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Galende comienza el capítulo 2 (Subjetividad y cultura: el malestar de la individuación) de su obra diciendo que
actualmente se vive en un mundo y en una época en la que las escenas, los escenarios, la teatralización y otras
formas de representaciones, han invadido nuestra experiencia cotidiana de la realidad. Vivimos en una nueva
cultura y se producen cambios profundos en las formas de trato y vínculo entre los individuos. Galende habla de
que el mundo podría haber sido mejor, y por ello nos señala 10 ítems en los cuales profundiza los cambios que
hemos sufrido los seres humanos a comparación de culturas anteriores.
1. La individualidad actual.
En la búsqueda de felicidad, Freud señala el amor sexual: permite la satisfacción del instinto y del deseo a la vez
que genera una dependencia del objeto de amor.
La sexualidad se hace adictiva pero separada del amor. El amor tierno empobrece la sexualidad. Pero ocurre
que se trata a la vez de un modelo de sensibilidad que constantemente se promueve desde el cine y la televisión.
La existencia de determinadas técnicas fertilizantes han posibilitado la reproducción humana por fuera del amor
y el sexo, y hasta en varios países existe la posibilidad de tener un hijo prescindiendo de la presencia del padre,
hecho que en otros tiempos hubiera sido imposible.
En el psicoanálisis se diferencia lazo social, relación de objeto, elección de objeto, comprendiendo a estas
modalidades de relación con el otro como determinadas por el inconsciente reprimido, de la historia libidinal del
sujeto, de sus deseos.
Freud observa cómo la familia es tomada como analogía por la comunidad cristiana: los creyentes se llaman a
sí mismos “hermanos”, es decir, hermanados en Cristo y por el amor de Cristo: “No cabe dudas que el enlace
que liga a cada individuo con Cristo es la causa del lazo que los une entre sí”. Resulta evidente que no hay amor
ni lazo social sin que esté presente el poder y la dominación.
Las clásicas oposiciones en que se estructuraba la vida social se ven desdibujadas. En particular aquello que
identificaba al empresario con el patrón y la explotación, y al asalariado con el sujeto colectivo de las
transformaciones sociales. El empresario se ha recubierto del éxito social, en deterioro de aquella imagen de
explotación de hombre por el hombre. Lo que antes se esperaba y dependía de la acción solidaria del conjunto
ha pasado a ser vivenciado como del ámbito personal.
En un mundo marcado por la incertidumbre y la complejidad, en el que cada individuo es víctima de sus propios
miedos, se construye un estilo de vida que pasa por la asunción de riesgos personales, facilitado por una cultura
que invita a sus ciudadanos a ser responsables de sí mismos. Los individuos se encontraron ante la situación de
tener que inventar su presente y el futuro. Todos están convidados a tomar el futuro en sus propias manos.
El ser empresario de sí mismo es entrar en la competencia: dado que el éxito es ahora el ser competitivo se trata
de asumir la aventura de la realización personal por esta vía.
Los valores de la autonomía personal y la libertad han sido desplazados por muchos por la capacidad de
competencia. Esto hace que la solidaridad pierda sentido ya que no puede articularse a una competencia entre
individuos para la cual sólo se busca el éxito personal. En este sentido, “ser uno mismo” ha adquirido mucha
fuerza, que no consiste en un acto de libertad que permita elegir una identidad como se eligen los objetos de
consumo.
Adquirir esta supuesta capacidad de ser empresario de sí mismo, es sentido como la solución más justa, eficaz
y posible de luchar contra la exclusión.
Pero no sólo en la vida económica se impuso la competencia. En poco tiempo, nuevos héroes se ofrecen a la
identificación social: modelos, conductores televisivos y deportistas. Son éstos últimos quienes muestran mayor
éxito para la identificación porque su profesión es competencia pura y muestra una cara aceptable dado que el
triunfo siempre es merecido, la competencia resulta sana porque estimula el desarrollo y la estética misma del
deporte. En poco tiempo, niños y grandes pasaron a vestirse con ropas deportivas, marcas deportivas accesibles
al público masivo. Deportes que eran exclusivos de sus practicantes, como el tenis o el golf, se han transformado
en un gran espectáculo televisivo.
Desde sus comienzos el capitalismo industrial produjo en los hombres la necesidad de consumirlos. Esto lo
conocen los encargados de marketing, en cualquier cultura previa e independientemente de las necesidades
reales de los individuos, inducir el consumo de los objetos que le interesa vender a la industria. Es suficiente ver
los shoppings en todo el mundo: misma arquitectura, mismos símbolos, mismos productos, con una
independencia casi absoluta del país y la cultura en que se instalan.
La industria actual lleva a los individuos a la asunción de necesidades cuya satisfacción procura, como parte de
la lógica de la producción y el consumo. Lo curioso es la creencia de los individuos de que satisfacer estas
necesidades consiste en un acto de diferenciación social. No perciben que es el consumo mismo y las
necesidades de la industria que lo producen los que en definitiva marcan los límites e ilusiones de esa libertad.
La competencia en que ha devenido la vida, junto a la desprotección institucional de los menos aptos (pobres,
viejos, discapacitados) ha generado nuevos sufrimientos subjetivos englobados en la idea de la depresión, crisis,
pánico o inseguridad. Esto puede observarse que en la sociedad se manifiesta como violencia.
La nerviosidad actual, la violencia en la sociedad y la depresión generalizada nos están mostrando la otra cara
del mercado. La prensa ha comenzado a alertar sobre el consumo masivo de psicodrogas, tranquilizantes,
hipnóticos, psicoestimulantes o antidepresivos. En este sentido han tenido responsabilidad los psiquiatras: su
papel se había limitado al diagnóstico de enfermedades mentales que no podían curar. A partir de los años ’50
el descubrimiento de ciertas drogas mejoraba los síntomas mentales, abrió el campo para una intervención de
diversos malestares.
El dirigente sindical de la primera mitad del siglo representaba los intereses corporativos, dedicaba su capacidad
intelectual, su tiempo, a veces su misma vida, a la defensa de los intereses de los miembros de su corporación.
El dirigente corporativo actual se vuelca sobre sus propias necesidades e intereses, económicos, políticos, de
poder o ascensión social, a los que trata de satisfacer. Todo el mundo sospecha de esos discursos que siguen
proclamando el bien común y la moral colectiva, porque con razón suponen que esos individuos están allí por
intereses personales que ocultan.
Las ideas de Nación, Pueblo, han ido cediendo paso a una sociabilidad basada más en determinados rasgos
particulares (de origen, de raza, de género, pero ahora también de otros rasgos novedosos, como ex alcohólicos,
punks, villeros, etc.).
Estos nuevos colectivos sociales son la expresión más clara del abandono social de los valores de la igualdad y
la solidaridad. Se trata en muchos casos de neocumunidades, o comunidades construidas artificialmente,
reactivas o defensivas, dominadas por el terror de la exclusión social.
La existencia de este individualismo, las nuevas dinámicas de exclusión social que generan el terror vivenciado
individualmente y los nuevos agrupamientos neocomunitarios constituyen nuevos datos de la conformación de
lo social.
El individuo sólo es ciudadano si forma parte de la vida social de la ciudad, con sus derechos y obligaciones. Los
que no poseían derechos ciudadanos vivían al margen de las sociedad, habitaban la periferia de la ciudad, las
murallas de la ciudad medieval o las villas miserias de las sociedades modernas. En la actualidad, los excluidos
sociales habitan preferentemente el centro de las ciudades (alojándose en plazas, edificios públicos, etc.).
La cultura actual exige “estar en forma”, y esta exigencia ha provocado un estallido de las identidades personales.
Las nuevas identidades se soportan sobre rasgos más banales de la cultura (competencia, éxito personal,
capacidad de consumo, etc.) haciendo que la ilusión de una singularidad desemboque en modelos publicitarios
que promueven íconos del éxito (TV, deporte, revistas, como ya señalé).
En las tres diferencias básicas que se organizó la vida social moderna (de clase social, de generación y de
género) se están produciendo borramientos notables.
En la cultura actual se tiende a establecer un solo modo de clase social, identificado con el empresario. No se
trata por cierto de que no existan aún obreros y patrones, se trata de formas de renegación por las cuales se
hace posible un imaginario de tolerancia y pacificación.
La infancia actual parece acortarse, los niños en período de lactancia y los púberes toman modos y costumbres
de jóvenes a los que tienen como modelos de identificación. La adolescencia comienza así más temprano
respecto de la edad cronológica que se le asignaba. Esta adolescencia resulta más prolongada, algunos hasta
los 30 años conservan hábitos de adolescentes, favorecidos por ser aún mantenidos por sus padres. Los que ya
han pasado los 30 realizan esfuerzos para mantenerse jóvenes: gimnasio, dietas, vestimentas y arreglos
similares a los modelos publicitarios de juventud.
El ideal que se promueve desde los medios es el del joven, sobre todo porque condensa exitosamente el
borramiento de las tres oposiciones (clase, género y generación): de clase; ya que los jóvenes se parecen entre
sí; de generación; ya que se pasó a una idealización del joven por sus cualidades físicas; y de género; ya que se
evita la diferencia que va poniendo la edad al cuerpo sexuado.
Es sabido que las formas arquitectónicas son expresiones esenciales de una cultura. Es observable un cambio
de los estilos propios de la modernidad hacia un cierto “collage” de estilos que desprende de cualquier referencia
de época. Algunos lo han denominado “populismo estético”. Lo curioso es que los criterios estéticos se
impusieron en todos los niveles: desde la ropa, los utensillos de la mesa y la cocina, los autos o aviones. Todos
son ahora verdaderos objetos estéticos, en ellos se vuelcan los esfuerzos de creación e innovación constantes.
Los modos de organización del espacio actual (shoppings, avenidas, hoteles, etc.) forman parte de una
modalidad de encuentro acotado y pasajero, funcionalizado para la experiencia parcial y anónima que allí se
realiza. Estos lugares se muestran funcionando como verdaderas ciudades artificiales dado que se trata de
espacios anónimos que provee el consumo, tienden a borrar o ignorar las identidades sociales de clase, pobreza,
origen, raza, etc.
El individuo transita estos lugares como parte de su sociabilidad actual, encuentros para el consumo ampliado,
sensaciones impactantes de lo nuevo, la ilusión de “estar” insertado en la cultura y la sociedad real.
Las nuevas identidades son frágiles, la fragmentación es su carácter dominante. Las identidades que se producen
en esta nueva cultura reniegan de la pérdida y del apego, se referencian en objetos del consumo, en su posesión
y renovación constante. La identidad que estas posesiones pueden proveer tiene la fragilidad y la duración de
esos objetos de consumo. Al perderse, no dejan nada al individuo, sólo lo devuelven a un vacío que debe llenar
nuevamente. Esto que se llama mercado nos obliga a todos a una redefinición de lo social mismo. La subjetividad
que ha producido y lo sostiene es la de la competencia. Todos los individuos se preparan en todas las
dimensiones de su vida para mantenerse competitivos, como modo de inserción social. Esta individualidad busca
definir su identidad por el consumo de objetos.
Galende plantea las incertidumbres del futuro de la salud mental.
Si como afirman los psiquiatras (apoyados con mucho poder por la industria farmacéutica) los síntomas subjetivos
del malestar psíquico son enfermedades como las demás, los valores que se han propuesto desde salud mental
perderían su sentido. Si esta ideología triunfa, entonces estos malestares deberían ser atendidos por los médicos
psiquiatras o neurólogos, no por equipos de distintas disciplinas, con intervenciones de tipo psicosocial, y con
participación de quienes padecen el trastorno, su familia y la comunidad
El fundamento es el terreno sobre el cual arraigarse y estar. La época que no tiene fundamento pende sobre el
abismo
(M. HEIDEGGER, ¿Qué es ser poeta?)
Este trabajo es la introducción de un libro que trata de avanzar hacia la definición de los fundamentos
epistemológicos y metodológicos en los cuales se basan los principios y criterios que orientan las prácticas de la
salud mental, esto es, de establecer las razones en que se sustentan sus acciones prácticas. Esto constituye sin
duda un desafío enorme dada la complejidad y heterogeneidad constitutiva del campo de la salud mental, y hace
que las respuestas que el texto propone sean sólo tentativas, naturalmente incompletas, dirigidas solamente a
abrir una cuestión que entiendo es esencial para el futuro de este campo. Especialmente de la relación,
antagónica y contradictoria, que surge entre las propuestas de una comprensión bio-psico-social de la salud
mental y la actual utilización generalizada del psicofármaco, junto a la explicación médica del trastorno psíquico,
para su tratamiento. He tratado de establecer un texto lo más claro posible, ya que los temas que trato no
conciernen exclusivamente a los especialistas del campo sino también, y quizás especialmente, al público
general.
Desde los inicios de las propuestas de salud mental, en la década de los años cincuenta del siglo pasado, todo,
o casi todo, ha cambiado: en la vida social, en los procesos de la cultura, y, especialmente en el ingreso de
nuevos factores de poder que compiten hoy por la definición de los problemas del trastorno mental y su manera
de abordarlo. En principio estos cambios no debieran sorprendernos. La fuerza que cobró en los últimos treinta
años la globalización de la economía, cuyo efecto mayor ha sido el ingreso del mercado y el consumo como
valores supremos para el desarrollo de las sociedades, y por lo tanto de los nuevos parámetros para el devenir
de la vida de los individuos, hacía previsible que ningún sector de la vida social y de la cultura pudiera permanecer
indemne a estos nuevos valores. En un texto escrito hace diez años (Galende, 1997), ya señalaba este cambio
cultural como determinante para un cambio global de los conceptos y prácticas de la salud mental. Por cierto
también para la salud mental a secas, tanto la de los situados como pacientes como la de quienes nos asumimos
como profesionales del sufrimiento mental.
Los políticos y los economistas, según creo, ignoran bastante cuánto de sus propuestas de entender el desarrollo
humano bajo los únicos criterios del progreso de la economía, producen lo esencial sobre el transcurrir de la vida
de los individuos, y especialmente sobre la construcción de los significados y valores con que estos orientan sus
conductas prácticas, cuestiones que no se limitan a un comportamiento económico. La integración de los
individuos a la sociedad depende simultáneamente del empleo y el ingreso económico, del conjunto de sus
relaciones sociales y comunitarias, y de los recursos simbólicos con que cuente y que le permitan interactuar en
los intercambios de su cultura. La perspectiva de este libro es también la de indagar sobre esa otra parte del
desarrollo y la integración social, sus implicancias en la subjetividad y los nuevos malestares de la existencia que
este camino conlleva.
Tratar de establecer los fundamentos de salud mental supone dos propósitos. En primer lugar avanzar
hacia una coherencia del campo de la salud mental, el cual se caracteriza en la actualidad por una sumatoria —
no integración— de diferentes disciplinas, diversos modos de comprender los trastornos mentales,
heterogeneidad en los modos de tratarlos y, esencialmente por la negación de las contradicciones que atraviesan
al conjunto de sus prácticas. Esta parte del desafío consiste en plantearse si es posible una coherencia
epistemológica y metodológica que integre los saberes y las prácticas en juego en salud mental. Creo firmemente
que de esto depende el futuro del campo de la salud mental, que no podrá sostenerse por mucho tiempo
simplemente haciendo énfasis en los criterios prácticos, en las recetas sanitarias, en los valores de la sola
voluntad y el compromiso para dirigir racionalmente los cuidados de la salud mental de los individuos.
En segundo lugar, fundamentar el lugar y la función social de este campo, su situación respecto a los valores
vigentes en la cultura y la vida social, es incorporarla al terreno de la batalla simbólica, donde juegan diversos
contendientes que se disputan la definición de los problemas de la salud mental, su valoración, los modos en
que debe ser tratado el trastorno mental, y quienes son los profesionales habilitados para esto. Este es, siguiendo
a Bourdieu (1982), un espacio de «lucha simbólica» por establecer el dominio y la hegemonía de las definiciones,
de las interpretaciones y de los valores que están en juego y del reconocimiento social y la legitimación de sus
prácticas. Si como afirman los psiquiatras (apoyados con mucho poder por la industria farmacéutica) los síntomas
subjetivos del malestar psíquico son enfermedades como las demás, los valores que se han propuesto desde
salud mental perderían su sentido. Si esta ideología triunfa, entonces estos malestares deberían ser atendidos
por los médicos psiquiatras o neurólogos, no por equipos de distintas disciplinas, con intervenciones de tipo
psicosocial, y con participación de quienes padecen el trastorno, su familia y la comunidad.
Desde su implantación en los años cincuenta del siglo pasado, el desarrollo de salud mental se sostiene en una
ética que considera al sujeto del sufrimiento mental, su historia, su sensibilidad, su experiencia y su memoria, la
dimensión conflictiva de toda existencia humana y propone al sujeto una comprensión conjunta del malestar
psíquico, esto es su participación en el proceso de atención. La consideración del trastorno como enfermedad
por parte de la psiquiatría positivista prescinde del sujeto, ignora el conflicto que expresa el síntoma, ya que éste
sería sólo signo de un trastorno en sus equilibrios cerebrales, y se propone por consiguiente suprimirlo a través
del medio artificial del medicamento.