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La razón humana es en la ciencia teológica inseparable de la fe.

Por eso
decimos que es una razón que va iluminada por ella. En este trabajo examinare
los diversos sentidos que, dentro de una cierta unidad semántica, ha recibido el
término razón en la historia del pensamiento. Se detiene especialmente en
analizar el racionalismo, el fideísmo, y la concepción armónica de razón y fe,
como modos históricos principales de entender este binomio. La razón se
intercala en esta exposición entre la fe y el lenguaje teológico, que se trata
luego, porque la razón se aplica a la fe, y se expresa más tarde en un lenguaje
humano.
Cuando en la conversación ordinaria empleamos la palabra razón,
sabemos en principio lo que queremos decir. La razón caracteriza en alta
medida al ser humano y lo distingue de los seres irracionales. La consideramos
como facultad con la que el hombre y la mujer intentan. Poner orden dentro de
sí mismos, y en el mundo heterogéneo de cosas y sucesos que les rodea. Es la
potencia principal de que la humanidad dispone y se vale para su
supervivencia, y la que permite al ser humano que no es constitutiva ni
genéticamente un viviente especializado especializarse en lo que le conviene e
interesa.
Generalmente hablando, la razón se diferencia de la sensibilidad, del
sentimiento, de la experiencia y de la voluntad. Pero no se opone
necesariamente a ellas, sino que más bien se complementa con todas, en las
operaciones mediante las que el sujeto humano conoce y actúa.
En sentido amplio, podemos decir que la razón es la facultad
cognoscitiva intelectual que procede discursiva y conceptualmente al captar la
realidad de las cosas externas al sujeto.
La razón se distingue también de la fe. De hecho, en la cultura cristiana
de Occidente, el término razón evoca por lo general y casi necesariamente las
relaciones y diferencias que este medio natural de conocimiento humano
guarda con la fe, entendida como principio de conocimiento sobrenatural. Por
eso «El problema de la razón en la filosofía medieval es en gran medida el
problema de la filosofía en tanto que posibilidad de comprensión del contenido
de la fe»1

1
J. Ferreter Mora, Diccionario de Filosofía, Madrid, 1979, vol. 4, 2776.
Para la filosofía tomista, la razón es el aspecto discursivo y activo de la
potencia intelectual humana. Se diferencia del intelecto, porque mientras éste
«es la potencia que constituye al alma humana en su grado de perfección»2, la
razón se concibe como un movimiento del intelecto. El intelecto se halla al
comienzo y al final de la actividad discursiva de la razón. «La intelección es la
simple aprehensión de la verdad inteligible; el razonamiento es el movimiento
del pensamiento procediendo de un objeto de conocimiento a otro para
alcanzar la verdad inteligible... El razonamiento es a la intelección lo que el
movimiento al reposo o la adquisición a la posesión; hay entre estos términos la
misma relación que entre lo imperfecto y lo perfecto»3.
La distinción tomista clásica entre intelecto (potencia intuitiva y
abstractiva) y razón (potencia discursiva) recuerda un tanto la distinción
platónica entre dianoia y nous, y es un antecesor lejano, bajo presupuestos
ontológicos y epistemológicos muy diferentes, del Verstand y la Vernunft
kantianos.
La razón universal es típica de la Ilustración. Es la razón constitutiva del
hombre que puede y debe atreverse a saber. Es medio innato de progreso, y
signo expresivo de una dignidad humana libre del oscurantismo y de la
ignorancia. Segura de sí misma, y crítica del saber tradicional, esta razón
burguesa se hace objeto de culto, y sin embargo se ha operado con ella una
reducción de horizontes cognoscitivos. La razón crítica de Kant se declara, en
efecto, incapaz de conocer las esencias de las cosas y de abrirse a toda la
realidad. La razón pura se halla epistemológicamente separada de Dios, del
mundo y del alma, que son en ella meras ideas o ficciones mentales la ley
moral.
La razón dialéctica del Idealismo es en realidad una superrazón que tiene
por sujeto último a la humanidad. Esta razón apunta al ideal de la ciencia o
saber absolutos, y dotada de intuición intelectual, en la conciencia de su propia
trascendencia se siente capaz de deducir y captar las realidades metafísicas
supremas e indeducibles.

2
E. Gilson, El Tomismo, Pamplona, 2.a ed., 1989, 377.
3
íd. 383-384.
La razón científica moderna, que a veces recibe también el nombre de
razón instrumental es como la versión más reciente de la razón ilustrada.

Muy vinculada a la racionalidad de la técnica, es una razón sin contenido


propio y sin principios intelectivos plantados en ella. Es, por ejemplo, la razón
del llamado criticismo racional (K. Popper, H. Albert), de la teoría pragmática
del lenguaje (razón comunicativa, de J. Habermas), y del pragmatismo
trascendental (K. O. Apel).

La razón es aquí únicamente el instrumento intelectual humano para un


procedimiento o método al servicio del progreso científico, o de la
fundamentación normativa del conocimiento y de los actos humanos, o del
entendimiento entre los hombres; o bien es entendida como puente entre
discursos o formas heterogéneas de racionalidad.

Esta razón instrumental se encuentra desacreditada en amplios sectores


culturales de la posmodemidad, que le reprochan su incapacidad de hacer un
mundo más justo y habitable, donde el hombre se vea menos condicionado por
instancias de poder. Se ven también fracasadas sus pretensiones de construir
un discurso de totalidad.

En el lenguaje eclesial y teológico, tal como lo encontramos, por ejemplo,


en los Concilios Vaticano I y II, la razón es la facultad intelectual de conocer,
que poseen las criaturas como participación de la correspondiente perfección
increada. La razón así entendida engloba a la fe4.

Razón es también la facultad creada de conocer el nexo intrínseco de la


cosas, procediendo de lo sensible a lo inteligible con las fuerzas naturales (cfr.
D 1789 y 1806), en cuyo caso se diferencia de la fe.

Cuando el Concilio Vaticano II habla de la «luz natural de la razón


humana»5, de «la fe y la razón» como un doble orden del conocimiento 6y de

4
E. Barón, La racionalidad de la fe en Kleutgen y en el Vaticano I, Estudios Eclesiasticos 45> 1970,
457-489.
5
Constitucion Dei Verbum, n. 6.
6
Constitucion Gaudium et Spes, n. 59.
que ≪la fe y la razón convergen en una sola verdad≫7, se apoya, sin
modificarlas, en las nociones y perspectivas del Vaticano I.
La concepción teológica de la razón admite un cierto oscurecimiento de
esta facultad en el hombre como consecuencia del pecado, no tanto en sí
misma como por el hecho de la torcida y defectuosa inclinación de la voluntad.
La razón encontrara, por lo tanto, dificultades en su ejercicio, que serán
mayores en las cuestiones morales y en las relacionadas con el fin último.
Pero la Iglesia ha mantenido siempre que la razón humana, apoyada en
los datos de la experiencia, puede llegar a descubrir la existencia de un Dios
Creador, así como el núcleo de deberes éticos que vinculan la conciencia (cfr.
D 1785). Ensena también que la razón puede demostrar los fundamentos o
prolegómenos de la fe, y alcanzar con ayuda de esta una cierta inteligencia
verdadera de los misterios (cfr. D 1796-1800).
Estas declaraciones se hallan en la línea habitual de la Tradición de la
Iglesia, que siempre se ha mostrado acogedora hacia la razón y se ha opuesto
a todas las formas de desprecio indebido hacia sus posibilidades cognoscitivas.
Un examen de la teología cristiana desde su constitución hasta nuestros
días nos permite apreciar tres opciones, al menos, en la manera de articular la
fe y la razón. Podemos denominarlas a) Opción tradicional: armonía o equilibrio
entre razón y fe; b) Protestantismo: primacía de la fe sobre la razón; c)
Racionalismo: primacía de la razón sobre la fe.
No se trata, como es lógico, de una tipología que se haya dado en toda
su pureza, si bien no procede de un análisis meramente intelectual, sino de la
experiencia histórica. Las diversas opciones pueden presentar a veces puntos
de contacto, y solaparse, en cierta medida, unas con otras.
a) Opción tradicional, equilibrio entre razón y fe. No se quiere significar
con esta formulación que la razón y la fe sean simétricas o iguales a todos los
efectos. Quiere decirse que se trata de dos órdenes diferentes de conocimiento
(natural y sobrenatural), que pueden vivir juntos y en armonía dentro del mismo
sujeto.
San Agustín fue el primer gran pensador cristiano que asoció
conscientemente la idea bíblica de fe y los conceptos griegos de conocimiento

7
Declaración Gravissimum Educalionis, n. 10.
y saber. Su síntesis epistemológica de ambas realidades está resumida en la
conocida expresión vinculada a su nombre de «fe que busca entender» (fide
quaerens intellectum), que será desde entonces como el programa teológico
del Cristianismo.

Dentro de este marco religioso e intelectual, los Padres de la Iglesia


pudieron superar el abismo entre el Dios Vivo de la Revelación y los principios
últimos de la filosofía, es decir, entre la fe y la razón. No era una nivelación o
reducción de ambas al mismo plano, sino una asociación que las vinculaba sin
confundirlas y sin ignorar sus derechos.

Los teólogos escolásticos del siglo XIII, y especialmente Tomás de Aquino


—que tiene muy en cuenta el programa agustiniano de San Anselmo (1033-
1109)— considera que la fe se sitúa, por así decirlo, entre el saber y la opinión.
La fe tiene en común con el saber el aspecto de un asentimiento intelectual que
es firme y seguro. Pero a diferencia del saber, la fe carece de evidencia
conclusiva respecto a la proposición creída. Por eso, en el acto de creer, el
intelecto necesita ser movido al asentimiento por un acto libre de la voluntad.

En esta perspectiva, las verdades religiosas se dividen en dos grupos: las


que pueden demostrarse por la razón humana, y las que esta razón no puede
conocer por sí misma. Pertenecen, por ejemplo, al primer grupo verdades como
«Dios existe», «Dios es bueno», «Dios ha creado el mundo».

Pero hay otras verdades que «exceden las capacidades ordinarias de la


razón humana»8. Estas verdades son aceptadas en base a la fe, no en base a
la razón. Como nuestro intelecto no se ve compelido a aceptarlas, el creyente
las recibe libremente en base a su fe. La fe, por lo tanto, no entra en conflicto
con la razón, sino que eleva y perfecciona el intelecto humano, y se convierte
en un acto libre y meritorio de la mente.

Este tratamiento cristiano clásico de fe y razón excluye que la razón pueda


demostrar los misterios propiamente dichos, como el de la Trinidad, pero afirma
la capacidad de esa facultad humana para aducir Pruebas en favor de que Dios
ha revelado esos misterios.

8
Summa contra Gentes,1,3
Semejante armonización lleva consigo el repudio de la teoría de la doble
verdad, según la cual habría una verdad según la razón, y otra verdad según la
fe, de modo que lo que es verdadero en un ámbito podría no serlo en el otro.

La relativa crisis del modelo escolástico en la teología de las últimas


décadas no priva de valor al núcleo de sus afirmaciones sobre la razón y la fe.
Pero esta construcción especulativa exige una actualización, en base a
elementos metodológicos de índole narrativa, sapiencial y hermenéutica.
Caben en efecto diversas opciones para articular fe y razón dentro de un
planteamiento en el que no permanezcan extrínsecas la una respecto a la otra.

La razón teológica se puede entender como razón hermenéutica por el


hecho de la historicidad del hombre y también porque encuentra su acceso a la
verdad revelada en el acontecimiento histórico de Cristo. La racionalidad se
halla presente y como incluida en la misma percepción inicial del misterio de fe,
que da comienzo al acto teológico. El recorrido posterior hasta el punto de
llegada se halla impregnado de la lucidez y trasparencia del Objeto creído.
Puede decirse entonces que el teólogo llega al misterio desde el misterio, y que
la reflexión teológica le ofrece una imagen más enriquecida al final de lo que
era para él al principio.

Se trata de un movimiento circular, en el que se implican la razón y la fe,


en un tipo de armonía en el que figuran más determinaciones y aspectos de los
que podría descubrir el modo puramente escolástico.

b) Primacía de la fe sobre la razón. La consideración de que la razón es un


elemento contaminante de la fe forma parte de casi todos los planteamientos
religiosos derivados de la visión luterana. La fe desnuda no necesita ni quiere
ningún tipo de apoyo racional o histórico. La ausencia de elementos probatorios
o de referencias racionales directos no es para la fe una carencia
desafortunada, sino algo que le permite seguir siendo fe.

El equilibrio se descompensa, por tanto, a favor de la fe y en justo


detrimento de la razón. Tanto la teología luterana como la calvinista
concuerdan, con ligeras diferencias, en estas apreciaciones. Tanto los
defensores de la Revelación como acontecimiento trascendente y externo al
hombre (Barth), como los que entienden el acontecimiento revelador como un
proceso subjetivo y atemporal, sostienen una misma noción de fe sin apoyos
humanos, que no puede asociarse de ningún modo a la razón. La creencia no
es considerada susceptible de valoración racional.

Esta postura, que muchos califican actualmente de fideísmo9, se ha visto


considerablemente modificada por algunos autores calvinistas
norteamericanos, entre los que se encuentran Alvin Plantinga, Nicholas
Wolterstorff10 y George Mavrodes. Estos hombres, que se ven a sí mismos
como representantes de una nueva Epistemología Reformada, no piensan que
la fe pueda o deba ser inmune a algún tipo de evaluación racional. Mantienen
como posible que las creencias religiosas sean enteramente razonables y
plenamente justificadas, aunque no puedan invocar evidencia o
demostraciones formales en su favor.

Alvin Plantinga desaprueba en concreto el repudio de K. Barth a la teología


natural, y la idea barthiana de que resulta impropio y deshonesto intentar
probar la existencia de Dios. Según Barth, el teólogo que trata de demostrar
que Dios existe se coloca a sí mismo en un dilema. O bien adopta la actitud o
punto de vista del no-creyente al usar un argumento de teología natural, o bien
se presenta ante su interlocutor como si lo estuviera haciendo. Si hace lo
primero, abandona su posición cristiana, y si hace lo segundo, profesa creer lo
que en realidad no cree.

Pero observa Plantinga que adoptar por necesidades de método el punto


de vista del no-creyente, no implica rechazar la fe en Dios. Un cristiano que
acepta con entusiasmo la existencia de Dios puede, sin embargo, colocarse en
la óptica de quien no la acepta. Situarse en ese punto de vista requiere sólo
mantener que la fe en Dios es racionalmente permisible si la persona tiene un
buen motivo o argumento para hacerlo11.

9
10
11
Las razones de Barth contra la teología natural desbordan desde luego los
motivos analizados aquí por Plantinga, y tienen que ver con una opción
religiosa determinada sobre el Ser de Dios y la economía divina de salvación.

El planteamiento de la Epistemología Reformada no coincide, sin embargo,


con el que es usual en los autores católicos. Algunos observan que en la
posición de Plantinga, el elemento que convierte la creencia en verdadero
conocimiento es considerado como una propiedad de la misma creencia.
Hablan también de que esta epistemología concede a la voluntad un papel muy
escaso en el acto de fe, lo cual procedería de sus orígenes calvinistas y de la
tendencia a desestimar la función del voluntario en la fe y en los procesos que
conducen a ella12. En cualquier caso, Plantinga y sus colegas representan un
capítulo de gran importancia y significado en la historia de las relaciones entre
la fe y la razón.

c) Primacía de la razón sobre la fe. Lo que caracteriza a la actitud


racionalista es el intento más o menos sistemático y consciente de encerrar a la
fe dentro de los límites de la razón. Se trata de una postura natural al espíritu
humano y a la cultura intelectual, y que ha tenido representantes a lo largo de
toda la historia del Cristianismo. El racionalismo ha sido con frecuencia un
desequilibrio más o menos espontáneo que ha podido contaminar la reflexión
de teólogos cristianos. Ha sido sobre todo un programa con presupuesto y
métodos propios que ha pretendido en alguna medida descartar la fe como
medio verdadero de conocimiento de la realidad.

La historia de la teología ha conocido crisis y episodios racionalistas, como


los ocasionados por el arrianismo (siglo IV), la teoría eucarística de Berengario
(siglo IX), la construcción Trinitaria de Pedro Abelardo (siglos XI-XII), o los
teólogos afines al idealismo (siglo XIX). Las pretensiones más amenazadoras
para la doctrina cristiana han venido, sin embargo, del desarrollo del
racionalismo que acompaña a la constitución de la filosofía moderna en el siglo
XVII y siguientes.

12
L. Zagzebski (ed.), Rational Faith. Catholic Responses to Reformed Epistemology, Notre Dame, 1993,
310.
El empeño de ilustración conceptual del espíritu desde sí mismo conduce a
una idea de autonomía del propio saber, que entra pronto en colisión con la fe.
La fundamentación de la verdad en algo no distinto al pensamiento mismo, no
deja lugar a instancia alguna extrasubjetiva de mediación, como podrían serlo
el mundo real, los demás seres humanos, la tradición y la autoridad.

Esta situación intelectual se vio históricamente reforzada por el deseo de


responder a la crisis sufrida por la Iglesia después de la guerra de los Treinta
Años, y a lo que parecía incapacidad de las creencias tradicionales frente a la
moderna visión del mundo, descubierta por el humanismo y las ciencias
positivas. Conflictos y enfrentamientos civiles de diferente envergadura
recomendaban además en el mundo europeo una pacificación que pasaba por
el sometimiento de la fe a la razón.

La fe se ve como obligada a comparecer ante el tribunal de la, que es


considerada la única facultad con título suficiente par aprobar o desaprobar la
legitimidad de las creencias, vistas en sí mismas. Este criterio racionalista, que
no reconoce los derechos y la dinámica propia de la fe cristiana, se refleja en el
vaciamiento de la noción de misterio (John Locke), en la clausura de la fe
«dentro de los límites de la razón pura» (Kant), o en la proclamación de la
superioridad del concepto sobre la creencia (Hegel).

Los idealistas alemanes del siglo XIX se proponen lo que podríamos llamar
una reapropiación de la racionalidad teológica, que es parte de un proceso de
autoliberación de la conciencia. Es como la expresión máxima de la
independencia filosófica en el tratamiento de nociones derivadas de la
Revelación. Estos autores se representan y trabajan a su modo las estructuras
y temas-clave del discurso teológico clásico, como la Creación, la Trinidad, el
pecado original, la Encamación, la Redención, la esperanza escatológica, etc.
Operan en todos ellos una reelaboración conceptual e interpretativa, que les
lleva al intento sistemático de demostrar el misterio.

La Iglesia se ha pronunciado con frecuencia acerca de las relaciones entre


la razón y la fe. Sus intervenciones en este campo aceptan el uso de la razón y
de la filosofía para comprender mejor y exponer la doctrina cristiana, a la vez
que advierten del peligro de racionalismo, cuando la razón sobrepasa sus
límites y se atribuye cometidos que no tiene.

a) El Primer Concilio de Nicea, celebrado en el año 325 para combatir la


herejía de Arrio, representa un importante capítulo en la historia de las
relaciones entre doctrina cristiana y filosofía.

Guiado por la idea de acomodar el Cristianismo a las concepciones cultas


y filosóficas imperantes, Arrio proponía una interpretación del dogma de la
Trinidad que suponía un compromiso con la noción platónica de divinidad. Así
como el neoplatonismo hablaba de una divinidad jerarquizada en tres
hipóstasis (Uno - Inteligencia - Alma), de modo que las hipóstasis inferiores
mantenían con la superior una relación atemporal de dependencia, el
arrianismo concebía al Verbo como un ser divino de rango inferior y creado por
el Padre.

El Concilio niceno adoptó una fórmula de fe en la que se declaraba


explícitamente que el Hijo o Segunda Persona de la Trinidad era en todo igual
al Padre y que había sido engendrado pero no creado por la Primera Persona
divina. Para expresar la igualdad numérica o identidad de la naturaleza del
Padre y del Hijo, se usó el término filosófico omousios, que significa
consustancial. Se introdujo así por vez primera una palabra tomada de la
filosofía en una fórmula de fe. Era un hecho Sin precedentes, porque hasta
entonces los Credos de la Iglesia habían usado únicamente expresiones y
términos procedentes de la Sagrada Escritura.

Esta novedad no significaba, sin embargo, una cesión indebida a la


filosofía en perjuicio de la fe. Era, por el contrario, una intervención eclesial
que medía distancias con el pensamiento jerarquizaste de los platónicos, a la
vez que usaba la filosofía para una tarea clarificadora del dogma cristiano. El
concilio quería «dar a entender de forma inequívoca que la Biblia debe ser
tomada literalmente y que no se la puede diluir en acomodaciones filosóficas y
en una especie de racionalidad capaz de explicarlo todo. Las reclamaciones
que la filosofía hacía a la fe tomaron una dirección opuesta a la intentada por
Arrio: mientras que éste medía el Cristianismo con la vara de la razón ilustrada
y lo remodelaba de acuerdo con ella, los padres conciliares utilizaron la filosofía
para poner en claro, de forma inconfundible, el factor diferenciador del
Cristianismo»13.

b) La segunda recepción de las doctrinas aristotélicas en Occidente que


tiene lugar durante los siglos XII y XIII, y en la que toman parte activa teólogos
cristianos, ocasiona algunas intervenciones del Magisterio de la Iglesia. Una de
las más destacadas es la Bula Ab Egyptiis enviada por el papa Gregorio IX a
los profesores de la Universidad d Paris en julio de 1228. El documento papal
parece dar por supuesta l conveniencia y utilidad de usar la filosofía en asuntos
teológicos, per previene de hacerlo indiscriminadamente. Preocupa al Papa
que un inadecuado de Aristóteles, al que muchos imputaban un cierto
naturalismo e incluso interpretaciones materialistas de la realidad, pudiera
contaminar o adulterar la doctrina cristiana.
El mismo Papa envió en abril de 1231 una nueva Bula, titulad Parens
Scientiarum, dirigida ahora al abad de San Víctor y al prior de convento
dominicano de Paris. Se mitigan en ellas las prohibiciones contra Aristóteles
emanadas del Concilio provincial de Paris de 1210, y se impiden las lecciones
sobre los libri naturales solo hasta que hubiera sido examinados. Como era
previsible, se habían conocido mejor el carácter y alcance de los escritos
aristotélicos y se comenzaba a distinguir entre su sustancia y sus defectos,
entre el uso y el abuso.

c) El Concilio V de Letrán emano también en diciembre de 1513 un


documento que censuraba excesos de carácter materialista en l interpretación
de doctrinas filosóficas que se aplican a la fe cristiana ≪Pedimos —dice— a
todos y cada uno de los filósofos que ensenan públicamente en las
universidades o en otros lugares, que cuando expliquen a sus oyentes los
principios o conclusiones de otros filósofos que son conocidos como
discordantes de la fe en algunos puntos —como la mortalidad del alma, o la
eternidad del mundo—, se sientan obligados a dedicar todo esfuerzo a clarificar
para quienes les escuchan la verdad de la religión cristiana».
d) A lo largo del siglo XIX, la Iglesia ha defendido la razón y su uso en
asuntos teológicos contra el fideísmo de Luis Bautain (1796- 1867) en 1835 y

13
J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, Barcelona, 1985, 134.
1840; y contra el tradicionalismo de Agustín Bonnetty (1798-1879) en 1855. Un
documento de la Congregación del índice afirma en junio de este año que «aun
cuando la fe está por encima de la razón, sin embargo, no puede darse jamás
entre ellas ninguna disensión o conflicto real, puesto que ambas proceden de la
misma y única fuente de verdad eterna e inmutable, que es Dios. Más bien se
prestan mutua ayuda». Dice asimismo que «el uso de la razón precede a la fe y
con ayuda de la revelación y de la gracia conduce hasta ella»14.
La Iglesia ha impugnado a la vez los abusos de la razón en teología al
censurar el semirracionalismo de Jorge Hermes (1775-1831) en 1835, y de
Antón Günther (1783-1863) en 1857. Ambos teólogos pretendían
prácticamente demostrar los misterios cristianos con ayuda de la razón
filosófica.
Diversas ideas sobre la armonía entre fe y razón, contenidas en la
Encíclica Qui Pluribus (1846), de Pío IX, y en la alocución Singulari quaedam
(1854), del mismo Papa, son precedentes de lo enseñado por el Concilio
Vaticano I (1869-1870) en la Constitución Dogmática sobre la Fe católica.
Dentro del capítulo IV, titulado «Fe y Razón», leemos lo siguiente:
«Cuando la razón iluminada por la fe busca diligentemente, con piedad y
prudencia, entonces llega a conseguir, con la ayuda de Dios, una cierta
inteligencia muy fructuosa de los misterios, bien sea por analogía con lo que
conoce por vía natural, bien sea por la conexión de unos misterios con otros y
con el fin último del hombre. Sin embargo, nunca podrá llegar a ser capaz de
penetrarlos como verdades que constituyen su objeto propio»
Pero aunque la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber un
verdadero conflicto entre ellas: puesto que el mismo Dios que revela los
misterios y comunica la fe es el que comunicó al espíritu humano la luz de la
razón, Dios no puede negarse a sí mismo, ni la verdad puede jamás
contradecir a la verdad. Esta apariencia imaginaria de contradicción se origina
las más de las veces, bien porque los dogmas de fe no han sido entendidos y
expuestos según la mente de la Iglesia, o porque se toman como conclusiones
de la razón lo que sólo son falsas opiniones.

14
J. Collantes, La Fe de la Iglesia católica, Madrid, 1983, 33-34.
»Y no sólo no pueden jamás estar en desacuerdo la fe y la razón (cfr. n.
11,15), sino que además se prestan mutua ayuda; puesto que la recta razón
demuestra los fundamentos de la fe e iluminada con la luz de la fe se dedica a
la ciencia de las cosas divinas. Por su parte, la fe libera y protege de errores a
la razón y le suministra múltiples conocimientos» (D 1795-1799).
e) A propósito de la obra teológica de Santo Tomás de Aquino, Pablo VI
hacía notar en diciembre de 1974 cómo el santo supo evitar «los escollos
opuestos del naturalismo, que desaloja por completo a Dios del mundo y
especialmente de la cultura, y el de un falso sobrenaturalismo o fideísmo que,
para evitar aquel error cultural y espiritual, pretende frenar las legítimas
aspiraciones de la razón».
Añade el Papa: «como filósofo y teólogo cristiano, Santo Tomás descubre
en todos y cada uno de los seres una participación del Ser absoluto, que crea,
sostiene y con su dinamismo mueve ex alto todo el universo creado, toda vida,
cada pensamiento y cada acto de fe.
«Partiendo de estos principios, el Aquinate, mientras exalta al máximo la
dignidad de la razón humana, ofrece un instrumento valiosísimo para la
reflexión teológica y al mismo tiempo permite desarrollar y penetrar más a
fondo en muchos temas doctrinales sobre los que él tuvo intuiciones
fulgurantes. Así, los que se refieren a los valores trascendentales y la analogía
del ser; la estructura del ser limitad compuesto de esencia y existencia; la
relación entre los seres creados y el Ser divino; la dignidad de la causalidad en
las criaturas con dependencia dinámica de la causalidad divina, etc.»15.
El uso adecuado de la razón y de todas sus posibilidades cognoscitivas es
imprescindible para la teología. La ciencia sobre Dios adquiere así la condición
de sólido y verdadero conocimiento humano y se libra de serios peligros y
deformaciones, tales como el fideísmo y la superstición, y otras actitudes
puramente sentimentales.

La razón introduce en teología el sentido crítico necesario y las


comprobaciones respetuosas que permiten al creyente satisfacer las demandas
y preguntas legítimas de la inteligencia. El ejercicio de la razón corrige las
actitudes fideístas que confunden lo sobrenatural con lo incoherente, lo

15
Insegnamenti XII, 1232-1233.
misterioso con lo fantástico y lo tradicional con lo legendario. La tarea de la
razón en teología resulta compleja, pero es también profundamente unitaria.

a) La teología procede según el estilo preciso de la inteligencia y las


leyes comunes a todo saber. Intenta por tanto analizar datos, comprobar su
valor, descubrir relaciones y definir objetos, es decir, delimitar sus propiedades
y elementos constitutivos. No intenta, sin embargo, demostrar los misterios
sobrenaturales, porque estos sobrepasan la capacidad humana y son
indemostrables por definición.
El teólogo busca una justificación reflexiva y una iluminación del misterio
de fe, pero no pretende probarlo. Debe acostumbrarse a superar las
impaciencias que las paradojas y aparentes contradicciones de las verdades
reveladas podrían suscitar en su espíritu y no olvidar que lo propio de la
teología es unas ciertas tiniebla luminosas. Ha de evitar dos posibles
tentaciones opuestas: pensar que el misterio es contradictorio y absurdo o
decidir su demostración.
b) La razón teológica trata de fundamentar hemienéutic amente los
preámbulos de la fe, y hacer ver que la Palabra de Dios merece ser aceptada y
creída por una persona normal que este en sus cabales, y que cuando un
hombre cree en Dios, en Jesucristo y en la Iglesia es que tiene razones para
hacerlo, aunque el origen de su fe este en la gracia divina. La fe no es nunca
un salto en la oscuridad ni en el vacío irracional.
c) La teología procura además entender mejor las verdades de la fe,
advertir el sentido y la hondura de cada una de ellas y encontrar las
articulaciones que unen a unas con otras. Descubre asimismo la conveniencia
de esas verdades y la importancia que tienen para la existencia humana y una
recta interpretación del mundo. Al hacerlo no se apoya en análisis meramente
abstractos, sino que tiene en cuenta la índole histórica de la Revelación, y los
consiguientes procedimientos narrativos que su penetración exige.
d) Examina y, en su caso, recoge las objeciones contra la fe y Muestra
que ésta tiene mucho que decir a favor de sí misma. Analiza las impugnaciones
levantadas contra las creencias cristianas y no las deja caer, como haría quien
pensara que no tienen contestación sensata, la teología señala que esas
objeciones pueden derivar de prejuicios incrédulos o de un desconocimiento de
la fe misma. Si poseen fundamento, contribuiran a corregir malentendidos o
exposiciones insuflan te s y parciales de la doctrina cristiana.
e) Al analizar y construir su objeto, la razón teológica hace pasar
finalmente el contenido de la fe desde una percepción personal de la
Revelación a una expresión universal y pública, que pueda ser comunicada y
enseñada a otros. La teología actúa en todo momento en la convicción de que
el mensaje cristiano no se deja privatizar, y que sus dimensiones
comunicativas manifiestan a la vez su capacidad para la trasformación de la
sociedad. Difundir en el mundo los grandes valores del Reino, como la paz, la
justicia, la verdad, la compasión, y la concordia entre los hombres, es tarea
ineludible de la razón teológica.
1. El sufrimiento de los niños, y en general de los
inocentes, suscita un especial dolor e incomprensión
que lleva a algunas personas a negar que Dios existe,
mientras a otras, en cambio, les convence
precisamente de que tiene que haber una vida eterna
en la que se hará justicia y triunfará definitivamente el
Amor.

La manera como las enfermedades, el hambre, las guerras, los


abusos, el abandono, la miseria y la muerte afectan a los
inocentes interroga y turba profundamente al hombre y pone a
prueba su fe. “¿Cómo puedo creer en Dios, cuando permite la
muerte de un niño inocente?”, pregunta Iván en Los hermanos
Karamazov de Dostoievski. Como él, muchos rechazan a Dios o
le culpan al no encontrar respuesta al grito de esas víctimas.

El sufrimiento de los inocentes plantea muchas preguntas,


también a los que tienen fe, como por ejemplo ¿por qué tienen
que sufrir así unas personas y no otras? El sufrimiento de los
inocentes -niños, mártires, cabezas de turco, Job, la Virgen
María, y en definitiva, Cristo- sigue siendo un misterio.
Adentrarse en él significa profundizar en el misterio del mal.

Para el beato Carlo Gnochi, capellán italiano que atendió a


muchos niños heridos durante la Segunda Guerra Mundial,
“cuando se llega a comprender el significado del dolor de los
niños, se tiene en la mano la llave para comprender todo dolor
humano, y quien logra sublimar el sufrimiento de los inocentes
está en condiciones de consolar la pena de todo hombre
golpeado y humillado por el dolor”.

Sólo en la perspectiva de la vida eterna puede vislumbrarse el


sentido de los sufrimientos de los inocentes: de esas injusticias,
derivadas de la libertad humana mal utilizada, Dios saca un
bien mayor; a través de ellas, conduce a la humanidad a su
felicidad definitiva, a cada persona a resucitar y participar en su
misma vida divina.

Efectivamente, en el más allá, Dios pondrá cada cosa en su sitio,


sin dejar lugar al absurdo ni a la casualidad, sino sólo al más
pleno amor, para el que es necesaria la libertad. Esta esperanza
da fuerzas para confiar en Dios, que permite lo que a ojos
humanos parece un sinsentido y le da un gran valor, sobre todo
a través de Cristo crucificado y glorificado.

Referencias:

Catecismo de la Iglesia Católica (307 a 314)


Encuentro JPII con jóvenes 25 de marzo de 1999
Pedagogía del dolor inocente, Carlo Gnocchi
Discurso de Benedicto XVI en Auschwitz

2. Cada persona está llamada a respetar y estimar


profundamente a los inocentes que sufren, a compartir
su dolor y ayudar a aceptarlo y a unirlo al de Cristo, así
como a hacer todo lo posible para aliviar ese
sufrimiento e impedir la injusticia que lo causa.

Cristo enseña tanto a hacer bien con el sufrimiento como a


hacer bien a quien sufre. La Iglesia ve a las víctimas inocentes
como dignas de ser honrados, y las ama y ayuda en sus
necesidades, materiales y espirituales. Tanto las asiste, cobija y
defiende, como comparte y sobrelleva su sufrimiento, y, si
tienen uso de razón, les ayuda a descubrir y vivir su gran valor y
les recuerda su esperanza de liberación final. Así, los inocentes
que sufren despiertan la entrega (el amor) de otras personas a
ellos, pero también su propia unión a Cristo y la entrega de su
valioso dolor para luchar contra el mal.

Respecto a la lucha concreta contra los males físicos que azotan


a los inocentes -la pobreza, el hambre, la enfermedad,…-,
Benedicto XVI recuerda que no es sólo filantropía que beneficia
al género humano, sino que forma parte de la redención “total”
de Cristo. A la vez, constata que sólo Dios puede eliminar el
sufrimiento del mundo completamente y que en Él está la
esperanza.

Referencias:

Pedagogía del dolor inocente, Carlo Gnocchi


Salvifici doloris. Juan Pablo II
Discurso de Benedicto XVI a la Curia en diciembre de 2005
Spe salvi

3. Los inocentes pueden sufrir males físicos y males


morales provenientes de la maldad de otros, pero no el
peor sufrimiento de todos, el eterno, del que salva
Cristo.

Diferenciar el sufrimiento en su sentido fundamental y


definitivo -permanecer apartado del Amor por toda la
eternidad- de su múltiple dimensión temporal ayuda a
aproximarse al misterio del sufrimiento de los inocentes.
Según el profesor de teodicea José Antonio Galindo, se dan
males físicos, que hacen sufrir y/o causan la muerte al ser
humano: provenientes de la naturaleza del mundo (terremotos,
tsunamis, incendios,…) o de la naturaleza humana (toda clase
de enfermedades corporales y psíquicas).

Y también hay males morales causados por la conducta moral


negativa: procedentes del pecado de uno mismo (muchos
pecados o vicios derivan en enfermedades, además de privar de
la gracia de Dios, que puede producir males a la persona e
incluso su condena eterna) o de la maldad de otros (guerras,
genocidios, persecuciones, odios, venganzas,…).

Pero más allá del sufrimiento temporal, existe el sufrimiento


definitivo, la pérdida de la vida eterna. Cristo protege al hombre
de ese gran mal, tocándolo en sus raíces: el pecado y la muerte,
que vence con su obediencia y con su resurrección; gracias a sus
méritos y a la misericordia divina, incluso los niños que mueren
sin bautizar se pueden salvar de ese sufrimiento eterno.

Referencias:

Dios y el sufrimiento humano, José Antonio Galindo. Ediciones


Encuentro
Salvifici doloris. Juan Pablo II
Reconciliatio el paenitentia. Juan Pablo II
Homilía del padre Cantalamessa el Viernes Santo de 2009

4. El niño sufre por su condición de ser humano:


aunque no haya pecado personalmente, está implicado
en la expiación del pecado, el primero y todos los
cometidos a través de la historia. Además, también
participa del sufrimiento salvador de Cristo.
¿Por qué tiene que sufrir un inocente, que no ha hecho nada
malo?, se pregunta sin encontrar respuesta quien ve el dolor
sólo como pena por la propia culpa. Pero, según la concepción
cristiana, la humanidad forma una comunidad cuyos miembros
participan tanto de su bien como de su mal. Por eso, las
personas están sometida a las consecuencias del pecado, entre
ellas el sufrimiento y la muerte.

Por eso, cuando un niño sufre, actúa la comunión con Adán


(que rechazó vivir según las enseñanzas de Dios, introduciendo
la vulnerabilidad en la existencia humana) y su solidaridad con
todos sus semejantes; una solidaridad "negativa" por la que
tiene que sufrir, por ejemplo, las consecuencias de decisiones
egoístas o la crisis, pero también una comunión del bien, por la
que el niño se beneficia de muchos sacrificios ajenos y del
progreso de la humanidad.

El sufrimiento de los inocentes tiene, además, una tercera


fuente: la solidaridad con el sacrificio inocente de Cristo
conseguida por el Bautismo. La gracia ilumina y ensalza
entonces ese sufrimiento, que se convierte en un camino de
liberación, en un acontecimiento de purificación y redención.
Cristo cambia radicalmente el sentido del sufrimiento, que deja
de ser puro castigo, prueba o corrección, para convertirse en la
potencia que salva por amor.

Referencias:

Reconciliatio et paenitentia. Juan Pablo II


Homilía del padre Cantalamessa el Viernes Santo de 2009

5. Las personas que sufren sin el peso de sus propias


culpas no lo hacen en vano, sino que pueden
perfeccionar la especie humana y, unidos íntimamente
a Cristo, contribuir de una manera excepcional a la
salvación de los hombres.

La ley “la muerte de uno es la vida del otro”, referida a los seres
materiales, afecta también al hombre. El dolor tiene un carácter
purificador y puede ser un camino de crecimiento y madurez, no
sólo personal, sino también de toda la familia humana. En él, la
persona se encuentra a sí misma, su propia humanidad,
dignidad y misión, y se actualiza el sentimiento de la
compasión).

Y cuando el sufrimiento se funde con el amor redentor, se


transforma en una fuerza contra el mal en el mundo. Fue a
través de un martirio inocente como Jesús asumió todos los
dolores y sufrimientos de la humanidad y la redimió.

Desde entonces, todas las personas pueden cooperar en la


redención participando en la vida y el dolor de Cristo. Pero
algunas están llamadas a sufrir no por sus culpas, sino por las
de todos. Y cuanto más limpia está su alma de culpas
personales, más se parece su sacrificio al del Cordero de Dios. Él
se hace presente con su fuerza transformadora en cualquier
persona que sufre, pero en el inocente, de manera más clara,
más inmediata.

Cuando la Virgen se apareció por primera vez a los pastorcitos


de Fátima, les preguntó: “¿Queréis ofreceros a Dios para
soportar todos los sufrimientos que Él deseara enviaros como
reparación por los pecados con que Él es ofendido y por la
conversión de los pecadores?”. Y a su respuesta afirmativa, les
aseguró: “Tendréis, pues, mucho que sufrir, pero la gracia de
Dios será vuestra fortaleza”.

Hoy, miles de personas de todo el mundo se encomiendan a


aquellos tres niños. Dos han sido declarados beatos y la tercera,
fallecida en 2005, ha visto aprobada la anticipación de su causa
de canonización.

En efecto, además de redimir con Cristo, los inocentes que


sufren son también intercesores y pueden conseguir favores de
Dios más fácilmente que otras personas.

Referencias:

Catecismo de la Iglesia Católica (307 a 314)


Discurso de Benedicto XVI a la Curia con motivo de la Navidad
de 2005
Memorias de Lucía

¿Puedo hacer algo útil


con mi sufrimiento?
Lorena Moscoso | Jun 24, 2017
Thawiwat Sae-Heng | Shutterstock
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4 pasos para encontrarle su gran sentido y utilidad

Todos sabemos lo difícil que es tener que recorrer algunas


etapas de nuestras vidas cargando el peso de las heridas y de los
problemas y tratar de parecer estar bien cuando no lo estamos.

Los problemas nos otorgan grandes y enriquecedores


momentos de reflexión sobre nuestras propias vidas y
entonces podríamos justificar en este sentido lo
positivo de estas etapas, pero no es suficiente. Seamos
honestos, no es suficiente consuelo para poder levantarse cada
mañana con la energía que quisiéramos.

Como cristianos hemos escuchado a parientes y amigos que


quieren darnos consuelo repitiéndonos frases como: “entrega tu
cruz a Dios”, “comparte tu Cruz con Cristo, “ayúdalo a llevar su
carga”, “el sufrimiento tiene un sentido de redención”, etc. Pero
personalmente nada de esto me traía consuelo ni aminoraba mi
carga en modo alguno. Quizás porque no las entendía.

Sin embargo, a fuerza de querer entender esto del sufrimiento y


tras varios periodos duros, aprendí algunas cosas que quiero
compartir.

1. Lo primero que debemos saber es que Dios


todopoderoso puede devolver lo que estaba roto
y/o herido a su estado original. De modo que no
debemos angustiarnos si las cosas empeoran porque no
importan las circunstancias que estemos atravesando, las
pérdidas, que -sean cuales fueran: emocionales,
económicas o personales-, tarde o temprano, si
permanecemos firmes en esta convicción, todo será
restaurado dejándonos con la paz y la alegría que
buscábamos sin descanso.
2. Teniendo esto absolutamente claro lo siguiente es saber
que Dios no quiere nuestro sufrimiento ni busca
edificarnos a fuerza de él. Dios tenía un plan A para
nuestras vidas, pero a veces se presenta el plan B por
razones que no siempre podemos entender; Dios respeta
este proceso, pero nos promete que las crisis más
aterradoras pueden ser fuente de grandes gracias
en nuestras vidas. Esto quiere decir que, si nosotros
ponemos nuestro dolor a sus pies y estamos dispuestos a
levantarnos cada día en la fe de que Él tiene el poder de
restaurar lo que está roto, Él se ocupara de hacer
cosas increíbles con nuestras tragedias.
3. El siguiente paso es animarnos a dar un paso al
frente y empezar a darle sentido a nuestros
problemas. De seguro esto hará el dolor más llevadero.
Sin Dios, nuestros problemas son tragedias, nos
destruyen, perdemos la fe, hacemos de Dios un Ser
intransigente y determinado a destruir nuestras vidas.
Pero una vez que el problema está en nuestras
vidas, hagamos que sirva para algo positivo.
4. Hemos escuchado que el sufrimiento puede tener un
sentido “redentor” aunque no entendamos bien lo que esta
palabra quiere decir. Bien, pensemos que, nosotros, que
pretendemos llevar nuestras vidas a un lugar mejor y que
quisiéramos acercarnos cada vez más a Cristo y así
contarnos entre sus mejores “guerreros”, podemos darle
un sentido “heroico” a nuestro sufrimiento. La
Virgen María nos pide constantemente que oremos por la
salvación de las almas, por la conversión de los pecadores
y que suframos nuestros dolores ofreciéndolos a Dios por
las almas que están en el purgatorio. Nos pide como una
madre que nos acordemos de nuestros hermanos, que
salgamos de nosotros mismos y miremos a estas almas que
no pueden salvarse por sí mismas sino con las oraciones
de los que aún estamos vivos. Aquí es donde podemos dar
un paso al frente y hacer algo verdaderamente grande al
transformar nuestro dolor en una herramienta.
Pongámonos a pensar: ¿Y si Cristo nos pidiera a
nosotros, que demos un paso al frente,
voluntariamente, para ayudar a redimir a estas
almas con nuestros sufrimientos, daríamos ese paso
al frente? Quizás muchos, como aquellos santos mártires,
pedirían que se les aumente la carga, desde luego yo no
soy de aquellos, pero quisiera por lo menos ofrecerle
cargar con lo mío para ayudar a la salvación de estas
almas, a las miles que se encuentran en la tristísima
situación de no tener quien ore por ellas ni ofrezca su vida
para salvarlas.

Ofrezcámosle a Dios el llevar con dignidad nuestras miserias,


elegir este camino para darles la oportunidad a estas almas de
alcanzar a Dios y así tendremos en el mismísimo cielo, quienes
oren por nosotros y por nuestras causas aquí en la tierra.
https://es.aleteia.org/2017/06/24/puedo-hacer-algo-util-con-mi-sufrimiento/

El sufrimiento de Job

Job trata el problema de ¿porqué el justo sufre?... en el Libro,


la estratagema de Satanás, le dio oportunidad a Dios de
corregir y purificar al justo Job, que, después de muchos
sufrimientos, se arrepiente, y recibe en todo doble porción.

Presenta a Jesucristo como nuestro Redentor por nombre


(9:25) y purificador; ¡el Omnipotente!, palabra que se repite
docenas de veces hablando del Señor. Job es de la época de
los patriarcas, y es probablemente el libro más antiguo de la
Biblia, que lo suele colocar a la cabeza de los 5 ó 7 libros
sapienciales... y contiene algunos de los pasajes más citados
y amados de la Biblia. Era de Hus, en Arabia, cerca de donde
era Abrahán, y de su tiempo. ...

"Job" significa "el perseguido" en hebreo, y "el arrepentido"


en árabe... los dos títulos le van bien, pero como era árabe,
de Hus, quizás "el arrepentido" sea el verdadero significado.
Dios le dio permiso a Satán a que hiriera a Job, y Satán le
mató todos sus ganados, sus 7 hijos y 3 hijas, le quemó la
casa... y Job reaccionó diciendo: "Desnudo salí del vientre de
mi madre, y desnudo tornaré allá. Yavé lo dio, Yavé lo ha
quitado. ¡Bendito sea el nombre de Yavé!" (1:21)...

¡Satán estaba equivocado!... Job siguió siendo integro... y


este verso 1:21 es precioso para vivirlo nosotros en nuestras
vidas, ¡siempre aceptando la voluntad de Dios!, que nos
quiere, y nos manda siempre lo mejor para nosotros, ¡aunque
lo mejor parezca de momento un gran desastre! Fue Satán
quien le hizo el gran desastre a Job, pero Job no lo atribuye a
Satán, sino a Yavé... porque Yavé es el único "Señor", ¡el
único responsable!, que ahora usó a Satán; otras veces usará
a la esposa o el marido para purificarnos, otras veces usará la
rebeldía de los hijos, o una catástrofe económica o un
huracán... ¡pero siempre Yavé es el único Señor!, el único
responsable de lo que nos pasa en la vida...

Y así lo expondrá otra vez el mismo Job en 5:17-18:


"¡Dichoso el hombre a quien corrige Dios!. No desdeñes la
corrección del Omnipotente. Pues El es quien hace la herida y
la venda, el que hiere y la cura con su mano"... ¡es el Señor!,
quien usa el bacilo de la tuberculosis o el virus de SIDA, ¡pero
es el Señor el que hiere y cura!... y así lo dirá luego Moisés en
Deut.32:39, y Pablo en Hebreos 12:5-12, y el mismo Cristo
en Mat.6:25-34... 2- Segundo desastre de Job (cap.2) Ahora
Satán hizo más, con el permiso de Dios: ¡Tocó la propia carne
de Job!: Le llenó todo su cuerpo de una úlcera maligna ... y
hasta su misma esposa le reprochó:

"¿Aún sigues tu aferrado a tu integridad?. ¡Maldice a Dios y


muérete!"... ¡olvídate de Dios!... Pero Job no pecó, se
mantuvo íntegro, y le contestó a la esposa: "Has hablado
como mujer necia. Si recibimos de Dios los bienes, ¿porqué
no también los males?" (2:10)... ¡otra vez se equivocó
Satán!, Job no era bueno por conveniencia. Después de los
dos discursos de Dios, Job le contestó: "Sólo de oídas te
conocía; mas ahora te han visto mis ojos, ¡por eso me
retracto y hago penitencia sobre polvo y ceniza" (42:5-6)...
¡Job fue purificado!, se arrepintió de su pecado, que era de
"autosuficiencia", ¡de creerse justo!...
Y, después de que hizo penitencia sobre polvo y ceniza, Dios,
¡el único Señor!, le devolvió doble porción en todo: Lo sanó
de su úlcera, ¡sin que Satán pudiera hacer nada!; le dio
14.000 ovejas, 6.000 camellos; y el doble número de hijos:
14 hijos y 3 hijas... ¡y 140 años más de vida!, en la
abundancia, y honrado por parientes, amigos y conocidos...
Después de estos 7 días Job explotó en el cap.3, ¡era lo que
buscaba Satán!:

Comenzó a maldecir el día que nació, a desear haber muerto


en el seno de su madre, o a haber sido abortado; maldijo los
brazos que lo cogieron al nacer, y los pechos que lo
amamantaron sin dejarlo morir... en 6:1 dirá, "que se digne
Dios aplastarme, matándome"; y el cap.10 lanzará el grito
más feroz: "¡Estoy hastiado de mi vida!... ¿porqué me sacaste
del vientre de mi madre?. Muriera yo sin que ojos me vieran,
llevado del vientre al sepulcro" (10:1,18).

Si alguna vez se ha sentido usted tan mal que ha deseado


morirse, no se apure, ¡está en buena compañía!: El paciente
Job deseo morirse; Moisés le pidió a Yavé "dame la muerte"
en Num.11:15; Jeremías gritó, "maldito el día en que nací"
(Jer.20:14); Elías y Jonás también desearon morirse
(1Rey.19:4, Jon.4:8) El día que se sienta como que ya no
vale para nada, ¡todavía vale para ser Santo!, como Job y
Moisés y Jeremías y Elías y Jonás...

Job se siente totalmente turbado al final del cap.3 cuando


dice, "lo que temo, eso me llega; y lo que me atemoriza, eso
me coge"... pues cuando te sienta así, muy enfermo, o muy
anciano, o desabilitado, o enterrado por el llanto... cuando te
sientas que ya no sirve para nada, ¡todavía sirve para ser
Santo! Tener siempre el ánimo de decir lo que gritó Job a
Dios en medio de todas sus angustias, "aunque El me matara,
no me dolería" (Job 13:15).

Y todavía es más impresionante el grito esperanzado de Job


en medio de sus inmenso dolor, ¡esperando un redentor, y su
recuperación!, "¡Quién me diera que se escribieran mis
palabras y se consignaran en un libro, que con punzón de
hierro y de plomo se esculpiesen para siempre en la roca!.
Porque yo se que mi Redentor vive, y al fin se erguirá como
fiador sobre el polvo; y detrás de mi piel yo me mantendré
erguido, y desde mi carne yo verá a Dios" (Job 19:23-26)...
¡maravilloso!. ... En la persona de Job ocurrió lo que él mismo
dijo, "que me pruebe al crisol, saldré como el oro" (23:10)...
y nunca olvidemos, que "es batalla, la vida del hombre sobre
la tierra" (7:1).

Purificación de Job: Esta es la esencia de la "filosofía del


dolor" en Job: El sufrimiento es para "purificar al hombre y a
la mujer"... es como la inyección que yo le pongo a mi hijo
con mucho cariño, ¡para sanarlo!; como los martillazos que le
da el artista al mármol, ¡para moldearlo!... ... Job era íntegro
y recto, pero era un hombre, y como todo hombre ¡un
pecador!... como nos dice Salomón, "el justo cae siete veces,
y se levanta" (Prov.24:16). ¡todos somos pecadores!, nos
gritarán San Pablo y San Juan...

... y Job, ¡también era pecador!... y su pecado era de esos


que nunca confesamos, ¡porque ni nos lo imaginamos!... su
pecado es que se creía justo, perfecto, sin ningún pecado...
hasta el punto que en su último discurso del cap.31 Job retó a
Dios a que le mostrara en qué había pecado: "¡péseme Dios
en su balanza justa, y Dios reconocerá mi integridad!" (31:6).

Le da a continuación una lección a Dios de todas las cosas


buenas que ha hecho en su vida... terminando con esta
altanería, "¡ahí va mi firma!, ¡Respóndame el Todopoderoso!"
(31-35)... Y el Todopoderoso le contestó desde un torbellino,
haciéndole 77 preguntas en dos discursos, en los caps 39-
41... ... Y Job comprendió su pecado de creerse santo, justo...
y se arrepintió... y hizo penitencia, en 42:6... y Dios lo
perdonó, y, después de purificado, le dio el doble en todo de
lo que tenía antes de ser tentado por Satanás. Satanás
también nos va a tentar a tí y a mí, ¡es su oficio!... tentó a
Job, ¡y al mismo Jesucristo!, y lo tentó cuando Jesús se puso
a orar y hacer penitencia por 40 días... así es que, por
seguro, Satanás nos va a tentar... ¡pero no temas!...

¡/Dios está contigo!... y el resultado de todos los trabajos y


asquerosidades de Satanás es que tu vas a purificarte y a
recibir el doble de lo que antes tenías... ¡como Job!. A Job le
ayudaron sus amigos y Dios. Ayuda de sus 3 Amigos (caps.3-
31): Los 3 amigos de Job trataron de ayudarle... y le
ayudaron con su presencia... ¡pero hicieron un muy mal
trabajo!, según Dios (42:7-9)... y los 3 lo hicieron mal,
porque, en vez de orar por Job, como hubiera hecho cualquier
cursillista o carismático, lo que hicieron fue "insultarlo", cada
uno en sus 3 discursos:

Elifaz le dijo a Job que era "inicuo malo", un "perverso" y un


"tirano", y de "gran malicia" y de "faltas sin número" (4:8,
15:20, 22:5), a juzgar por cómo Dios lo había castigado... ¡y
el pobre Job no era nada de eso!. ... Bildad le dijo que era un
"impío", "perverso" y "malvado" (8:13, 18:5,21). Sofar le dijo
que era un "charlatán", "malo", "inicuo", "malvado",
"perverso", "culpable", "violento"... y, de verdad, Job no era
todo eso...(11:3,14, 20:5:29, 27:13) .

La primera lección, es que nunca debemos juzgar a nadie por


sus dolores, por los sufrimientos que Dios le mande... a
Jesús, Dios le dio el regalo de morir en una cruz; a la Virgen,
la cruz de ver morir en cruz a su único Hijo; San Pedro murió
crucificado, San Pablo y Santiago y el Bautista, degollados...
La segunda lección, es que cuando visitemos a un enfermo
con dolor, ¡recemos por él y con él!... es lo que hizo Dios en
los caps.38-41, considerar y alabar las bondades, grandezas y
obras maravillosas del Señor que nos ama y se cuida por
nosotros, tanto, que hasta los cabellos de nuestra cabeza
tiene contados (Mat.10:30).

... esto es lo que debe hacer un cursillista cuando visita a un


enfermo, ¡hacer palanca!... o un carismático, ¡orar!... o
cualquier cristiano al visitar a alguien con un gran problema,
¡rezar con él!, pero nunca insultarlo, ni discutirle su vida... De
todas formas, los 3 amigos tuvieron inspiraciones buenas:

Elifaz nos enseña sobre la "correccióm" de Dios, en 5:17-19,


que después será ampliada por San Pablo en Hebreos 12, y
por el Deuteronomio 32:39, Bildad le dijo algo bello y práctico
para tí y para mí: "si tu recurres a Dios e imploras al
Omnipotente, si fueres recto y puro, desde ahora velará por
ti, y restaurará la morada de tu justicia" (8:5). .. ¡y en
verdad, así ocurrió con Job!, y con todo que espera en el
Señor. ... Sofar nos regaló la doctrina gloriosa de la
"sabiduría", en el cap.28, que se alcanza con el "temor de
Dios", cumpliendo sus mandamientos... es el tema del último
libro de Salomón, "Sabiduría", uno de los más sustanciosos
de la Biblia.

El joven Elihú trata de ayudar a Job con 4 discursos... Job no


le contestó nada, y Dios tampoco lo menciona cuando el
cap.42 cuando reprochó a los 3 amigos. ... Elihú acertó en
decirle a Job que los dolores son "corrección" de Dios para
purificar a los malos, y a los que parecen buenos (33:16-19).
Le dijo la verdad a Job, señalándole que era una altanería
decir "puro soy, sin pecado; limpio estoy, no hay culpa en mí"
(33:9... y le hizo una profecía muy bella a Job que se cumplió
a la letra:

"Reverdecerá tu carne más que en la juventud, volverá a los


días de su adolescencia" (33:25)... y le dijo algo que nos
puede valer en nuestras vidas, "no querelles contra Dios. ..
pues a tu pecado añades la rebelión" (33:13,334:37). ... Y,
en general, Elihú hizo un buen trabajo de ayuda, al insistir en
las grandezas de Dios, e invitarle a Job a que se detuviera en
contemplar las maravillas del Omnipotente... ¡será lo que
haga luego Dios en persona!...

Finalmente, Yavé en persona, le da a Job dos discursos desde


un torbellino; nunca le menciona sus dolores ni sus pecados...
sólo le hace 77 preguntas acerca de la grandeza y maravillas
de Dios... ¡sólo le invitó a reflexionar y alabar a su Dios!... ¡y
este plan aparentemente absurdo es lo que condujo a Job a
"ver a Dios"!, a su arrepentimiento y liberación. En su primer
discurso, caps.38-39, Yavé se limita a hacer preguntas sobre
el poder y las maravillas de Dios, la sabiduría del Creador, y
su poder preservador...

Job le responde reconociendo su propia ignorancia e


insignificancia, sin ofrecerle ninguna respuesta (39:33-34). ...
En su segundo discurso, caps.39-40, Dios le hace repetidas
preguntas sobre la soberanía y autoridad de Dios, capaz de
controlar lo incontrolable... y el corazón arrepentido de Job
responde con la penitencia y sumisión que condujo a su total
liberación.En 42:1-6, cita que ya comentamos, ¡la solución de
Job, y la tuya y la mía en cualquiera de nuestros dolores o
adversidades!
SIGNIFICADO DEL DOLOR: 1- Es un "castigo" que Dios da por
el pecado... y cada pecado es algo horrendo, es como
"escupir a Dios en la cara"... merece un castigo inmenso,
¡aunque se hayan hecho cosas buenas!... el que le escupa a
Dios en la cara uno que parece bueno, es tan malo como
cuando le escupe un perverso... Es lo que dirá san Pablo y los
Salmos, "no hay un justo, ni siquiera uno, todos se han
corrompido" (Rom.3:11, Salmos 14 y 53). Es en lo que
insistían repetidamente los 3 amigos de Job.

El castigo que Dios da es de "corrección", para purificar al


malo o al que parece bueno, ¡porque todos somos
pecadores!... así dice en Job 5:17... y será lo que amplíe
Hebreos 12, llegando a decir que si Dios no te castiga es
señal de que eres hijo "bastardo" de Dios, ¡que a Dios ya no
le importa nada de tí!, que te da por perdido... pero como
Dios no da a nadie por perdido, por eso a todos nos alcanza la
corrección de Dios, como Padre... porque al cielo sólo puede
entrar lo que es puro e inmaculado, ¡como la Virgen María!,
dirá Efesios 1:4. 3. Desde Cristo, el dolor, la cruz, tiene un
valor glorioso de "redención".

Jesús no nos redimió con sus milagros, ni con sus discursos


tan bellos, ¡nos redimió con su cruz!. ... Los cristianos, cada
cristiano, tenemos que ayudar a nuestros vecinos y familiares
a ir al Cielo, tenemos que ser evangelistas, misioneros... y no
lo seremos con nuestros sermones, ni con nuestros milagros,
si milagros podemos hacer... ¡lo seremos con nuestra "cruz",
la que Dios nos quiera regalar... así grita San Pablo, "me
alegro de mis sufrimientos por vosotros, porque suplo en mi
cuerpo lo que falta a los sufrimientos de Cristo por su Cuerpo,
que es la Iglesia", en Colos.1:24.

Por eso, un anciano imposibilitado no es una carga para la


casa, sino el tesoro más glorioso que posee ese hogar... un
ciego o un sordo o mudo, no son una carga para la sociedad,
sino el tesoro más estimable que posee esa comunidad. La
Primera Carta a los de Corintio, es sobre la "cruz de Cristo";
la Segunda Carta, es sobre "la cruz del cristiano"... ... San
Pedro y Santiago también se alegran de sus sufrimientos y
tentaciones, ¡con sumo gozo! (1Ped.4:13, Sant.1:2).
En el Apocalipsis, se llaman a los dolores ¡las trompetas de
Dios!: Porque Dios nos "susurra" al oído dándonos el aire y el
sol y nuestros cuerpos, ¡pero no le escuchamos!; nos "habla"
por medio de la Iglesia y los hermanos, ¡pero tampoco le
escuchamos!; y entonces, cuando no hay más remedio, nos
"grita" al oído con las trompetas de Dios, ¡con los dolores y
enfermedades!... ¡son los cariños más amorosos del Señor.
Jesús "divinizó" el dolor en la Cruz... y, de alguna forma, cada
dolor nos diviniza y diviniza a nuestros familiares, amigos y
enemigos... el dolor es la moneda de más valor en la tierra...
¡el "dolor"!, no el "dólar"... por eso dice San Juan Vianney que
"debemos ir tan afanosos en busca de dolores, como el avaro
tras el dinero"..

El dolor, tu enfermedad, los problemas grandes con tu esposa


o hijos, o de trabajo, es el tesoro más entrañable que te
regala el Señor, ¡para divinizarte!... y para que ayudes a tus
familiares y amigos a divinizarse, a que sean santos, felices
en la tierra y en el Cielo.. San Pablo no sólo recibía con gozo
los dolores, sino que ¡se los proporcionaba!, "castigo a mi
cuerpo y lo esclavizo, no sea que habiendo sido heraldo de la
verdad para otros, resulte yo descualificado" (1Cor.9:27).

San Luis María de Monfort enseña, siguiendo la Biblia, que


"las mayores gracias y mercedes del cielo son las cruces que
Dios nos manda": Si Dios te quiere mucho, te va a regalar
una cruz grande... si te quiere tanto como a Jesús, te va a
regalar una cruz tan grande como la de Jesús. A la Virgen
María le regaló la cruz de que querían matar a su Hijo recién
nacido,, y de que lo vio matar en una cruz; San Pedro murió
crucificado con la cabeza para abajo; San Andrés en una cruz
en forma de X; San Pablo, Santiago y el Bautista, degollados;
San juan el Evangelista en una olla de aceite hirviendo..

"La cruz es el mejor presente del cielo. Jamás debemos mirar


de donde nos vienen las cruces; nos vienen de Dios. es Dios
quien da ese medio de probarla nuestro amor"... el
cristianismo es la "religión de la alegría", porque hasta los
dolores deben ser ocasión de gran gozo alabando al Señor,
que nos los regala... y la misma muerte es una gran
bendición, ¡la única puerta para entrar en el cielo eterno!, por
eso la fiesta de los Santos, es el día que murieron. Jesús
bendijo el dolor en los dos montes, el de las
Bienaventuranzas y el del Calvario... ¡bendita lección de Job!,
que nos enseña y anima a vivir con esperanza y gozo nuestro
dolor, ¡el cariño del amor!.

http://www.mercaba.org/FICHAS/BIBLIA/JOB/sufrimiento_de_job.htm

El Sufrimiento de los Justos: Un estudio


sobre Job (Parte I)
DICIEMBRE 24, 2007 / OS

Por Ana Isabel Peñate de Salazar


Sufrir cuando pecamos tiene mucho sentido porque decimos que eso
es justo. Al final el pecado trajo consecuencias y al
momento de ser corregidos se siente difícil, de pronto
se
quisiera ignorar los acontecimientos. Pero cuando se
sufre por injusticia, también hay incomprensión de
parte del individuo que sufre porque no concibe la
razón de su sufrimiento. Pese a que es beneficioso y que después de la
tormenta vienen bendiciones, no se puede negar que en el momento de
la prueba se quisiera huir y dejar de lado eso que agobia y atormenta
quitando en varios momentos la sonrisa, dando como resultado
tristeza. En el presente trabajo se tratará de responder ¿Por qué es que
sufren los justos en Job?.

El sufrimiento
El sufrimiento se basa en las pruebas que se atraviesan en la vida, tal
como lo revela el libro de Job. La contrariedad de ello es cuando se
sufre por pecado. Pero en el caso de Job se narra el sufrimiento por la
pérdida de los criados ( Job 1:15), de los animales (1:16-17), los hijos
(Job 1: 18-19). Pero al mismo tiempo su propia enfermedad (Job 2:7-
8) y una mujer que le es piedra de tropiezo (Job 2:9) y finalmente el
desconsuelo que le brindan sus amigos (Job 2:11).
En Israel, se creía que el sufrimiento era el resultado de la
desobediencia humana. Sin embargo la preocupación de las grandes
mentes de los antiguos tiempos fue ¿por qué sufre el justo?. 1 quizás
hubieron momento en los que se llegó a desconocer porque sufrían si
no debían nada.
Claramente este sufrimiento no se originaba de la nada, tenía un
origen. Era Dios mismo que permitía el sufrimiento, pero no era él
quien lo causaba, sino el mismo Satanás quien se dedicaba a poner en
mal a aquellos que estaban bien delante de Dios para ver como era que
blasfemaban a su Dios (Job 1:8-11). Bíblicamente, se nota cómo
Satanás lucha por buscar la debilidad de los seres humanos para ver si
ellos reniegan de una u otra forma de aquel que les ha bendecido
grandemente.

Si cada persona lectora del libro de Job al leer el libro concibe


aquellas imágenes narradas alrededor del libro, se dará cuenta de que
Job estaba en una situación que nadie desearía ni siquiera pensarlo,
obviamente el inicio es desastroso y los sufrimientos son correlativos,
parece que no hubo tiempo para que Job respirara cuando otra persona
le cuenta los siguientes sucesos, hasta el momento que no solo es
quitado de lo que poseía sino que él mismo es saqueado con una
enfermedad que nadie desearía tener.

Pensar en el sufrimiento de los justos, naturalmente se catalogaría


como algo inmerecido. En el inicio del relato pareciera que Dios está
abandonándolo o ignorándolo porque no se ve respuesta de Dios
alguna, más bien pareciera como si Dios se rehusara a responderle y a
defender su causa. El sufrimiento de Job era por todos lados, era
físico, emocional, pero también espiritual, pese a su vida espiritual
que mantenía hacia Dios.

Sin embargo al final de la historia se ve que Dios muestra su justicia


dándole muchas más grandes bendiciones, pero mientras el
sufrimiento del hombre justo está, se desconocía el propósito que el
creador tenía. El sufrimiento no es absurdo. Tiene su sitio y su sentido
en el proyecto de Dios y en el misterio de Dios y del hombre.2

Retrocediendo un poco a los tiempos antiguos, los investigadores


revelan que en la temprana historia de Israel los hombres estaban
satisfechos por la seguridad de la justicia y la bondad de Dios. Ellos
sabían que Dios castiga al justo y premiaba al bueno.3 El libro no
responde la pregunta del Porqué sufren los justos?, solo revela sus
propósitos.
El Justo
Job es descrito como un hombre rico, pero temeroso de Dios (Job1:1);
esto aparentemente era suficiente para que Job no pasara por el
sufrimiento y esto es precisamente lo que provoca la incertidumbre en
los amigos de Job quienes no conciben como es que él puede sufrir
siendo un hombre leal a Dios y por eso concluyen que solo el pecado
hace que los hijos de Dios sean castigados, desconociendo así los
verdaderos propósitos de Dios.4
Job no es alguien rebelde, desobediente a Dios, pese a las grandes
pruebas que atravesaba, pese a que su mujer le incitara a maldecir a
Dios. Job continuó bendiciendo a Dios, de quien vienen todos los
bienes y los males (Job 1:21)5. Se ve también que a lo largo del
desarrollo de la historia, solamente dudo del carácter de Dios, pero
nunca pensó hacer lo que su mujer en determinado momento le había
sugerido, ni siquiera cuando sus amigos lo cuestionaban. Hay muchos
que han sufrido cosas similares, pero hay pocos que han sufrido más
que él.

Job no negaba su naturaleza pecaminosa, él mismo confesaba ser


miembro de la raza caída de los hombres, al igual que sus
contemporáneos, pero él había buscado a Dios con sinceridad y
verdadero afán (Job 1:5) procurando orientar su vida y la de sus hijos
según la voluntad de Dios. Podría decirse entonces que Job era un
hombre que tenía verdadera madurez espiritual, que corresponde a un
hombre que aprende de la escuela de Dios, pero aún le faltaban
lecciones por aprender, pero en él se manifestaba el principio y la
sustancia de la verdadera sabiduría divina.6

El papel de Dios y la actitud de Satanás


Ciertamente Dios conocía a Job como su siervo fiel. De hecho cuando
antes de que Dios le diera permiso para tocar su cuerpo, le hace ver
cómo era su siervo (Job 1:8). Aquí es donde se ve claramente que
Satanás aunque tiene dominio sobre gran parte del mundo, no lo podía
tener sobre Job, porque Dios tiene control de sus hijos y nada sucede
sin su permiso. Para Dios no había causa alguna para que Satanás
atentara en la vida de Job. Sin embargo Satanás pensó que era un
materialista y que al quitarle las posesiones fácilmente blasfemaría de
Dios. De manera que para Satanás Job servía a Dios por interés en lo
que Dios le daba a cambio y al quitarle lo que poseía desaparecía el
temor de Job para Dios. Por ello Dios utilizó al patriarca para callar a
Satanás, para que él se diera cuenta de la clase de hijo que Job era.7

Lo que Satanás hizo fue porque Dios lo permitió y según él de esa


manera conseguiría el éxito y se dio cuenta de que las posesiones no
eran la prioridad en la vida de Job. Aparentemente Satanás creería que
todo aquel que profesaba servir a Dios lo hacía hipócritamente, pues
Job utilizaba la religión como medio para prosperar, pero olvidó que
su comprensión era limitada, pues aunque sepa mucho no es
omnisciente.8

Lo maravilloso es ver que en medio de los desastres ocasionados Job


se mantiene firme, a pesar de que el mismo Satanás incita a su propia
mujer para que blasfeme de Dios (Job 1:21) con tanto mal que está
recibiendo aún sabiendo que el malo era él y no Dios, pues lo que
sucedía era porque él mismo había incitado a Dios para atentar contra
las posesiones de Job. Pero la respuesta de Job seguramente sorprende
a Satanás quien se dio cuenta de que Job bendijo a Dios porque así
como él daba él quitaba (1:21, 2:10).

Dios de ninguna manera deseaba el desastre para Job porque como


Padre también se duele del sufrimiento de los suyos, pero el gobierno
de Dios permite el mal para que del desastre salgan bienes muchos
más importantes que las pérdidas (Job 42:10-17). Job fue un campeón
y Satanás al final se dio cuenta de que existen verdaderos hijos de
Dios que le sirven por amor y no por intereses materiales.

Es Dios quien llama la atención de todos hacia su siervo Job quien


mantuvo su integridad como siervo del altísimo, a pesar de las trágicas
perdidas y de su estado físico. Job a pesar del dolor insoportable, de la
picazón de las llagas llenas de gusano (2:7-8), él pudo expresar sus
razones delante de Dios y de sus amigos al buscar luz sobre los
sucesos que atravesaba, su deseo por explorar los caminos de Dios
eran grandes9. Al parecer mientras sufría Dios se alejaba de él, sin
embargo llegó el momento en que Dios hace justicia y da la
recompensa.

¿Dónde está Dios en las pruebas?. Dios estaba donde ha estado


siempre, donde está ahora. En la voz interna de la conciencia. En el
susurro apacible y delicado. En la cercanía de tu corazón. En el fondo
de tu alma. Al alcance de tus deseos. En las puertas mismas del llanto,
del dolor, del sufrimiento, con la esperanza de limpiar cada lágrima de
tus ojos con su manto de amor.

https://cristianismointeligente.wordpress.com/2007/12/24/el-sufrimiento-de-los-justos-un-
estudio-sobre-job-parte-i/

Mucho se ha hablado que el hombre de nuestro siglo ha sufrido mucho a causa


de la guerra, de la injusticia social, de enfermedades incurables, hasta de la
misma muerte de su ser. Pero este sufrimiento que el mismo hombre
Heidegger

1. Del tiempo al Extante: enseñanzas de la alteridad.

La pregunta por el tiempo tiene la peculiaridad de volverse hacia aquel que se


pregunta por el tiempo: ¿quién es aquel que se pregunta por el tiempo? ¿qué es
aquel que se pregunta por el tiempo? ¿cómo es aquel que se pregunta por el
tiempo? Como San Agustín, Heidegger llega a la conclusión de que, para conocer el
tiempo, es necesario conocer antes la instancia de la que emana la pregunta.
Respuesta y pregunta acontecen en una misma instancia, no están fuera del Extar
(Ordóñez–García, 2014); de ahí que, de alguna manera, éste sea el ''espacio'' del
tiempo, el ''lugar'', su ''en donde''. El cuerpo lo manifiesta, es su fenómeno sensible
(fisionómico) y afectivo (sentimental). Por ello, en definitiva, los acontecimientos no
tienen lugar en la naturaleza sino en el Extar: ''quién'', ''qué'' y ''cómo'' son
acontecimientos, y, para responder al ''qué'' o al ''quién'', a veces damos por
supuesto al ''cómo''. Heidegger fija el punto de partida de su reflexión, justamente,
en lo común y corriente, en nuestro modo habitual de comportarnos. Antes que
otra cosa, cada uno de nosotros se da con el ''cómo'' de un otro que está ahí
delante con unas determinadas características físicas y anímicas (en alemán, por
ejemplo, el saludo común y corriente es Wie geht es dir?: ''¿cómo te va?''). En ese
giro hacia el sujeto de la pregunta por el tiempo, Heidegger se detiene en esa
primera fase descriptiva para desplegar algunas de las estructuras fundamentales
del Extar: ''In–der–Weltsein'' (''extar–en–el mundo'', en un sitio), ''Mit–einander–
sein'' (''extar–con–otros'', relación), ''das Sprechen'' (''el hablar''), ''die Jeweiligkeit''
(''la respectividad''), ''das Man'' (''el Uno''), ''die Sorge'' (''el cuidado''), ''sich
befinden'' (''el encontrarse'') y ''es sein'' (el ''extarlo''). Se trata de una
propedéutica muy resumida de lo que será in extenso el tratado de esta preciencia,
Sein und Zeit. Sin embargo, y según Heidegger (2004: 114), estas estructuras
ontológicas no ofrecen suficiente garantía para conocer de manera certera el ser del
Extar por una cuestión obvia: ''Das Dasein ist in der Jeweiligkeit'' (Heidegger, 2004:
115)3 [el Extar es en el respectivo caso]. La singularidad –en tanto que la
respectividad del Extar en cada caso– no puede dejarse atrás por lo mismo que
nadie muere sino que sólo muere esta persona. Es lo más propio de todo Extar, al
margen de que éste se haga cargo de ella o la entregue en usufructo al común y
corriente hago lo que se hace.

En este punto, el autor de Sein und Zeit introduce una consideración que no
podemos dejar pasar: la dificultad que todo sujeto tiene para concerse a sí mismo.
Por un lado, recordándonos en esto lo que opinaba Aristóteles (1999: 12–13), no es
posible captar el ser del Extar de manera completa porque mientras vive está
''immer noch unterwegs'' (Heidegger, 2004: 115) [aún de camino], es decir,
abierto: a veces triste, otras alegre, en ocasiones trabajando o paseando. Por otro,
¿cómo es posible que yo mismo me tenga, a la vez, como objeto para mí y, por
tanto, singularizado y diferenciado al mismo tiempo? ¿cómo es posible que me trate
desde una exterioridad interiorizada? La autoconciencia de Hegel es, en mi modesta
opinión, un dislate, un delirio4, y, sin embargo, somos capaces de hablar de
nosotros mismos a otros con absoluta tranquilidad, como si me tuviese a mí, como
si yo fuese propiedad de mí mismo5. Esto sólo puede asumirse desde una suerte de
''como si'', desde una convicción un tanto laxa. Por ello, la afirmación de Heidegger
''den Anderen bin ich nie'' (2004: 115) [nunca soy el otro], aunque contundente, no
deja de ser exagerada y, hasta cierto punto, errónea (al menos si la consideramos
desde un punto de vista que no se reduzca a tener como referencia la muerte, en
tanto que la muerte sí es un acontecimiento que siempre le ocurre al otro 6). En la
experiencia psicoanalítica ocurre todo lo contrario: uno siempre es otro y el ''yo''
constituye una instancia inserta en el ''ello''7. ¿Y sólo es así para el psicoanálisis?
Entendemos que no. Uno siempre es, por lo menos, dos. De ahí que lo correcto, en
el caso de Heidegger, y a nuestro entender, tal vez sea mejor decir ''yo nunca estoy
en (el) otro''. Ponerse en el lugar del otro resulta realmente complicado. ¿Cómo
puedo quitar al otro su sitio, ocupar su lugar, para ponerme yo? ¿hay un sitio del
que el otro puede desprenderse? ¿adónde va el otro cuando me pongo en su sitio?
Es Absurdo, no puedo estar en el mismo espacio donde está el otro (ni en el
geométrico ni en el afectivo); vaya donde vaya, el otro tiene, con ese ir, su sitio.
Distinto es que tratemos con la situación y las circunstancias del otro. Si me ha
ocurrido algo parecido a lo que que le ha acontecido al otro, puedo entender su
modo de encontrarse y sentir algo similar. En todo caso, no hago otra cosa que
imaginar que siente lo que sentí en la situación en la que él se encuentra ahora. Se
trata, como sabemos, de la empatía, una experiencia común y corriente.
Compartimos el ''ahora'', que es comunitario, incluso el entorno (esta habitación),
pero el sitio de cada uno es impenetrable. No obstante, el psicoanálisis nos enseña,
a raíz de la experiencia clínica, que ese ''in–der–welt–geworfen–sein'' (''extar
arrojado al mundo'') indica una autointerpretación del sujeto en términos de un
''afuera'' y, así, de un saberse alienado, enajenado, extrañado. No hay mismidad
sino una suerte de deseo de ella, de su falta, e incluso de añoranza, que es el
colmo de ese delirio: pensar que alguna vez la tuvimos, como si hubiésemos estado
en un paraíso (porque el auténtico no es otro que el de las bestias, esos seres
carentes de mismidad y, sobre todo, de un deseo de ella, de un saberse en falta).
Fuimos ''arrojados'' –dicho así, con fuerza y cierto malestar– por mera necesidad:
del útero salimos porque no hay más alternativa, quedarse es la muerte; del
mundo de la vida salimos porque tampoco hay más alternartiva. Arrojados al
mundo y aherrojados por la muerte. Entretanto, llevamos con nosotros a los
antiguos, familiares y amigos, y a los recientes. En nuestro sitio, siempre están los
otros: el nombre puesto, la ropa puesta, la lengua puesta y la necesidad del amor
del otro que hace del sujeto un mero uno para el deseo del otro. De ahí que lo
primario no sea el ''yo'', a pesar de la gramática, mera convención un tanto
narcisista, sino el ''tú''. Nunca me miro, me escucho ni me hablo, sino que, en
primera instancia, te veo, te escucho y te hablo, es más tarde cuando me miras,
me escuchas y me hablas y, entonces, me constituyes. En resumen, con estos
brevísimos comentarios queremos dejar constancia de cómo en el momento en el
que Heidegger dicta esta conferencia sobre el tiempo, su idea de la alteridad, como
enclave fundacional del sujeto, es bastante pobre y poco rigurosa. Es más tarde, a
través de su relación con Ludwig Binswanger y Medard Boss –de quien se convierte
en su mentor y termina asistiendo como conferenciante, de 1959 a 1969, a los
reconocidos Zollikon Seminars organizados por el psiquiatra suizo en su casa8–,
cuando conoce, en parte, otra visión del ''Dasein'' a raíz de una determinada
práctica terapéutica.

2. El extante de la muerte.

La pregunta por el tiempo, que derivó en la pregunta por el Extar9, es retomada


por Heidegger a raíz del segundo acontecimiento central de nuestra vida: la muerte
(el primero es el nacimiento). Este fenómeno constituye el tema de referencia para
describir su experiencia de la temporalidad, experiencia que pone fin al nacimiento.
En una primera aproximación fenomenológica, nos dice de ella (en alemán
tendríamos que referirnos a ella en masculino):

... ist nicht etwas, wobei ein Ablaufszusammenhang einmal abschnappt, sondern
eine Möglichkeit, um die das Dasein so oder so weiβ: die äuβerste Möglichkeit
seiner selbst, die es ergreifen, als bevorstehend aneignen kann.... ist vom
Charakter des Bevorstehens in Gewiβheit, und diese Gewiβheit ist ihrerseits
charakterisiert durch eine völlige Unbestimmtheit. (Heidegger, 2004: 116)

[... no es algo que venga a irrumpir de pronto una secuencia de acontecimientos,


sino una posibilidad que conoce el Extante de una u otra manera: la posibilidad más
radical de sí mismo, a la que asumir como aquello de lo que puede apropiarse en su
inminencia....es del carácter de lo que se aproxima con certeza y esta certeza, por
su parte, se caractariza por una plena indeterminación.]

Es una descripción un tanto curiosa. Parece la de un objeto, una cosa, un ente


''visible'' y, sin embargo, no es un árbol ni una mesa. Nos encontramos, sin duda,
ante una suerte de fenómeno descriptivo cuya única característica espacial es la de
un ''ya no está en el mundo ocupado en tal asunto''; una fotografía de
reconocimiento, un discurso entre familiares y amigos sobre las cosas que hacía el
que ahora está en el modo de un habiendo ya estado. Heidegger nos habla en esas
líneas de las características que interpreta frente a la muerte del otro: es un
acontecimiento para mí que la observo y, así, un suceso repentino en mi estar que,
por ahora, continúa, aunque es el final de todo acontecer para el que muere.
Asistimos a una posibilidad, y sólo una posibilidad, para el que aún está viviendo.
Como tal, nunca la podrá vivir como realidad subjetiva, puesto que aconteciendo en
el otro es una realidad para mí ajena. En esta circunstancia, y sólo en ésta, es
admisible la contundente afirmación de Heidegger: ''Den Anderen bin ich nie''. Por
último, la muerte tiene la condición de ser un fenómeno que me sucederá
inevitablemente pero del que no sé cuándo. De este modo, puedo decir que sé y no
sé, es un saber éste que no se funda en el ''querer saber''. Ni decido incorporar a la
muerte como una adquisición para mi cuerpo, ni quiero saber cuándo o cómo
acontecerá. Se trata, así, de un saber del que, en muchas ocasiones, no se quiere
saber cosa alguna o hacer como que sabemos menos de lo que realmente sabemos.
En este sentido, podemos decir que todo existente se comporta con un mayor o
menor grado de ironía y cinismo en relación a sí: o actúa como si no supiese lo que
realmente sabe o actúa a pesar de que lo sabe. Hay quien repudia 10 la muerte y
hay quien la goza11, uno es el loco y otro el insensato. El último vive como si la
muerte del otro no hubiese ocurrido y, en consecuencia, con esa erradicación
absoluta de la muerte, también el otro desaparece. De alguna manera, también
pierde de vista su propia muerte, su propia posibilidad y nunca muere (pues ''optó''
por la locura como un subrogado de aquélla más soportable). El otro, el insensato,
lo es por arriesgarse continuamente, le place ponerse en peligro a sabiendas del
riesgo que supone su acción, bien físicamente (yonquis, mercenarios, practicantes
de actividades de riesgo), bien socialmente (actos repetitivos absurdos porque
siempre procuran el mismo malestar a quienes lo realizan y que van contra el
principio de placer).

Heidegger considera que la interpretación del Extar no puede hacerse sin tener en
cuenta la mortalidad: ''Die Selbstauslegung des Daseins, die jede andere Aussage
an Gewissheit und Eigentlichkeit überragt, ist die Auslegung auf seinen Tod''
(Heidegger, 2004: 116) [La autointerpretación del Extante, que supera en certeza y
singularidad a cualquier otra consideración, es la interpretación de su propia
muerte]. Por tanto, este saber del futuro12, de aquello que me ha de suceder (no
depende de mi voluntad; bromas aparte) para que mi existencia acabe, deje de
estar, es el fondo, el suelo, el referente límite de todas mis posibilidades. A este
saber cierto, constante, y en absoluto contingente, es al que llega aquel añejo
''conócete a ti mismo'': ahora sé que moriré, por eso soy mortal, y eso que ya sé
no se deja atrapar por el pensamiento. Jamás lo conoceré, por ello es paradójico:
se trata de un saber que no conoceré. Por lo común, se vive de espaldas a este
fenómeno, toda ocupación deja de lado su constancia. Y, sin embargo, cuanto más
cree uno tener lejos de sí su muerte, más cerca aún la tiene. Por ello, Heidegger no
hace otra cosa que plantear sus preguntas, y en concreto ésta sobre el tiempo, a
raíz de la ''unbestimmte Gewissheit'' (certeza indeterminada) o eseidad de la
muerte: ¿cuándo moriré? ¿dónde moriré? ¿cómo moriré? ¿de qué moriré? Estas
preguntas se hacen en silencio, a solas. De ellas, la mayoría no quiere saber las
respuestas salvo algunos: esos que deciden dar la cara a la angustia, mirarla de
frente y decir ''sea''. Todos sabemos que hay un cuándo, un dónde y un cómo,
también sabemos que nos alivia su indeterminación: un vivir como si el cuándo
estuviese lejísimos (una manera psicológica de tratar al tiempo de forma espacial,
puesto que, de este modo, logra una suerte de objetividad cuantitativa). Parece
bueno que así sea: indeterminado. ésta es la diferencia entre un hombre libre y un
condenado a muerte, la diferencia entre aquél, libre de la determinación, y éste,
inexorablemente ligado a un día, un mes, un año, una hora y un cómo. Así, hay
una inmensa multitud, común y corriente, que, como los griegos antiguos, actúa a
pesar de la mortal amenaza en la que viven:

El hecho de que alguien vea antes lo que ocurrirá dentro de un minuto o de mil
años no tiene nada que ver con la concatenación de hechos o de objetos que
producirá dicho futuro. Necesidad indica cierto modo de pensar dicha
concatenación, pero previsibilidad no significa necesidad. (Colli, 1994: 38)

Es nuestra condición: tener conciencia del futuro, de lo que me espera (o me


sobreviene), gracias a lo que he visto que sucedía a mis semejantes, a los otros.
Porque soy como tú me pasará lo mismo que a ti. El otro me enseña la muerte, me
la desvela, sin el otro soy inmortal. La muerte del otro, su desaparición, hace
posible que me aparezca la mía, pero esto sólo puede suceder porque me identifico
con el otro a la vez que me diferencio: soy como tú y, por tanto, también moriré,
pero tu muerte no es la mía: no puedes decirme algo de tu muerte ni yo de la mía.

Una cuestión parece interesante: la relación entre la muerte y la acción. Sólo el


extante, término que define a aquel ser que sabe de su muerte, actúa. El
movimiento es para él algo primario pero insuficiente, por ello es un atributo que se
deja a la pura animalidad. Heidegger tiene en cuenta esto en su conferencia al
establecer una reflexión sobre el tiempo tomando como punto de partida lo fáctico:
al hombre inmerso en alguna actividad (sin que eso suponga, en manera alguna,
adscribirlo a las filas del materialismo histórico, al menos al de Marx 13). ¿Cómo ha
de ser una actividad, que siendo propiamente un fenómeno derivado del saber de la
muerte, tendría que ser, por tanto, coherente con ella? ¿Se ha limitado Heidegger a
transformar aquel ora et labora en un piensa y actúa? Posiblemente toda acción se
deba a un sobreponerse a la muerte, a un demorarse, al modo heideggeriano. ¿Qué
puedo hacer mientras aún no he muerto? Precisamente la actividad de Heidegger
consiste en ocuparse del tiempo, emplear su tiempo en pensar el tiempo. De ahí
que la metafísica sea la técnica ocupacional para olvidar el tiempo y, por ende, la
actividad más incoherente con el saber de la muerte. Pero, precisamente por ello,
es la que más cerca la tiene de sus talones a pesar de que no piense en ella,
porque, sin embargo, la sabe. La metafísica vendría a ser el síntoma resultante del
alojamiento (alejamiento) de la muerte en lo inconciente.

3. Los dioses difuntos: el ya no extante.

No hay quien pueda hablar de la vida desde la muerte, pues no se tiene a la muerte
al modo de un objeto descriptible, tal como si fuese un atardecer, sólo me resta dar
expresión a lo que me hace sentir y pensar. ¿Cómo hablamos entonces de ella? ¿de
qué hablamos cuando hablamos de ella? Mi padre ha muerto. Me encuentro ahora
con mi padre muerto. Ante su cadáver. Ya no actúa. Está ahí, sin más, en el mundo
mero estar ahí ya estado, y ese ahí es la auténtica distancia entre la vida y la
muerte, una distancia corta, a la mano pero, paradójicamente, lejos. Ahora, lo más
cercano es lo más lejano en ese ahí. Tengo a la vista su cuerpo inerte, su cadáver.
¿Es ahora su haber sido? Construyo ahora, sostengo, rememoro su haber sido para
mí, su haber estado actuando de determinada manera, para mí. Ni siquiera su
historia es suya, su pasado, sino que ahora soy yo quien lo elabora, lo escribe o lo
narra. Mis familiares harán lo mismo, pero diferentemente. Me encuentro a la
máxima distancia posible entre la vida y la muerte, pues mi padre muerto está ahí,
ni aquí, ni allí, ni más allá. El espacio más corto entre él y yo: ahí. Esto es lo más
cerca que puedo estar de la muerte del otro. Su haber sido es mi ''lo que habré de
ser''. Un sitio que, por ser de todos, es de Nadie. Sé una absoluta certeza
determinada: mi padre está aquí y ahora muerto, y su estar aún en este mundo es
en tanto cadáver, que es el modo en que la muerte se presenta en el mundo como
un ente visible. Ya no podrá morir ni tampoco aún no habrá muerto: ya es una
certeza determinada.

Hablo del otro sin serlo, y lo hago desde mi experiencia afectiva y meditativa, de mi
impresión: aquello que me ha impreso esa relación. Del mismo modo, Heidegger
sólo puede hablar de sí mismo a raíz de sus propias experiencias (y esto es una
actitud fenomenológica radical que le hace ser un filósofo como Platón o un
ilustrado como Kant). Pero, ¿es el saber de la muerte lo insoportable de tal modo
que, por ello mismo, el extante reprime y transforma en un saber en latencia? Si
fuera así, ¿no sería el olvido del ser un olvido de la mortalidad? ¿eso que ocultamos
para vivir con una cierta satisfacción, una cierta felicidad? Sin mortalidad no hay
temporalidad. La muerte está ahí, lo sabemos, nos la encontramos a diario. Somos
permanentemente mor(t)ales14. Y este ser común, característico, es absolutamente
adecidible. Sé que estoy y que no estaré más (haber estado). La mortalidad es algo
que no me es ajeno sino que es mi mismidad, por ello puedo afirmar que ''estoy
vivo'', que me encuentro en esa circunstancia como la característica singular de la
hermenéutica del extante a raíz de lo que sabe de sí. Saber que constantemente
puedo morir me lleva, y nos lleva, a una conciencia instalada en el estar en tanto
extar. No me basta con decir ''estoy vivo'', que es una suerte de síntesis genérica
indeterminada, porque estar vivo es estar haciendo algo, aunque sea un detenerse
para tomar conciencia de ello. Pero lo común es que el estar consista, en cuanto
tal, como recuerda Heidegger, en un estar haciendo algo. Pensar en el ser de
nuestra condición no altera su ser. No puedo destruirla ni transformarla, sólo nos
queda poder hacer algo con ese saber. Heidegger nos lo dice: ''Ich weiβ schon,
aber ich denke nicht daran'' (2004: 116) [ya lo sé, pero no pienso en ello]. Pensar
en cualquier otra cosa menos en eso en que no se quiere pensar, por ello tal vez él
piense en el ser, y de una forma repetitiva, compulsiva; como si cuanto más
pensase en el ser, ya sea en términos hermenéuticos o en términos poéticos, más
lejos quedase el saber de la muerte, la vivencia de la mor(t)alidad. ¿Es que el ser
no es mortal? Hemos oído decir miles de veces que el ser no es un ente, que la
diferencia ontológica viene a certificar esto, y también sabemos que esta
conferencia es la despedida de Heidegger de la teología (aunque no está del todo
claro que lo sea también de la metafísica), pero no es menos cierto que la pregunta
por el tiempo no es otra cosa que un preguntar por el ser del tiempo, por su
eseidad, y es una pregunta del existente. El extante pregunta por el ser de un ente,
pero el que pregunta también es un ente. El existente muere, en cuanto ente, el
ser desaparece, en cuanto no es un ente, y ésta es la diferencia existencial (muerte
y desaparición) frente a la diferencia ontológica (ser y ente). Al tener lugar como
tiempo (evitamos el uso del adverbio de lugar ''en'' por su carácter espacial), el ser
siempre parte de un aparecer para un existente aquí y ahora. De este modo, hay
tantas apariciones como existentes, porque la aparición del ser en un determinado
''es'' –esto o aquello– se encuentra determinada por las características personales
del existente en cuestión, de su ''cómo''. ¿Y tiene este ''cómo'' alguna relación con
el saber de la muerte venidera del existente del caso? Sin duda. Porque el ser no
aparece sino que se me aparece; no elijo saber que voy a morir, sino que me cae
encima a mí desde los otros (el ''se'') a los que me parezco (me va a pasar lo que
la ha pasado a los otros). Todo este ''cómo'' hace que tenga que concebir al ser
como finito, como tiempo, puesto que al existente no se le da ni todo el ser ni para
siempre, pero, sobre todo, no se le puede dar cosa alguna en general más allá de
sus propias características. Así pues, respecto a la tajante afirmación de Heidegger
según la cual nunca soy el otro, y tras este recorrido, debemos corregirle y decir:
pero, sin embargo, soy como el otro. Se trata de una diferencia existencial fundada
en uno de los éxtasis del tiempo: tu ''ya no'' y mi ''aún no'', pero desde la
comunidad del tiempo.
4. La anticipación (Vorlauf): fundamento de la angustia.

Dando un pequeño salto atendemos ahora a la relación entre la muerte y la


angustia. Con la angustia, en el ojo de su experiencia, aparece una suerte de
representación vital de la muerte, y en el fondo delirante de esa experiencia
encontramos ese ''ya no'' propio como si sucediese ahora: experimentamos la
consumación del tiempo propio, de nuestro estar en tanto que puro y nudo estar.
Aparece el ''estar'' en toda su plenitud. Si el otro pudiese ser calificado, more
sartriano, como una representación del infierno, esto sólo podría entenderse a raíz
del principio de realidad que introduce en nuestra vida fantasiosa; al morir, el otro
me desvela mi condición finita: que estoy, no que soy15. Cuando descubro mi
condición, a tenor del otro, intento huir del estar (principio de realidad) fantaseando
con el ser (principio de placer). El saber de la muerte es un saber insoportable. No
es posible vivir, al parecer, sin perder de vista el ''estar'', que no es vivir sino
existir. De ahí que el existente, Heidegger en este caso, se vea obligado a sublimar
mediante la cuestión del ser para delirar un como si ya no supiese de su
mortalidad. Efectivamente, el ser siempre acontece después de tomar conciencia
del estar. Nunca fue el ser antes que el estar sino más bien al contrario, como no
podía ser de otro modo. Lo originario es el ''estar'', del todo indecidible (es el
trauma por el que acontece la existencia), y, a continuación, el alivio del ser, su
ensoñación, una suerte de paliativo producto de un deseo extravagente: poder
olvidar lo que ya sé, en tanto que un saber que me constituye a mi pesar. Y así,
cuando uno se adensa en las ensoñaciones del ser logra olvidarse de sí mismo, de
su condición finita, de su ''ya no'' que advendrá en cualquier momento. Uno es
cuando ya no está, y aquello que uno manifiesta de manera permanente, aquello
que uno es, aunque aparece y reaparece constantemente, lo denomina la corriente
psicoanalítica lacaniana goce pulsional; un fenómeno que escapa a toda decisión
voluntaria y por la que, en general, termina uno pasándolo mal.

''das Vorbei nimmt alles mit sich in das Nichts'' (Heidegger, 2004: 117) [Lo
acabado se lleva todo consigo a la nada]. Pero esa nada es algo. Se trata de mi
dejar de estar en el mundo. Por ello, esa nada sólo es un término para referir la
pérdida de todo aquello que constituye el contenido de un estar.

En el desarrollo de su reflexión, nuestro filósofo se detiene en este punto: ''Der


Vorlauf reibt die Grundhinsicht an sich, unter die das Dasein sich stellt. Er zeigt
zugleich: die Grundkategorie dieses Seienden ist das Wie'' (Heidegger, 2004: 117)
[La anticipación sume el cariz fundamental bajo el que se sitúa el Extar. Muestra al
mismo tiempo que la categoría fundamental de este ente es el cómo]. La
anticipación, saber qué me va a ocurrir, hace que me interprete como estar; me
reconozco finito y contingente. Saber que muero revela un conocimiento sobre mí:
que estoy. Sólo la ignorancia de este saber anticipado exime de la existencia en su
calidad de extante (dasein). Mediante el ''cómo'', que tiene su despliegue y su
sentido ligado al estar, el extante se apropia y decide un determinado modo de
actuar, al margen de que su acción también se encuentre determinada por la
singularidad afectiva y anímica en cada caso. Anticipación y reacción afectiva van
de la mano. ¿Supone esto un reconocimiento de que el modo de encontrarse uno
en el mundo es indecidible? Así es. De la misma manera que uno no decide dar con
el conocimiento de la muerte porque ésta se le da sin más, también así se le da el
estado anímico ligado a ese encuentro (Heidegger, 2006: 134–140): la muerte y su
afección se me dan sin el concurso de mi voluntad. Por tanto, la ética, toda ética,
desde esta perspectiva, sólo puede ser formal, como nos recuerda el de Messkirch
aludiendo a Kant.

¿Es la anticipación la característica más singular del extante? ¿es que sólo pueden
morir los que saben de la muerte? Resulta claro que sin el otro, sin su participación
en nuestra conciencia y sin la empatía que la posibilita, parece que la muerte nos
fuera algo desconocido. Hay casos, considerados patológicos, en los que el sujeto
carece de la más mínima empatía situándose en una posición relacional respecto al
otro de absoluta y radical diferencia y, por tanto, de indiferencia afectiva. ¿Es
posible que la absoluta ignorancia del otro sea una puerta cerrada al saber de la
muerte? Vamos a dejar para otro momento cuestión ésta de por sí interesante y
que merece un desarrollo más específico.

La muerte es el origen del tiempo o, dicho de otro modo, la vivencia de la finitud en


el plano anímico y afectivo queda fijada en el concepto ''tiempo''. En esta cuestión,
Heidegger no se desenvuelve de manera distinta a otras veces. En primer lugar,
tenemos una percepción, ésta da lugar a un determinado afecto dando paso, a
continuación, a un estado anímico determinado que el existente expresa de alguna
manera con gestos y palabras emotivos. Pero sólo cuando se ha dejado atrás este
movimiento vivencial afectivo, cuando el existente lo piensa, es cuando surge el
concepto. Y nos parece que ''tiempo'' es el concepto que fija la experiencia afectiva
de la muerte, la angustia de la anticipación 16. No obstante, Heidegger cree que lo
que realmente funda al tiempo es el futuro (el vivencial ''aún no''):

Zukünftigsein gibt Zeit, bildet die Gegenwart aus und läst die Vergangenheit im Wie
ihres Gelebtseins wiederholen.

Auf die Zeit gesehen besagt das: das Grundphänomen der Zeit ist die Zukunft.
(Heidegger, 2004: 118)
[El ser futuro da tiempo, forja el presente y permite repetir el pasado en el cómo de
su vivencia.

Visto desde el tiempo indica esto: el fenómeno fundamental del tiempo es el


futuro.]

Si el nacimiento es el pasado17, la muerte es el futuro; lo que me habrá de llegar


extando ahora ya en ello. Porque hay un fin, una terminación, un límite, hay tiempo
y no al contrario. El extante no se encuentra ''en'' el tiempo, como si estuviese ahí
en un afuera respecto de sí, sino que él mismo ''es'' tiempo, se autointerpreta
temporalmente (o temporizándose a raíz de su conciencia óntica) gracias a la
revelación del otro. Todo lo vivido es lo consumido y lo por vivir es todo aquello que
aún no ha dejado de estar. ¿Significa esto que el extante vive en función de lo que
le va a ocurrir con absoluta certeza? Hasta cierto punto sí, incluso a pesar de que
viva, como dice Heidegger, sin pensar en eso que ya sabe. Por tanto, la
anticipación no es un fenómeno temporal en el sentido de que ella sea también
finita, algo que pueda dejar tras de mí como un ''ya no''. Sabemos que no es así. La
anticipación se instala en cada uno de nosotros hasta la muerte. Por ella, vemos
venir pequeños acontecimientos de la vida cotidiana: ''no toques el fuego que te
quemarás'', ''no corras tanto que te caerás''. Pequeñas anticipaciones a las que
hemos sobrevivido y que nos enseñaron a ser prudentes y ayudar a otros. Están en
el tiempo en tanto en cuanto nos han sucedido. Pero jamás sobreviviremos a
nuestro haber estado, puesto que, en todo caso, su anticipación radical y extrema
me obliga a tomar una decisión: la acepto o me escabullo, como dice Heidegger,
obviando la oportunidad de tomar mi haber estado en guía y acicate para una
actividad propia, para una dirección que singularice el ''cómo'' al que estoy
destinado. En tal tesitura, no es posible sostener una propuesta ética en Heidegger
sin contar con la finitud. La vivencia de lo que aún me está por suceder, para
siempre, establece una estrechísima relación entre temporalidad y ética: una ética
de la anticipación.

Ese futuro, que nos va modelando poco a poco hasta el momento propicio, se nos
viene encima, está siempre ahí. Vivir así, con ese enclave en la anticipación, tiene
sus cosas. Para aquellos que piensan continuamente en ella y la temen, y no la
quieren a su pesar, la convirtieron en la materia prima de un negocio carente de
riesgo: seguros de vida. Como si la vida se pudiese asegurar. Uno puede estar
seguro de su existencia y, para eso, no necesita a alguien que se lo asegure, pero
asegurar la vida ya es harina de otro costado. Soportar la anticipación o no
sorportarla, he ahí la posibilidad de toda aseguradora.

¿Puede uno asegurar lo que tiene? Sí, parece que las cosas se pueden asegurar
(finalmente son lo único que podemos asegurar porque no mueren sino que se
pierden, son destruidas o sustraídas), pero la vida que hace posible la existencia no
se tiene sino que se vive: uno vive y existe sin más, y el futuro, en cuanto a la
muerte, es lo más seguro, de ahí que asegurarse de lo seguro sea un absurdo. Este
¿y si... ? es una de las representaciones más características de la anticipación en el
modo del querer saber con seguridad, un tener a ciencia cierta que esto o aquello
ocurrirá o no ocurrirá (pero esta certeza nuestra de la muerte no es precisamente
objeto de la ciencia, ni ésta parece tener interés por aquella). El riesgo, la
existencia arriesgada, es el fenómeno que pone en juego la posibilidad frente a la
seguridad y el aseguramiento. En este sentido, el goce, hasta un cierto límite, es la
acción más fiel en la resolución de una existencia que pone en justa relación
anticipación y riesgo. En ello tendríamos que ver la recuperación del héroe trágico y
del pensamiento trágico, por cuanto pone en curso una ética –frente a una moral–
asentada en la honestidad y la coherencia. El asegurado no quiere saber de la ética
y, por ello, prefiere la moral de lo asegurado; del hoy que se limita a ser una
repetición del ayer y un volver a ser lo mismo mañana. La moral, pues, nunca se
arriesga sino que lucha contra el saber derivado de la anticipación ocultándolo (ya
que no es posible decidir olvidarlo) e incluso fantaseándolo con un más allá de la
muerte. Pero resulta que esta situación se nos antoja paradójica porque, sin tener
conciencia de ello, reconoce a la muerte en la medida en que la transforma en una
paso, una condición, de ese más allá. De esta manera, se hace del fin un medio con
un efecto paliativo frente a la anticipación, que queda así resuelta en la sublimación
de un continuum dando salida, de este modo, al deseo de no morir. Donde no hay
riesgo, hay sumisión, que tiene en el miedo la fuente de ingreso de los más
avispados (Hegel, 2000: 107–121). El saber que da miedo en un cierto grado
convierte toda acción en un peligro mor(t)al, en la permanente angustia del ¿y si...
? Vivir así supone arrinconar el extar (ligado a la ética) para instalarse en el ser (la
moral). Y esto es lo que venden las aseguradoras: el como si del es. El manto que
cubre al tiempo para hacernos soñar con la eternidad: si en un momento me pasa
algo, en realidad no me pasará nada, que es como pensar que no puedo dejar de
estar como estoy porque siempre puedo regresar al punto en el que me
encuentro... luego soy.

5. Finalmente el Extante (Dasein).

''Zusammenfassend ist zu sagen: Zeit ist Dasein'' (Heidegger, 2004: 123) [En
resumen hay que decir: El Tiempo es el Extante]. Pero el sustantivo, la fijación del
concepto ''Tiempo'', es una abstracción y, así, una suerte de paradoja: ''Das Dasein
ist nicht die Zeit, sondern die Zeitlichkeit'' (Ibid.) [El Extante no es el tiempo, sino
la temporalidad]. De este modo podemos decir que la acción del estante consiste
en temporizar, dicho más claramente: que su característica es la existencia en
tanto en cuanto actúa ya temporalmente.

El pensar, un ejercicio de lo finito, contingente e histórico, del Extante, que no es el


ser sino aquel que está siendo un mecánico porque actúa de una determinada
manera en un contexto determinado, y que encontrándose así, inmerso también en
un cierto estado anímico, construye un espacio, un taller en este caso, porque
espacia, porque ocupa originando un espacio con la ocupación del caso, ese pensar
es un pensar de carácter fotográfico; su contenido es fotográfico. Si se trata de un
ente finito, que habla con esa singularidad, no puede contar entre sus
características con la infinitud (más que desde la instancia del deseo). No es posible
pensar la infinitud teniendo como referencia su contrario, puesto que no la
conocemos (será aquello que uno dice que sea). Nos limitamos, entonces, a
describirla diciendo por ella que tiene todas esas cosas que nos gustaría tener
nosotros. Esto es normal. La cuestión es que un pensar que se ocupa del ser, y que
lo hace en cuanto es, no puede evitar realizar su tarea fuera de lo descriptivo, o lo
que es lo mismo, aparecer como un pensar fragmentado, fotográfico. No es posible
pensar el es como el continuum indiferente a las diferenciaciones, a los entes. Sólo
en el olvido de sí, de la conciencia de la muerte, y por tanto del tiempo, cabe una
vía liberadora de nuestra conciente fijación diferenciadora y fragmentaria. Ligados a
la mera percepción sensible podemos experimentar la homogeneidad en la que se
nos aparece el puro es: ni éste ni aquel ente sino el es a raíz del cual las diferencias

quedan solventadas y reunidas en aquel añorado por Heidegger.

Si quedo absorto en la experiencia del es, que ni valoro ni distingo ni separo, me


instalo en el puro ver, oír, tocar, oler y gustar, es decir: jamás desaparece el ver,
incluso con los ojos cerrados, ni el oír. Nunca estoy fuera de esos sentidos básicos.
El conocer, por tanto, fragmenta, fotografía (o caza, como decían los griegos), en la
medida en que todo conocer lleva a cabo, implícitamente, un dominio, una voluntad
que, por ser del Extante, se encuentra abrazada a la finitud.

Podemos decir, entonces, que el mirar, por ejemplo, es al ver lo que el ente al ser.
Sin la película no hay fotograma: puede haber película sin fotograma pero no al
revés. La muerte es la experiencia que nos abre esta connotación fragmentaria del
pensar (del mismo modo que sólo tenemos una percepción fragmentaria de nuestro
cuerpo) a la vez que nos permite considerar eso que quisiéramos: la continuidad.
No obstante, y para no traicionar la precisión terminológica de Heidegger, hay que
reconocer que la cuestión del es pertenece al pensar mientras que a la filosofía, un
modo de pensar singularizado, le va en puridad el ente o lo óntico, es decir: la
concreción diferenciada (filosofía de la moral, filosofía del arte, filosofía de la
política... ). Y lo que ocurre precisamente es que el Extante, al ser lo que es en
cuanto tal, se encuentra siempre y en su vida cotidiana fuera de la cociencia del es
y dentro de alguna determinación óntica que, aunque necesaria, no tiene porqué
ser reduccionista. Cuando caigo en la mera percepción dejo de extar e ingreso en el
pensar (meditativo) paradójico del es. Aquí no hay decisión, selección o elección
desde el interés, desde la conciencia. Sólo una básica suspensión de la diferencia y,
así, de la muerte. El pensar es la película, la filosofía extá en la película.

En Marx encontramos el convencimiento de que bajo toda teoría económica


subyace una determinada idea del hombre y, por tanto, una filosofía (Rubio
Llorente, 2005: 15). Así pues, Marx también está convencido de que siempre hay
una concepción filosófica, en sus diversas maneras, anterior e implícita en el
ejercicio de una actividad concreta18. Si tras la economía hay una filosofía, tras la
filosofía hay una actitud (el filósofo como aquel que filosofa) que responde a la
singularidad de un modo de actuar, y tras éste se encuentra un modo de ser
particular ligado, en el caso de Heidegger, a una forma de experimentar y sentir
una característica general. En el caso de Marx, ese giro hacia lo previo sólo es para
entender las bases de la economía, desde una instancia que no es económica –de
modo parecido a como hace Heidegger al decir que la esencia de la técnica no es
algo técnico (Heidegger, 1962: 5)– con el fin de llevar a cabo una acción
transformadora. A nuestro entender Heidegger hace algo parecido en tanto en
cuanto también busca el sustrato previo a la actividad científica. ¿Por qué? Porque
ese sustrato no es anterior sólo a la ciencia sino a cualquier ocupación humana, es
lo común entre el físico, el arquitecto y el albañil. ¿Qué características, o
características, tiene el sujeto que hace teología, biología, psicología... No obstante,
Heidegger se diferencia de Marx al menos en dos cosas: no abandona ese sustrato
ni su interés primordial es social. No es por ello materialista sino existencialista. El
recorrido del análisis heideggeriano podría ser éste: de la ciencia a la filosofía, de la
filosofía al filósofo, del filósofo al sujeto, del sujeto al estado anímico y de éste a la
temporalidad como acontecimiento experiencial originario.

El sujeto (Dasein para Heidegger y Extante para nosotros) es lo determinante


determinado; estampa su impronta en todo lo que hace. Pero ¿qué o quién le
determina? Responde Heidegger: la muerte (a la que denomina desde la analítica
existencial con el término Vorbei: terminado, finiquitado, que ya no actúa más). Por
ella, ahora el sujeto logra parecerse lo más posible a un objeto para otro sujeto: el
cadáver ahí delante que ya no puede actuar ni contar con posibilidad alguna. Ahora
soy yo quien lo describe, lo narra, sin que mi horizonte de expectativa se vea
sorprendido por una acción suya que modifique o altere su condición de extante
para mí; ahora ya no extá para mí de una cierta manera inserta aún en la
temporalidad, sino que ya es para mí: ''era una buena persona'', ''siempre fue una
buena persona''... Se ha cerrado en torno a una adscripción, ha terminado de fijar
su parecer preponderante para otro, para mí. Por fin es un eterno sido.

Así pues, el ''quién'' es el otro semejante y el ''qué'' la muerte de ese otro. ésta le
aparece al sujeto, ni la busca ni la reconoce en sí mismo, porque no le ha pasado.
Por tanto, es un saber que le ha sobrevenido al margen de su voluntad (el suicidio
no es otra cosa que decidir el día y la hora, determinar la certeza, pero no la
mortalidad). Un saber que no sabía antes, que sabe ahora y que, por lo común,
quisiera no haber sabido. De ahí que la ocupación del sujeto, a raíz de este saber
ya irremediable, tiene que estar relacionado con esto a pesar de que, optando por
una acción cínica, se empeñe en actuar sabiendo que en esa ocupación pone en
juego su muerte (el soldado, el torero, el escalador, el yonqui...). En este punto
cabe plantearse una relación entre el cinismo y el goce psicoanalítico. Se trata de
un ''ya sé'' paradójico, pues no es algo del todo pasado, a pesar de que es difícil
encontrar a alguien que recuerde el momento en que descubrió su mortalidad a raíz
de la muerte; uno sabe que muere pero no recuerda el día y la hora de ese saber.
Nosotros llevamos consigo el saber aquello que nos va a ocurrir. Pues bien, de lo
que se trata ahora es de tener en cuenta la incidencia afectiva que ese
descubrimiento tiene en toda acción, en toda manera de desenvolverse en el
mundo. Ese afrontamiento, en cada caso, desvela las posibilidades que tiene para
realizar un determinado proyecto: desde el ''me da igual uno que otro'' hasta el ''yo
quisiera hacer esto''. Por tanto, ni el científico ni el carpintero ni el economista
realizan su actividad al margen de ese ''ya sé'', de su afrontamiento afectivo.
Diremos que todas las actividades humanas son actividades mortales –aunque uno
actúe como si no lo fuesen– y por ello siempre temporales. La muerte, de este
modo, es el fenómeno previo, y latente, que se oculta bajo toda actividad y la
funda.

Sarter

Una ética del sufrimiento


Una ética del sufrimiento: “El infierno son los otros”, según Sartre
Mario Villegas González, 30/01/2006

“...la historia principal, real y decisiva,


que ha determinado el carácter de la humanidad
se ha dado ahí donde el sufrimiento ha sido...”
Nietzsche, La genealogía de la moral

Llamo “ética” a un conjunto de ideas (que pueden dar lugar a teorías)


que explican un hecho moral. Bien, ocupémonos hoy del sufrimiento, un
hecho moral entre otros. ¿Es un hecho moral? Sí, no lo dudemos (si bien
no queremos conscientemente el sufrimiento puesto que a quien sí lo
quiere podemos llamarlo masoquista); el sufrimiento es un valor moral, y
como prueba presento esta cita textual de Juan Pablo II, que aparece en
su texto: Carta apostólica Salvifici doloris sobre el sentido cristiano del
sufrimiento humano; dice ahí el Papa:

« 'Suplo en mi carne -dice el apóstol Pablo, indicando el valor salvífico


del sufrimiento- lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo,
que es la Iglesia' [Col 1, 24]. Estas palabras parecen encontrarse al final
del largo camino por el que discurre el sufrimiento presente en la
historia del hombre...»

De cualquier modo partamos de este hecho: la existencia del


sufrimiento, respecto del cual hay muchas teorías que tratan de
encontrar un sentido del sufrimiento; si eso es así tenemos entonces
varias éticas del sufrimiento. Un ejemplo de ella es la ética
existencialista defendida por Sartre. Él también tiene una concepción del
sufrimiento. No pretendo en estas pocas páginas abordar en su totalidad
la totalidad de la concepción sartreana del sufrimiento, así que sólo
daremos un esbozo de ella. Pero no antes de decir que, veo en Sartre
una afirmación de la vida en la tierra.
Abramos la puerta a Sartre, aun si sólo es por un momento, y démosle la
mano a esta frase lapidaria: “El infierno son los otros.” Son palabras de Jean-
Paul Sartre tomadas de su obra de teatro A puerta cerrada Sartre [ Huis clos,
Paris, Gallimard, 1947 (tr. A puerta cerrada, Argentina, Losada, 1979) ]; son
reveladoras de una época de producción de entre sus obras literarias y
filosóficas, humanista, en la que la defensa de la libertad, producto moral de una
decisión individual, es su signo distintivo. Época que no es contradictoria con
otra, la antropológica, en la que la militancia política como condición de la
conquista de la libertad social es su signo distintivo. O si se quiere una y otra con
dos fronteras: El ser y la nada, Ensayo de ontología fenomenológica
correspondería a la primera época, y la Crítica de la razón dialéctica
correspondería a la segunda. En la era del capitalismo consideramos que no son
épocas superadas, por eso creo que vale la pena ir de una a otra indistintamente,
son vigentes.

"El infierno son los Otros" son palabras mal interpretadas sino se
acompañan de su complemento: El cielo son los Otros. Metáforas con las cuales
estoy de acuerdo. Así que la fórmula "El infierno son los Otros" fue mal
interpretada, porque se creyó que significaba que los Otros eran "un infierno",
mientras que Jean-Paul Sartre lo que quería era comunicar la idea de que nuestro
castigo por nuestras malas acciones (metafóricamente representado por el
infierno) es el veredicto de nuestros prójimos. Claro, en la lectura del texto de
Sartre es posible encontrar más referencias al sufrimiento que merecen
comentarios; por ejemplo, cuando hace alusión a la mirada: “Esa mirada que me
condena.”; esas miradas que me condenan son el infierno. Partiendo de lo dicho
podemos encontrar en Sartre una Literatura filosófica, que, en el caso de la obra
A puerta Cerrada, puede darnos ideas acerca del sufrimiento.

Perro quiero decir que, si Sartre eligió ocupar parte de su tiempo en la


literatura esa elección no fue fácil, él sufrió; y más cuando se encuentra uno ante
ella con una actitud de autocrítica, tal es el caso de Sartre, lo que le llevó a decir
que ningún libro se sostenía ante un niño que muere de hambre. Vale la pena leer
por entero estas palabras de Sartre:

“No se puede escribir sin considerar que la literatura es todo. No


conozco escritor que haya pensado otra cosa. Cuando yo
defendía el compromiso, no era para reducir el alcance de la
literatura, sino al contrario, para permitirle conquistar todos los
dominios de la actividad humana. Al mismo tiempo, al menos que
se piense que el hambre no es otra cosa que la palabra "hambre",
es muy evidente que la realidad, toda realidad, niega a la
literatura, y que la literatura, en cierto modo, no es nada. No
quiero con esto decir que no hayan habido en todo momento
libros y niños que morían de hambre. Solamente quiero decir
que entre el hambre del niño y el libro, la distancia es
inconmensurable. Aun si es la emoción que he experimentado
ante el hambre lo que me impulsa a escribir, nunca lograré llenar
ese vacío. Para luchar contra el hambre hay que cambiar el
sistema político y económico, y la literatura en ese combate sólo
puede desempeñar un papel muy secundario. Un papel
secundario que no es nulo sin embargo. Hay una ambigüedad de
las palabras: por un lado, no son más que palabras, "literatura";
por otro lado, ellas designan algo y a su modo actúan sobre
aquello que designan: ellas modifican. La literatura debe operar
en esa ambigüedad. Si uno privilegia un aspecto u otro, o bien
hace literatura de propaganda o bien la reduce a lo que no quiere
ser. No creo que se pueda escribir sin sentir esa contradicción.
Incluso diría que ella es el motor de la literatura.” [ Sartre, Jean-
Paul; y otros autores, Sartre, el último metafísico,
"Entrevista a Jean-Paul Sartre” (tr. Argentina, Paidós, 1968, p.
148). ]

Pero no nos alejemos más de la ética del sufrimiento que yo veo en Sartre, y que
está resumida en esta frase: “El infierno son los otros.” Es decir, ocupémonos del
sufrimiento visto en la obra de teatro: A puerta cerrada
SOSTENGO QUE HAY UNA ÉTICA DEL SUFRIMIENTO EN LA OBRA DE TEATRO:
A PUERTA CERRADA. Además, esta breve obra de teatro contiene una postura
filosófica: nos permite captar las tesis del existencialismo que representa Sartre:
su existencialismo afirma que es la existencia (lo realmente vivido) y no la
esencia (lo que define a todo ser humano) lo que nos permite saber lo que se
hace el Hombre. Es una obra de teatro que fue representada por primera vez en
mayo de 1944; por lo tanto, fue escrita y representada durante la Segunda Guerra
Mundial, en el tiempo en el que Francia estuvo ocupada por los alemanes. Se
suele decir que refleja las tesis de su principal obra: El ser y la nada (1943), tanto
como otra de sus obras de teatro: Los secuestrados de Altona, refleja las tesis de
su segunda gran obra de filosofía la Crítica de la razón dialéctica (1957-1960):
época humanista y época antropológica. Si de sus obras de teatro podemos
hacer una clasificación, entonces A puerta cerrada es una obra de condenación,
mientras que Los secuestrados de Altona es una obra de realismo, y El Diablo y
Dios es una obra de salvación. En todas sus obras Sartre da respuestas a una
gran multitud de preguntas. Una que es fundamental es la relativa a lo que es el
ser humano. La respuesta que da Sartre en la obra A puerta cerrada es un
mensaje moral a partir de tres personajes que están en el infierno: una habitación
cerrada permite que los personajes expresen sus reflexiones en torno a lo que
ellos son, o lo que quieren ser, a los ojos de los demás. En esta obra los
personajes son tres criminales que se torturan recíprocamente recordándose sus
crímenes e intercambiando su rol de verdugos. El castigo por los crímenes
cometidos, y conocidos recíprocamente, es este encierro, no pudiéndose ocultar
a la mirada de los Otros; por lo que se puede concluir: “L´enfer c´est les Autres.”
Pero, dejemos claro que a esta tesis el mismo Sartre opone otra en otro texto
sobre la misma obra, dice: “...los Otros son aquello que hay de más importante en
nosotros...” Aquí el tema es el infierno: el hecho de ser un infierno la relación con
Otro, con los Otros: el infierno es cada uno para los otros. En particular, Sartre
ejemplifica el efecto de la mirada de los Otros en nosotros, que puede ser tal que
se constituya en un infierno, en algo insoportable, en algo que desearíamos no
vivir, en un castigo. Cuando la mirada de los Otros nos condena; nos culpa, nos
delata, nos revela nuestro delito, nuestro crimen; nos hace responsables ante los
Otros. La mirada de los Otros es un espejo. La mirada puede ser salvaje, sin
compromiso, y sin control por parte de quien es mirado y por parte de quien
mira. Es en estas circunstancias cuando la mirada es aún más inquisidora, más
acusadora del mal que hay en nosotros. Sartre rechaza la posibilidad de que, en
este infierno, las relaciones amorosas nos puedan salvar. En la habitación hay
una lesbiana, un hombre y una mujer heterosexuales, por lo tanto, una pareja no
es posible por los celos del Otro, ni tampoco es posible un triángulo amoroso;
ninguno renuncia a su condición sexual para jugar el juego de las parejas, en este
sentido debemos reconocer que son auténticos. Cada personaje sabe de
antemano los crímenes de los Otros; por ello no es posible la mentira ni la
hipocresía. Así, es inútil la tarea de engañar u ocultar el propio pasado. Hay
que recordar que no podemos engañarnos a nosotros mismos, y esto puede
delatarnos a los ojos de los Otros. No hay duda de que Sartre es ateo, así que el
infierno en esta obra es una metáfora, es decir, se trata de un infierno moral, o
sea un malestar en la conciencia. En la tierra, entre los Otros, en general, la
condena moral es más eficaz que la violencia física aplicada de una sola vez.
Así que, ante este infierno, que es la mirada condenatoria de los Otros, luchamos
toda la vida, tratamos de sobreponer otra imagen de nosotros, cuando hay algo
en nosotros que sabemos que pueden ver los demás y que juzgamos primero
nosotros mismos: el mal. El mal está en nosotros, y se recrudece por vía de los
juicios condenatorios de los Otros; en la sociedad somos nosotros y los Otros
indisolublemente unidos. El mal genera angustia y desesperación, porque
enfrenta fenómenos morales; por ejemplo, el compromiso y la responsabilidad.
Los personajes intentan otro escape a la mirada, pero están condenados al
fracaso; ellos conocen la realidad unos de Otros. Este escape es la imaginación.
Nuestra vida interior proyectándose tal y como quisiéramos que la vieran los
Otros. Sabemos que la imaginación cobra forma sobre todo en las obras de arte,
hacia donde quisiéramos que enfocaran su mirada los demás y ya no hacia
nosotros. Pero en esta obra los personajes no están en condiciones de crear,
para lo cual creo al menos se requieren momentos de soledad. Así que no hay
nada que permita distraer a los Otros, no hay algo que permita ocultar el pasado.
De antemano se conocen uno a los Otros, así que antes de que se cuenten
personalmente su propia vida, antes de que den su propia versión, resulta que no
pueden dar su propia interpretación a los hechos. En este caso se trata de tres
adúlteros, que de una vez y para siempre han sido juzgados y mandados al
infierno: “Estamos entre nosotros, entre inmorales, nosotros somos el infierno
para cada otro; aquí no hay error.” Por cierto, la habitación muy iluminada
simboliza bien a la conciencia que se capta a sí misma con plenitud: se trata de
mostrar que cada cual vive alienado por la mirada del Otro. Cada
conciencia se refleja en las otras conciencias; además, desde la habitación en la
que están pueden saber el juicio que sobre ellos hacen los que sobre la tierra
permanecen vivos. En la habitación la decoración es trivial, no contiene ningún
instrumento de tortura física. Se trata de un salón estilo Segundo Imperio. Sólo
hay un adorno, una estatua de bronce sobre la chimenea. Hay tres sillones. Los
personajes centrales son: Inés Serrano, Estelle Rigault y Joseph Garcín. Estelle,
en la tierra, se casó con un viejo rico, a quien engañó con Roger, su amante
pobre, a quien también rechazó; el amante se suicidó puesto que se sentía
cómplice del asesinato de una niña de cinco meses, hija de ambos a quien Estelle
arrojó por la ventana. Estelle murió de neumonía. Inés, lesbiana, vivía en la casa
de su primo. Su primo estaba casado con Florence. Inés traicionó a su primo,
sedujo a Florence y se hicieron amantes. Hizo sentir a Florence que eran
responsables de la muerte de su primo; con este sentimiento, Florence una
noche, mientras dormían, abrió la llave del gas y ambas murieron. Garcin, quien
se decía pacifista para enmascarar su cobardía, en el momento de la declaración
de guerra se cruzó de brazos y se negó a tomar las armas, por lo que fue fusilado,
acusado de desertor. Además, instaló en su casa a su amante. A ambos su
esposa les llevaba el desayuno a la cama. Sartre logró comunicar con esta obra
que nuestro castigo por nuestras malas acciones, metafóricamente representado
por el infierno, es el veredicto de nuestros prójimos; por eso nos dice Sartre: “No
hay necesidad de tridentes.” Una obra en la que la libertad, una fuente de
dignidad humana, también supone responsabilidad. Sin éstas tendremos culpa y
castigo. En fin, aquí en la tierra “No hay necesidad de parrillas, “el infierno
son los Otros." Sin embargo, pienso que si los demás no conocen el mal que
hay en nosotros (el mal en el que incurrimos, nuestra culpa, nuestro delito) la
mirada sin más de los demás no es fácil que descubra algo en nosotros,
podemos pasar por inocentes. Si los demás no nos conocen, entonces su mirada
no descubre nada en nosotros, lo más que puede hacer es inhibirnos. Si nos
sabemos culpables no tenemos ganas de ver a los demás a los ojos, queremos
escondernos. En efecto, no es común mirarnos a los ojos. Mirarnos a los ojos
genera violencia por instinto. Para que la mirada surta efecto los crímenes deben
ser conocidos. Debo decir que cuando yo digo "a puerta cerrada el infierno son
los Otros" quiero decir que en la vida íntima, en la casa, en la familia, en la pareja,
es difícil ocultar nuestras culpas; y cuando éstas son conocidas vamos a recibir
castigos, uno de ellos es la mirada que nos recuerda que somos culpables, nos
desnuda. Nos desnuda nuestros males, nos condena, nos señala, se constituye
en un infierno. No son, entonces, los ajenos a la casa los que nos condenan a
puerta cerrada. Los ajenos a la casa no saben de nosotros, de nuestras culpas,
de nuestras malas acciones. Los que son ajenos a nosotros pueden saber de
nuestros males por los demás, o porque son testigos, su castigo podemos
sentirlo. mayor distancia, nos es más remoto y por esto puede importarnos
menos. Y si es físico es preferible al moral. Estando los ajenos ante nosotros, los
extraños, si bien nos pueden condenar por algo malo que conozcan de nosotros,
por no vivir con nosotros su condena es inmediata. No nos afecta tanto como la
condena de los familiares, los cercanos a nosotros, porque su condena es
inmediata y mediata, trasciende, va más allá del momento en el que ocurre el
hecho. Para ellos seremos asesinos, o cualquier apelativo que denote maldad, lo
seremos toda la vida. "El infierno son los Otros", los demás, es decir, aquellos
con los que convivimos todos los días y que saben nuestro delito, con ellos
vivimos a puerta cerrada. Los que no viven con nosotros nos condenan una vez,
los que viven con nosotros nos condenan siempre. Nos condenan con
la mirada, con sus reproches, con su desprecio, devalúan todo lo bueno que
hagamos; y esto puede ser así aunque con palabras digan que nos perdonan o
que nos perdonaron. Cierto, existe la complicidad, pero en realidad lo que hace
ésta es complicar la relación porque así la condenación es recíproca. Se me
ocurre decir que, quizás es mejor, cuando conozcamos a alguien, que no sepa de
nuestras malas acciones; para no ser mirados como culpables, para evitar el
infierno. Y es que se puede mirar con mirada infernal al culpable, o mutuamente
los culpables se mirarán con miradas infernales, dos o todos los culpables, es el
caso de Estella, Inés y Garcín, los personajes de A puerta cerrada: los tres están
en el infierno, saben recíprocamente sus crímenes, se miran; su castigo es el
sufrimiento, “El infierno son los otros.”

El sentido del sufrimiento en Víktor


Frankl
Lluis Pifarre
“El hombre está dispuesto incluso a sufrir a condición de que este sufrimiento
tenga un sentido”.

Por Lluís Pifarré, catedrático de Filosofía

1.- El Hombre Doliente .

Durante la II Guerra Mundial, Victor Frankl estuvo recluido por su condición


de judío en los campos de concentración nazis de Auschwitz y Türkheim, y
tuvo que soportar con toda la crudeza su infrahumana brutalidad. Pero
paradójicamente, fue en estas horribles situaciones límites donde adquirió
plena conciencia del sentido y dignidad de la vida humana y del valor del
sufrimiento, aportándonos, con ello, una gran dosis de optimismo y esperanza
respecto a que la vida humana vale la pena ser vivida. Es por ello, que el
psiquiatra vienés posee la suficiente autoridad moral para hablarnos en
diversas partes de sus obras de la difícil cuestión del sufrimiento, tanto físico,
psíquico o moral, como ineludible realidad humana. No obstante, en la
mentalidad de amplios sectores de la sociedad occidental se concibe como un
hecho absolutamente incomprensible, motivo por el cual se pretende
rechazarlo por todos los medios al desconocer e ignorar su enriquecedor
significado y la fecundidad de su sentido. Frankl considera que cualquier tipo
de sufrimiento y de sacrificio que la vida nos depara, será aceptado con
fortaleza por el ser humano, si sabe que detrás de él hay un sentido que puede
iluminar su significado:

El interés principal del hombre, es el de encontrar un sentido a la vida, razón


por la cual el hombre está dispuesto incluso a sufrir a condición de que este
sufrimiento tenga un sentido (1)

Frente al clásico homo sapiens, Frankl tiene la audaz osadía de oponerle


al homo patiens , al “hombre doliente”. El “atreverse a saber”, que es tan
propio de la naturaleza humana, se debe completar con el “atreverse a sufrir”,
que tiene como virtualidad justificativa el convertir el sufrimiento en acción
trascendente, puesto que el sufrimiento aceptado con sentido positivo, nos
lleva más allá de nosotros mismos, haciéndonos más aptos para vivir valores
humanos de un rango superior a las acciones del homo faber, que se siente
esclavizado por el afán y la fiebre de la producción puramente material, la
única que valora y estima:
Al imperativo sapere aude oponemos otro: pati aude

¡atrévete a sufrir!(2) El “homo patiens” transforma el sufrimiento en acción;


sabe que al tender hacia el sufrimiento ya lo trasciende, y es que no sólo
cumplimos y realizamos valores produciendo, sino también viviendo y
sufriendo.(3)
Adjetivación del hombre como patiens , derivado del infinitivo latino patior ,
equivalente a padecer, resistir, soportar físicamente o moralmente un daño.
Frankl sostiene que el sufrimiento alberga muchas posibilidades de sentido, y
una de ellas, es que comprendemos mejor el sentido de nuestra dignidad
antropológica y en consecuencia de nuestra trayectoria humana para
conducirnos a una sólida y verdadera felicidad. Esta era la profunda intuición
de Dostoyevski, al narrar el pasaje en el que el monje ortodoxo Zossima, en su
silenciosa y humilde celda del monasterio, ofrece una serie de consejos a
Aliosha, el menor de los hermanos Karamazov, para confiarle con ternura al
final de los mismos: “He aquí mi testamento: Busca tu felicidad en las
lágrimas”(4). Una vez muerto el iluminado y profético monje, se le aparece en
sueños a Aliosha, diciéndole con solemnidad: “Sufrirás mucho, pero
encontrarás tu felicidad en los mismos sufrimientos”(5) A ello se refiere
Frankl, en uno de sus recientes escritos:

En realidad, ni el sufrimiento ni la culpa ni la muerte -toda esta triada trágica-


puede privar a la vida de su auténtico sentido(6).

2.- Aceptación del Sufrimiento


El valor y el mérito del sufrimiento está en relación proporcional con la
capacidad de saber aceptarlo, no con disposiciones tristes y exasperadas, sino
con actitud positiva y de sentido, hecho que sucede cuando somos conscientes
de que es un factor que incrementa y desarrolla la personalidad, la hace más
fuerte y equilibrada, y también más comprensiva del dolor ajeno. Pero esta
libre y positiva aceptación del sufrimiento, no significa para Frankl, que el
sujeto doliente se sumerja en sus sufrimientos por una especie de torcida
atracción, rechazando sin más, cualquier posibilidad de ser amortiguado o
evitado, como respondiendo a las exigencias de una personalidad masoquista
y desquiciada:
El mérito de aceptar libremente el sufrimiento no se debe interpretar el asumir
voluntariamente un dolor o sufrimiento que se podría evitar(7)
Para Frankl, lo esencial en la forma de su disposición es “el como” se
sobrelleva el sufrimiento para poder vislumbrarle un sentido con significado,
ya que de lo contrario, se interpretará como un acontecimiento absurdo y
sinsentido, destructivo de la persona, como una odiosa causa de tristeza y
desesperación. Por eso no es de extrañar que, los que acechan
monotemáticamente la complacencia y el agrado en sus acciones, apartando
con infundado horror al sufrimiento, se desarman de la fortaleza para soportar
el dolor o la enfermedad cuando les atrapa, hundiéndose en la desesperanza, y
ahí está su fracaso. Al rebelarse frente al sufrimiento, no sacan de ello ningún
provecho existencial, y se produce la paradoja de que su obsesión para escapar
del mismo a toda costa, aún agudiza más la mordedura estéril de sus propios
sufrimientos:
El como se sobrelleva un sufrimiento ineludible, encierra ya un sentido del
sufrimiento (8).

El sufrimiento que parece no tener sentido, lleva a la desesperación (9)

Cuando el sufrimiento que se aposenta en nuestra existencia se concibe como


algo inexplicable y pavoroso, como un mal absoluto sin posible justificación,
causante de traumas y trastornos psíquicos, se intenta enmascarlo por todos
los medios. Pero estas ocultadoras pretensiones que silencian la realidad del
sufrimiento en sus propias vidas y en la de los demás, para establecer falsas y
quiméricas ilusiones de una supuesta vida sin padecimiento, al no verse
cumplidas, hacen insoportable su asunción, desaprovechando con ello, la
oportunidad para hacernos más humanos y más sensibles con el dolor ajeno:

El sufrimiento necesario es un sufrimiento que tiene sentido, eximirle al ser


humano de él, sería inhumano (10)

Efectivamente, rechazar sistemáticamente el sufrimiento y el sacrificio que


inevitablemente la realidad nos demanda, se puede conseguir al precio de
aceptar una vida falseada en sus cimientos, que al precio de deshumanizarse
paulatinamente, engendra personalidades afectivamente débiles e inestables.
Estas endebles personalidades, solamente encuentran la seguridad afectiva de
su vaciedad interior, en modos de existencia sumergidas en la perenne
frivolidad, solícitas en buscar modos de conducta que apenas ofrezcan
resistencia y esfuerzo para lograr sus tibios propósitos. Pero estos
planteamientos vivenciales propios de una feliz inconsciencia, narcotizan la
sensibilidad para apreciar la realidad de un mundo generador de tantos
sufrimientos en todos los órdenes. El conde de Gloucester ante el sufrimiento
que le produce la inminente locura del Rey Lear, afirma que también él,
desearía sumergirse en la feliz irracionalidad inconsciente de la locura para
ahuyentar el sufrimiento: “Más me valiera estar loco; entonces olvidaría mis
sufrimientos. Una imaginación extraviada nos quita la conciencia de nuestros
males”(11).

3.- El Médico ante el “ser sufriente”


En este plano de consideraciones, se entiende que Frankl valore la importancia
de que los médicos, que son los que más tratan con las personas que sufren,
sepan transmitirles la dimensión positiva del sufrimiento, de ayudarles a
descubrir su metasentido, en el que el sentido se hace razonable, para saber
incorporar en sus vidas los más preciados y genuinos valores. Pero la
condición previa para lograr estas nobles propósitos, depende de que los
médicos tengan la suficiente sensibilidad y el adecuado conocimiento de la
naturaleza humana para concebir el sufrimiento no como un factor disolvente
de la persona, sino como una realidad plena de sentido, y como una
inestimable oportunidad para que tantos enfermos azotados por el dolor
puedan recobrar la autoidentidad y estima personal:

En una época que tanto se sufre de la falta de fe en el sentido, se precisa que el


médico se haga cargo más que nunca, y haga de ello consciente al enfermo, de
que la vida del ser humano que sufre no deja por ello de tener su sentido, sino
al contrario, ella es la que ofrece las mejores posibilidades de colmar el más
profundo de los sentidos y de realizar el valor de más elevado rango (12)

En su larga y fecunda experiencia de psiquiatra, Frankl, no ha podido evitar


ante la presencia de sus pacientes sumidos en la cruel enfermedad, en
ocasiones incurable, la silenciosa veneración y el tembloroso respeto al
detectar detrás de su decadencia y ruina física, de su inutilidad pragmática,
toda la hondura de su “ser”, de su dimensión trascendente y espiritual. Por
ello, desearía que sus colegas de profesión, no vieran en el enfermo un simple
dato clínico, una inevitable fatalidad empírica de nuestro organismo, que
engrosa la interminable cifra del colectivo de los sufrientes, sino que vieran en
él, al “hombre concreto de carne y huesos” en expresión de Kierkegaard, con
su propia e intransferible biografía, que reclama el bálsamo de la compasión y
la piedad, y que el médico debe ofrecerle como expresión de su amor y
comprensión:

Cuántas veces los médicos ante cuadros de sufrimiento por pacientes


cruelmente golpeados por el destino, nos invaden sentimientos de
veneración(13). Existe el peligro de que los psicoterapeutas podemos sugerir
una concepción del hombre que no representa la concepción del hombre
verdadero, sino una caricatura en el fondo; ¡si hacemos del hombre un
homúnculo! (14)

En última instancia para Frankl, el conocimiento de la realidad trascendental


de la persona, la valoración de su íntima realidad espiritual, es la que nos
permite introducirnos en la interioridad de sus sufrimientos, delicada morada
en la que se hace inteligible la razón última del sufrimiento y se ilumina su
sentido:

El plano de lo espiritual es el único en que es imaginable: un sentido del


sufrimiento (15)

Gregorio Marañón, el afamado psiquiatra y escritor, indicaba, algunos años


antes que Frankl, de que el olvido de la procedencia divina de nuestras
existencias es lo que hace infecundo al sufrimiento: “El hombre actual, en su
mayoría, ha prescindido de Dios… y por ello ha perdido una aptitud
maravillosa de convertir el sufrimiento en fuente de paz y progreso
interior”(16). Es indudable que el sufrimiento, cuando adquiere un sentido
superior y se acepta como un hecho normal y positivo de nuestras existencias,
se constituye en una fuente inagotable de enriquecimiento y progreso en todos
los órdenes. Así ocurre en el campo de la docencia, asumiendo el sacrificio
que demanda el incremento de la cultura (no hay cultura sin dolor, afirmaba
Unamuno), también en el campo del arte y la literatura en el que el
sufrimiento físico o moral han sido frecuentemente una fuente de inspiración
creativa, en el campo profesional para afrontar con la debida competencia las
duras exigencias que demanda el mercado, en el campo ético, para
incrementar y desarrollar las virtudes, etc. Frankl, recordando sus años de
prisionero en los campos de concentración nazis, afirmará con rotundidad, que
si el sufrimiento, la muerte, la enfermedad, no tuvieran un sentido más allá de
nosotros mismos, la vida no merecería ser vivida:

¿Tiene todo este sufrimiento, estas muertes en torno mío, algún sentido?
Porque si no, definitivamente, la supervivencia no tiene sentido, pues la vida
cuyo significado depende de una causalidad -ya se sobreviva o se escape a
ella- en último término no merece ser vivida (17

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