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EL ARTE A DEBATE.

Instituciones y corrección política


Publicado en La Izquierda Diario

El movimiento de mujeres ha puesto en cuestión las


representaciones deudoras del patriarcado en todos los
ámbitos: la vida cotidiana, los medios, la política. En el
mundo del arte, el debate incluye la redefinición de los límites
entre una crítica que desmonte lo naturalizado y una
autocensura que esconda los problemas bajo la alfombra.

Después de un pedido del público para bajar un cuadro del artista


plástico Balthus del Museo Metropolitano de Nueva York por
“perturbadora”, nuevas polémicas dan cuenta de cómo las
demandas y denuncias del movimiento de mujeres han sido
leídas por instituciones artísticas canónicas. La modificación del
final de la ópera Carmen en la puesta del Maggio Musicale de
Florencia, y la bajada del cuadro “Hylas y las ninfas” de
Waterhouse en la Galería de Arte de Manchester, son dos de los
ejemplos más recientes. En el primer caso los responsables de la
sala argumentaron que la versión alternativa del femicidio de la
protagonista a manos de un novio celoso de la versión clásica
buscaba generar conciencia sobre el abrumador número de casos
reales y bien actuales. En el segundo, la directora del museo
declaró que la intención era cuestionar los modelos de belleza
impuestos a las mujeres y su representación en ese cuadro en
particular como femme fatale, una imagen tan estereotipada como
la de mujeres como sujetos pasivos y meramente decorativos.

No debería asombrar a nadie que el debate que hoy recorre


distintas culturas y sectores sociales en casi todas las geografías
tenga su impacto también en el arte. Los que quisieran preservar
este terreno de las “disputas políticas” o los “problemas sociales”
amonestando exageraciones, prepotencias o falta de sentido
estético de los “sectores sacados” del feminismo, podrían
constatar en toda la historia del arte que ello no fue nunca
posible.

Si bien asignar al arte la función exclusiva de dar cuenta de sus


condiciones sociales sería reduccionista, no es menos cierto que
la producción artística y su recepción ha sido siempre, también,
un campo de batalla ideológico: se ponen en juego allí
representaciones sociales, ya sea para reafirmarlas o negarlas, ya
sea de manera consciente, por parte del artista, o no. Las obras
intervienen así en los debates de su época y en muchos casos de
las futuras, cuando sus elementos se reinterpretan en otro
contexto.

Pero por ello mismo, todo cambio de paradigma social implica


nuevas preguntas sobre qué podemos leer en las obras y qué
deberían hacer con ellas –si es que tienen que hacer algo– las
instituciones artísticas cuando definen sus publicaciones,
muestras o puestas.

No es nueva la catalogación de las obras de arte en herramientas


de “edificación” o “corrupción” social, por ello plausibles de una
regulación institucional. En algunos casos históricos, los juicios
podían incluso permitirse elaboradas disquisiciones estilísticas,
como demuestran las actas del juicio a Flaubert de 1857 por
ofender, con su Madame Bovary, “a la moral pública y a la
religión”. El problema no era que la obra fuera mala, sino que
fuera demasiado buena: sus descripciones estaban tan bien
logradas que parecían regodearse en los pecados que
representaba, sentencia el fiscal del Segundo Imperio Picard, a
cargo de la acusación.

Aunque los procesos judiciales contra los artistas por lo que


plasman en sus obras hoy parezcan lejanos o excepcionales,
sería más que ingenuo creer que la censura ya no existe: no solo
porque hay leyes que con sus vericuetos se las arreglan para
menoscabar la libertad de expresión, sino porque funcionan otros
mecanismos, como los “términos de uso” de las redes sociales
que borran desnudos bajo el argumento de prevenir abusos, pero
también bajan por ejemplo obras de artistas que tienen como
objeto la menstruación –y que ante los reclamos aducen “errores
del sistema”–. Los grandes medios también son ámbito habitual
de opinólogos que, lejos de la sutileza estética de un Picard, y
para dar apoyo a las políticas de gatillo fácil de un gobierno,
amonestan series televisivas como El marginal por promover la
cultura delictiva. Con estos criterios, el ajuste en curso podría
definirse no tanto como una política del macrismo sino como un
exceso de maratones de Dinastía en la infancia de los chicos del
Newman.

Pero cuando es en nombre de lo políticamente correcto que se


cuestionan distintas obras de arte, se ponen en juego
interrogantes más peliagudos.

¿Es válido evaluar las obras del pasado con parámetros sociales
del presente? Deseable o no para cada cual, probablemente no
haya otra forma de hacerlo. Pero ello no quiere decir
necesariamente simplificar el asunto: si no podemos constituirnos
en pleno siglo XXI en lectores apenas acostumbrados a las
novelas por entregas del siglo XIX como Madame Bovary,
podemos sin embargo reconocer que allí una dura crítica a la vida
de la clase media francesa en tiempos de Napoleón y un retrato
lapidario sobre lo que el matrimonio deparaba a las mujeres de la
época. Y si hoy lo que nos suena a “mitos griegos” son más bien
las recetas de la enigmática Troika de Bruselas, podemos
reconocer, como ha hecho Mariana Enríquez a propósito del caso
de Waterhouse, que la historia que en esa escena se relata es la
de una victoria de las amorosas ninfas sobre el héroe más
poderoso de la mitología helena.
Ello tampoco significa, claro, que Flaubert o Waterhouse sean
protofeministas, ni que las Guerrila Girls dejaran de tener razón
cuando, ubicadas en la puerta del Museo Metropolitano de Nueva
York, se preguntaban irónicamente si, dado que el 5% de las
artistas participantes eran mujeres pero el 85% de los desnudos
representados eran femeninos, era parte de las “políticas de
admisión” del museo que las mujeres estuvieran desnudas. Su
fuerza era no apuntar a casos individuales o a simplemente
constatar una desigualdad de género histórica cuyo resultado ha
sido efectivamente menos artistas profesionales mujeres, sino al
conjunto de la institución que ni siquiera se lo cuestiona.

¿Serían intocables entonces los clásicos? Es otra pregunta que


anduvo rondando los medios como argumento en contra de sus
posibles modificaciones. El problema en este caso es terminar
reforzando con argumentos conservadores lo que las instituciones
artísticas –nunca exentas del juego de políticas institucionales y
comerciales que están lejos de ser desinteresadas– definen como
clásico y canónico. ¿Acaso la Antígona Vélez de Marechal,
ambientada en la época de la “Conquista del desierto”, pierde
potencia crítica y estética cuando retoma la obra de Sófocles pero
la ubica en la pampa, allí donde lo que se cultive será “el fruto de
tanta sangre”?

En todo caso, el problema es si esos cambios o alternativas


“liberan” en la obra nuevas significaciones, replanteando
problemas, concepciones, críticas y creencias, o si simplemente
los elimina bajo la alfombra de lo políticamente correcto. Amén de
que no necesariamente lo que no vemos no exista, lo
contradictorio en los debates sobre la perspectiva de género en el
arte es que parece infantilizar al público, al que busca preservarse
de la experiencia crítica más que fomentarla.

Por supuesto, uno puede leer las obras como le parezca y forjar
su propio juicio. Pero lo “políticamente correcto” puede ser lo
institucionalmente despolitizado. Porque lo que está en juego no
es el gusto de cada uno, sino las representaciones, que son
necesariamente colectivas, en las cuales juegan un papel central
las instituciones, desde los juzgados que penalizan hasta los
términos de uso de una red social, las curadurías de los museos o
los programas de las escuelas artísticas que dictaminan lo que es
valioso y canónico.

Quizás sea mejor entonces profundizar las preguntas, no solo


respecto a las obras en discusión, sino en cuanto a las
instituciones que las despliegan. ¿Cuánto hay de lavada de cara
en el aumento de los protagónicos femeninos en las producciones
de Disney y cuánto de reconocimiento de que el cuentito de la
princesa ya no vende? ¿Qué políticas se dan los grandes museos
y galerías que manejan millones para que efectivamente las
mujeres entren a los museos con sus obras? ¿Cuánto pagan por
las obras de unos y de otras? ¿Quién determina que Facebook,
Google o Instangram cierren cuentas por imágenes de mujeres
amamantando o de profesores que enseñen sobre “El origen del
mundo” de Coubert –un primer plano de una vagina–?

La fuerza que ha cobrado el cuestionamiento de los movimientos


de mujeres podría también fortalecer las demandas de otros
sectores silenciados en el canon artístico dominante. El
patriarcado está entrelazado hasta los tuétanos con un
capitalismo que lucra con nuestras fuerzas, nuestro trabajo, pero
también nuestros deseos y capacidades creativas. Si su
cuestionamiento no busca ser igualmente radical, será estéril. Es
un problema social, y su desmonte requiere entonces de una
acción colectiva.

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