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Apunte autobiográfico: mi relación con la ciencia y la tecnología

José Ignacio López Soria

Alocución de incorporación a la Academia Nacional de Ciencia y Tecnología, 31 marzo


2005.

Se me ha pedido que dé cuenta de mi trayectoria personal y de mis actuales


preocupaciones académicas, y voy a hacerlo brevemente.

Mi acercamiento a la ciencia comenzó, como en muchos niños, tempranamente. Mis


maestros de primaria, en la escuela de mi lejano pueblo de Extremadura, me
aproximaron al mundo de las ciencias a través de rudimentarios experimentos que luego
yo trataba de repetir en casa. Con un interés más lúdico que curioso, viviseccionaba
ranas para ver si el corazón seguía latiendo; para disgusto de mi madre aplicaba
inyecciones de sal a los geranios de mi casa para ver si se secaban y efectivamente se
secaban; construía poleas minúsculas que raramente funcionaban y hasta traté muchas
veces, sin éxito, de mover un barquichuelo de madera con el vapor que suponía yo que
expelería un pequeño recipiente de agua debajo del cual colocaba una vela encendida.

En los estudios de secundaria, que en España se llamaban de bachillerato, ya en Madrid,


tuve la suerte de encontrar excelentes profesores de ciencias. Uno de ellos, Ricardo La
Cierva, sobrino del inventor del autogiro, físico de profesión y poco después encendido
historiador del franquismo, me introdujo a la física experimental y me recomendó seguir
estudios de ciencias. Cuando tuve que decidir entre ciencias y letras, para la segunda
mitad del bachillerato, opté por las ciencias, pero leí cuanto libro de literatura y de
historia caía en mis manos.

Al concluir el bachillerato o secundaria ingresé a la orden de los jesuitas y un año


después, siendo aún novicio, fui destinado al Perú. Con apenas 19 años, una idea del
Perú que no pasaba de localizarlo en el mapa y una inclinación oscilante entre la
ciencias y las humanidades, desembarqué en el Callao en 1957, exactamente el día de
santa Rosa. Ya el primer día me llamaron la atención la papaya, que no conocía, la
chicha morada, que confundí con vino, el nublado cielo limeño y una diversidad de
tipos humanos a la que no estaba acostumbrado.

La formación jesuítica es fundamentalmente humanística. Estudiábamos a los clásicos


griegos y latinos en sus idiomas originales y completábamos la formación con la
literatura universal e hispánica antes de sumergirnos en los estudios de filosofía para
concluir en los de teología. Dirigía entonces a los jesuitas el recientemente desaparecido
P. Felipe Mac Gregor, poco después rector y renovador de la PUCP. Mac Gregor,
siguiendo una vieja tradición jesuítica, se propuso constituir en el Perú un sólido equipo
de jesuitas científicos. A mí me destinó, analizando mi record académico pero
naturalmente sin consultarme, a especializarme en matemáticas. Me dijo algo que
recuerdo muy bien: tu destino será la matemática; deja para otros la labor pastoral; este
país te necesita más como científico que como pastor de almas. Y me trazó un itinerario
formativo que pasaba por España, para hacer filosofía, y luego por Japón, Alemania y
Estados Unidos para formarme en matemáticas. Me ordenó, además, que dedicase a los
estudios humanísticos y filosóficos sólo el tiempo y el esfuerzo necesarios para aprobar,
y que el resto de mi tiempo y mis energías los entregase al estudio solitario de las

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matemáticas con una colección de libros que puso a mi disposición. Seguí al pie de la
letra su mandato hasta que la filosofía comenzó a absorber lo mejor de mis capacidades.
A Mac Gregor no le hizo la menor gracia mi cambio de actitud, pero para entonces
había dejado ya de ser superior de los jesuitas para entregarse en cuerpo y alma, con el
éxito que conocemos, a la conducción de la Universidad Católica.

Los superiores jesuitas que le siguieron no continuaron el proyecto de Mac Gregor de


formar un equipo de científicos, así que no vieron inconveniente en que yo cultivase la
otra cara de mis preferencias, la filosofía y la historia, tal vez sin advertir que mi
inmersión en el racionalismo, de la mano de Descartes y de Kant, mi apropiación del
existencialismo, de Kierkegaard, Jaspers, Sartre y Camus, y mi aproximación a Hegel y
Marx iban secando mi fervor religioso y minando mis creencias.

Mi formación humanística y mi graduación en filosofía e historia hacían presagiar que


me incorporaría como docente e investigador en alguna facultad de letras. Aunque he
transitado y sigo transitando por facultades de letras, he vivido principalmente en la
Universidad Nacional de Ingeniería y con su apoyo he podido continuar y perfeccionar
mi formación filosófica. Ingresé allí en 1967 como docente del Departamento de
Ciencias Sociales de la Facultad de Ingeniería Mecánica y Eléctrica. Un año después, el
rector Santiago Agurto me encargó investigar y escribir la historia de la UNI, y los
responsables de la prestigiosa revista Amaru, Adolfo Westphalen y Abelardo Oquendo,
me invitaron a colaborar en ella. Acepté con gusto la invitación a escribir en Amaru y,
con un cierto temor a lo desconocido, el encargo del rectorado.

La docencia en una universidad poblada fundamentalmente de ingenieros, arquitectos y


científicos y, concretamente, la tarea de escribir la historia de la institución hicieron que
me reencontrara con las ciencias y que descubriera la importancia histórico-filosófica
tanto de las ciencias como de las ingenierías y la arquitectura, de la mano de colegas y
amigos, entre los que destaco a los ingenieros Gerardo Ramos y Francisco Sotillo, que
supieron entender mis vacíos iniciales y apoyaron mis investigaciones. Mi pronta
incorporación al Instituto Peruano de Investigación Científica, de alguna manera
continuador del Instituto de Matemáticas de la UNI, me permitió beneficiarme de los
saberes de distinguidos colegas de la UNI, la Católica y San Marcos, y, especialmente,
compartir con ellos una especial preocupación por la dimensión social del conocimiento
científico y tecnológico. Allí volví a encontrar a Gerardo Ramos, acompañado ahora por
los matemáticos Oscar Valverde, Ramón García Cobían y Uldarico Malaspina, y por los
expertos en economía y planificación Jorge Ishisawa y Raúl Torres, además de otros
ilustres ingenieros y científicos.

En convergencia con las tareas científicas, se fue gestando en nosotros una visión
compartida del quehacer universitario, que ponía trataba de articular el profesionalismo
y la calidad del trabajo académico, la dimensión social de la institución universitaria y
la democracia interna. Coincidíamos en estas preocupaciones con una dirigencia del
movimiento docente –Benjamín Marticorena, Jaime Ávalos, Javier Verástegui y tantos
más- que había sabido hermanar seriedad académica y compromiso institucional.
Intentamos juntos en más de una oportunidad y sin mucho éxito llevar nuestros sueños a
la práctica. Creo que tuvimos mejor suerte en el impulso y renovación de instituciones
promotoras del conocimiento científico.

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En este entorno se forjó mi compromiso con el desarrollo del conocimiento científico y
tecnológico, un compromiso que, por lo demás, no sólo no ha entorpecido sino que se
ha constituido en fuente de enriquecimiento de mi trabajo en los campos de la historia y
la filosofía.

Después de este apunte autobiográfico, que hago aquí por primera vez, es más fácil
entender que entre mis campos preferidos de investigación figuren desde entonces la
historia de la ingeniería y el discurso de ingenieros, arquitectos y científicos sobre el
Perú, en ambos casos en el marco del diseño y construcción de la modernidad en el país.
Tengo para mí, y es mi hipótesis central y la línea argumental de mis investigaciones al
respecto, que la generación, apropiación y desarrollo de la ciencia, la ingeniería y la
arquitectura modernas y la elaboración y difusión del discurso sobre el Perú de
científicos, ingenieros y arquitectos se revisten de sentido y adquieren densidad
histórica cuando se los entiende como componentes, quizás los más significativos, del
proceso de introducción y aclimatación en el Perú del proyecto de la modernidad, su
particular racionalidad y sus concretas objetivaciones procedimentales, organizacionales
e institucionales.

Dedicaré a este tema el estudio que se me ha solicitado como parte del expediente de
incorporación a la Academia, pero permítanme, para concluir, dejar avanzadas dos
breves anotaciones.

Es evidente que la historiografía en el Perú se resiente de falta de acercamiento al


mundo de la ciencia y la tecnología. En su esfuerzo por reconstruir el pasado de nuestro
presente, los historiadores exploran diversas dimensiones de la realidad social y sus
procesos, principalmente la dimensión política y más recientemente la económica, la
social y la propia de la vida cotidiana, pensando que la exploración concienzuda de
estas dimensiones les basta no sólo para describir ordenadamente los fenómenos
explorados sino para explicar cabalmente la marcha de la sociedad en su conjunto. Entre
las dimensiones de la realidad generalmente no exploradas por la historiografía
tradicional están precisamente la ciencia y la tecnología, además de la refiguración
artística, la refiguración conceptual y alguna más. La historiografía tradicional deja de
lado estas variables de la realidad para que se ocupen de ellas los especialistas en
historia del arte, historia de las ciencias y las tecnologías, historia de la filosofía, etc. Lo
inadecuado de este proceder no está en la sana división del trabajo que supone sino en el
hecho de que la historiografía tradicional no recoge los resultados de la historiografía
especial y, sin embargo, sigue pretendiendo que da cuenta del conjunto de la marcha de
la sociedad. Una muestra de ello es que sus trabajos suelen llamarse simplemente
“historia del Perú” mientras que los expertos en la historia de las dimensiones indicadas
tienen que incluir el campo específico de su investigación: historia de la filosofía en el
Perú, historia del arte en el Perú, historia de la ingeniería en el Perú, etc. Esta asunción
de algunas partes por el todo hunde sus raíces en una concepción, inapropiada a mi
juicio, que minimiza la significación de la dimensiones científica, tecnológica, artística,
filosófica, etc. en los procesos sociales.

A partir de esta situación, que por cierto ocurre no sólo en la historiografía peruana, no
es raro que quienes investigamos la historia de las ciencias y la tecnologías apuntemos
no sólo a reconstruir el pasado de esta parcela de la realidad, en una especie de gozosa
autocontemplación, sino a incorporar sus resultados a la historia general para entender
más cabalmente los procesos históricos. Hay que decir, por otra parte, que esta

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dimensión de la realidad no es tampoco inteligible sino mirada desde la perspectiva de
la historia general. Hace años que repito a mis alumnos que la ciencia y la tecnología no
tienen historia, pero añado a continuación que no hay historia sin ciencia y tecnología.

Con respecto a los discursos sobre el Perú ocurre algo parecido. Los estudiosos de las
ideas, en su intento por dar cuenta de cómo nos hemos percibido y cómo hemos
asumido conceptualmente nuestra historia y nuestra realidad, ponen sus ojos
preferentemente, con contadas excepciones, en el pensamiento de políticos, filósofos,
literatos y científicos sociales, sin advertir que también los científicos, médicos,
ingenieros y arquitectos han pensado y siguen pensando el país.

Mi acercamiento a la historia de la ciencia y la tecnología me ha llevado a explorar esta


última dimensión del pensamiento peruano. En un trabajo reciente, centrado en el
análisis de los discursos modernos en el Perú, he propuesto como hipótesis central la
necesidad de distinguir entre lo que he llamado el “discurso de las libertades” y el
“discurso del bienestar”, y he tratado de aproximarme a sus respectivas estructuras
lógicas, procedimientos discursivos y estrategias argumentativas. El primero de estos
discursos, el de las libertades, es portado principalmente por aquellos a quienes la
tradición ha atribuido la categoría de pensadores o intelectuales (políticos, filósofos,
humanistas y científicos sociales), mientras que el segundo, el discurso del bienestar,
poco estudiado entre nosotros, es producto de quienes miran la realidad y, sobre todo,
actúan en ella desde la ciencia y la tecnología. Es sabido que la realización plena del
proyecto de la modernidad pasa necesariamente por el cumplimiento de sus promesas
tanto de libertad y equidad como de bienestar, y, por tanto, exige el encuentro
enriquecedor del discurso de las libertades y el del bienestar. Sostengo, primero, que
entre nosotros el discurso del bienestar, es decir, el pensamiento sobre el Perú de
científicos, médicos, ingenieros y arquitectos, que se orienta fundamentalmente al
desarrollo material y consiguientemente al mejoramiento de los condiciones de vida, es,
además de poco estudiado, insuficientemente incorporado como apropiación conceptual
de la realidad, y segundo, que estos dos discursos han transitado por circuitos diversos y
no han llegado a encontrarse enriquecedoramente. Atribuyo, finalmente, al desencuentro
entre estos dos discursos y entre sus respectivas racionalidades buena parte de la razón
de la defectividad del diseño y de la realización del proyecto moderno en el Perú.

No quiero terminar esta alocución sin agradecer muy sinceramente a la Academia


Nacional de Ciencia y Tecnología por mi incorporación a ella, distinción ésta que me
honra y que me mueve a renovar mi compromiso con el Perú y su desarrollo científico y
tecnológico.

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