el corazón mismo del
debate contemporáneo sobre la globalización de las culturas latinoamericanas,
la discusión actual sobre los efectos de la globalización del saber producido
sobre estas culturas. Cornejo identifica la crisis de los discursos culturales y las
instituciones vernáculas en esta era neoliberal, y aconseja cautela ante la influencia
creciente de los paradigmas teóricos metropolitanos incluso en América Latina: los
estudios culturales, poscoloniales y subalternos.

El ensayo de Cornejo desencadena así una serie de asociaciones y oposiciones


que bien pueden condensarse en el antagonismo entre lo global y lo local –entre
el campo interior y el exterior de una cultura–, y en las contradicciones que
problematizan la posibilidad de un saber (o discurso de la identidad) regional
en un mundo cada vez más homogeneizado, donde incluso la producción
intelectual –conviene añadir– es sometida a los aplanamientos del mercado y
es profundamente impactada por la velocidad de los viajes transnacionales y
el consecuente desgaste extraordinariamente rápido de las ideas. Al plantear la
pregunta clásica de la especificidad y originalidad del saber americano, “Mestizaje

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Latinoamericanismo a contrapelo

e hibridez…” se inscribe en la red histórica y discursiva del latinoamericanismo


vernáculo, cuya clausura es, sin embargo, lo que motiva allí su escritura. ¿Cómo
se escribe en el punto liminal de las clausuras? ¿Cómo se autoriza un discurso
que reflexiona precisamente sobre la crisis de los mecanismos de validación y
autorización de su campo? ¿Dónde se escribe?

1898: Orígenes del latinoamericanismo


y la cuestión de los saberes locales

Al menos desde el ensayo fundacional de Martí, “Nuestra América”, y la serie de


textos sobre el panamericanismo que preparan y anticipan la escritura de ese
ensayo fundacional en 1891, el latinoamericanismo vernáculo frecuentemente ha
sido estimulado como defensa de lo local en diversas instancias de globalización
y enmundamiento. Por eso decíamos que el año 1898 y la reconfiguración del
dominio hemisférico en el fin de siglo pasado marca un momento tan decisivo
en la historia del latinoamericanismo.13 Aunque Martí había muerto en los
primeros meses de esa misma guerra, que por cierto comienza en 1895 –y no
meramente con la crisis del Maine– sus ensayos latinoamericanistas bien pueden
leerse como una respuesta temprana a la reconfiguración y el desplazamiento
de fronteras producidos por la expansión norteamericana tras la Guerra Civil
y tras la colonización del Oeste facilitada por la guerra con México en 1848.
Tampoco es casual que el marco del discurso latinoamericanista de Martí, tanto
en “Nuestra América” como en Versos sencillos, fuera el intenso debate sobre
las relaciones interamericanas y sobre el panamericanismo oficial generado en
torno al Congreso Panamericano en Washington que culminaría en 1891 con la
Conferencia Monetaria Internacional.14 No creo que se haya enfatizado lo suficiente
la relación entre los textos de Martí sobre los peligros del panamericanismo –los
riesgos de la condensación hemisférica– y su propia condensación de la “América
mestiza”, la ‘nuestra’. No está de más recordar que el discurso titulado “…Madre
América”, antecedente directo de “Nuestra América”, fue dedicado como el saludo
de un exiliado a los delegados del Sur que participaban en las conferencias
interamericanas y quienes se encontraban de visita en Nueva York.15

13 Arcadio Díaz Quiñones demuestra cómo la crisis del imperio español que culmina en el
98 fue también decisiva para la formación del hispanismo y sus historias literarias (que
por cierto mantienen aún cierta vigencia en los estudios hispanistas en los Estados Unidos,
donde la literatura latinoamericana frecuentemente figura como una provincia más de la
historia castellana e imperial inaugurada por el Cid Campeador). Véase A. Díaz Quiñones:
“1898: Hispanismo y guerra” (1998).
14 Me refiero a los textos sobre las Conferencias Internacional y Monetaria celebradas en
Washington en 1889, incluidas en el volumen Nuestra América (1985: 35-132).
15 Escribe Martí:
[…] En vano, –faltos del roce y estímulo diario de nuestras luchas y de nuestras posiciones,
que nos llegan ¡a mucha distancia! del suelo donde no crecen nuestros hijos–, nos convida

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1998: Genealogías del Panamericanismo y del Latinomaericanismo

Ya a fines de la década del 80 –en preparación para lo que luego culminaría


en la guerra del 98– el gobierno norteamericano, encabezado por el secretario
de Estado Blaine, proponía una serie de acuerdos comerciales e industriales
interamericanos que impulsarían la construcción de redes ferroviarias y telegráficas,
así como el relajamiento de los controles de las aduanas y las fronteras; proyectos
panamericanistas impulsados también por el ideal de una moneda común que uniera
las naciones americanas en un nuevo mapa que borraría finalmente las fronteras
duras entre el Norte y el Sur, posibilitando así la creación de una potencia americana
capaz de socavar la hegemonía de los poderes europeos en el orden mundial. Martí
fue verticalmente crítico de tal panamericanismo. Ya para esos años identificaba
la condición de la modernidad con la internacionalización, tanto del capital como
de los flujos culturales. Su americanismo telúrico es en parte la propuesta de una
modernidad alternativa –guiada por el saber de la tierra–. Capaz, según Martí, de
guiar y juntar un dominio hemisférico alternativo, el latinoamericanismo martiano
opera por el reverso de los enmundamientos de la modernidad hegemónica,
aunque simultáneamente emerge y se desplaza en el mismo espacio comprimido y
articulado por las redes de la misma modernidad, del mercado, de la intensificación
de los contactos transnacionales e inevitables intercambios culturales en un nuevo
orden cosmopolita. De ahí se desprende a su vez la importancia del periodismo
y la crónica en la época, textos de viajeros-mediadores que transitan el nuevo
orden, sirviendo muchas veces de mediadores entre las culturas metropolitanas
y los lectores latinoamericanos.16 No es simplemente casual que los fundadores
del latinoamericanismo (y sus continuadores) se perfilen frecuentemente como
viajeros y/o exiliados: es el caso de Martí, de Pedro Henríquez Ureña, del propio
Darío, de Alfonso Reyes y de Gabriela Mistral.

En este nuevo espacio, disputado y desigual –en una época que los historiadores
generalmente identifican con la gradual incorporación de América Latina al
mundo–, se redefinen las posiciones del intelectual, ahora encargado de precisar
la especificidad y los límites del campo de la identidad ‘propia’ y de proponer

este país con su magnificencia, y la vida con sus tentaciones, y con sus cobardías el corazón,
a la tibieza y al olvido. ¡Donde no se olvida, y donde no hay muerte, llevamos a nuestra
América, como luz y como hostia; y ni el interés corruptor, ni ciertas modas nuevas de
fanatismo, podrán arrancárnoslas de allí! Enseñemos el alma como es a estos mensajeros
ilustres que ha venido a nuestros pueblos, para que vean que la tenemos honrada y leal,
y que la admiración justa y el estudio útil y sincero de lo ajeno, el estudio sin cristales de
présbita ni de miope, no nos debilita el amor ardiente, salvador y santo de lo propio; ni
por el bien de nuestra persona, si en la conciencia sin paz hay bien, hemos de ser traidores
a lo que nos mandaran a hacer la naturaleza y la humanidad. Y así, cuando cada uno de
ellos vuelva a las playas que acaso nunca volvamos a ver, podrá decir, contento de nuestro
decoro, a la que es nuestra dueña nuestra esperanza y nuestra guía: ¡Madre América, allí
encontramos hermanos! ¡Madre América, allí tienes hijos! “Discurso de la Sociedad Literaria
Hispanoamericana (‘Madre América’)” ( Nuestra América 1985: 25-26).
16 Ver de J. Ramos: “Esta vida de cartón y gacetilla: literatura y masa” (2003).

169
Latinoamericanismo a contrapelo

modelos de contacto y de traducción cultural, de decidir las posibilidades y los


riesgos del intercambio transcultural en un orden global, cosmopolita. De ahí
que la defensa de los saberes locales y las culturas vernáculas en Martí sea tanto
la respuesta crítica como el efecto de la condensación del espacio hemisférico
producido por el intenso reenmundamiento de las Américas que encuentra sus
íconos más expresivos en la toma de Cuba y Puerto Rico en el 98, y pronto
después en la invención del estado de Panamá y en la construcción del Canal,
tropo y efecto real del panamericanismo, emblema maravilloso, en efecto, de las
nuevas articulaciones entre el Norte y el Sur.

En efecto, ¿no es el latinoamericanismo, hasta Cornejo y nuestro fin de siglo, un


campo de reflexión sobre el precario balance entre las formaciones culturales del
capital internacional y las culturas vernáculas? Atento a las coyunturas variadas
de la mundialización, el sujeto latinoamericanista emerge e institucionaliza su
imaginario topográfico y territorializador en el lugar fronterizo de la mediación,
recortando desde allí las zonas de riesgo y de contacto, y decidiendo las normas
para los intercambios culturales saludables. “Cree el aldeano vanidoso que el mundo
entero es su aldea”, dice Martí (1985: 26). La autoridad del sujeto latinoamericanista
despliega así dos gestos correlativos: primero, mirar hacia ‘afuera’ (“el tigre de
afuera” según Martí) y reflexionar desde allí sobre la mundialización; y segundo,
mirar hacia ‘adentro’ (“el tigre de adentro”), y reflexionar desde allí sobre las
contradicciones internas que impedían la consolidación de las instituciones
políticas, civiles, el fundamento democrático de un orden americano virtual.
Ambas posiciones remiten a la mediación y a la traducción en tanto funciones
que autorizan al emergente sujeto latinoamericanista: traducción, por un lado,
de los modelos extranjeros; y traducción, por otro lado, de las voces ocluidas,
subalternas –las “masas mudas de indios”, el “negro oteado”, “el campesino, el
creador”– en un gesto de incorporación y representación del otro que autoriza
y legitima el trabajo estético y el pensamiento crítico en zonas amplias de la
literatura moderna latinoamericana, tal vez hasta nuestros días. “Hablad por mis
palabras y mi sangre”, decía Neruda en “Alturas de Machu Picchu”, reclamando un
poder de ‘representatividad’ que más allá de Martí, Neruda o Barnet, es uno de los
fundamentos de la institución literaria y su vocación testimonial (el ‘regalo’ de la
palabra al otro). Doble agencia: mediación entre el mundo y lo local; y traducción
interna, necesaria para la construcción de lo local, para la invención de la idea
misma de la tradición vernácula y sus legados alternativos.

En el gesto de la mediación coincide el otro extremo de la aparente antítesis


latinoamericanista: el Ariel de Rodó. Para Rodó la guerra del 98 y la condensación
del espacio hemisférico fue un acicate y un punto de partida. En efecto, en
su zona polémica e inmediata, el Ariel es una crítica estético-cultural de la
‘[norte]americanización’, a la cual Rodó opondrá la alternativa de un legado,
un archivo más bien motivado por la invención de la latinidad euro-americana
(1985: 33-56). Rodó, por cierto, evitará el término cosmopolita, y cuando lo usa es

170
1998: Genealogías del Panamericanismo y del Latinomaericanismo

peyorativamente: en el Ariel el cosmopolitismo es sinónimo de fuerzas foráneas


–la inmigración popular y obrera– que amenazan la integridad misma de la
“alta cultura” latinoamericana. Sin pretender minimizar las diferencias, podría
pensarse que en ambos, Martí y Rodó, modelos frecuentemente opuestos en la
historiografía del latinoamericanismo, la reflexión sobre el límite y la práctica
de las mediaciones también responden a la mundialización y a la necesidad de
construir un legado, una memoria, un archivo latinoamericano.

Claro está: los archivos y las nociones del legado que ambos proponen son
radicalmente distintos. Obviamente, mientras Rodó –en guerra contra la
‘americanización’ y la modernidad– propone un legado euro-latino-americano,
Martí funda su narrativa identitaria en la ficción operativa, digamos, de las “voces”
subalternas, “autóctonas” o vernáculas. Aún así, en ambos las prácticas de la
mediación latinoamericanista se fundan en las inflexiones variadas de la autoridad
estético-cultural que privilegia el papel de la literatura en la construcción de la
ciudadanía, de lo que Schiller llamaba la educación estética del hombre. En ambos
el sujeto intelectual se construye y se autoriza en función de una reflexión sobre
las condiciones necesarias para la democracia en la que la representatividad
estético-cultural debía cumplir un principio regularizador, contribuyendo tanto a
la representación de particularidad subalternizada (Martí), como a la “estética de la
conducta” (Rodó) necesaria para la autoadministración del alma y la constitución
de sujetos disciplinados.17

Por cierto, ¿no se extiende la reflexión sobre la democracia y la búsqueda de


principios reguladores hasta nuestros días, hasta los registros tan distintos de la
autoridad estético-cultural en Beatriz Sarlo y en Nelly Richard, por ejemplo, que
retoman, desde posiciones políticas diferentes, la defensa de la literatura
y de la estética, y su capacidad de operar mundos alternativos a la lógica
instrumental del mercado y de las medianías neoliberales precisamente en
contextos posdictatoriales, de transición democrática? John Beverley se refería
recientemente a la reconfiguración contemporánea del sujeto estético en términos
de un “nuevo arielismo” (Beverley 2000), aunque sin duda habría que matizar el
protagonismo casi heroico que Sarlo le asigna a los artistas como defensores de
un espacio autónomo y crítico en la escena posmoderna (1994), por un lado, y
la radicalización del sujeto estético en el discurso más bien anarco-vanguardista
de Nelly Richard (2001). Pero no cabe duda de que en ambas, Sarlo y Richard,
desde prácticas teóricas y escriturales muy distintas, se le asigna cierto privilegio
a la autoridad estética en el debate sobre la democracia.

17 Por otro lado, no conviene aplanar los pliegues del sujeto estético. El mismo Rodó, por
ejemplo, mantiene una relación muy ambigua con la estética y los ‘excesos” retóricos
de la literatura, opuesta por momentos a la prioridad de la virilidad deseada para el
sujeto ciudadano.

171
Latinoamericanismo a contrapelo

Sin soslayar las distancias obvias, en Martí y Rodó la cuestión de los límites
de lo ‘propio’ en la modernidad se encuentra ineluctablemente ligada no solo
al expansionismo norteamericano, sino también al problema ‘interno’ de la
democracia, al surgimiento de nuevos agentes políticos –mujeres, obreros, alianzas
sociales imprevistas– que presionaban la esfera pública y obligaban a repensar
el lugar mismo de los intelectuales y de la alta cultura en las sociedades en
vías de modernización. No es casual, en ese sentido, que para muchos de los
nuevos sujetos sociales identificados con la relativa apertura producida por la
modernización, el 98 no representara necesariamente un trauma o un desastre.
Según pensaron muchos de los intelectuales obreros más radicales de la época,
particularmente en el caso de Puerto Rico, por ejemplo, la norteamericanización
paradójicamente posibilitaría la democratización de la esfera pública, la creación
de ciertas condiciones (como solía decirse) y garantías para la constitución de
un movimiento obrero anticapitalista que por cierto sospecharía mucho de los
discursos estético-culturales y del privilegio del papel mediador y representativo
del intelectual en las defensas nacionalistas y en los registros latinoamericanistas
que se multiplican a partir del 98. Me refiero, por ejemplo, a Luisa Capetillo, y a los
discursos libertarios ligados al surgimiento del movimiento obrero puertorriqueño
lúcidamente estudiado y antologado por Ángel Quintero Rivera.18

Los intelectuales obreros de comienzos de siglo, del cambiante y voluble 1900,


también intervinieron en el debate sobre la globalización, y produjeron saberes
locales (muy cosmopolitas, por cierto) y bibliotecas alternativas. En el Ariel el
sujeto proletario (inmigrante) es sin duda uno de los límites (del terror) del sujeto
estético-cultural, en el contexto cono-sureño del surgimiento de un vigoroso
movimiento obrero. Martí, en cambio, se aproxima a las zonas más radicalizadas
del emergente sujeto político trabajador, en sus notables discursos de Tampa y
Cayo Hueso, dirigidos a los tabaqueros, inmigrantes, anarquistas muchos de ellos,
que constituyeron la base social y financiera del Partido Revolucionario Cubano
en la época de su fundación (Sotero Figueroa 1896). Allí se abre sin duda el marco
del sujeto estético, rumbo a la guerra, por nuevos caminos de la estetización de la
política y hacia la muerte.

1998

Como hemos visto, “Mestizaje e hibridez” de Cornejo Polar reinscribe e inflexiona


la entonación, las posiciones de sujeto, y algunas de las estrategias retóricas del
latinoamericanismo vernáculo y sus defensas de los saberes locales. Se organiza en
torno al binario de lo global y lo local, y también transita y guarda las fronteras del

18 La lucha obrera en Puerto Rico (1971). También ver J. Ramos, Amor y anarquía: Los
escritos de Luisa Capetillo (1990).

172
1998: Genealogías del Panamericanismo y del Latinomaericanismo

territorio ‘propio’, recomendando cuidado ante los préstamos de otras disciplinas


(típica de los estudios culturales y su pasión transdisciplinaria) y otras lenguas,
sobre todo el inglés. Pero en contraste con sus antecedentes, cierto pesimismo de
Cornejo lo lleva a sospechar que el impacto actual de la globalización bien puede
ya decidir el cierre del latinoamericanismo, acaso porque para Cornejo, como
para Beatriz Sarlo, la crisis actual de las instituciones culturales (y del aparato
pedagógico republicano) tiende a cancelar el privilegio del papel del intelectual
y el privilegio de la cultura-estética como el eje de la interpelación ciudadana.
De ahí que los principios organizadores y legitimadores del latinoamericanismo
vernáculo –la representación de las voces subalternas y la construcción de
modelos de traducción y apropiación nacional de materiales extranjeros– pierden
definitivamente vigencia, tanto por la crisis misma de la noción liberal de la
representatividad, como por las dificultades que confronta cualquier reificación
de lo local, de lo ‘propio’, en esta época de intensa globalización.

La globalización de la cultura no es necesariamente nueva. Bien puede ser un aspecto


constitutivo de la lógica del capital. Lo que sin duda ha cambiado es la autoridad
y las bases institucionales de los discursos que respondieron vigorosamente a la
mundialización al menos hasta la década de los 70 y el comienzo de las crisis
de las izquierdas latinoamericanistas. Aún en 1971, para Roberto Fernández
Retamar –otro clásico del latinoamericanismo– todavía era posible pensar que la
cultura-estética, la esfera de las artes y la literatura, podía cumplir un papel central,
orgánico, en la defensa de la cultura ‘propia’ al generar las mediaciones necesarias
para la formación de la cultura nacional-popular, hipóstasis de la lucha de clases
(Fernández Retamar 2000).

Por otro lado, las oposiciones tajantes entre metrópoli y periferia, entre lo global
y lo local, entre el interior y el exterior, entre lo auténtico y lo inauténtico, son
problematizadas por el proceso mismo de la globalización; problematizadas,
por ejemplo, por el viaje continuo y la migración de intelectuales e ideas, y
más recientemente por las intervenciones cada vez más intensas de críticos y
alumnos chicanos, puertorriqueños, latinos en el campo del latinoamericanismo;
sujetos cuya experiencia vital y trabajo intelectual introducen nuevos tensores
o a veces cruzan diagonalmente las nociones territorializadas de las raíces, la
pureza lingüística, los orígenes fijos o los legados continuos que figuran todavía
hoy como los tropos predominantes del latinoamericanismo vernáculo. Si
pensamos que el latinoamericanismo es después de todo un complejo archivo
de discursos sobre la territorialidad y la localidad, discursos que intentan definir
la especificidad de sus objetos en función de la diferencia regional o geopolítica,
podemos hoy preguntarnos sobre la eficacia y viabilidad de los modos de recortar
las fronteras del campo de identidad, particularmente en esta época en que los
flujos transnacionales del capital flexible expanden violentamente las zonas de
contacto e intercambio, mientras las intensas migraciones caribeñas, mexicanas
y centroamericanas producen enclaves de habla y cultura hispana en el corazón

173
Latinoamericanismo a contrapelo

mismo de las metrópolis principales de los Estados Unidos. Incluso tal vez no
sea del todo imprudente preguntarnos, con Tato Laviera, si Manhattan no es una
isla del archipiélago antillano, o si Loíza, Loaiza, es un barrio del Lower-East
Side.19 Acaso no sea injusto preguntarse dónde queda América Latina, la localidad
cartografiada y protegida por los discursos de las esencias ‘propias’.

Tampoco está de más recordar hoy que, cien años después de la invasión de Cuba
y Puerto Rico en el 1898, la caribeñización y latinización relativa de las ciudades
claves del imperio, en 1998, reta tanto las nociones fáciles, monolingües de la
ciudadanía jurídica, como cualquier intento de perpetuar los mapas, las categorías
territoriales institucionalizadas por los discursos de la identidad vernácula.

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