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Serie

Zona Crítica
traducción de
juan carlos rodríguez aguilar

grupo editorial
siglo veintiuno
siglo xxi editores, méxico
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF
www.sigloxxieditores.com.mx
siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
www.sigloxxieditores.com.ar
anthropos editorial
LEPANT 241-243,08013 BARCELONA, ESPAÑA
www.anthropos-editorial.com
LA MAGIA DEL ESTADO

por

MICHAEL TAUSSIG
JL1866
T3818
2015 Taussig, Michael T.
La magia del Estado / por Michael Taussig ; traducción, Juan Carlos
Rodríguez Aguilar. — México, D. F. : Siglo XXI editores : UNAM, Dirección Gen-
eral de Artes Visuales : UNAM, Instituto de Investigaciones Estéticas : UAM : Palabra
de Clío, 2015.
232 p. — (Serie Zona Crítica)
Traducción de: The magic of the State

ISBN-13: 978-607-03-0682-2 (Siglo XXI Editores)


ISBN-13: 978-607-02-7061-1 (UNAM)

1. Cultura política – América del Sur. 2. Lealtad – América del Sur.


3. Patriotismo – América del Sur. 4. Mártires – América del Sur.
5. Simbolismo en la política – América del Sur. 6. América del Sur –
Influencia colonial. I. Rodríguez Aguilar, Juan Carlos, traductor. II. t. III. ser

primera edición en español, 2015

DR© 2015 universidad nacional autónoma de méxico


dirección general de artes visuales, insurgentes sur 3000,
  centro cultural universitario, ciudad universitaria,
  delegación coyoacán, méxico, d.f., c.p. 04510
instituto de investigaciones estéticas
  circuito mtro. mario de la cueva s/n, zona cultural, ciudad
  universitaria, delegación coyoacán, méxico, d.f., c.p. 04510
isbn 978-607-02-7061-1

DR© 2015 universidad autónoma metropolitana


  prolongación canal de miramontes 3855 quinto piso,
  colonia ex-hacienda san juan de dios,
  delegación tlalpan, méxico, d.f., c.p. 14387

DR© 2015 palabra de clío a.c.


insurgentes sur 1814, despacho 101,
colonia florida, delegación álvaro obregón,
méxico, d.f., c.p. 01030

DR© 2015 siglo xxi editores, s.a. de c.v.


cerro del agua 248, col. romero de terreros
04310 méxico, d.f.
isbn 978-607-03-0682-2

título original: the magic of the state


© 2015 michael taussig
© 1997 routledge, nueva york

derechos reservados conforme a la ley


impreso en ingramex, s.a. de c.v.
centeno 162-1, col. granjas esmeralda, 09810, méxico, d.f.
¡Loco sería, en verdad, quien creyese que basta con se-
ñalar este origen y esta envoltura nebulosa de la ilusión
para destruir el mundo tenido por esencial, la llamada
“realidad”! ¡Sólo como creadores podemos destruir!

nietzche, La gaya ciencia


        AGRADECIMIENTOS

Quiero agradecer a los estudiantes del Departamento de Estudios de


Performance de la Universidad de Nueva York que cursaron mi semi-
nario La magia del Estado en el otoño de 1987 y con quienes comencé
a desarrollar las ideas básicas para este libro.
Tres artistas: Ofelia Moscoso, Susana Amundaraín y Sara Manei-
ro han sido inmensamente generosas conmigo y me han ofrecido
su ayuda invaluable para comprender de manera cabal el uso de las
imágenes y el sentido de la posesión espiritual que se discute aquí,
aunque de ninguna manera son ellas responsables de mis variadas
elucubraciones fantasiosas.
Rachel Moore sufrió un grave golpe en la cara durante la inves-
tigación de campo para este trabajo y sin embargo su sonrisa sigue
siendo tan radiante como su inteligencia: su efervescencia y la luz de
su humor, un humor ligeramente malicioso, iluminan todas y cada
una de las páginas que siguen.

[9]
        ADVERTENCIA PRELIMINAR

aclaración sobre los nombres propios

Indeciso entre las pretensiones coincidentes de la ficción, por un


lado, y del género documental, por el otro, he decidido que esta ma-
gia del Estado se ubique, con toda su excentricidad, en el espacio
fronterizo de los géneros. He cambiado los nombres de lugares y de
personas siempre que me ha parecido necesario para garantizar su
anonimato pero también para que resulten más congruentes como
rasgos de ficción sin los cuales el género documental (incluido en
él tanto la historia como la etnografía) no podría existir. Por algo
similar al efecto de extrañamiento del que hablaba Brecht, el acto de
renombrar confiere una comprensión más aguda de lo que llamamos
historia, tanto de los acontecimientos que la conforman como de su
narración; especialmente cuando se trata de la historia de los espíri-
tus de los muertos como símbolo de una nación y del Estado. Aho-
ra bien, en este libro, al renombrar he tomado en consideración un
efecto más: conferir un nombre a la evocación de un Estado-nación
ficticio en vez de nombrar los estados reales permite captar con ma-
yor precisión la naturaleza elusiva del ente estatal. Después de todo,
el narrador de ficciones no es el único que fusiona la realidad con
los ámbitos oníricos: este privilegio, como ya nos lo enseñó Kafka,
también lo tiene el Estado moderno por su forma específica de exis-
tencia.

[11]
PRIMERA PARTE LA CORTE DE LA REINA
DE LOS ESPÍRITUS
1     LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

Con qué naturalidad conferimos entidad y luego proporcionamos


vida; es el caso de Dios, de la economía, del Estado: entidades abs-
tractas a las que hemos otorgado Ser, especies asombrosas, con fuerza
vital propia, capaces de trascender a los meros mortales. Naturalmen-
te se trata de fetiches, totalidades inventadas a partir de artificios ma-
terializados, en cuya lastimera insuficiencia de ser hemos depositado
la materia misma del alma. De ahí la E mayúscula en la palabra Estado;
de ahí su magia para atraer y repeler, vinculada con la Nación y con
algo que ha de ser más que un aroma de sexualidad que nos recuer-
da la Ley del Padre y —no sea que lo olvidemos— el espectro de la
muerte, muerte humana en el interior de esta insuficiencia del Ser
capaz de conmover el alma. Quisiera empezar —con andar inseguro,
lo admito, acaso ingenuo— abordando este tema: el acto de magia
mediante el cual se convoca a los muertos para usarlos en provecho
del Estado.
No sé bien qué tienen los muertos que, en este aspecto, resultan
tan poderosos. ¿Será que la falta de corporalidad aumenta su pre-
sencia? El lenguaje hace lo mismo: sí, el lenguaje funciona gracias a
su capacidad para quedarse en el ambiente, suspendido, rezagado,
como una idea que dibuja el contorno de nuestra forma corporal que
antes fue sólida y que respiraba. Al hacer esto, trastorna esa anterior
corporalidad del cuerpo. Se trata de un movimiento circular perpe-
tuo que sólo se detiene, de vez en vez, para tomar aliento; las palabras
y las cosas se separan, primero, luego se reintegran. Aunque sea por
un momento, la muerte detiene semejante circuito con un arreba-
to vehemente: su ansia de corporalidad; igual que cuando sufrimos
un trauma o una gran conmoción, igual que cuando un espíritu se
posesiona de nuestro cuerpo (ambas son formas de la muerte que
mantienen al espíritu separado del cuerpo, aunque contemplándose

[15]
16 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

uno al otro, ¡qué tensión!) Piensa en aquella legendaria balacera de


la cantina O.K. Corral en Arizona: una metáfora para ti, literalidad
para mí; sólo silencio, apenas interrumpido por el ruido del trote
de caballos… En la absoluta quietud de esa suerte de empate en que
la muerte interrumpe el círculo del intercambio entre lo real y la
figuración de lo real, el tiempo se vuelve sobre sí y entonces aparece
el brillo, el brillo del extraño “después de la vida”, que es como una
imagen consecutiva, es decir, una impresión “después de la imagen”
que surge de la radical insuficiencia (es, quizás, un extraño modo de
expresarlo): este constante surgimiento, la insuficiencia de la vida,
es un ir dando tumbos, por aquí, por allá, para luego, consumido el
estado físico, adquirir de la posteridad una suerte de estructura na-
rrativa (en realidad, otra forma de la insuficiencia), una —demasiado
definitiva— conclusión corporal de lo que pudo ser. Por eso es tan
importante el alma: es la reliquia imprescindible que mantiene abier-
ta la posibilidad de lo que pudo ser, en otro entonces, en otro lugar.
Me parece que en esto conozco menos de lo que soy conocido
—como si en la muerte residiera una contundente, aunque escurri-
diza, verdad, inaccesible a gente como yo, para quien la muerte ha
quedado absolutamente esterilizada (por no decir reprimida y luego
convertida en una forma de perplejidad)—; por eso espero aclarar
aquí un poco las cosas (y no sólo para mí) reflexionando sobre la
magia que practica el Estado en un lugar que llamaré el “Otro Lugar”
(desde la perspectiva europea) —tu metáfora, mi literalidad—, según
me lo describió un espíritu libre que frecuentaba esos sitios.
—Es un lugar soleado —decía— de donde mana el petróleo y
adonde fluyen automóviles, municiones y videos; un lugar donde el
“Estado del todo” asume una crucial cualidad del ser a través de la
muerte y proyecta un aura de magia sobre una montaña que yace en
su centro.
—Imagínate —me decía—, imagínate los cuerpos vivos, temblo-
rosos, en la montaña de la reina de los espíritus, esa montaña que se
yergue, perdiéndose en la niebla, desde una llanura donde fantasma-
góricos obreros trabajan la caña de azúcar y las nubes giran en torno
a grandes torres de alto voltaje. Imagina lo que significa adentrarse
en ese espacio donde ella gobierna sobre enjambres de espíritus que
se mezclan con serpientes y dragones. Imagina tu cuerpo que en es-
pasmos resucita con el espíritu de algún muerto, de uno de los que
murieron en las guerras anticoloniales con las que se fundó el Estado
del todo. ¡De veras, toda una experiencia! —exclamaba sonriendo.
LA REINA DE LOS ESPÍRITUS 17

—¡Sí! Toda la legión de espíritus que Europa ha considerado mo-


delos del Otro: los aguerridos indios que combatieron a los primeros
conquistadores, los esclavos y los libertos africanos, así como toda la
plebe que se ha ido metiendo en los corazones de la gente en los
últimos años: vikingos como Eric el Rojo, sin mencionar a los budas
obesos y sonrientes, y a los crueles dictadores que han sumergido a
este país en la sangre, enfrentando al prójimo contra el prójimo; en
resumen: una mezcolanza improbable, un martirologio fantástico de
historia colonial que, gracias a estos actos, adquiere vida, ímpetu y
luego se descarrila por inexplicables caminos intrincados…
Su voz se tornó entonces lejana, casi inaudible, como si ella misma,
en su afán por explicarme, hubiera sucumbido ante la imposibilidad
de tal imaginación y estuviera a punto de ser silenciada para siempre,
como una imagen brillante que se disuelve en el espacio luminoso de
la muerte, perfectamente absorbida por ese escenario fantasioso del
Estado del todo.
Luego alzó las manos en remedo de desesperación, como si bus-
cara la imagen adecuada para expresar el carácter de la muerte que
es capaz de prolongar la vida bajo la insignia del Estado, una insignia
vigorosamente lanzada contra los elementos. Ah, la extremidad total,
la extremidad de las figuras, la extremidad de los cambios, la pasión
no menos que la estupefacción. Ahí donde la poética del Estado bus-
caba apenas un gesto hacia la literalidad, el “trabajo de muerte” en
el teatro de la posesión espiritual, en cambio, extrae de lo profundo
una experiencia inefable, lo mismo en la sumisión que en el poder
de mando.
Se inclinó hacia a mí y arguyó, como si me retara:
—¿Acaso la caricatura no capta la esencia precisa de las cosas y con-
vierte mágicamente la copia en algo más poderoso que el original? ¿Y
qué puede haber más poderoso que el Estado moderno? Ocurre que el
mundo de la magia está cambiando; más bien: ya cambió… ¿No fue Le-
nin quien escribió en 1919 que virtualmente todas las disputas políticas
y las diferencias de opinión remiten al concepto del Estado?, sólo para
luego añadir: “Ahora bien, concretamente: ¿qué es el Estado?”
Su voz se desvaneció, asombrada por su propia reflexión: el hecho
de que la categoría política más fundamental se diera por sentada tan
fácilmente y, al mismo tiempo, resultara tan absolutamente opaca y
misteriosa, la hizo, al final de su perorata, caer en un incómodo silen-
cio; estaba consciente de que tarde o temprano siempre se llega a ese
pérfido contagio de poder en el que no sólo el poderoso dicta qué es
18 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

lo correcto, sino la idea de lo correcto dicta también quién se vuelve


poderoso. ¿Sería ésta la magia del Estado a la que se refería?, y, si así
fuera, ¿era útil esta autoconciencia o se requería de algo más?
—Quieres saber el secreto, ¿no? —preguntó, apretándome la mu-
ñeca.
Lentamente me soltó y cuando habló de nuevo su voz había adop-
tado el tono distante de quien no está seguro de ser comprendido,
por hallarse ante el umbral de verdades contundentes que, en cual-
quier momento, caerán por su propio peso.
—El efecto de lo negativo —suspiró— y toda esa desquiciada ma-
quinación, que no necesita ser planeada, como si hubiera existido ahí
desde el principio, desde que se inventó el Estado: la forma dentro de
la forma, con sus riesgos y su decadencia, esa otra parte, débil y desa-
gradable, que permite al Estado efectuar sus hazañas y que se esconde
tras una estéril rigidez. Sólo alguien con un excepcional talento para
el teatro puede conseguir esto. Ahora bien, tú puedes también parti-
cipar; finalmente, nos atañe a todos. Si no aprovechas esta oportuni-
dad que ahora se presenta, ¡nunca más la tendrás!
—Pero, ¿qué es ese espacio de muerte?
—No se trata de la vida después de la muerte —aclaró—, sino más
bien, del límite de la vida. Estos espíritus son imágenes puras, espí-
ritus de imagen pura que acechan en ese lugar donde Europa y sus
colonias, los blancos y los de color, reflejan pasmosas fantasías del in-
framundo de cada cual, inframundos que se han dado desde tiempos
de la conquista y la esclavitud y que continúan hasta el presente. Están
colmados de la vivacidad que depara la traición y las oscuras intencio-
nes y, a pesar de la magnificencia del mal y las idiosincrasias de sus
habitantes, proyectan una extraña belleza, como un manantial de la
imaginación en donde el Juicio Final de la Historia nunca se agota,
donde se erradican muchas historias y otras tantas se reprimen, y don-
de se suceden las simplificaciones y las pasiones —benditos sean los
caudillos que, furiosos, se rebelan a lo largo del tiempo y el espacio—,
la pasión por el combate armado, las guerras anticoloniales, las otras
guerras —aún mayores— que se dan en los conflictos de clase contra
clase, de blancos contra mestizos, la mierda que se acumula más y
más, un torrencial de mierda que aguarda la llegada de los dorados
toneles del Redentor. Más que un espacio, se trata de una presencia
distorsionada: una presencia con ojos desorbitados y sumamente pe-
ligrosa por estar llena de seres contrahechos, de esos amputados de
la historia que sólo buscan una corporalidad sustancial para actuar y
LA REINA DE LOS ESPÍRITUS 19

reincidir y que, de este modo, hacen estallar los diques de la memoria.


Pero ¿qué tipo de cuerpo podría contener semejante historia, ya no
digamos conferirle una forma adecuada? ¿Será un cuerpo de mujer,
similar a la montaña que se proyecta hacia las alturas sobre la llanura y
hace tambalear las nubes? ¿Será un cuerpo de mujer —más presencia
que imagen—, con altares como umbrales que, cual si fueran joyas,
engalanan su espacioso cuerpo, brillantes puntos de entrada hacia un
laberinto de vidas arrancadas prematuramente y que, aquí, en este
espacio saturado, brotan en los cuerpos poseídos como espumosas si-
luetas, sacadas de los modelos de la violencia fundacional (según la
recordamos): la colonia convulsionada se libera de la vieja Europa y
derrama enormes ríos de sangre durante las guerras de clase; esa furia
del pueblo que lo mismo se dirige contra la clase patricia de criollos
blancos que, a su vez, es redirigida por los criollos contra el poder co-
lonial? Los grandes asesinos investidos con la sobrenatural gracia que
les dispensa la matanza: “comía con ellos, dormía entre ellos, y ellos
eran toda su diversión y entretenimiento” (Boves y sus llaneros ne-
gros). “Guerra a muerte”, así la célebre proclamación del 16 de enero
de 1813 enunciada por el Libertador: “No temáis la espada que viene a
vengaros y a cortar los lazos ignominiosos con que os ligan a su suerte
vuestros verdugos”. Sí, mi querido amigo, ya sabrás más de esta espa-
da, a pesar de su tamaño, esta espada capaz de cercenar el destino.
Mientras hablaba, ondeaba su banderín dorado que tenía la frase
bordada: “Diosa de las Cosechas y de las Aguas”. Sonrió y retomó su
relato. El borde de los acantilados se iluminó por un instante, allí
donde hace mucho, mucho tiempo había estado el mar y había de-
jado tras de sí esos rudos perfiles de peñascos. Aún puedo verla ahí:
ella era más fuerte de lo que él, vivo, había sido. Ya no se ven banderas
como ésas, carnavalescas, banderas que en algún tiempo habían sido
creadas con total libertad e imaginación: banderas del norte con sím-
bolos de abetos, castores, anclas y serpientes de cascabel, con lemas
como: “Libertad o muerte”, “Esperanza”, “Clamo al cielo”, “No me
humillarás”, banderas del sur con un indio que, sentado sobre un
lagarto, sostiene los símbolos de la Revolución francesa pero procla-
ma un mensaje de libertad de la vieja Europa. Incluso hoy tenemos
banderas igualmente severas, que representan naciones, con dos o
tres franjas de colores primarios y con estrellas en filas que rigen a los
mismos cielos; aun así a los niños les encantan… Así pues, mientras
ella hablaba yo me preguntaba si sería posible que la muerte y los
niños coincidieran en esto y constituyeran, así, la magia del Estado.
20 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

Ahí estaba yo, pues, de nuevo internándome en la oscuridad mien-


tras la ironía dominaba su voz, una voz hastiada del mundo.
—El Otro Lugar ha conseguido perfeccionar aquí el ideal europeo
—aclaró—. ¿Acaso no fue Hegel, el más eurocéntrico de los filóso-
fos, quien dijo que el Estado moderno nació durante el terror de la
revolución para poder cumplir la síntesis cristiana, no después de la
muerte sino precisamente durante la vida, en el ámbito terrenal? ¡Eso
exactamente es lo que está ocurriendo aquí! Gracias a la posesión es-
piritual, la muerte se experimenta anticipadamente en la vida misma.
Es todo un avance, de hecho… y no es que sea sencillo, o que el éxito
esté totalmente garantizado; no, precisamente de eso se trata…
Se detuvo, hurgando en su memoria y luego citó:
—La vida del espíritu “sabe afrontar a la muerte y mantenerse en
ella. El espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encon-
trarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento. El espíritu… sólo es
esta potencia cuando mira cara a cara a lo negativo y permanece cer-
ca de ello”. Estamos en deuda con los que van a la montaña a poner
sus altares, a ser poseídos por esos muertos que deambulan libres y
que vagan a voluntad, dejando su morada en el Panteón Nacional,
¡y qué panteón! Los muertos salen en bandadas, por aquí y por allá,
evacuando ese interior marmóreo del Estado, asustados y delirantes
con su libertad recién adquirida, demasiada libertad: los maleantes,
los muertos de dudosa reputación peinan la zona en busca de una
cisterna, alguna coladera oscura, o algún cuerpo vivo y tibio, mien-
tras que la nobleza, los indios salvajes y los africanos se reúnen final-
mente en ese cuerpo de mujer que es la montaña, la montaña que
se eleva, definitiva, por encima de la llanura donde se extienden las
ciudades: se precipitan hacia el tiempo presente, hacia el tiempo
femenino…
Su mirada se tornó opaca, se comportaba como si estuviera, ella
misma, poseída:
—La montaña: ¡cómo sostiene el “Estado del todo”! Como en una
fábula, como en un escenario, sólo que real, en el que los muertos
que, según se dice, han alcanzado ese “todo” son traídos de vuelta
para habitar los cuerpos de los vivos; cuerpos que yacen inermes bajo
los árboles, concentrando en su interior esa quietud, mientras que
otros recurren a gritos y patadas, caminan sobre fuego, perforan
su cuerpo con agujas de las que penden listones con los colores pa-
trios… ¡Ah!, pero no se trata de lo extraño de los peregrinos, todo lo
contrario: es lo extraño del Estado mismo.
LA REINA DE LOS ESPÍRITUS 21

Con una actitud más de analista que de artista, como pueden ver
por la ilustración que sigue, añadió:
—Éste es un diagrama del Otro Lugar
—¿Existe este lugar? —pregunté.

—No es más real ni menos real que cualquier otro lugar —aclaró,
con una sonrisa—; sólo hemos cambiado los nombres para proteger
a los inocentes. En todo caso, se trata más bien de qué hace que un
lugar parezca real —añadió, mientras con sus manos imitaba un mo-
vimiento como de olas—, un lugar cuya hermosa solidez de espacio
cede ante el significado —sus manos aleteaban como murciélagos so-
bre su dibujo—: sí… hermosa solidez. Digamos que los lugares son
bastante reales, a su manera —prosiguió, señalando el diagrama que
había dibujado mientras sus ojos se reducían a pequeñas flamas y
relucían en la oscuridad que nos envolvía entre destellos de lunas
crecientes—, pero lo que realmente está en entredicho aquí es la cua-
lidad crucial que se ha otorgado al Estado del todo. No se trata de si
algo es real, sino, más bien, surreal y esto —susurró— está más bien
relacionado con el miedo y la seducción.
Ella era un ser imposible: unía cosas disímbolas, juntaba lo de hace
mucho y lo de por allá, entremezclándolo con el aquí y el ahora; así,
oscilaba siempre entre el extrañamiento y lo familiar.
22 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

—Y yo me pregunto —dijo—, ¿qué se busca cuando se busca el


conocimiento? Es precisamente esto: el miedo es lo que te lleva a con-
vertir algo extraño en algo familiar para que ya no te sorprenda. Por
su parte, lo familiar es, por sí mismo, cada vez más difícil de concebir
como extraño.
¿Será ése el secreto, me pregunté yo entonces, para poder con-
fundir el aquí y el ahora con el por allá y el hace mucho?, ¿será ése
el secreto para percibir tu mundo de una manera totalmente nueva?
Y entonces (y sólo entonces) pueden surgir personajes que detienen
el tiempo y pueden irrumpir los sueños, de cara a ese gran peligro,
peligro que yo mismo también he de afrontar.
—Pero, ¿hay recursos para este extrañamiento?, ¿se tienen los de-
talles?, ¿qué hay del estado de ánimo? —pregunté.
Desvió la mirada ante mis preguntas y entonces me arrepentí de
presionarla para que aclarara el método: no estaba cumpliendo lo
pactado. Habíamos acordado que siempre intentaríamos evitar eso:
la metodología es como una droga.
—Es el peligro —advirtió—: las cavernas subterráneas, las desapa-
riciones, la posibilidad de enloquecer, los asesinos y los violadores, y
la belleza… las cascadas, el vertiginoso verdor de la montaña, los alta-
res, tan hermosos, que resplandecen con sus furiosas imágenes y sus
veladoras, los cuerpos que yacen uno tras otro… ¿Quién tomaría ese
riesgo?: dejar que esa horda tumultuosa se precipite sobre nuestro
tiempo presente; el pavor disparado con impulso.
Mientras cavilaba señalaba su diagrama de la montaña con el
dedo, tenía un anillo con una rosa roja; su voz asumía ahora un dejo
de enojo y cansancio:
—Y el vacío —prosiguió—, la vulgaridad, la podredumbre, la su-
perstición de mirada vidriosa. Los sospechosos de siempre: los san-
tuarios se van derruyendo, el contorno de cuerpos humanos, dibuja-
dos con talco, se va borrando en el fango, la basura, esos horrendos
bloques de concreto que se derrumban bajo la marcha incesante de
los ciempiés, las miradas perdidas, visiones coaguladas que se tornan
rancias.
”¿Qué palabras podría usar? —continuó—, palabras viejas, de plo-
mo, pomposas, que se sienten pesadas en la lengua, palabras prima-
rias que tienen doble sentido: sagrado/maldito, bendito/contamina-
do; poder que nace de la transgresión, palabras gastadas que ahora,
por el control de los sacerdotes, ya no significan nada: es la tragedia
con la que empezó todo. El sacrificio original, eternamente repetido.
LA REINA DE LOS ESPÍRITUS 23

¿O se trata más bien de un crimen?, ¿con quién nos identificamos:


con la víctima o con el asesino? Ellos se hicieron del poder, cruel y
hermoso, por más que era difícil de precisar, pero ¿por qué siento
que debo ponerlo en un relato? El antes y el después: nuestro des-
tino es siempre estar en el después, de modo que nos esforzamos
por decir estas cosas de otro modo; ¿la transgresión sirve apenas para
suspender el tabú? Él había aclarado: ‘El rayo y el trueno requieren
tiempo… los actos requieren tiempo, aunque después de cometidos,
para ser vistos y oídos’. Ahora bien, más allá del cuerpo el espacio de
la muerte: sentir su poder, emplear ese poder, proyectarlo a los cuatro
vientos… te pregunto, pues, y me pregunto, ¿sin esto, honestamente,
sería siquiera posible la justicia?
”Recordamos a los indios siempre en el después: ahora regresan en
multitudes, cubiertos de gloria: caciques, guerreros, que adquieren
fuerza aquí en la montaña de la reina de los espíritus que se yergue,
imponente, por encima de la llanura con las nubes amontonándose
entre los postes de alto voltaje. Hegel advierte que todos los hechos
y todos los personajes históricos de importancia ocurren, por así de-
cirlo, dos veces, pero olvidó aclarar que la primera vez ocurren como
una tragedia y la segunda como una farsa. En la fundación de las na-
ciones modernas, los muertos cumplen una doble función. La gente
conjura, aparentemente de
la nada, un trozo de muer-
te y toma prestados de ahí
nombres, gritos de batalla
y atuendos para presentar,
con ellos, el nuevo escena-
rio de la historia universal
de una manera esplendo-
rosa hasta que la reacción
cobra fuerza y el espíritu
de la revolución cede ante
los fantasmas que regresan
sobre sus propios pasos…
recordamos a los indios…
¡claro!, desempeñan una
doble función y la tradición
de las generaciones muer-
tas se cierne como una
pesadilla onerosa sobre la
24 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

mente de los vivos. Ni siquiera los muertos estarán a salvo y el ángel


de la historia que trata de despertarlos, con sus ojos penetrantes y su
boca abierta, es en realidad un perdedor de nacimiento, con las alas
maltrechas por la tormenta que arrecia desde el paraíso. Los muertos
van y vienen furibundos, saltando islas entre el pantano y la alta mon-
taña, no toleran prisioneros, sólo cadáveres, promesa de libertad a
los esclavos para que no se amotinen en pos de la corona; en ningún
lugar ocurrieron tantas muertes como en la montaña de los muertos
que ahora se yergue, definitiva, sobre el tiempo, con sus plazas esca-
lonadas; muerte por la guerra y por la peste, la diarrea que desangra-
ba a los mercenarios en sus uniformes escarlata, disolutos y perdidos
tras largos años de servicio en las Guerras Napoleónicas, sólo para
hallarse de vuelta en su tierra, en Irlanda o Inglaterra, sin empleo y
movidos a luchar por la libertad en los trópicos. Miserable condición.
(¡Ah, O’Leary!: ¡tu estatua nunca tuvo un lugar en el Panteón Na-
cional!) En ningún lugar murieron tantos como en esta tierra para
liberar a un continente, y luego la muerte en vida de las dictaduras,
una seguida de otra; en ningún lugar de todo el continente fueron
los muertos tantos y por tanto tiempo como aquí (y no es que se trate
de una competencia).
”¡Y la Iglesia! En ningún lugar del continente fue tan rápida la
pérdida de su influencia, en ningún lugar fue tan completa. El golpe
definitivo llegó a finales del siglo xix con ‘El Ilustre Americano, El
Pacificador y Regenerador, Disipador de la Anarquía’: redujo la Igle-
sia (según se dice en un erudito volumen publicado en 1933) a mero
objeto de desprecio, de tal suerte que ésta se volvió ‘incapaz de con-
solidar la lealtad y la devoción del pueblo; su legislación anticlerical
sigue en pie todavía hoy.
”Como los conquistadores que levantaron iglesias sobre las ruinas
de los templos indios, el Disipador de la Anarquía derrumbó los mu-
ros del Convento de la Inmaculada Concepción en el centro de la
capital y expulsó por la fuerza a las monjas para construir sus nuevos
edificios de gobierno, el Palacio Federal y el Capitolio, lindamente
adornados con pinturas de la escuela pictórica nacionalista (pero
pintadas en París) que representaban las heroicas hazañas de las gue-
rras anticoloniales (pero no las guerras dentro de esas guerras). En
la plaza ubicada justo frente al convento se alzaba la nueva estatua de
bronce, traída de Europa, del Libertador, en su corcel encabritado.
Cuando se develó hubo luz eléctrica por primera vez en el Estado del
todo. De joven, el Disipador de la Anarquía había inventado el lema
LA REINA DE LOS ESPÍRITUS 25

El Ilustre Americano, El Paci­


ficador y Regenerador, Disipador
de la Anarquía.

‘Federalismo, Inmaculado y Sagrado’. La Iglesia no estaba destrui-


da, sino que más bien se había reconfigurado como teología política,
sobre su fundamento original de violencia, sacrificio y espectáculo.
Pero, como bien sabes —dijo después de unos instantes, frunciendo
sus labios de rubí—, el problema con eso es que es tan fácil joderla.
La primera vez, una tragedia, la segunda… ¡no!, va mucho más allá
de la farsa: se vuelve sobre sí misma como parodia y, mezclada con el
terror, se desangra en ese absurdo mudo del cual lo cursi no es sino
la resolución más satisfactoria.
”El parque que construyó para sí el Disipador de la Anarquía en
Calvario —prosiguió— me recuerda ciertos rasgos de la montaña de
la reina de los espíritus. Solía ser un cementerio; el Disipador quitó
los cadáveres y los esqueletos y construyó hermosos jardines con árbo-
les aromáticos entre los que serpenteaba un camino hacia la cima. Se
llamaba el Paseo del Ilustre Americano y funcionaba, decía un testigo
ocular, como el más importante respiradero boscoso de la capital. En
las noches de día festivo se iluminaba su estatua con lamparitas de
aceite ensartadas en cables que se colocaban alrededor del pedestal;
a los peones de las plantaciones y a los carboneros en las montañas
26 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

les parecía, según ese testigo ocular, como si la estatua surgiera de un


caldero de fuego… Pero ¿cómo podía saber qué pensaban realmente
los peones? —se preguntó—. No obstante, el testigo sí acertó en algu-
nos puntos: la banalidad, el estilo exagerado, la idea del Estado como
una obra de arte, los matices y variaciones sobre el tema del Calvario,
¡con todo y sus árboles aromáticos!… Así que ahí tienes —resumió
abruptamente—: un lugar soleado, de donde sale petróleo y al que
llegan autos, municiones y videos, donde los hombres pasan a la his-
toria como réplicas del Libertador en timbres de correo. Timbres de
correo que son como tarjetitas de las diferentes naciones que se que-
dan en las recámaras de los niños: aspectos de lo oficial.
”Dicen (pero ya ves que se dicen tantas cosas…) que la policía,
el ejército y hasta el presidente se cuentan entre los más fervientes
adoradores del espíritu de la montaña, de la reina de los espíritus,
es decir, la que organiza todo el espectáculo: el lado zurdo, la mujer,
el tiempo femenino. ¿Qué tiempo es el tiempo femenino?, ¿la eter-
nidad acaso?: es el obsequio de la fe, la promesa concedida; pero ¿a
qué precio?, ¿hay un precio?, ¿debería haber un precio? Hay quienes
dicen que sí, y temen. Otros ven abundancia de sobra, una montaña
de riquezas; abajo merodean los guardias, la podredumbre, la oscuri-
dad que desciende, la gotas de lluvia que caen con la neblina sobre la
montaña donde la vida y la muerte fermentan rodeadas por la frial-
dad húmeda del plástico en todas partes; lo sagrado junto a lo sucio:
basura por todas partes, rocas pintadas con los colores patrios, gente
que yace quieta frente a su altar, a la sombra de árboles gigantescos en
la quietud de la noche. ¡Quietud!, ¡esto va más allá de la quietud!, es
como el intervalo de espera tras el último latido del corazón… Y todo
es de una belleza, que no creerías.
”Yo, por mi parte, nunca voy al otro lado del río sin mi machete.
Supongo que es diferente si eres hombre. Es difícil de explicar…”
LA REINA DE LOS ESPÍRITUS 27

El hombre irrum-
pió con un salto, sa-
lió de la nada. Era
un día entre semana.
No había nadie, sólo
el zumbido de los
insectos: mariposas
iridiscentes que re-
voloteaban entre los
rayos del sol. Ella ha-
cía sonar su tambor-
cito, pausadamente:
¡tam!, ¡tam! Parecía
ser un esfuerzo; no
era en realidad un tambor, sino una lata vieja que había encontrado
detrás del altar. Haydée yacía extendida sobre la tierra, pálida como
un fantasma. Su pelo rojizo, rodeado por veladoras encendidas cuyas
flamas vibraban como insectos, ¡tam!, ¡tam! El indio nos contemplaba
desde el altar, sereno; debajo de él estaba el Libertador, al lado del Li-
bertador la media cabeza de la mismísima reina de los espíritus y, jun-
to a ella, la ilustración de la mano sagrada de Jesús… El hombre llegó
con un salto, de la nada, con sus piernas largas y su vara mágica, ¿o
era una espada? Se acercó directamente a Haydée (si aún podíamos
llamarla Haydée, claro, ahora que ya no tenía su espíritu y demás…),
la tocó con la vara mirándola desde arriba, mirándola en su trance,
pálida, inconsciente, y se puso a clamar en nombre de la reina de los
espíritus y de la Corte Africana y de la Corte Médica y así prosiguió
por mucho tiempo y luego desapareció, igual, de un salto. Años más
tarde, precisamente en ese lugar un guardia violó a una amiga mía.
Cuerpos abiertos… Diferente si eres hombre, supongo…
—¡Si no puedes enfrentar esto, nunca entenderás lo que mantiene
al todo unido! Déjame que te cuente —dijo.
Me ofreció un tabaco, encendimos cada uno el suyo; mi cabeza
daba vueltas; su voz se tornó distinta:
—No hay justicia sin fuerza —aclaró.
Su uso continuo de eslóganes me resultaba exasperante; entonces
me tomó de la muñeca:
—Y que te quede esto bien claro, amigo mío. No se trata de una
violencia ajena a ley o a razón.
A través del humo, alcanzaba a percibir su mirada fija en las ceni-
28 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

zas. Escuché oleadas de sonidos, atravesando en cascada los cañavera-


les, acercándose precipitadamente: el mundo se abría a una infinitud
de ranas que cantaban a la luna en el horizonte, sus torsos vibrantes,
el fango milenario relumbrando bajo la fría luz. A través del humo,
desde los campos, alcanzaba a verse la montaña: no parecía un lugar
al que fuera bueno ir, sin embargo estábamos obligados, ya que ahí
era donde comenzaba la búsqueda de la justicia divina.
—El peligro de los lugares sagrados no es nada comparado con lo
que pasa si éstos quedan inmersos en la poética del ser estatal —de-
cía.
Se esforzaba por destacar su voz entre el croar de las ranas que,
agazapadas, imitaban los colores lustrosos de la luna sobre un cielo
moteado, desgarrado por expectativas.
—Caída libre, el vacío bajo tus pies: eso es lo que te quiero contar,
porque vives en otro tiempo, un tiempo en deuda con el tiempo sa-
grado pero en el que los dioses han tenido que desaparecer dentro
de la lengua misma…
Podía escucharla tronar los dedos, como disparos, invocando a los
espíritus para que detonaran la violencia de esa ley en la que la muer-
te yace encapsulada, como en capilla ardiente, donde los tabúes, las
historias particulares y las figuras de la imaginación yacen en espera.
—Tenemos que cruzar ese límite —dijo.
Nunca la había visto tan serena y quieta como ahora, ahí, con todo
su estar-ahí; me refiero a la reina de los espíritus: serena, en el medio,
una de las tres potencias. Verla así me dejo paralizado y frío, como
un muerto. ¿Era éste el punto en que comenzaba mi búsqueda de la
justicia divina?
2    LA MONTAÑA

Nos tomó la mayor parte del día; en la cima, a un lado del arroyo,
había una gran roca del tamaño de una casa, ceñida completamente
por las raíces de un árbol. Una escalera permitía subir del arroyo al
peñasco, en cuya cima alguien había colocado una diminuta lámina
de fierro doblada, que hacía las veces de un techito, y la había pintado
con los colores patrios; bajo el espacio creado por la lámina había
una veladora encendida. Un letrero que colgaba del árbol anunciaba
que éste era el Palacio del Libertador: colgaba tan pequeño y, a la
vez, proclamaba algo tan majestuoso que el artificio asumía una lúcida
ternura.
Detrás de la roca una pequeña cascada corría, vigorosa, entre dos
piedras redondas que brillaban con el rocío del agua.
—Es la fuerza del Libertador —aclaró Ofelia Moscoso, la curande-
ra, con su modo directo, y señaló la cascada.
Ofelia recostó a Haydée sobre una piedra lisa que estaba junto.
—Es muy buena para los negocios, para el dinero, y para todo
asunto relacionado con el gobierno —añadió.
Al igual que millones de cortadores de caña, cavadores de zanjas,
fabricantes de camas, cocineros y trabajadoras domésticas, Ofelia Mos-
coso había llegado a este país rico en petróleo hace muchos años, pro-
veniente de la vecina república de Costaguana. En la época colonial
los dos países habían formado parte del mismo Virreinato, pero ahora
estaban cruelmente separados; los inmigrantes costaguanos eran in-
mediatamente tildados, como es habitual, de rateros, y las inmigran-
tes, de prostitutas: un encantador testimonio de esa efervescente ló-
gica del tabú que, a través de toda la historia mundial, siempre ha
asociado el sexo y el crimen con la frontera del Estado del todo.
Los costaguanos pagaban una suma para adquirir documentos mi-
gratorios falsos, aunque, a decir verdad, no había gran diferencia en-

[29]
30 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

El Palacio del Libertador

tre hacer esto y “comprar” los documentos no falsos con oficiales del
Estado que aceptaban una “tarifa extraoficial” o “peaje”.
Al igual que lo oficial y lo extraoficial, lo auténtico y lo falso eran
dos caras del mismo ente estatal: ninguno podía existir sin el otro y
esta confusión estratégica, junto con el misterio que encerraba, se
mostraban, amplificados dramáticamente, en la frontera que dividía
a las dos repúblicas. ¿A qué nos referimos con “amplificados dramáti-
camente”? Nos referimos a la ritualización pero, más específicamente,
a la literalización (como si se tratara de un escenario) del misticismo
de la soberanía. El procedimiento es como sigue: tienes que pasar tus
documentos por un agujero semicircular que se ubica a la altura de
tu cintura en una pared de vidrio polarizado; ellos te ven a ti pero tú
no puedes verlos. Cabe la pregunta: ¿quién mira con más intensidad?
Luego, oyes un ruido sordo, un golpe: una fuerza primigenia ha sido
LA MONTAÑA 31

alterada; no es que se haya roto una regla, el problema es no conocer


el procedimiento de la regla o, incluso, ni siquiera saber que la regla
existe. La presencia que se encuentra al otro lado del vidrio se rehúsa
a acercarse siquiera quince centímetros para recibir los papeles: éstos
deben empujarse hacia adentro, deben penetrar en el oscuro vientre
del territorio oficial (que sólo conoce el padre, poseedor de todas las
mujeres, con su panza abultada y su bigote hirsuto).
—¡La tarifa! ¡La tarifa!, ¿dónde está la tarifa? —brama la voz al otro
lado del vidrio.
La pasmosa animalidad de su exigencia que da golpes sobre el es-
critorio indica sólo una cosa: se trata de la “tarifa extraoficial”. Parece
como si el Estado del todo tuviera dos discursos: demasiado o insu-
ficiente. El primero corresponde a la grandiosa retórica, el segundo
al silencio de lo impronunciable: la “tarifa extraoficial”. Esto, lo no
pronunciado, no es tanto el límite del lenguaje como su presuposi-
ción: se trata de la reina de los espíritus, que está presente detrás del
Libertador.
Ofelia Moscoso tenía once años cuando llegó; mucho tiempo se
ganó la vida comprando ropa en la zona libre, es decir, la zona donde
están los comercios “libres de impuestos” (“libres de impuestos” aquí
es una expresión más o menos equivalente a “tarifa extraoficial”).
Ahora, sin embargo, es una curandera de modestas aspiraciones que
trabaja con los espíritus de su nueva patria y hela aquí, junto al Pala-
cio del Libertador, extrayendo la magia del Estado para poder lidiar
con el Estado. Una exiliada que se siente en casa con los muertos del
país extranjero y que ha aprendido y sobrevivido sobre la marcha,
cerrando el círculo entre lo auténtico y lo falso, entre lo oficial y lo
extraoficial.
Recuesta a Haydée de espaldas, resplandeciente con su camisón
blanco, ahí en la selva, en la cima de la montaña, su cabello pintado
de rojo se esparce como encendido sobre las rocas grises y, por pri-
mera vez, la induce al trance, golpeteando lentamente una lata que
debió sacar del montón de basura. Haydée yace como un cadáver por
un rato, un rato que parece una eternidad entre las trémulas llamas
de las veladoras, hasta que Ofelia rompe el encanto encendiendo el
círculo de pólvora que la rodea: un tronido estrepitoso y luego el
humo que se detiene en su pelo rojo y lentamente se eleva por entre
las ramas hasta alcanzar la claridad del cielo, más allá.
Ofelia repite la operación para el esposo de Haydée, ausente; usan-
do talco, traza el contorno de su cuerpo sobre la roca y pone ahí su
32 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

playera y sus shorts. Mecánicamente golpetea su tambor, tam, tam; y


esperamos… parecen transcurrir horas… tam, tam… la cascada bor-
botea, las mariposas retozan, la flama de las veladoras se estremece,
temblorosa.
El descenso fue lento, como las hojas que se desplazan parsimonio-
samente entre el laberinto de rocas y troncos gigantescos, depositán-
dose como sueños y guirnaldas de recuerdos y banderas que ondean
entre altares solitarios y restos de otros altares desperdigados a lo lar-
go del arroyo. No había nadie: sólo nosotros y las almas de los muer-
tos; era un día entre semana. Ofelia nos hizo que nos bañáramos en
un estanque en cuyas aguas había vaciado perfumes: un perfume di-
ferente por cada uno de los posibles problemas que nos pudieran
asediar allá en el mundo inferior; unos pececillos translúcidos con
rayas negras en el lomo nos daban menudos mordiscos.
Al pie de la montaña vadeamos el río y pasamos los jacales de los
guardias, taciturnos y refunfuñando como siempre. ¿Sorprendidos
de que regresáramos vivos?, ¿decepcionados porque no nos había
ocurrido nada malo?, ¿o simplemente idiotizados de aburrimiento?
Eladio agitaba su muñón (todo lo que quedaba de su brazo dere-
cho), los otros daban sorbos a sus pepsi-colas y se perdían en mira-
das vacías, de vez en cuando acariciando el rotundo horizonte de su
barriga. ¿Peregrinos?, habían visto tantos… y los seguirían viendo…
el tiempo, eterno, era como una entidad que descansaba sobre sus
amplias barrigas que, rítmicamente, se alzaban y descendían. Sale el
petróleo, entran autos, municiones y videos. Sus estómagos masculi-
nos se alzan trémulos: vibrato. Las ranas en la noche, entre el cieno
de los cañaverales detrás de esos jacales, bajo los grandes postes de la
línea de electrificación sacuden los cielos. El edificio de la refinería
de azúcar brilla en la noche. La reina de los espíritus se halla en cal-
ma, distante en su lago de cera derretida y colillas de puros.
Poco más de una hora después ya habíamos cruzado el pueblo,
repleto de inmigrantes (italianos, griegos, portugueses, palestinos,
españoles, libaneses y un relojero ruso), y nos hallábamos los cuatro,
figuras solitarias en el horizonte, esperando el autobús, mientras los
autos, apurados por asuntos de suma importancia, se precipitaban
por la carretera de cuatro carriles que, majestuosa, se perfilaba hacia
la capital.
Muchos años después me enteraría de las muchas cosas que po-
dían ocurrir en aquel majestuoso tramo de carretera… La historia
del joven adinerado de la capital que había ido a visitar la montaña
LA MONTAÑA 33

por primera vez y había llevado a su esposa y a sus hijos: al principio


todo les había parecido fascinante; “ver a la gente, oprimida pero
maravillosamente viva, levanta los ánimos”, mas luego, al caer la no-
che, la cosa se había ido poniendo más y más escalofriante… a fin de
cuentas, “¿cuántos indios puedes ver en un solo día?, ¡y esas miradas!,
como perdidas, ¿a poco no?, ¡y esas barrigas!, ¿serán un efecto de la
posesión de espíritus? Mejor vámonos…”, se meten en el Chrysler,
pasan las letrinas y el altar del Indio Macho con ese agujero descon-
chado en el coño de la reina de los espíritus y pasan aquel pueblo feo
para llegar por fin a las suaves curvas de la carretera hacia la capital…
pero entonces, aparece un horrible camión inmenso que los va per-
siguiendo todo el camino, camión del infierno que se les pega no
importa cuánto aceleren… como una lapa se les va pegando, siempre
a un instante de alcanzarlos. ¿Te imaginas?: que te ocurra eso, así, en
la oscuridad de la noche, esas curvas de las colinas desiertas, esa tierra
de nadie de la carretera (uno de los lugares más crueles del mundo,
habría afirmado el viejo marino si hubiera vivido más tiempo). Olví-
date de los ríos como serpientes que antes eran el equivalente de las
carreteras y se extendían hasta lo más íntimo de los continentes; olví-
date también de las rutas ferroviarias, esos escenarios decimonónicos
de espantos al acecho, de estruendos y chirridos. Todo eso se queda
atrás comparado con los faros del camión que te deslumbran desde
atrás, casi pegados a ti, a escasos centímetros, mientras tú vas virando
el volante, para acá y para allá, siguiendo la carretera que se proyecta
por entre los altares de los camioneros muertos; nunca se separa ni
un metro de distancia, no importa cuánto pises el acelerador… ¿No
es esto una versión moderna del demonio? Maleficios que adquieren
la forma de un camión que te persigue a toda velocidad desde la mon-
taña de la reina de los espíritus… es la perdición, el aciago destino
que se acerca: ¿quién se atrevería a provocar al destino internándose
en la montaña sin la compañía de alguien que conozca bien a los
muertos?, ¿acaso pidieron el permiso de la reina de los espíritus?,
¿acaso visitaron los altares de la entrada, el primero de los cuales es el
del Indio Macho, situado justo enfrente de la reja de la refinería de
azúcar?, ¿acaso se sentaron frente a un altar, más quietos que la quie-
tud misma, a fumarse un puro e interpretar las señales en las cenizas,
tronando los dedos como tiros de pistola?…
Nos tomó la mayor parte del día: eso fue en 1983 y habíamos lle-
gado de la capital en autobús. Narcotizados por el intenso calor de
la tarde y por el zigzagueo de la carretera entre valles con campos
34 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

sin gente, completamente dedicados a la producción agrícola, perdi-


mos la noción del tiempo. A los lados de la carretera a veces se veían
naranjas, acomodadas en montones, para su venta; pasábamos lagos
contaminados; cruzábamos una tierra que se asaba bajo el ardor del
sol y que quizás nunca debió ser atravesada así… Dos mujeres se su-
bieron al autobús y el conductor nos aseguró que ellas se cerciorarían
de que nos bajáramos en la parada correcta; él estaba enterado de
todo lo relacionado con la montaña mágica, sabía todo sobre la reina
de los espíritus. Al paso del tiempo, me fui dando cuenta de que es-
tos encuentros casuales eran los más adecuados para hablar de ella;
encuentros entre extraños que se cruzaban por azar pero que, sin em-
bargo, resultaban momentos de confianza y familiaridad, momentos
de controlada camaradería: encuentros fugaces en el autobús, en un
taxi, en la gasolinería, en la recepción de un hotel, en un restaurante,
o mientras hacías cola en alguna parte, o sentado en una banca junto
a un extraño… ¿Qué tipo de conocimiento es éste —podrías pregun-
tarte— que con su inmensa ambivalencia pisotea y desdeña, por un
lado, la página impresa y, por el otro, ocupa un espacio social super-
ficial pero, a la vez, refinado, en el que no sólo puedes abordarlo sino
incluso, según sus propias reglas específicas, discutirlo con suma pro-
fundidad? Sin embargo, ¿acaso no son los muertos la quintaesencia
misma de la intimidad entre extraños?
LA MONTAÑA 35

Este conductor no había intentado disuadirnos, como sí lo había


hecho el taxista que, moviendo la cabeza sugería, casi imploraba:
“Mejor vayan a visitar a la Virgen del otro lado de la montaña, la santa
patrona de la nación”. Se refería a la Virgen oficial, en vez de la reina
de los espíritus (que era la virgen “extraoficial”) y mostraba un ge-
nuino temor: la mera mención de este espectro había suscitado en él
una clara y lamentable cobardía. Por doquier podías sentir la misma
reacción: los ricos se mostraban tan asustados como los pobres, quizás
hasta más… Circulaban historias de extrañas desapariciones y laberín-
ticas cámaras subterráneas donde se practicaban sacrificios humanos,
¡sí, señor, se lo juro! Se hablaba incluso de visitaciones todavía más
aberrantes de espíritus insidiosos en el lecho de señoritas adolescen-
tes e historias de asesinatos brutales que la gente había oído cuando
eran niños de boca de sirvientas o de abuelos. Adornadas con innu-
merables detalles en cada nueva narración, estas imágenes combina-
ban miedo y fascinación con cierta peculiar prohibición innombrable
que forzaba al pensamiento a recluirse en un vacío de silencio ubi-
cado en el corazón mismo del lenguaje. Nada de esto, sin embargo,
ocurrió con el conductor de este autobús (que ni se inmutó), ni con
nuestra nueva amiga Ofelia, serena y sonriente emisaria del destino.
Nos bajamos pues del camión y caminamos bajo el puente hacia el
pueblo que se extendía, colina abajo, con sus panaderías y tiendas de
ropa, sus mercerías, vinaterías y tienditas de objetos mágicos, su igle-
sia moderna y su plaza central con su estatua del Libertador donde
los hombres se reunían en pequeños grupos, siempre de pie y apre-
tando con una mano su hombría. En el pueblo, el horizonte estaba
completamente cubierto por monótonos edificios de concreto, de un
piso o dos, adornados con una maraña de alambres eléctricos y toda
suerte de cables, veías carros que vagaban en círculos y unos cuantos
taxis desaliñados que esperaban para llevar a la gente a la montaña.
Ofelia se internó en una de esas espléndidas tiendas de objetos má-
gicos que abundan en este país y que, por alguna curiosa razón, sue-
len llamarse perfumerías. Compró velas de los colores patrios (rojas,
azules y amarillas) y otras blancas; compró un poco de talco, flores
y frascos con esencias que se decían propicias para los negocios, la
buena fortuna, el dinero o para abrir el camino.
Desde 1985 el Estado del todo emite licencias y permite la venta
y la producción de estas esencias como “cosméticos” y quizás sea por
alguna de estas contingencias históricas accidentales que estos esta-
blecimientos dedicados a abastecer magia a escala nacional se llama-
36 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

ban (o se se siguen llamando) perfumerías; un término que —como


una suerte de voluntario engaño avalado por el Estado mismo— es
equivalente a esas otras frases de “zona libre de impuestos” y “tarifa
extraoficial”. Estos términos son ejemplos de un fenómeno maravillo-
so mediante el cual aquello que se opone al rigor de la Ley comparte
sus expresiones lingüísticas y su poder. La “tarifa extraoficial”, por
ejemplo, pertenece tanto al mundo de lo oficial como a una suerte de
parodia burlesca de ese propio mundo, en tanto que se refiere a un
soborno que es ilegal pero que se ha convertido en tal grado rutinario
que ya resulta esencial para poder ejercer gobierno y control. Lo que
hace que esto pertenezca a la órbita de la magia del Estado es, por
supuesto, junto con el engaño detrás del procedimiento de mímesis y
alteridad, la simultánea admisión y negación de esta necesaria pero,
de otro modo, absolutamente evidente contradicción. Para que la co-
rrupción se pueda mantener con tal intensidad como un secreto a
voces conocido por todos es absolutamente necesaria la empecinada
negación de su existencia. Decir que el Estado es corrupto no tiene
ninguna relevancia porque para que la corrupción sea sistemática es
indispensable que exista su opuesto también sistemático: un régimen
de Derecho. En el centro de esta turbulencia ya podemos ver la metó-
dica figura de Ofelia que se inclina sobre el cuerpo tendido de Hay­
dée, con ondulante vestido blanco, junto al Palacio del Libertador al
lado de la cascada que brota entre relucientes peñascos.
—Ah, sí… fue en 1985, ése fue el año —aclara la señora Bolívar,
refiriéndose al año en que el Estado determinó que las esencias mági-
cas, clasificadas como cosméticos, serían ahora mercancía legal.
La señora Bolívar era diminuta. Vestida completamente de blanco,
se hallaba sentada con ademán elegante en una gran silla de mimbre
y se abanicaba para tolerar el sofocante aire de la tarde. Era la due-
ña y administradora de una pequeña fábrica que producía esencias
mágicas en la parte trasera de su hogar y que se hallaba a muchos
kilómetros de distancia hacia el poniente, en las colinas densamente
pobladas que circundaban un gran lago contaminado. Explicó que
antes de 1985 la policía detenía los camiones que distribuían sus pro-
ductos por toda la república. La materia prima básica de las esencias
provenía de Francia y era terriblemente cara, según nos precisó, y
ahora muchas fábricas sólo embotellaban agua pintada. Todo parece
indicar que incluso el negocio de las esencias mágicas está plagado
por la corrupción y el fraude; el país entero se encamina al infierno
en una botella de esencia mágica…
LA MONTAÑA 37

—Este negocio es pura etiqueta —afirmaba continuamente—,


pura etiqueta.
Pidió a una de sus hermosas hijas que trajera un pesado y muy pre-
ciado álbum que contenía todas las etiquetas que había usado desde
que entró en el negocio a comienzos de la década de los setenta; reía
abiertamente y era muy divertido verla.
—Pura etiqueta —decía entre risitas.
No obstante, está muy orgullosa de la calidad del producto que
ofrece: para distribuirlo legalmente era absolutamnete indispensable
que su trabajo fuera periódicamente evaluado por el Estado, que en-
viaba a una experta para tal propósito.
—Por supuesto era un puesto político —dijo, con una sonrisa en
sus ojos— y la doctora no sabe nada en realidad. Tuvimos que ense-
ñarle.
Ahora la demanda de su producto rebasa sus capacidades: las per-
fumerías a las que surte se encuentran por todo el país. ¡Algunas com-
pran el camión entero!, y le llegan pedidos incluso de Costaguana y
de Miami.
La perfumería en la que estábamos con Ofelia y con Haydée ven-
día esencias para un espectro bastante sustancial de esperanzas y
desesperaciones humanas, además de polvos diversos y una amplia
variedad de imágenes y diferentes licores. Los indios sólo van por la
bebida barata local y puedes ver a estos indios en las etiquetas de las
botellas. Los vikingos buscan bebidas extranjeras caras —whisky, por
ejemplo— como el propio Libertador que, aunque es de por acá, es
una figura que inspira profundo respeto: con él sólo puedes beber
con un pequeño vaso de licor, nunca de la botella misma. La mayoría
de las repisas y mostradores estaban ocupados por estatuillas y retra-
38 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

tos de la reina de los espíritus, el Libertador, el Negro Felipe, Negro


Primero, la Negra Matea, el Ánima Sola, el dictador Juan Vicente Gó-
mez, muerto hace tanto, con su uniforme (sólo la cabeza y la parte
superior del torso), el alma del Desertor de Guengue, igualmente
aterradora, el doctor José Gregorio de tan buen corazón, el Fragmen-
to del Testamento del Libertador, indios de las llanuras de Estados
Unidos con magníficos tocados de guerra, un sonriente Buda obeso,
un par de vikingos y muchas, pero muchas cabezas de indios salvajes
con gestos y expresiones terribles.
—Uno de los bravos… —me respondió un niño de diez años cuan-
do, semanas más tarde, le mostré el medallón que compré, del tama-
ño de un pulgar, con la estampa de una de estas terribles cabezas.
En el anverso del medallón estaba el indio en delicados colores
pastel, en el reverso un perfil repujado de Jesús, sin color, sólo las
marcas del repujado: Jesús… ¿en el reverso? ¿Qué pasó pues con las
costumbres de antaño? Cuando leías sobre sincretismo en algún Otro
Lugar, siempre era al revés: Jesús en el frente y los dioses paganos
escondidos detrás. Si sencillamente se hubiera descartado a Jesús, lo
entendería, pero esto de ponerlo al reverso suscita inquietud: ¿Un
Jesús al reverso? ¿Será que ahora se adora a Jesús secretamente, detrás
de una fachada pagana?
Ofelia gastó mucho dinero en flores y esencias, por lo menos el
sueldo de una semana. Nos obligó a cada uno a comprar una cruz de
Caravaca para ponernos en el cuello como protección cuando nos
LA MONTAÑA 39

acercáramos a la montaña. La correa de la que pendía la cruz estaba


hecha de listones trenzados con los colores patrios; también había
franjas para el brazo y cinturones tejidos con los colores patrios; todos
para protección.
Mas, ¿por qué necesitábamos tanta protección y de qué se nos es-
taba protegiendo?
Junto a la profusión multicolor de imágenes y figuras, perfumes y
polvos, había un libro solitario, por un precio equivalente a 45 dóla-
res, escrito por la cubana (luego exiliada) Lydia Cabrera y publicado
en 1948. Su título El monte, puede entenderse, dado su contenido y
la polisemia de la palabra, lo mismo como “la vegetación sagrada”
que como “la montaña”; era un estudio impresionantemente erudito
de los rituales afrocubanos que extraen poderes de la selva —o, más
bien, poderes que derivan de la atribución de fuerzas mágicas a la sel-
va como una metáfora del trascendental inframundo que define a la
ciudad de la colonia europea y su civilización—; pero con ese precio
¿quién lo iba a comprar, por más extravagante que fuera?
El párrafo inicial asevera: “persiste en el negro cubano, con tena-
cidad asombrosa, la creencia en la espiritualidad del monte. En los
40 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

montes y malezas de Cuba habitan, como en las selvas de África, las


mismas divinidades ancestrales, los espíritus poderosos que todavía
hoy […] teme y venera, y de cuya hostilidad o benevolencia siguen
dependiendo sus éxitos o sus fracasos”.
Al caer la noche nuestro taxi ya se aproximaba a la imponente
mole de la montaña, la carretera se volvió un camino de terracería
lleno de baches con amplias cunetas a ambos lados para permitir el
drenaje; las ramas de los árboles de matarratón se arqueaban sobre
el camino formando una suerte de techo y a los lados, clavadas sobre
los troncos de los árboles, líneas de alambre de púas enmarcaban las
formas prehistóricas del ganado que pastaba frente a los cañaverales.
Ofelia estaba contenta y muy alerta; me preguntó si quería un cigarro.
—¡No! —contesté.
—¿No quiere aprender brujería? —preguntó el taxista.
¿Quién lo había invitado a la conversación, a todo esto?
—¡No! Ya sé brujería —respondí.
—Bueno, pues aquí podrá aprender alguna que otra cosa —dijo
entre risitas.
¡Ah!, estos taxistas que te llevan a cualquier parte y te cuentan cual-
quier cosa!
—Hace unos días —continuó— a un grupo de treinta peregrinos
les robaron hasta los zapatos, los dejaron sin nada allá en la montaña
—se divertía mientras contaba esto—, hay que andarse con mucho
cuidado…
Y precisamente nos estaba llevando hacia el abismo del que habla-
ba; estos taxistas que te llevan a cualquier parte, te cuentan cualquier
cosa.
Estuvimos en camino como media hora, pasamos el altar del In-
dio Macho a la entrada de la refinería; había carros estacionados y
veladoras encendidas en el altar; gente de pie que fumaba tabacos y
se tragaba el humo en grandes bocanadas de hambre espiritual para
luego leer, entre las cenizas, una señal que concedía el permiso para
proceder hacia la montaña. El altar del Indio Macho era una suerte
de Control Migratorio. Tras el altar las luces de la refinería titilaban y
el humo de la inmensa chimenea desdibujaba aquella oscuridad que
se dilataba por todo el cielo.
Es extraño pero en todas mis visitas a la montaña desde 1983 no
creo jamás haber visto un solo vehículo que entrara o saliera por el ac-
ceso a la refinería de azúcar: era como si la refinería se manejara sola.
Muchos años después, una vez que estaba solo con Virgilio, sorteando
LA MONTAÑA 41

lentamente ya de noche en su viejo taxi los múltiples baches del cami-


no, oyendo a algún ranchero que se lamentaba en el reproductor de
cintas artrítico de su coche, caí en la cuenta repentinamente de que
existía una profunda afinidad espiritual entre la refinería y la mon-
taña a pesar de que parecieran tan diferentes: la montaña era toda
una fábula mientras que la refinería era severamente real (a pesar de
sus luces titilantes) funcionando sin cesar las veinticuatro horas del
día. Los obreros laboraban hasta en Navidad; en Viernes Santo se los
podía ver quemando cañaveral; nunca paraban.
Quizá lo que percibí es que la refinería y la montaña servían para
reflejarse mutuamente y así revelar algo importante de cada una que,
de otro modo, sería imperceptible o inaccesible: eso interesante e im-
portante era que mientras la montaña, por supuesto, se erguía como
una brillante obra de la imaginación, como un espectáculo o como
una asombrosa obra maestra, la inmensa refinería de azúcar que se
hallaba a sus pies, a primera vista, no lo parecía en lo absoluto. Más
bien parecía un elemento natural de este ambiente, o al menos algo
mundano, secular, no extraordinario, algo que podía darse por sen-
tado. Mientras que la naturaleza se celebraba en la montaña como
parte del encanto que era dominio de la reina de los espíritus, señora
de serpientes y dragones, la refinería era algo perfectamente natural
en tanto que pertenecía al dominio de lo utilitario, de lo eficiente, al
mundo del trabajo asalariado y el comercio moderno. Sin embargo,
justo al llegar a esta percepción empezabas a sentir que había algo
más detrás de la refinería… quizás se debía a lo definitivo de su proxi-
midad con la montaña que, envuelta entre neblinas, estaba dedicada
al derroche sin utilidad alguna. Y es que la montaña propagaba una
suerte de contagio que atravesaba las fronteras demarcadas por el
río, la ondulante línea del cañaveral y los postes de alto voltaje que
bordeaban su base; su presencia se proyectaba como un manto que
trepidaba sobre todos los campos y —como si estuviera predetermi-
nado— precisamente ahí, en ese punto donde todo el mundo tenía
que atravesar el Control Migratorio para poder acceder a la montaña,
precisamente en ese punto marcado por el altar del Indio Macho y
la entrada a la refinería, la montaña exigía un pago: el dueño de la
refinería, el cubano, ha pactado un contrato con la reina de los espí-
ritus: ella exige vida humana, de otro modo la producción se detiene.
Esto lo sabe la gente que vive en el asentamiento de Aguas Negras,
a cuarenta kilómetros, al final de un camino de lodo rodeado de un
océano de caña de azúcar: lindas casitas de madera, una escuela de
42 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

tabiques de concreto con murales coloridos del Libertador y escenas


que representan las guerras anticoloniales, todo pintado con el más
puro estilo “infantil”, creado y promovido de manera oficial. Es un
pueblito principalmente de migrantes: cortadores de caña negros de
la república vecina en donde reina la pobreza y la violencia; hombres
(a veces acompañados de sus familias) que vinieron desde los ríos de
rápidas corrientes y las selvas de la costa del Pacífico.
—Mi papá nunca ha trabajado para la refinería de la montaña
—aclara una niña—; ahí la reina de los espíritus exige la vida de un
obrero cada tres meses.
Esto es lo primero que siempre te cuentan sobre la reina de los
espíritus; esto —y acaso nada más— es lo que la reina significa para
ellos. A algunos los conozco desde 1969, muchos años antes de que
cruzaran la frontera.
Tal es el caso de Luis Manuel Castillo, que nació junto al mar en
el pueblo más caluroso de todos, a unos 65 kilómetros de distancia;
tiene 74 años y vive solo, trabaja un terreno en las colinas, unos ki-
lómetros al norte de la montaña. Una hamaca verde de nailon en
una esquina y unas cuantas cajas de cartón son todo su mobiliario. Él
cuenta que oyó por primera vez de la reina de los espíritus cuando
tenía 22 años y trabajaba de obrero en el Departamento de Obras Pú-
blicas; la gente afirmaba que el contrato que la reina de los espíritus
tenía con el cubano dueño de la refinería exigía un obrero muerto a
la semana. Eso era en 1940.
Luis Manuel Castillo recuerda con toda precisión a un hombre
que recibía un salario muy generoso por pintar la chimenea de la refi-
nería: todos los días lo veían avanzar heroicamente en su afán, metro
a metro, ascendiendo como una mariposa que emerge de la crisálida,
transformando la chimenea detrás de sí. Llegó a la cima pero en el
borde se tambaleó, perdió el equilibrio y cayó dentro: quedaría car-
bonizado… una mariposa atrapada en la hoguera.
Hace diez años empezó a circular otra historia, según nos cuenta
Luis Manuel: la reina de los espíritus ya no estaba satisfecha con las
almas de los humildes quienes, a fin de cuentas, sólo hacían lo que
tenían que hacer: ganarse el pan para ellos y para su familia. Ahora la
reina quería el alma del mismo dueño.
Este relato nos quiere decir algo: es como un anuncio, un recor-
datorio traído del futuro, ciertamente por el destino, una señal que
la historia nos permite entrever para advertir un posible cambio de
trayectoria, un signo que se asoma por las entrañas del rencor y la
LA MONTAÑA 43

lucha de clases. Un hombre cae al horno de la industriosa industria;


se consume ahí como en un sacrificio. ¿Ahora ella quiere el alma del
dueño? Un hombre trepa solo, todos los días, es una silueta entre
el cielo y la montaña; el calor ardiente del sol, remolinos de lluvia y
neblina, el calor de la chimenea, una figura heroica, subiendo paso
a paso, la pintura que se esparce uniforme y perfecta detrás de él;
luego, su caída vertiginosa en el ano solar.
Luis Manuel luce completamente sano: lo vemos sin camisa, con
su sombrero de paja, sonriendo, con su amplio torso, blandiendo el
machete para un lado y para el otro. A pesar de ello, los hijos del due-
ño del terreno donde trabaja Luis Manuel, muchachos de la ciudad,
tienen otra opinión de los campesinos:
—El trabajo es demasiado duro y acaban por enfermarse.
—Caminan muchísimo y acaban encorvados de tanto cargar pe-
sado.
Son dos mundos separados por la rapidez, el peso, por el mucho
caminar y por la edad. Entran autos, municiones y videos… Dos mun-
dos que mantiene unidos la reina de los espíritus, pues estos mucha-
chos se la pasan mucho tiempo en los jacales al pie de la montaña;
aprenden toda clase de cosas de las mujeres que hacen de médiums
con los espíritus. Son amigos del hijo de una de las más importantes
médiums de la montaña. Ahora ella tiene dinero, es rica; su hijo va
en coche a la ciudad cercana y regresa en la noche con otros mucha-
chos para divertirse. Los muchachos conocen a los grandes ladrones
de autos que aceleran por la ciudad, saben comprar su salida de la
cárcel y colaboran con la corte criminal, la Corte Malandra, una de
las más poderosas aunque menos conocidas cortes de la reina de los
espíritus, compuesta por criminales que ayudaban a los pobres y que
la policía asesinó. Entre ellos están Chavo Fredy y Chavo Ismael; sus
jefes son Pedro Sánchez y Luis Segundo. En Quiballo, al pie de la
montaña, son muchos los que colaboran con ellos; la gente también
visita sus tumbas en la capital. Hasta donde sé no hay imágenes de
estos espíritus: cosa extraña.
Arreció la lluvia y nos quedamos dormidos en la hamaca verde;
Luis Manuel introduce una y otra vez su dedo meñique en una pe-
queña lata con una sustancia negra y pegajosa:
—Es tabaco —aclara—, pasta de nicotina. La consumen aquí los
campesinos, la encuentras por todas partes.
Como los puros que con tanto deleite fuman los peregrinos que
viajan a la montaña de todas partes del país, aquí tenemos otra huella
44 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

enfática del mundo precolombino (según lo hemos leído): ¿quién


podría olvidar el uso ritual de los tabacos (así en plural) que en el
siglo xvi nos reporta Oviedo para la zona del Caribe y la contigua
Tierra Firme, o la práctica actual de los hechiceros y brujos que in-
halan tabaco en el delta del Orinoco? Sin embargo, en el caso de
estos peregrinos se trata de una huella en especie pero no en sentido:
ninguno de los que disfrutan su tabaco pensaría ni por equivocación
que está recuperando una práctica indígena, mucho menos que se
trata de una sustancia “sagrada” para los indígenas. Qué curioso… el
elemento más indígena de estos entusiastas de lo indio, que acuden
en tropel a la montaña de la reina de los espíritus, es una sustancia
cuyo significado indígena está totalmente perdido en su conciencia.
¿Señala este sacrificio a la historia las limitantes o las fortalezas de
una historiografía materialista? ¿El sacrificio implica aquí una iden-
tificación con el ser que es sacrificado, una conciencia dividida que
no sólo muere sino también confronta la muerte y se regocija en ella?
¿Será acaso éste el origen de la obsesión no sólo con los muertos sino
también con el tabaco, con las formas caprichosas del humo del taba-
co, la cabeza que da vueltas o la continua disposición para leer signos
lingüísticos entre las cenizas, esas extrañas correspondencias que se
reavivan en la otra vida, es decir, en la vida después de la muerte del
propio tabaco?
El taxi avanzaba entre muros de cañaverales, no se sentía el más
mínimo soplo de viento. Al final del camino había media docena de
improvisados cobertizos de lámina. El taxista tomó su dinero y desa-
pareció dejando sólo un remolino de polvo. Quizás él tampoco que-
ría saber de brujería; un hombre canoso, con un muñón por brazo
y que traía sólo una camiseta salió y saludó a Ofelia llamándola her-
mana. Como si estuviera decidido a agudizar nuestra ansiedad, nos
aconsejó olvidarnos por completo de dormir en la montaña por los
ladrones y asesinos que merodeaban el lugar. Con la mirada de un pa-
ranoico sabelotodo veía al borrascoso horizonte y agitaba su muñón
para señalar un lugar donde recientemente había visto un grupo de
individuos sospechosos. Sus palabras se perdían en la cacofonía del
croar de ranas que, al caer el sol, empezaron a llenar la ensombrecida
bóveda del mundo.
Allá arriba: la fría silueta de la montaña; a nuestro alrededor: el
humo que exhalaba un grupo de hombres sin camisa y en shorts que,
frenéticos, daban grandes bocanadas y escupían, cada uno de ellos
como una efigie de condensada concentración, examinando obsesiva
LA MONTAÑA 45

y escrupulosamente las cenizas mientras giraban sus puros entre los


dedos al pie de una estatua de la reina de los espíritus.
Al avanzar por el camino, justo después de un largo cobertizo para
colgar hamacas, había otro altar. En él se hallaba una estatuilla de la
reina de los espíritus junto a otra del Libertador, la bandera nacional,
la cabeza del Indio Guaicaipuro con su gesto como mueca, un dibujo
en blanco y negro del Profesor Lino Valle (el erudito ermitaño de
la montaña, ahora muerto) que lucía bastante melancólico y varias
placas con mensajes como “Gracias Negro Felipe” y “Gratitud y Admi-
ración al Libertador por los Favores Recibidos”.
Nos sentíamos atrapados entre la montaña y estos guardias que
rezaban agazapados. ¿Por qué estaban ahí? ¿Por qué estábamos no-
sotros ahí? ¿Qué estaban haciendo? Uno de ellos se levantó de un
cubículo seccionado en la parte trasera del cobertizo: un hombre ex-
tremadamente obeso y adusto de unos treinta y cinco años, con shorts
apretados y un gran crucifijo que colgaba de su cuello y se acomoda-
ba entre los dos sudorosos pectorales, voluminosos como senos. Lo
llamaban Zambrano y tenía allá atrás una hamaca junto a un altar que
mostraba las Tres Potencias flotando sobre nubes de parafina y piras
funerarias de cenizas y colillas de puro. Venía de la capital y tenía una
traza de hombre de estudios, ademanes de profesor. La primera no-
che, su amante, un hombre joven de la república vecina, sin estudios,
esbelto y apuesto, me dijo que acababan de regresar de Haití donde
Zambrano había estado estudiando vudú.
—Es un brujo —añadió perentoriamente.
46 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

Años después Virgilio me contó que era en realidad un curandero


muy poderoso y un buen hombre. Era demasiado fanático para mi
gusto, pero años después entablaríamos una buena conexión; era di-
fícil imaginar qué lo mantenía en este lugar.
Nos preguntó si sabíamos de qué se trataba todo este asunto de la
reina de los espíritus y nos condujo al terreno detrás del cobertizo
justo en el límite donde comenzaba el cañaveral. Las estrellas relu-
cían en el cielo y él comenzó a explicar que esta montaña era para el
pueblo de su país lo que el Muro de las Lamentaciones era para los
judíos: aquí purificabas tu espíritu en comunión con la reina de los
espíritus. Su voz tremulosa oscilaba entre un imperativo y una peti-
ción: la reina había sido la hija del jefe indígena de esta comarca; los
europeos habían asesinado a su padre y luego persiguieron a la hija
que, huyendo, se refugió en la montaña y se internó en la espesura;
nunca nadie había encontrado sus restos. Ahora ella reside para siem-
pre en la montaña, regente de los animales, reina de las serpientes y
los dragones, patrona de los espíritus de los humanos muertos que la
historia preserva aquí convirtiéndolos en abono fértil.
—Son los indios —recalcó una y otra vez—, los indios son la fuente
primigenia de la regeneración espiritual de esta nación: ¡éste es el
único motivo, ésta es la única fuerza que atrae a todo el pueblo hacia
la montaña!
A sus espaldas, la montaña, proyectándose verticalmente entre las
sombras, parecía absorber su relato y se mostraba más colosal que su
propia historia. El lugar creaba una atmósfera propia y monumental,
en cuyo cuadro la historia era apenas una línea de subtítulos.
Años más tarde Katy me contó otra historia muy diferente: que la
reina de los espíritus no era una india sino una mestiza, descendiente
híbrida de una indígena y un conquistador (siglo xvi) y que se había
visto obligada a buscar refugio en la montaña hasta que fue rescatada
por el Libertador (nacido a finales del siglo xviii) que envió al Negro
Felipe a cuidar de ella.
Ahora bien, según un hombre flacucho y moreno que me encon-
tré alguna vez en la playa y que, caminando por la arena todo el día,
vendía ostiones (“Compre su vitamina C”, “Dele nuevo brillo a su mi-
rada”, “¡Vitamina C!”), allá en el lejano océano, más allá de la capital,
la reina de los espíritus, a quien adoraba con devoción, no tenía una
“raza” específica:
—¡No, no, no! No fue negra, ni blanca, ni india, ni ninguna mez-
cla de estas razas. Más bien —se detuvo un momento, en profunda
LA MONTAÑA 47

reflexión—, más bien ella misma era toda la nación. Así de sencillo.
Es más: su padre fue un vagabundo, su madre la golpeaba y un buen
día desapareció; se la llevaron los espíritus del agua, los encantados…
¿Y dónde podría estar ahora?, ¿dónde podría hallarse esta criatura
raptada?, ¿acaso daba vueltas?, ¿o se hallaba completamente perdida,
en el difuso reino de los encantados?, ¿y qué significaba semejante
destino para toda la nación? —se preguntaba y los ojos se le ilumina-
ban cada vez más.
Me temo que todas estas historias se habrían perdido en el relato
del gordo Zambrano: el cuento trágico que ahora nos contaba esta-
ba demasiado embebido del drama de los indios y la Conquista: la
muerte y la resurrección de la nación como mujer en un desgarrador
vuelco de la fortuna. Meneaba la cabeza tan sólo de considerar la ma-
ravilla y la belleza de semejante acontecimiento… A diferencia de los
peregrinos, afectados por alguna desesperación pasajera, Zambrano
vivía permanentemente en ese lugar; era un visionario y un perfecto
devoto. Año tras año lo veía ahí, en el mismo lugar, una suerte de
movilizador inmóvil, cada vez más y más gordo, sin afeitar, limpiando
continuamente el sudor que se escurría por sus anteojos. Dudo que
alguna vez se haya aventurado más allá de los confines de su cober-
tizo, dominado por el punzante y rancio olor del humo de su puro y
por las Tres Potencias; moraba en perfecta serenidad, enroscado en
el misterio de la raza, el sexo y la seductora violencia que caracteriza-
ba a esas historias de conquistas coloniales. Podía quedarse viendo al
vacío por horas enteras, una cabeza con lentes que, sostenida entre
las manos y apoyada en los codos, contemplaba a los peregrinos que
iban y venían en sus carros y en sus camiones alquilados. ¿Sabría él lo
que a mí me había contado Luis Manuel Castillo? Y si lo sabía, ¿qué
podía mantenerlo ahí todo el tiempo?
3    LOS ALTARES

Al puntear el alba vadeamos el río; atrás quedaban los guardias dor-


midos con sus atormentados sueños en estas tierras de muertos, ro-
deados de estatuillas de yeso y humaredas de tabaco que se escurrían
entre historias, épicas y familiares, en las que el Estado del todo gra-
dualmente se apoderaba de brillantes escenarios de emanaciones
sagradas. Alguien dio un grito; alguien destazó una lagartija de un
machetazo: la cabeza vuelta hacia arriba, las garras asidas fuertemen-
te a la tierra. Alguien tañía una guitarra; el sueño había quedado en
algún lugar remoto en el que los vivos y los muertos pueden yacer
claramente separados.
Cruzamos el río y nos internamos en la selva. No había sonido
alguno; los árboles eran pálidas columnas entre las que cruzábamos
como sombras caminando en fila india sobre terreno bien andado.
¿Cuántos, antes de nosotros, habrían pasado por aquí? Virgilio me
contó, muchos años después, que cuando él fue a la montaña por
primera vez, en los años cuarenta, sólo había tres Vírgenes y nin-
guna estatua, no había indios, ni africanos, no había gente de la
ciudad. En aquellas épocas no había tampoco posesión espiritual:
sólo había voces. Cuando Lino Valle, su padrino, el ermitaño que
vivió en la montaña, curaba a la gente, sólo invocaba las voces de
estos árboles.
Una tenue luz alcanzaba a filtrarse por el dosel de la foresta. Por
aquí y por allá encontrábamos sucias tiras de plástico de colores, ata-
das a los árboles.
—Peregrinos —explicaba Ofelia, mientras se apuraba.
Ahora, sin embargo, era un día entre semana y no había nadie a
la vista: los peregrinos suelen venir en fines de semana y días festivos.
La soledad era inmensa; sólo mosquitos (cuyos zumbidos eran como
gritos en este lastimero bosque) y el susurro de las hojas al caer.

[48]
LOS ALTARES 49

Lino Valle

Una y otra vez nos topábamos con perfiles dibujados con talco so-
bre la tierra y botellas de licor vacías junto a un mojón de piedras al
pie de algún árbol. A veces las marcas de talco tenían la forma de
algún difuso contorno de un cuerpo humano, otras veces formaban
patrones geométricos barrocos, como jeroglíficos que enmarcaban
los restos de alguna veladora, rodeada de fruta podrida y flores.
—Son vestigios de portales —explicaba Ofelia.
Era la primera vez que oía la palabra portal y su sonido me suscitó
una curiosa sensación; en vez de su sentido literal de “entrada”, “pór-
tico” o “zaguán”, aquí significa “altar” o “santuario”. Sin embargo,
¿a qué me refiero con “literal”? En realidad, un altar sí es una entrada y,
como “entrada”, la noción adquiere un sentido inesperado.
Para el neófito, cuyo oído no entrenado puede percibir la frescura
de las metáforas y alcanza a percibir aún, a través de la yuxtaposición
de imágenes, la entrada a un nuevo mundo, la misma palabra portal
50 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

era mucho más que una metáfora adecuada que vinculaba “entrada”
con “altar”. Se trataba de algo más allá de lo perfecto, la imagen —o
más precisamente la metáfora— de la metáfora misma; nada menos
que una asombrosa operación para conferir nuevo sentido a lo literal:
una maravillosa máquina productora de metáforas, específicamente
diseñada para implantar ahí mismo la escena de un espíritu que entra
a un cuerpo, la posesión como un acto de adquisición de corporali-
dad que activa imágenes que sólo la muerte y la memoria del Estado
pueden tornar preciosas.
Nietzsche aseveró que la metáfora es la operación constitutiva del
mundo humano gracias a que se olvida y queda absorbida en la rea-
lidad cultural que forma, como si fuera una verdad literal: “las verda-
des son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que
se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido
su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino
como metal”. La realidad es una suerte de truco, un conjuro por el
cual la iluminación poética se enciende por un instante sólo para lue-
go apagarse y convertirse en rutina, pero colmada de un valor mucho
mayor en virtud precisamen-
te de este acto de desvaneci-
miento. Así pues, ¿acaso no
basta la específica y singular
sacralidad de un portal para
resucitar del abismo esta va-
loración?
Arribamos a un claro inun­­
dado de luz y nos topamos
cara a cara con el primer por-
tal activo: el portal del Indio
Pluma Roja.
Se trataba de un hermoso
santuario: un diorama del
Estado como obra de arte,
que condensaba su magia
al grado de comprimirla
en una suerte de explosivo
montaje: un bucólico indio
de las llanuras de Norteamé-
rica con su tocado guerrero
de plumas estaba instalado
LOS ALTARES 51

sobre una suerte de escenario de juguete que representaba los sím-


bolos del Estado, con todo y la bandera nacional: había un busto co-
lor bronce del Libertador y una cabeza partida (pero con la corona
intacta) de la reina de los espíritus; el escenario se completaba con
una arrugada imagen de la Mano de Jesús, herida por el clavo —y
(por lo tanto) sagrada—, de la punta de cada uno de sus dedos podía
verse un santo que emergía. Otro retrato del Libertador, pintado
sobre la bandera nacional con colores vibrantes y mostrando todo el
vigor de la juventud, presidía sobre el retablo formando un magnífi-
co telón de fondo.
Pensé de inmediato en los medallones con el indio al frente y Cris-
to al reverso, porque aquí también, como un portal o una entrada
hacia el poder mágico, el indio con toda serenidad hacia parecer di-
minuta la mano sagrada del Estado-Nación en su cripta inferior.
Sobre el portal, Haydée colocó cuatro botellas de orina de amigos
suyos. Ofelia dispuso como ofrenda una naranja cortada en cuartos,
junto con veladoras de los colores patrios y tres tipos diferentes de
licor en vasos de plástico. Se sentó frente al portal por unos instantes,
concentrada: mientras fumaba un puro tronaba los dedos para “ubi-
car obstáculos”. Cuando las cenizas del puro le mostraron que todo
estaba en orden y podía proceder, comenzó su cura o, en sus propias
palabras, comenzó “a trabajar”.
Frente al portal esparció el talco dibujando el contorno de tamaño
real de una figura humana dentro de la cual acostó a Haydée mirando
hacia arriba. Puso a su alrededor cinco vasos de licor y 24 veladoras;
una vez que las hubo encendido todas (una imagen impresionante)
comenzó a dar golpecillos sobre una lata vieja que había encontrado
en la basura entre otras latas de desperdicio, envases de aceite de co-
cina, envases de jugo, vasos de plástico, flores marchitas, colibríes que
revoloteaban por ahí, mariposas y —si atendemos a la información
que el viento nos proporcionaba en olores— mierda humana.
Instalada en su círculo de flamas, Haydée, rígida como un cadáver
y con una palidez de muerte, cerró sus ojos mientras Ofelia tocaba su
tambor de lata.
De la nada, súbitamente, un negro muy alto y de rasgos angulosos,
con un tambor y una espada, o quizás una rama, saltó al claro como
una araña danzante; de la nada y sin hacer un solo ruido. Luego puso
la punta de la espada en la cabeza de Haydée, la bendijo con la señal
de la Cruz y rápidamente con un tono mecánico y muy agudo, recitó
una invocación a:
52 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

•  la Corte Celestial
•  la Corte Médica
•  la Corte Africana
•  la Corte India.

Ofelia siguió con sus golpecitos de tambor como si no ocurriera


nada en lo absoluto. El hombre con la espada (¿o era una rama en
forma de espada?) saltó fuera del claro y desapareció brincando entre
rocas y troncos caídos. ¿Era real? Por allá arriba había un grupo de
gente al que parecía estar acompañando. Una mujer gritó enfurecida:
—¡Cruzado! ¡Cruzado!
Y es que yo me había cruzado de brazos.
Haydée yacía inmóvil bajo el conjuro del portal. Luego afirmó que
había estado todo el tiempo consciente de lo que ocurría a su alre-
dedor; ¿así como el hombre había saltado, como una araña, desde la
espesura para bailar y bendecirla con sus invocaciones, así también
las figuras del portal quizás habrían emergido desde el espacio de la
muerte que era el portal para bailar a su alrededor y bendecirla?
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó Ofelia, con una voz can-
sada y aburrida.
—Unos diez minutos.
—Otros diez, entonces —aclaró con tono resignado.
Le dolían las yemas de los dedos; el sol ascendía por el cielo. Está-
bamos muy cansados porque no habíamos dormido casi nada.
Una vez que Haydée salió del perímetro caminando hacia atrás, le
pregunté a Ofelia qué era lo que había ocurrido y me contestó que el
espíritu del Indio Pluma Roja había estado ingresando.
—El tambor es para invocar al Indio… el tambor es para proyectar
luz —afirmó.
Secuestrado de las grandes llanuras de la imaginación imperial,
extraído desde otra historia de la bravura que circulaba en las mentes
de los vencedores, este Indio de las grandes llanuras de EUA era la
imagen que más intensamente soportaba la idea de primitivismo para
poder prestar testimonio y extraer la magia y el diseño sagrado (de
otra manera imposibles de articular) del Estado moderno. La imagen
del Indio era una suerte de llave que permitía el ingreso al interior
sagrado del Estado, al teatro de su mano sagrada que ahora se ex-
tendía hacia un populacho que podía poseer. Se trataba del secreto
interior que hallamos en el Estado moderno, la reina de los espíritus,
que perturbaba el Castillo de Kafka… “Cuando K. llegó ya era tarde.
LOS ALTARES 53

Una espesa nieve cubría la aldea. La niebla y la noche ocultaban la


colina, y ni un rayo de luz revelaba el gran castillo. K. permaneció
largo tiempo sobre el puente de madera que llevaba de la carretera
general al pueblo, con los ojos levantados hacia aquellas alturas que
parecían vacías.” En las perfumerías puedes adquirir ilustraciones de
los espíritus: algunas están enmicadas y se parecen a las Cédulas de
Identidad que emite el Estado, obligatorias para todos, incluso para
los niños, y diseñadas, como si fueran tarjetas de crédito, al tamaño
exacto para introducirse en la cartera. Al reverso de estas imágenes
de espíritus se pueden encontrar plegarias y oraciones dirigidas al
espíritu-santo para rezarlas en voz alta. Acaso Kafka tendría en mente
algo similar a estas oraciones cuando escribió sus “aforismos” y “pa-
rábolas”, como “El deseo de ser un piel roja” en un caballo a todo
galope que se inclina contra el viento y se estremece sobre un terreno
que también se estremece, hasta que la cabeza del caballo desapare-
cía junto con el terreno mismo. Este valiente piel roja posmoderno,
te mostrará los alrededores, habiéndose trasladado hacia el sur con
toda facilidad, sorteando fronteras hasta encontrar nuevos remansos
en estos afortunados terrenos de caza en donde la civilización se en-
frenta a la barbarie. Es la pareja perfecta: la confluencia etérea de
la razón y la violencia en el interior del Estado; es la constitución de
su propio ser. Se trata de un dios mortal, como lo llamó Hobbes con
toda precisión, pues ¿qué otra cosa más que una especie de sacralidad
podría mantener juntas en la herida de una mano estigmatizada la
promesa de la justicia y el monopolio del uso legítimo de la violencia
al mismo tiempo?
—¿Cuánto tiempo he estado con el tambor? —preguntó Ofelia.
Haydée se hallaba en otro mundo: como un cadáver en su círculo
de llamas, mientras el sol se tornaba más y más intenso.
Nuestro buen valiente te dará una vuelta… Tiene lo que se requie-
re en estos días para provocar esa descarga de negación que, como
por un chasquido de dedos, asume la forma de un ser sagrado, el
trabajo, como Ofelia insiste en llamarlo, el trabajo que chasqueando
los dedos propicia lo negativo; un santo para cada yema de los dedos,
el Indio Pluma Roja arriba, el Libertador y la reina de los espíritus
abajo; Haydée extendida mientras nosotros, al observar, completába-
mos la posesión espiritual de un cuerpo; Ofelia golpetea hasta que se
le acaban las yemas de los dedos: por la luz, por la muerte, porque
el trabajo del espíritu (escribió Hegel) “sabe afrontarla y mantenerse
en ella. El espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de en-
54 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

contrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento […] sólo es esta


potencia cuando mira cara a cara a lo negativo y permanece cerca de
ello”; pero Hegel no sabía (como nos lo aclara Bataille) hasta qué gra-
do estaba en lo correcto… había percibido el trabajo, la labor de lo
negativo, pero también debía haber percibido el juego… y, además,
Hegel no nos dice nada sobre el sexo.
Todo ese día subimos por la montaña siguiendo el lecho del río,
al margen del cual, como si se tratara de perlas ensartadas sobre un
cordel, había diversos portales (o restos de ellos) ingeniosamente in-
sertados en las hoquedades del terreno, entre las raíces retorcidas y
las grietas de las grandes rocas, como si la naturaleza estuviera pidién-
dole a los humanos que grabaran ahí sus imágenes para completar un
signo. Por aquí y por ahí había estanques flanqueados por rocas que
rodeábamos para continuar nuestro camino; a menudo las grandes
rocas estaban pintadas con los colores patrios.
Ascendíamos como sonámbulos, adormilados por el intenso calor,
sin embargo, no podíamos sino andar con aprehensión, incluso con
temor, ¿de qué?, no lo sé: ¿quizá de algún poder que con su genio
ritual permite que surjan entes inconscientes que enriquecen la men-
te, pero, a la vez, es capaz de mantener la leyes naturales en contra
de esos mismos entes? Debería haber algún arquitecto responsable
de este inmenso teatro de espíritus, pero claramente no había nin-
guno: todo iba en contra de la arquitectura. Sin embargo, ¿podría
realmente este anárquico terreno sagrado, tallado en la sociedad ci-
vil, emerger por sí solo, como un manantial del poder de espíritu que
caracteriza al Estado?, ¿o más bien era que temíamos la llegada de
algún ratero y por eso reaccionábamos ante cualquier ruido inespe-
rado?, ¿acaso algún asesino? Hubiera sido difícil no temer después de
tantas advertencias de los guardias. Sin embargo, tras esas amenazas
claramente acechaba algo más, algo más que rateros, violadores o ase-
sinos: otro tipo de peligro imposible de nombrar, sugerido, digamos,
por las figuras de éstos pero que iba mucho más allá de ellos, trastor-
nando así las cuestiones lógicas de causa y efecto: Si de veras había
aquí rateros y asesinos, ¿eran ellos la causa del miedo?, ¿o más bien,
en realidad había algo en esta montaña, algo que los atraía, como la
flama atrae a la polilla, y venían aquí a perpetrar sus crímenes y, así,
fortalecían la sacralidad de la montaña?
Este peligro no admite nombres, pero eso es lo que menos impor-
ta: el portal congrega este peligro, lo conjura con la urgencia de com-
pletar un signo que fue iniciado por la naturaleza misma, abierta con
LOS ALTARES 55

el terreno de esta montaña que se eleva hacia el cielo. Un portal, una


entrada, por definición, está siempre abierto, es una herida, nunca
una resolución.
Así es que estamos, pues, frente a Haydée inerte, como si estuvie-
ra muerta, yaciendo extendida bajo la mirada del Libertador y de la
reina de los espíritus, serena en este espacio de muerte de su infra-
mundo, bajo la mirada del valiente piel roja, traído desde las grandes
llanuras. Relucen los colores patrios, Haydée está en trance, Ofelia
golpetea la lata, el hombre que, de la nada, entra de un salto en el
círculo con la espada que es una rama (y toca a Haydée apenas con
ella) mientras invoca las cortes de la reina.
Esta capacidad para saltar desde la nada es contagiosa, ofrece una
línea de despegue y nos mueve también, empezando con la compren-
sión de que la necesidad de participar en la tormenta es un fin en
sí mismo y no es menos apremiante que la necesidad de explotar la
magia de la montaña para resolver los engorrosos asuntos del día con
día. En última instancia, esta pasión es precisamente el peligro que
genera la montaña y amenaza con propagarse más allá de su base,
atravesar el río y proyectarse más allá de los cobertizos de lámina de
los guardias, más allá de Eladio que, con un solo brazo, usa su muñón
para señalar paranoicamente, más allá del solitario Zambrano, de mi-
rada vacía pero astuto, encorvado alrededor de su puro, más allá de
los guardias y la entrada hasta alcanzar la autopista que majestuosa-
mente serpentea en dirección a la capital.
Este salto desde la nada con una espada que es en realidad una
rama es el salto que puede combinar violencia y sacralidad y que rea-
nima, espasmódicamente, la circulación de poder entre los muertos y
los vivos, entre el Estado y el pueblo. Aquí, el cuerpo se convierte en
aquel estado de la nada sobre el que puede desfilar el gran drama de
las formas estatales junto con el impulso rampante y la significación
abortiva, un lugar en el que la incorporalidad cede ante otras formas
de corporalidad que secretan una fuerza mágica; he aquí el escena-
rio de la “entrada”, el portal, sereno en la misma necesidad de su
imposible misión. Precisamente por esto el peligro es innombrable;
más bien se filtra, como se filtra en estas palabras mismas. No puede
contenerse ni estructurarse, no importa cuán severos sean los dualis-
mos, ni cuán formalizada la ley. Precisamente por esto es que existe la
última exhalación, el último esfuerzo: el portal, que es hermoso y po-
tente. El portal es el esfuerzo de la contención, el esfuerzo del fracaso
repetido y glorioso, un atisbo de contención en un lugar donde una
56 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

miríada de imágenes que configuran y refiguran el Estado del todo


surcan oleadas de rituales de lenta emisión para franquear el umbral
que separa a los muertos de los vivos.
Justo aquí, ubicada con absoluta precisión en el portal, en la entra-
da, gracias a la colosal máquina metafórica que oscila de atrás hacia
adelante, de adelante hacia atrás, entre la literalidad y la figuración,
con los destellos y los desvanecimientos de la poesía hacia la verdad,
no menos que del espíritu hacia el cuerpo, está el lugar donde el
signo y la sustancia, el Estado y el pueblo, se funden en un prolon-
gado instante, gratificante y alquímico. Supongo que esto es lo que
Zambrano, año con año, siente mientras sostiene su cabeza entre las
manos, con las veladoras deslumbrando entre estanques de cera a los
pies de la reina, en la oscuridad de su cobertizo; lo que Eladio señala
con su muñón: peligros sombríos que acechan en el horizonte, detrás
del cañaveral; lo que Ofelia y Haydée consiguen crear juntas mientras
el valiente Indio Pluma Roja contempla desde arriba el teatro de ju-
guete del Libertador y la reina de los espíritus, el diorama del Estado
del todo.
4 EN ESPERA DE OFELIA: EL PRESIDENTE
DEL TRIBUNAL SUPREMO ES
POSEÍDO POR EL CAPITÁN MISSION

Nunca volvió a ser igual, nunca jamás en todos los años en que regre-
só desde 1983. Siempre esperaba encontrar a Ofelia, pues ella podría
hacer la experiencia de nuevo perfecta: algo honesto y directo, enig-
mático y poderoso, hermoso y hasta acompañado de cierto humor:
dos señoras amables y dos gringos yendo hacia esa “otra parte”, meti-
dos en un autobús, de camino hacia la montaña mágica para extraer
una pizca de poder del Estado del todo en un calmado día entre
semana. Sin embargo, nunca la encontraba, no importa cuántas ve-
ces regresaba. En una ocasión los guardias le dijeron que acababa
de pasar por ahí, en otra ocasión escribió una nota pero no recibió
respuesta; es enteramente probable que la carta nunca le llegara. Un
día la fue a buscar a la dirección que le había dado en las afueras de
la ciudad:

Quinta Zanja del Drenaje


casa #DDT 18
Valencia

A pesar de que habían pasado la noche ahí después de la visita a la


montaña, sencillamente nunca pudo encontrar la casa.
Lo que en aquel momento le había parecido un capítulo sacado de
un cuento de hadas que se había ido desarrollando con toda calma y
naturalidad a través de los altares distribuidos en el camino de subida
a la cima de la montaña, resultó ser, durante las visitas posteriores,
algo totalmente excepcional. Normalmente ocurría algo muy dife-
rente; los elementos eran siempre los mismos, más o menos, pero el
efecto total era muy distinto.

[57]
58 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

Desde los rincones más distantes del país, la gente venía los fines
de semana y los días festivos, de celebración a la patria, en unas que
llamaban misiones o caravanas que consistían en tres a treinta inte-
grantes bajo la dirección de una persona. Acampaban en la montaña
pero normalmente nunca más allá de un kilómetro del río. En el
mismo campamento montaban su portal y muy rara vez se aventura-
ban más allá. Estos campamentos se armaban con lienzos y lonas de
plástico y cuando se juntaban varios de ellos aquello parecía una suer-
te de poblado medieval con estrechas callejuelas que serpenteaban
entre paredes coloridas, a veces blancas u opacas, a veces semitrans-
parentes, dependiendo de la luz que recibían y la hora del día. En las
noches, desde afuera alcanzabas a ver los colores brillantes del portal
y a las personas en sus grandes escenas de posesión. Otras veces, la
gente dejaba sus “teatros” de plástico medio abiertos a la vista de los
que pasaban, de manera que, en general, resultaba muy similar a lo
que podríamos imaginarnos como una feria medieval en la que pasa-
bas de una brillante escena a otra, de posesión en posesión, escenas
que brillaban débilmente, como tantas otras capas que componían
esa gran masa erigida en plástico que se meneaba suavemente bajo
los árboles al pie de la montaña. Es el reino del plástico que, móvil
y estremecedor, se proyecta densamente frente a nosotros y arraiga
profundamente en nuestro interior también, arrebatando la supre-
macía a lo original.
EN ESPERA DE OFELIA 59

Espíritus de plástico, poblados enteros de plástico, ondulando y


desgarrándose al viento. Las coloridas luces y el movimiento se filtran
a través de una especie de cuerpo alumbrado y traslúcido.
Conforme los espíritus llegan bailando desde Cuba, pasando por
Miami o por las fábricas de yeso, propiedad de emigrantes italianos
que se mantienen en operación a destajo de horas extra en los cintu-
rones de miseria de las grandes megalópolis del tercer mundo, este
siglo de ahora, el siglo del espíritu maleable, ha desplegado, a todo lo
largo de su resplandeciente océano, el imperio del plástico.
Azules fragmentos de plástico, enredados en las ramas de los árbo-
les, que se extienden por las márgenes de los ríos en las aisladas selvas
de la Costa Pacífica, selva verde; y azules…
agitados vórtices azules
de desgarramiento y sacudidas
en feroces corrientes de agua de lodo; allá arriba: minas de oro,
allá abajo: faenas de esclavos. Timbiquí. Ahí, en el extremo mismo de
la tierra, domina el imperio del plástico.
Un hermoso azul profundo, el azul del cielo que nos hace señales
entre un frenesí y otro frenesí.
Plástico color naranja; plástico color negro; bolsas de plástico blan-
cas que, atoradas en alambres de púas, aúllan toda la noche en los
desolados arenales batidos por el viento de la península Guajira, una
península que se proyecta hacia el mar lanzando dunas con delicade-
za bajo las frías estrellas, naranjas, negras, blancas.
Esa línea blanca, esa blanca línea de plástico que ahora es parte de
la naturaleza, una “naturaleza segunda”, el móvil imperio del plástico
que se estremece ante nosotros y se prolonga en nuestro propio in-
terior, un imperio que se preyecta hacia el norte hasta Yucatán, una
huella de la marea alta que se extiende hasta perderse de vista, junto
con trozos de madera y algas que arrastró el mar y que señalan las
hinchazones de la masa oceánica,
que sube… y baja…
punto de retorno y extremidad de la naturaleza, en esa larga línea
blanca
que otorga sobrepeso al empuje de las mareas y al balanceo de la
luna; balanceo sobre la refulgente masa del mar Caribe, que es el ho-
gar de hogares de la reina de los espíritus. Ella es la reina de las cosechas
y de las aguas… pero también de la extremidad humana; dragones y
serpientes, poblados de plástico sin retretes ni basureros, sacralidad
que se levanta sobre este incandescente fermento de la necesidad hu-
60 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

mana y que vigila a través de la noche y de la siguiente noche y de


todas las noches del porvenir.
Sueño, siempre había muy poco: la noche era la hora propicia a las
visitaciones de espíritus, y durante el calor abrasador del día tropical,
la atmósfera recargada de tanto plástico era soporífica hasta el em-
brutecimiento, sin importar lo arrebatado de las imágenes o lo dra-
mático de las acciones. Las imágenes de los espíritus, perfectamente
delineadas, se sumían babeando en un letargo banal punteado por
frenéticos estallidos cuando las posesiones se disparaban o erraban la
dirección lanzándose hacia trayectorias no anticipadas.
Así vivió él durante años: oscilando entre estos dos sustratos de la
experiencia, la primera vez, y todas las otras veces, la narrativa y el
abandono, la redención y la abyección, sin poder jamás ajustar una
con la otra, en espera de que se volviera a dar aquello que la memoria
se figuraba como una perfección siempre más acabada que la prime-
ra vez; es decir, en espera de que Ofelia extrajera esa conmovedora
mezcla de liviano sentido común y humor que tanta falta le hacía a
este lugar.
Luego, la impresión tremenda cuando el Negro Cubano lo acusó
de practicar trabajos oscuros: fue un día de Navidad y alguien había
entrado al campamento de Katy para contarle que había un hombre
con una peluca, allá en el portal del final del camino, el que está
por el cañaveral, y que el hombre conversaba con una señora mayor;
muchos observaban; luego otro le aclaró que el hombre hablaba in-
glés y que parecía estar claramente molesto. Se aproximaba la noche.
Se trataba de un hombre moreno en shorts pavoneándose por aquí
y por allá frente al portal; no traía camisa, llevaba al cuello muchos
collares de cuentas y crucifijos y en la cabeza un sombrero blando de
fieltro. Katy dijo que era el espíritu del Negro Cubano. Otro hombre,
también con sólo unos shorts y con una barriga inmensa extendía sus
brazos como formando un escudo sobre la cabeza del Negro Cuba-
no, tembloroso “con la fuerza”; una joven vestida de “india” estaba
parada a un lado y se sacudía, su semblante tenía la mirada vidriada y
llevaba en el pelo una cinta con los colores patrios. La gente, sentada
en una banca, observaba con detenimiento al Negro Cubano y detrás
de ellos había más gente. Era el drama de la posesión: los ojos del
hombre estaban medio volteados, hablaba extraño, se agazapaba al
moverse, gesticulaba rígidamente y torcía los hombros, las muñecas y
las rodillas hacia adentro de manera grotesca. La multitud participa-
ba activamente: miraban como encantados, pero también juzgaban,
EN ESPERA DE OFELIA 61

un poco escépticos. Todo estaba envuelto en un aire de letárgica ruti-


na… al final aplaudieron: era un espectáculo, pues. ¿Sería realmente
el final?
La hija de Katy lo animó a dar un paso al frente y recibir la bendi-
ción del espíritu.
—A lo mejor te ayuda y te cura; quizás te dé un buen consejo…
Aunque mucha gente ya había pasado al frente a recibir la bendi-
ción, él se sentía vulnerable, se mostraba temeroso. El novio de Katy,
Francesco, se puso al frente para recibir la bendición: el Negro Cuba-
no le dijo muchas cosas pero era difícil entenderlo, pues su supuesto
inglés era en realidad un español alterado y arrastrado. Katy observa-
ba con una sonrisa, desconcertada; acaso demasiado desconcertada.
Cuando se retiraron, Katy contó que el Negro Cubano lo había acu-
sado a él de “trabajar lo oscuro”, de trabajar con espíritus malignos.
De inmediato sintió que el estómago se le contraía: ¿cómo responder
a un espíritu que te está acusando?, ¿acaso lo había traicionado su
vulnerabilidad?
—No creo que tenga razón —aclaró Katy—, pero mañana, de cual-
quier modo, te haremos una limpa con un baño.
Katy luego le dijo que lo que a él le hacía falta era un espíritu de la
Corte Médica, corte en la que figura, por ejemplo, el espíritu de José
Gregorio Hernández. Ella, naturalmente, podía “ser transportada”
por cualquiera de estos espíritus, pero luego, recostada en su hamaca
de nailon, declaró que el tipo había estado fingiendo.
Su hija fumaba un puro y preparaba a un hombre robusto para
purificarlo frente al pequeño portal. La “preparación” consistía en
acostarlo boca arriba en el interior de un círculo marcado por velas
frente a un portal, luego se concentraba en silencio a su lado y, así, lo
purificaba para que su cuerpo se volviera más susceptible de ser po-
seído (o, como se dice, “transportado”) por espíritus benévolos algún
día. Tenía diecisiete años y se desenvolvía con suma confianza. Su
madre, con evidente orgullo, contó que apenas hacía unos días había
sido poseída por primera vez; fue poseída por el espíritu de un indio,
un indio sin nombre.
En aquella época Francesco llevaba a Katy de la ciudad a la monta-
ña, manejando un par de horas, casi cada fin de semana. Katy estaba
entre los pocos privilegiados que tenían un lugar permanente en un
llano al otro lado del río, junto al estacionamiento y los cobertizos
de lámina de los guardias de mirada ausente. A veces se quedaba
toda la semana con una u otra de sus hijas y Francesco venía el fin
62 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

de semana, con su destartalada camioneta, cuando concluía el turno


de la fábrica. Tenía cuarenta años y siete hijos. Igual que Ofelia, se
conducía siempre con serenidad. La mayor parte del tiempo se la
pasaba sentada, con una sonrisa displicente en la cara, sin decir gran
cosa, excepto repetir, mientras asestaba golpes contra los mosquitos,
lo hermoso que le parecía que todos ahí se llamaran hermanos e
insistir en lo bella que le parecía la montaña. Llevaba el pelo corto
y pintado de rubio y tenía una hermosa piel color de bronce, tersa
como un durazno. Su sonrisa era constante al grado de rayar, más
bien, en lo exasperante: oscilando entre la aguda ironía y la beata
ingenuidad.
Él nunca la vio poseída, ni tampoco la vio curar a nadie, ni actuar
de “banco”. Se llama banco al que se encarga, por un lado, de guiar a
los espíritus y, por el otro, de proteger a la persona poseída. Katy pa-
recía mantenerse siempre distante, como si se estuviera conteniendo,
era como si ya hubiera alcanzado un estado ulterior del ser y se había
convertido, ella misma, en un espíritu condensado, en una sonrisa
sin cuerpo. A veces, sin embargo, él se preguntaba si acaso no habría
otra cosa, algo que la estuviera incomodando. Muchos años después,
una de la veces que regresó a la montaña, los guardias le contaron
que había muerto y que alguien más había tomado su cobertizo en el
llano. Murió de cáncer, bastante joven.
EN ESPERA DE OFELIA 63

Todos sus guías morían o desaparecían así; algunos, como Zaida,


podían quedar casi muertos a manos de los espíritus con los que tra-
bajaban y se veían obligados a abandonar su práctica. La montaña era
la causante de esto: a pesar de su belleza y su capacidad de exaltación,
no había que desdeñar su peligro. Él a menudo se preguntaba si la
reina de los espíritus le permitiría terminar su libro o si algo malo le
ocurriría. Un sinfín de personas le aconsejaron que mejor se retirara
de ahí: por ejemplo, esa joven a la que un espíritu había seducido de
noche, en su cama, y luego la habían llevado a un curandero para
que revisara su virginidad; ella juraba y perjuraba que en la montaña
secuestraban a la gente y luego la sacrificaban en cavernas subterrá-
neas. O aquel hombre de la panadería que, al hablar, extendía sus
brazos dibujando un gran círculo y contaba que un amigo suyo se
había vuelto loco en la montaña y había destazado a un individuo a
machetazos. Luego estaba el actor marxista-anarquista que ponía en
escena, para los indios de la península Guajira, farsas del dramaturgo
del siglo xvi Hans Sachs, pero que nunca jamás visitaría la montaña
y de ninguna manera se relacionaría con el tipo de “actuación” que
ahí ocurría debido a una suerte de inarticulado pero claramente vis-
ceral terror y una profunda aversión. También estaba el taxista de las
islas Canarias que agitaba con reprobación la cabeza y le aconsejaba,
casi le suplicaba, que hiciera cualquier cosa menos ir a la montaña.
Además, estaban las repetidas advertencias de jamás llevar a niños a
la montaña pues, se decía, podían enfermarse o ser secuestrados por
los espíritus; luego, la obsesiva manía de fumar tabacos para monito-
rear, a través de las cenizas, el humor de los espíritus; a estas medidas
precautorias y advertencia se añadía el uso obligatorio de collares y
brazaletes con los colores patrios y con la cruz de Caravaca para pro-
tegerse de terrores impronunciables. Finalmente, también esa pie-
dra, que entró por la ventanilla del coche y que desgarró, a una velo-
cidad de ochenta kilómetros por hora, los dientes y la boca de Rachel
aquella negra noche en un camino rural a treinta kilómetros de la
montaña. Sin embargo, él seguía regresando… una amiga suya había
sido violada en la montaña por un guardia, uno de esos días entre
semana cuando el lugar estaba desolado y, sin embargo, ella también
había regresado “para intentar componer las cosas”; de hecho, se ha-
bía quedado totalmente petrificada desde el momento en que puso
un pie en el lugar… Sin embargo, a la distancia, digamos que como
una idea más que como una realidad, la montaña ejercía una extraña
y poderosa fascinación; ése era el punto.
64 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

Desde que tenía dieciséis años Katy solía escuchar voces antes de
dormir; eran voces de indios. Se lo contó a su mamá y la mamá se
asustó: pensó que su hija enloquecía. Las voces continuaron y su ma-
dre la llevó a que la examinaran doctores y luego la encerraron en un
manicomio, le dieron toda clase de drogas y la sometieron a “terapia”
de electrochoque, pero entonces ocurrió algo insólito: se hizo amiga
de una enfermera a la que también visitaban los espíritus y que a ve-
ces solía escabullirse al baño para fumarse un tabaco.
—¡Tú no tienes nada! —le dijo la enfermera y le tiró los medica-
mentos.
Un día las voces le contaron que sería libre, así que ella hizo su
maleta y se marchó, así sin más. A partir de ahí se fue adentrando en
el mundo de los espíritus y asistía a sesiones espiritistas en la ciudad.
Cuando oyó este relato, él se preguntaba cómo pudo saber que se
trataba de voces de indios y por qué las imágenes de los indios po-
drían albergar semejante fuerza espiritual. En este país apenas había
indios “verdaderos”, probablemente no era ni siquiera el 1% de la
población; ahora bien, las imágenes mágicas de los indios no tenían
nada que ver con los indios “verdaderos”: eran, más bien, un simple
calco de aquellas imágenes del mundo de fantasía de la historia de la
expansión norteamericana y consistían, esencialmente, en la figura
del indio piel roja, el indio norteamericano de las grandes llanuras
en atuendo de guerra.
Una vez fue con Katy al pico
de la montaña que llaman La
Escalera. Había una pendiente
muy pronunciada para llegar a
un precipicio rocoso con una
gran cueva que estaba pinta-
da por dentro con los colores
patrios. Una escalera ascendía
cincuenta metros hasta donde,
arriba del amarillo, el azul y el
rojo, se hallaba no el Liberta-
dor (como en la otra cima que
había visitado aquel día, hace
ya tanto tiempo, con Ofelia),
sino la estatua de la reina de
los espíritus. Francesco subió la
escalera para pagar una manda
EN ESPERA DE OFELIA 65

que había hecho dos años antes y, mientras esperábamos abajo, él


—el extranjero— preguntó si la reina de los espíritus era india.
Una negra de pelo hirsuto salió de las profundidades de la cueva:
había estado recogiendo cera de las velas de las ofrendas de los pere-
grinos previos y había escuchado su pregunta. Sin más, declaró que
la reina de los espíritus era española. Entonces Olympia se avalanzó
contra ella como un huracán, lívida de rabia.
—¡No! ¡De ninguna manera! —gritaba—. ¡Es una india!
Se detuvo unos momentos y era como una mujer hecha montaña
que se estremecía mientras recuperaba el aliento antes de su siguien-
te acometida.
—Sólo Dios sabe la historia de la reina de los espíritus —declaró
enfática.
Sin embargo, inmediatamente después, cautivó a todo el grupo
con su narración de cómo ella, Olympia (de evidente descendencia
africana) era, en realidad también una india, ¡una india de raza
pura y sin ninguna mezcolanza de sangre! Es cierto, según conce-
dió, que ni su padre ni su madre eran indios, pero en el momento
de su nacimiento intervinieron dos espíritus indios. En otro mo-
mento de su vida, se vio obligada a informar a su madre de esto y
su madre no podía dejar de llorar. Su sangre era india y lo podía
demostrar, pues en más de una ocasión se había hecho exámenes,
se había hecho estudios en Estados Unidos. Así, mientras que ella
podía recibir cualquier tipo de sangre, su sangre era letal para cual-
queir otra persona.
—En este preciso instante —dijo, sentada a la sombra de la cueva,
rodeada completamente por los colores patrios— hay cuatro solda-
dos que agonizan en un hospital por esta razón.
Después, cuando por fin bajaron al bosque, en un portal se to-
paron con unos hombres poseídos por espíritus de indios; la mayo-
ría llevaba brazaletes y paliacates con los colores patrios; gruñían y
gesticulaban, gritaban y amenazaban: la violencia era una parte muy
importante de todo esto. Estos cuerpos sórdidos y fantásticos, se re-
torcían con las contorsiones de la posesión y pasaban por el llamado
Arco del Triunfo, es decir, por abajo de las piernas abiertas de alguien
hasta alcanzar una bandera al otro lado. Sobre el portal, arriba de
sus cabezas, se desplegaba una bandera nacional y él preguntó a una
muchacha de unos veinte años que por qué estaba ahí.
—Para operar la transformación —respondió—. ¡Qué no ves que
éste es un indio, que está hablando en indio!
66 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

Mientras tanto, uno de los hombres corrió a arrancar una planta


(al parecer, cualquier planta) con la que habría de curar la enfer-
medad de alguien de la multitud, todo esto bajo la mirada vigilante
y, de vez en cuando, la mano que detenía o controlaba, de la mujer
que fungía de banco y que mediaba entre los espíritus y los humanos
poseídos.
En la Pascua de 1988 él pudo ver una bandera nacional del tamaño
de una casa, de unos diez metros de largo por unos cinco metros de
ancho; estaba suspendida entre unos árboles y sus dimensiones em-
pequeñecían a la gente.
En otra ocasión, vio a un hombre en trance que yacía frente a un
portal y estaba rodeado de velas; a su alrededor había unas veinticin-
co personas que lo observaban… yacía, con los brazos y las piernas
abiertas, ¡debajo de la bandera nacional!
Spencer, que conoce de estas cosas (en la medida en que es posible
conocerlas), dijo alguna vez que esto se hace para extraer “la fuerza
de la patria”.
El Presidente del Tribunal Supremo de Estados Unidos, que tam-
bién conoce de estas cosas (en la medida en que es posible conocer-
las), emprendió su defensa de la bandera, en el caso Texas contra
EN ESPERA DE OFELIA 67

Johnson (resuelto el 21 de junio de 1989), citando las inmortales


palabras del magistrado Holmes: “una página de historia equivale a
todo un volumen de lógica” y luego precisó que la bandera de Esta-
dos Unidos había sido indispensable después de la independencia,
pues sin una bandera, los británicos podrían tratar a los marinos cap-
turados como si fueran piratas y ahorcarlos sumariamente. La gloria
de la bandera que ondea sobre los muertos en la guerra es la imagen
que más aviva sus esfuerzos de escritor y que más enciende su ira ante
la posibilidad de la profanación (la palabra ya lo dice todo).
Sin embargo, William Burroughs, que también conoce de estas co-
sas (en la medida en que…), dice en Ciudades de la noche roja que la
bandera primigenia, la ur-flag (si se nos permite acuñar el término)
del Estado liberal moderno, según quedó fundado por la Revolución
francesa y la Independencia de Estados Unidos, era la misma de la de
la utopía de los piratas del siglo xviii, que ahora se ha perdido para
siempre: “Sólo un milagro o un gran desastre podría restaurarla”,
escribe.
Así, al yacer extendido con brazos y piernas abiertos bajo la bande-
ra, el milagro se cumple: el Presidente del Tribunal Supremo de Esta-
dos Unidos está siendo poseído por el pirata, por el Capitán Mission
con su parche en el ojo.
El Capitán Mission le asegura al Presidente del Tribunal Supremo
que nada puede ser más letal, más grave o, para el caso, más juguetón,
y el Presidente del Tribunal Supremo grita mientras su cuerpo se es-
tremece lastimeramente como si estuviera dando a luz y expulsara el
demonio interior. Los cuchillos se precipitan como rayos, penetran-
do en el suelo, alrededor de su cuerpo, delimitado por talco de bebé
y extendido en el suelo, dentro de una deslumbrante constelación de
veladoras. Sin este juego, los espíritus no se sentirían atraídos. El Ca-
pitán Mission clama a Dios y eleva sus cuchillos hacia el cielo hacien-
do la señal de la Cruz. Sólo ellos dos están allá arriba, en la meseta,
además del espíritu invisible que se alberga en su interior. Los gritos
se escuchan a cientos de metros de distancia.
En un punto inferior de la montaña, una mujer se hallaba enterra-
da en una fosa de la que sólo sobresalía su cabeza con el pelo rizado,
una losa gris y agrietada de tierra medio comprimida se extiendía des-
de su barbilla como si se tratara de una tumba. Un hombre regordete
pero fuerte que estaba poseído por el espíritu del Indio Gerónimo
brincaba por arriba de ella, la brincaba de un lado a otro y la volvía a
brincar. Llevaba cuchillos en cada mano; a veces se lanzaba volando
68 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

por arriba del cuerpo, a veces se agazapaba y hacía como si copulara


con ella. Ejecutaba luego un extraño movimiento en el que gateaba,
se encorvaba y luego saltaba; este movimiento lo llevaba de la cabeza
a los pies de la mujer, gruñendo y sudando; todo ocurría con una vio-
lencia erótica y con una intensidad de cataclismo; al fondo rondaba
la mujer que fungía como banco.
Montaña abajo, el Toro Africano había poseído a un joven ne-
gro y ahora se hallaba como presidiendo en su corte. Tenía picos de
metal atravesados en el muslo izquierdo y emitía sentencias de tono
gutural en una suerte de lenguaje infantil entremezclado con unos
cuantos términos en inglés como all right, seven, woman. Su banco era
una mujer de unos treinta años que actuaba como intérprete en la
consulta de una paciente, que era una vieja, mientras que el paciente
anterior apuntaba las hierbas y medicinas cuyo uso se le había reco-
mendado.
En la fila de pacientes había un soldado que esperaba muy ansioso;
no obstante, le habían aclarado que tendría que esperar mucho tiem-
po… Ese día había muchos soldados en la montaña; algunos —quizá
todos— querían experimentar sobre sí la demarcación ritual. Según
cuentan los jóvenes que han cumplido el servicio militar, en los cam-
pamentos del ejército hay misas católicas para la reina de los espíri-
tus. Estos soldados querían purificarse, propiciar su cuerpo-materia
para desarollarlo al máximo; querían ser tocados y curados por los
poseídos y, curiosamente, al mismo tiempo, con sus armas, sus unifor-
mes y sus insignias, ellos mismos eran muy parecidos a los espíritus y
a las imágenes de los altares.
Cuando cae la noche el poder de los espíritus es más fuerte. Mis-
sion se acordaba de aquella noche de diciembre de 1987: habían
atravesado de noche la frontera entre el espíritu y la materia, habían
cruzado el río a la luz de las radiantes estrellas. Estaban él, Katy y
cuatro de sus amigos. Se podía sentir el peligro de los cuerpos que
se abría para recibir espíritus; los campamentos en el bosque se en-
cendían con múltiples colores; y estaban ahí, por supuesto, los indios
que se afanaban, más enloquecidos que antes, hablando como indios,
haciendo acrobacias, golpeando, recorriendo con sus manos grandes
los grandes cuerpos, corriendo, gritando, por doquier todo era rojo,
rojo de indio. La vieja que hacía las veces de banco se dedicaba a dar
bocanadas a su puro
—¡Avánzale!, ¡avanza! —le decía Katy—. A la reina de los espíritus
no le gusta esa violencia; te va a castigar a ti también.
EN ESPERA DE OFELIA 69

Y a veces había imágenes de asombrosa belleza… hacia la media-


noche se encontraron con cuatro inmensos cuerpos bajo los árboles,
hombres y mujeres, con grandes vientres palpitando, como ballenas
varadas, la cara cubierta con talco: verdaderos monumentos de la na-
turaleza en una erupción de extremada calma que abría con penosa
lentitud la costra de la superficie terreste o se sumía hacia su interior;
cada una de estas figuras rotundas era como un cadáver hinchado
que flotaba sobre su halo de flamas. Cuatro personas, igualmente in-
móviles y con los ojos en blanco, los cuidaban en la oscuridad de la
montaña bajo los árboles inmensos. Esto era una epifanía, no había
otra palabra para describirlo, razonó Mission, mientras él también se
sumergía en la espera.
El rugido de un generador portátil rompió el silencio: se encen-
dieron focos brillantes allá adelante, columpiando en un claro des-
pués de los árboles: otro grupo de peregrinos empezaba a trabajar
bajo las lonas de plástico. Las botellas gigantes de Pepsi actuaban
como centinelas. Más adelante todavía, en otro claro se encontraba
un hombre en una silla de ruedas con un patético rostro de san-
to y otro hombre que era paralítico —según él lo supuso— yacía
perfectamente extendido, de espaldas sobre dos colchonetas. En el
perímetro de este claro había unas cubetas de plástico, una parrilla,
platos y algo de espagueti. El portal era muy simple: velas al pie de
un árbol, no había bandera, no estaba el Libertador. Al borde de
la escena, en lo oscuro, se hallaba una joven en camisón que fuma-
ba un puro mientras chasqueaba los dedos. Dos hombres en shorts
prendían las velas distribuidas a lo largo del contorno blanco de
una figura humana, trazada con talco, en el que colocaron, cargán-
dolo, al hombre de la silla de ruedas. No podía mover sus piernas y
su brazo derecho tembloroso parecía también estar paralizado. La
curandera dio un paso al frente, iba descalza; era una mujer de pelo
negro y rostro serio pero angelical, vestida con shorts color caqui y
un camiseta azul. Sobre el enfermo colocaron un gran blusón blan-
co. Otra mujer miraba con atención lo que ocurría y luego puso el
espagueti en la parrilla. Del otro hombre Mission sólo alcanzaba a
ver los pies que colgaban del borde de las colchonetas; se pregun-
taba cómo podría la mujer convocar a los espíritus o concentrarse
en lo absoluto con el estruendo del generador en el campamento
de junto. La mujer se mantenía de pie a los pies del enfermo, fu-
maba con furia un cigarro y mantenía la mano derecha alzada, en
el aire, como si saludara. Fumó otro cigarro y la espera se volvió
70 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

tan intensa y aguda como un cuchillo que está a punto de asestar el


golpe. Entonces, ella posó su mano sobre los miembros del hombre
y su mano parecía estar cargada con toda la esperanza que nuestro
universo es capaz de convocar, así, posó la mano lentamente sobre
la cabeza del enfermo.
Repitió esta operación varias veces: era un evento de suprema gra-
vedad, seriedad absoluta, cabal y dolorosa; la esperanza más honda
va pendiendo de un hilo. Su expresión facial era tan honesta, sus
acciones tan definitivas que Mission se dolía tan sólo de observarla
hacer su trabajo y deseó con desesperación poder provocar que este
enfermo mejorara, empleando para ello todo su propio cuerpo; se
hallaba en una tensión absoluta.
Al siguiente día Katy le contó que los dos paralíticos no habían
mejorado en lo absoluto. Luego, él mismo vio cómo los sacaban, car-
gándolos, entre los árboles, atravesaron el río llevándolos a cuestas y
luego los subieron a la parte trasera de un camión.
5 BILLY THE KID Y LA ECONOMÍA
DE INFILTRACIÓN

El Capitán Mission intenta explicarle al Presidente del Tribunal Su-


premo lo que ocurre en este lugar. Ambos están decididos a defender
el honor de la bandera; el primero, en aras de la piratería, el segun-
do, precisamente contra la piratería. Se trata de una vieja lucha.
—Catarsis —aclara el Presidente.
—Mil mesetas —contesta bruscamente Mission y sus ojos se rasan
con una arrebatadora intensidad.
El Presidente insiste en que se trata de drama pero Mission lo nie-
ga rotundamente y le lanza, con suma habilidad, un cuchillo que ate-
rriza justo junto a la mano derecha del Presidente.
—Por supuesto que es un asunto dramático —gruñe, con autocon-
ciencia teatral—. ¿De qué otro modo podría existir un espíritu?
Se muestra despectivo mientras explica al Presidente que, preci-
samente por su lamentable realidad, los espíritus de los muertos re-
quieren del artificio deliberado que puede ofrecer la elaborada esce-
nificación.
—El artificio es lo que les permite asumir una realidad —explica.
El Presidente del Tribunal Supremo empieza a gritar cuando el
espíritu en su interior lucha por salir. Basta de explicaciones… luego
viene la teoría de la versatilidad mimética: el Presidente grita todavía
más fuerte.
Estamos en febrero de 1990. Son las siete de la noche y nos halla-
mos al pie de la montaña con veinte peregrinos de una lejana ciudad
petrolera: la gran ciudad que está al margen del azul e iridiscente
lago, anegado de petroquímicos y restos pútridos de peces muertos.
Los peregrinos están de pie, apoyados contra los árboles, como si se
tratara de un set de película, forman un semicírculo alrededor de un
magnífico portal instalado en el hueco interior del tronco de un ár-

[71]
72 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

bol, iluminado por la luz de las veladoras. El joven que se halla frente
al banco, que aquí es como un director de operaciones, empieza a
temblar y a gritar. ¿Poseído? Por supuesto, aunque transportado es el
término correcto. Hay una diferencia, eh. Está siendo transportado
por un africano. Habla con una voz muy grave y se la pasa gritando:
“África. Viva África”. Las agujas que trae puestas tiemblan cada vez
que grita; las agujas son de unos diez cemtímetros de largo y le atra-
viesan las mejillas; en cada aguja hay un listón con los colores patrios;
se oye un tambor… “Viva África”… los listones se menean; la gente se
acerca para hablar con el espíritu.
Una joven que lleva una cinta en la cabeza con los colores patrios
empieza a sacudirse frente al portal. Fuma un puro: ¿será el espíritu
que llaman Rosa?
De la oscuridad sale, con paso decisivo, nuestro guía: un hombre
gordo y grande que se presenta como el guía de la caravana. Deja
claro que espera respeto y reta al espíritu para que se presente, ¿se
trata acaso de un visitante indeseable o adverso? Mission se ajusta su
parche.
El gordo lo intimida y lo sondea; se agacha y se inclina para acer-
carse; se dirige a los oscuros árboles y, más allá, al cielo mismo: es la
quintaesencia de todos los inquisidores y de todas las inquisiciones
que ha habido y que jamás habrá. Su cuerpo se dobla con el arrebato
y la agudeza de sus preguntas sin escrúpulos. La joven (o, más bien,
el espíritu que la transporta) es igualmente hábil: se asedian mutua-
mente entre los árboles, entran en duelo, se retan, disputan.
La gente siente que algo grave está a punto de ocurrir; corren al
portal para traer ataduras para sus brazos, ataduras para sus piernas,
le ponen un peto blanco y esponjado, hecho de cuerdas, y un pena-
cho fabuloso de plumas que es tan grande como él.
En este momento de necesidad ha quedado transportado por un
indio. Luce magnífico y actúa con igual magnificencia: un gran hom-
bre gordo de la ciudad petrolera en traje de baño rojo y un collar con
los colores patrios, helo aquí todo esponjado y emplumado.
Cuatro años más tarde las noticias internacionales reportarían
que ciento nueve prisioneros habían sido asesinados en la prisión
de máxima seguridad en aquella misma ciudad de donde él prove-
nía. Los reportes posteriores hablaban de más de doscientos muertos
pero nadie supo nunca la cifra exacta y muchos suponen que nunca
se sabrá. Se supone que unos cuatrocientos indios guajiros se escapa-
ron de su bloque de celdas y atacaron con bombas incendiarias a los
BILLY THE KID Y LA ECONOMÍA DE INFILTRACIÓN 73

prisioneros que no eran indios. Todos los relatos insisten en que los
indios atacaron con bestialidad.
“Los mutilaron, los desmembraron con sus machetes, los lincha-
ron, los decapitaron —dijo en una entrevista un Dr. Bonilla, pató-
logo—, algunos cadáveres son meros trozos de carnicería humana.”
“Fue un acto de venganza —afirmó el director de la prisión, Luis
Zambrano—: el jueves anterior un reo guajiro había sido decapitado
por algunos prisioneros no indios.”
No obstante, en la medida en que es posible afirmar algo de lo que
ocurre en una prisión, la verdad no es ésta. En vez de un levantamien-
to de los indios, lo que ocurrió fue una batalla sangrienta entre los
prisioneros no indios, organizados en mafias y coludidos con un des-
tacamento de la Guardia Nacional que controla la prisión y se aprove-
cha de las necesidades de comida, droga, alcohol y armas de los reos…
se trata de la misma Guardia Nacional que exalta la imagen del indio
guerrero, héroe de la lucha contra el colonialismo que jamás debe
olvidarse y cuya sangre corre por las venas de la mismísima Olympia.
Aquí en la montaña, todavía alcanzamos a ver su hermoso pena-
cho mientras se abalanza, con toda su mole, entre los árboles, en per-
secución de la veloz sombra de la muchacha. Mission observa la línea
de la pelea que va quedando marcada por el borde encendido de su
puro que se desplaza a través del sofocante aire nocturno.
Ella bebe la cera ardiente de las velas y su perseguidor hace lo
mismo. Alguien prende un fuego y ella salta hacia él. Las flamas se
elevan, luego camina sobre los tizones ardientes de carbón. Más tarde
no recordará absolutamente nada de esto; no tendrá ningún dolor y
sus pies estarán en perfecto estado.
Mission le explica al Presidente del Tribunal Supremo que ésta es
una señal inequívoca, una evidencia incuestionable de que se está
poseído: conoce bien a su interlocutor y éste es el tipo de expresión
legal que el Presidente del Tribunal podría captar y entender.
—Y es que hay una tenue diferencia, mire usted, entre fingir la
posesión y estar verdaderamente poseído; lo que es más, también hay
grados diversos de posesión: se puede estar sólo ligeramente “cubier-
to” por el espíritu, o puede haber posesión de una cuarta parte, de la
mitad, de tres cuartas partes, o de todo el cuerpo.
Para todo hay leyes, pero también existe una inevitable anarquía
creada por las mismas leyes.
—Es justo en ese espacio donde ocurren estas cosas.
El Presidente del Tribunal Supremo asiente.
74 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

Un testigo priviligiado de todo esto fue aquel escritor, minucioso y


meticuloso, de lo sagrado en la vida cotidiana, aquel francés de baja
estatura llamado Leiris. En su estudio de la posesión espiritual en la
población de Gondar en Etiopía, donde estuvo en 1933, concluyó
que algunas posesiones eran genuinas, algunas falsas y la gran mayo-
ría eran un poco de ambas. Esto representa un verdadero problema
para los estudiantes de ontología. Hasta los antropólogos más sofisti-
cados rehúyen de las implicaciones que esto tiene para nuestro con-
cepto de la verdad y del ser. Mission está entrando en calor para abor-
dar su gran tema, pero entonces el gordo se convierte, de repente, en
un costaguano que se pone a acechar por los alrededores del claro
como un bufón que actúa su papel, pero lo adorna de “hijo’eputa…
maricón”, “hijo’eputa… maricón” y los peregrinos estallan en risas.
Diez minutos más tarde llega otro espíritu, esta vez se trata de una
viejecita llamada Ana que proviene de la gran ciudad petrolera. Entra
retorciéndose, sin mayores problemas, al cuerpo del gordo y éste se
encoge, arrugando su voz como una pasa, hasta hablar con vocecita
minúscula y, en inglés, invitar al Capitán Mission y al Presidente del
Tribunal Supremo a manifestarse, acabar con esta payasada de espec-
táculo y mejor ponerse a platicar. Los peregrinos gritan y vociferan
entusiasmados cuando el Presidente, aterrado de que su espíritu se
escapará, intenta salvar su dignidad y mantener su teoría del drama.
Mission, por su parte, se muestra sereno, calmado y compuesto: des-
pués de todo está en sus dominios; éste es su territorio. Insiste en
llamarlo Territorio-D, pero ¿qué importa el nombre?
Aburridos de tanto chisme y del inglés, Ana es desechada y se ve
sustituida por otro costaguano que (cosa extraña para un facineroso)
ordena a los peregrinos que se organicen en parejas y se internen
en la noche para construir sus propias mesetas; en cada pareja, un
individuo recostado, rodeado por velas encendidas en la negra no-
che, mientras el otro observa. A algunos les da velas blancas, a otros
velas moradas. Las blancas son para purificaciones, las moradas para
quienes son víctimas de brujería; coloca un fatal montón de velas en
la mano de Mission: en la mañana éste se da cuenta de que eran velas
de un subido color púrpura.

En el cuento “Benito Cereno”, Herman Melville relató la historia de


un barco de esclavos africanos que llegan a dominar a sus amos y,
al aproximarse otro barco, pretenden ser todavía sumisos cautivos y
obligan a la tripulación blanca a actuar como si todavía estuvieran al
BILLY THE KID Y LA ECONOMÍA DE INFILTRACIÓN 75

mando y los negros fueran sus esclavos. La historia es célebre por la


extraña atmósfera que el capitán de la otra nave percibe mientras está
a bordo del barco de esclavos: unas cosas parecen genuinas, otras son
claramente falsas, la mayoría ni lo uno ni lo otro…
La prisión en la ciudad petrolera donde había ocurrido la matan-
za hacía unos meses también tenía algo de esa atmósfera: había una
clara fabulación de la realidad, generada por el entendido entre los
prisioneros más poderosos y sus carceleros.
Los grupos de defensa de derechos humanos, que vinieron de
EUA, ya habían hecho sus indagaciones y ya se habían ido. Los indios
de la Guajira habían sido trasladados a otra prisión y el juez que ha-
bía presidido sobre la matanza había sido destituido un día antes de
presentar cargos contra la Guardia Nacional.
Los reos de esta prisión de máxima seguridad vestían ropa de ci-
viles y dominaban los patios interiores la mayor parte del día; era
evidente que muchos de ellos portaban armas, así fueran cuchillos.
Los rumores afirmaban que también había abundancia de pistolas; la
cocina no tenía comida, la clínica no tenía medicinas y había apenas
un puñado de guardias (sin armas ni uniformes) en el interior de la
prisión. Afuera, sin embargo, estaba la Guardia Nacional.
Era una extraña y explosiva mezcla de libertad y encarcelamiento;
una anarquía oprimente de prisioneros que controlaban a otros pri-
sioneros a través del terror y el comercio en el interior, mientras que
en el exterior estaba el cordón militar; un cordón que, con dinero
e influencia, podía romperse en cualquier momento a pesar de su
disposición hacia lo brutal. (Desde ninguna perspectiva, sea como
un hecho o como una metáfora, podía esto asemejarse al modelo del
panopticon.)
Los guardias nacionales lucían apuestos y fieros cuando posaban
para una foto; se ajustaban los chalecos antibalas, las boinas rojas, y
destellaban de armamento a los pies del Cristo de tamaño real que
colgaba de la cruz a la entrada de la prisión: una fuerza que era pre-
ciso tomar en cuenta.
Sin embargo, Aguito, el cabecilla de una de las dos bandas de pri-
sioneros involucradas en la masacre, solía escabullirse por las noches;
salía de la cárcel para ir a atender sus asuntos y regresaba temprano
en la mañana.
El detalle es: ¿por qué se molestaba en regresar todas las mañanas?
Un día el juez se sorprendió al recibir una llamada de Aguito que
le quería pedir su consejo para la venta de unas pinturas de Picasso
76 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

que habían sido robadas de una ga-


lería en Texas dos meses antes y que
habían llegado hasta él.
En la semana que el Capitán Mis-
sion pasó en ese lugar, un prisionero
“se escapó” (si ésa es la expresión
adecuada para las circunstancias) y
otro más fue acuchillado de muerte.
Más o menos éste era el promedio
semanal. Una vez corrió el rumor de
que había habido una revuelta y la
Guardia Nacional entró a la prisión
corriendo en una larga línea recta
mientras se blandían machetes oxi-
dados por doquier.
Dentro de la cárcel los prisione-
ros eran “libres”: libres de comprar
y vender los artículos de primera ne-
cesidad, así como las drogas y las ar-
mas que la Guardia Nacional misma
les vendía, o que les permitía infiltrar. Sin esta libertad no hubieran
podido subsistir, pues la prisión no ofrecía virtualmente nada que pu-
diera considerarse artículo de primera necesidad. Esta prisión es una
ilustración perfecta de aquella confluencia de fuerza y de fraude que
otorga su particular constitución al Estado del todo y que explica la
fantástica creación de esa entidad conocida como economía nacional.
Sin el acordonamiento operado por la fuerza (y por el fraude) esta
economía de infiltración no funcionaría. Es oficial y, a la vez, extrao-
ficial; nunca se puede tener lo uno sin lo otro. El punto en cuestión
no es, por lo que toca a la corrupción, ni descriptivo ni moralista:
el punto es precisamente la necesidad absoluta de mantener la ley
para que la corrupción pueda ocurrir. En semejante situación —cuya
existencia es global, por más que varía de intensidad entre un Estado-
Nación y otro— la economía de infiltración que gobierna el tabú y la
transgresión genera una riqueza y una satisfacción del deseo a través
de una prohibición que, en sí misma, transgrede. Estamos muy lejos
de los modelos de la oferta y la demanda que, desde la perspectiva de
la economía de infiltración, se convierten en algo simplón, al grado
de rayar en lo patético. La mano invisible de Adam Smith no es nada
cuando se la compara con la magia del Estado y el secreto público de
BILLY THE KID Y LA ECONOMÍA DE INFILTRACIÓN 77

lo oficial y lo extraoficial, un secreto en el que acechan los espíritus


de aquellos muertos que la historia ha entregado como herencia al
Estado del todo.
En el patio frontal de la prisión había un pequeño busto del Li-
bertador, desproporcionadamente pequeño en relación con la alta
columna que lo sostenía (¿un Libertador con las proporciones de la
cabeza de un alfiler?) En la espalda tenía un agujero de bala, como
si nadie, durante la matanza, hubiera tenido los pantalones de dispa-
rarle de frente y a la cara, es decir, como si nadie hubiera tenido los
pantalones para desfigurarlo.
En el muro frontal de la prisión, en el lado que da a la calle, es de-
cir el lado que da hacia la libertad (si es que esta palabra es la adecua-
da para tales circunstancias) habían pintado un tríptico: en un lado
estaba la bandera y el escudo nacionales, en el centro un retrato del
Libertador y en el otro lado estaban escritos los siguientes dos lemas
como si los pronunciara el Libertador:

Usted formó mi corazón


para la libertad,
para la justicia,
para lo grande, para lo hermoso.

El pueblo que ama su independencia


por fin la logra.

Los reos, colgados entre los barrotes del segundo piso, hacían el
amor en lenguaje de señas, con las reas que estaban a varios cientos
de metros de distancia.

A cuatro cuadras de la iglesia, a media hora de la prisión si se va en co-


che, uno de los muchachos del coro, que se llamaba Jesús, llevó a Mis-
sion una noche de viernes, ya tarde, a una casa de hormigón al fondo
de un empinado barranco en un barrio de clase media baja. Ahí, en
la parte trasera había un cobertizo cuyo techo era un plástico negro
que revoloteaba con el viento. En la pared de adobe se anunciaba el
precio de la consulta. Estaba muy oscuro y le preguntaron a Mission si
la camisa que llevaba era azul o negra; parecía una pregunta extraña.
—¡Azul! —respondió.
Del cobertizo provenía una voz apretujada y muy aguda. Se sintió
tranquilo cuando vio a una mujer de unos cuarenta años con el pelo
78 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

pintado de rubio y con la expresión de una abatida madre angelical,


acompañada de un joven de cara fofa que hablaba un perfecto inglés.
Sonreían como si fueran poseedores de un gran secreto. Le dijeron a
Mission que se quitara los zapatos y que entrara en el cobertizo (que,
estrictamente hablando, era un centro).
Una pared entera estaba ocupada por un inmenso portal. A la iz-
quierda había una estatua como de un metro del Indio Guaicaipuro,
a la derecha una estatua igual de grande del Negro Primero y en el
centro una estatua gigantesca de la reina de los espíritus. En la ex-
trema derecha se apreciaba una estatuilla de color bronce y de unos
treinta centímetros del Libertador. El resto del espacio estaba den-
samente retacado de una multitud de veladoras, retratos y figurillas
de diversos espíritus. Estaba oscuro, excepto por las velas y por la luz
de un débil foco que había sido envuelto en una tela roja. El foco de
atención de los que estaban adentro era una voz temblorosa y muy
aguda que no parecía provenir de ninguna parte pero se extendía
por todas partes.
En realidad se trataba de un tipo robusto, escondido bajo un som-
brero vaquero, que hablaba (si ésa es la palabra adecuada) con una
anciana de pelo cano; saludó cordialmente a Mission, se bajó el som-
brero todavía más e invitó a que le hicieran preguntas sobre el mun-
do de los espíritus; el joven de la cara fofa traducía de inmediato
sus respuestas meticulosamente al inglés, cosa que irritó a Mission:
las  respuestas, al igual que las preguntas, parecían formuladas según
un modelo y eran totalmente irrelevantes.
Abruptamente y sin ninguna ceremonia el espíritu se despidió,
tomó la mano de Mission y lo persignó con la señal de la cruz, eva-
cuando el cuerpo justo a tiempo para la llegada del espíritu del Indio
Kinka. Éste se quitó la camisa y se sentó con las piernas cruzadas en el
suelo, tenía una pluma en el cabello; al parecer no hablaba español y
sólo gruñía con petulancia, como si acumulara una gran furia.
—¡Está enojado de veras! —susurró alguno, temeroso.
Salpicó todo su cuerpo con ron, de manera que ahora brillaba bajo
la luz tenue. En la oscuridad, junto al portal apenas iluminado, entre
una miríada de imágenes, su rostro empezó a estirarse y rellenarse
hasta que parecía haber adoptado los rasgos bruscos de los caciques
que se vendían en forma de bustos de yeso en las tiendas de magia,
o de las monedas de oro que diseñó Vallenilla para el dictador en la
década de los cincuenta.
En verdad era una transformación sorprendente.
BILLY THE KID Y LA ECONOMÍA DE INFILTRACIÓN 79

Unos jóvenes que llevaban en la cabeza cintas con los colores pa-
trios salieron de la oscuridad para pararse a un lado de él como res-
guardándolo.
Había una niña de unos nueve años que el indio levantó tomándo-
la de la cintura hasta que quedó cara a cara con la estatua de la reina
de los espíritus; la niña empezó a temblar.
La abatida madre angelical codeó a Mission y aseveró, conocedora:
—Cuando la niña cumpla trece años un espíritu descenderá sobre
ella.
Mission sonrió. El espíritu bajó a la niña pero ésta se quedó literal-
mente hipnotizada frente a la reina de los espíritus unos diez minutos
mientras el indio empezó a conversar con Mission, lamentando el
destino de los indios que los españoles habían cazado y exterminado
como perros.
—Adiós —dijo sin más y bendijo a Mission con un fuerte apretón
de manos.
Fue entonces cuando llegó Billy, Billy el de la Corte Malandra, es
decir, la corte de los criminales. Traía puesto un sombrero de fieltro,
sostenía una lata de cerveza en una mano y un cigarro en la otra.
Sacaba agresivamente la panza y entre una fumada a su cigarro y un
sorbo a su cerveza, pronunciaba, con inmensa satisfacción:
—¡Focky Fock! ¡Focky Fock!
Daba palmadas en el hombro a los jóvenes de junto y todos se
reían. La suya era una historia más bien triste: de bebé, su madre lo
abandonó en un montón de basura, lo salvó una negra pobre que lo
crió junto con sus muchos hijos. Al crecer, Billy veía cómo sus herma-
nos y hermanas se morían de hambre. No había en aquel lugar otra
manera de obtener dinero que darse al crimen, así que Billy se puso
a robarle a los ricos para darle a los pobres. Después de relatar su
historia, su voz se fue perdiendo en la oscuridad.
—Y robé a los ricos para poder darle a los pobres —repetía la aba-
tida madre de angelical rostro.
La niña dejó de temblar; era ya casi medianoche. Entonces un ru-
gido que podía destrozar los tímpanos llenó todo el valle; luego, la
chillante sirena de una patrulla. Era una redada: había motocicletas
dando círculos en un frenesí de sirenas y motores en plena poten-
cia… el motor se detuvo y entró (si una palabra tan banal puede em-
plearse para describir el ingreso de una divinidad) el joven policía
más apuesto, más inmaculado y con el uniforme más perfectamente
planchado que jamás había montado una motocicleta.
80 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

Aunque llegaba tarde a la sesión era muy bienvenido.


Afuera, Mission no pudo sino admirar su motocicleta: igualmente
inmaculada, inmensa y elegante, pulcra, blanca y cromada, con una
luz azul intermitente.
—Igual que en Los Ángeles —dijo el policía.
Mission preguntó a la abatida madre de rostro angelical cuánto le
debía.
—Nada —contestó ella.
Ya había contribuido con una gran botella de ron. Cuando se dis-
ponía a marcharse le pidieron que saludara a un joven regordete que
llevaba unos shorts blancos con el trasero sucio; era un muchacho
tímido, fuera de lugar y fornido, de unos veintisiete años. Mission le
ofreció la mano y dio un paso atrás sorprendido.
¡Él era la materia!; era el médium para los espíritus, ¡el cuerpo que
ellos poseían! La transformación era más que sorprendente; era, ya
de plano, una cosa de maravilla: no era sino un jovencito, común
y corriente, fuera de lugar y, acaso, insignificante, que se la pasaba
mirando hacia el piso (él, que había sido poseído por los muertos,
por los viejos vaqueros de las grandes llanuras, por los indios de los
altos Andes que, con su recio andar, atravesaban siglos de dolor y de
hecatombe, por los criminales de los barrios bajos de la capital; él
que, poseído por el indio, había levantado a una niña temblorosa,
sosteniéndola cara a cara frente a la reina de los espíritus); ahora
estaba envuelto en esa suerte de gracia que sólo viene con la timidez.
Al día siguiente, Mission llevó algo de ropa a la lavandera del sa-
cerdote católico. La puerta se abrió y ahí estaba, de pie, una hermosa
señora con la cara de un ángel abatido; era ella quien lavaba la ropa
del sacerdote. De la noche anterior no quedaba rastro alguno…

Usted formó mi corazón


para la libertad,
para la justicia,
para lo grande, para lo hermoso.

El pueblo que ama su independencia


por fin la logra.
6    LETARGO SAGRADO

En la víspera del cumpleaños del Libertador, 24 de julio de 1990, Vir-


gilio llevó a Mission a otra parte de la montaña: esa zona se llamaba
Quiballo y, tan sólo de oírla nombrar, Katy torció la boca en señal
de asco, pues para ella se trataba de un lugar inmundo y deleznable;
aclaró que era la parte de la montaña adonde iba la gente que quería
hacer cosas malas. A Mission le habían dicho que habría muchísi-
ma gente por el cumpleaños del Libertador, pero cuando llegó con
Virgilio a las ocho de la noche sólo encontraron un carro. No hay
palabras para describir lo lúgubre del lugar; Mission sintió que su
desesperación se acumulaba y estaba, ahora sí, a punto de estallar,
como si Quiballo diera rienda suelta a todos esos sentimientos que,
sobre la montaña en general, lo habían estado agobiando durante
tanto tiempo.
Y es que, a pesar de lo que Katy y tantos otros le habían dicho, no
era que Quiballo realmente fuera tan diferente, funesto y maligno,
en comparación con el brío y la bondad de las otras partes de la mon-
taña; no era que existieran dos partes separadas y homogéneas, una
positiva y la otra negativa. Más bien, a su modo, tanto Quiballo como
el resto de la montaña eran mezclas de todas estas cosas y el poder
que manaba de la montaña provenía precisamente de esta mezcla. El
problema, pues, era que este grado de ambigüedad se resistía, por un
lado, a la lógica y a lo estático, pero exigía, por el otro lado, la exis-
tencia contigua de ambos. Se trataba de algo imposible de contener
y se establecía un ritual precisamente para sacar provecho de esta
imposibilidad mientras que, por el otro lado, se daban esos intentos
sensibleros de la mente consciente para desentrañar las imposibles
ambigüedades, sometiéndolas a una territorialización que pudiera
conferirles sustancia clara (por ejemplo, lo malo de Quiballo en con-
traste con la exaltación de los otros lugares, como Sorte, donde había

[81]
82 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

ido la primera vez con Ofelia hace muchos años). Sin embargo, ¿aca-
so no estaba él, retrospectivamente, practicando esta misma manio-
bra sobre sí mismo, al manipular sus recuerdos, abrazando contra su
pecho la belleza y la gracia trascendental de aquel día en la montaña
con Ofelia, un recuerdo que se había tornado ahora mucho más pre-
cioso por la desaparición de ella y por la posterior esperanza de que
sus caminos se encontraran algún día?
La hija de Katy ya había traído aquí antes a Mission; habían deam-
bulado por la otra margen del río y en un punto habían encontrado
una hoja de periódico sobre la que se había quemado, con pólvora,
una cruz de Caravaca. Era magia para matar a un niño, le había acla-
rado ella, como si nada.
Mission recordó que esa primera vez que había estado en Quiballo
había encontrado verdaderas hordas de gente, gente con las barrigas
envueltas en los colores patrios y con trajes de baño de color rojo,
el rojo de la guerra y del indio, gente apiñada frente a los altares,
algunos apenas iban a ser poseídos, otros ya gritaban, otros entraban
en trance, algunos perdían el control y otros lo recobraban, o acorra-
laban al enemigo y eran purificados: el sagrado vaivén de las olas del
éxtasis y la decadencia a través de miradas vacías en el lodo bajo los
cielos imperiales, hedor de desperdicios, empapados periódicos, mo-
jados cartones de jugo, plástico rojo, contenedores de pólvora, latas
de refresco, cajetillas de cigarro, talco, fruta podrida y montones de
comida apilada sobre los altares evaporándose al calor tropical, raíces
que se extendían como venas varicosas por el suelo y que pertenecían
a árboles que goteaban allá arriba.
La siguiente ocasión Virgilio se negó a llevarlo. Arguyó que ya
estaba oscuro y negaba con la cabeza. No había manera de conven-
cerlo: explicó que era muy peligroso, que a un cura lo habían asal-
tado hace poco y le habían robado todo lo que traía. Virgilio sabía
exactamente la cantidad de dinero que le habían robado, hasta el
último centavo.
Así que Mission se encontró un asiento en un jeep repleto que lle-
vaba a doce personas y un niño en el toldo, empapado por la lluvia.
Llegaron como a las siete y media de la noche, se oía el sonido de los
tambores; en la distancia, las flamas proyectaban sombras saltarinas
sobre montones de estatuillas y altares, abajo, el suelo estaba resba-
loso; arriba, el cielo era de un negro profundo; cuando pasaron por
unos cobertizos resguardados olió a sudor viejo, había una reja de
acero de más de dos metros de altura que alguna oficina del gobierno
LETARGO SAGRADO 83

había instalado sobre bloques de concreto y que había coronado de


alambre de púas: y es que Quiballo no sólo tenía la reputación de los
espíritus malignos, sino que, además, era donde los guardias tenían
sus oficinas y sus casas.
Todo lucía y olía como si se estuviera a punto de cruzar la frontera
hacia el apocalipsis: el lodo mezclado con mierda, el sudor rancio, la
podredumbre, esa forma de estar ahí, sentado nomás, con la televi-
sión a color en la que una multitud brinca con una banda de rock;
todos mirando en silencio, sólo viendo y sin moverse.
A la espera del apocalipsis…
Sin estallidos catastróficos; sin destrucción creativa; sin vomitar
violencias que habían sido dirigidas al interior… sólo una putrefac-
ción que se intensifica y se hincha, en la que la vida y la muerte
se confunden en una ciénaga turbulenta de formas en perpetuo es­
tertor.
“¿Nos causaría náusea el objeto si no ofreciera nada deseable?”
En dirección al río los tambores sonaban más fuerte y estaban
acompañados de un grito rítmico: “Fuerza” “fuerza”… ¿o era acaso
el sonido del río? En el estacionamiento pasaban autos y autos. El
conductor del jeep dijo que en fin de semana podían llegar hasta
unas quince mil personas; más bien eran como dos mil, poco menos.
Conforme nos acercamos, a lo largo del río se percibían claramente
puntos de luz: senderos serpentinos que iban bordeando charcos
y campamentos de plástico que reflejaban, a la luz de las velas, los
recorridos sobre el cuerpo de un hombre que gritaba, poseído, o
deteniéndose en el cuerpo de una mujer acostada y en trance, con el
cuerpo cubierto de hierbas, licor y esponjosos trozos de bofe. En el
hueco del tronco de un árbol había un hermoso altar gobernado por
las estatuas de las Tres Potencias, pero que también tenía a la India
Mara bajo un busto broncíneo del Libertador, tenuemente ilumina-
do por una gruesa veladora con los colores patrios: era un grupo de
peregrinos que venía del estado fronterizo de Apure. Mission habló
con uno de ellos, un soldador, que le explicó que estaban preparan-
do tanto “la materia” como “el alma” pero que el hombre que pega-
ba de gritos se había topado con dificultades; justo en ese momento
el hombre empezó a temblar y entró en trance.
A todo alrededor había otros grupos en diversas fases de posesión:
Mission iba de grupo en grupo, dando tumbos como un borracho
encaprichado, con sus sentidos tambaleándose.
Más adelante, junto al río, finalmente todo estaba en calma: era
84 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

el ojo del huracán. Al otro lado del río, junto al puente había unas
treinta personas fumando puros, estaban en cuclillas frente a un al-
tar muy grande, en un espacio recubierto con azulejos, de unos cinco
metros de ancho y que parecía como si lo hubieran construido en la
década de los cincuenta. Continuamente rompía el silencio alguno
que carraspeaba, juntaba flema y luego escupía jugo de tabaco. Éste
era el lugar donde se solicitaba la venia a la reina de los espíritus para
cruzar el río e internarse propiamente en la montaña. Era el único
altar en el que literalmente todos se detenían antes de ingresar a la
montaña. Ninguno aquí pasaba más que un muy ligero trance.
Las Tres Potencias parecían surgir de la pared de azulejos, pre-
sentándose, hombro con hombro, en el centro del altar; parecían
emanar de la bandera nacional.
A su derecha, debidamente reservado y deferente, el Libertador se
hallaba de pie, espada en mano, sobre un promontorio de cemento
azul.
Junto a este impresionante portal había una casita de madera, era
como una casa de muñecas excedida de tamaño, pintada de rosa y
levantada un metro del piso; tenía un frágil balcón. La puerta delan-
tera era de vidrio pero tenía un candado, así que Mission tuvo que
poner las manos sobre el vidrio y pegar la cara para ver algo. A pesar
de que había una linterna que titilaba con una luz roja, adentro esta-
ba oscuro. Sin embargo, alcanzó a distinguir una estatua de tamaño
real de la reina de los espíritus con encajes y velos, rosas inmensas y
LETARGO SAGRADO 85

una cadena dorada (luego le contarían que éste era “un regalo de La
Guyanía”, una misión que provenía de aquel lejano estado del mismo
nombre). A todo su alrededor había regalos o, mejor, dicho, pagos
por las mandas que había concedido; había dinero y muchos, pero
muchos vestidos de novia, todos colgados a un lado.
El hijo de José le contó que eran vestidos de novias de verdad.
Oscurecido por los vestidos podía verse un cuadro de un oficial del
ejército. Parecía haber muchos retratos más detrás de los vestidos: los
oficiales del ejército pagan sus mandas con estos retratos. A un lado
colgaba también el retrato del Libertador.
De todas las cosas que Mission había visto en la montaña esta frágil
casita le pareció la más extraña: un relicario de milagros que se ha-
bían pagado con retratos de soldados y ondulantes encajes de novias,
todos almacenados junto al Libertador.
86 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

En el primer portal alguien había dibujado un mapa de la geogra-


fía espiritual de la montaña según un itinerario a partir de Quiballo.
Gracias a este mapa Mission pudo darse cuenta de que se trataba de
un río mágico casi tanto como de una montaña mágica: la línea de la
fuerza espiritual seguía el lecho del río según lo mostraba una cade-
na de innumerables altares en el mapa, la mayoría de ellos, supuso,
formando sus estanques propios en el lecho del río y con los nombres
de los espíritus que habrían de ser invocados en cada punto: don
Juan de las Potencias, la India Hechicera Jenoveba (escrito Hechise-
ra), Makumba, Juan del Chaparro, Gran Chacao, Mister Burburo y
Cha[n]go de Nigeria, Indiana, Cacique Coromoto, Tamara Castillo,
Cacique Mara, Cacique Sorocaima, Cacique Atahualpa, Juan el Borra-
cho, don Juan de la Calle, Negro Pío… y muchos más.
La bandera nacional aparecía en un lugar prominente, dos ter-
cios camino arriba, junto con letras muy grandes que anunciaban la
Fortaleza del Libertador; después de ella la línea del poder espiritual
se desviaba en una tangente y ascendía hasta las tres casas corres-
pondientes a las Tres Potencias y, junto a ellas, la cueva de la Negra
Dorotea.
Junto al mapa había un letrero de metal que, con letras grabadas,
decía:

El dominio de la Reina de los Espíritus es sagrado. Respételo y no lo profane


con envidias ni maldad. Este sitio es un santuario donde sólo debe practi-
carse lo bueno. Todo aquel que intente hacer el mal será castigado. Ésta es
la ley de la reina: amor, solidaridad, comprensión.

En la montaña, 31 de enero de 1976.


Edmundo Rosal

Junto había una advertencia de color verde, con apariencia oficial


y con letras blancas muy grandes, había sido instalada por el servicio
de parques del gobierno y en ella se leía un largo listado de prohi-
biciones. Mission notó que, según esta advertencia, quedaba tajante-
mente prohibido tomar fotos y practicar sacrificios.
Un hombre descalzo, llamado Bolívar, que más bien parecía un
duende y que vestía andrajos endurecidos y amarillentos de tanto su-
LETARGO SAGRADO 87

dor, llevó a Mission a la Fortaleza del Libertador. Llovía a cántaros; la


subida era empinada y resbalosa, el arroyo rugía.
—Entre más arriba estás, más espiritual se vuelve todo —aclaró Bo-
lívar—. Allá abajo, a la entrada de la montaña, el poder casi se agota.
Es un concepto aterrador: ese continuo desgaste, esa socavación
de la base que lo obliga a uno a ir siempre más y más arriba.
Después de subir durante media hora cruzaron el arroyo y llega-
ron a una cueva horadada en la roca misma; el interior estaba pinta-
do con las franjas de los colores nacionales, ya un poco descoloridos;
los inmensos árboles formaban una suerte de telón de fondo, con
sus hojas brillantes por la lluvia. Había siete jóvenes agazapados alre-
dedor de un retrato del Libertador protegido con cristal y colgado
sobre un pequeño altar junto con dos banderas nacionales, una era
pequeña y surgía de la roca, la otra, más grande, estaba semipleglada
a un lado del altar. El espacio resbaloso era tan angosto que la gen-
te parecía un grupo de escaladores que pendían unos de otros con
apenas nada de espacio para moverse: santos y espíritus posados al
filo de la nada.
Bolívar se puso en cuclillas a un lado, feliz de ya no estar bajo la fría
lluvia y prendió un tabaco que había encontrado en el altar.
La gente aquí estaba siendo poseída por turnos. Un joven en shorts
rojos, mojados, estaba acostado de espaldas, con los hombros tem-
blando y el estómago salido; sobre su pecho desnudo había hierbas y
medicinas, sobre la frente tenía la forma de la cruz pintada con miel,
lo mismo en codos y rodillas para que la posesión fuera menos vio-
lenta. Estuvo temblando durante una media hora y luego se levantó y
casi se cae por el precipicio mientras otro tomaba su lugar.
Había aquí una mezcla de rutina y sensacionalismo que incomo-
daba a Mission.
Cuando el siguiente se acostó, alguien sacó un montón de agujas
ensartadas con listones delgados de color rojo, azul y amarillo. Todos
daban fuertes bocanadas a sus puros para concentrar el poder mien-
tras vertían ron y Cinzano sobre aquel cuerpo ahora inerte. Después
de unos breves momentos de estar temblando, el hombre lanzó un
grito agudísimo, tan espantoso que era como si todo su ser hubiera
sido expulsado en semejante vociferación. Le pusieron una bata roja
con bordes dorados, pues había sido poseído por Santa Bárbara y sus
compañeros se ocuparon de inmediato de hincar agujas en sus meji-
llas y muslos. Corporizada e inmovilizada de esta manera, con sangre
que brotaba de los colores de la patria, Santa Bárbara profirió sus
88 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

bendiciones y consejos desde esta cueva entallada en la montaña y ba-


ñada por la lluvia. El tiempo se había detenido, como fango. La gente
se movía como si sus miembros, de pronto, fueran de plomo, con una
lentitud infinita y con absoluta determinación, y se miraban unos a
otros fijamente. Incluso Bolívar se acercó y participó en el extraño
“abrazo” de brazos cruzados con la santa, que es como comienza su
bendición. Se le informó con gran solemnidad que tenía un enemigo
pero que encontraría trabajo.
Santa Bárbara era la santa patrona de este hombre poseído; él
siempre trabaja con ella y sabe de antemano que será ella quien lo
poseerá.
—Te puedes dar cuenta —explicó Bolívar a Mission— porque
cuando está poseído, está de veras poseído. No tres cuartos, ni a me-
dias, ni más o menos, sino ¡completamente! Por eso es que aguanta
tanto tiempo.
Y así continuó el asunto, con los colores nacionales de la cueva
opacándose poco a poco… la joven que guiaba a estos muchachos es-
taba recostada, medio dormida, sobre el lodo negro, casi donde caía
la incesante lluvia. Llevaban ya tres días en este lugar.
Bolívar comentó que hay más mujeres que trabajan como guías
que hombres, “porque ellas tienen más alma que los hombres”; y si
son hombres, a menudo son homosexuales.
—Lo cual implica —explicó Bolívar con su tono melodramático—,
correr el riesgo de ser arrestado y que te manden a un campo de
concentración que está cerca de Puerto Boyacá en la selva; además
luego te obligan a andar cargando una credencial del Departamento
de Salud que certifica que no tienes ninguna enfermedad venérea
o sida. Para algunos es una manera de salir del ejército, pero luego
nadie te quiere dar trabajo.
Se ponía muy nervioso: lo inquietaba la posible crecida del arroyo,
lo inquietaban los espíritus, lo inquietaba todo.
—Y si la Guardia Nacional te halla usando la bandera o la imagen
del Libertador de este modo… ¡cuidadito! —advirtió.
Ya hacía frío cuando bajaron, con dificultad, al caer la tarde, enca-
ramándose entre raíces y peñascos, siguiendo el río torrencial, con la
mente obnubilada y la cara azotada por la lluvia.

Más tarde, al hacer sus notas, Mission escribió sobre el letargo que lo
paralizaba. ¿Estaría condenado, como los poseídos, a nunca recordar
lo ocurrido?
LETARGO SAGRADO 89

Mucho peor: no le importaba en lo absoluto. Era como si hubie-


ra quedado reducido a la misma rutina exótica de ojos vidriosos de
la gente de la cueva. Al final, la que se robaba el espectáculo era la
apatía. Los cohetes iluminaban el cielo con sus estrellas ígneas, sólo
para permitir, luego, a la oscuridad dominarlo todo de una manera
aún más definitiva. Este letargo no sólo afectaba a Mission, el mirón.
Lo peor era que parecía afectarlos a todos, estaba en todas partes. El
alma se encogía como un caracol cuando tocaba lo divino, y se retraía
hacia las más inaccesibles partes de su ser, dejando capas calcificadas
de abyección como carne endurecida. Las poquísimas energías que
Mission conseguía juntar acaban diluyéndose en una creciente frus-
tración, socavándose a sí mismas por su inhabilidad para expresar,
como lo puso en sus notas “con mayor precisión lo increíblemente
extraño que fue todo anoche en Quiballo… muy parecido en verdad
a la primera noche en Sorte” (adonde había ido aquella primera vez,
en 1983, con Ofelia, en su primera visita a la montaña).
Cuando releyó esto, al principio no percibió el detalle de su propia
referencia: no había escrito “el primer viaje a Sorte” con Ofelia, sino
más bien, fue “la primera noche en Sorte”. Considerado en términos
generales, aquel viaje había estado colmado de belleza y de sorpresas.
Sin embargo, la noche anterior a la subida había sido muy diferen-
te y, si bien en retrospectiva la noche fue lo necesario para el día que
siguió, el punto crucial era precisamente que ese día sí llegó y que
después de un día de arduo trabajo, la pólvora tronó y, zarandeándo-
se allá arriba en el Palacio del Libertador, Dante encontró a su Beatriz
o, mejor dicho, Haydée, después de la oscura confusión del bosque, sí
encontró a su Libertador. Por el contrario, aquí en Quiballo, a pesar
de su entera y compleja totalidad, era como si nada tuviera sentido
más allá del cobertizo de los guardianes.
Dicho de otro modo, la montaña que se abre desde lo lúgubre de
Quiballo era como el interior mismo del cobertizo de los guardianes,
sólo que amplificado. La narrativa se había quedado atorada en la
atmósfera, indicios vaporosos tan densos como la nada coagulada de
la noche, empapada, allá afuera, y el martilleo del kitsch espiritual de
los altares, ahí adentro. Era como las espirales sin trayectoria que los
guardias, en Sorte, dibujaban en la tierra de su cobertizo mientras
daban vueltas al pie de la montaña, hace ya muchas noches. Era el es-
píritu que generaban colectivamente al mascullar nefastas adverten-
cias sobre el peligro de la montaña, con las cejas alzadas, la expresión
vidriosa, advertencias recubiertas con cera de veladoras y humo de
90 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

puros que se queda adherido a los encajes y brocados de los muchos


vestidos de la reina; el rancio aire se vuelve aún más pesado debido
a que la montaña permite a los espíritus concentrarse, dar vueltas y
vueltas, moverse invisibles en su búsqueda de un cuerpo.
¿Acaso no le había aclarado Virgilio, mientras limpiaba su taxi en
uno de aquellos caminos de provincia, que esta nación estaba llena,
sencillamente repleta, de toda suerte de espíritus que acechaban en
los estanques, en los oscuros drenajes, desesperados por ocupar un
cuerpo agradable y caliente? Cuando los médiums espirituales quie-
ren hacer daño a alguien invocan precisamente a estos espíritus. ¿Y
no le había dicho la mujer de Virgilio, Zaida, de la que ahora estaba
separado y que antes había sido una poderosa curandera espiritual,
hábilmente asistida por sus hermosas hijas, que en todas partes hay
espíritus en busca de un cuerpo? Pero hay otros que también andan
en busca y que no son tan inocentes; precisamente uno de éstos a ella
la empezó a ahorcar y la hubiera matado lentamente de no haber
sido porque abandonó la montaña de una manera total pura absolu-
ta e ingresó al templo de los evangelistas, donde ahora se acababa la
garganta cantando todos los días y a veces hasta dos veces por día. Y
es que precisamente éste es el peligro: la apertura de la materia para
que entre el espíritu está cargada del peligro del demonio.
Esto hace todavía más maravilloso el gran teatro de la montaña,
que se representa sobre semejante cuerda floja: los indios belicosos,
los africanos que hablan inglés, los costaguanos vulgares y la amable
viejecita de la ciudad petrolera, sin mencionar el travestismo y la her-
mosa Negra Francisca…
La montaña siempre ha tenido este poder para transformar el mie-
do y lo tenebroso en lo carnavalesco.
Sin embargo, su aspecto más genial no radica en esto, que es algo
sencillo: mera dialéctica, reversos, codependencias, los dos lados de
la misma moneda que conocemos bien; no necesitas de una reina de
los espíritus ni de la magia del Estado para darle la vuelta.
Virgilio manejó lentamente de regreso a la ciudad; en el camino le
dieron un aventón a una mujer que contó que hacía poco había sido
curada: la había poseído el Ánima Sola y si seguía en el mundo de los
vivos era de puro milagro.
Mission aprovechó la oportunidad para entablar una conversación
profesional con José sobre su opinión de “la velación”, es decir, del
momento en que colocan el cuerpo boca arriba en el piso, frente al
portal y, rodeado de un círculo de flamas, entra en trance. ¿Cómo
LETARGO SAGRADO 91

funcionaba?, ¿por qué lo hacían? Mission todavía estaba intrigado y


era suficientemente ingenuo como para pensar que habría respuestas
claras y que José, con la inocencia de la juventud, lo sabría. Era un
viejo truco: Mission era hábil, pero también lo era José, que empezó
no con los vivos, sino con los muertos; no con los cuerpos, sino con
los espíritus, a los que concedió muy poco tiempo, pues se trata de
espíritus “de baja luz” (o sea, de un bajo nivel de luminosidad) si los
comparas con, por ejemplo, el Libertador y su corte, que son espíritus
“de alta luz”. Los de baja luz sólo están hambrientos de luz y siempre
están ansiosos por avanzar en su camino hacia la luz y, así, pueden
ser convocados fácilmente con oraciones o con la misa católica para
invadir el cuerpo de algún enemigo. Los espíritus de baja luz son es-
túpidos, como perros, y rápidamente los puedes comprar si tan sólo
les prometes un cuerpo; cosa que, naturalmente, a menudo causa
problemas.
Mission se maravilló de semejante pensamiento económico del
mundo de los espíritus: ¡puedes avanzar hacia la luz, es decir acer-
carte al Libertador si te vendes como un asesino! Y si no como un
asesino, al menos sí como ¡un experto en mutaciones que se cuela en
el cuerpo del otro! Qué mundo terrible en el que vivimos… la enfer-
medad del poder. El mundo del psicótico juez Daniel Paul Schreber
en el que los cuerpos devoran otros cuerpos, se hinchan de poder y,
para adquirir más calor, entablan guerras como hacían los llaneros
del Viejo Oeste, siempre en busca de más tierras a lo largo de la línea
fronteriza. O como aquel profesor de un último piso, con su cuerpo
que crece cada minuto, a un lado de calaveras e impresiones de su
computadora, y que planea engullir a todos los profesores del cuarto
piso para usarlos como composta en el laboratorio de la azotea que
está dedicado a preservar o, al menos, a estudiar, lo que queda de la
flora y la fauna del mundo. ¿Qué saben ellos de ciencia?, gruñía, au­
torreflexivo, pero sus palabras ya se perdían en un ataque vil de la her-
meneusis cuando se dio cuenta, con un estremecimiento enfermizo,
de que su poder de adaptación a la posmodernidad se había agotado.
—Ahora bien, en la velación —continúa José—, una persona entra
en trance y el espíritu que la posee se ve obligado a hablar por la boca
del que está en trance: “yo le causé este dolor de cabeza”, “yo le pro-
duje ese dolor de estómago” y así sucesivamente. Luego corresponde
al curandero extraer al espíritu; el espíritu puede incluso confesar
quién lo puso dentro del cuerpo; a veces el curandero tiene que pedir
ayuda de otros espíritus.
92 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

Mission recordó lo que antes le había dicho Virgilio sobre que el


país estaba infestado de espíritus de baja luz, que éstos se hallaban
bajo toda roca, en cualquier desagüe o charco, doliéndose por ob-
tener un cuerpo, dispuestos a hacer lo que fuera para purificarse.
Mission podía apreciar aquí una visión muy original y dinámica del
moderno Estado-Nación. Y no es que faltaran, en lo absoluto, algu-
nos temas intelectuales interesantes y genuinos; por ejemplo: ¿cómo
podía la búsqueda de la purificación hacer uso de metodologías tan
impuras y por qué tenían que recurrir a tantas porquerías? Y no es
que le afectara a Mission: la transgresión siempre ha sido su juego. La
única frontera por cruzar aquí es la del gusto, le aseguró al Presidente
del Tribunal Supremo, mientras su mente se remontaba a las escenas
junto al río en las que el indio acechaba en la tierra retumbante sobre
el suelo mullido de la bochornosa noche, junto al cuerpo humano
que flota sobre el talco, con velas blancas en las coyunturas, la de la
entrepierna, un jeroglífico listo para explotar hacia el futuro.
Ahora bien, esto no sólo ocurría en Quiballo; no, de ninguna ma-
nera… Rocordó entonces algunas historias que Katy le había contado
de Sorte: como cuando los de la Guardia Nacional (con quienes lle-
vaba la mejor de las relaciones) le contaron de su reciente balacera
con los guerrilleros en otra entrada de la montaña (seguramente una
pura fantasía) y cómo —continuó ella— a través de alguna extraña
serie de asociaciones, un hombre y una mujer extranjeros acababan
de ser asaltados; el hombre asesina-
do y la mujer violada, tendida boca
abajo sobre la espalda del asesinado.
No sorprende, pues, que su hija ja-
más entre en la montaña sin un ma-
chete escondido en la ropa. Mission
recordó a aquel hombre de media-
na edad, musculoso y medio calvo,
que le contó en una panadería de
la capital que un amigo suyo había
sido poseído en la montaña y él lo
vio, con sus propios ojos, descuarti-
zar a una mujer; primero la decapi-
tó, luego le corto el tronco en dos.
Lo había obligado a hacerlo, dijo el
calvo, el mismo demonio, y le hizo
advertencias de que jamás volvieran
LETARGO SAGRADO 93

a pararse en ese lugar. Él, por su parte, abandonó inmediatamente


todo aquello y se convirtió en un testigo de Jehová. Sus ojos parecían
proyectar fuego mientras contaba su historia, ahí, anónimamente,
junto al mostrador de cromo y vidrio que contenía el pan y las galle-
tas recién horneadas.

Ahora es un solitario día entre semana y Mission se siente triste, así


que va a visitar a Zambrano. Se siente ansioso aunque no atina a
saber por qué razón. Le está empezando a afectar: no quiere bajar
del taxi para no quedarse solo; el taxista lo mira raro; el taxista lleva
un sombrero vaquero y es un fervoroso creyente de la reina de los
espíritus. Pacientemente espera a que Mission se decida. Finalmen-
te, Mission baja del auto y lentamente cruza el río y camina, solo,
hacia los árboles donde una amiga suya fue violada por los guardias
hace algunos años. Un ciempiés se arrastra en un portal abandona-
do, ¿será un espíritu de las guerras anticoloniales? Jamás le habían
parecido los árboles tan altos, la tierra tan desolada. Un loco que te-
nía agujeros en los zapatos se acerca salpicando agua por la margen
del río y masculla algo sobre que lo asaltaron dos tipos con pistolas.
Mission cruza el río de vuelta y se dispone, sintiéndose aliviado, a
encontrarse con Zambrano.
Han pasado ocho años desde que hablaron por última vez, cada
uno absorbido por su propia misión, y ahora Zambrano estaba tan
absolutamente instalado en su misticismo que se mostraba comple-
tamente racional aunque se considerara a sí mismo un brujo. Zam-
brano aclaró enfáticamente que él mismo nunca había sido poseído
por espíritus. ¡Oh no!, parecía estar excesivamente preocupado por
la autenticidad y le aseguró al extranjero que noventa y cinco por
ciento de todas las posesiones de espíritus que ocurrían aquí eran fal-
sas. Además de eso, había “mucho invento” como eso de los vikingos
y de Eric el Rojo. Sentado, se puso a contemplar el más allá, con sus
bermudas cafés a cuadros, secándose el sudor; su dogma se mante-
nía gracias al constante influjo de nicotina y pepsi sumergidos en los
abundantes rollos de grasa de su estómago.
La gran mayoría de los que lo buscan para una cura, dice, sufren
de alguna enfermedad psicosomática; muy pocos son los afligidos por
la invasión de algún espíritu. Un ejemplo de estos últimos, sin embar-
go, fue la esposa de un capitán de la Guardia Nacional que había sido
poseída por el espíritu de un muerto que estaba enamorado de ella
y, tal y como era de invisible, ¡copulaba con ella frente a los ojos del
94 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

capitán! El capitán estaba asombrado: ¡su propia esposa cogiéndose


a sí misma (así lo parecía) o cogida por un espíritu dentro de ella!
Zambrano, manteniendo un tono clínico, hablaba de “contorsiones
extrañas”. Necesitó la ayuda de cuatro hombres muy fuertes de la
Guardia Nacional para sostenerla mientras exorcizaba al espíritu jun-
to al río. Su cara se tornó monstruosa durante la lucha y en un punto
del exorcismo su cuerpo de plano se alzó del suelo. Los ojos de Zam-
brano temblaban igual que las fofas capas de grasa de la parte inferior
de sus brazos levantados. Todo estaba en silencio.
Las historias de lo extremo eran a tal grado abundantes y en tal
medida naturales en la montaña que sólo podías concluir que eran
extensiones de su mismo poder sagrado: un equivalente verbal de
los portales creados para las posesiones espirituales, mágicos puntos
de entrada esparcidos por toda la superficie de la montaña, heridas
abiertas al cielo que derraman el aura de los muertos que se ha con-
centrado en la corte de la reina de los espíritus.
¡Qué recurso!
Igual que el petróleo, cuya producción es un secreto de Estado
muy bien guardado.
Sólo que este recurso, en vez de usarse para petrodólares que hin-
chen el monedero del Estado, este tesoro de autorrenovable muerte
viviente podría llegar a poseer, mediante un desenfrenado gasto pú-
blico, a todo un Estado-Nación. ¿Y eso quién podría jamás exorcizar-
lo?, cavilaba Mission.
7     MÍMESIS DE LO MUERTO

Los dramas de posesión espiritual en la montaña mágica pueden, por


lo tanto, considerarse como similares a los cuentos de un narrador,
historias dramatizadas que se caracterizan porque durante sus ensa-
yos se convoca a la muerte al escenario del cuerpo humano vivo para
ejemplificar, a través de la repetición de las representaciones, la auto-
ridad de esa muerte que prevalece en el origen de la forma narrativa.
Lo que ocurre, sin embargo, no es mucho más que una obsesión
por el ensayo mismo, como si por tales medios pudiera destilarse una
autoridad abstracta o metaautoridad. Esta autoridad abstracta, cuya
deuda tanto a la muerte como al narrador ha sido puesta en duda por
la modernidad, es precisamente la que se escurre, como racionalidad
formal, hacia el fundamento de la ley y la burocracia modernas, inclu-
yendo en buena medida también al Estado moderno.
Con esta noción del exceso de una autoridad de muerte que se
transforma en una abstracción de la cosa en-sí y queda recogida me-
diante el ensayo continuo, podemos pensar en la imagen del animal
humano que finge la muerte como una forma de defensa, imagen que
se halla en el fundamento mismo de la asombrosa crítica de Nietzsche
al poder en Occidente y que Horkheimer y Adorno desarrollaron con
su noción de “la organización mimética”: una apropiación primitivis-
ta de la facultad mimética que resulta crucial para la institución del
poder como racionalidad en la organización burocrática moderna,
de la cual el modelo ejemplar es el Estado. En este sentido subrayan
la importancia de una “mímesis de lo muerto” en la que el espíritu
subjetivo “sólo domina a la naturaleza ‘desanimada’ imitando su rigi-
dez y disolviéndose él mismo como espíritu ‘animista’ ”.
Esta mímesis de lo muerto como la fuerza vital de la razón admi-
nistrativa y legal nos abre la perspectiva de toda una nueva manera de
pensar la muerte y el Estado; se plantea la posibilidad de una historia

[95]
96 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

de la mímesis de las formas de la muerte involucradas fatalmente con


la inteligencia social de la organización corporativa moderna y con el
engaño, no menos que con el funcionamiento de las formas del Esta-
do y sus epistemologías del sujeto como sujeto del ser estatal. Así, el
cogito ergo sum, con toda su importancia para el nuevo individuo de la
modernidad, se convierte en un “muero, luego existo” y una vez más
el enfoque se revierte, a través del primitivismo de la modernidad, a
la labor de lo negativo.
Así pues, qué conveniente, qué rico en posibilidades para la repre-
sentación estatal, resulta la posesión espiritual (especialmente bajo
el manto y la influencia de la reina de los espíritus). Ya que aquí la
mímesis de lo muerto no sólo es la forma artística política por exce-
lencia, continuamente repetida y retrabajada, y no sólo se pone la
obsesión misma obsesivamente al servicio del embellecimiento del
espacio de la muerte que se crea como un monumento a la violencia
fundacional, sino que, además, la muerte se conjuga mediante la vaga
figura de una consorte para la figura legitimadora del Libertador, de
manera que se consolida la “economía de infiltración” del tabú y la
transgresión en la que la autoridad, impartida por las apariencias de
los moribundos, se cosecha primero en el cuerpo que yace en trance,
totalmente quieto en su halo de llamas, y luego en aquellas actuacio-
nes frenéticas de miradas ausentes y cuerpos que se convulsionan.
La primera modalidad, la de la quietud, es la “velación”, en la que
el cuerpo imita la muerte como un cadáver: un cuerpo beatificado y
embellecido que se metamorfosea, según lo estipula la doctrina, en
materia pura y, como tal, está listo para la segunda modalidad.
La segunda modalidad es la del cadáver-cuerpo que se torna “vivo”
por la incorporación del espíritu poseedor. Aquí la imagen y el cuer-
po se interpenetran en lo que podríamos llamar el “teatro de fiso-
nomías”. La posesión espiritual en la montaña mágica, como el cine
y la fotografía, magnifica la fisonomía; se trata de la práctica oscura
(pero segura por ser tan común) de interpretar lo interior a partir de
lo exterior; interpretar el carácter y la disposición humanos a partir
de la cara; sólo que en el caso de la posesión espiritual hay una suerte
de inversión fisonómica: ocurre que en ella el interior presume (o se
presume) que ejerce su magnificación fisonómica en el exterior: el
espíritu está escrito con grandes letras sobre la pantalla móvil que es
el cuerpo donde ahora está albergado.
La escenificación de la montaña de la reina de los espíritus es, así
pues, un escenario dual interconectado, la escenificación del cadáver
MÍMESIS DE LO MUERTO 97

y la escenificación de las fisonomías. Si, por una parte, se debe pre-


cisamente a la mímesis de lo muerto (como vida del ser estatal) que
las extrañas rigideces corporales de la posesión espiritual encuentran
una escenificación apropiada (primera modalidad), así, por otra par-
te, el juego con la historia queda escrito en la masa móvil del cuerpo
que espera la llegada del espíritu durante el teatro de las fisonomías
(segunda modalidad).
La primera modalidad ordena y predetermina la segunda como lo
hace el lado burlón de la fuerza tumescente del tabú, que es la que
confiere al cuerpo su esplendor. Este lado burlón de la mímesis de lo
muerto es el “estado de emergencia” en el que se desata una forma
completamente diferente de la mímesis estatal.
Ahora el cadáver salta a la vida: la acción intensa es la que está al
mando y en ella la excepción es la norma, produce, pues, simulación,
disimulación, celeridad, abruptos cambios de ritmo y, sobre todo, la
presencia del soberano espiritualizado como el encargado de decidir
acerca de tales excepciones. No obstante, no podría hacer esto (ni la
excepción podría convertirse en la norma) sin el “trabajo de muerte”
bajo la supervisión de la reina de los espíritus.

El trabajo de muerte, como lo sugirió Walter Benjamin, otorga la au-


toridad que el narrador requiere y este trabajo implica la repentina
revelación de una secuencia de imágenes del yo en movimiento (así
lo consideraba Benjamin), en el interior de un moribundo en el mo-
mento en que la vida llega a su fin.
¿Acaso esta memoire involontaire que se activa con la sensación cor-
poral y la circunstancia corporal (en este conmovedor caso, con el
final de la vida) no podría externarse como una versión dramatizada
de sí misma, como en la posesión espiritual?
Aquí debemos estar muy conscientes de que, para la mayoría de las
personas y durante la mayor parte de la historia mundial, la posesión
espiritual fue la norma. La modernidad erradicó, por venganza, cual-
quier endeble capacidad que Occidente pudo tener para movilizar
a la muerte de esta manera. No podemos sino especular las riquezas
que el narrador de Benjamin hubiera tenido a su disposición si esta
modalidad se hubiera dramatizado y si la dependencia del trabajo de
muerte, a veces obvia, a veces escondida, hubiera sido más recurren-
te. Lo único que ahora nos queda es la muerte de la muerte…
Semejante teatro requiere de un escenario en el espacio y el tiem-
po, como ocurre precisamente en esta excolonia con su espacio de
98 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

muerte construido a partir de la poética estatal de la guerra anticolo-


nial y mezclada con un triunfalismo apocalíptico. La montaña de la
reina de los espíritus es el intento supremo de escenificar una y otra
vez justo este espacio siempre móvil.
Al mirar el pasado hacia adelante, la revelación de muerte crea
una extraña dimensión espacio-temporal y lo hace, simultáneamente,
con una arrasadora revelación por lo que toca a la autoconciencia.
Esto es lo que está en juego en aquella paradoja con la que Benjamin
sugiere que la imagen-secuencia que se le revela al moribundo con-
siste en “visiones de sí mismo por las que él se encontró a sí mismo
sin estar, en ese momento, consciente de ello”; la muerte provee, con
este extraño vuelco de índole pictórica, una instancia primordial de
lo que Benjamin consideraba el punto central de su método de la
imagen dialéctica.
Es como si la muerte revelara una alteridad irreductible en el yo,
a saber, la persona (palabra que etimológicamente significa “másca-
ra”) social cuando está por cerrarse el telón de su vida; ya que la
función social de la muerte consiste en iluminar la misma actuación
de papeles, y esto se aplica con particular fuerza a la metamuerte, es
decir, la experiencia formativa de la modernidad que permite ver una
nueva belleza en lo que se desvanece con la muerte de la muerte.
8    TRAICIÓN ESPIRITUAL

—Después de que la muchacha se fue —dijo Zaida—, solía sentir el


frío de los espíritus que pasaban detrás de mí. Aunque se había ido,
sus espíritus seguían aquí. Un día estaba afuera moliendo maíz y has-
ta mí llegaba el olor de humo de puro: mis hijos estaban encendien-
do los puros que la muchacha había dejado. El olor me agradó. En-
tonces, sentí cómo me invadía una oleada de frío; alcancé a percibir
luces en uno de esos desagües… ¡mi alma me había abandonado y el
espíritu de Lino Valle había entrado en mí!
—Yo estaba ahí —interrumpió la hija—. Yo misma toqué su cuerpo
y estaba completamente frío. Su espíritu la había abandonado y en su
lugar había llegado un espíritu proveniente de ese desagüe, ¡era una
mujer de Valencia!
—La siguiente vez fueron cuatro espíritus: Lino Valle, la reina Ma-
ría Lionza, la reina Margarita y don Martín Canete. Cuando te hallas
en semejante estado puedes curar a las personas, puedes ayudarlos a
conseguir dinero, o en su vida amorosa —explicó Zaida.
¡Sí! A Zaida la poseyó incluso la reina de los espíritus, y muchas
veces. Es más, había sido poseída ¡hasta por su suegra!, ¡quien, na-
turalmente, se dedicó a regañarla!, ¡lo puedes creer! Ahí la tienes,
poseída por su suegra, que se atreve, ¡nada menos que a reprenderla
y reprocharle cualquier cantidad de cosas!
—Sientes una fuerza, una gran fuerza —respondió cuando él le
preguntó qué se sentía ser poseído—. La sientes por todo el cuerpo,
especialmente en los brazos, como si alguien estuviera atándote; es
una fuerza exterior a ti. La espalda y los hombros se te hinchan, como
si alguien te estuviera inyectando aire y luego ya no sientes nada hasta
que vuelves a la normalidad. Luego te sientes cansada y adolorida
unos tres días, especialmente en los músculos de los hombros. El Ne-
gro Felipe era el que venía más a menudo. Solía decir que necesitaba

[99]
100 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

ron y que todos debían tomar ron. ¡Podía tomarse siete botellas! Y era
muy vulgar. Le decía a las mujeres que andaban en busca de hombres.
Me llegaron tantos espíritus que no me acuerdo de todos, pero una
cosa sí te digo. Los espíritus ¡no son buenos para nadie! ¡Tú nomás
eres su instrumento! Luego vino María Lionza; ella llevaba una capa
y una corona, y luego, hubo un demonio disfrazado de María Lionza.
Ése fue el espíritu que me causó la enfermedad.
—Yo me la pasaba siempre llorando: ¡ya no era mi madre! —inte-
rrumpió de nuevo su hija Nieves.
Zaida se echó a reír. Esta conversación que Mission entablaba para
sondear la historia espiritual resultó una conversación muy peculiar
porque las posesiones quedan más allá de la memoria o, para ser más
exactos, están partidas entre dos zonas irreconciliables, una de las
cuales generalmente es imposible traer a la memoria. El sujeto se
partía y luego, por así decirlo, se evaporaba. Una vez una mujer se
acercó a Zaida y le dijo: “¡tú eres la que me curó!”, pero Zaida no la
recordaba en lo más mínimo; su hija dijo que sí, que la había tratado,
pero Zaida había estado poseída y no tenía ningún recuerdo de eso.
La primera persona a la que curó después de que se le metió el
espíritu de Lino Valle fue una pequeñita de un año y medio que nin-
gún doctor podía curar. Había contraído sarampión y tenía vómito y
diarrea y Zaida la curó en la casa con hierbas; no estuvo poseída pero
sí invocó a las Tres Potencias, fumó puros y recitó el Padre Nuestro.
Esa misma noche la niña empezó a mejorar y en tres días estaba total-
mente compuesta.
—Una vez, temprano en la mañana —continuó—, en un sueño
se me apareció un carro que venía de la capital con mucha gente.
Había dos niños que vomitaban sangre, un niño y una niña. En el
mismo sueño, yo preparaba una velación con muchas plantas y uvas y
manzanas… ¡Ese mismo día llegaron a mi casa! ¡De la capital! Fuimos
a la montaña, al mismo lugar cerca de Sorte que yo había visto en el
sueño, y reproduje la misma velación que había visto en mi sueño;
incluso el portal, todo igual.
Ella no usaba retratos ni estatuillas, pero sí usaba velas: rojas, azu-
les, amarillas y blancas.
—De ese color son los rayos que ves venir de allá arriba cuando
estás trabajando —explicó—. Un día me trajeron a una muchacha de
diecinueve años. Los doctores de la capital decían que moriría. En
Valencia decían lo mismo. Un compadre mío me recomendó con la
familia así que me la trajeron, vomitaba sangre. Me fumé un tabaco y
TRAICIÓN ESPIRITUAL 101

me di cuenta de que probablemente estaba poseída, así que la lleva-


mos a la montaña e hicimos una velación. Mi banco era Nieves pero
resulta que ese día estaba enferma y tenía un tumor en la cabeza,
así que ¡tuve que aventármela yo sola! Me poseyó una reina, la reina
Yermina, que pertenece a la montaña Buchicaluri, y luego la reina
Margarita que también pertenece a la Corte India. La primera reina
expulsó al espíritu que causaba la enfermedad y la segunda propor-
cionó los nombres de las medicinas que necesitaba. La muchacha se
compuso.
Virgilio no aparecía por ninguna parte.
Ocurrió también una vez que los doctores concluyeron que a su
hija Nieves era imposible hacerle una cirugía; sólo podían adminis-
trarle drogas. Tocó a Zaida entonces emprender la cirugía, que llevó
a cabo con todo éxito gracias al espíritu de José Gregorio. Después
Zaida realizó con éxito operaciones de hernia y cáncer del hígado,
pero, poco a poco dejó de hacerlo.
—Poco a poco, si trabajas con los espíritus, acaban matándote. Yo
me di cuenta de que al final los espíritus siempre son traidores y de
que me había convertido en un instrumento de malignidad.
Mission creyó entender, más o menos… Virgilio le había conta-
do varias veces, mientras iban dando tumbos por los caminos en su
taxi, que Zaida se había enfermado de la garganta y que habían ido
de doctor en doctor, gastaron mucho dinero, incluso tuvieron que
vender su camión, del que dependía su ingreso, hasta que un día,
en la ciudad, ella oyó a un evangelista de Puerto Rico y sintió alivio
inmediatamente.
—Era como si me quitaran una espada que traía enterrada en la
espalda —precisó Zaida.
Fue en ese preciso instante cuando se dio cuenta de que su enfer-
medad era resultado de las posesiones y de que tendría que renunciar
a su vocación. A partir de ese momento, consideró la montaña y todo
lo que ella representaba como obra del demonio; pero, con semejan-
te revelación, ¿qué sería de Virgilio, tan apasionado por la montaña?
Unos días después, Nieves me explicó (acompañada por su her-
mano al que le había caído una viga en la cabeza hacía varios años y
había quedado absolutamente incapaz de hacer nada que no fuera
acompañar a su madre al templo evangelista dos veces al día) que su
padre y su madre estaban esencialmente separados, aunque seguían
viviendo bajo el mismo techo. Tenían ya mucho tiempo así; desde
que la amante de Virgilio, una mujer que vivía a un par de cuadras de
102 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

distancia, valiéndose de magia, había hecho imposible que él durmie-


ra con Zaida. Incluso, esta mujer había perseguido a Zaida durante
mucho tiempo, años antes de que tuviera su primera experiencia con
espíritus.
Zaida luego me confirmó que sí, que durante muchos años, antes
de ser poseída, había sentido que no era libre, se sentía humillada;
sentía que siempre le ocurrían cosas extrañas.

Así, pues, fue que Mission se vio de vuelta en Quiballo, de regreso a


esas escenas bajo árboles lúgubres que gotean con el rocío de la mon-
taña. Fue ahí con Nieves; en su mente (llena de asombro) él seguía
a la espera de Ofelia, de algún ser ligeramente familiar que mejor
pudiera medir lo no familiar. Sabía que algún día la encontraría… y
precisamente ese día corrió con suerte.
Ofelia acababa de regresar de España, de las islas Canarias, para
ser exactos, a donde había ido a curar a un loco. De hecho, no había
llevado a cabo la cura en España sino aquí, ¡en la montaña! Esperaba
a que la persona estuviera dormida en las islas Canarias y entonces se
dejaba poseer aquí mismo por el Indio Tamanaco, el espíritu indio
que se representa como una cabeza segada por los españoles. Había
TRAICIÓN ESPIRITUAL 103

sido una faena muy difícil, tuvo que admitir, conseguir que el espíritu
de un indio hiciera esto. Lo último que un indio quería era curar a
un español.
Usó a su hijo como su banco. La cura fue tan exitosa que la fami-
lia del loco la invitó a España. Eran ricos y tenían un restaurante; le
mostró a Mission algunas fotos. En el trance, Tamanaco le reveló que
era la tía del loco quien le había causado esto por pura envidia de la
riqueza de su hermana. La madre del loco quedó impresionada.
—¡Sí! —aclaró Ofelia—. Hay muchos curanderos de aquí que se
van a las islas Canarias y trabajan con la reina de los espíritus.
No sólo había regresado, sino que ahora era la dueña de uno de
los cobertizos, el más grande que estaba al final de la hilera.
Construido con lámina, este cobertizo elevado era como un esta-
blo. Albergaba un restaurante: cuatro mesas, un refrigerador para
refrescos y, atrás, ocupando casi un tercio de todo el espacio, se halla-
ba el altar más recargado y más extravagante que cualquiera podría
imaginar. ¡Lo había armado todo la misma Ofelia! ¡Ofelia!
Era abrumador: te acometía desde una docena de ángulos al mis-
mo tiempo, como un escenario poblado de espíritus de todas las for-
mas y tamaños; con todos los colores radiantes, proyectaban sombras
y cada uno emergía de ellas cuando captaba tu mirada y descentraba
el cuadro que habías antes formado. La mirada de Mission se detuvo
en la estatua de yeso de más de un metro de la reina de los espíritus;
tenía la cara pálida pero alegre, una túnica color bermellón y una
corona de oro, llevaba adornos dorados y un gran crucifijo dorado
que colgaba de su cuello con un cordel de los colores patrios. A sus
pies estaba la efigie de yeso de las Tres Potencias, con ella misma en
el centro, y había otra figura suya con una bata azul y sosteniendo un
arco de satín rosa con las estatuas del Indio Guaicaipuro y el Negro
Felipe a cada lado. Había un Cristo con una túnica púrpura, con una
corona de espinas y cargando una inmensa cruz negra. A su lado ha-
bía una estatua de color bronce que representaba a una reina de los
espíritus desnuda, montando con muslos robustos un roedor de la
selva con hocico puntiagudo: una copia de la estatua que fue erigida
en el camellón de la carretera en la capital, frente a la universidad, en
la época del dictador en la década de los cincuenta. Bajo estas figuras
podían verse vikingos envueltos en diáfanos satines con los colores de
la nación, con brillantes yelmos y largas barbas rubias. Había al me-
nos dos versiones de Lino Valle, el célebre hierbero y ermitaño, una
arriba de la otra en un gabinete de madera con puertas de vidrio; en
104 LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS

una estaba con traje café y corbata, en la otra aparecía en su atuendo


de ermitaño fumando un puro, como pudo haber sido su gusto en
aquellos largos años solitarios en la montaña mágica. También estaba,
como siempre, el Doctor José Gregorio Hernández, dócil y afable,
sosteniendo su estetoscopio, junto con muchos africanos que estaban
regiamente sentados entre cabezas de indios, hombres y mujeres, al-
gunos con tocados de guerra. El conjunto estaba envuelto en listones
y rodeado de velas y telas color rojo y púrpura con brillantes flores de
todos los colores y todos los tamaños esparcidas alrededor. Había dos
grandes cromos de Jesús en la pared de lámina y un peculiar cromo
color gris de un remolino de agua que tenía un lujoso marco: era
el regalo de agradecimiento de un musulmán por una cura y tenía
versos del Corán.
Ofelia había recorrido un largo camino desde aquella modesta vi-
sita de 1983 al Palacio del Libertador.
Pero lo mismo se puede decir de Mission.

Animada por la serenidad de Ofelia y por la magnificencia de su al-


tar, Nieves se tornó platicadora. Su voz quejumbrosa fluía como los
hilitos de agua que corrían frente a los altares mientras la oscuridad
de Quiballo se espesaba como se espesa una sopa de garbanzos. No
obstante, entre las sombras, se dibujaba claramente la figura de su
padre y su preocupación por él; era una vieja historia y su voz ya se
notaba cansada: habían intentado todo, pero sin éxito.
El asunto era que tomaba demasiado y la raíz del problema era
que su amante lo había embrujado usando su propio esperma de ma-
nera que ya no podía tener relaciones sexuales. Obsesionado con su
potencia viril, había gastado una pequeña fortuna, alrededor de 500
dólares, inyectándose la medicina que se usa para fortalecer a los se-
mentales, al grado de que hace poco tuvo una erección permanente
que lo obligó a tener una intervención quirúrgica para desalojar toda
la sangre congestionada.
Y todavía sigue inyectándose.
—Es un trabajo peligroso —comentó Ofelia.
En una ocasión, al oír el nombre de Antonio Ricaute, el líder, el
héroe a caballo, Virgilio había citado, de inmediato y con el sem-
blante encendido: “¡Yo muero, pero la patria se salva!” ¿Acaso no se
representaba al Libertador siempre de manera monumental, perma-
nentemente fijado en bronce y mármol, de pie sobre un semental
como lo muestra el libro de texto escolar que Virgilio ha guardado
TRAICIÓN ESPIRITUAL 105

con tanto cuidado? ¿No era, entonces, decidida y grotescamente con-


veniente, que Virgilio, por su parte (especialmente porque ya no le
estaba permitida la entrada a la montaña), se inyectara elíxires que le
aportaran las facultades de un semental en una suerte de desquiciado
ritual fingido de posesión espiritual que, precisamente en su extre-
mosa oscilación de arriba a abajo, entre spleen e ideal, expresaba de
una manera asombrosa la misma ansiedad del Estado que se esfuerza
por recuperar el control de sus emisiones?
¿Quién sabe? Quizá todo hubiera sido diferente si la montaña se
hubiera quedado sólo en el reino de la selva de los símbolos y las co-
rrespondencias naturales (es decir, en las manos de las Tres Vírgenes
y Lino Valle, el profesor-ermitaño), sólo como un conjunto de voces
que manan de los árboles y no tienen nada que ver con caballos, ni
con la magia seminal de los héroes.
SEGUNDA PARTE LA CORTE DEL LIBERTADOR
9    LA INFINITA MELANCOLÍA

Se supone que Virgilio no debía visitar la montaña, ya no. No sólo por


lo que le había ocurrido a Zaida, sino por el poder que la montaña
ejercía sobre él: lo tenía como un verdadero cautivo, lo fascinaba a
la vez que lo aterraba. Ahora, cada vez que la visitaba, se quedaba
afuera, como un espectador, tímido, no como antes, cuando estaba
con su padrino, el ermitaño santo, el profesor Lino Valle. Ahora, sólo
miraba como a través de un lente, en la oscuridad; ahora veía formas
y fantasmas que antes no estaban ahí.
Mission fue el que le dio una excusa para ir a la montaña. Sin em-
bargo, se mostró bastante renuente mientras conducía su viejo Ford,
desde la plaza dedicada al Libertador, por entre el laberinto de ca-
llecitas de un solo sentido, pasando panaderías, tiendas de magia y
feas casas de concreto, para llegar al camino que dirige a la montaña.
Siempre llevaba consigo a su nieto. Quizá porque a él le gustaba ir
a la montaña, quizá porque Zaida lo obligaba como una manera de
mantener una mirada vigilante en el asunto.
Zaida tenía el rostro más ancho que Mission había visto en toda su
vida. Cuando sonreía, su cara se extendía hasta las cuatro esquinas
del mundo y de sus ojos manaban las estrellas del cielo. No tenía un
solo diente. Durante ocho años había sido una célebre curandera de
la montaña.
La primera vez que oyó de la reina de los espíritus fue cuando lle-
gó, a principios de los años cuarenta, a vivir en este pueblo al pie de
la montaña, pero nadie —lo declara enfática— trabajaba en aquel en-
tonces en este tipo de cosas. Nadie iba a la montaña. Lino Valle, quien
después se volvería famoso como hierbero, Celestino Soto y Rodrigo,
fueron los primeros médicos en ir a la montaña. Lo que es más, en
aquellos tiempos los médicos ¡no eran poseídos! Lino Valle llamaba
a los espíritus con su mente y ellos respondían; ¡pero no a través de

[109]
110 LA CORTE DEL LIBERTADOR

su boca!, ¡oh, no! (siempre se cubría la boca con la mano): se trataba


de una voz que provenía de los árboles y daba una explicación de la
enfermedad. El médico nunca hablaba, sólo se sentaba a un lado y
alguien anotaba lo que la voz decía.
Fue muchos años después, a mediados de los sesenta (así creía
recordarlo) que la gente empezó a ser poseída. Era gente de las ciu-
dades, de la capital; y no había nada de todas estas cortes que tie-
nen ahora en torno a la reina de los espíritus. Ni siquiera el Indio
Guaicaipuro. Don Juan de Quiballo, don Juan de Sorte, don Juan de
Yaracuay sí existían, por supuesto, pero entonces ni siquiera las Tres
Potencias existían y no había nada de este asunto con la bandera. Lo
que es más: se han equivocado completamente en la apariencia de la
reina de los espíritus: en realidad ella tiene una abundante cabellera
rubia.
Mission estaba atónito. ¡abundante cabellera rubia! La figura fun-
dacional de aquella violencia que inauguró el patetismo de la nación
(esto según Zambrano, el obeso profesor allá en la montaña) ¡tenía
una abundante cabellera rubia! La antigua Diosa de estas tierras cá-
lidas y de estas montañas que se precipitan sobre mares cristalinos y
caribes feroces (según Katy y sabrá Dios cuántos antropólogos), la
esencia femenina esencial y la confluencia de rito e historia capaz de
hacer estallar el corazón, ¡tiene una abundante cabellera rubia! Cla-
ramente, con esto Zaida añadía un nuevo cariz; ella veía siempre lo
nuevo, no lo viejo, y la fuente de inspiración no yacía en la montaña
sino en la ciudad. Con su casa a la sombra misma de la montaña, ella
era la auténtica desautenticadora: ella era de aquí, los demás eran de
otra parte. Ella era como una roca: no tenía un solo hueso místico
bofo, en ella no había superchería ni charlatanerías de mirada vidrio-
sa. Cuando sonreía, se iluminaban las cuatro esquinas del mundo: era
una verdadera sonrisa, una sonrisa que regalaba libertad al mundo.
Virgilio entró en la conversación; cuando se encontraba en ésta,
su casa de mujeres, tendía a desaparecer, pero ahora su mente estaba
dando vueltas por aquellos polvorientos caminos de mulas que, en los
años treinta, llevaban a la montaña. En aquellos tiempos, al final del
sendero había tres figuras y tres reinas de los espíritus: María Lionza,
Isabela y Margarita.
También andaba por ahí Don Juan de Sorte. Él era el tío de María
Lionza, ¡ah! y también estaba el espíritu de Don Martín Canete, que
venía de Coro. Él era el padrino de María Lionza
En esto Virgilio se distinguía de Mission: lo que él sabía de historia
LA INFINITA MELANCOLÍA 111

y de antropología espiritual lo sabía por los espíritus mismos; ellos le


contaban quién era quién y de dónde venían y así sucesivamente. Un
archivo vivo de los muertos en la mejor tradición positivista. “Que los
hechos hablen por sí mimos, y quiero decir que realmente hablen!”
¡Cómo habían cambiado las cosas desde que él era niño y rondaba
por esos caminos de mulas para visitar a las reinas, María, Isabela y
Margarita! Ahora bien, ¿por qué asombrosa magia se había insertado
algo así de poderoso en aquel polvoriento recorrido que antes sólo
conocían las mulas y los campesinos, algo que dominaba a Virgilio
con un fervor igual al que se reservaba para la adoración de las reinas
de los espíritus; ¡y no sólo a Virgilio!
Esta otra cosa era la cosa del Libertador, y aunque pudo parecerle
extraño a Virgilio despertarse un día y encontrar la montaña en ab-
soluta algarabía con la ópera festiva del Estado del todo, él no era de
ninguna manera (¡oh, no!) inmune a la cosa del Libertador.
Tan sólo hace unos días, por ejemplo, Mission había estado en la
montaña con Virgilio, en Sorte, y al pasar el portal junto a los coberti-
zos de lámina vieron una hermosa estatua recién colocada del Negro
Primero con un gran medallón con los colores patrios pintado en su
pecho. El Negro sostenía decorosamente una pintura de la Corte Li-
bertadora, es decir, los generales blancos de las guerras anticoloniales.
En el centro del cuadro se hallaba el Libertador.
112 LA CORTE DEL LIBERTADOR

Los espíritus de la Corte Libertadora tienen un estatus muy alto y


sólo rara vez (si acaso) descienden a poseer los cuerpos de los vivos.
Ese día, sin embargo, en Sorte, un poco más adelante, cruzando el
río, al entrar en el bosque, Virgilio y Mission se encontraron con un
portal magnífico, quizá de unos seis metros de largo, vibrante por tan-
tas velas encendidas, estatuas, retratos y flores. En la parte superior
colgaba un inmenso y admirable estandarte con el nombre bordado
de José Antonio Páez.
Después del Libertador, Páez fue el general más famoso de la vio-
lencia fundacional del Estado del todo. En ciertos sentidos cruciales,
había sido su opuesto: no era de la clase alta sino un hombre rudo,
tosco, bajo de estatura con un pecho como barril y hombros muscu-
losos, no provenía de la capital sino de las amplias praderas que se
extendían al otro lado de la capital, era un “primero entre iguales” de
aquel lugar que era hogar de vaqueros negros que blanden machetes.
Por mucho tiempo después de la guerra, la estrella de Páez estuvo en
ascenso, mientras que el Libertador moría en el exilio, allende el mar,
disilusionado y olvidado, con su sueño de liberación vuelto añicos.
En ese lugar había quizás unos treinta jóvenes dando vueltas; los
abogados recibidos vienen aquí a apoyar a sus amigos que se acaban
de recibir. La guía era muy bajita (casi como Páez mismo), una mujer
inteligente y alerta, de la capital, de cuarenta y dos años, con el pelo
rojo, teñido. Su entusiasmo y su generosidad no tenían límites.
Aunque había nacido en la capital y no tenía ningún vínculo con
la provincia, su pasión dominante y su destino —podríamos decir—
era ser poseída por los espíritus de las llanuras, esas llanuras que se
asociaban también con Páez, con sus generales y con sus vaqueros
ferozmente leales, como el Negro Primero, a quien Virgilio y Mission
habían visto cuando entraron a la montaña aquel mismo día, con
todo y su medallón de los colores patrios y la pintura de la Corte
Libertadora.
¡Y fueron en verdad hombres de las llanuras quienes la poseye-
ron esta vez! Guerreros, según precisaba. Tenían más de cien años de
edad, insistía, como José Antonio Páez, José Tomás Boves y Antonio
Ricaute. Grandes hombres, dirigentes, aunque se hallaran en bandos
opuestos de las guerras anticoloniales o de las guerras derivadas de
esas guerras, aunque se dedicaran luego a matarse entre sí.
“¡Yo muero pero la patria se salva!”, eso era lo que Virgilio había
recitado al oír el nombre de Antonio Ricaute; entonces empezó a
hablar de las guerras anticoloniales; más bien era como si rezara una
LA INFINITA MELANCOLÍA 113

letanía: no era posible detenerlo; el hombre era una enciclopedia


andante, un sumo sacerdote dedicado a la memoria de los caudillos y
de las batallas. Era como si les infundiera nueva vida, y de educación
sólo tenía hasta el quinto año. Finalmente, concluyó:
—En cuanto a lo que pasó con el Libertador —dijo, tomando un
poco de aliento—, fue una cosa de perfección… como Dios.
Frente al portal una mujer pidió una falda amplia; su voz era la de
una negra pobre, temblaba violentamente: había sido poseída por la
nodriza del Libertador y empezó a dibujar formas humanas con talco
en el suelo. Uno por uno fue recostando a los abogados que apenas
llevaban algo de ropa; éstos cayeron en un profundo sueño. La mujer
continuaba temblando y se caía a menudo.
—No resiste —susurró Virgilio.
La recostaron en el suelo. Ahora la pequeña mujer, la guía entraba
en el círculo: también ella había sido poseída. Tomó una vara, al-
guien le pasó un sombrero de ala ancha. Comenzó a dar vueltas por
el claro, era un ser transformado, con los labios salidos y la barbilla
hacia arriba; hablaba con un acento extraño: el acento de un rudo
habitante de las grandes llanuras, con su chaqueta roja de seda que
tenía la cruz de Caravaca primorosamente bordada en el dorso: un
extra de protección. Tomó un puro encendido y empezó a dar pu-
ñetazos, golpeando los abdómenes de los abogados que yacían en
trance en el suelo frente al portal.
Un día, de una esquina oscura de su cuarto, Virgilio había sacado
amorosamente un libro y lo había sacudido; muchas de sus páginas
tenían la esquina doblada como separadores de la lectura, Las aventu-
ras del Libertador: Autobiografía, de V. Romero Martínez. En la cubierta
se declaraba con grandes letras y en negritas: Primera edición, 1972,
12 000 ejemplares, Segunda edición, mismo año, 12 000 ejemplares.
Tercera edición, 1973, 10 000. La cuarta edición, fechada en 1976,
fue de 20 000 ejemplares.
La primera página era una copia facsimilar de una carta mecano-
grafiada del ministro de Educación del Estado del todo. Las letras de
la máquina de escribir destacaban extrañamente en relación con el
resto del libro. Parecían primitivas e improvisadas.

SE RESUELVE
Por decreto del ciudadano presidente de la República y de acuerdo
con las reglas de los órganos técnicos de la Presidencia y de confor-
midad con la disposición del Artículo 63 de las Reglas Generales de
114 LA CORTE DEL LIBERTADOR

la Ley de Educación, Las aventuras del Libertador. Autobiografía


queda autorizada como lectura complementaria para usarse en el
cuarto, quinto y sexto grados de Educación Primaria, así como en
los Ciclos Básico y Diversificado de Educación Media.

La carta tenía un número de folio que había sido estampado con


un ángulo ligeramente inclinado.

No. 00146

El libro estaba dedicado a Carmen:

mi compañera de luz
un puerto seguro en mis jornadas de aflicción.

Seguían breves capítulos de texto supuestamente escritos por el Li-


bertador durante su aventurada vida, cada capítulo se titulaba “paso”
y estaba encabezado por una ilustración.
Las ilustraciones eran muy curiosas: no eran pinturas del Liberta-
dor sino pinturas de pinturas del Libertador o pinturas de estatuas
del Libertador. El “Paso 17” estaba encabezado por un dibujo burdo
de una estatua ecuestre del Libertador, diseñada por un italiano y
erigida en Bogotá. El “Paso 20. Todos serán ciudadanos” estaba enca-
bezado por un dibujo de una estatua en Lima, Perú, del Libertador
montado en un caballo encabritado, parado en sus dos patas traseras.
El “Paso 10, La infinita melancolía” estaba encabezado por un burdo
dibujo del Arc de Triomphe de París.
En estas ilustraciones el énfasis en la representación de segundo
orden de las formas estatuarias dejaba claro que la vida del Liberta-
dor quedaba reducida (¿o deberíamos decir elevada?) a monumen-
tos. Esta dialéctica de la reducción y la elevación es digna de mención
porque presenta la característica primordial del fetiche: registrar la
representación antes que el ser representado, el modo de significa-
ción a expensas del objeto que está siendo significado. Las estatuas,
así petrificadas, y más enfáticamente los dibujos de las estatuas, en-
gendran cierta magia de muerte que establece una concordancia en-
tre la metaimagen y el poder de los espíritus.
Sin embargo, el resultado de esto es que, en ocasiones, el elemento
cómico apenas puede restringirse: el hecho precisamente de que ha
sido fatigosamente restringido mediante acartonados ritos de recono-
LA INFINITA MELANCOLÍA 115

cimiento de las ficciones fundacionales de la identidad es prueba del


secreto a voces de la confluencia de lo oficial con lo cómico que hace
del kitsch la estética apropiada para la magia del Estado.
La “Oda a la estatua del Libertador” de Miguel Antonio Caro, pu-
blicada en 1883, ha sido descrita como la más notable conmemora-
ción literaria del nacimiento del Libertador (“una composición pe-
sada pero efectiva”). No es una oda al Libertador, ¡sino a su estatua!
Por la misma época en que se componía esta “Oda a la estatua”, el
ensayista José María Samper expresó sus sentimientos de admiración
siguiendo un esquema según el cual “el Libertador que pretendo des-
cribir es el Libertador que siento elevarse ante a mis ojos como una
estatua colosal…”
Este metaorden de la representación sirve para agudizar la apre-
ciación, de quienes estamos mágicamente protegidos del conjuro
mágico, de que es precisamente esta apenas lograda restricción de lo
cómico (más que la represión de la verdadera historia) lo que da a los
monumentos sus poderes como fetiches: la aturdidora incapacidad
para reírse ante aquello que todos, secretamente, tememos como el
absurdo cómico de la histeria del Estado por autorrepresentarse. Ya
que el gran deseo del monumento es su necesidad de desfiguración.
Así como el Führer que, en el diseño de sus monumentos, interpo-
laba cómo se imaginaba que lucirían cuando estuvieran en ruinas, el
monumento se erige como un testimonio de la energía sagrada acu-
mulada por el tempestuoso pasaje entre sacrilegio y sacrificio, entre
lo demoniaco y lo divino.
El problema es que, mientras que el arte de este pasaje tempes-
tuoso es como una segunda naturaleza para los magos y hechiceros
que han poblado la historia, no es tan sencillo para la maquinaria del
Estado moderno logar lo mismo sin parecer torpe o estúpido. Dado
el poder que está detrás de esto, no obstante, nadie se atreve a reír,
no sólo por miedo a represalias, sino precisamente por el poder que
deriva de este específico riesgo de lo absurdo.
Por otro lado, lo que más llamaba la atención del libro de texto de
Virgilio no era sólo la representación a través de la monumentaliza-
ción sino la total crudeza de tal representación y la coexistencia de esa
crudeza con la intimidad.
Hay un tipo de poder, como el de los reyes y las reinas, los santos
y los dioses, en el que la bajeza y la trascendencia se rodean mutua-
mente de manera que producen poder mediante el juego de las som-
bras que una proyecta sobre la otra. Así ocurría, por ejemplo, con los
116 LA CORTE DEL LIBERTADOR

dioses griegos, tan famosos por sus flaquezas demasiado humanas;


el problema es que nunca sabes cuándo se mantendrán distantes de
la esfera humana y cuándo serán débiles y descenderán desde sus
cumbres olímpicas. La famosa “arbitrariedad del poder” se refiere
directamente a este desconcertante dominio de la bajeza. En Inglate-
rra adoran a la reina; cuando ella se da a la tarea de mostrarse públi-
camente y estrechar manos, cuando ingresa a la sala de algún pobre
obrero, la gente dice: “¡Caray!, ¡pero si es tan humana!” Se sienten
complacidos por su sencillez, por el simple hecho de que tiene los pies
sobre la tierra. Más que complacidos, quedan verdaderamente eufóri-
cos; convencidos de que algo muy especial acaba de ocurrir. La gente
nunca para de hablar de esta capacidad para “descender”. Gracias
a esta capacidad queda virtualmente definido lo “elevado”, es decir,
la realeza. De hecho, quedan más que complacidos y más que eu-
fóricos: están absolutamente perplejos y conmovidos por el misterio
de las maneras de lo regio y lo bajo. Sin embargo, no expresan este
misterio, pues están desconcertados por la extraña capacidad de lo
majestuoso para agacharse. Lo táctil juega aquí un papel importante:
¡ser tocado por la realeza!, al menos por un rey. Esto solía curar la
tuberculosis, también conocida como “el mal del rey” (nótese aquí el
encuentro de los opuestos). Luego, está también el acto de estrechar
la mano: el solemne tirón hacia arriba y hacia abajo: tesis, seguida de
antítesis; un continuo bombeo a la dialéctica hasta que los rostros se
derriten en sonrisas genuinas mientras los ojos se acoplan en oscuros
estanques de reconocimiento. Es algo fugaz; pero por más fugaz que
sea, se convierte, por supuesto, en la pesadilla del cuerpo de seguri-
dad de un presidente: él sencillamente no para de estrechar manos…
ya no hay voz, ya no hay brazo, pero continúa la sonrisa. Y qué hay
de esas irresistibles ganas que tiene la gente para ver a la reina en
situaciones indecorosas, en el retrete, por ejemplo: un tema típico.
Es como Bataille fascinado por las ganas de reír en la presencia del
cadáver. No podemos sino reírnos de la falsa solemnidad del rostro
de quienes trabajan en una agencia funeraria. Ningún monumento
carece de su parte inferior.
Este bombeo dialéctico es un aspecto esencial del arte de gober-
nar.
Su impulso generativo provee de alimento al mundo como un efec-
to de lo oficial.
La misma crudeza de las reproducciones garantiza esto: así, la po-
sición ligeramente inclinada del No. 00146 y la tipografía mecano-
LA INFINITA MELANCOLÍA 117

grafiada de la carta del ministro de Educación del Estado del todo


acentúan la perfección de lo oficial.
Luego está el asunto de la lengua austera (en este libro que es para
niños, ya ves) que caracteriza a los títulos de cada capítulo y les da
un estudiado estilo burocrático: “Paso 20: Todos serán ciudadanos”,
encabezado con un dibujo de la estatua del Libertador en un caballo
encabritado; el pie de ilustración anuncia, con negritas: “Adán Tado-
lini: Monumento ecuestre del Libertador, Plaza del Libertador, 1874;
copia del original en Lima, Perú, inaugurado en 1858”.
Un elemento importante de este lenguaje de seriedad y sensatez
podría parecer, a primera vista, extraño: una propiedad de anima-
ción mágica que hace a la estudiada jerga burocrática cómplice en la
práctica de la idolatría, idolatría que ya de por sí está latente en todos
los monumentos. En el caso del libro de texto de Virgilio, la anima-
ción mágica se estimula con la voz de presunta intimidad y cercanía
que permea a todo el texto por el hecho de que el Libertador mismo
se dirige, con toda familiaridad, al alumno directamente desde ul-
tratumba o (quizá deberíamos decir) desde el Panteón Nacional. Es
como si todo el mundo quedase reducido a una vocecita que resuena
en tu oreja, la voz de Dios, la voz de tu conciencia, una pulga que te
pica con palabras humanas justo en el lugar en donde tu sensato inte-
rior se topa con el gran mundo de allá afuera y cada uno se enrolla en
el otro en un estallido de posesión espiritual en el que el Libertador
habla dentro de ti, convirtiéndose en ti mismo, con un tono confesio-
nal, abriéndote su corazón y su alma y liberándola así para que siga
otros destinos.
Su tono al hablar, además, lo hace sonar un poco cansado, como
si supiera que sus palabras y su imagen habrán de ser reproducidas
y copiadas un sinfín de veces, gastados trozos de una vida que serán
usados y gastados luego por todas las generaciones futuras. Al sacudir
el polvo de la cubierta del volumen, Virgilio se parece más bien a
una enfermera, se parece a una madre que, con gesto suave, busca
eliminar los pesares de ese hombre cuya imagen, como el hígado de
Prometeo, está destinada a sufrir el eterno sacrificio del consumo y
la reproducción. ¿Y qué podemos decir de este hombre, ya viejo, que
cuida tan amorosamente un libro para niños? ¿Acaso no se puede dis-
cernir en esto precisamente la raíz principal de la magia del Estado,
así como el propio efecto de lo oficial, y no sólo por la combinación
de la muerte y el niño, sino en la imaginación que el adulto tiene de
la imaginación de ese niño?
10 IGNOMINIA MUCOIDE: FUNDACIÓN
DE ESTADO COMO POSESIÓN
ESPIRITUAL

A pesar de que en las capitales de Europa y en Estados Unidos ya


se emprendía la construcción de su apoteosis, él murió en el exilio,
rodeado de apenas un puñado de compañeros, tosiendo hasta echar
los pulmones por la tuberculosis en la calurosa costa de Santa Marta;
él, que había comandado enormes ejércitos y había derrotado defini-
tivamente a la caballería española de Murillo; él, que había cambiado
el destino de todo un imperio y trajo nuevas naciones a un Nuevo
Mundo. Aclamado como el Libertador, en apenas unos pocos años
vio su fama evaporarse bajo el sol del trópico.
Ahora bien, por cierta extraña desviación de la imaginación his-
tórica, el Otro Lugar lo resucitó una década después. ¡Y vaya que lo
resucitaron! ¡Lo hicieron en serio! Se comisionaron estatuas que lle-
garon de París y de Estados Unidos; los barcos crujían bajo el peso de
tanto mármol. Una cosa de prodigio. El retorno del exiliado… y ya
ni mencionemos la obsesión por recuperar sus restos, traerlos desde
la flamantísima nueva república al poniente donde sus atribulados
huesos habían ido a encontrar un último reposo. Pero de reposo no
habría casi nada: querían sus restos, insistieron en reavivar su espíri-
tu, y en la absoluta radicalidad de los alegatos de derecho de posesión
de sus restos definieron la noción misma de nación. El general Pérez
promulgó ante el Congreso en 1842: “Nadie tiene el derecho de ir
y buscarlos más que la nación a la que pertenecen”. Habían pasado
doce años desde que el Libertador había muerto, sepultado bajo los
vituperios de este mismo Congreso.
En otras palabras, se trataba sencillamente de un acto fundacional
consistente en una posesión espiritual operada por el nuevo Estado.
Un barco llamado La Constitución fue enviado a bordear la costa.

[118]
IGNOMINIA MUCOIDE 119

Simón Camacho, parte de la delegación, se reunió con el joven cón-


sul francés, Próspero Révérend, que era médico y, habiendo estado
en Santa Marta desde 1828 había atendido al Libertador en sus úl-
timos días y había conservado como reliquia de todos esos años un
diminuto trozo de mucosa bronquial seca que había sido extraída del
pulmón del Libertador en la autopsia y que, según los reportes de
Camacho, “tenía una forma un tanto oblonga, era porosa y se parecía
a las más diminutas espinas del esqueleto de un pescado”.
Próspero Révérend se aferraba con estimación infinita a esta mu-
cosa seca que seguía envuelta en el mismo papel en el que había sido
depositada durante la autopsia doce años antes. Tenía la intención
de enviarla a Francia, en caso de que a él le llegara la muerte lejos de
su familia. Así es como, de una mano a otra mano familiar y, a través
de esas manos, de nación en nación, la anticipación de la muerte, si
no es que el miedo ante ella, funciona para transferir la mucosa del
hombre que, en el exilio, había muerto tosiendo. ¿Podría haber un
vínculo más íntimo entre las naciones que el que se establece gracias
a este intercambio de ignominia mucoide, con forma extraña, que
había sido extirpado de un cadáver? Ahora bien, ¿en virtud de qué
extraña lógica del tabú y la transgresión, en virtud de qué extraña
mezcla de licencia médica y sabiduría ritual, puede un acto de un
materialismo tan perfectamente bajo, llegar tan naturalmente a glo-
rificar al Estado del todo?
La posesión espiritual asume que es posible la continuidad no tan-
to después de la muerte como durante la muerte. No obstante, hay
razones para creer que el moribundo mismo ya ha perdido toda espe-
ranza de liberación, toda esperanza de continuidad.
—Es ingobernable —dijo él—. Los que sirvieron a la revolución ya
han surcado todo el mar.
Ya se veía a sí mismo como esclavo de un destino no menos coa-
gulado, no menos cuajado que aquel pequeño fetiche del médico
francés. No había salida; la Ilusión de la Libertad. Aquí la muerte
pulula como un fermento constante y no como una conclusión. Le
recomendaron llamar a un cura para que le administrara la extre-
maunción.
—¿Cómo podré jamás salir de este laberinto? —preguntó—. ¿Y
usted? —se dirigía ahora al doctor Révérend—. ¿Usted qué vino a
buscar en estas tierras?
—La libertad —respondió Révérend.
—¿Y la encontró?
120 LA CORTE DEL LIBERTADOR

—Sí, mi general.
—Bien, ha sido entonces más afortunado que yo, pues yo aún no
la encuentro. Regrese a Francia…
Una noche, pues, lo oyeron decir:
—¡Vámonos!, ¡vámonos!… no nos quieren en esta tierra. ¡Vámo-
nos, muchachos!… suban a bordo mi equipaje.
No obstante, los que vinieron por su cuerpo años más tarde esta-
ban absolutamente determinados a encontrar continuidad. Camacho
llegó a oír a los muertos hablar (igual que Lino Valle bajo los árboles,
con la mano cubriéndose la boca) y nosotros, que estamos aquí mu-
cho tiempo después de esos doce años de supresión y exilio, nosotros
que llegamos mucho después de esos espléndidos años formativos de
olvido —seguidos por un siglo y medio de monumentalización ya no
con mucosa reseca, sino con bronce, mármol y yeso—, ¿necesitamos
ahora que nos instruyan sobre la importancia de la muerte para el
Estado del todo, sobre la importancia de los fundamentos espirituales
del ser estatal como una organización dentro del halo de los muertos
que se desprende y se proyecta?
No se diferencia en lo absoluto de aquel “segundo funeral” que el
etnólogo francés Robert Hertz describía en relación con las llamadas
“sociedades primitivas”. En el primer funeral el cuerpo se desecha
hasta que los líquidos se drenan y la carne se marchita y consume
para llegar a la pureza blanca del esqueleto. Luego, para el segundo
funeral, que ocurre meses o años después, en una ceremonia debi-
damente ejecutada con bombo y platillos, los ritualistas se ponen a
trabajar en la renovación ósea de las aspiraciones y fabulaciones del
grupo como un todo, así, se abalanzan a la escenografía de un cosmos
salvajemente desgarrado. En este punto la muerte puede con facili-
dad bifurcarse hacia lo carnavalesco, con el glorioso telón de fondo
de la transgresión e incluso el sexo licencioso, pero con el Libertador
este torbellino de muerte se reincorporó y recondujo, por el con-
trario, hacia la perfección del misterio perturbador: la patria vestida
toda de luto, bajo el estruendo de cañones que resuenan “lúgubre-
mente”, metrallas sostenidas verticalmente a lo largo de la costa, em-
barcaciones que “surcan las olas con un silencio sólo interrumpido
por el rechinido de los remos y el murmullo de las aguas”; los capitali-
nos jubilosos en su congoja presencian cómo los restos del Libertador
“retornan a su tierra natal con paso sosegado y dilación fúnebre”.
Sin embargo, cuando consideramos el destino de este cuerpo del
padre, más fuerte en la muerte de lo que jamás hubiera podido ser en
IGNOMINIA MUCOIDE 121

vida, podemos discernir la conformación de otro cuerpo, no sólo de


júbilo y de pesar mezclados, sino también, conforme se divide entre
el Estado y el pueblo, un cuerpo de lo grotesco, un grotesco subterrá-
neo que entrelaza entidades que vacilan indeterminadamente entre
el ser y el llegar a ser en el resplandor de la otredad de cada cual,
irradiada por unos restos que van siendo ya cada vez más sagrados.
Y es que el continuo llegar-a-ser del Estado se funda, en otras pa-
labras, en el continuo perecer del cuerpo del Libertador que se con-
vierte en el cuerpo del pueblo y este continuo perecer depende, a su
vez, de la capacidad no tanto de resucitar su imagen continuamente
sino de ser poseído por su espíritu en virtud de esa imagen.
La imagen debe, así pues, traer de vuelta a los muertos, pero, a la
vez, debe poder ser símbolo de su no existencia. Quizás en ninguna
parte se reconozca esto de una manera tan pasmosa como en aquella
122 LA CORTE DEL LIBERTADOR

ilustración mágica, tan común que se puede adquirir por apenas unos
centavos en las perfumerías y en los mercados de toda la república:
es una tarjeta común que funge como imagen de lo que bien podría-
mos llamar la metamuerte titulada “Fragmento del Testamento del
Libertador”, en la que él mismo relata el abandono de su cuerpo y de
su alma mientras agoniza. No sólo es un testimonio de la enunciación
de su propia muerte, sino que además es prueba de la genialidad de
esta cultura popular que ha aprovechado esta imagen para insistir en
el poder de una presencia específica dentro de la disolución y, natu-
ralmente, la posesión espiritual subraya este circuito entre el ser y la
nada mediante la representación del mismo.
Es aquí propiamente donde la muerte, mediadora del espíritu del
Estado y el cuerpo del pueblo, encuentra su tarea más ardua, sin la
cual no existiría el lenguaje: la tarea de conferir vida a los ires y veni-
res de la figuración misma. La muerte, pues, acentúa las posibilida-
des imaginativas que pueden darse en el juego de sombras que tiene
lugar en el Estado del todo; es ella la que facilita esa sacudida de la
realidad que nos proyecta hacia lo desconocido y que subyace en toda
transformación mágica de una figura cualquiera en figura retórica.

En su delirio se refirió a su exilio: “¡Vámonos!; suban mi equipaje a bordo.


No nos quieren en este país. ¡Vámonos!” El barco que había de llevarlo lo
aguardaba ya en el puerto, era el navío de los muertos. El 17 de diciembre de
1830, a la una de la tarde se embarcó para su travesía final hacia una tierra de
gloria, una gloria que habría de crecer como crecen las sombras proyectadas
por el sol que declina.

Este pasaje es de un meticuloso historiador alemán refugiado que


escribía durante la segunda guerra mundial. Es el relato de la vida
del Libertador que los eruditos académicos consideran todavía como
el más respetable. “El barco que habría de llevarlo lo aguardaba ya
en  el puerto, era el navío de los muertos.”
Consideremos este navío: ¿dónde está aguardando?, ¿a dónde se
dirige?, ¿qué tipo de travesía ofrece? Este navío es el navío de la figu-
ración: es la muerte misma y, aunque nada puede ser más literal que
el cadáver mismo, heraldo de la nada, la naturaleza perfectamente
concreta de este finis es precisamente lo que este navío, con su ma-
ravillosa capacidad para el viaje, proporciona. La muerte también su-
jeta y domina al escritor, que en esta situación se halla poseído por
sus imaginaciones: imaginaciones de la terminación, el exilio, el de-
IGNOMINIA MUCOIDE 123

lirio, la muerte inminente tras la brutal guerra colonial que alcanzó


su clímax con la victoria final y el cambio histórico de dimensiones
mundiales. El material se apresura a dirigir su pluma —que en todo
lo demás ha sido muy sobria— hacia la escenificación del “aborda-
je”; ¿abordaje de qué? “El barco que habría de llevarlo lo aguardaba
ya en el puerto”: uno puede ver la embarcación a la espera, balan-
ceándose en el muelle, anclada en el azul profundo de la bahía, este
balanceo es como si los tablones de madera y las velas se esforzaran,
como si estuvieran en empatía con la desesperación del exiliado y su
autocompasivo sentido de lo práctico; sólo para entonces arrancar
esta realidad de su atracadero: el barco no es un barco ordinario, mi
estimado, es más grande que la vida misma y, a la vez, menos que ella:
“era el navío de los muertos”. Así nos balanceamos, hacia adelante y
hacia atrás, esforzándonos en el muelle; se tiene aquí la necesidad del
objeto, ese objeto que es pasado, ese objeto que fue.
Ahora bien, no todos los restos del cadáver llegaron al nuevo Es-
tado del todo: se dice que aquella nueva nación de la que se trajeron
los restos conservó un órgano, el corazón, y que éste fue enterrado en
una urna en Santa Marta.
No obstante, ese corazón nunca se ha encontrado.
Pero ¿cómo se iba a encontrar? Después de doce años ya no habría
ni corazón ni nada.
Esta extracción fantasiosa del corazón opera de manera similar al
“hecho” de que, una vez enterrado, “desapareció”, porque la ausencia
de ese objeto material (aunque mortal), la creación de su nada y el
olvido de que fue un algo, es precisamente lo que genera la libera-
ción espiritual. Éste es el detalle que empuja al biógrafo de nuevo al
vórtice de la figuración y la carne, de la metáfora y el cuerpo, porque
él, también poseído por el poder espiritual de la imagen del objeto
ausente, reproduce con palabras la representación de una posesión
espiritual al escribir que este incidente es un símbolo del proceso por
el cual el Libertador ingresa al reino del mito: “Su corazón no está bajo
tierra, confinado en paredes de arcilla; su corazón vive y late en cada pecho
sudamericano”.
Esta oración arde en la página. Es sólo una metáfora, podría de-
cirse, pero como si la metáfora no fuera esencial para el artificio por
medio del cual podemos captar el sentido de lo literal. Imaginemos a
los hombres que extraen el corazón del cadáver y luego entierran esta
“metáfora” (para poner la idea de manera literal), fortificando así
el espíritu; o imaginemos a aquellos que dijeron que tales hombres
124 LA CORTE DEL LIBERTADOR

existieron, o al hombre que escribió las palabras citadas, en las que el


mito y la figura se deslizan a través de la materialidad del corazón del
muerto para entrar en un hiperrealismo. Imaginemos, sobre todo,
el efecto que estas imaginaciones nuestras tienen sobre los recursos
poéticos de la lengua y del espíritu en los que la sustancia muere para
abrir paso a la figuración.
Imaginemos, también, un siglo entero, anterior a la escritura de
estas palabras, de órganos imposibles que desaparecen y reaparecen
en el espíritu que irrumpe a través de cavernas subterráneas de arci-
lla; imaginemos a ese joven, Simón Camacho, que desciende de la
cubierta de La Constitución, cargado similarmente de la conversión
de sustancias en poder sagrado, pero ahora en el punto fundacional:
reúne huesos humanos con una mezcla de impresiones santificables
que están habituadas al aire salobre, al calor seco y a los amaneceres
rojos que se deslizan sobre los frescos patios de la hacienda española
de techos planos a un par de kilómetros tierra adentro desde la bahía
de Santa Marta, al pie de la Sierra Nevada, donde el Libertador había
muerto; se integra al escenario; esboza una pintura; establece una
escena de muerte entretejida con recuerdos selectos como si creara
un amuleto.
Ahora bien, éste no es un amuleto ordinario: es la resurrección de
la idea misma del Estado que confiere enorme poder a sus fuerzas y
lo traslada para siempre a un punto más allá de toda representación
(como lo prueba esa histeria con la que, en el futuro, se intentará
reproducirlo una y otra vez). ¿Y cómo lo consiguió este joven Cama-
cho? Por supuesto, él era sólo un engrane de esta maquinaria, una
maquinaria que, además, ya era vieja y que se adaptaba a condiciones
particulares en las que la Iglesia y el Estado, el mago y el guerrero,
tenían que desembarazarse del torbellino de la guerra colonial para
reconstituir una base sagrada de poder a partir del segundo funeral,
el que de veras cuenta.
El segundo funeral: en una hermosa casa colonial de un solo piso,
rodeada de tugurios y violencia pero con amplios balcones y azulejos
mediterráneos cubiertos de musgo bajo señoriales eucaliptos, se en-
cuentra uno de los muchos museos del Libertador; se trata, virtual-
mente, de un altar en cuyas paredes pueden verse tres asombrosas
ilustraciones de la entrada (o la planeada entrada) de los huesos del
Libertador a la capital. Estas imágenes también se reproducen en las
memorias de Camacho y todo parece indicar que fueron la base del
diseño ritual del evento formativo del nuevo Estado; el diseño en sí se
IGNOMINIA MUCOIDE 125

confeccionó en París. ¿Y quién sería enviado a París para coordinar la


construcción del vehículo mágico en el que los sagrados restos entra-
rían en la capital, la planeación del Arco del Triunfo por el que pasa-
ría y los magníficos paños de terciopelo púrpura de la iglesia donde
se guardarían los restos? Nada menos que el italiano Agustín Codazzi,
el hombre que tenía además la tarea de trazar el mapa de la nueva
nación y, de este modo, fijar sus fronteras, ya que no su virtualidad.
La figura central de este aparato de creación de Estado era un falo
inmenso, el catafalco, creado específicamente para recibir los restos
del Libertador. Con una altura de quince metros, su prepucio de pa-
ños adornados con borlas descendía hacia unos escalones austeros
con tres “indios” de pie y una mujer con el pecho descubierto en
cuclillas al pie de la inmesa erección.
Y si bien el médico francés, Próspero Révérend, había guardado,
por la abyecta sacralidad que inspira el cadáver, un trozo de mucosa
coagulada, extirpada durante la autopsia, y sabrá Dios cuántas perso-
nas desde Haití hasta Lima podrán anunciar cualquier día de estos
que poseen un trozo del cabello del Libertador; y si bien Virgilio aho-
ra se inyecta fluidos capaces de estimular a un semental y se le rasan
los ojos con la perfección absoluta de la cosa del Libertador, lo que
tenemos aquí ya es algo que alcanza otro nivel: se trata de una culmi-
nación en la que la muerte es capaz de hinchar prodigiosamente el
126 LA CORTE DEL LIBERTADOR

órgano primigenio del Estado, un órgano que brota de la indianidad


y eyacula disparando estrellas de plata sobre una cascada de velos y
paños de terciopelo púrpura con arabescos de oro.
¿La verdad o sólo una verdad de fantasía? ¿Existió realmente este
objeto-órgano fuera de su representación?, ¿existió esta “cosa que
creó al Estado”? Tenemos certeza de los disparos en la segunda veni-
da y en las repetidas venidas posteriores al acto original de posesión
espiritual del Estado que, así, surgió de las cenizas de la guerra. Ahora
bien, esta guerra no tiene fin…
El 4 de junio de 1987 se publicó en el diario El Universal un ar-
tículo titulado: “El presidente Lusinchi bautizó dos obras sobre el
Libertador”. Se incluía una fotografía del presidente de la nación,
parado al pie de una estatua del Libertador (idéntica a la estatua que
se encuentra al lado de la reina de los espíritus al pie de la montaña
encantada. Como si fuera un sacerdote, el Presidente se encuentra
bautizando dos libros sobre el Libertador: el primero, del que he es-
tado citando en las páginas previas, escrito por Gerhard Masur y el
IGNOMINIA MUCOIDE 127

segundo escrito por August Mijares; ambos fueron coeditados por la


Presidencia de la República y la Academia Nacional de Historia; del
volumen de Mijares se tiraron 100 000 ejemplares que, según el artí-
culo, serían distribuidos masivamente de manera gratuita.
El presidente declara: “Tenemos interés en llevar al Libertador a
lo más profundo de nuestro pueblo y también queremos utilizar al
Libertador —y estoy seguro de que él se sentirá contento—, como
un instrumento de política; un instrumento de política cuando se le
quiere vulnerar con intención política […] El Libertador en pensa-
miento y acción fue un hombre que luchó por la hermandad de nues-
tros pueblos. Tuvo siempre […] en su actuación pública una visión
latinoamericanista y ecuménica. Fue un hombre universal, extraordi-
nario […] y por eso su vida ha trascendido”.
Si se ha representado al mismo Presidente, en la cúpula del es-
pacio público, en el acto de bautizar vidas del Libertador; si se lo
ha representado públicamente afirmando que está seguro de que el
Libertador se sentirá contento con esto; es decir, si el Presidente asu-
me para sí la presencia vital y temperamental de este espíritu divino
y lo valida como una fuerza que no sólo vive en el presente sino que,
además de una manera crucial también lo crea, entonces no se nece-
sita mucha imaginación para identificar esto con el trabajo no menos
fantástico de Ofelia, la médium de espíritus que, en el Palacio del
Libertador y en la pequeña cascada en la montaña de la reina de los
espíritus, afirma, con su pragmática manera, que este espíritu es bue-
no para el negocio, el dinero y las cosas del gobierno.
Ella también está cosechando la abundancia que mana del poder
de la historia de un Estado-nación; un Estado que se ha vuelto eté-
reo al asumir la corporalidad del espíritu de un muerto a caballo. El
Presidente hábilmente sigue en esto a Ofelia y ella sigue al Presiden-
te. En ello radica el círculo mágico: él actúa en representación del
Estado y ella actúa en representación de sus clientes en desgracia,
que se ven movilizados por una pasmosa circulación de imágenes y
conmociones efervescentes; entre estas conmociones, una de las más
asombrosas (en el esquema nacional de las cosas) la constituyen los
intentos de golpe militar, el más reciente de los cuales, emprendido
por un coronel Chávez (que después fue encarcelado), inspiró el si-
guiente hechizo que circuló masivamente por las ajetreadas calles de
la capital:
128 LA CORTE DEL LIBERTADOR

Chávez nuestro que estás en la cárcel,


santificado sea tu nombre,
venga a nosotros, tu pueblo,
hágase tu voluntad,
la de nuestro país,
la de tu ejército,
danos hoy la confianza ya perdida
y no perdones a los traidores
así como tampoco perdonaremos
a los que nos traicionan
No nos dejes caer en la corrupción
y líbranos del Presidente

Amén.
11 EL KITSCH SURGE DONDE EL MIEDO
EMPALMA CON EL ABSURDO MUDO

Su imagen está en todas partes: en los muros, en los timbres, en las


escuelas, en el dinero, en las cimas de las montañas, en las prisiones
y en el zócalo de cada ciudad y de cada pueblo, en todas partes. El
joven cura español mueve la cabeza: los viejos en la plaza se quitan el
sombrero frente a su estatua.
—¡Lo consideran un santo! ¡Me piden que dé misas en su honor!
Un hombre muerto… ¡De acuerdo!, haré eso pero lo de tratarlo
como santo eso sí que no, ¡nunca!
Ahora bien, ¿qué importa más aquí, la imagen o su ubicuidad?
¿La imagen, o la obsesión que impulsa esta frenética reproducción y
exhibición que deja temblando a la Iglesia?
En un ensayo titulado “La vida ejemplar del Libertador”, publica-
do en 1942 podemos leer:

A cada momento oís nombrar al Libertador. Su nombre aparece diariamen-


te en los periódicos innúmeras veces. Sus retratos son incontables: de frente,
de perfil, de cuerpo entero, en busto. Pintado en colores, en negro; en sun-
tuosos marcos dorados o en humilde cañuela de cedro; a caballo, en triunfo
apostólico; a pie, espada al cinto; en traje de guerrero, en traje civil; con un
legajo de papeles, signo del legislador. Fijo con tachuelas a la pared; en la
casa del rico, en la choza campesina que se destaca del cerro sobre el azul
del cielo o el verdor de la campiña. Su rostro, grave y pensativo, no podéis
olvidarlo. Lo tenéis en las estampillas de correo en las cartas de vuestros pa-
dres, de vuestros hermanos y de vuestros amigos, y en vuestras propias cartas.
Está en las blancas monedas de plata y en las relucientes amarillas monedas
de oro. Si vais a una oficina pública, lo encontraréis en sitio principal, junto
con la bandera y el escudo de la Patria. La plaza mayor y más lujosa de la
ciudad mayor de nuestro país se llama plaza del Libertador. Y en casi todos

[129]
130 LA CORTE DEL LIBERTADOR

los pueblos de nuestro país, donde hay una sola plaza, se llama la plaza del
Libertador, y si no hay más de una plaza construida, lleva el nombre del
Libertador.

Y así continúa…
A veces ha de parecer que todo el país se ha convertido en un mau-
soleo con estatuas del Libertador que, como clavos, aseguran rotunda
y macizamente al Estado del todo. Este nombrar, pintar y relatar, con
palabras y con piedra, con pintura y con bronce; todo este esfuerzo,
visible a través de las imágenes, denota un amor descomunal (si no
es que una ansiedad inquebrantable). Todo este esfuerzo (y no sólo la
meta en sí), esta constante dedicación a la imagen (que empezó con el
Congreso de 1842), su incansable ubicuidad es algo tan serio que uno
no puede más que reír y luego de reír, quedarse paralizado por el mie-
do de que recaiga sobre uno alguna anónima venganza; y precisamen-
te ese momento de miedo, ese momento de caída libre es sagrado.

ministerio de cultura
Estuvo toda la tarde esperando en el Ministerio de Cultura a que le die-
ran una carta con la que podría investigar en archivos la construcción de los
monumentos conmemorativos de la muerte del Libertador y de las guerras
anticoloniales. Había mucha gente esperando y el lugar se sentía como un
consultorio de dentista, sólo que aquí la gente se paraba, daba vueltas y esta-
ba más ansiosa. Un joven se quejaba amargamente: a pesar de ser compositor,
nadie había querido escuchar su requiem para el Libertador, compuesto re-
cientemente, porque el Libertador no está muerto…

La magia de esta figura que sirve como conmemoración (y créan-


me que hay mucha magia ahí) es testimonio del exceso de esfuerzo
que se derrama por los bordes del objeto por recuperar; el Estado
EL KITSCH SURGE DONDE EL MIEDO EMPALMA CON EL ABSURDO MUDO 131

inspira una suerte de incesante vómito de la imagen del Libertador


que se parece a la hecatombe que ocurre durante un sacrificio y que
alcanza lo sagrado a través de la extravagancia de la pérdida inten-
cional. La imagen ya no es el hombre aquel sino el derroche en sí
mismo.
De la misma suerte, la posesión que se practica en este Otro Lugar
atrae la mirada hacia el espíritu que ha resucitado. Es del todo cierto
que la atrae hacia su imagen, pero más importante aún que la imagen
recordada —y, sin embargo, íntimamente mezclada con ella en una
complejidad e intensidad consumadas— es la floritura sensacional
que acompaña al acto mismo de posesión, algo que bien podríamos
denominar el exceso que se requiere en el esplendor de las imágenes.
Su imagen está por todas partes, pero no se trata de un panóptico
de persecución visual; no se trata de un ojo visible o invisible que te
está observando detenidamente en todo momento y adonde vayas.
Si acaso, sería lo contrario: es un ojo como el Sagrado Corazón de
Jesús que, con una guirnalda de espinas y torpemente, se representa
como si latiera en la mitad de su pecho, generando una imagen hip-
nótica que exige que la mires y que también exige, en el intercambio
de miradas, obediencia.
Por supuesto que uno no la mira verdaderamente (así como na-
die verdaderamente mira con detalle el Sagrado Corazón de Jesús);
está ahí como una presencia porque el recuerdo, la conmemoración,
exige una imagen, se pierde en esa imagen y, así, la imagen prolifera
mientras el populacho busca anhelante, por una extraña compulsión,
su mirada vacía en una búsqueda que está condenada a durar toda
la eternidad.
Su imagen está por todas partes: es un controlado frenesí del kitsch
que domina todo el paisaje civilizado; los puentes, las estaciones de
autobús, el dinero, las envolturas de los puros… por supuesto que su
estatua es el centro de todo asentamiento, poblado, villa, pueblo y
ciudad; estas estatuas lo clavan firmemente a la tierra mientras su ca-
ballo extiende sus alas hacia el cielo. No sorprende que los hombres
lancen al aire sus sombreros: es como si, finalmente, ya no quedara
nada… nada por representar más que está efusión.
Ahora bien, esto no es menos aterrador que absurdo, un absurdo
rayano en lo cómico: es como una caída desde las imponentes alturas,
con un galope que, con energía sagrada, bate esa mezcla de miedo y
absurdo que no es posible articular más que con arte ingenuo (pero
autoconsciente), a la deriva entre el gentío que pasa (y que lo percibe
132 LA CORTE DEL LIBERTADOR

fugazmente cuando mira la plaza central) o flotando, en oleadas, por


la carretera.
No hay más perfecta expresión de la cultura de lo oficial que ese
vacío de los ojos que, en las figuras del Libertador, miran al pueblo
con una conspiración de silencio, un silencio que calla que se trata de
un mero juego, un juego estúpido pero necesario, terrible y profano.
Uno de estos días guiñará un ojo y al día siguiente estaremos todos
muertos. No es un asunto de risa en lo absoluto: basta recordar a
EL KITSCH SURGE DONDE EL MIEDO EMPALMA CON EL ABSURDO MUDO 133

aquel joven en el Ministerio de Cultura… Cualquiera que sea la causa


de este tabú que (como todo tabú) combina las fuerzas de la naturale-
za y de las deidades, en cierto momento ha de vincularse no sólo con
un terror innombrable a la retribución sino también con el sentido
de incomodidad que suele acompañarlo y que hace que la lengua
entre en espasmos de absurdos que no parecen acabarse. La montaña
de la reina de los espíritus es la quintaesencia de esto y Quiballo es el
lugar donde alcanza su máxima perfección.
Este silencio no puede romperse; excepto por los eslóganes pin-
tados en las paredes: paredes de escuelas, tanto en el lado que da a
la calle como en el interior, cárceles, puentes, plazas centrales, esta-
ciones de policía, estaciones de autobús… es decir, donde sea que se
encuentre una buena pared.
El equivalente verbal de los retratos es el eslogan, una sentencia
oracular que también es equivalente de esos monumentos que pue-
den congregar a la muerte, a la memoria y al Estado; con la ventaja de
que el eslogan es más ágil y se acomoda mejor a la modernidad de la
era de las carreteras, en la que los centros sagrados van cediendo ante
los movimientos nomádicos, de eslogan en eslogan…
En la pared del banco, en letras enormes:

si la naturaleza se opone,
lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca

Tales fueron las palabras inmortales del Libertador y ahora forman


parte de la naturaleza a tal grado que no es necesario luchar contra
ella ni controlarla. Es el último giro, el último matiz del fetiche; y no
sólo ocurre en las ciudades: en la pared de una estación de policía
atrincherada con sacos de arena, a un costado de la carretera que cruza
un remoto poblado, a un lado del retrato del Libertador, está pintado:

el que abandona todo por ser útil a su patria,


no pierde nada y gana cuanto le consagra

¿De dónde provienen estas palabras? ¿Quién las pronuncia? Tales


preguntas son apremiantes, pero se disuelven: bajo ellas se alzan, per-
fectamente acomodadas, unas pilas de sacos de arena, listas para el ata-
que armado…
¿Y de dónde provendrían tales ataques? ¿Y cómo se podrían deno-
minar?…
134 LA CORTE DEL LIBERTADOR

          ¿citas?        ¿revelaciones?
       ¿obsesiones?     ¿encantamientos?
     ¿graffiti?      ¿extractos?
          ¿capitulares?       ¿comerciales?
          ¿eslóganes?

un paso imprudente puede sepultarnos para siempre

En un pasaje memorable (puesto que ya va siendo mi turno de


citar…) imbuido con la majestad de su tema y titulado “Las masas
invisibles”, Elias Canetti nos recuerda que: “en cualquier parte de la
tierra en que haya hombres encontramos la idea de los muertos invisi-
bles”. Aquí la imagen es la de una vasta y conflictiva horda de muertos
que ejerce su presión a través del tiempo, inmanente en la configura-
ción del mundo, un elemento más de la naturaleza, por decirlo así,
como el viento, la lluvia y las estrellas. Basándose en la historia anti-
gua y la etnografía, Canetti conjura la imagen de los fantasmas que
llenan la tierra, el mar, el cielo, los ríos y los bosques; a los que habría
que añadir los fantasmas de las carreteras, puentes, túneles (triunfos
de la modernidad), así como los de los timbres del correo y los bille-
tes que usamos como dinero (talismanes del Estado que aseguran la
fantasmal red del equivalente general).
Las masas invisibles obsesionan a los vivos al grado de que se con-
vierten en una parte esencial de la vida misma. Entre los celtas de
las Tierras Altas de Escocia, refiere Canetti, la masa invisible de los
muertos se designa con una palabra especial: sluagh. Los muertos no
tienen descanso: vuelan en grandes nubes de ida y vuelta, como los
estorninos sobre la faz de la tierra; siempre retornan a los lugares de
sus pecados terrenales; libran batallas en el aire como los hombres
sobre la tierra; en las noches escarchadas, luminosas, se les puede oír
y ver: avanzan y se repliegan. Después de una batalla, su sangre tiñe
de rojo farallones y rocas. La palabra ghairm significa “grito, llamada”
y sluagh-ghairm era el grito de guerra de los muertos. Más tarde se
convirtió en la palabra slogan, añade Canetti, que no deja de puntua-
lizar: “los gritos de combate de nuestras masas nodernas derivan de
los ejércitos de muertos de las Tierras Altas escocesas”.
Canetti concede mucha importancia a las masas invisibles: él mis-
mo deambula como un muerto entre las huestes de ángeles y santos
que nublan los cielos de las religiones. “El espíritu de los creyentes
está poblado de tales imágenes de masas invisibles”, asegura y has-
EL KITSCH SURGE DONDE EL MIEDO EMPALMA CON EL ABSURDO MUDO 135

ta contempla la aseveración de que las religiones comenzarían con


ellas.
Así, nos aproximamos a una ecuación de la fe con la presencia
obsesiva de las masas invisibles y, al aproximarnos, es lícito empezar
a considerar otras masas: las masas de la modernidad a las que los
muertos han transmitido el poder, especialmente la de la posteri-
dad en forma de niños: esa masa perenne de neófitos y de potencial
protoplasmático de criaturas en cuyo nombre se justifica tanta polí-
tica estatal.
No hay ningún ejemplo en el que el circuito entre significado e
impulso corporal, que une lo oficial con lo extraoficial, sea más edifi-
cante que en el uso de los niños y, más específicamente, en el uso de
la confusión intencional que genera una iconografía pueril creada
por adultos para representar y para beneficiar al Estado. Considérese
la siguiente escena: un flamante libro de gran tamaño sobre la arqui-
tectura del país, publicado en la capital, en la década de los ochenta;
las páginas están ilustradas con magistrales fotografías a color; al final
del libro hay una maquetación a doble página: a la izquierda hay una
linda imagen de la bandera nacional, presumiblemente pintada por
un niño en la burda pared exterior de una casa; a la derecha, tene-
mos el comentario del autor que funciona como epílogo del libro:

Lo popular es sincero, lo popular es obvio,


lo popular es humano, a veces simple y crudo, pero humano.
Los sentimientos no necesitan de erudición…
Cuando un niño pinta la bandera en la fachada de una casa y escribe:
  “Ésta es la bandera de mi país”
se revela un gran sentimiento.
Lo que importa es lo que trae dentro, no el exterior.
Lo popular es la espina dorsal de la nación.

Aquí lo importante es la inspirada confusión producida por el in-


tercambio, operado por el Estado, entre el mundo adulto y el mundo
infantil. Considérese ahora la introducción a ese texto primigenio
del Estado del todo: el libro de texto escolar prescrito para los grados
básicos, Mi historia de mi país: Educación básica, publicado en la capital
en 1986:

La historia es como un espejo mágico en donde vemos reflejado el rostro de


nuestro pueblo en el pasado, el presente y el futuro… Necesitamos adquirir
136 LA CORTE DEL LIBERTADOR

conciencia de este rostro colectivo en nuestra juventud para que siempre nos
acompañe y nos otorgue la oportunidad de crear y recrear nuestra existencia
en el futuro.
El fortalecimiento de este sentido de pertenencia a nuestra historia y a
nuestro país produce hombres unidos por un cordón umbilical al proceso
histórico que nos ha formado en todo momento.

La voz autoral en estas páginas iniciales de un libro de enseñanza


para niños se dirige, con toda la astucia que el inconsciente político
es capaz de reunir, a ambos, al niño y al adulto, como si un adulto, el
autor, explicara y legitimara una práctica pedagógica específica a otro
adulto pero necesariamente al alcance de los oídos de un niño que,
así, se encuentra en la posición de estar incluido en su exclusión y
excluido en su inclusión, como ocurre, en todo caso, habitualmen-
te, pues los niños están incluidos/excluidos de las conversaciones de
los adultos cuando éstos intercambian opiniones y hasta confidencias
como si los niños, aunque físicamente presentes, estuvieran mental-
mente ausentes (esta práctica adquiere su aspecto más cómico cuan-
do los adultos “confidencialmente” bajan la voz, de manera que el
niño, que en este escenario se ha vuelto invisible por su niñez, acaba
EL KITSCH SURGE DONDE EL MIEDO EMPALMA CON EL ABSURDO MUDO 137

por prestar aún más atención a lo que se dice). El punto es que, en la


misma medida en que esto confiere al niño una posición epistémica
fascinante (en parte un chismoso permitido, en parte un idiota, en
parte una suerte de hada), también posibilita aún más increíbles posi-
bilidades al artificio del adulto que habla por el Estado en nombre de
este niño y pinta los espíritus de los muertos. El ser estatal, podríamos
decir, alcanza así sus dimensiones más profundas, en las que la masa
invisible de los muertos se mezcla con la versión que un adulto tiene
de lo que puede ser la imaginación que un niño tiene de esa masa.
Aquí lo ingenuo ha encontrado su hogar, aquí la imaginación es-
tatal de lo que es la imaginación del niño se une con la imaginación
del espacio de muerte de la violencia colonial y anticolonial según se
representa en una suerte de tiempo de juguetes sacado de un tiempo
de soldados, polimórficamente perverso. La magia del Estado no se
funda sólo en el espacio de muerte (como en la montaña mágica de
la reina de los espíritus) sino, de una manera mucha más siniestra, en
diversas combinaciones de un miedo y un absurdo inarticulable que
une a la muerte y a los niños (como cualquier vistazo a los diarios de
cualquier país actual lo puede demostrar).

12    LA PARTE MALDITA

En el circuito de intercambio entre ese guiño del ojo que está por
ocurrir y la muerte que es inminente, en el intercambio entre lo ab-
surdo y lo oficial, el arte de lo ingenuo y lo ingenioso acumulan sus
medios para actuar; éstos se hallan congelados en la imagen de la
pared de la escuela, la estación de policía, la prisión y también el altar
popular. Es aquí donde se lleva a cabo el intercambio crucial, el mis-
mo intercambio de poderes que ocurre entre la reina de los espíritus
y el Libertador, icono de la violencia de las guerras anticoloniales
que crearon un Estado y que ahora se diluyen con el embate, ola tras
ola del kitsch pueril, mientras que ella, en su infraespacio silvestre y
marginal, de modos tanto obvios como oblicuos, también mantiene
la presencia de esa violencia fundacional.
Ahora bien, lo que verdaderamente resulta revelador, fascinan-
temente revelador es, por supuesto, qué elementos de esa violencia
fundacional ella extrae de las sombras del kitsch: todo lo seductor y
siniestro en la furia de reduplicación de esa imagen, por lo demás
desenfadada y alegre, de un hombre montado en un caballo blanco
que mueve las patas, piafando al ritmo que le marcan.
Mediante la elusiva asociación de esta pareja sagrada formada por
el Libertador y la reina de los espíritus, lo sagrado negativo que existe
en el interior de lo sublime estatal no es que se esconda sino, más
bien, resulta la representación misma del escondite, un secreto público
que queda expuesto de forma intermitente gracias a la presencia su-
mergida de una abyección feminizada en el seno de la misma violen-
cia fundacional de la Ley que está representada por el Libertador a
horcajadas sobre su montaña de muertos.
A veces ni siquiera hay que esperar la súbita revelación que proviene
del extraño emparejamiento de la reina con Él, porque ya en la cir-
culación de Su imagen, ya en la imagen por sí misma, puede darse esa

[138]
LA PARTE MALDITA 139

ruptura y los poderes contaminan-


tes de lo extraño emergen de Él sin
que se precise de ninguna otra pre-
sencia o ayuda. Si bien ella tiene
su monte él también está montado (y
no sólo en el sentido de “montado a
caballo” sino también de “montado
sobre las paredes” de todos los edifi-
cios oficiales como se muestra aquí
al lado con una imagen del inte-
rior de la estación de policía en el
pueblo más cercano a la montaña
mágica de la reina. Arriba de la te-
levisión, la pared entera se dedica
a la imagen del Libertador, absor-
bido por la energía de su corcel de
impresionante pecho que, además,
queda acentuada por los surcos de
sus sombras testiculares.
¿Pero quién está al mando en
esta imagen? ¿El jinete diminuto o
el caballo masivo? Parece como si
el hombre se hundiera en el animal de una manera tal que el instinto
brutal recibe con esta imagen una suerte de altar. La crudeza del dibu-
jo parece intencional: hubieran podido emplear, en todo caso, el acos-
tumbrado icono oficial. Ocurre que esta crudeza de la técnica pictó-
rica sugiere, por sí misma, una actitud ante la representación misma.
Quizás esta crudeza nos aproxime a lo que Walter Benjamin, en
su ensayo de 1920 sobre la teoría legal del Estado moderno se refe-
ría con su concepto del ser espectral de la policía en las democracias:
¿espectral por la manera en que la policía ocupa y aprovecha una
suerte de tierra de nadie de violencia que se da entre la creación y la
ejecución de la ley? ¿No es acaso una imagen que provoca temor? En
parte podría deberse a su estratégica falta de conclusión, porque el
pintor —eso es lo que dicen los policías— aún está por terminar su
obra; como si, un día, esa crudeza quedará absuelta por una figura
de sublime perfección… pero ¿acaso no es precisamente esta falta de
conclusión el signo poderoso de la difusa interminabilidad de la me-
diación ramificadora de lo oficial en lo extraoficial (que es, con toda
exactitud, el ámbito en el que medra la policía)?
140 LA CORTE DEL LIBERTADOR

Y si la función de esta erupción de lo sagrado en la pared inte-


rior de la estación de policía es señalar y, por lo tanto, atestiguar esta
confluencia para ti, a través de mí, entonces debemos reconocer que
existe un primitivismo específicamente genital y un erotismo animal
que se estimula inevitablemente en la confluencia de la violencia y
la razón: una confluencia en la que la policía, en grado monstruoso
y antinatural, arguye Benjamin, confunde la violencia que funda la
ley con la violencia que mantiene esa ley. Según su argumento, esta
mezcla monstruosa confiere a la policía su estratégica carencia de
forma, como la pintura no concluida: “Su poder carece de forma,
del mismo modo que su presencia es fantasmal, imposible de tocar,
borrosa en todo sitio en la existencia de los Estados civilizados”. No
sólo fantasmal, piensa, sino también podrida: el reino abyecto del
objeto fóbico, putrefacción espectral en uniformes azules y botones
dorados, camisas caqui perfectamente planchadas, lentes oscuros re-
flejantes y chalecos antibalas.
¿Qué hay entonces de la célebre definición del Estado moderno
como el que mantiene el monopolio del uso (legítimo) de la violen-
cia?, ¿y qué hay de la definición, igualmente célebre, que enfatiza la
racionalidad burocratizada? ¿Estamos obligados a pensar no sólo en
grupos de hombres armados y prisiones, no sólo en pirámides estata-
les de archiveros y reglas y reglamentaciones, sino también —y segu-
ramente éste es el punto, arrollador y cabal, en el que la violencia y la
LA PARTE MALDITA 141

razón se funden— en fantasmas e imágenes y, sobre todo, intangibilidad


nauseabunda y amorfa? Todo parece indicar que sí; todo parece indicar
también que en su podredumbre esta misma espectralidad abre una
puerta al ejercicio de rituales mágicos de reversión que captan el po-
der obsesivo del Estado para alterar el destino mismo.
Yolanda Salas de Lecuna nos refiere, por ejemplo, que los policías,
según se cuenta, invocan mágicamente al Libertador para volverse
invisibles cuando emprenden una misión peligrosa y que los soldados
han llegado a recurrir también al Libertador para parecer más nume-
rosos de lo que son, infundiendo, así, terror en el enemigo, que acaba
por huir (el enemigo aquí son los propios ciudadanos e inmigrantes
pues muy rara vez se trata del ejército de otro Estado soberano).
No importa en lo absoluto que estos relatos puedan ser “puro”
folclor, una suerte de fantasía popular sobre lo que ocurre en las en-
cubiertas instalaciones de la policía. Todo lo contrario: gracias a estos
relatos podemos vislumbrar tanto la producción como la naturaleza
de la magia del Estado en forma de mística paranoica: la invisibilidad
de las fuerzas de seguridad y la confusión estratégica del número y las
fuerzas de los cuerpos armados actuando a nombre del Estado no
sólo son un par de componentes del poder real del Estado que se des-
pliegan comúnmente en todo el mundo, sino que, dada la penumbra
paranoica que el ser estatal continuamente exuda, es imposible esta-
blecer una frontera clara para decidir cuándo estas propiedades son
mágicas y cuándo no lo son.
Por otro lado, precisamente a todo lo largo de los difusos límites
de esta penumbra, la esfera de las imágenes penetra el cuerpo (tanto
el colectivo como el individual) y precisamente por esta intensidad
paranoide de límites difusos, el enlace cuerpo-imagen del ser esta-
tal acaba por ser susceptible, inevitablemente, de reversiones que se
llevan a cabo mediante otras formas de ritual surreal. La penumbra
paranoica genera un flujo espectral a través del cual Leviatán, con
apariencia tanto monstruosa como divina, da vuelta a su rostro mal-
dito, ya que estos mismos poderes de confusión y de ilusión pueden
revertirse en contra del Estado y la gente común puede aprovecharlos
para liberar reos o para eludir el servicio militar (una obligación esta-
tal que se promueve con un brío y un drama público realmente con-
siderables): “El Libertador puede salvar a los que van al ejército. Pue-
des pedirle esto porque él también sufrió y luchó contra el gobierno.
Si alguien le pide con todo su corazón que su hijo no sea reclutado,
él lo comprende bien porque él también sufrió”.
142 LA CORTE DEL LIBERTADOR

En la petición al Libertador, en forma de plegaria (¿qué otra for-


ma de solicitud existe?), se ruega a la reina de los espíritus y a otros
espíritus importantes que presten su auxilio para ser admitidos en
presencia del Libertador. Las últimas líneas versan:

Por mí y por mi casa


solicito permiso para invocar
al espíritu del Gran Libertador
y suplico humildemente, con todo mi corazón,
que se me conceda en esta hora sagrada la siguiente petición:
Préstame tus ejércitos de liberación
para conquistar
a todos mis enemigos.

A pesar de la insistencia terminológica (ejército, liberación, conquis-


ta), no se está apelando aquí a la Fuerza (en el sentido vital y crudo
de una fuerza armada) sino a la Confusión, pues a pesar del énfasis
masculino en el heroísmo que se despliega tanto en el Estado como
en la cultura popular, todo parece indicar que la confusión, la herra-
mienta del zorro y de los débiles, es la principal herramienta que hay
que emplear contra la persecución.
Considérese, por ejemplo, a un curandero frente a su altar: está pi-
diendo protección al Libertador, protección contra la persecución y
la envidia. En un momento se pone a mezclar esencias: tres esencias,
cada una de las cuales está contenida en un frasco con un color y un
nombre específicos:

• Confusión
•  Amansa Guapo
• Dominación

El azul de Confusión, dice el curandero, debe predominar porque


la Confusión (junto con el retrato del Libertador) son los ingredien-
tes clave en el combate contra la persecución, pues la persecución
misma se concibe como un tipo de dialéctica, una suerte de desplie-
gue de confusiones entrelazadas que se oponen a confusiones con-
trarias… aquí es crucial la imagen de lo circular. Es como el rostro,
representado en el dinero, que te puede sacar de la prisión.
—En la casa de cualquiera —dice el curandero— lo primero que
encuentras es un retrato del Libertador. Siempre hay uno: no sólo
LA PARTE MALDITA 143

es alguien que hizo historia, sino alguien que consiguió algo gran-
dioso… Para poner en acción el sistema de movilización lo primero
es el dinero: si necesitas resolver un problema, puedes tomar una
foto palpable del Libertador y un billete de alta denominación [de la
moneda nacional], y si tienes un problema personal grave o alguien
de tu familia está en prisión, hay que tener un retrato del Libertador,
poner un vaso con agua, encender una veladora y hacer la súplica con
toda devoción. Tu problema se resolverá.
—Es como si la imagen del Libertador fuera la que opera el mi­
lagro.
—La fe es indispensable; siempre.
Es como si el Estado y la población estuvieran atados a la inmanen-
cia de un círculo inmenso de fuerza mágica reversible; en la prácti-
ca se da como el intercambio sin fin de cierta antigua fuerza que es
como un obsequio y que llamamos la parte maldita; es el mismo inter-
cambio que atrae la mirada del ciudadano hacia los ojos tristes del
Libertador, en espera del guiño del ojo que ocurrirá un día después
de nuestra muerte, el intercambio que oscila, una y otra vez, entre
él y la reina de los espíritus durante la escenificación de la escondi-
da interioridad: el intercambio que no sólo permite la reversibilidad
sino que, además, se edifica sobre su doble cara, como lo hace sobre
la muerte y su magia.
No debe alarmar a nadie el hecho de que esto es un relato, el rela-
to de la presencia estatal: no podría ser de otro modo, siendo los po-
deres tan poderosos, siendo sus unidades tan vinculantes, siendo su
circularidad tan perfecta que al final, como al principio, brilla en él
el poder fantástico del espíritu envuelto en la objetividad del cuerpo
y en la objetividad de la espada. Hobbes describió esta circulación de
la parte maldita en términos de un mítico pacto de alianza que crea
al Estado, un pacto que cada cual celebra con cada cual para escapar
de la violencia del Estado de naturaleza. Puesto que los pactos sin es-
padas no son más que palabras, el pacto requirió de que la violencia
del estado de naturaleza no sólo fuera abolida sino que, más bien, se
transfiriera al nuevo Estado y pasara a formar parte constitutiva de
esta nueva fuerza emergente de la historia mundial que, así, tenía las
cualidades para recibir el nombre de Leviatán, aquel monstruo bí-
blico que, aunque se había vuelto contra Dios, era visto por Hobbes,
en tanto que símbolo del Estado, como “ese dios mortal que no es
sino un hombre artificial, aunque de mayor estatura y robustez que el
natural”, el punto en cuestión es que, sin importar cuán obviamente
144 LA CORTE DEL LIBERTADOR

inexacta es esta fábula desde el punto de vista histórico, resulta una


explicación reveladora de los principios mitológicos que forzosa e
inevitablemente se ven involucrados en la formación del Estado mo-
derno, que no pueden ser articulados por ninguna historia pero que
todas las historias requieren. Es decir: estas historias sobre la creación
del Estado no sólo son historias fantásticas sino que —y ahí está el de-
talle—, precisamente como fantasías, son tan esenciales para lo que
se proponen explicar que todo asunto con el ente llamado Estado
será, obligatoriamente, un asunto con este núcleo de ficción, cuya
redacción misma, con sus objetivos reales y serios, presupone tanto el
teatro como la posesión espiritual.
Considérese, por ejemplo, la realidad del acuerdo que genera al
“Estado del todo”. El acuerdo entre los hombres que crean el Estado,
dice Hobbes, “es algo más que consentimiento o concordia; es una
unidad real de todo ello en una y la misma persona”. Sin embargo,
¿cómo podemos entender la teoría de la representación —política y
epistemológica— de esta unidad real cuya realidad Hobbes se preo-
cupa en enfatizar con tanto esfuerzo, esta unidad que es “algo más
que consentimiento o concordia”? Es algo más que simbolismo y que
metáfora; es una unidad tan real que los cuerpos mismos parecen fun-
dirse todos en uno y parecen encarnar en el cuerpo que los repre-
senta. Éste es un fenómeno tan material que, como el fetiche, debe
convertirse en algo místico y el lenguaje resulta insuficiente, como no
sea el lenguaje de los espíritus: un lenguaje que está específicamente
diseñado para la articulación de paradojas, para la suspensión de la
incredulidad a lo largo del difuso límite en donde la necesidad de
decir lo indecible reina conjunta y parejamente con la amenaza o el
ejercicio de la violencia justificada por lo social. En pocas palabras,
éste es el lenguaje de la encarnación del espíritu y la unidad que Hob-
bes describe es tanto la de la posesión espiritual como la del teatro
que la representa, como cuando describe a esos hombres que pactan
el acuerdo como si estuvieran ligados al cuerpo del Leviatán como si
se tratara de actores, con lo que introduce al “Estado del todo” hacia
nuevos escenarios ya que las escenas del disfraz (no menos que las de
la fuerza o del fraude) emergen del interior mismo de la racionalidad
del contrato.
Así, el arte histriónico del curandero mide sus fuerzas con el arte
histriónico que constituye al ser estatal: el curandero con su “foto
palpable”, por medio de la cual coge materialmente el rostro del
Libertador en su teatro de reversión ritual, absorbiendo los poderes
LA PARTE MALDITA 145

míticos del contrato social, traba su violento combate empleando


la confusión, su confusión con una confusión contraria, y extrae la
magia del Estado moderno gracias a una teoría, que podríamos ca-
talogar de “posterior a Hobbes”, del Estado posmoderno pero que,
sin duda le debe mucho a Hobbes o —podríamos decir— al espíritu
mismo de Hobbes. El místico en todo esto no es el curandero sino
el Estado.
La circulación que subyace al pacto que celebra cada cual con cada
cual es, pues, un asunto contradictorio y curioso, un asunto del Esta-
do del todo como doble y como redoblado, obsesionado y abyecto;
un Estado del todo, sin embargo, que funciona y que contiene un
secreto conocido por todos, no es tanto un acuerdo como un acuerdo
de estar en acuerdo, no tanto una creencia como una fantasía acor-
dada que, retrospectivamente, no es sino una fórmula de la regresión
infinita sancionada por el poder mítico (del pacto) que provee un
campo, expansivo y en verdad espectral, para toda suerte de fetichis-
mos del cuerpo y de la espada en todo el mundo.
En esto resulta fundamental la espada, que en la figura del Levia-
tán es tanto intrínseca como extrínseca al elemento del intercambio
de regalos que produce el pacto, mediante el cual la violencia del
estado de naturaleza se convierte en el aura natural del Estado. Pues,
aunque la espada está ahí sólo como un último recurso, vive, como
amenaza, en un presente perpetuo que es igual al de lo sublime que,
a su vez, es indispensable para el mantenimiento del contrato; un
contrato que, si ha de ser efectivo, debe fundarse en la buena volun-
tad entre las partes contrayentes.
Lo más trascendental de esta coagulación de fuerza y buena vo-
luntad es el obsequio que está en juego en la metamorfosis que se
requiere para la creación del Estado: el autosacrificio mediante el
cual cada individuo renuncia a su capacidad de violencia para cederla
al Estado. El argumento de Hobbes debe ser que este obsequio es el
epítome de la razón.
Hobbes pone las palabras en boca propia de los hombres que fir-
man este pacto: “autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de
hombres mi derecho de gobernarme a mí mismo, con la condición
de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho y autorizaréis to-
dos sus actos de la misma manera”. Rousseau es igualmente claro en
cuanto a que se trata de algo más que una renuncia o una cesión,
tiene una cualidad que se asemeja al obsequio; involucra, pues, la
cualidad de obsequiar, como cuando dice que una persona debe darse
146 LA CORTE DEL LIBERTADOR

a sí mismo a todos los demás. “Cada uno de nosotros pone su persona


y todo su poder en común bajo la suprema dirección de la voluntad
general, y en nuestra condición asociada recibimos a cada miembro
como una parte indivisible del todo.”
Al igual que Hobbes, Rousseau concibe el contrato como sagrado.
Si hemos de pensar en la renuncia a nuestra capacidad de violen-
cia como un obsequio y este obsequio es un sacrificio, no debemos
olvidar que la noción de sacrificio es la que confiere misteriosamente
la santidad y lo hace a través de la destrucción, a menudo violenta.
Bataille escribió que “el sacrificio destruye aquello que consagra” y
éste es el destino necesario e ineludible de la parte maldita que está
reservada a los dioses y al Leviatán. En la versión de Hobbes la parte
maldita sería la violencia del estado de naturaleza que se transfiere
al Estado por medio de un contrato inconcebiblemente racional. De
hecho, la propia racionalidad del contrato que constituye el pacto
depende del sacrificio místico que implica y, en este Otro Lugar del
que estamos hablando, la parte maldita se manifiesta en la motaña de
la reina de los espíritus como un algo que es, a la vez, sagrado y sucio,
santificado y prohibido, la peligrosa “parte de abajo” de la pureza
estatal sin la que ni el Libertador ni el Leviatán podrían representar
una “unidad real”.
El azul de Confusión es, por lo tanto, más que una argucia táctica
en una escaramuza que se emprende contra la vanguardia de la des-
treza estatal, pues su poder consiste en lo que revela la reina de los
espíritus en el pacto sagrado del ser estatal.
Al recurrir a la imagen del Libertador, el curandero ingresa a lo
que podríamos llamar la interioridad del famoso pacto por el cual
la sociedad, de un solo golpe, se estableció a sí misma y al Estado en
la “escena” en la que el obsequio y el contrato interpenetran mutua-
mente su ser. El curandero se aventura hacia esta zona de la parte
maldita y habla el lenguaje del exceso ritual del bien y del mal que
corresponde a los dioses.
Tal renegociación de los términos del pacto es apenas difícil pues
la reversión ritual del poder en la imagen del Libertador siempre ha
estado presente como algo potencial en la imagen misma, como ocu-
rre en aquella pared del interior de la estación de policía y como lo
trae a la superficie el emparejamiento del Libertador con la reina de
los espíritus, quien proporciona, a la sombra de él, por ejemplo, en la
montaña mágica, los terribles y sagrados poderes de la transgresión
que fluyen toda vez que se ingresa a ese lugar que equivale a la madre
LA PARTE MALDITA 147

misma por medio de los altares diseminados a todo lo largo del cuer-
po de la montaña que es el pueblo.
Mas, ¿qué tipo de obra dramática es ésta?
Tenemos el drama de la circulación a través de la metamorfosis de
los obsequios como en el pacto sagrado en el que lo general se creará
a sí mismo mediante la entrega de sí mismo a una violencia superior y
concentrada, para fundar, así, el Estado y la sociedad.
Está también el drama “totémico” que se vincula con el de la me-
morialización obsesiva de la violencia fundacional y que se dramatiza
con un grupo de hermanos que crean la Ley a la sombra del cuerpo
de la madre y de ahí deriva esa avanzada de la Ley que conocemos
como la policía, con su cualidad de confusión ingeniosa, su cualidad
espectralmente borrosa, incluso podrida, abyecta, que se acomoda
tan bien al juego de la magia y la contramagia.
Sin embargo, el más importante y menos detectado por todos los
psicoanálisis y las filosofías políticas es el drama que está en deuda
con la silenciosa tensión del absurdo cómico salpicado de miedo, lo
indecible que brilla a través de los ojos del retrato del Libertador
que está en cada pared, cada estampilla de correos, cada billete que
emite el banco y cada estatua. Esta iconografía pueril ejecutada por
los adultos es la que detona e impulsa la teatralidad caricaturesca de
la posesión espiritual y su capacidad de literalización —como ocurre
en la montaña mágica— que introduce la metáfora y toda la historia
nacional a un cuerpo humano que gesticula. La iconografía del naïf
estatal, que combina el espacio de muerte con el niño y que permite
que el arreglo visual de la imagen (como en el dinero o en la pared
de la estación de policía) se dispare desde el absurdo oficial que ins-
pira miedo y, así, pueda ingresar, ya transformado, al dominio de la
posesión espiritual en la montaña mágica, no como tragedia, según
se entiende comúnmente (que es de donde la violencia del pacto
sagrado deriva) sino como un puro gasto del elemento del obsequio
en el pacto parecido a lo que Nietzsche reservó para el mimetismo
peculiar del abandono dionisiaco.
Así, la magia de la reversión, que está como incrustada en la magia
del Estado y que redirige la parte maldita, es una magia que encuen-
tra su quintaesencia en la caricatura y la literalización; una gestuali-
dad abrupta no para desmitificar, sino para acentuar grotescamente,
para representar su naturaleza escondida; esto se consigue mediante
una falsa insistencia que toma las cosas tal y como parecen y las ma-
terializa, como cuando se hace un fetiche de un líquido azul con el
148 LA CORTE DEL LIBERTADOR

nombre Confusión y se lo manipula en relación con un retrato del


padre de la violencia, fundada en la ley, que aparece sobre una cara
de un billete de la moneda local; no es sólo una foto, sino una foto
palpable… todo ello sobre el cuerpo de la madre y, así, se escenifica,
como magia del Estado, una exhibición intermitente de lo abyecto
con su mano dura y sus irascibles poderes de contaminación.
13 DINERO Y POSESIÓN ESPIRITUAL
EN KARL MARX

Su imagen está en todas partes, empezando por el nombre mismo


de la moneda y el retrato en la mayoría de las denominaciones de
los billetes. Algunos billetes exhiben una copia de algún monumento
erigido en conmemoración de la victoria de las guerras anticolonia-
les; otros muestran al Libertador en mármol, a caballo, sobre una
montaña de muertos que han sido apilados en los campos de batalla
de la violencia fundacional; al final es la única montaña que existe,
en los hechos y en la imaginación, como la montaña encantada de la
reina de los espíritus.
Así, cada transacción monetaria involucra al Libertador. “El Liber-
tador se desplomó hoy frente al dólar…” “Doce libes por un paquete
de seis…”
El sentido se desgasta con el uso —uno pensaría—, pues el nom-
bre se borra con la cosa que nombra, un buen ejemplo de la noción
de Nietzsche de la metáfora que pasa por verdad conforme la cara
en la moneda se desgasta. Pero un Viernes Negro (el nombre lo dice
todo), el 18 de febrero de 1983, cuando el Estado de este Otro Lu-
gar hizo las primeras movidas, en décadas, hacia la devaluación para
apuntalar la debilitada economía, el editor de una revista semanal fue
enviado a la cárcel por deshonrar al Libertador: su crimen había sido
imprimir en la cubierta de la revista una cruz negra sobre la fotogra-
fía de un billete. Justo sobre el rostro del Libertador. ¡Cárcel!
La desfiguración, si ocurre en el acto mismo del desvanecimiento
del valor, lo magnifica; anula lo sagrado que subyace en lo mundano
habitual y, así, ilumina lo que Nietzsche veía como el brillo desva-
necido por el uso que se convierte en la ilusión de una verdad fácti-
ca incuestionable. La desfiguración pone en reversa esta operación
habitual al rondar entre el folclor y la jerga burocrática, no menos

[149]
150 LA CORTE DEL LIBERTADOR

que entre un triste estado de ánimo y los emocionantes indicios del


desastre, el término Viernes Negro se difunde con la grácil facilidad
del anonimato a través de todo el reino hasta que estimula la cruz
negra sobre la cara del Libertador, cuyo reino quedó ennegrecido ese
viernes que ahora se ha convertido en leyenda. La desfiguración es
un crimen extraño y se torna aún más insólito por el cuestionamiento
del valor que dirige lo mismo contra el dinero que contra el Estado y,
de hecho, contra el valor mismo.
El profesor Vickers, en su libro sobre teoría del dinero de 1959,
escribe: “en la larga historia de los intentos por explicar el funciona-
miento del sistema económico, ningún problema ha merecido mayor
número de interpretaciones que el de la teoría del dinero”; advierte
con evidente irritación que: “el problema del dinero se ha convertido
en las tierras de caza de toda suerte de charlatanes y chiflados”; pero
sería mejor no irritarnos, será mejor preguntarnos por qué el dinero
ofrece semejantes tierras de caza y si, de hecho, es posible no ser un
charlatán o un chiflado en tales terrenos. En verdad resulta curioso
que el dinero sea tan poco problemático y se dé tan por sentado cuan-
do, en realidad, se le consignan tareas genuinamente milagrosas. Karl
Marx empezó su análisis del dinero citando a Gladstone con aquello
de que ni siquiera el amor ha enloquecido a tantos hombres como lo
ha hecho la reflexión sobre la naturaleza del dinero. Que conste: no
el dinero sino la reflexión sobre el dinero.
Marx está agobiado en tal medida con la preocupación por la cir-
culación (es decir, la importancia de la circulación para el valor) que
él también parece afectado por esta locura. Como por una bola de
boliche, ha sido derribado por la literalidad del dinero (¡con todo y
la forma redonda de su cuño!). Empieza la discusión de las monedas
y los símbolos del valor aclarando que el hecho de que “el dinero
tome la forma de moneda, brota de su función como medio de cir-
culación”.
Capta este asunto de la redondez de muchas otras formas también:
a veces con formas que, literalizando, dan vueltas a la redonda, otras
veces mediante su genialidad para el sarcasmo (que, en sí, constitu-
ye una retórica especial de circularidad para transformar el valor),
como cuando escribe que: “el oro circula porque tiene valor, mien-
tras que el papel [moneda] tiene valor porque circula”.
Ahora bien, por mucho tiempo el dinero ha desempeñado dos
funciones simultáneas, por ser, a la vez, una medida del valor y un
mediador de intercambio en la inmensa rueda de circulación que lla-
DINERO Y POSESIÓN ESPIRITUAL EN KARL MARX 151

mamos economía. Que el dinero pueda hacer esto se debe a cambios


asombrosos y de raíces profundas que ocurrieron en la naturaleza
de la sociedad, cambios que permitieron una intrincada traslación
en una dirección y luego en otra, entre la particularidad concreta y
el universalismo abstracto. El dinero es la suma y la medida de este
extraordinario logro cultural.
Otro modo de decir esto es observar que, debido a que la casi tota-
lidad de las cosas, especialmente el trabajo humano, se ha convertido
en una mercancía que puede comprarse en el mercado, el dinero sir-
ve a la vez como medida y como mediador de cosas que son, de otro
modo, muy diferentes. En la infinitud de la diversidad (sale petróleo;
entran autos, municiones y videos) el dinero habla con una sola voz y
es la medida común de todas las cosas. Ya tan sólo esto debería confe-
rir al dinero un respeto que raya en lo sagrado. De hecho, el dinero
—observa Karl Marx— funciona en el capitalismo como el “equiva-
lente general del valor” y el valor es fuerza de trabajo solidificada.
A horcajadas sobre la montaña de los muertos, remachando el Es-
tado del todo al corazón candente de la tierra misma, el Libertador es
prueba fehaciente de esto. Ya que él es en verdad ese Universal cuyo
surgimiento victorioso del espacio de muerte fundó el Estado y ahora
endosa el valor; él es aquel en cuya imagen el dinero no sólo facilita
el intercambio de lo diferente sino que permite también otras lectu-
ras de Marx: lecturas en las que el dinero es el portador de fuerza de
trabajo espiritual solidificada, organizada por el Estado del todo que,
a fin de cuentas, no sólo diseña, imprime, acuña, regula y avala el di-
nero como Dios lo hace con el hombre, es decir, a Su imagen y seme-
janza (dando continuidad con ello a aquella magnífica operación de
salvamento y recuperación de los restos sagrados que inició en 1842),
sino que, además, es la Deidad misma, el Estado como depositario de
redención, no menos que como promesa o aval de crédito del que
depende toda la circulación de monedas y billetes, como dependen
de Dios los ángeles y las peregrinas almas del purgatorio.
A horcajadas sobre la montaña de los muertos, esculpido en la co-
rrugada masa de granito, el Libertador es prueba fehaciente de esto.
Sin embargo, sabemos que no está solo; sabemos ya bien hacia cuál
otro reino —el reino de ella— se escapan los espíritus de esos muer-
tos para huir de su inmovilidad de granito. El equivalente general del
valor resulta ser algo escindido, escindido entre la estatua de todas las
plazas públicas y las sombras alargadas que la reina proyecta sobre los
rostros de esa misma plaza al caer el sol.
152 LA CORTE DEL LIBERTADOR

Surge entonces el cuestionamiento sobre qué constituye a esa au-


toridad que, una vez estampada como efigie sobre metal o impresa
sobre papel, lo convierte en dinero. “La autoridad pública impresa
sobre el metal es la que lo convierte en dinero”, escribe Nicholas Bar-
bon en su “Discurso concerniente al nuevo dinero…” (en respuesta
al Sr. Locke) publicado en Londres en 1696 y citado por Marx en
1876. Compárese con la siguiente aseveración de Bill Clinton (8 de
marzo de 1994): “La confianza es la moneda del reino”.
Producto eminentemente social, esta autoridad que, una vez plas-
mada en el dinero, lo convierte en dinero, es la quintaesencia de la
circularidad y está fundada en la ficción de que el Estado del todo
puede pagar y pagará al portador de su dinero (que se presenta como
un pagaré a la ciudadanía y, de hecho, a todo el mundo). Por supues-
to que el Estado jamás podría pagar si todos sus ciudadanos quisie-
ran cambiar su dinero por valor “real” y, sin embargo, sería muy raro
encontrar un solo ciudadano que en verdad contemple semejante
posibilidad. El asunto crucial es que la circulación se sostiene porque
en última instancia —una instancia que jamás debe llegar— se puede
recurrir al tesoro.
El tesoro debe permanecer bajo candado, lejos de la circulación,
en algún lugar privilegiado exterior y seguridad máxima que se vuel-
ve a llenar con fantasías de poder y abundancia gracias tanto a los
que circulan sus pagarés en los aparadores de las tiendas y en las
calles como a los que transfieren por fax sus millones en las pantallas
de las instituciones financieras mundiales. Si fuéramos a detenernos
un momento y preguntar con seriedad si el Fuerte Knox —como un
castillo de cuento de hadas, rodeado de aterradoras bases militares y
escuelas de entrenamiento— verdaderamente tendría suficiente oro
para avalar todos esos dólares norteamericanos, muy pronto tendría-
mos que cambiar la pregunta y empezar a plantear cuestionamientos
sobre confidencialidad y misticismo: que si la función del Fuerte de
mantener el valor del dinero y, con él, el sistema monetario mundial
tiene, en realidad, todo que ver con su expresión mítica de: primero,
la capacidad de ser exterior a la circulación, segundo, la fuerza fabu-
losa del oro y, tercero, la destreza militar desplegada en la protección
del tesoro.
Como la Tumba del Soldado Desconocido que brilla en su oscuro
vacío, Fort Knox era un espacio de fundamental tabú, repleto de las
más descabelladas imaginaciones y resulta un verdadero tributo a la
era moderna en la que vivimos el hecho de que ni siquiera la particu-
DINERO Y POSESIÓN ESPIRITUAL EN KARL MARX 153

laridad concreta del oro, ni la de Fort Knox se requieren ahora para


conferir presencia y cuerpo al universal abstracto que el dinero es ca-
paz de mediar a todo lo largo y lo ancho del orbe. Sin embargo, la idea
y la necesidad de la idea perviven: como ocurre con el Banco Mun-
dial y las instituciones creadas en Bretton Woods que, precisamente
porque ellas mismas se hallan externas a las leyes de la circulación y
del mercado libre, son capaces de dictar los términos de la miseria a
incalculables millones de personas con la consabida cantaleta de la
libre competencia y las leyes sagradas del mercado. “Ellos no tienen
que rendir cuentas a nadie”, aclara Susan George, que además señala
que esta exterioridad le ha permitido al banco no sólo controlar los
mercados globales sino, también, obtener inmensas ganancias en el
ínterin. Así, concluye, junto con Fabrizio Sabelli, que: “No sabemos a
ciencia cierta cómo llamar a este sistema, pero ciertamente sabemos
que no es capitalismo”; si acaso, es algo similar a la Iglesia medieval.
Igualmente crucial para “la autoridad pública que, plasmada sobre
el metal, lo convierte en dinero” es el hecho banal de que su circu-
lación, que es una fuerza vital, depende de que los ciudadanos de
todos y cada uno de los estados-nación estén de acuerdo en estar de
acuerdo en el valor y en la función del dinero. Hemos de añadir, a
la ficción de aquel tesoro reluciente y externo al sistema de circula-
ción, esta otra ficción: la del acuerdo en estar de acuerdo, que es un
atributo interno y habitual, podríamos decir, de la circulación misma.
En cuyo caso no debe sorprender que el dinero, símbolo y medida
del valor, está, en sí mismo, repleto de la interioridad de un alma ator-
mentada y autoinquisitorial por lo que toca a su propio valor y a la
relación entre realidad y ficción. El dinero —si se quiere— es premo-
derno en tanto que, aunque haya extraños poderes que derivan de su
pertenencia al sistema de circulación, esos poderes parecen emanar
no del sistema —si acaso ésa es la palabra adecuada— de circulación
sino de la sustancia física del dinero “mismo” y ésta es probablemente
la razón principal de por qué existen reglas tan estrictas contra la des-
figuración de las divisas (como lo evidencia la preocupación de Adam
Smith por el valor real del dinero). Apenas capaz de contener su mal
genio (casi podemos verlo dando de golpes en la mesa) denuncia
que: “en todos los países del mundo, es mi creencia, la avaricia y la
injusticia de príncipes y estados soberanos que abusan de la confianza
que les han depositado sus súbditos, han disminuido gradualmente
la cantidad real de metal que, originalmente, estaba contenida en sus
monedas”.
154 LA CORTE DEL LIBERTADOR

En esta preocupación acerca de la sustancia interna del valor,


encontramos la presencia del soberano… y no sólo su presencia,
sépase, sino, además, su presencia en tanto que avaricia e injusticia.
El presidente Clinton sólo le atinó a medias cuando dijo que la con-
fianza es la moneda del reino. En todo caso, el valor como una pre-
sencia que insinúa algo sólido y físico, como un metal, se funde con
el aura inmanente del ser principesco y, al hacerlo, el misterio del
dinero —sobre cuya reflexión más hombres han enloquecido que
incluso sobre la reflexión amorosa— nos recuerda la máscara, la
fuerza y el fraude, como cuando Smith se anima a observar que con
la manipulación de la moneda a manos del príncipe, la apariencia
puede triunfar sobre la realidad de manera que el mundo del valor
real y —asunto de igual importancia— la medida confiable de ese
valor, quedan sujetos a una ley de entropía y a la pérdida continua.
Sin importar cuánto pueda expandirse la riqueza de las naciones,
las misteriosas manipulaciones del príncipe amenazan con traer
decadencia debido a la devaluación (pero nunca, que conste, des-
figuración) de la moneda. Igual que la energía del mundo, el valor
del mundo queda agotado porque el príncipe se ha encaprichado
en vez de conformarse con todos esos preceptos que la historia nos
reserva como mandatos burgueses relacionados con la época de es-
casez y con las decisiones racionales, aunque lo que realmente está
en juego aquí no es el príncipe sino el resentimiento burgués y el
miedo a la posibilidad de un tipo radicalmente diferente de ciencia
económica —no soñada siquiera por nuestro acuñador de la mano
invisible— y que tiene menos que ver con la lógica basada en me-
dios y fines de la escasez o la producción que con el derroche y el
encubrimiento.
Porque el príncipe es, por supuesto, un gran encubridor y un gran
derrochador. Smith observa que “por medio de estas operaciones, los
príncipes y estados soberanos que recurrieron a ellas fueron capaces,
en apariencia, de pagar sus deudas y cumplir sus obligaciones con
una cantidad menor de plata de la que, en otras circunstancias, hu-
biera sido necesaria”.
Y si el Estado del todo debe siempre personificarse, como lo hace
en la figura de un príncipe, entonces, con la misma justicia —pues
aquí estamos hablando de eso, de justicia y, por lo tanto de la ley,
tanto como del dinero, del valor y de las apariencias—, el príncipe
se verá convertido en un monumento edificado no sólo sobre el di-
nero sino del cual se derrama y brota el dinero, pues el tesoro queda
DINERO Y POSESIÓN ESPIRITUAL EN KARL MARX 155

liberado por un acto de descarga sagrada codicionada a la muerte del


príncipe… siempre a la muerte.

Isabel S. Alderson nos ha dejado una descripción del (segundo) en-


tierro glorioso del Libertador, cuando sus restos (in)mortales desfi-
laron por las calles de la capital en 1842. Su padre había conocido
personalmente al Libertador. Esta memoria se publicó en 1928 en
el Boletín del Archivo Nacional de la Historia. Incluso en este boletín
académico, la primera oración del artículo debe dar “presencia” al
muerto con un acto de exquisito equilibrio entre lo sagrado y lo pro-
fano, y no lo hace a través de lo personal, lo nostágico, o a través de la
memoria de algún individuo (su padre, por ejemplo), sino, más bien,
sutituyendo a la persona por el personaje y al personaje por el monu-
mento del Libertador que está ubicado, a horcajadas, sobre su tumba
en la catedral de la capital, un monumento de “mármol del más puro
blanco”. Podemos acceder a la intangibilidad del espíritu a través de
la solidez del monumento.
A cada lado del Libertador hay una figura.
En un lado está la figura de la abundancia que derrama monedas.
En el lado opuesto la figura de la justicia, con los ojos vendados,
que sostiene su balanza.
Aquí, pues, en el mármol más puro, vemos la escena del dinero, di-
nero derramado y dinero derramándose, que conlleva los sentidos de:
dinero rebosante, dinero que se desborda, dinero que gotea, dinero
que se descarga, dinero en hemorragia… al lado del Libertador que
está, al lado de la Ley, a horcajadas sobre sus huesos sagrados en la
catedral.
El dinero, dice Karl Marx, funciona en el capitalismo como el equi-
valente general del valor y el valor es fuerza de trabajo solidificada.
Sin embargo, ¿qué es este valor?, ¿qué es esta fuerza de trabajo
solidificada?
A veces se puede leer a Marx y a los otros grandes economistas
de su era (la era en que los filósofos del mundo cambiante aún se
preocupaban por cosas como el “valor”) como si estuvieran en busca
de una secreta piedra magnética, en busca de un “Fuerte Knox” del
valor y, como si hubieran concluido que esta piedra magnética, esa
quintaesencia reside en el “trabajo”.
¿Pero en dónde reside el valor del trabajo?
Bueno, éste reside en… ¡en el valor de las mercancías que se re-
quieren para reproducir el trabajo!
156 LA CORTE DEL LIBERTADOR

De nuevo el círculo, la Gran Rueda que retumba, y de nuevo la


figura del príncipe que interviene para recordarnos que el “trabajo”
no es sólo una fuerza como la que se mide en caballos de fuerza,
o una sustancia natural que se compra y se vende como la gasolina
sino que también (y siempre) es un asunto de mandato y sumisión,
un asunto de control sobre la fuerza corporal y creativa de otro ser
humano, aunque éste estará afectado no por la política, en sí, no por
la esclavitud o la servidumbre o la familia, sino por la “libertad del
mercado”, la libertad por la que se luchó en aquella violencia funda-
cional contra el mercantilismo y el poder colonial de manera que se
pudiera abrir el comercio mundial y establecer los derechos civiles
de la ciudadanía en vez de las castas y la esclavitud. Uno de los gran-
des triunfos intelectuales del marxismo consistió en indagar cómo la
persona había sido traducida a obrero y cómo el obrero había sido
traducido por la cultura del mercado a objeto de trabajo reificado y
cómo, por lo tanto, el dominio sobre las personas se ejerce a través
del anonimato de los mecanismos de mercado, cómo la crueldad y la
explotación y toda suerte de degradaciones y glorias se efectuaron a
través del lenguaje de los números, la eficiencia y las sustancias. Sin
embargo, en el esfuerzo por trazar este movimiento de la literalidad
de la persona a la abstracción del número y el objeto, parece que a
menudo se perdió de vista tanto el impulso original de investigar las
condiciones para la libertad humana como el reconocimiento de que
la noción reificada de “trabajo” era precisamente un mecanismo de
control sobre personas y cuerpos.
Como lo pone Adam Smith (y es fundamentalmente de Smith,
de Petty y de Ricardo de quienes Marx toma la “teoría del valor-
trabajo”), el valor de cualquier mercancía es igual a la cantidad de
trabajo que esa mercancía permite adquirir y disponer al que la po-
see. La palabra disponer aquí nos deja ver la naturaleza voluntaria
de las transacciones implicadas en la teoría del valor-trabajo. Estamos
acostumbrados a que Smith, al interpretar el presente burgués, lo
imponga forzadamente sobre la historia mundial y luego lo reinter-
prete como si ese presente fuera una consecuencia; ahora bien, en
la cuestión del trabajo encontramos, precisamente, el punto original
de tal interpretación. Smith lo explica así: “El trabajo fue, pues, el
precio primitivo, la moneda originaria que sirvió para pagar y com-
prar todas las cosas. No fue con el oro ni con la plata, sino con el
trabajo como se compró originariamente en el mundo toda clase de
riquezas; su valor para los que las poseen y desean cambiarlas por
DINERO Y POSESIÓN ESPIRITUAL EN KARL MARX 157

otras producciones es precisamente igual a la cantidad de trabajo


que con ellas pueden adquirir y disponer”.
El valor, por lo tanto, especialmente en el estado de libertad que
ha creado el mercado autorregulatorio, es, en última instancia, una
disposición sobre el trabajo, por medio de una disposición sobre las
personas como cosas. El problema de lo particular en relación con
lo abstracto se reafirma a sí mismo en la ecuación del valor y por eso
el príncipe, que es quien dispone, siempre debe figurar en el valor,
mucho más cuando está detrás de él, como ocurre, literalmente, con
“la otra cara de la moneda”.

Ahora bien, en el Estado libre, entonces, donde todas las mercan-


cías se pagan a un precio justo y donde se ha abolido la esclavitud y
tantos han muerto en pro de la libertad durante la violencia funda-
cional, todo en aras de la soberanía nacional y el gobierno republica-
no, ¿cómo es posible que el trabajo pueda crear plusvalor?, ¿por qué
misteriosa alquimia puede el trabajo, aun sin la fuerza que existía en
los tiempos coloniales, producir más valor, al fin de cuentas, del que
tenía al principio, si, según las reglas del mercado, se paga por él su
valor de mercado?
Inevitablemente llegamos aquí a la discusión de Marx sobre el di-
nero en relación con la extraña arquitectura y dinamismo de la for-
ma de mercancía (una arquitectura que él ve a través de los ojos de
Hegel y su permanente preocupación por el valor como subyacente
a la relación entre lo particular concreto y lo universal). El dilema
para Hegel consistía en cómo privilegiar lo concreto pero, a la vez,
también la universalidad que permite discernir una diferencia y que,
por lo tanto, sirve como base de comparación y tasación.
En sus Elementos de filosofía del derecho, por ejemplo, Hegel hace pa-
sar el dinero por este molino histórico-ontológico cuando escribe:
“el valor de una cosa puede ser muy diverso en relación con las nece-
sidades, pero si se quiere expresar no lo específico sino lo abstracto
del valor se tendrá entonces el dinero. El dinero representa todas las
cosas, pero en la medida en que no expone la necesidad misma, sino
que es sólo un signo de ella, es a su vez gobernado por el valor espe-
cífico que expresa de un modo sólo abstracto”.
En este extraño poder simbólico y circular por antonomasia del
dinero, que media entre lo concreto y lo abstracto, pues, se funda el
exquisito problema de la retórica que media entre palabras y cosas,
entre universales abstractos y particulares concretos y, muy especial-
158 LA CORTE DEL LIBERTADOR

mente, entre la metaforización y la literalidad —al grado de que sólo


el monumento estatal puede servir para detener esta interacción con
la blanca pureza de su mármol: el padre acompañado por la hemo-
rragia del dinero, por un lado, la justicia en el otro lado, esta justicia
ciega que exige del padre tanto la fuerza de las armas como la mística
de la muerte. Esto nos recueda que, aunque el dinero ciertamente re-
sume el problema de inefable complejidad de la representación, os-
cilando entre (la ilusión de) lo concreto y (la conversión en artefacto
de) lo abstracto, sólo lo consigue gracias a una autoridad central que
se halla fuera del dinero mismo, a saber, el Estado que, sin embargo,
se caracteriza, por siempre estar más allá… por ser, él mismo, no sólo
escurridizo sino un generador de máscaras y de interioridades que
lo definen. Como el dinero, el Estado está constituido, pues, por la
materia del alma.
La más importante de todas las mercancías, la fuerza de trabajo,
nos proporciona la mejor ilustración del dilema del plusvalor (aun-
que no su solución). El poseedor de esta mercancía la vende a su em-
pleador como una fuerza de trabajo abstracta y universal cuyo valor
es lo que Marx (siguiendo a Adam Smith y a Aristóteles) llama “valor
de cambio”. No obstante, como toda mercancía, esta fuerza de tra-
bajo es consumida por el comprador (es decir, la persona que llega
a “poseerla”) no como un abstracto valor de cambio sino como un
concreto y particular valor de uso. El cambio de lo abstracto general a
lo concreto particular es, pues, el primer paso del circuito, el primer
paso del flujo mediado por la moneda.
El comprador de la fuerza de trabajo despliega luego su nueva
posesión en su modalidad carnal y corpórea como un valor de uso
concreto y particular para crear “valor de cambio” (es decir, fuer-
za de trabajo abstracta y universal) en la forma de mercancías que
habrán de venderse, cerrando así, más o menos, el círculo; el truco
alquímico consiste en que, una vez cumplidas escrupulosamente to-
das las reglas de la libertad de mercado, la transferencia de Estado
entre valor de uso y valor de cambio es lo que crea el plusvalor. En
resumen, la arquitectura dinámica de la forma de la mercancia es
precisamente este círculo que se cumple con el intercambio de ven-
ta y compra en el que el valor abstracto se transforma en modalidad
carnal para fortificar el valor abstracto. Una mercancía es un com-
puesto híbrido, sensible a los procesos, de uso y valor de cambio, de
concreción y abstracción, cuyas partes separadas se unen, se separan
y luego vuelven a unirse, en un gran círculo, mediado por el dinero,
DINERO Y POSESIÓN ESPIRITUAL EN KARL MARX 159

de compra y venta, de posesión y desposesión, separación, intercam-


bio, unión y creación de plusvalor.
El punto persistente de todo este fenómeno asombroso aunque
cotidiano es su habilidad para el aumento de valor como resultado de
su abstracción que encarna, su capacidad para atravesar la ruta circular
de la abstracción a la particularidad concreta y regresar con algo más
—tal y como una persona poseída por el espíritu de los muertos re-
gresa con algo más, regresa con el poder mágico de corregir y reme-
diar las pruebas y tribulaciones del viaje de la vida misma.
Estar o no de acuerdo con Marx es menos importante que iden-
tificar la relevancia del proceso de circulación y metamorfosis de su
argumento, ya que al seguir el círculo de su pensamiento nos sensibi-
lizamos de las propiedades de éste y podemos, entonces, ejercer nues-
tros propios rodeos y negociaciones, conscientes del poder que la cir-
culación ejerció sobre la teoría económica en ciernes… por ejemplo:
obsesionó a los teóricos mercantilistas y dio lugar a imágenes muy
vívidas, aunque variadas: Hobbes y los autores anteriores del siglo xvi
lo comparaban con la sangre mientras que otros lo comparaban con
el alma y Bacon declaró que “el dinero es como el Estiércol: no es
bueno a menos que se reparta”.
Resulta curioso que Marx mismo está también obsesionado con la
circulación. Sus obras están literalmente plagadas de alusiones bioló-
gicas y mágicas que se esfuerzan por hacer justicia a lo que él percibe
como los extraños poderes de la circulación. Nunca nos deja olvi-
dar que “la economía” es un proceso social de incansable actividad
circulatoria de cualidades que interactúan y fuerzas cuyo despliegue
implica cambio y novedad. Su prosa está salpicada de principio a fin
por referencias a la formación de cristales a partir de líquidos, líqui-
dos que retornan a ser cristales, metamorfosis, metabolismo social,
el encuentro dramático de la vida y la muerte e incluso la alquimia.
De todo ello resulta crucial que la función generadora de valor del
trabajo como lo mide y lo media el dinero:

•  depende totalmente de la circulación, y


•  la circulación implica transformación,
•  muy especialmente la transformación en espiral entre la parti-
cularidad concreta de cualquier trabajo dado y la corporeización de
este trabajo como abstracto y universal en la mercancía que el trabajo
ha ayudado a modelar, y,
•  el dinero es el que media en esta última capacidad, tan absoluta-
160 LA CORTE DEL LIBERTADOR

mente común y a la vez tan misteriosa, de transferencia sin cesar que


confiere carnalidad a la abstracción, y a través de la cual, además, se
crea el valor.

Ahora, consideremos la posesión espiritual, la dramatización de la cor-


poreización y la descorporeización; consideremos especialmente ese
teatro que encarna la fuerza espiritual de una Idea Universal bifurca-
da sexualmente y que, a través de una conglomeración de espíritus
vinculados a una jerarquía levemente centralizada, está coronada por
el aura del Libertador y acompañada “como una sombra” por la reina
de los espíritus.

•  Un rasgo crucial de este teatro de posesión espiritual es que la


circulación de los espíritus de los muertos a través de los cuerpos
humanos vivos es un movimiento paralelo a la circulación de la ma-
gia fantasmal del Estado-Nación a través del “cuerpo” de la sociedad;
como cuando el Presidente de la República invoca, como parte de
la faena diaria del gobierno el “espíritu” del Libertador y Ofelia, la
curandera en la montaña de la reina de los espíritus, a su vez, invoca
también a ese espíritu pero como un “hecho literal”. Aquí todo gira
en torno a la necesidad e imposibilidad de hacer encajar ese espíritu
en un hecho literal.
•  Así, la posesión espiritual en la montaña mágica, en la margina-
lidad del mundo profano, reencarna como “hecho literal” aquella in-
quietante cualidad de la metáfora soterrada en la mezcla abyecta de
absurdo y miedo que constituye la habilidad kitsch de la autorrepresen-
tación del Estado del todo. La montaña de la reina de los espíritus es
el manantial de trabajo espiritual que libera y descarga el excedente
consumido por el Estado del todo y que incluye, entre sus autorizacio-
nes, la de endosar la moneda y la circulación del Libertador mismo.

Hasta aquí en cuanto a la función generadora de valor del tra-


bajo… lo que Ofelia llama “mi trabajo”. No sorprende que, con el
dinero en el centro de todo ello, se lo ha llamado un espacio mero-
deado por maniáticos y charlatanes. Intentemos sosegar un poco este
vertiginoso círculo preguntando a Marx sobre la fuente del valor que
el dinero media y mide e intentemos seguir su argumento de que el
valor no emana de una fuente ni del intercambio en sí mismo, sino de
la metamorfosis del objeto o el servicio intercambiado; es decir, que el
valor depende de la transformación.
DINERO Y POSESIÓN ESPIRITUAL EN KARL MARX 161

La naturaleza de esta transformación es de una magia desconcer-


tante. De hecho, el propio Marx se refiere a este proceso mediante el
cual una mercancía se intercambia por dinero y el dinero se usa para
comprar otra mercancía como un fenómeno alquímico. Se trata de
una de sus metáforas favoritas: la circulación y las transformaciones
subsecuentes ocurren como si se llevaran a cabo en el interior de lo
que llama una “retorta alquímica” (una retorta es un frasco de vidrio
en el que se colocan los reactivos químicos para aplicarles calor; en
el caso de los alquimistas se refiere a la mezcla de químicos con un
metal innoble, como el plomo, para convertirlo en un metal precio-
so, como el oro).
Como veremos, toda su teoría depende, para su exposición, deci-
didamente de alusiones mágicas organizadas según una serie de cua-
dros en cascada. Cuando se lee a Marx con esto en mente se ve clara-
mente que el famoso concepto del “fetichismo de la mercancía” no es
sino la punta del iceberg. Ni siquiera en sus momentos más sarcásticos
puede Marx escapar de los misterios que envuelven al dinero y lo
convierten en ese espacio donde merodean maniáticos y charlatanes;
todo lo contrario: su texto parece acoger estos misterios y abrazarlos
con alegría hasta el instante justo previo a quedar aplastado por ellos.
Antes que desmitificar, lo que hace, en realidad, es oponer un miste-
rio con otro misterio y su propia teoría es, por necesidad, cómplice
de la alquimia misma de la que parece mofarse.
En ningún aspecto de su exposición se manifiesta más profunda-
mente esta complicidad que en la importancia que confiere a la ma-
gia de los muertos y a la corporeización del espíritu como un asunto
vital para la arquitectura y la circulación de la forma de mercancía.
De hecho, aquí resulta tan dramático como un médium espiritista
que nos conduce a través de la circulación capitalista de la metamor-
fosis del poder: emplea el lenguaje típico del sacrificio religioso en
el que el trabajo es el fuego sagrado. Esto ya es, de por sí, bastante
extraño, pero luego ¿a qué viene toda esa insistencia en la muerte?,
¿por qué resulta tan indispensable para el valor trabajar tan continua-
mente con los muertos?:

El trabajo vivo tiene que hacerse cargo de estas cosas [maquinaria, hierro,
madera y hebra], resucitarlas de entre los muertos, convertirlas de valores de
uso potenciales en valores de uso reales y activos. Lamidos por el fuego del
trabajo, devorados por éste como cuerpos suyos, fecundados en el proceso de
trabajo con arreglo a sus funciones profesionales y a su destino, estos valores
162 LA CORTE DEL LIBERTADOR

de uso son absorbidos, pero absorbidos de un modo provechoso y racional,


como elementos de creación de nuevos valores de uso, de nuevos productos.
[…]
Al transformar el dinero en mercancías, que luego han de servir de mate-
rias para formar un nuevo producto o de factores de un proceso de trabajo; al
incorporar a la materialidad muerta de estos factores la fuerza de trabajo viva,
el capitalista transforma el valor, el trabajo, pretérito, materializado, muerto,
en capital, en valor que se valoriza a sí mismo, en una especie de monstruo
animado que rompe a “trabajar” como si encerrase un alma en su cuerpo.

Ahora bien, sin importar cuál sea la función exacta de la muer-


te en la retorta alquímica del capitalista moderno, que convierte el
metal innoble en metales preciosos, Marx comprende bien que ésta
gira en torno a la contradicción puesto que la magia de la alquimia
puede desatar sus extraordinarias metamorfosis sólo si los opuestos
interactúan en el intercambio de la circulación. La alquimia, podría-
mos decir, es la ciencia aplicada de la muerte y de la contradicción en
el laboratorio de la modernidad.
La primera metamorfosis que tiene lugar en la retorta alquími-
ca ocurre cuando la mercancía se vende por dinero; esta primera
metamorfosis interactúa con la segunda y, necesariamente, sólo se
ve completada por ella: cuando el dinero se usa para comprar otra
mercancía. Marx no deja la más mínima duda de que este proceso se
modela según el patrón de una representación dramática: “La meta-
morfosis total de una mercancía encierra, en su forma más simple,
cuatro extremos y tres personajes”, en una dramatización en la que
la forma de la mercancía: 1] aparece en escena, 2] se vacía de sí y 3]
vuelve posteriormente a sí pero ya 4]hinchada de un valor aumen-
tado; es decir: M—D—M’. Para ser congruente con esto, Marx no
puede evitar el lenguaje de la magia así como el de la teatralidad:
un lenguaje de misteriosas apariciones y desapariciones, de vaciarse
de sí, de cosas que se convierten en otras cosas y de cristalización y
licuefacción: “Y lo mismo el dinero, que empieza siendo la cristaliza-
ción fija del valor en que se convierte la mercancía”, pero también
escribió (junto con su amigo el joven Friedrich Engels en un famoso
manifiesto de 1848), que con el capitalismo moderno: “todo lo sólido
se desvanece en el aire”.
Podríamos pensar en la circulación como algo orgánico y fluido
(y habría, por supuesto, buenas razones para ello), pero la circula-
ción del tipo alquímico que aquí se analiza se mueve con un ritmo
DINERO Y POSESIÓN ESPIRITUAL EN KARL MARX 163

diferente, una suerte de tambaleo que de modo más o menos ciego,


va dando tumbos a través de conmociones e impulsos epilépticos pro-
ducidos por conjuntos que se componen y se descomponen en un
tenso encuentro: concurrencias, emparejamientos, transferencias y
desconexiones negociadas.
Estos círculos de síncopas tambaleantes son en verdad milagrosos
porque alcanzan su culminación, por más efímera que sea, en el fue-
go difuso de una crisis crónica en la que la excepción es la regla. Aquí
está, pues, el Estado inimaginable de crisis permanente, la escena má-
gica de la filosofía (no menos que de la vida cotidiana) en nuestros al-
químicos tiempos y si lo que debería ser una conexión íntima (como
la conexión entre la venta y la compra: ¿existe acaso una intimidad
mayor?) se prolonga demasiado, obstruyendo así la interacción de
las metamorfosis, entonces, como lo explica Marx con todo encanto,
la unicidad de todo el proceso se reafirma produciendo una crisis
(como ocurre constantemente en lo que los economistas llaman “el
ciclo del negocio”). Así pues, las antítesis y las contradicciones que
están inmanentes en las mercancías y que, en la circulación, unen a
las interacciones metamórficas, divergen de manera que crean sus
propios tipos de movimiento.

¿Será posible que el teatro de la posesión espiritual no sea un mero


acoplamiento privilegiado de cuerpo y espíritu sino que sea, sobre
todo, este milagroso teatro de la síncopa tartamuda de la crisis perpe-
tua en la circulación y que detona la crisis interminable de la corporei­
zación de lo particular en lo universal, concediendo así equilibro al
Estado del todo, incluso mientras se perfila hacia la siguiente estreme-
cedora crisis de la soberanía, es decir, de hecho, la soberanía misma?
Y si el papel del cuerpo en este teatro es hincharse, hincharse de
alma y de interioridad dramatizada, como el Estado mismo —este
cuerpo humano que ha de verse purificado diligentemente a través
de velaciones, en silencio, en los altares de la montaña mágica, para
recibir al espíritu con actuaciones gloriosas de la corporeización;
este cuerpo por tanto tiempo condenado al mundo del tabú de lo
ambiguamente impuro—, no olvidemos que la posesión espiritual
es la que nos permite leer de manera diferente (leer a Marx y, por
lo tanto, al capitalismo de modo diferente) para volvernos mucho
más conscientes del juego alquímico de la muerte en la contradic-
ción; no olvidemos, además, que esta lectura alquímica (como una
ciencia aplicada de la contradicción en el laboratorio de la moder-
164 LA CORTE DEL LIBERTADOR

nidad) es, en sí misma, tanto circular como tambaleante, llegando,


conveniente y finalmente, a su punto inicial gracias a la interacción
serpenteante y circular entre el tabú y la transgresión en donde la
naturaleza, plagada de crisis, de la soberanía pasa a través de la reina
de los espíritus.
Así que aquí, al final de nuestro círculo, aparece de nueva cuenta
no sólo el elemento inferior y oculto de la habilidad estatal en la figu-
ra de esta mujer que es la reina de los espíritus sino también la figura
de la deformación como en el caso del hombre encarcelado por desfi-
gurar el rostro del Libertador en la cara de la moneda. Pues ¿acaso no
es por virtud de cierta disposición hacia la muerte y la negación que
la desfiguración convoca investiduras sagradas que de otro modo se
pierden en la cotidianidad de las cosas, una que lleva hacia la cárcel
y la otra hacia la montaña de la reina? A través de la profanación y el
sacrilegio, la desfiguración genera valor, un inspirado padecimiento
del alma que es prueba del poder mágico del tabú (y que le rinde
homenaje), en el que muchas formas de alquimia subyacen latentes y
no sólo las que podrían ocasionarte la cárcel.
¡Escuchen todos!
A un hombre le preguntan sobre el Libertador, un hombre que es
bien conocido por su pasión de cantar en los velorios. Alguien quie-
re saber qué piensa la gente acerca del Libertador en este soleado
Otro Lugar y lo que diga llegará a incluirse en una suerte de libro
etnográfico publicado por la editorial de la Universidad del Liberta-
dor, en la capital, para el bicentenario del nacimiento del Libertador.
De entrada aclaremos que este hombre es un archidesfigurador. Dice
como sigue:

—En un velorio o en un altar lo primero que encuentras es un retrato del


Libertador. En la casa de cualquiera también lo primero que encuentras es
un retrato del Libertador. Siempre hay uno: no es sólo alguien que hizo his-
toria, sino alguien que consiguió algo grandioso. ¡Y tienes que pedirle algo!
Así es nuestro sistema y también el de los extranjeros, porque si no estás con
el Libertador no vas a conseguir nada; uno le hace una petición para obtener
algo. Para poner en acción el sistema de movilización lo primero es el dinero:
si necesitas resolver un problema, puedes tomar una foto palpable del Li-
bertador y un billete de alta denominación y si tienes un problema personal
grave o alguien de tu familia está en prisión, hay que tener un retrato del
Libertador, poner un vaso con agua, prender una veladora y hacer la súplica
con toda devoción. Tu problema se resolverá.
DINERO Y POSESIÓN ESPIRITUAL EN KARL MARX 165

—Es como si en realidad fuera la imagen del Libertador la que opera el


milagro.
—La fe es indispensable; siempre.
En todo caso, estén conscientes e incluso tengan cuidado, ustedes etnó-
grafos y ustedes etnografiados, de aquellos que plantean preguntas para el
bicentenario del Libertador, alimentando la magia de la moneda en la co-
rriente, en el gran ciclo de traducción tartamuda de sentido y fuerza que se
propulsa hacia arriba a través de la jerarquía de clase y de raza y que convier-
te, alquímicamente, lo literal en lo metafórico, para luego redescender hacia
las masas y recircular de nueva cuenta “lamido por el fuego del trabajo…”

Sobre todo tengan mucho cuidado de las falsificaciones, pues


abundan los falsificadores de moneda, capaces con sus manos pacien-
tes y ojos avisores de (di)simular hasta el más mínimo detalle; como si
la semilla diseminada por su muerte en los tan idénticos fragmentos
memoriosos de moneda se empeñara en proliferar y emprender lo-
cas escapadas de gastos exuberantes, no sólo en el reino de la copia
a través de la posesión espiritual sino también en la copia que llevan
a cabo las fábricas artesanales del inframundo con sus ritos de secre-
tos y de exactitud, preludios de la entrada a los circuitos legales del
intercambio.
Así que compete al Estado del todo asumir la dirección de esto
y designar cuánto debe imprimirse y cuánto debe circular y de qué
forma, color y tamaño y qué ilustraciones debe llevar. Mientras lo
interrogan, todo esto lo intuye el hombre desfigurador gracias a su
conciencia de la magia del dinero, intuye que hay algo en juego de-
trás de esta ilustración oficial que circula de mano en mano como las
almas de los muertos esparcidas por todo el país y que pasan a través
de cuerpos impuros de los vivos en oleadas de miedo y de deseo. El
hombre interrumpe el circuito por un momento y pone el retrato del
Libertador a trabajar.
Este hombre está en todas partes.
“Parte detective, parte adivino”, así es como se describió a Paul
Levy de Merrill Lynch en la primera plana de The Wall Street Journal,
el 2 de enero de 1987, después de su decimoquinto viaje hasta aquí
desde Nueva York para confirmar la salud del Libertador. El artículo
del Journal desató una tormenta de protestas aquí porque los eco-
nomistas que recopilan datos, especialmente los de organizaciones
como Merrill Lynch, no se supone que sean detectives (que investi-
gan crímenes oscuros) y definitivamente no deben ser adivinos (que
166 LA CORTE DEL LIBERTADOR

emplean la magia para aseverar lo oculto), aunque eso es precisa-


mente lo que los caprichos de la economía y los secretos de Estado
extrajeron de la conducta —por lo demás poco interesante— del
señor Levy en tanto que economista trabajando para los súper ricos
del mundo.
Y es que por acá el Journal pega muy duro y la gente está ya sensible
al más mínimo indicio de ridículo en lo que se refiere a asuntos de
soberanía, como los que tienen que ver con quién tiene permiso para
hablar de asuntos tan delicados como “la economía”. De hecho, su
misma indignación frente a la noción de adivinación en la cuestión
de la moneda es una prueba de la santidad que confieren a la nación
y a su dinero.
Y este hombre está en todas partes.
Lo que debe llamar nuestra atención es: primero, los hilos miste-
riosos que combinan lo secreto con lo sagrado y, segundo, el hecho
de que la entidad que con gusto nosotros unificamos como el Esta-
do parece mantener cierta información en secreto. Tal información
incluye no sólo las meras políticas (como, por ejemplo, si se dicta
una devaluación o no y en qué medida) sino también datos aparen-
temente duros y consolidados como la producción petrolera. Datos
como éstos equivalen a secretos de Estado y no deben ser revelados o,
si lo son, lo más probable es que sean falsos para tener cierto efecto
en el mercado. Luego, están otros secretos como el problema de las
compañías multinacionales con sus mil y una maneras diferentes de
definir y esconder sus números bajo el velo de los Estados-Nación,
como si se tratase de fichas de aquel juego de “¿dónde está la bolita?”,
ya no digamos de los despreocupados supuestos sobre la producción
y el consumo del sector campesino, así como, por supuesto, las des-
cabelladas especulaciones sobre el llamado “sector de servicios” que
representa nada menos que ¡el cuarenta por ciento del pnb!, y esto es
sólo el comienzo…
En otras palabras, la base para la contabilidad nacional (modela-
da, por supuesto, según sistemas diseñados en París y luego importa-
dos acá), incluyendo los índices fundamentales, como el pnb, es una
completa falsificación.
Pero incluso llamar a algo “una completa falsificación” parece in-
fundir cierto falso sentido de seguridad y, por lo tanto, subestima ro-
tundamente el grado colosal de incertidumbre, engaño, artimaña e
ignorancia que mantiene a flote empresas tan pantagruélicas como la
nave del Estado.
DINERO Y POSESIÓN ESPIRITUAL EN KARL MARX 167

No se trata solamente de que estos indicadores económicos pri-


mordiales se basan, por una parte, en una secuencia de adivinanzas
—inspiradas algunas, otras no tanto— y, por otra parte, en mentiras
intencionales; más importante que esto es el hecho, enormemente
revelador, de que, tan sólo porque llevan el imprimatur del Estado mo-
derno, estas cifras adquieren en la práctica un estatus de veracidad
devastadora que, bajo ninguna circunstancia, merecerían y que, en
este sentido, es mucho más importante que la confidencialidad o el
engaño intencional, puesto que estos últimos al menos ofrecen una
suerte de indicio de esa acostumbrada fantasía según la cual hay un
orden motivado y tranquilizador real detrás del cual, seguramente,
conspira alguna persona o cosa. Mucho más importante que esto es
la genuinamente sagrada confidencialidad que se adquiere ya sea a
través de la negación de lo confidencial o, más potente todavía, a
través de la afirmación de que sí hay confidencialidad cuando, en
la realidad, el verdadero secreto es que no hay ningún secreto. Con
esta última estocada maestra, el teatro de la interioridad escondida se
pone en juego y el Estado del todo asegura su estatus sublime.
Todo esto lo intuye naturalmente el desfigurador cuando se le in-
terroga…
La tarea del señor Levy, según The Wall Street Journal, consistió en
analizar tendencias políticas “en naciones en las que [a diferencia
de los Estados Unidos, por supuesto] la política se juega sobre todo
en la oscuridad, afectando el crecimiento económico de modos que
sólo pueden conjeturarse”. Ahora ya sabemos bien desde el abyecto
reino de quién se proyectan estas sombras: ese traicionero y poderoso
reino de ella, de la reina, al cual el detective-adivino ingresa, más bien
como antropólogo-adivino. En una típica visita de tres días a la capital
de esta tierra soleada, se la pasa muy ocupado entrevistando a in-
formantes: gente que administra agencias de intercambio de divisas,
edita revistas de economía, dirige bancos, etc. … el señor Levy tiene
presentimientos de sus presentimientos: ésa es la clave.
El señor Prunhuber, por ejemplo, que dirige un pequeño boletín y
que migró a este país desde Nueva York en 1921 le suelta “una conje-
tura interesante”: que el país ya agotó, él piensa, todas sus reservas de
su propia moneda, es decir, del Libertador, y si eso es cierto, el señor
Levy piensa, entonces el gobierno tendrá que imprimir más dinero
para financiar su presupuesto y eso seguramente agudizará la infla-
ción. El señor Levy toma notas en su cuadernillo: en un almuerzo
muy caro con un empresario agrícola muy importante, el señor Levy
168 LA CORTE DEL LIBERTADOR

oye que el gobierno no va a la par con la comunidad empresarial y su


interlocutor ya está preguntando a parientes y amigos en otros países
que cómo se las arreglan con la inflación. El señor Levy concluye
entonces que el sector privado se halla hundido en el pesimismo y
no tiene ánimo ni disposición y eso podría ser un grave impedimen-
to para el crecimiento económico: el ánimo, finalmente, lo determi-
na todo. Un economista viejo y experimentado del banco central le
cuenta que la fuga de reservas de dólares norteamericanos es mayor
de lo que se sospecha y que algunos de estos dólares se han ido para
consolidar al Libertador en los mercados de divisas extranjeras. El
señor Levy se queda atónito: la situación es mucho peor de lo que
él creía. El Libertador será aún más débil sin la intervención del ban-
co central. Entonces emite su conclusión: “La política es ahora una
variable más importante a considerar: esta gente está viviendo en un
paraíso de necios”.
Todo esto lo intuye naturalmente el desfigurador cuando se le in-
terroga.
Y este hombre está en todas partes.
Y ella también.
14 ARTE A LA DERIVA: ENTRE
EL GENTÍO QUE PASA O EN
OLEADAS POR LA CARRETERA

¿Qué extraña fuerza es esta que vaga, en los espacios públicos, con
la imagen del padre y que busca derechos de tránsito a través de la
memoria, una memoria luminosa gracias a la presencia de su consor-
te sombría, la reina de los espíritus, que sonríe enigmática desde su
montaña con los espíritus de los muertos? ¿Qué extraña fuerza es esta
que hace del espacio público una infinitud de réplicas de su montaña
encantada y elige puntos estratégicos para que la firma del Liberta-
dor marque la consumación de señales sagradas?

el que abandona todo por ser útil a su patria,


no pierde nada y gana cuanto le consagra

¿Cuál es el estatus de este graffiti estatal que se cierne entre lo ab-


surdo y lo espantoso, pero se aproxima a la santidad? Nótese su pro-
pagación por todo lo ancho y lo largo del Estado-Nación, como en
un minúsculo asentamiento de apenas tres o cuatro cabañas. Nótese
también el aura típica de la presencia estatal, los signos de la para-
noia: esos signos del miedo que te provocan miedo. A lo largo de las
paredes de la estación de policía hay costales de arena en los que se
recargan, holgazaneando, tres policías con sus negras pistolas, no me-
nos conspicuas que su metralla. Resguardan uno de esos retenes que
se pueden hallar por doquier en este democrático Otro Lugar donde
la gasolina es más barata que el polvo y abundan los coches. Sale el
petróleo, entran pistolas, munición, videos y autos.
Un día Mission se detuvo en uno de estos retenes; dos hombres
uniformados y otro vestido de civil estaban sentados, en su pequeño
templo, “viendo” el tráfico. El que estaba vestido de civil era pequeño

[169]
170 LA CORTE DEL LIBERTADOR

y sostenía en la entrepierna una pistola plateada que apuntaba hacia


el tráfico pero que se escondía bajo el alféizar de la ventana. ¿Qué
imaginaba que iba a ocurrir?

¿no son éstas las barreras,


los altares y las mágicas puertas
de entrada del Estado mismo?

Mientras pasas en tu auto, a paso de tortuga, comprimiéndote


como un resorte, aguardando sólo a que el policía, con el arma lista,
te haga el gesto de que puedes continuar, ¿no se parece tu estudiadísi-
ma despreocupación, tu estudiada indiferencia a esos rostros zombis
de los que caen bajo trance, acostados con brazos y piernas separados
frente a un portal en la montaña de la reina de los espíritus? ¿Durante
ese breve momento de tensión, que parece durar infinitamente, no
estás realmente poseído por un espíritu: el espíritu del Estado? En
tales momentos, habrás de recordar que:

un paso imprudente puede sepultarnos para siempre

Si recordamos que el primer ejemplo que da Arnold Van Gennep


de los ritos de paso es el cruce de las fronteras territoriales, como si
este paso espacial fuera el ritual elemental, o sea, el ritual en su forma
más primitiva, valdría la pena reflexionar con mayor detalle en la ca-
pacidad para generar misterio y en la cualidad teatral de los rituales
estatales cotidianos; no sólo en aquellos espectáculos espléndidos que
demarcan la centralidad del poder, sino en los pequeños y cotidianos
ritos de paso… como el que se siente al pasar esos retenes policiales
que son tan abundantes. Por supuesto que este rite de passage no es
tanto un traslado de un estatus social a otro, de la juventud a la edad
adulta, por ejemplo, sino una transición purificadora a partir de un
estatus potencial de criminalidad, y cuya purificación sólo dura hasta
que llegas al siguiente retén, donde recomienza el proceso de purifi-
cación (o, al menos, así lo esperamos).
La lógica es perfectamente reversible porque estos retenes pueden
ser interpretados no como purificadores sino como contaminantes, en
tanto que declaran a todos los que pasaron por ahí como sospecho-
sos y sucios. Recordemos al individuo “vestido de civil” sentado con su
pistola plateada, escondida, pero apuntando hacia el tráfico… pasar
frente a este individuo no implica necesariamente quedar purificado o
ARTE A LA DERIVA 171

redimido de esa extraña culpa que ser integrante del Estado moderno
parece implicar, de hecho, lo más probable es que uno se sienta afor-
tunado de haber aguantado con éxito el acoso de esta perturbadora
irracionalidad y, por lo menos en esta ocasión, haber sido bendecido
por el pequeño milagro de cruzar indemne. Bueno, hasta el siguiente
retén…
Hablar de lo milagroso en este mundo absolutamente secular, en
este mundo de fortines de concreto, sacos de arena, lentes oscuros y
chalecos antibalas, equivale meramente a plantear, de nueva cuenta, el
misterio de la presencia de Dios en la modernidad; el misterio, en otras
palabras, de la naturaleza problemática de Su muerte y, por lo tanto,
la posibilidad terrible de que en la modernidad Dios no ha dejado de
existir pero, a la vez, ya no está presente como Dios, sino que existe
como un Dios Muerto que, por lo tanto, está equipado con poderes
que rebasan con mucho los del Dios Vivo, puesto que, como todos los
muertos, tiene entre sus bendiciones, la capacidad para poseer a los
vivos, especialmente mediante la teatralidad que se da en lo cotidiano
del Estado.
Ocurre a veces que estas producciones cotidianas, por más rutinarias
que sean, estallan y alcanzan la escala de lo espectacular, sólo para man-
tener la explosiva promesa de Su presencia mortal que, de otro modo,
está contenida en detalles diminutos, en la promesa que subyace dor-
mida detrás del contrato que la estatua suscribe con la cara del gentío
en la plaza pública. Como nos demuestra Bataille en su ensayo sobre
aquella inmensa aguja de piedra, el obelisco, llevado del antiguo Egip-
to a la Francia moderna para proporcionar cierto cuerpo a la imagen
imperial del Estado, esta promesa de una presencia mortal, que no es
menos poderosa que la de un sol remplazado, es una fuerza que emana
de lo concreto de las imágenes “que una suerte de sueño lúcido pide
prestado al reino de la muchedumbre” (y no olvidemos aquí el más
concreto de todos los símbolos de la modernidad: el contreto mismo).
A veces una presencia que se esconde en las sombras de estos sue-
ños prestados del reino de la muchedumbre sale a la superficie, otras
veces las figuras que rutinariamente ignoramos repentinamente desta-
can. Esto debe recordarnos el punto esencial de aquel comentario de
Robert Musil (de hace ya muchas décadas) sobre la invisibilidad y la
media vida de los monumentos, que viven sin ser vistos por el gentío
que pasa.
Ahora bien, tenemos que subrayar más ese “pasar”, la naturaleza
atomizada pero fluida de este gentío, pues representa todo un nuevo
172 LA CORTE DEL LIBERTADOR

conjunto de circunstancias para presenciar el poder de los muertos


y la figuración de este poder como un ente estatal. Para ser un pen-
sador que en alguna ocasión eligiera el exceso de velocidad deliran-
te de los automóviles como una evocación del gasto como sensación
y como filosofía, llama la atención que Bataille prefiriera dirigir su
atención a un centro —y, por lo tanto, a una tensión de periferia
central—: la plaza pública, su obelisco y su gentío, en vez de conside-
rar la calle y la carretera que desdibuja la territorialidad mientras la
atraviesa el automóvil (que está registrado en los archivos del Estado
y es conducido bajo la licencia del Estado).
Y es que no podemos ignorar el hecho de que este movimiento de
la plaza pública a la carretera es un movimiento del cuerpo y de la
mente tan diferente como es diferente su imagen y que la magia del
Estado se percibe con igual intensidad en este conjunto de monu-
mentos que desterritorializa que en la erección del monumento que
territorializa y “que una suerte de sueño lúcido pidió prestado al rei-
no de la muchedumbre”. Ahora bien, la naturaleza del obsequio que
el sueño lúcido, en ambos casos, pide prestado a la muchedumbre no
admite comparaciones, de manera que efectúa una transferencia de
movimiento entre ambos (entre la estática y la dispersión no menos
que entre la estatua y la muchedumbre) en ese punto indefinible en
el que uno de ellos se convierte en el otro, quizás, por ejemplo, en la
Tumba del Soldado Desconocido. Pues aunque Él se halla sentado,
con la espalda tiesa como muerto, y viene a la vida a caballo sobre ese
granito corrugado que es la montaña de los muertos que cayeron en
las batallas de las guerras anticoloniales (y las guerras dentro de esas
guerras), tenemos otro tipo de velocidad, completamente diferente,
que se agita en la base de esa montaña de cuerpos y que irrumpe y
fluye como un gran río de la muerte, a través del Arco del Triunfo y
de la Tumba del Soldado Desconocido, y que luego se extiende como
una llanura de concreto blanco en su derecha monotonía de calor
resplandeciente sobre el campo de batalla en el que se decidió el des-
tino de las naciones para luego convertirse en el sistema de carreteras
que se extiende a través de todas ellas.
Aquí en la carretera existe un espacio aún más prominente para el
monumento, tanto por lo que toca a su invisibilidad rutinaria como
por sus repentinos destellos de descarga sagrada —especialmente
cuando se le amenaza con el más amado y a la vez más temido de
los actos: la desfiguración—. Pues si la desfiguración es lo que trae
a la superficie la cualidad sagrada de las cosas estatales, si ésta es la
ARTE A LA DERIVA 173

fuerza que se requiere para exteriorizar lo sagrado interior, entonces


también debemos estar conscientes de la amplia gama de actividades
estatales cuya razón principal de existir se basa precisamente en su
capacidad para atraer y prevenir tal desfiguración y así mantener, a
través de una suerte de sagrada masturbación, la base cuasi religiosa
del Estado moderno.

Marzo de 1988: Previo al trabajo de campo. Llegada. Son las 6:00 de la


mañana, cansado, rodeado de hombres que hablan de dinero y de
cómo ganar más, luego un silencio, se forman colas para pasar por
migración (nótese el uso de la frase, casi familiar, casi animista: “por
migración”, como si fuera algo provisto de mente, etc.). Los hombres
ponen todos la Cara, es decir sus rostros asumen una Figura particular
y acarrean a sus familias, como ovejas que podrían salirse del corral,
con los pasaportes bien aferrados en la mano, como si se tratara de ta-
lismanes cargados de magia en virtud de su capacidad de transmisión
de la espermática economía del Estado. El Oficial de Migración orde-
na bruscamente a Mission que se ponga a un lado, declarando, sin ex-
presión visible, que necesita una visa. Mission indica que nunca la ha
necesitado; otros “extranjeros” se le unen, cercados por esta tierra de
nadie que existe entre los Estados-Nación (y que, de hecho, los cons-
tituye) en donde viven los que no requieren visa (si se puede llamar
vida, ustedes que, trasquilados de toda esperanza de identidad, han
tenido que ingresar por aquí). No hay modo de saber qué ocurre; los
ríos de cuerpos cruzan la puerta de entrada arrastrando los pies, agra-
decidos por el sello que acaban de recibir. El ambiente se puebla de
ruidos sordos y golpes: esa percusión sin la cual no es posible ningún
174 LA CORTE DEL LIBERTADOR

rito de paso: paf, paf, zas, zas. Es como un saludo ritual de metralla.
La sala está dominada por el sonido de un puño que, provisto de
un sello de goma entintado, golpea los documentos, y por un frotar
y arrastrar de los pies que produce cada individuo mientras sonríe,
agradecido, al individuo sin expresión que estampa los documentos,
y luego cruza en dirección al Otro Lado. Mission apela a alguien que
parece un oficial superior (nótese como se cuela inmediatamente la
terminología). El Superior declara:
—¡Él no necesita visa!
—¡Sí! La necesita —responde otro.
Luego otro, réplica viva del Libertador, con bigote y apretando los
dientes como si fueran la reja de una fortaleza, dicta.
—¡Momento! ¡Mantenga la calma señor!
Hela ahí, la estilística de último recurso de la violencia… “Manten-
ga la calma…” Mission espera “pacientemente” como aquel hombre
del campo que esperó toda su vida frente a la puerta de la ley. Trans-
curren veinte minutos, como dando tumbos por las compuertas de la
zona gris, intermedia… Recuerda:

un paso imprudente puede sepultarnos para siempre

Finalmente, percibe la luz: hábilmente desliza veinte dólares y se


expide su “visa”. Dos hippies alemanes, convencidos de que hallarán
justicia, se rehúsan a ingresar en esa zona intermedia, fría y húmeda
de la corrupción y se quedan en el redil meneando sus largas cabe-
lleras…

Dos días después, en el campo camino a la carretera que conduce a la


montaña mágica, en un Fiat rentado en las afueras de la ciudad de
Valencia. Rachel conduce y, al mediodía, hace un calor infernal; el
resplandor te pica los ojos con sus dedos de hierro. Llegan a un retén
y cruzan un punto de entrada con una luz verde donde deberían
darles un recibo, pero no se lo dan. Rachel se orilla al acotamiento
de la carretera, baja del auto y regresa caminando a la caseta para
pedir el recibo. De un edificio bajo, cercado en un lado por sacos
de arena, emerge un policía. La escena es similar a las imágenes de
Vietnam durante la guerra, sólo que ésta es una democracia en paz
consigo misma y con el mundo exterior. Otro policía, con pistola,
está apoltronado junto a la pared. El primer policía está furioso: algo
atroz está ocurriendo, algo que está más allá de la comprensión de
ARTE A LA DERIVA 175

los simples mortales: se niega a escuchar, exige que Rachel le muestre


su licencia, la toma y se la lleva al otro lado de la carretera, al Edifi-
cio Oficial, el que tiene los sacos de arena, esas verrugas anales de
un Estado asediado por un enemigo invisible. Ellos se quedan en el
coche; cada vez hace más calor, la luz deslumbrante rebana el aire en
tajos de gimiente tejido nervioso. Después de un rato se acerca otro
policía para decirles que están haciendo llamadas para cerciorarse de
la validez de su licencia.
—Estarán llamando a Dios —aventura Mission, en broma.
Es Jueves Santo y todas las dependencias oficiales están cerradas.
Diez minutos después el primer policía regresa a decirles que no
pueden continuar porque la licencia de Rachel no es una licencia
internacional; luego otro policía, que parece su superior, de pelo casi
a rape, chaleco antibalas y lentes oscuros como goggles, se dedica a
reprenderlos como si fueran criminales o niños.
—Sólo pueden conducir aquí con una licencia internacional; es
absolutamente obligatorio. No pueden moverse de aquí. ¿Y por qué
cruzaron la caseta con la luz roja?
—No había ninguna luz roja —aclaran.
—La culpa es del personal de la carretera: debieron cerrar el paso
o dejar a alguien a cargo.
Este hombre no escucha; no puede escuchar porque proviene de
un lugar lejano donde la luz es mucho más deslumbrante que aquí,
el lugar de la gente especial, consumida por la impaciencia, la gen-
te que sella talismanes, la gente que, manteniéndose en las alturas,
chorrean victoria y esperan el momento en que el caballo del Liber-
tador habrá de estampar sus cascos sobre la tierra, esperan a que los
alemanes dejen de menear sus largas cabelleras y presten atención a
los asuntos del Estado. El oficial continúa su interrogatorio en bus-
ca de secretos de Estado, como destripando el mundo para sacar la
verdad, con una bayoneta que destella al sol, reprimiéndolos por su
pronunciación del español. Se aleja y les ordena que esperen ahí. Sin
embargo, ellos pisan el acelerador y salen disparados, invocando, por
su parte, a otro tipo de dioses… ¡sí!, un momento de éxtasis.

Esa noche, cuando van por un camino de terracería en dirección a


la montaña mágica, los detiene la policía. Es Semana Santa y se es-
pera la llegada de multitudes de peregrinos. La policía ha formado
una barrera a la altura del primer altar, el portal del Indio Macho a
la entrada de la refinería; las luces centellean. Son persistentes en
176 LA CORTE DEL LIBERTADOR

sus preguntas pero no muestran hostilidad; se tornan cálidos una vez


que se aborda el tema de la reina de los espíritus, a la que veneran
con respeto; afirmar que su montaña es un monumento nacional.
En Quiballo, allá adelante, afirman, hay una mujer que es poseída
por un vikingo y habla en inglés. La policía les advierte de lo peligro-
so que es estar en la montaña, pero también señalan, por supuesto,
que cuentan con huestes de soldados y policías desplegados por toda
la zona. Aquí tenemos, pues, otra zona de peligro como los retenes
con sus casetas de observación atrincheradas con sacos de arena. Sólo
que aquí los guardias han traducido a la reina de los espíritus como
“monumento nacional” con un gesto que, a la vez, confirma y anula
su importancia. Es curioso tener un “monumento nacional” que tam-
bién es un hervidero de peligros y está rodeado por la policía. ¿Cómo
hubiera interpretado esto el autor de La rama dorada?

Conquistador: carreteras y modernidad; sea verdad o sea mentira, una


de las primeras cosas que oyes de los dictadores y que parece sinó-
nimo de ellos es su entusiasmo por movilizar a la gente, con suma
velocidad… un flujo de personas, cuerpos en huida a lo largo de un
periodo, desde las gloriosas ruinas del Partenón hasta los campos de
Auschwitz. Está, por un lado, el necesario espectáculo del Centro, eso
es muy cierto, pero también está, por otro lado, esta fabulosa contra-
corriente: las magníficas vías de los emperadores romanos a todo lo
ancho de la Europa bárbara, el Autobahn y el carro del pueblo, ese
pequeño Volks-Wagen, y está Mussolini que enriqueció el vocabulario
político del siglo xx al “hacer que los trenes llegaran a tiempo”, el go-
bierno de los EUA que, inspirado por las más grandes obras estatales
de la historia de la humanidad, la Gran Muralla china, emprendió la
construcción de una inmensa red de carreteras interestatales de costa
a costa, en caso de invasión totalitaria, inaugurando, al mismo tiem-
po, la costumbre del Sello Presidencial y el reverso del mismo dólar:

en dios confiamos

¿Y no son acaso estas inmensas versiones de la Autobahn, desde


Long Island hasta Big Sur, los verdaderos monumentos de la mo-
dernidad, el equivalente de las grandes pirámides y los obeliscos del
antiguo Egipto, sólo que mucho más vinculados con el culto a los
muertos, además de contar con su vital elenco de obras de arte in-
teractivas? Al acelerar y andar de ronda por este monumento de lo
ARTE A LA DERIVA 177

moderno, consumiendo kilómetros, hemos de reflexionar por qué la


circulación o el “transporte” (el mismo término que se usa en la mon-
taña mágica para la posesión espiritual) es un asunto tan importante
para la imagen del dirigente.
Sin importar cuánto se inclinan nuestros sentimientos por la li-
bertad de la huida al volar en carretera, cuando aceleraramos “por la
libre”, hemos de admitir que la relación entre tal huida y el Estado,
entre los carros y la policía es particularmente tenaz. En Estados Uni-
dos, cuna de la libertad y la movilidad (que generalmente se equipa-
ran) la licencia de conducir ha funcionado, en la práctica, durante
décadas, como la identificación oficial emitida por el Estado; algo
que, en otras circunstancias, se rechazaría en aquel país porque huele
a dictadura.
El uso del auto como control social se ve quizá mucho más clara-
mente cuando una sociedad está a punto de dar el gran salto adelante
hacia el transporte de camiones y automóviles (como lo estuvo este
soleado Otro Lugar en la década de los cincuenta, cuando se vivía “a
todo tren” gracias a la exportaciones petroleras).
En 1939 había casi 18 000 autos registrados.
Veinte años después, se ensamblaban unos 9 000 autos por año.
Cuatro años después, en 1963, esta cifra se había duplicado y para
1973 se ensamblaban unos 66 000 autos por año (en comparación
con los apenas 21 000 de la vecina república de Costaguana que tiene
el doble de población pero no tiene petróleo).
En 1982 se producían alrededor de 155 000 automóviles al año, ¡y
qué importancia y significación tenían!: Chevies y Fords norteamericanos
sedientos consumidores de gasolina como el gran Conquistador blanco
que arrasa las carreteras del país en una llamarada de brillante poder
macho, enteramente automático. Lo único que faltaba para completar
este paquete era un cuerpo de policía con chalecos antibalas…
La expresión chévere, que en el español de este lugar llegó a signi-
ficar “magnífico” proviene, de hecho, de Chevie. Mission solía escu-
charla en los años setenta, importada en la pobre Costaguana junto
con san José Gregorio de los labios de cortadores de caña que se
habían colado al otro lado de la frontera y habían estado en este Otro
Lugar. Por supuesto que para ellos era algo así como un sueño llegar
a poseer un automóvil, pero al menos tenían la palabra y, así, todo
lo que les rodeaba podía ser bautizado con ella y adquirir un estatus
de esplendor, sometido al escrutinio constante hasta que produjo su
destello completo de esplendor y la palabra mágica hizo erupción
178 LA CORTE DEL LIBERTADOR

proyectándose más allá de su forma vehicular: chévere… la palabra


expandió nuestro universo.

Playa Cayagua: cuando llegaron, ellos eran los únicos en todo el lugar
(con excepción de la familia López) que tenían su propio quiosco en
la arena y han estado aquí por más de treinta y seis años. El primer
día Mission anduvo en trance, perdido entre tanta belleza, calor y
soledad. Comían galletas y jitomates y compraron cerveza helada con
el señor López. Sus dos hijos, de uno y tres años, nunca antes habían
visto el océano. El ocaso traía un fresco remanso después del calor
intenso del día y de la tensión de conducir por esa carretera angosta
que zigzagueaba por la pendiente montañosa. Alguien aseguraba que
la carretera se contruyó como una ruta de escape para el presidente
que había gobernado el país por casi treinta años, desde comienzos
del siglo, y que unía sus haciendas y bases militares con la costa (el
antiguo centro económico de la colonia, gracias a la exportación de
cacao de las plantaciones esclavistas, pero que ahora se hallaba total-
mente aislado excepto por el delgado listón de este camino proclive a
las avalanchas). La luna, suspendida por un instante sobre los acanti-
lados, era una delgada creciente que apenas dejaba adivinar su forma
esférica. Colgaron sus hamacas entre los cocoteros de la arena. Las
estrellas ardían en el cielo.
El primer auto llegó a las 11:00 de la noche. Luego llegaron más,
ocupando el trecho entre la playa y la selva. Encendieron fogatas que
alimentaban con gasolina: tenían que tener fuego… En la mañana
salieron de sus autos norteamericanos achaparrados, Fords y Chevies;
eran hombres barrigones en shorts y mujeres en biquini con paliacates
en el pelo, como las que salían en los comerciales de cerveza de la te-
levisión del quiosco de los López donde transmitían el concurso Miss
Universo frente a una multitud absorta. Algunos autos se atascaron
en la arena. Era sorprendente constatar cómo sus conductores ge-
nuinamente creían que sus autos podían —y debían— llegar a cual-
quier parte que ellos desearan. En la tarde bajaron a la playa algunas
camionetas: Toyotas y Range-Rovers de doble tracción, camionetas
de la clase media alta, con luminarias de ocho faros instaladas en el
techo, primas hermanas de aquellos Ford Broncos de los escuadrones
de la muerte en El Salvador y Colombia; se instalaron directamente
sobre la arena suelta de la playa. Una gran Range Rover roja pasó a
toda velocidad rozando la línea del agua apenas a un metro de donde
estaban jugando los niños. En la tarde los otros coches se fueron y las
ARTE A LA DERIVA 179

Range Rovers empezaron a jugar carreritas, de tres en tres, a todo lo


largo de la playa. El sol, carmesí, se ponía tras los acantilados.
Una camioneta se atascó y luego otra, que intentaba jalarla, tam-
bién se atascó. Luego la primera quedó libre, pero una tercera que
intentaba jalar a la segunda también se atascó. Cayó la noche. Podías
verlos remover la arena con una pala, sus chicas sentadas adentro, en
las camionetas, con los motores que rugían y los faros que proyecta-
ban su luz sobre la playa mientras todos juntos se hundían cada vez
más en esa arena cada vez más suelta. Una y otra vez, alguna de las
camionetas, aún sin atascarse o recién extraída de la arena, pasaba
rugiendo a través de la noche en busca de más amarras y más cable
para jalar, iban hasta el poblado cercano de negros, descendientes de
los esclavos que antiguamente habían trabajado en las plantaciones
de cacao. Cuando pasaban a toda prisa, hallando su ruta por entre los
cocoteros, una estela fosforescente de resplandeciente luz hilvanaba
su camino.
En total eran cinco camionetas. Las que no estaban atascadas for-
maban un arco alrededor de las que habían quedado atascadas. Los
hombres encendían cigarros y se afanaban con la pala, sudando con
sus brillantes trajes de baño, rojos, azules y amarillos, y luego subió
la marea. La playa era ahora un campo de batalla. A todo lo largo
de casi un kilómetro, podían verse los surcos que habían dejado las
camionetas en sus carreras. Luego estaban los grandes hoyos que los
hombres habían cavado para liberar sus autos y los que generaban las
llantas que daban vuelta sin cesar tratando de liberarse: el conjunto
se había convertido en un ritual no premeditado a las fuerzas de la
modernidad y, al contemplar esta mezcla de pánico y belleza, de pe-
ligro y destrucción, con estos motores que rugían y chillaban hasta
lo más profundo de la solitaria noche, era imposible no pensar en la
otra ladera de esta cordillera costera, en la montaña mágica de los
muertos. La arena empezó a hincharse y el agua ascendía centímetro
a centímetro lamiendo esta mágica maquinaria de la transportación
moderna.
Por supuesto que éste era un ritual muy complicado, en tanto que
sólo en parte había sido diseñado conscientemente, y luego fracasó
rotundamente hasta convertirse en algo genuinamente sagrado. Con
esos antiquísimos elementos del juego y la velocidad, incorporando
la televisión, comerciales de cerveza y reinas de la belleza, junto con
las poderosas y complejas emociones que encarnan los autos, estas
personas habían elegido este paraíso como el escenario de su vio-
180 LA CORTE DEL LIBERTADOR

lento acto de desfiguración. Sin embargo, por encima y más allá de


estas motivaciones, apenas vislumbradas pero hondamente sentidas,
había aquí, configurado por los diseñadores de estas camionetas y
compartido por todos ellos, otro nivel de ritual que se llevaba a cabo
en el escenario de la justicia divina. Sin embargo, nadie sabía que,
sin importar cuántas camionetas quedaran atascadas o fueran rescata-
das, siempre llegarían más; nadie sabía que estas máquinas de doble
tracción habrían de transformar afanosamente la naturaleza y permi-
tirían que gente como ésta, la gente de las ocho luminarias, llegara
a lugares donde previamente sólo habían caminado campesinos con
sus burros y donde sólo las olas habían acariciado y lamido lentamen-
te la arena con un ritmo que iba acompasado con la luna. ¿Sería ésta
la razón por la que en este Otro Lugar, más automovilizado que indus-
trializado, con sus ciudades en las que se había vuelto imposible vivir
debido al exceso de autos, se levantó, con esa luna que cuelga de lo
alto de los acantilados sobre el impetuoso mar, la reina de los espíri-
tus, señora de las serpientes y los dragones, cada vez más constreñida
en su cada vez más sagrada selva, en el horizonte de la extremidad
humana, sobre esa franja de carmín que el sol ha dejado tras de sí?

“La Muerte del Monumento”, así lo llamó el inimitable Lewis Mumford,


en su libro de 1938, La cultura de las ciudades, convencido de que
el liviano espíritu de la modernidad era enemigo del monumento.
Mumford percibió una íntima conexión entre la monumentalización
y la posesión espiritual (el monumento es resultado de la obsesión de
los vivos por perpetuarse a sí mismos después de la muerte) y vio en el
monumento un retorno a la adoración de la Casa de los Muertos, es
decir, a las civilizaciones y las ideologías políticas en las que la muerte
era un arma de obediencia segura y convincente. Para él, ahora todo
eso habría de desaparecer (y con justicia). Mumford apelaba al senti-
do de ligereza y al viaje, a la movilidad y al nomadismo, para afirmar
que nuestras ciudades modernas deben ser organismos autorrenova-
bles cuya imagen dominante no ha de ser el cementerio, donde no
debe molestarse a los muertos, sino el campo, el prado y los jardines:
lugares radiantes de vida, planos, sin ningún monumento a la vista,
un lugar donde los muertos se mantienen alejados.
Pero este drama de un modernismo que contrapone al monumen-
to y a la Casa de los Muertos, su ligereza y capacidad de viaje, no
considera debidamente la peculiar afinidad que mantiene unidos a
los opuestos. En realidad, la velocidad y el control parecen tener una
ARTE A LA DERIVA 181

necesidad apremiante de monumentalización y necesitan crear espa-


cios sagrados.
Considérese, por ejemplo, el memorándum de la Galería de Arte
Nacional de diciembre de 1987 en el que se propone la restauración
de la estatua de la reina de los espíritus que se levanta en el centro
mismo del viaducto de la capital. Aquí, la Casa de los Muertos y la
ciudad moderna parecen alentarse mutuamente y, a la vez, confron-
tarse con una oposición mezquina. Poniendo en riesgo sus vidas, los
devotos han toreado autos a través de varios carriles de acelerado trá-
fico, durante décadas, para poner sus ofrendas y sus plegarias entre
el aplauso atronador de los escapes y los relucientes cuerpos de los
autos.
La estatua, que fue construida por Alejandro Colina durante el
gobierno del dictador a inicios de la década de los cincuenta, llama
la atención por ser absolutamente diferente a cualquier otra icono-
grafía de la reina de los espíritus (comúnmente representada como
una recatada Virgen María europea): aquí se la representa comple-
tamente desnuda con tetas inmensas y muslos enormes aferrándose
al lomo de una figura con aspecto de roedor que tiene un hocico
descomunal de forma fálica; es una Danta, una habitante de la selva
amazónica. Justo en la misma época en la que Colina trabajaba en
esta escultura, cabe notar que muchas de las figuras míticas y muchos
iconos favoritos del Estado estaban siendo recreados con un impre-
sionante espíritu de dramatismo y de exageración, súper-kitsch a más
no poder, por Pedro Centeno Vallenilla, a quien, según se cuenta, el
propio dictador había animado a regresar a su tierra natal para pintar
murales en el Capitolio y el cuartel militar central de la ciudad capi-
tal, tras el éxito que había conseguido en la Italia fascista y en Wash-
ington D. C., Centeno, que se inspiraba en el folclor pero tenía un ojo
muy aguzado para el cuerpo desnudo indígena y africano, diseñó las
feroces cabezas de indios de las monedas doradas del cacique que se
acuñaron desde entonces. Precisamente estas cabezas son las mismas
que ahora se yerguen como estatuas y retratos en las tiendas de magia
de toda la nación. Centeno Vallenilla y artistas similares explotaron
con suma destreza la colorida tradición popular en beneficio de las
pasiones de los gobernantes. Lo popular, por su cuenta, luego hizo
suya esta enriquecida forma de autoridad.
Movido por una honda pasión por todas las cosas relacionadas con
lo indígena, Colina había esculpido, ya desde 1933, varios indios gro-
tescos en un ámbito místico en la principal base militar del país al
182 LA CORTE DEL LIBERTADOR

borde del ahora contaminado y estéril lago Valencia; el monumento


había sido comisionado por el entonces presidente, en los últimos
años de su gobierno, el célebre Gómez, cuyas palabras de conme-
moración aparecen en una placa en la que expresa su admiración
profunda por “la raza aborigen”. A pesar de las buenas intenciones de
Colina, es digno de notar que las encomiendas que recibió para pro-
yectos sustanciales de estatuaria “india”, provinieron precisamente de
las dos dictaduras del siglo xx.
El memorándum de la Galería de Arte Nacional en relación con la
necesidad de restaurar la estatua de la reina de los espíritus de Colina
en el centro del viaducto de la capital dice lo siguiente:

Su rareza, originalidad e irremplazable carácter dan a este monumento un


valor que justifica diversas medidas encaminadas a rescatarlo y revalorizarlo
para que su importancia pueda difundirse a través de la cultura de la nación.
Los componentes materiales moldeados por la fuerza espiritual del escultor
para crear este testimonio de nuestra antigüedad, este símbolo ahora ame-
nazado por la ciudad en donde fue erigido como un gesto victorioso, estos
componentes materiales están ahora, minuto a minuto, sucumbiendo ante
las mismas fuerzas que se enfrentan a la humanidad.
El dióxido de azufre y el dióxido de nitrógeno, las partículas de materia
como el carbón, el hollín, el polvo de carbón, el plomo y el monóxido de car-
bono están amenazando la estabilidad de la obra y produciendo la disociación
de sus materiales constituyentes, severamente agravada por la vibración sin
cesar que sufre el pedestal que soporta el peso que sostiene al mito y que aho-
ra tiembla y puede perder parte de su integridad de una manera irreparable
por el incesante y continuo paso a altas velocidades del tráfico de la capital.

Es como si la estatua misma estuviera siendo poseída por el tráfico


y por la modernidad, sacudiéndose y temblando por el peso del mito,
incluso mientras muere.
El propio Colina fue atropellado por un auto en las calles de la
capital en 1972 y quedó inválido hasta su muerte. Murió sin poder
concluir su proyecto de una estatua desnuda del Libertador ofrecien-
do su espada de la justicia a Dios.
Su hija afirmó que era un darwinista y un agnóstico que no creía
en lo absoluto en la reina de los espíritus. Concluyó su primera escul-
tura a los diecinueve años y la tituló “La pena del indio”.
Debido al tráfico nos tomó casi una hora cubrir los cinco kilóme-
tros para llegar al departamento de su hija. Era imposible entrar en su
ARTE A LA DERIVA 183

edificio pues, por razones de seguridad, estaba completamente blo-


queado; el interfono no servía y no había portero. Afortunadamente,
los automóviles entraban y salían por el estacionamiento trasero y se
usaba esta entrada en vez de la entrada principal. Ya no tenía sentido
construir puertas para gente; quizás esta modalidad de entrada pre-
figuraba la sociedad como un todo, una suerte de cochera gigantes-
ca… Una vez en el interior, Mission tuvo que subir por las escaleras
varios pisos porque el elevador no funcionaba. ¿Habría funcionado
alguna vez? Una vez que llegó, sin embargo, era sumamente difícil
escuchar lo que ella decía. A pesar de que los pisos estaban recubier-
tos de azulejo y las ventanas estaban firmemente cerradas, el ruido
del tráfico del exterior era verdaderamente ensordecedor. Mission se
preguntaba cómo podía esta mujer ganarse la vida dando clases de
canto operístico y, dada su opinión de que el país estaba más corrupto
de lo que siquiera se podía uno imaginar, cómo podía mantener su
excelente buen humor.

Las carreteras y lo sagrado: el retén de la policía no es el único altar que


se puede encontrar en la carretera. También está la cruz al lado del
camino que marca una muerte por accidente automovilístico.
Estas cruces se pueden encontrar por doquier en Latinoamérica,
donde los carros constituyen una causa principal de muerte. En Co-
lombia, por ejemplo, tristemente famosa por sus décadas de crueldad
y de violencia, la tercera causa más común de muerte no es el AK47 ni
el machete, sino el asesino vehículo motorizado y la gran mayoría de
las muertes automovilísticas ocurren en las ciudades. Los accidentes
de este tipo no sólo causan más muertes que los infartos o el cáncer,
sino que las víctimas también son superiores a los 5 000 muertos al
año por la guerrilla, la violencia relacionada con el narcotráfico y los
asesinatos paramilitares.
Mientras que estos últimos se consideran actos de violencia polí-
tica, los accidentes de tráfico no. Es decir, de manera curiosa, estas
muertes se consideran “aceptables”. Este hecho es un comentario
hondamente significativo sobre la modernidad.
Recientemente, cuando entrevistaron a una oficial del gobierno
colombiano, Zaida Barrero de Noguera, sobre las muertes relacio-
nadas con automóviles, afirmó que: “las calles de Colombia se han
convertido en escenas de guerra”; pudo ilustrar con eficacia su punto
durante la entrevista precisamente por esta inesperada conexión en-
tre automóvil y guerra. Al no ser consideradas tan “naturales” como
184 LA CORTE DEL LIBERTADOR

las muertes por infarto o cáncer, pero al no ser tampoco de natura-


leza sociopolítica, estas muertes y las discapacidades derivadas de los
accidentes automovilísticos ocupa un lugar especial entre natura y
cultura, una tierra de nadie en la que las causas mecánicas y el lado
equivocado de la fortuna se ponen hombro con hombro en un ins-
tante sangriento. El accidente automovilístico —tanto en su variedad
del primer mundo como en la del tercer mundo— es el equivalente
moderno del “milagro que salió mal”, el momento en el que “todo
hubiera sido tan diferente, si acaso…”, el momento en el que la cau-
salidad se pesa en la balanza y deja mucho que desear, el momento en
que el azar se transforma en destino.
Algunos dicen que estas cruces se ponen en el lugar del accidente
como remembranza, pero a esto se puede responder que no se ponen
cruces en los lugares donde alguien muere de enfermedad o vejez.
Otros afirman que la cruz está ahí para aplacar al espíritu agraviado
que, de otro modo, atormentaría a los vivos y que esto también debe
hacerse con los espíritus de los ahorcados y los suicidas; pero enton-
ces ¿por qué se pone la cruz precisamente en el lugar del accidente?,
¿por qué no se pone sólo sobre sus restos en el cementerio y se acabó?
¡No! La cruz siempre se pone tanto en el lugar preciso donde ocu-
rrió el accidente, el “choque”, como en el cementerio. Aquí la lengua
establece una interesante conexión pues choque se usa tanto para “ac-
cidente automovilístico” como para traducir el inglés shock, es decir,
“conmoción” y cada vez que se habla de choque se combinan ambos
sentidos.
ARTE A LA DERIVA 185

En su célebre ensayo sobre la representación de la muerte, escrito a


principios del siglo xx, el etnólogo francés Robert Hertz concluía con
la observación de que había ciertas muertes que ninguna cantidad de
rituales podía apaciguar y que la muerte violenta era una de ellas.
Lo que vemos aquí con la colocación de la cruz en la escena del
choque es un exceso de esfuerzo ritual muy por arriba de lo normal
que, sin embargo, no garantiza poder contener el flujo del “momento
sangriento”.
En otras palabras, la cruz al lado del camino surge obligadamente
como una imagen consecutiva que mana poder sagrado, poder que,
a su vez, puede aumentar toda vez que se lleve a cabo un esfuerzo
ritual mayor.
Era una calurosa tarde de agosto, el sol declinaba en el cielo por la
carretera que serpentea entre los dos pueblos más cercanos a la mon-
taña mágica. Dos camiones estaban estacionados en el acotamiento;
sus jóvenes conductores mostraban esa compactada postura de semi-
trance y daban grandes bocanadas a sus tabacos frente a un hermoso
altar que consistía en tres capillas como de casa de muñecas con sus
puntiagudos techos de dos aguas, una pegada a la otra, de unos dos
metros de alto.
—¿Por qué se levantó este altar? —preguntó Mission.
—Un camionero murió quemado, entre las llamas, después de un
choque en esta misma curva —contestaron.
Se levantó la cruz y luego otro camionero vino aquí a pedirle al
espíritu que le otorgara un favor y el espíritu concedió el favor. ¡El
espíritu escuchó! ¡El espíritu le prestó atención!
A partir de entonces se desarrolló un culto y la gente fue constru-
yendo un altar más y más elaborado; en esta casita, con sus velas en-
cendidas, se encuentra el Indio Guaicaipuro, a la izquierda; la reina
de los espíritus en su santuario, a la derecha, y el venerable doctor
José Gregorio Hernández en el centro.
Los camioneros, que llevan y traen productos por esta tierra solea-
da (sale petróleo, entran autos, municiones y videos…), son la fuer-
za primordial que teje la circulación de mercancías y la mantiene
en una red mágica de muerte: altares incrustados en el arrebol de
la muerte que emana de los sacrificios que, en los choques, con sus
propios cuerpos, ellos hacen para la economía nacional. Piensa en
el carnet (el término común para las identificaciones expedida por
el gobierno) de un camionero, Domingo Antonio Sánchez, que se
puede adquirir en las tiendas de magia. La cara cambia de carnet en
186 LA CORTE DEL LIBERTADOR

carnet… en unos es idéntico a un policía. En vida fue un solo indivi-


duo pero su alma mágica, según se la representa con imágenes de su
rostro cuando estuvo vivo, es extrañamente múltiple y está marcada
con la fuerza espiritual del anonimato, como ha ocurrido también
con la Virgen o con Jesús, ya no digamos con los indios y negros y el
Libertador mismo que han ingresado a aquella masa de los muertos
de la que hablaba Canetti. Al reverso de la imagen del rostro se puede
leer la siguiente oración:

ORACIÓN AL HERMANO DOMINGO ANTONIO SÁNCHEZ

¡Ay, ánima bendita de domingo antonio sánchez!, tú que recorrías las


carreteras del país, las conocías como la palma de tu mano conduciendo tu
transporte para ganarte el sustento de tu familia.
  Fuiste chofer ejemplar y de buen corazón con tus compañeros del volan-
te y de los demás conductores.
  Perdiste la vida un día en la carretera Carora-Puente Torres. Tus com-
pañeros del volante te construyeron una capilla para poder encontrarse
contigo y prenderte una veladora.
  Tú, estando moribundo, dijiste estas palabras:  “Todo conductor que ten-
ga fe en mí yo lo cuidaré en todo, y más aún en caso de accidente”.
  El que lea esta oración y la lleve consigo siempre estará protegido por mí.
  Dios te cuide, conductor. Se reza un Padre Nuestro y un Ave María.

El impacto mágico del Estado de conmoción o shock deriva de


algo más que ser la causa, en tanto que choque, de una muerte violen-
ta que se propaga al más allá, a un lugar donde no obtiene ningún
descanso; con su movimiento de voltereta entre la remembranza
y la amnesia, su recargada estática de anticipación y reflexión, el
estado de conmoción también resume, como proceso y efecto, lo
que se pone en juego en el viaje de la magia a través del tiempo. Así,
por lo que toca al cuerpo humano, la magia de la conmoción no es
menos una exploración del tiempo que un tipo de historiografía y,
para el caso, un tipo muy importante. Marcel Mauss captó algo de
esto cuando sugirió que la magia no sólo es una reacción frente a
la conmoción sino su propio componente también, que cuando la
cotidianidad se ve bruscamente alterada, se activa este estado de
ARTE A LA DERIVA 187

conmoción y —según lo describió— “la sociedad vacila, inquiere,


aguarda”.
La vacilación, con su tensión y su esperanza, con su capacidad para
encender la imaginación por esa concatenación de azar y tragedia
ocasionada por el impacto físico violento es, muy adecuadamente,
el signo mismo de la modernidad, como nos lo recuerda Wolfgang
Schivelbusch cuando interpreta la nueva fisiología humana del ritmo
de shock (a partir del viaje por tren en la Europa del siglo xix) como
un hecho y, a la vez, una metáfora de lo moderno. En sus “Tesis sobre
filosofía de la historia”, escritas en París en la víspera de la segunda
guerra mundial y poco antes de que su desesperación ante la idea de
ser capturado por la Gestapo lo condujera al suicidio en Port Bou,
Walter Benjamin argüía de la siguiente manera sobre lo que conside-
raba un perfil especialmente importante de la conmoción física en
el ámbito del pensamiento moderno y la filosofía de la historia: “Del
pensar no sólo forma parte el movimiento de los pensamientos sino
también su detención. Cuando el pensar se para de repente en una
constelación saturada de tensiones, entonces le produce a ésta un
choque por el que se cristaliza como mónada”.
El intérprete, como “materialista histórico” —continúa en su argu-
mento—, aborda un objeto histórico única y exclusivamente cuando
éste se le presenta como mónada.
¿Y qué es una mónada?
Una mónada es una unidad absoluta en la que la divinidad y la
imposibilidad de tal unidad se combinan. Es el momento de muerte-
188 LA CORTE DEL LIBERTADOR

quietud, caracterizado por tal sosiego y tal calma que prefigura, a


la vez que oculta, la terrible energía de su interior, una unidad don-
de no puede haber ninguna y que explota con la promesa de la re-
dención.
¿Y cómo es que uno encuentra una mónada así o, para el caso,
cómo es que uno la reconoce cuando se le presenta?
¿Acaso no es verdad que la mónada asume la imagen de lo estático-
explosivo que el surrealismo popularizó con su contrafuerte de disi-
militudes sobre un campo de fuerza de choque y acaso, no es la cruz
al lado de la carretera (igual que la locomotora abandonada en el
bosque) un ejemplo crudo pero esencial de esta imagen? ¿Y acaso no
es verdad, además, que todo el punto del monadismo es su relación
con las formas-tiempo, es decir, su capacidad para coagular y licuar
cristales de tiempo en relación con la historia real, teniendo en mente
aquella observación triangulada de Hegel de que la historia es tanto la
forma en que la contamos como los hechos reales, y que en esta pecu-
liar duplicidad la historia sólo alcanza una existencia con la existencia
del Estado mismo en el que, finalmente, la razón ha desplazado a Dios
como el mecanismo que articula lo particular con lo general?
Sin embargo, el punto es precisamente que esa articulación nunca
puede alcanzarse, no importa cuánto se saquee el tesoro de los espíri-
ARTE A LA DERIVA 189

tus de los muertos. El monadismo ronda en otras leyes de la historia,


muy diferentes, en las que el sentido se funda en la espera, como
un impulso carnal y nervioso, previo al gran salto a lo desconocido
donde “ni siquiera los muertos estarán a salvo”. La modernidad ha
creado todo un cementerio de fallidos intentos con fragmentos de
razón a medio pulir que están a la deriva entre basureros de arrebatos
emocionales desechados.
Al contemplar este poder autoabsorbente forjado con ensamblajes
de violencia y muerte, el grado en el que la mística de la violencia
original de la conquista y de las guerras anticoloniales se ha fundido
en la iconografía popular con la violencia de lo moderno es franca-
mente sobrecogedor. Y es que, junto con los héroes promovidos por
el Estado, como el Libertador en su caballo blanco, y junto con la
enigmática reina de los espíritus, que se cierne allá en lo alto, como
la luna que se levanta sobre el mar carmesí, señora de las serpientes y
de los dragones, ¿quién podría olvidar al santo más venerado en esta
tierra, el venerado doctor José Gregorio Hernández, atropellado por
un carro al cruzar una calle de la capital en 1919?
 15     LA FE EN EL MÁRMOL

Lustroso y terso.
Impenetrable.
Tan pesado que los barcos crujen y se tambalean.
Y muy caro.
Hablamos del Mármol, un ser imponente ya nomás por su ánimo
franco y directo, moteado de una tortuosa historia: venas que sobre-
salen y se agotan en sinuoso frenesí, tales que, en un día de quietud,
con la oreja pegada a su fría superficie, podría aún revelarte los ru-
gidos de la tierra, su insolente compresión que todo lo retuerce. Sin
embargo, contémplalo ahora en su serenidad: excavado y cincelado,
fresco a la vista y fresco al tacto, liberado de la tierra ardiente y, como
el bronce, ideal para las estatuas.
Un comentario de 1942 reza: “En las plazas hay bustos y estatuas
que lo representan. En los días de agitación, en los días de alarma, en
los días de las grandes resoluciones, en los días de júbilo, la muche-
dumbre se reúne alrededor de su efigie: imagen del padre, rodeado
de amor y la confianza de su descendencia. La mera contemplación
de su estatua parece elevar el espíritu y dignificar el pensamiento de
los hombres”.
El escultor puede adivinar la forma que se esconde bajo el már-
mol; el escultor también crea el molde, a partir de una idea, y en
ella se vierte el bronce fundido. El esfuerzo se queda ahí adentro y
en todo momento se afana por irrumpir a la superficie, como si la
sustancia sustancial acentuara la antítesis de la sublime trascendencia
de una idea a la que la sustancia misma confiere límite y figura. Una
estatua es un sitio para la meditación filosófica, un sitio donde fuerza
e imagen pueden encajar.
La posesión espiritual comparte estas propiedades de la estatua.
La posesión espiritual encarna idea e ideales también, los encajona

[190]
LA FE EN EL MÁRMOL 191

en una gesticulante caja humana, la caja de cuerpo. Todavía más ví-


vido resulta el uso de la palabra materia para referirse al ser humano
como sustancia, como aquello que después de muchas purificaciones
queda lista para recibir y, por lo tanto, materializar espíritus.
La semejanza con la estatua se vuelve evidente en la velación, cuan-
do el cuerpo humano yace con brazos y piernas abiertas en su halo de
llamas frente a un altar, en una quietud máxima, en una quietud inso-
portable; este cuerpo inerte se está reconfigurando a sí mismo como
pureza y se definirá como materia pura para, un día, ser habitado por
un espíritu, sólo que aquí (a diferencia de la estatua) el cuerpo yace
horizontal, extendido sobre la superficie de la tierra. Sólo una vez
que ha sido animada e impulsada a la vida por el espíritu, la figura se
levanta. Ahora bien, en su prolongada inmovilidad, extendido sobre
el suelo, el cuerpo ingresa, por así decirlo, en un trance de muerte. Se
convierte en un símil de cadáver que es algo más y algo menos que la
muerte, pues el cuerpo no es más que el inicio, la materialización de
la muerte que, con los ritos funerarios y la desaparición de la carne,
se vacía pero, a la vez, está lleno de poder, repleto de la inmateriali-
dad, repleto de memoria, de imagen y de espíritu.
El cadáver es un sitio poderoso para la abyección y el tabú, un poder
sagrado, mórbido y ambivalente que se inclina, como la misma reina
de los espíritus, hacia el mal, precursor de un reflujo, quizá del reflujo
de un poder benéfico, pero ciertamente recargado, como un manan-
192 LA CORTE DEL LIBERTADOR

tial que ha sido comprimido con la absoluta quietud de esta actuación


como cadáver y que derriba inmensos ritmos de quietud y descompo-
sición y los transforma en una proporción escenificada de tiempo pro-
yectado bajo los árboles que lloran: la quietud marca el tiempo de la
nada en el que nada cambia ni cambiará. Éste es el primer tiempo.
El segundo tiempo, que se interseca con éste, es el tiempo del em-
bellecimiento del cuerpo recostado sobre la filigrana de talco frente
a los vivos colores y figuras del altar. Alrededor de éste arde el halo,
rayos divinos de luz que proviene de las velas implantadas, verticales
y derechas, en la tierra alrededor del cuerpo.
Esta materialización-espiritualización que ocurre al mismo y preci-
so momento es un paralelo del paso del bloque de mármol a la figura
que vemos en la estatua. Debido a esta trascendencia, la gente no ha-
bla de posesión sino de transportación espiritual y con este claro sentido
de huida, de vuelo, podemos discernir otro factor de la corporeiza-
ción del ser majestuoso, no la dura impenetrabilidad del mármol sino
la móvil fluidez de la masa, del pueblo en el interior del mármol  so-
lemne. La posesión espiritual, así, echa mano tanto de los aspectos
transformativos e imaginativos de la representación estatal como de la
dureza del mármol y del bronce, aprovechando, pues, a los muertos
en combinación con el cuerpo humano vivo para escenificar la ducti-
bilidad tanto como la literalización.
En los primeros años de la Unión Soviética, como un gesto poderoso
para la iconografía estatal de un pueblo, Lenin prefirió las estatuas im-
LA FE EN EL MÁRMOL 193

permanentes, fabricadas con mate-


riales frágiles o suaves, como el yeso,
en vez del mármol, el bronce o el
granito. En el Otro Lugar, poseídos
por la montaña encantada de la rei-
na de los espíritus, apenas podemos
discernir este mismo desvanecimien-
to en las innumerables tiendas de
magia de cada ciudad y cada pueblo
(hasta los más diminutos poblados),
donde el yeso es el que gobierna el
motín de impulsos figuracionales:
exactamente el mismo tumulto de
formas que ocurren con la posesión
espiritual en la montaña mágica.
Todo este desvanecimiento que
se concentra y se disipa, una y otra
vez, destello y fugacidad, está en armonía con el ser-y-no-ser de la
Reina de los Espíritus —que se ve contrapuesto, naturalmente, por
la solidez y firmeza de Él—. Incluso cuando está moldeado en yeso,
a Él siempre se le pinta de modo que parece de bronce. Por oposi-
ción a esta meditada maquinación de lo real majestuoso, ella es una
presencia temperamental, el médium arremolinado que desafía toda
representación. Claro que hay pinturas y estatuas de ella, pero con
la excepción de aquella imagen perturbadora de la reina como el
centro de las Tres Potencias, todas sus otras representaciones parecen
ser como declaraciones de que a ella no se le puede realmente repre-
sentar; e incluso la aterradora imagen incluida en las Tres Potencias,
podría también pensarse del mismo modo debido precisamente a su
perturbadora naturaleza. Por eso es que ella queda mejor representa-
da no por una obra de arte sino por una montaña, y lo que importa
no es tanto la montaña como silueta, sino la montaña como masa,
como un bloque, como irregularidad en la masa misma.
Ella proporciona, a la vez, inefabilidad y espacio representacional;
con esto me refiero a que existe no tanto como una figura sino como
la posibilidad misma de la figuración. En el caso de Él, por el con-
trario, su tarea es ubicar, fijar, centrar, definir una clara silueta en
el espacio; por destino, Él ha de estar en mármol o en bronce, en
mármol falso o en bronce falso, en cada asentamiento, aldea, pueblo
y ciudad de todo el territorio. Ella es la médium sin-sustancia que es
194 LA CORTE DEL LIBERTADOR

indispensable para toda representación y que la prefigura, mientras


que el Libertador es la forma de la forma. Cuando están juntos se aco-
plan para crear el teatro del espíritu-literalización, y sin embargo el
pueblo, a diferencia de Lenin, prefiere la permanencia y la claridad
que viene con el mármol.
—A él lo quiero de mármol, aunque me cueste más —dijo ella—.
En mármol puedes verlo con más claridad. Yo tengo fe en el mármol.
El Estado también.
Quizá se deba a que entre más dura sea la sustancia, más huidizo es
el espíritu que ella puede albergar. Considérese el monumento estatal
en Carabobo: virtualmente la pieza central de la escenificación estatal
de la posesión espiritual, edificado para conmemorar el evento que
se considera la victoria decisiva de la guerra anticolonial. Este com-
plejo monumental es impresionante, incluso para un Estado-Nación
literalmente repleto de estatuas del Libertador y de otros hombres y
caballos libertadores destacados. A menos de ochenta kilómetros de la
montaña encantada de la reina de los espíritus, se construyó en 1921
por órdenes del más célebre dictador, Juan Vicente Gómez quien, des-
pués de su muerte en 1935, sería llamado El Tirano. En 1930 mandó
construir la ampliación al complejo de Carabobo para conmemorar
el centenario de la muerte del Libertador. Es, por lo tanto, un buen
ejemplo, un ejemplo monumen-
tal, podríamos decir, de cómo la
magia del Estado está saturada de
muerte, doblemente en este caso
si se considera que el mismo Gó-
mez ha pasado a la historia, según
se cuenta ahora, como el mayor
asesino de todos los tiempos, céle-
bre por una crueldad y tiranía que
hiela los huesos (y que ha servido
de contrapunto para que posterio-
res regímenes democráticos desdi-
bujen la suya), un presidente que,
como todos, mantenía, según se
dice, relaciones ilícitas con la reina
de los espíritus.
Abundan las historias, epílogos
a ciertas mitologías, que conectan
con historias todavía más anti-
LA FE EN EL MÁRMOL 195

guas: historias del asesino y de la reina de los espíritus actuando en


el corazón mismo de los secretos de Estado, y, sin embargo, todavía
produce cierta conmoción encontrarse, de vez en cuando, su estatua,
pequeña y desenfadada, en los altares de la montaña. Nada —al pa-
recer— podría esclarecer con mayor eficacia este campo de ilusiones
como la piedad cristiana incrustada en estas manifestaciones de la
cultura popular (sin importar cuánto se parezca a la Virgen María).
Ahora bien, con Gómez como un santo, si no es que un dios, hay muy
poco margen para sentimentalismos baratos y esperanzas pueriles de
que la redención habrá de seguir al sufrimiento, o de que la virtud y
la humildad sean recompensadas.

Carabobo: El Libertador, montado en su caballo allá en lo alto, se yer-


gue sobre una montaña de muertos y mira al arco del triunfo erigido
sobre la tumba del soldado desconocido. Un santuario de muerte en
granito y mármol que pesa onerosamente sobre la llanura extendida
de esta plaza cubierta de concreto blanco. En Masa y poder Canetti
afirma que “cuanto mayor es el montón de muertos entre los que uno
se yergue con vida, cuanto más a menudo se viven tales momentos,
tanto más intensa e ineludible se hace la necesidad de esta supervi-
viencia”.
El concreto y el modernismo: ¡El Mármol ha muerto! ¡Viva el Mármol!
Viva la muerte. No obstante, el poder centralizado es también poder
difuso y horizontal como los cuerpos que acumulan fuerza durante la
velación frente a los altares de su montaña encantada. Y ahora viene
el concreto: el mármol de la democracia y del gobierno y republicano,
el “mármol de los pobres de la modernidad”, que extiende su manto
sobre los campos de batalla bañados en sangre donde el Negro Felipe,
leal hasta el último momento, luchó descalzo. A diferencia del már-
mol, el concreto puede verterse sobre todas las cosas y en cualquier
lugar, imponiendo una asimetría a un mundo cada vez más fluido. Ol-
vídemonos del “marco de referencia del carpintero” como el ejemplo
de contraste con las cabañas de hierba y las estructuras circulares de
los verdaderos primitivos que se hallaban más en su elemento con las
aves y con la salida de la estrella de la mañana; en vez de eso, pense-
mos de forma más moderna y con el “marco concreto de referencia”
que surge de los afloramientos marmóreos de los muertos plantados
en la carnicería de la violencia original. Olvidémonos del suelo. Olvi-
démonos del subsuelo. Todo es una materia de cemento que se des-
parrama por la superficie entera de la tierra en trazados complicados
196 LA CORTE DEL LIBERTADOR

que sujetan el territorio con entramados tiesos y túneles cuya monu-


mentalidad es fácil de usar. ¡Pensemos concretamente! ¡El mármol ha
muerto! ¡Que viva el mármol!

Montaña Mágica: Igual que la montaña mágica, el complejo monumen-


tal estatal de Carabobo deriva su poder del aprovechamiento y domi-
nio de las inquietas almas de los muertos. A pesar de las diferencias,
la montaña encantada está basada en este modelo estatal en la misma
medida en que la montaña es el modelo en el que Carabobo se basa.
Su absoluta inmensidad es una declaración de que aquí, en Ca-
rabobo, la naturaleza está dominada por la visión estricta del “aparato
de estado”. La interminable y estéril superficie de esta naturaleza de
concreto sobre la que caminamos hasta el Arco del Triunfo que se
yergue sobre la Tumba del Soldado Desconocido no admite ningún
desorden, ningún rodeo por caminos que serpentean bordeando
arbustos rebeldes, intrincadas raíces y peñascos desparramados por
aquí y por allá entre múltiples arroyos y portales que atrapan la mi-
rada. Aquí en Carabobo no hay desperdicios anegados ni mariposas
que inesperadamente zigzagueen en bandadas de color electrizante
atraídas por la mierda humana y por la fuerza sobrenatural de los
muertos. Absolutamente todo el punto del diseño estatal, se diría, es
obsesional en vez de excremental, mantiene apretado en vez de soltar
LA FE EN EL MÁRMOL 197

y desencajar, mantenimiento del tabú en vez de transgresión del tabú,


negación en vez de negación de la negación.
Pero incluso esto es una sobregeneralización simplista porque se-
guramente el poder del monumento estatal como preservador del
tabú también se funda en la transgresión del tabú, y también recurre
a la teatralidad del cadáver para animar y vivificar al ser estatal. En
todo lo oficial hay un movimiento oscilante de desenmascaramiento
parcial, un sí y no que rompe el tabú, una suerte de strip-tease de la
historia como memoria violenta, ahora inactiva pero inquietante tras
las formalidades del granito y el concreto solemnes; una violación
del tabú relacionada con la matanza y con el teatro del cadáver que
hace a los humanos humanos y, simultáneamente, una obediencia
incuestionable a esos mismos tabúes, todo lo cual crea una efusión de
sobrecogimiento sublime.
En este asunto el cuerpo es un indicador crítico: en Carabobo la
intención es mantener el cuerpo del espectador tan derecho y ver-
tical como una estatua paralela al poder del granito de la muerte
en un drama de rigidez, mientras que en la montaña el cuerpo ya
no es el cuerpo del espectador sino, por el contrario, el cuerpo del
espectáculo, el vehículo-cadáver de transportación, desnudo hasta la
serenidad, así como expuesto a la salvajez del espíritu que se consume
en cacofonías y ritmos de tambor y “¡Fuerza! ¡Fuerza!” mientras el
cuerpo, una vez poseído por el espíritu, se contorsiona y retoza, se va
de lado y asume siluetas de recortes entre las flamas de las velas y bos-
ques de símbolos que resguardan las puertas del altar acurrucado en
los pliegues de la roca o las nudosas raíces de un árbol. Aquí el ritmo
es el de la unidad de velocidad para el montaje que recorta espacios
mutables frente a la negrura del cielo nocturno: un cruce arrítmico
del inconstante mar de la existencia, que gesticula ebrio como una
marioneta que se tuerce entre la tersa rigidez de su forma marmórea
y la flexibilidad orgánica de su humana forma corporal que ha sido li-
berada, una estatua que ha adquirido vida pero no sabe bien cómo ni
por qué y tuerce las rodillas, fuerza los codos hacia adentro y tiene la
mirada completamente fija. ¡Sí! Tenemos aquí una relación corporal
con lo sagrado totalmente diferente de la que exige la presencia so-
lemne como en Carabobo (topónimo que puede tomarse literalmente
para significar “cara de bobo”) donde los dos cuerpos, el observador y
el observado, la estatua humana y la estatua de piedra, se encuentran
cara a cara, erguidos, firmes, implacables, abriendo un surco en el
espacio del cielo con una quietud insoportable que sólo se rompe por
198 LA CORTE DEL LIBERTADOR

la respiración o por el paso de una nube ocasional.


El Arco del Triunfo también ha de ser un portal, ¿no? Arnold Van
Gennep nos confirma exactamente esto en su famoso librito sobre
los ritos de paso publicado al inicio del siglo xx. La palabra arco es,
de hecho, sinónimo de portal y el portal es, en la cultura occidental, el
verdadero origen de la forma empleada para significar el paso de un
estado del ser a otro estado del ser. El Arco del Triunfo erigido por
el estado, nos explica el autor, es sencillamente la magnificación del
portal; pero nosotros quisiéramos desarrollar esto un poco más, pues
percibimos en este desarrollo no sólo una continuidad de la fusión
del guerrero y el sacerdote en esa forma compuesta del rey, el empe-
rador y el estado moderno mismo, sino también una identificación
cada vez más estrecha de la magia del estado con el ser guerrero y
con tal cortejo a la muerte que el Arco del Triunfo viene a significar
el paso por el que el estado adquiere su madurez.
Hacia allá iremos, pues, penetrando en lo impenetrable por fin.
Una carrerita atravesando la Tumba del Soldado Desconocido, con
las piernas a todo lo que dan… Profanación: pasar por el Arco del
Triunfo, ese inmenso coño de piernas musculosas, el hombre conver-
tido en estatua. El Soldado Desconocido ha escapado en una más de
sus brillantes actuaciones personificando la oculta interioridad.
A pesar de estar resguardado y vigilado por soldados inamovibles
con uniforme color escarlata y espadas ceremoniales, está en la natu-
LA FE EN EL MÁRMOL 199

raleza misma de lo sagrado permitir ciertos escurrimientos… Ya escri-


biría aquel célebre autor en la Viena de 1912, seguramente chupando
con ímpetu un tabaco: “Detrás de estas prohibiciones parece existir
algo, un algo que justificaría la teoría de que son necesarias porque
ciertas personas y cosas pueden cargarse de un poder peligroso que
es transmisible por el contacto con ellas como si se tratara de una in-
fección”. Se esforzaba por señalar, en este punto, la cercanía —si no
es que la identidad— entre tabú, sagrado, impuro, peligroso y asombroso, y
luego advierte que algunas personas o cosas tienen más de este poder
peligroso que otras y que el peligro es proporcional a la diferencia
entre el potencial de las cargas. Así es como se da el flujo centrífugo
o, digamos, “el escurrimiento” de espíritus desde el interno núcleo de
ente monoteísta del estado hacia las abundantes regiones que lo cir-
cundan y están menos cargadas; de ahí ese escurrimiento que surge
del vacío del tumulto espiritual de la Tumba del Soldado Desconoci-
do, que sostiene ese Arco del Triunfo presionando sobre la tierra, y
que se dirige hacia el cielo.
Pues aquí, en esta sepultada contorsión de vacío con espíritu nos
enfrentamos al punto fantasmal de enlace y separación en el que,
para que el estado del todo verdaderamente sea un todo, lo profano
debe encontrarse —aunque no puede encontrarse— con lo sagrado
en una crepitante descarga de fuego sagrado; el punto en el que, para
citar a un padre fundador de la sociología que escribía en el mismo
año que nuestro mago vienés sólo que en París —de donde se ha im-
portado y hacia donde se ha exportado tanto modelaje monumental
por los diversos Otros Lugares europeos—, para citarlo en este asun-
to espinoso del contagio de lo sagrado: “el medio profano y el medio
sagrado no son tan sólo diferentes, sino que están cerrados el uno al
otro: entre ambos existe un abismo. Debe pues existir en la naturale-
za de los seres sagrados una razón particular que haga necesario ese
estado de aislamiento excepcional y de mutua exclusión. Y en efecto,
por una especie de contradicción [las cursivas son mías], el mundo sagra-
do se ve como inclinado por su misma naturaleza a expandirse hacia
aquel mismo mundo profano que por otro lado excluye: a la vez que
lo rechaza, tiende a desplazarse hacia él a partir ya del momento en
que se le aproxima. Es esta la razón de que sea necesario distanciarse
y crear, de alguna manera, el vacío entre ellos”.
Por una especie de contradicción… A la vez que lo rechaza, tiende a des-
plazarse hacia él. ¿Qué clase de contradicción es ésta? ¿Será que la “con-
tradicción” de “lo sagrado” se expresa mejor si no sólo se refiere a
200 LA CORTE DEL LIBERTADOR

dioses, ritos y prohibiciones, sino en primer lugar y sobre todo a la


incesante energía de una fuerza misteriosa que se derrama, que escu-
rre por el poder incesante de la atracción y la repulsión? La palabra
contradicción apenas puede débilmente sugerir esto, por ello es que
debemos poner esta fuerza en primer lugar, esta fuerza que a la vez
confiere estructura a sí misma y provoca disolución de sí misma, ante
nuestros propios ojos, cada vez que siquiera pensamos en “lo sagra-
do”. Y en ningún momento es más frenética como fuerza misteriosa
para la estructuración y la destrucción como cuando alcanza el poder
y la violencia en la forma de autoridad solemne lo mismo en algún
lugar remoto que en nuestro hogar. Imaginemos la tensión que existe
bajo este movimiento de expansión que, a la vez, es repulsión aquí, en
su fuente misma, en la sombra bajo el Arco donde yace la Tumba. ¿Es
posible mantener el abismo necesario de tensión entre la disemina-
ción y la repulsión de un modo que no sea por el continuo tormento
del movimiento, una constante evacuación de su nada en una perse-
cución interminable de un cuerpo?
Imaginemos esta Tumba del Soldado Desconocido, el espacio de
muerte privilegiado que funda al estado como un todo, escurriéndo-
se, derramándose espíritu por espíritu desde su cavernoso interior y,
en vez de encogerse con cada emisión, expandiéndose con cada escape
hacia la libertad, evacuando como loco para crear ese imposible pero
indispensable espacio intermedio; y entre más lo sagrado se gasta y se
derrocha a sí mismo, filtrándose como el concreto a partir del már-
mol por todas partes del territorio soberano, más espíritus han de
ser evacuados para que el vacío pueda tener vacuidad. La Tumba al
Soldado Desconocido carece, así, de fondo, es abismal, y el mundo
del espíritu, no menos que el mundo de la carne, es, antes que otra
cosa, un mundo en movimiento, inestable, imparable.
Imagina estos espíritus surgiendo de la tumba como ángeles ala-
dos, cruzando el territorio soberano, atraídos hacia la montaña en-
cantada que se yergue detrás de la llanura, para surgir ahí como imá-
genes encarnadas, temblorosas, inseguras de lo que se espera de ellas.
Nietzsche nos recuerda el fallecimiento de la metáfora que acaba
siendo una forma de literalidad, acaba siendo la ilusión de la verdad
misma, canónica y obligatoria. Así pues, el arte más grande en el arte
de la creación de verdad es el arte de ese arte para esconderse a sí
mismo, el fallecimiento de la metáfora y la figura para permanecer,
cuando mucho, como una presencia fantasmal que ronda lo real de
la realidad.
LA FE EN EL MÁRMOL 201

Pero ahora el fantasma emerge de la tumba completamente encar-


nado y alado, en busca de otros teatros: teatros de cuerpos y encar-
nación en donde la metáfora revitalizada, busca la literalización para
permanecer viva y mantener el inquietante poder de la muerte.
—¡Maldición! ¡Han cruzado el abismo de un salto!
Apenas un brinquito y luego un salto desde la tumba de mármol
hasta la masa montañosa de la reina.
Salpicado de espíritus en fuga que se lanzan desde la plataforma
de vuelo del campo de batalla a la búsqueda de la montaña de la
reina, el cielo atormentado es un espejo de los revueltos charcos y
los turbulentos riachuelos por donde han pasado a todo lo largo y lo
ancho del estado del todo. El escurrimiento se propaga (a pesar de
la repulsión) por toda la red de canales, drenajes y vaporosas estelas
en el cielo hasta convertirse en una insaciable búsqueda de cuerpos,
primero el de ella, luego el tuyo. Esto añade reverberaciones a una at-
mósfera ya densamente cargada de secuelas y repercusiones del tras-
lado de espíritu a través de cuerpos. El aire húmedo pende cargado
de promesas. De hecho, según la ya mencionada teoría de la religión,
no es en la fuente ni en la esencia donde encontramos al ser sagrado
sino en el movimiento, definido como contagio, y este movimiento se
convierte, en la práctica, en un movimiento masivo de circulación, un
contagio, que hace olas en paradas impredecibles y comienza a través
de una heterogénea multiplicidad de sustancias, escenarios y sitios
que, en virtud de efervescentes y transformativas oleadas a través de
túneles, muros de la cárcel, dibujos en los libros de texto, editoriales
en los diarios, timbres de correo, nombres de aseguradoras, univer-
sidades, compañías camioneras, estatuas, plazas públicas, murales de
escuela, estaciones de policía, bigotes, dinero, memoria y el cadáver,
confiere una forma espiritual definitiva al estado del todo.

El pasaje que conduce al Arco del Triunfo está delimitado por die-
ciséis estatuas negras, ocho a cada lado y cada una sobre su pedestal
blanco: una por cada general o dirigente militar célebre de las gue-
rras anticoloniales de comienzos del siglo xix.
Entre estas dieciséis estatuas frente al arco del triunfo, sin embar-
go, hay una que no correponde a un oficial del ejército.
De ella sólo se consigna el nombre:
Pedro Camejo.
Y luego, abajo, se puede ver grabado: Negro Primero. Es exactamen-
te la misma figura que aparece, con este nombre o con el nombre
202 LA CORTE DEL LIBERTADOR

Pedro Primero en Carabobo. Pedro Primero en una


estatua popular.

Pedro Primero como una de las Tres Potencias.


LA FE EN EL MÁRMOL 203

de El Negro Felipe en todos esos altares de la montaña encantada a


unos ochenta kilómetros de distancia de ésta, su presentación oficial
a cargo del estado en este campo de batalla, y que Katy tanto quería
y veneraba.
Mientras que los soldados en sus flamantes rojos uniformes de la
violencia fundacional se ocupan incansablemente de la exacción de
prohibición y revelación en el solemne strip-tease del cadáver, allá en
la montaña mágica los peregrinos semidesnudos son capaces de re-
trabajar ese teatro de tabú y transgresión y redoblar la magia del esta-
do al ofrecer la hospitalidad tanto de sus altares como de sus cuerpos
a estos refugiados que se escapan de la Tumba con estremecidos im-
pulsos de diseminación y de repulsión. Allí, también vestidos de rojo
en su mayoría, pero este color ahora interpretado como el color de
los indios (a quienes el tirano Juan Vicente tanto admiraba), el color
de la guerra y del valor, los peregrinos de la montaña encantada dan
cuerpo y otorgan carne al espíritu del bien y del mal que subyace al
ser solemne. Así pues, con sus gesticulaciones, con sus cuerpos torci-
dos hacia adentro en las articulaciones, afrontan a su enemigo, exor-
cizan la brujería, la pobreza, la envidia y la enfermedad y se convierte
en un Otro en ese gran drama, trágico y absurdo, del Estado-Nación,
cuya verdad eterna, sin tiempo, operática y melodramática, no es me-
nos santa que malvada.
TERCERA PARTE EL TEATRO DE LA JUSTICIA DIVINA
16 LANCES DE MUSCULATURA,
TAXIMETRÍA Y CINE DADÁ

Apenas un breve encuentro, el día de la Nochebuena de 1987, cami-


no al poniente en un Ford Conquistador, el modelo más grande que
la Hertz tenía en renta. Era un conquistador moderno, muy amplio,
muy blanco, lindamente cromado y con aire acondicionado para
afrontar las rudas fuerzas elementales de una naturaleza vengativa.
Como suspendidos por unos amortiguadores que nos permitían casi
planear, flotábamos por la carretera como una nube.
El viento silbaba desde el océano gris; las olas rezumaban una es-
puma que se acumulaba en temblorosos montones, al borde de la
disolución, en la playa desierta bajo el relumbrante calor. Esporádi-
camente aparecía algún carro, como un espejismo perdido entre las
ondas del calor, que pasaba silbando con sutil haz acústico por la
carretera y se derretía, luego, en la distancia siguiendo el borde de
la arena.
Entra la playa y la carretera, asfaltado testimonio de modernidad
del país, había edificaciones de tabiques de concreto, a medio de-
rruir, que los bañistas de los pueblos cercanos y de la capital usaban
como restaurantes y bares.
Nos detuvimos en uno, donde estaba sentado un hombre blan-
co, astuto, de baja estatura y con una gorra de beisbol de Firestone;
pedimos cerveza y pescado que, de inmediato, la negra que estaba
adentro empezó a freír.
—¿De dónde vienen? —preguntó, con la autoridad de dueño del
lugar.
Le contamos que veníamos de la montaña mágica (que está como
a dos horas de camino) y su rostro se ensombreció.
—No debían llevar ahí a sus niños —aseveró.
Nos aclaró que era peligroso porque los espíritus podían llevár-

[207]
208 EL TEATRO DE LA JUSTICIA DIVINA

selos o causarles alguna enfermedad. Ante nuestra incredulidad, se


puso a menear la cabeza.
—¿De dónde son? —preguntó.
Aprovechando el pesado acento de nuestro español decidimos fingir.
—De Costaguana —respondimos.
En realidad habíamos pasado ahí una buena parte de nuestras vi-
das y, además, era agradable remitirnos a un lugar que, en estas cir-
cunstancias, sólo podía resultar confuso. Ahora habríamos de jugar
el juego del nacionalismo.
Su semblante reflejó de inmediato una lucha interna entre incre-
dulidad y diplomacia.
—No es cierto, no somos de Costaguana —corregimos.
De inmediato su rostro se iluminó.
—No me agradan los costaguanos —reveló.
Un tipo bajito que disfrutaba su chauvinismo en la playa con unos
extranjeros mientras esperaban a una mujer que freía pescado, nada
más. En su imaginación, Mission ya lo veía, con todo y gorra de Fires-
tone, en la montaña mágica, extendido en el suelo sobre la bandera
nacional, con brazos y piernas abiertos, poseído por el Libertador y
rodeado de indios en shorts rojos.
—Pero ¿por qué no le agradan?
—Porque cuando empiece la guerra los costaguanos que viven
aquí conformarán una quinta columna.
Era muy peculiar: no se trataba de si había una guerra con Cos-
taguana, como lo planteaba el discurso oficial (noticias de primera
plana, el estado, con espuma en la boca y practicando bravucone-
rías, haciendo un escándalo), ¡no!, ésta era una calmada aseveración
que estaba más allá de eso. El planteamiento definitivo, omnisciente:
“cuando empiece la guerra…”
Era como si supiera algo que los demás no sabíamos y este conoci-
miento del secreto le dispensaba cierta tranquilidad. ¿Y de dónde se
sacó este asunto de la “quinta columna”? Claro… rumores varios de
melodrama revolucionario, cacerías de brujas, el enemigo interior…
¡una quinta columna, de verdad!
Resultó que en la década de los cincuenta había habido un opera-
tivo de inteligencia al servicio de la policía de seguridad nacional, re-
cién creada por el entonces presidente, la SN: una bola de matones,
según la opinión generalizada.
—Y ¿qué es lo que hace concretamente un operativo de inteligen-
cia? —preguntó Mission.
LANCES DE MUSCULATURA, TAXIMETRÍA Y CINE DADÁ 209

El viento soplaba desde el mar sosegado y de vez en cuando pasaba


algún auto veloz por la carretera, apenas a centímetros de distancia
de su desvencijada mesa.
Su respuesta fue asombrosa: tan sencilla como inesperada. Por
unos instantes las pilas de espuma que el viento había amasado al
borde de la playa dejaron de temblar. Dijo que trabajaba de taxista
en la capital y que se dedicaba a escuchar a sus pasajeros, anotar sus
trayectorias y direcciones y animarlos a conversar con franqueza para
sondear sus pensamientos e ideas.
Comimos el pescado, nos metimos a nuestro Conquistador y Charles
tiró para la carretera hacia Coro.

Es algo tan cierto que se ha convertido en cliché —¿y acaso no es


el cliché precisamente eso que circula, que resume y que va adqui-
riendo cada vez más poder gracias a su circulación?—: lo primero
que hacen los forasteros en un nuevo país es preguntarle al taxista la
verdad de las cosas, cómo es la cosa desde adentro, qué es lo que de
verdad ocurre, los secretos que determinan la figura de la situación
nacional. Como si se creyera que todo conductor está cercano a una
fuente de información y de opiniones no sólo encubiertas sino ya de
plano misteriosas, que van de los asuntos del corazón a los secretos de
estado porque el conductor ha estado en tantos lugares y ha llevado
a tantas y tantas personas.
Durante un rato el taxista y el extraño compartirán el mismo es-
pacio, cerrado y en movimiento, aislado por una parte, pero parti-
cipando, por la otra, del tráfico que los rodea, que halla su ruta ser-
penteando entre los congestionamientos a través de casas, parques,
monumentos, oficinas, tiendas y almacenes. El extraño es como una
vasija que está disponible para llenarse y está pagando por un servi-
cio; el extraño es débil e ignorante en muchos sentidos, pero tiene,
a la vez, cierta aura… por esta razón el conductor suele darse a la
conversación: es como el informante que gusta de hablar con el an-
tropólogo.
La vulnerabilidad del extraño puede atraer al conductor: el ex-
tranjero aprecia de manera instintiva esto y extrae del conductor la
información y el entendimiento secreto “de la situación”. “¿Qué tan
popular es el presidente?”, “¿qué piensa la gente realmente” y de-
más… Estos asuntos de amplio panorama resultan todavía más im-
presionantes porque se entremezclan con filosofías y especulaciones
personales de escala menor en la extraña intimidad del taxi.
210 EL TEATRO DE LA JUSTICIA DIVINA

Por esta razón, el hombre de la gorra de Firestone, que tan há-


bilmente había invertido los papeles, era una verdadera revelación:
infiltrado por lo oficial en el corazón de lo popular, se dedica a usar las
costumbres populares y la sutileza dialéctica de los entendidos en los
que se basan estas costumbres para hacer circular esos entendidos,
para filtrarlos hacia la inteligencia militar. Se aprovecha de aquellos
que sacan provecho, no tanto de él personalmente, sino de andar en
taxi por la modernidad, con esos breves chispazos de contacto que
generan intimidad en el anonimato de la ciudad.
La palabra taxi viene de taxímetro; el término en inglés cab (taxi-
cab) viene de los hansom cabs, es decir los coches tirados por caballos
y que tenían instalado un dispositivo de medición que calculaba di-
nero en términos de la distancia recorrida en el Berlín, el París o el
Londres de comienzos del siglo pasado. Precisamente porque se trata
de una transacción financiera y urbana, el conductor y el extraño
están unidos por un vínculo personal y potencialmente místico: un
vínculo que no es herencia de la tradición, sino que ha sido creado,
manufacturado, por la modernidad misma. El hombre de la gorra de
Firestone era alguien a quien le había llegado su momento en la his-
toria: su importancia radica en que, para nosotros los extraños, evoca
la naturaleza de la circulación entre lo popular y lo estatal, así como
algunas de las profundidades que dicha circulación atraviesa.
Ahora bien, un punto de igual importancia: a través de la sorpresa
de la revelación, a través de la repentina inversión de papeles, nos
recuerda que la circulación, no menos que la revelación, depende de
la intermitencia, la transposición y la conmoción.
Revelación implica desenmascaramiento; entiéndase éste como
la inversión (que data de la Ilustración) de una práctica medieval.
El desenmascaramiento implica, a su vez, circulación pero añade
un giro particular: la máscara había añadido algo nuevo mientras
acumulaba su tenso poder a través del secreto público que iba fabri-
cando; el desenmascaramiento, por su parte, recupera este poder al
hacer que circule hacia el frente lo que se escondía detrás. Si esto
parece demasiado elaborado, basta con tomar el ejemplo del estado
y de cómo se presta deliberadamente al lenguaje de las máscaras en
la turbulenta estela de la teología política: como en la obra del falle-
cido Philip Abrams donde nos dice que el estado no es la realidad
que existe detrás de la máscara del ejercicio de la política, sino que
es la máscara misma que nos impide ver el ejercicio de la política tal
cual es.
LANCES DE MUSCULATURA, TAXIMETRÍA Y CINE DADÁ 211

Sólo que, entonces (y sin querer prolongar innecesariamente la


ansiedad epistémica que esto genera), ¿qué es lo que vemos, si ver sig-
nifica sólo la manera en que nos impiden que veamos? ¿Cómo, si par-
timos de la ilusión, podríamos estar seguros jamás de la desilusión?
¿Cómo es que lo que parece ser la máscara (es decir, “el ejercicio de
la política”) es realmente los que está detrás de ella, mientras que
aquello que se supone que está detrás (es decir, el estado) resulta ser
la máscara misma?
El taxista voltea a vernos fijamente a la cara.
La confusa figura de la máscara sólo es útil en la medida en que, en
vez de querer arrancarla, podamos reconocer y hasta establecer una
empatía con su capacidad para confundir, que implica que evaluemos
el hecho de que lo importante no es que esconda algo sino que tam-
bién genera verdad.
Podríamos llamar a esto el “efecto máscara” que se caracteriza por
su facilidad para aparentar tener sentido, por unos instantes, pero
luego pierde toda comprensibilidad; mas luego la recupera y así man-
tiene un movimiento circular como de ondas en el que los elementos
componentes (la realidad y la irrealidad, lo de enfrente y lo de atrás,
la máscara y el desenmascaramiento, nuestro ver y nuestro no ver)
siempre están invirtiendo papeles. La montaña mágica proporciona,
naturalmente, el teatro de este teatro, pero en los Estados-Nación en
los que no existe semejante escenario tan complejo de todas maneras
existen las mismas vertiginosas ondas de impulsos que, así, se extien-
den de las esferas oficiales a las extraoficiales de la sociedad y luego
van de regreso.
En la sumisión al mando Franz Kafka logró percibir verdaderas
aventuras del sistema muscular, y no dejó de relacionarlas con un
movimiento revolvente que involucra al aire y a la música. La fecha:
1911; el lugar: la Compañía Judía de Teatro de Praga. En su descrip-
ción del representante del gobierno (uno de los pocos cristianos que
se hallaban en el salón), escribe: “todo ello me produjo un temblor en
las mejillas. El representante del gobierno […] es un pobre hombre,
dominado por un tic facial que, especialmente en la parte izquierda
del rostro (aunque arrastrando en gran parte la derecha), contrae y
distiende la cara con la casi despiadada velocidad, quiero decir con
la misma fugacidad que la aguja segundera del reloj, y también con
idéntica regularidad. Cuando le llega al ojo izquierdo, casi lo borra.
Para esta contracción, se le han desarrollado en la cara, por otra parte
completamente ajada, unos pequeños músculos nuevos. La melodía
212 EL TEATRO DE LA JUSTICIA DIVINA

talmúdica con sus preguntas precisas, sus conjuros o explicaciones:


el aire pasa por un tubo y se lleva consigo el tubo, y una gran rosca,
orgullosa en su totalidad, humilde en sus espirales, desde unos inicios
diminutos y remotos, se vuelve hacia el interrogado”.
El tic se mueve con la misma rapidez, pero también con la misma
regularidad, de la manecilla segundera, a través de esta tierra baldía
facial, al compás de una melodía revolvente que confunde la gran
relación binaria de materia y espíritu por una transmutación de sus-
tancia e imagen para formar ensamblajes (como los que se pueden
encontrar en los altares o portales de la montaña de la reina de los
espíritus). Naturalmente, el más destacado de estos ensamblajes es el
ritual de posesión mismo, en el que el rito establece la equivalencia
entre imagen y espíritu, el rito fija al espíritu en el cuerpo humano
mediante variadas impulsiones-imágenes en una serie de contraccio-
nes como de choque que empiezan en las piernas y los brazos y luego
proceden al centro del cuerpo y a la cabeza, dominando especialmen-
te los ojos y la lengua.
Existe una infinitud de modelos para reflexionar sobre esta des-
concertante traslación entre signo y fuerza, materia y espíritu, y qui-
zás incluso todas las religiones pueden pensarse como intentos por
controlar la energía que está encapsulada ahí. El cine dadá presenta
un nuevo modelo que nos parece apropiado para la modernidad de
la montaña mágica.
Thomas Elsaesser nos proporciona una manera de pensar el cine
dadá que se aviene muy bien tanto a la montaña mágica de la reina
de los espíritus como al lugar que tiene esa montaña en la circulación
de energía y de señales en el ser sublime; nos explica que el cine
produjo entre los dadaístas un modelo no sólo de representación del
cuerpo en relación con el ámbito social, sino también un modelo de
transmisión de la noción de obra de arte como un evento; no como
un objeto “sino como circuitos de intercambio de diversas energías e
intensidades, de los diversos estados de agregación a los que se puede
someter la materia entre la sustancia y el signo, mediante un acto de
transposición, ensamblaje, división e intermitencia”.
Esta interesante actitud frente a la asombrosa transferencia de ida
y vuelta entre el impulso y la imagen sugiere la peregrina —pero to-
talmente real— posibilidad de que la legitimación del estado moder-
no se apoya en un vasto movimiento de transposición entre lo oficial
y lo no oficial. Ahora bien la posesión espiritual es un paradigma para
este movimiento.
LANCES DE MUSCULATURA, TAXIMETRÍA Y CINE DADÁ 213

La circulación entre lo oficial y lo no oficial involucra al lenguaje


mismo: toda figuración presupone, ciertamente, una circulación.
Cuando, por ejemplo, el Presidente de la república invoca (y así
debe hacerlo) el espíritu del Libertador en las ceremonias públicas
(como lo hará todo maestro de escuela y todo oficial de mayor o me-
nor rango en todo el país), podríamos, al reflexionar en el asunto,
optar por considerar esto como un mero giro retórico, figurado, poé-
tico de la expresión: no lo dice literalmente —podremos pensar—;
es (sólo) un “giro” de la frase, una escapada o “fuga” poética y, por lo
tanto, es, en un sentido terriblemente real, irreal. No obstante, pensar
así equivale (hablando de metáforas) a que nos “importe un comino”
el artificio que require el poder de figuración; ese artificio que insiste
en que, verdaderamente, de un modo loco pero absolutamente nece-
sario, la figura (retórica) podría, en cierto sentido revelador, ser real
y concreta o podría haber participado de lo real en algún momento
crucial de su poética suplantación en aras de un toque divino, como,
por ejemplo, en los incongruentes ensamblajes y combinaciones que
ya mencionamos, improbables en sí mismos pero constituidos por po-
sibilidades reales y que aspiran a verdades nuevas y superiores, como
ocurre de modo tan especial en el caso de la fundamentación espiri-
tual del Estado-Nación en esa montaña mágica donde los espíritus de
los muertos se literalizan y donde ser poseído por la historia es tanto
un asunto de materia como la materia del asunto.
La metáfora es, dicho de otro modo, esencial para el arte mediante
el cual se crea el sentido de lo literal y se capta todo su potencial. En
cuanto a la naturaleza de este arte, la gran rueda del sentido aquí no
sólo está basada en el estado sino en una muerte artística mediante la
cual la metáfora se autodestruye para dar nacimiento a la literalidad,
cuya realidad sólo alcanza su fuerza enfática gracias a que se ve ase-
diada, poseída de esta manera. Lo real es el cadáver de la figuración y
para ésta el ritual del cuerpo, como ocurre en la posesión espiritual,
es la más perfecta declaración; una declaración que suministra ese
curioso sentido de lo concreto (un sentido que tanto la figura como
la metáfora necesitan) pero, simultáneamente, perturba precisamen-
te ese sentido con otro del espectáculo y del artificio en el “teatro de
la literalización”.
El tic de la retórica oficial, que se mueve a través de ese baldío
de la cara que es, a la vez, ventana y máscara del alma, adquiere su
poder gracias al fantasma que asedia en lo real y que, como la magia
del estado, se extrae mediante ritos no oficiales de posesión espiritual
214 EL TEATRO DE LA JUSTICIA DIVINA

en los que los fantasmas pueden, así sea en un espacio restringido y


cerrado, unirse claramente con los vivos. Aquí estamos hablando nada
menos que del fundamento social para la figuración y, por lo tanto, de
la calidad carnal del lenguaje mismo. Así, es preciso notar  que las  dis­
tinciones necesarias entre los muertos y los vivos, no menos que  las
distin­ciones entre lo oficial y lo no oficial, son, en un grado crucial,  dis­
tinciones determinadas por la clase social y por la raza, puesto que,
con mucho, son los pobres (especialmente los pobres de la ciudad)
quienes satisfacen esta necesidad desesperada de un cuerpo. La tarea
de los pobres es suministrar al discurso solemne referentes concre-
tos: prehistóricas imágenes oníricas de indios y negros entreverados
con el romance primermundista de la Colonia; este Otro Lugar está
animado por elementos de un exotismo primermundista que circula
como poder espiritual y que asedia los cuerpos de los vivos; tragedia
de primera vez…

Esta apropiación corporal que llevan a cabo los muertos señala


una infinitud de vida a través del medio del cadáver embellecido que
ningún estado, en estos días de triste decadencia del cuerpo político,
puede darse el lujo de ignorar. Hasta el Presidente del Tribunal Su-
LANCES DE MUSCULATURA, TAXIMETRÍA Y CINE DADÁ 215

premo (especialmente el Presidente del Tribunal Supremo) recono-


ce esto, aunque se inquiete por la profanación de la bandera y tome
las cosas acaso demasiado literalmente. Su pensamiento siempre aca-
ba regresando al asunto de la reina de los espíritus; concluye que
la raíz del problema debe estar ahí, en ese impulso de profanación
que resulta tan accesible en asuntos del estado, mientras el espíritu
absoluto se afana frenéticamente, junto con el absurdo mudo, por
equilibrar las exigencias opuestas de la violencia y la razón. Que la
magia esté en el estado mismo y no en el pensamiento mágico de la
ciudadanía —considera— es un punto que exige sutileza. Sin em-
bargo, no se puede negar que hay tan sólo un paso de distancia para
que la gente emprenda el acto voluntariamente y sea capaz de crear
magia con esto, permitiendo que sus propios cuerpos se disuelvan en
el poder espiritual del estado con horrorosas muestras de exagera-
ciones miméticas. ¡Ser poseído por el espíritu de un cacique del siglo
xvi! ¡O por un vaquero negro descalzo, del siglo xix, que lucha por
la libertad! ¡O por el Libertador mismo, y ponerse a toser sangre!
Luego está el asunto del ánimo… ¡el ánimo lo es todo!; ser poseído
por el ánimo, generarlo… ¿y te fijaste en el tamaño de aquella bande-
ra?, ¿y las agujas que perforaban las mejillas y que llevaban los colores
patrios?, ¿viste esos ojos sin fondo y esas miradas fijas?…
El Presidente del Tribunal ha reflexionado profundamente en los
símbolos del estado y en los puntos en que coinciden con la doc-
trina de la libertad de expresión. Ha sopesado con toda minucia la
separación de la Iglesia y el Estado, y sin embargo no ha quedado
aún satisfecho con el estatus de estos símbolos: ¿son sacrosantos? Se-
guramente… pero ¿cómo podrían ser sagrados con un estado tan
enfáticamente secular? ¿Será que los símbolos de lo enfáticamente
no sagrado son, a su vez, enfáticamente sagrados? Una página de la
historia equivale a todo un volumen de lógica (magistrado Holmes).
Le da vueltas la cabeza: aquí hay un vacío que ha sido creado históri-
camente; un espacio que está demasiado vacío para su propio bien.
¡Profanación! ¡Sí! Cuando se profanan los símbolos del estado, emerge
forzosamente el tema de lo sagrado, y no emerge como símbolo, sino
con fuerza corporal. ¡Ah!, ¡pero qué cosa más peculiar!, musas del
Presidente del Tribunal Supremo, ¡es tan peculiar que gracias a este
término nunca tuvimos que declarar abiertamente como sagrados los
símbolos del estado. Es como un secreto: arrebatamos a los dioses el
dominio que por derecho es suyo, o quizá, más bien, conspiramos
con ellos.
 17     EL ROBO DE LA ESPADA

El primer acto público de la guerrilla del M-19, su bautismo y, por así


decirlo, su salto al escenario de la historia, fue el robo de la espada
del Libertador en enero de 1974.
Álvaro Fayad, comandante general del M-19, más tarde torturado,
liberado y finalmente asesinado por el ejército, fue el que la robó y
luego le contó a la periodista Olga Behar lo que su acto significaba.
El Partido Comunista no mostró en aquel momento ningún entu-
siasmo y declaró que la espada no era más que una pieza de museo.
Fayad increpó que la guerrilla comunista nunca había mostrado nin-
gún interés por el nacionalismo mientras que el M-19, por el contra-
rio, siempre había considerado que tenía que inspirar el sentimiento
de lo nacional y que sus intenciones, por ello, se centraron en la es-
pada que se resguardaba en el museo del Libertador, la casa donde
había residido al pie de la montaña en lo que ahora es el centro de
la ciudad.
Fayad explicó: “no era simplemente retomar toda la historia del
Libertador, era recomenzar su lucha, agrandarla, era volver a que la
nación, que fue construida siguiendo la espada, volviera otra vez a
estremecerse, a continuar esa historia, por eso tomamos la espada”.
Fayad sintió algo especial al tomar la espada. Después de maniatar
a los guardias del museo encañonándolos con la pistola, rompió el
cristal de la vitrina donde se hallaba la espada.
En su relato detalla: “El silencio es sepulcral en esa casa colonial,
antigua, vieja. Uno mismo siente el silencio. Ese momento fue mági-
co. Fue grandioso. El silencio lo hace más profundo. No pude rom-
perlo, le vuelvo a dar. El cristal suena de pronto como si hubiera esta-
llado en millones de pedazos y los vidrios caen al suelo. Meto la mano
por un costado de la urna y saco la espada y las espuelas. Las echo en
una mochila de esas que hacen los indígenas”.

[216]
EL ROBO DE LA ESPADA 217

Reconocemos aquí la magia: es similar a la de la montaña de la


reina de los espíritus, sólo que Fayad no pretende salvarse a sí mismo
sino rehacer un Estado-Nación entero. Notamos que su instrumento
principal aquí no es la fuerza de las armas sino la fuerza del ritual,
de la transgresión, el acto sacrílego que se torna sagrado en sí mismo
y por sí mismo, con el robo de la espada del estado para derrocar a
este estado. Fayad es un revolucionario; los peregrinos de la montaña
encantada no lo son. No obstante, la magia que están robando y que
están generando al perpretar ese robo es la misma.
El ritual aquí es un acto de desfiguración que permite que emer-
jan los poderes sagrados; concretamente en este caso, los poderes
emergen de la tremendamente evocativa herida de ambivalencia que,
en el aura secular del estado moderno, proviene de un altar en forma
de museo. La desfiguración es el más sagrado de los actos porque
no sólo libera y expone la magia interior sino, además, duplica esa
magia y lleva, pues, en relación con la fuerza del Libertador, la marca
inconfundible de la reina de los espíritus misma. Esto es, además de
encantamiento, éxtasis.
Este encantamiento no proviene tanto de la historia sagrada de los
muertos como de la conmoción, el choque violento del rompimiento,
la música de los fragmentos, los añicos… por eso es que esta ruptura
ha de ser más que una reapropiación del pasado, más que la reapro-
piación de una espada que estaba en una urna que se ha convertido en
tumba, que se ha convertido en útero. Fayad también extrae las espue-
las del Libertador, extrayendo así, gracias a esta asociación, gracias a
su corcel mágico, el supremo embellecimiento viril del gallo de pelea.
El instante de rompimiento de ese cristal se ha convertido en algo tan
importante en estos actos de sacrilegio y despojo como el impulso de
reintegrar el todo para que vuelva a ser completo. Y es que la música
de los añicos siempre estuvo presente en el utópico celo revoluciona-
rio, en el propósito gallardo, con las espuelas hiriendo los flancos del
animal, ese caballo que es, a la vez, el brioso impulso de la historia y el
Estado-Nación mismo, con su majestuosa blancura que, encabritado,
se yergue. ¿Quién monta este animal hacia el ocaso, como se represen-
ta en los manuales escolares de historia, unido, hombro con hombro,
con el Presidente del Tribunal y el Capitán Mission? ¿Quién más si no
el Libertador, cuyas espuelas Fayad deposita, hábilmente, junto con la
espada, en una de esas mochilas que hacen los indios?
El relato de Fayad de este extático acto de redención se torna to-
davía más icónico cuando se considera que cercano a la vitrina de la
218 EL TEATRO DE LA JUSTICIA DIVINA

espada, si no es que de plano contemplándola desde arriba, cuelga


el retrato de 1819 del Libertador, pintado por José Pedro Figueroa,
en el cual, el Libertador abraza firmemente a una enigmática y pe-
queña mujer, una india, con rasgos de española pero adornada con
los símbolos europeos de América (perlas y frutas, arco y flechas).
Esta mujer-muñeca, América misma, que ha sido liberada ahora de
la opresión colonial, pasa, en este su momento de independencia al
abrazo firme y protector del Libertador.
Esta mujer debe ser la reina de los espíritus, la anticipación, podría-
mos decir, de la reina de los espíritus, aguardando su montaña.
Lo más asombroso y extraño de la pintura de Figueroa no es sólo
cómo anticipa por un siglo o siglo y medio, la futura llegada de la
reina, sino cómo, además, anticipa su íntima y mágica relación con el
Libertador. Fayad, con todo y su magnífico rompimiento del cristal,
no hace mucho más que reactivar el eterno retorno que siempre tie-
ne lugar en la creación violenta y la ruptura violenta del ser estatal a
través de la forma femenina.
Por supuesto que esta espada es la misma del juego de palabras
de Hobbes, y si en inglés la palabra sword contiene a la palabra word
EL ROBO DE LA ESPADA 219

es porque en la espada cuajan la palabra y la fuerza con la pureza de


sus extremos; así, en la mano de Fayad la espada hace mucho más
que sólo simbolizar las propiedades mágicas del aparato estatal y su
relación con la violencia. La espada ha adquirido las propiedades de
un fetiche a través de la desfiguración.
Lo que vale la pena destacar aquí no es sólo la brillante esponta-
neidad del drama ritual que implica el robo de Fayad, sino una espe-
cífica —aunque en buena medida no reconocida— forma artística
del sacrilegio, que el Partido Comunista, que opera desde un enten-
dido más utilitario y realista de la política, no fue capaz de visualizar
al llamar a la espada un mero “aparato de museo”.
Lo que presenciamos en este relato (como Claude Lévi-Strauss su-
giere para el caso del incesto y de la bestialidad) es el sacrilegio como
una inversión del sacrificio (Lévi-Strauss considera que el sacrificio
implica la mediación entre los extremos gracias a un objeto que los
conecta no metafóricamente sino metonímicamente y que se extin-
gue en el proceso).
Este objeto es, por supuesto, la espada en la que la palabra y la
fuerza cuajan en la unidad de sus extremos.
Al eliminar el objeto —y, por lo tanto, la contigüidad entre los
extremos—, el sacrificio produce un espacio vacío que se llena ahora
por la comunión con la deidad mediante una suerte de contigüidad
compensatoria.
Lo que distingue al sacrificio del sacrilegio —y, a la vez, los conec-
ta— es la manera en como percibimos este vacío cargado, la marca de
lo sagrado. Puesto que, mientras que en el sacrificio lo que satisface
es el vacío, en el sacrilegio el llenado del espacio con los extremos,
más que satisfacer, estalla y se derrama en cascadas que proliferan…
Al robar la espada (como ocurre con la posesión espiritual) se de-
posita una carga inmensa en el teatro de la metonimia, en la litera-
lización de la metáfora: se provoca que la espada actúe su naturale-
za de espada combinando, en su extremidad, la fuerza y la palabra
—tarea que ahora se convierte en algo electrificante en su sencillez
puesto que la función específica de la espada estatal es mediar entre
fuerza y palabra, como nos lo recuerda Hobbes: “Los pactos que no
descansan en la espada no son más que palabras”.
Ahora bien, cuando Fayad toma en la mano la espada, se queda
impresionado con su pequeñez. Sin embargo, según prosigue en su
relato, cuando la empuña: “¡Qué sensación tenerla, empuñarla! No
es un arma vieja, tengo en mi mano la verdadera historia de nuestro
220 EL TEATRO DE LA JUSTICIA DIVINA

país, una historia que queremos recomenzar […] Uno lo siente a él al


empuñar esa espada, se siente la presencia del Libertador y se siente
un inmenso compromiso”.
Dice Bataille que “el sacrificio destruye lo que consagra”, en cuyo
caso el sacrilegio no es simplimente la inversión del sacrificio sino,
más bien, la reduplicación del sacrificio, pues implica el sacrificio del
sacrificio, la pérdida de la pérdida.
Fayad también fue sacrificado: torturado, liberado, luego asesina-
do durante un prolongado tiroteo con el ejército. Fue una secuencia
de sacrificios, de violencia, de pérdidas, de gasto improductivo. Toda
guerra de guerrillas inivita a estos actos de derroche y gasto solemne,
entre más sangre derramada, mejor.
Por otro lado, la espada no fue simplemente robada en un acto de
sacrilegio, sino que, como veremos, se perdió para la historia misma.
Ésa también es una forma de pérdida, la desaparición, desaparición
del objeto mismo.
Pero, ¿cuánto más exigente es la pérdida que se necesita para el
sacrificio y para el sacrilegio cuando estos mismos rituales se transfor-
man en el absurdo cómico del terror de estado?
Como fetiche, el cuidado que se prodigó a esta espada robada fue
mucho mayor del que recibió jamás del estado.
Un compañero cayó en las manos de la policía; no sabía exacta-
mente dónde habían escondido la espada pero sí sabía en qué parte
de la ciudad estaba. Fayad y sus compañeros sabían perfectamente
que las autoridades lo torturarían y serían capaces de invadir y saquear
cada una de las casas de ese barrio para recuperar la espada, así que
tenían que llevarla a otro sitio.
La metieron “en una caja, con vaselina, con toda la protección del
aceite, una capa de plástico después, otra de vaselina, otra de alqui-
trán. Se fue agrandando, agrandando, hasta que la introdujimos en
un cajón inmenso de madera, parecía un ataúd. No cabía en el baúl
del carrito y se quedó la mitad por fuera”. Al extremo de la parte que
sobresalía le ataron un trapo rojo como bandera.
Algo se añade y el objeto se hace grande y más grande, ¿cuándo
dejará de crecer este vigoroso poder del fetiche, con grasa y plástico,
ahora en un ataúd que queda salido de la cajuela de un carro que
deambula por las calles más macabras de la capital para evitar a la
policía?
Decidieron tomarse una foto con la espada razonando que si la
policía ya sabía, de todas maneras, quiénes eran, no tenían nada que
EL ROBO DE LA ESPADA 221

perder y sí todo que ganar mostrándose al público de esta manera.


De nueva cuenta tuvieron que poner en riesgo su vida para cruzar
la ciudad, ahora para buscar una cámara fotográfica, sólo para des-
cubrir que ninguno de ellos sabía cómo usarla. De todos modos lo
intentaron y cada uno posó con la espada, pero las fotos eran de tan
mala calidad que serían impublicables.
Cuando Olg Behar entrevistó a Vera Grabe, también del M-19,
ésta relató que, todo el tiempo que el ejército la estuvo torturando,
una de las preguntas más persistentes era que dónde estaba la espada.
Podía escuchar con claridad los gritos de Fayad en la celda anexa y
su resistencia le dio las fuerzas, aseguró, para mantenerse y resistir.
En su distinción entre violencia mítica y violencia divina, Walter
Benjamin precisa que la primera exige sacrificio, mientras que la se-
gunda lo acepta. La primera preserva la ley, mientras que la segunda
la destruye. En nuestra historia la violencia mítica confronta dramá-
ticamente el sacrilegio cometido por la violencia divina, ya que debe-
mos reconocer que durante sus primeros años, las operaciones del
M-19 no sólo se caracterizaron por su compromiso con el teatro po-
lítico (como lo demuestra este robo de la espada) sino también por
su compromiso, a veces explícito, a veces indirecto, con una política
populista que se mostraba profundamente ambivalente en cuanto a
asumir el poder del estado en vez de destruir ese poder.
Al final —pero no hay final— la violencia divina que autorizaba
la lucha revolucionaria por parte del M-19 perdió ante la fuerza mí-
tica de la ley que crea estado y el M-19 abandonó las armas y se in-
corporó al parlamento para luego sufrir una humillante derrota en
las elecciones. Los gritos de Fayad y los gritos de Vera Grabe siguen
vivos para asediar el evento del abandono de las armas y la violencia
divina regresa a la incubadora de la revuelta popular y de los sueños,
apenas reprimidos, del apocalipsis. Pero nosotros, que registramos la
violencia que el aparato policiaco infligió en los cuerpos de los inte-
grantes del M-19 e igualmente registramos la violencia de la guerrilla,
no podemos nunca cometer el error de igualar o equiparar estas dos
violencias, incluso si estamos obligados a tratar de comprender su
necesario y terrible entrecruzamiento.
En cuanto a la espada robada del Libertador, la vida real retoma la
trama justo en el mismo punto en que los gritos nos asedian y lo hace
a través del teatro vivo del kitsch, lo cual es un testimonio más de la
mezcolanza del absurdo y de la violencia mítica en la formación del
terror estatal.
222 EL TEATRO DE LA JUSTICIA DIVINA

En marzo de 1990, los diarios reportaron que Jaime Bateman, el


legendario líder del M-19 (que murió misteriosamente en un vuelo
a Panamá cuando cruzaba el Darién) había encomendado la espada
a Fidel Castro con la condición de que la devolviera cuando el M-19
consiguiera llevar la revolución al poder. Mas como no habían asumi-
do el poder ni tampoco la revolución, Fidel Castro se negó a devolver-
la. Así, el M-19 llevaría el caso de la espada robada a la Organización
de los Estados Americanos para que se hiciera justicia, mientras tanto,
la espada descansa con Fidel… hasta que venga la revolución.
Sin embargo, sabemos que el Libertador tenía muchas espadas,
quizá más de las que pudiéramos contar, y la diferencia entre la vio-
lencia mítica del estado y la violencia divina de la destrucción de la ley
se sostiene, finalmente, en la ilusión de que una espada vale por todas
las espadas, ilusión que la presencia de la reina, soberana del mundo
de las almas, concede al mundo de los estados de la espada. Porque
el Libertador no sólo aprieta con firmeza su espada, sino también a
su reina de los espíritus, que es América, abyecta pero distante, mar-
cando así el ingreso, a través de la tierra, a los poderes sublimes de la
desfiguración mágica que promete la libertad.
Así regresamos a la visión del estado moderno como el escena-
rio privilegiado de lo genuinamente inventado, que se vincula con
la espesura, la densidad, las pantallas, los interminables escenarios
que involucran de algún modo la dramatización de la interioridad
escondida. Que sea el destino de la mujer marcar esto y su magia, pro-
bablemente sea una cosa muy conocida, pero que siempre provoca
conmoción, ya que lo que no puede articularse, por definición (y ésta
es la única profundidad que vale la pena discutir), es el horror del
absurdo mudo de la violencia sobre la que todos los estados no sólo se
fundan sino, también, es posible que se hundan, con sus intentos por
extraer sacralidad del espacio de muerte y la imaginación del niño.
 18      LA PEREGRINACIÓN COMO MÉTODO

Peregrinación es lo que hace la gente que va a la montaña y es análo-


go a traducción: traducción de la casa al altar, traducción de lo pro-
fano a lo sagrado y (no por último menos importante) traducción
de voces oficiales a voces no oficiales. La peregrinación proporciona
un modelo de “explicación como traducción” con el que también
podríamos simpatizar: no es uno que pretende objetividad universal
y se aferra a las metáforas de causalidad que trascienden por encima
de lo particular concreto, sino, más bien, es una modalidad de activar
la actividad que no borra la imagen del evento o del objeto sino que
mantiene el fantasma de lo traducido dentro de la traducción, per-
mitiéndonos, así, ser testigos de la presencia en el interior del otro,
la huella y el acto intermedios, como ocurre entre las voces oficiales y
la no oficiales, o entre los manuales de historia y los portales mágicos
en una montaña, o entre un “pueblo” totalizado y su imagen refleja-
da en el espejo (mágico) de la construcción histórica del Sujeto. Ser
peregrino significa viajar en calidad de tic a través de este nervudo
baldío de impulsos faciales y esperar la iluminación que llegará con la
interrupción del circuito: una suerte de obsequio en el que la imagen
y el cuerpo se quedan trabados.
Un altar que facilita la posesión espiritual también es parecido: es
una “explicación” del tipo de explicaciones que estoy ofreciendo aquí,
incluso si me elude como algo para cambiar el mundo, un círcu­lo
de  intercambio que se interrumpe por el obsequio, que toma la for-
ma  de un altar y que aquí se llama portal porque conduce a un lugar
más allá del círculo, así como el obsequio derivado de epitomar el cír-
culo de la sociedad necesariamente rompe el circuito del intercambio.
No puede contenerse en las ecuaciones de la obligación (dar, recibir,
pagar). Muchas explicaciones simplemente se quedan en el círculo
del intercambio: un ritual en el sentido de repetición inconsciente y

[223]
224 EL TEATRO DE LA JUSTICIA DIVINA

obsesiva. Otras no sólo permiten la ruptura sino son justo eso, testimo-
nios del gasto improductivo, la necesidad del derroche.
¿Qué hay entonces del mundo imaginado que se despliega ante tus
ojos justo en este momento, provocado por mis palabras y mis imá-
genes? ¿Acaso no estamos, en la segura guarida de nuestra lectura,
viendo que nos ven y siendo poseídos, transformados por otros mun-
dos, en camino hacia otros mundos, primero ellos, luego nosotros? ¿Y
no es esto acaso (nuestra presencia, nuestros empujones para entrar,
nuestro testigo, nuestro ser mostrados) la más extraña de todas las
cosas de esta entera extrañeza o, si no eso, al menos el ingrediente
más crucial para la ocurrencia de lo extraño y, por lo tanto —lo que
es lo mismo pero dicho de otro modo—, acaso no estamos haciendo
lo carnal metafórico y la imaginación material, acaso no somos, aquí
y ahora, en nuestra precisa y ocupada corporeidad un arco en el vasto
circuito del intercambio por intensidades diversas, y transmutamos
sustancia y signo mediante un acto de transposición (con todos sus
ensamblajes, divisiones e intermitencias)? ¿Y no es ésta acaso la forma
de este texto que transpone y que tienes en tus manos… “la melo-
día talmúdica con sus preguntas […] una gran rosca, orgullosa en su
totalidad, humilde en sus espirales, desde unos inicios diminutos y
remotos se vuelve hacia el interrogado”?
Hacia el interrogado… esto nos trae de vuelta a la peregrinación
como método que circula entre lo sagrado y lo profano, que no tanto
explica como absorbe el choque de lenta descarga y da figura a las
figuras de otros ritos que oscilan en la desdibujada pero brillante luz
de la transgresión subyugada a la Ley del Padre, un blanco que nunca
se alcanza por la presencia de la madre, perturbadora, inmensa, ta-
chonada de altares centelleantes, portales hacia los secretos envueltos
con nubes que se elevan desde la llanura.
La tarea de una buena parte de la antropología cultural, así como
también de ciertas ramas de la historiografía, ha sido, y continuará
siendo cada vez más, el almacenamiento en la modernidad de esas
que se consideran prácticas premodernas, como la posesión espiri-
tual y la magia, contribuyendo así, para bien o para mal, al repertorio
de literalidades autoritarias y distanciadoras sobre el que se funda
tanto de nuestro lenguaje contemporáneo en su tendencia a conjurar
lo de aquel entonces y lo de más allá con propósitos contemporáneos
si no ya con iluminación profana.
        BIBLIOGRAFÍA

libros y artículos utilizados en la escritura


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nota: los títulos añadidos por el traductor que aparecen marcados con asterisco
[*] son versiones canónicas en español, de textos cuyo idioma original no es el inglés, y
que son diferentes de los que se tomaron las citas textuales para la traducción.

[225]
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        ÍNDICE

agradecimientos 9

advertencia preliminar 11

primera parte
LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS 13

  1. LA REINA DE LOS ESPÍRITUS 15


  2. LA MONTAÑA 29
  3. LOS ALTARES 48
 4. EN ESPERA DE OFELIA: EL PRESIDENTE DEL TRIBUNAL
   SUPREMO ES POSEÍDO POR EL CAPITÁN MISSION 57
 5. BILLY THE KID Y LA ECONOMÍA DE INFILTRACIÓN 71
  6. LETARGO SAGRADO 81
  7. MÍMESIS DE LO MUERTO 95
  8. TRAICIÓN ESPIRITUAL 99

segunda parte
LA CORTE DEL LIBERTADOR 107

  9. LA INFINITA MELANCOLÍA 109


10. IGNOMINIA MUCOIDE: FUNDACIÓN DE ESTADO
   COMO POSESIÓN ESPIRITUAL 118
11. EL KITSCH SURGE DONDE EL MIEDO EMPALMA
   CON EL ABSURDO MUDO 129

[231]
232 ÍNDICE

12.   LA PARTE MALDITA 138


13. DINERO Y POSESIÓN ESPIRITUAL EN KARL MARX 149
14. ARTE A LA DERIVA: ENTRE EL GENTÍO QUE PASA
   O EN OLEADAS POR LA CARRETERA 169
15. LA FE EN EL MÁRMOL 190

tercera parte
EL TEATRO DE LA JUSTICIA DIVINA 205

16. LANCES DE MUSCULATURA, TAXIMETRÍA Y CINE DADÁ 207


17. EL ROBO DE LA ESPADA 216
18. LA PEREGRINACIÓN COMO MÉTODO 223

bibliografía 225

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