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Desde muy joven entró en contacto con una serie de acontecimientos que
animarían su interés por la política. En 1809 la aristocracia criolla ya se
hallaba conspirando contra el poder de los hispanos, y a partir de entonces
comenzaron a sucederse un conjunto de revueltas sangrientas. Quizá las
circunstancias familiares llevaron a Manuela a optar por los revolucionarios:
presenciaba desfiles de prisioneros desde la ventana de su casa, y se
maravillaba de las hazañas de doña Manuela Cañizares, a quien tuvo por
heroína al enterarse de que los conspiradores se reunían clandestinamente
en su casa.
Por causa de las propias revueltas, sin embargo, se ausentó de la ciudad
para refugiarse junto a su madre en la hacienda de Catahuango. Allí se
convirtió en una excelente amazona, mientras su madre le enseñaba a
comportarse en sociedad y a manejar las artes del buen vestir, el bordado
y la repostería. Tiempo después ambas regresaron a Quito, y la madre
decidió internarla en el convento de monjas de Santa Catalina; tenía
entonces diecisiete años.