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1ª edición: 1966
2ª edición: 2001
ISBN: 84-95388-38-3
Depósito legal: CA-696/01
POR
COLABORACIÓN DE
Cádiz se consideraba piedra angular de la tríada del flamenco, junto con Jerez y
Sevilla. Mas no era corriente, sobre todo en un muchacho perteneciente a una fami-
lia de clase media alta y no precisamente con raigambre local, mantener concomi-
tancias e insinuaciones con esta música, considerada poco propicia para la educa-
ción de un niño de buenas costumbres. Sin embargo, atraído por la rareza de aque-
llos sistemas tonales, por sus requiebros y, principalmente, por la mixtura de escalas
mantenidas en la guitarra, el niño Falla que a pocos metros de su casa tenía lugar,
puedo intuir levemente, uno de los más altos y profundos sucesos de la expresión
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musical. En las casas del Barrio de Santa María nacieron y vivieron famosos y pun-
teros cantaores, bailaores y guitarristas de todos los tiempos, y no es difícil suponer
algún fortuito encuentro entre el joven músico y alguno de aquellos artistas popula-
res. Siempre he pensado, en el Cádiz de mi imaginación, en aquel Falla deseoso de
conocer, escuchando al célebre Enrique el Mellizo, patriarca del cante grande, cuan-
do éste le lanzaba siguiriyas al mar en las noches de viento y locura; o cuando calle-
juela abajo, salía de la Iglesia del Nazareno entonando la melopea que acababa
de oírle al oficiante y de donde posiblemente surgió su popular malagueña. Son fan-
tasías posibles pero improbables, aunque de Cádiz se lleva el poso donde han de
caer familiarmente las posteriores enseñanzas y descubrimientos.
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cia y amenidad. No se trata pues, de una biografía exhaustiva ni rigurosa. Es más
bien un testimonio directo y un homenaje amistoso que nos ofrece una serie de datos
sobre los años gaditanos del compositor y el contacto que continuó manteniendo con
su ciudad natal, con sus amigos, conocidos y familiares, trazándonos un buen retra-
to de su carácter austero y socarrón y una interesante crónica, a través de los perió-
dicos del momento, de su regreso a Cádiz, en 1926 para ser nombrado hijo predi-
lecto, y posteriormente en 1930.
Manuel de Falla: su vida íntima o Vida íntima de Manuel de Falla y Matheu -títulos
ambos que figuraban en la primera edición en portada y portadilla respectivamen-
te- se publicó en Cádiz, en 1966, con la colaboración de Carmen y Carlos Martel
Viniegra, sobrinos del autor, cuando éste último se encontraba en su lecho de muer-
te. Tuvo la suerte de poder ver, al menos, las primeras pruebas de lo que fue un libro
escrito, más con el cariño de un amigo que con voluntad de estilo y aportación musi-
cológica. En el epílogo a aquella edición se decía: "Ayudado de una linterna y una
lupa, pudo verlas, pudo leer aquella primera página donde estaba estampado su
nombre. Su rostro, marcado ya con las huellas de la muerte, se iluminó y pareció
revivir". Reeditar pues, ahora, este agotadísimo testimonio es volver a dar la opor-
tunidad a los lectores y a los estudiosos de la obra de Falla de consultar los rinco-
nes curiosos y revivir ciertas historias de la vida privada del compositor.
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qué estado revisó las galeradas. Respetando el espíritu de la letra y el eco de la voz
del autor, me he tomado personalmente la licencia de eliminar comas innecesarias
e insertarlas en el lugar requerido, y de alterar someramente la estructura gramati-
cal de algunos párrafos, con el objeto de facilitar la lectura y la mejor comprensión
del texto.
Por otra parte, se insiste aquí en una imagen de Falla un tanto ñoña que, creo, res-
ponde más al tratamiento del biógrafo que a la personalidad del bografiado.
Viniegra conocía al músico desde niño y fue alimentando ese recuerdo entre las
bambalinas de la memoria, avivandolo con una cariñosa correspondencia epistolar
y algún que otro encuentro. La evolución artística e intelectual del compositor fueron
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configurando un personaje que distaba del mediano burguesito de una ciudad de
provincias anclada en la ornamentación y prosapia de su pasado.
A pesar de todos estas pequeñas contradiciones, este libro que tenemos en las
manos reúne entre sus páginas un interesante material que nos permite reconstruir la
infancia de Falla, el Cádiz de su época, su primer viaje a Madrid y el doloroso
abandono de su tierra natal, sus aventuras y vicisitudes en París, su retorno a
España, su residencia en Granada, su estancia en la isla de Mallorca y sus últimos
días en Argentina. Todo ello salpicado de pequeñas anécdotas y confidencias per-
sonales que nos facilitan el acceso a la vida íntima de un artista caracterizado por
su severa conducta y sus parcas costumbres. Estas páginas ayudan a imaginarnos a
un Falla cargado de bondad, gracia e ironía que, a través de sus gestos cotidianos
e insólitos hábitos, nos hace reflexionar sobre su extraordinaria humanidad creado-
ra y sonreír con sus excentricidades, un poco a la manera de Don Quijote, modelo
y obsesión del artista.
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PRÓLOGO
JOSÉ MARÍA PEMÁN
Me bastaría para prologar este libro, lo que dije en el informe que me pidió la
Diputación Provincial, cuando se propuso editarlo.
Este es de esos libros que son "únicos" en el sentido de que se desprenden, como
fruto maduro, de una persona que ha acumulado por circunstancias vitales tal cono-
cimiento, densidad y amor, hacia un determinado tema, que a su momento, no tiene
mas remedio que verterlo hacia los demás. Así la autora de Lo que el viento se llevó,
tenía que objetivar y echar fuera de sí, tarde o temprano, sus recuerdos de infancia.
Así Manuel Halcón tenía su Vida de Fernando Villalón escrita dentro de sí mismo
antes que lo escribiera para el público.
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Manuel de Falla fotografiado por The New York Times
(ca. 1928).
I
COMO CREO YO QUE ERA MANUEL DE FALLA
Al intentar penetrar en la intimidad de un alma, debe de hacerse con andar silen-
cioso y reverente, como el que entra en un templo, y, sin embargo, cuando se trata
de la personalidad de un artista, son muchos los que lo hacen llenos de osadía, y lo
que es peor, se atreven a hacer la disección de sus sentimientos e ideas, con mano
profana y desconocedora de tan delicada tarea, para luego, volcar en las cuartillas
o en el papel, lo que creyeron ver y es sólo fruto de su imaginación.
Aunque me unió una gran amistad con Manolo, no querría yo ser un osado más;
sin embargo, creo que debo intentar presentarle, tal como era, para evitar que todos
aquellos que se interesan por el que llegó a ser una celebridad musical, se dejen lle-
var por los bulos y se formen una idea errónea de su persona.
Era un ungido por el arte, y a él dedicó toda su vida en completa entrega. Tengo
infinidad de cartas fechadas en París, Granada, Palma de Mallorca, y en todas dice
siempre al empezar, y como disculpa por su largo silencio, frases como éstas:
«Estoy tan sumamente ocupado, desde que llegué a Francia ... » «No sabes como
pasan los días, con todo lo que tengo que hacer ... » «Faltándome tiempo para escri-
birte detenidamente ... » «No puedes suponer como ando de trabajo. ¡Esto no es
vivir! ... » y así, una y otra vez.
Manolo, trabajaba de firme. Unas veces, fuera de su hogar, en sus múltiples via-
jes, dentro y fuera de nuestras fronteras, llamado por los que querían escucharle y
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escuchar sus obras; otras en el hogar, en la paz y silencio que tanto amaba, y dónde
se sentía invadido por la inspiración que plasmaba en el pentagrama.
Mas aquel laborar de Manolo, no estaba movido por la ambición; la gloria huma-
na, el dinero, que son la doble meta de muchos artistas, le dejaban indiferente.
Era una persona sumamente modesta. Nunca exigió que su arte fuera pagado con
esplendidez. Todo lo contrario; siempre le parecía mucho lo que le daban. Sin
embargo, a medida que se acrecentaba su fama y era mayor el número de sus
obras, aumentaban sus ingresos; pero eso no le hizo cambiar su plan de vida.
Tanto él, como su hermana María del Carmen, tenían gustos sencillos casi me atre-
vo a decir austeros; y esa era la razón de que gran parte de lo que ganaba lo diera
a los pobres, no reservándose más que lo estrictamente necesario.
«Sobre mi mesa de trabajo tengo un precioso libro que es para mí una auténtica
reliquia. Su título: Catéchisme du Saint Concile de Trente. Este librito, pequeño en su
volumen, grande por su contenido, fue muchas veces manejado por Manuel de Falla.
Lo atestiguan las señales marginales y llamadas de atención con que solía iluminar
las últimas páginas libres de texto, sobre ideas que habían llamado su atención. Este
librito -mejor, esta edición Desclés, 1936- tuvo que ser muy leída y meditada, preci-
samente en aquellos años cruciales de nuestra patria... y del mundo entero.
Me induce a pensar así el hecho de que entonces su producción artística era poca,
y es de creer que su espíritu halló pasto abundante en aquellas maravillosas páginas.
En las notas finales del libro, escritas por Don Manuel, se leen dos impresionantes
llamadas, con grafía mayor que la normal, que dicen: "Humildad, Caridad"
De como se comportara Don Manuel con estas dos virtudes básicas de la vida cris-
tiana, los que le conocimos, todos sin excepción, podríamos atestiguar su preocu-
pación constante por su prójimo necesitado.
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resaba sobremanera, mediante su párroco, que era el suyo propio, tanto por su esta-
do moral como por el material.
Frecuentes eran sus consejos a gente joven, y uno de los más certeros era que eli-
gieran libremente experimentado y sabio confesor, Frecuentes eran también sus rega-
los, ofrecidos y dedicados con delicadeza exquisita a jóvenes distraídos o fríos en
materia religiosa.
A qué seguir....
Pueden citarse algunas anécdotas que muestran hasta qué punto Manolo no tran-
sigía cuando se tocaba algo relacionado con esas creencias que tan arraigadas lle-
vaba en el alma.
-¿Por qué no escribes música ligera para esas obras que se dan en Apolo? ¡Eso
da pesetas, añadió, en hombre práctico!
Mas Manolo, no pensaba ni por un momento salirse del camino que se había tra-
zado y malgastar su arte en producciones que no fueran dignas de él.
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Cuando era aún un niño, alguien dijo delante de él, que quería a los judíos; para
Manolo, entonces, no existían otros que aquellos que crucificaron al Divino Maestro,
y, lleno de indignación, exclamó:
-No te enfades tanto -le contestaron- porque, después de todo, el Señor y la Virgen,
también eran judíos.
Jamás sus labios pronunciaron una frase mal sonante, y le molestaba que alguien
las dijera en su presencia, y sé que había quienes reemplazaban los tacos por cier-
tas palabras de su repertorio: Carabelas... Cartagineses...
Eso es lo único que se atrevían a decir cuando la indignación les impulsaba a usar
alguna palabra mal sonante, pues no osaban emplear tacos por no herir su delica-
deza.
Jamás tocaba en público sin asistir antes al Santo Sacrificio de la Misa; en vano
intentaban, a veces, hacerle desistir de esa práctica piadosa para no entorpecer sus
planes. Siempre se encontraban con su actitud firme, imposible de vencer.
-Tiene que ser a esa hora- le dijo en una ocasión un empresario.-Ya se ha fijado,
no puede cambiarse. Es preciso que se atenga a ella.
Más Manolo, sin inmutarse, pero decidido a hacer triunfar su voluntad, contestó:
-Lo siento mucho. ¡No puedo! Lo que cabe hacer es retrasar el concierto.
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Manolo se hallaba en Granada cuando se derrumbó la monarquía como un cas-
tillo de naipes. No era un hombre político, sino un hombre de derechas y, por enci-
ma de todo, un buen católico.
Aquellas llamas, encendidas por un odio ateo, que quemaron templos e imágenes,
le impresionaron profundamente. No sólo devoraban tesoros religiosos, sino también
artísticos. ¡Cuántas maravillas se perdieron durante aquellos días infaustos!
-En estos momentos en que se quitan de las escuelas los crucifijos y se queman las
iglesias, ofendiendo al Señor, yo, que sólo soy un indigno servidor de Él, no puedo
aceptar ningún homenaje.
Manolo no podía estar conforme con las ideas de aquella infeliz criatura que se
dejó envenenar, como tantas otras, por falsas doctrinas. Ni por un momento puso en
duda que la sentencia no fuera justa; pero él sabía más de misericordia que de jus-
ticia y, compadecido ante el dolor de su sirvienta, se mostró presto a ayudarla.
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-Como bautizado, como cristiano -dijo- pido clemencia para esa desgraciada.
Manolo fue durante toda su vida un hombre bueno y un buen cristiano. Las losas
de la iglesia de San Cecilio, su parroquia granadina, saben cómo torturaron sus
rodillas cuando, sólo y en cruz, rezaba sus oraciones, aún en las heladas mañanas
de invierno.
Su alma fue ardiente, piadosa y caritativa, mas no debe creerse a los que han pre-
sentado a un Manolo empequeñecido y como un ser extraño.
El que lea, no por curiosidad, sino ahondando en las anécdotas que he insertado
en estas memorias, podrá conocer a fondo su carácter. Tampoco se trataba de una
persona enfermiza, aunque su salud se resintiera algunas veces; pero sus enferme-
dades parecían mayores de lo que eran en realidad, pues era muy aprensivo y se
trazaba unas reglas de higiene excesivas.
Se ha hablado mucho -tal vez por eso- de que Manolo era muy escrupuloso, y efec-
tivamente, así era. A los que le conocíamos íntimamente nos parecía exagerado que
se ocupara tanto de su salud; mas un día dio la explicación:
-El cuerpo es templo del Espíritu Santo, y hay que cuidarlo -dijo-. Y él, que se sen-
tía lleno de responsabilidades, tuvo durante toda su vida, como una cruz pesada, el
preocuparse de su salud, que nunca fue demasiado buena,
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Una vez, tuvo una seria afección a la vista, que debió significar para él una buena
prueba. Me di cuenta de ella en una carta del 27 de Diciembre de 1929 fechada
en Granada:
Y más tarde, en el 31, me hablaba de un nuevo ataque de iritis, que le había impe-
dido trabajar durante el verano; pero, en ninguna de sus dos epístolas, hay una frase
de queja, de preocupación. Se comprendía que estaba por completo en manos de
Dios y todo lo recibía, como venido de lo Alto, con resignación completa.
Al hacer este esbozo del carácter de Manolo, no puedo silenciar el culto que siem-
pre rindiera a la amistad. Me consta que fue un verdadero amigo para muchos; pero
yo, para hablar con más conocimiento de causa, he de referirme a la que a todo lo
largo de su vida nos mostró tanto a mí como a los míos.
Aunque se fue joven de su ciudad natal, en las muchas ocasiones que volvió a ella,
nos vimos con frecuencia y siempre mantuvo correspondencia con mi padre y con-
migo. En una carta del 19 de Mayo de 1926, me decía:
«Deseando estoy oírte mi melodía para cello (la pobre bien viejeci-
lla). ¡Cuántas veces se la oí a tu buen padre acompañado por mí.
¡También tocaremos la Sonata de Grieg, que era una de sus obras pre-
dilectas».
Y sus cartas no nos faltaban en los momentos tristes y alegres, tomando parte en
ellos. Además, nunca olvidó a todos sus amigos gaditanos: la familia Quirell,
Francisco Viesca, Escobar, Pemán y tantos otros.
Sus epístolas dejaron de llegar cuando, entristecido por los trágicos acontecimien-
tos, y deseoso de encontrar la paz que ya no hallaba en Granada, marchó a la
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Argentina. ¿Se olvidó de nosotros? ¿Se perdieron sus cartas? No lo sé. Pero no creo
que aquel destierro voluntario que se había forjado le hiciera olvidadizo. Manolo
jamás olvidaba a sus amigos.
Aunque no estaba dirigida a mí, sino a unos buenos amigos de Manolo, ha lle-
gado a mi poder la copia de una carta suya que no resisto a la tentación de trans-
cribir, en parte porque revela lo que era él. Decía así:
Sus palabras son bien claras. Dios y el Arte eran la meta de su vida.
Mas hay algo que he oído comentar, tal vez con malévola intención, referente a
sus obras musicales. Sus detractores hallaban extraño en Manolo aquella música
suya andaluza que creían tenía cierto sensualismo y en la que pintaba gitanas y
había danzas en torno al fuego...
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Es verdad que con esas composiciones quedó ya definitivamente consagrado inter-
nacionalmente; pero, a medida que pasaron los años, fue mayor su deseo de hacer
una obra grande, de carácter religioso.
Pero, no me atrevo a continuar sobre ese tema, y prefiero citar, nuevamente, las
palabras autorizadas de Ruiz Aznar:
«Se ha hablado mucho de por qué Falla, espíritu tan elevadamente místico, no dio
a Dios el honor y la gloria de su música.»
Y después de citar unas frases del gran Pio XII a los artistas que participaron en la
VI Exposición Cuadrienal Romana y que no cito por no extenderme demasiado, ter-
minó diciendo:
«No es posible leer estas autorizadas palabras, sin que a cada paso venga a la
memoria la persona y obra toda del entrañable amigo D. Manuel de Falla. Falla
escribe música profana, ciertamente, pero no se puede negar que Falla sea intér-
prete de Dios, en el más verdadero sentido de la palabra. Y si ésto es así, Falla dio
a Dios el honor y la gloria de su música. Su lema de por vida fue aquel «solo a Dios
el honor y la gloria». Por ello, a su muerte, el vicario de Dios en la tierra, lo decla-
ra hijo predilecto de su Iglesia.
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II
MI PRIMER CONTACTO CON LA FAMILIA FALLA
Al primer miembro de la familia de Manolo que conocí fue a su abuelo. Su figura
está unida a recuerdos de mi primera niñez.
Lo conocí en la Plaza de Mina, como se llamaba entonces. Era un lugar muy fre-
cuentado por personas mayores y chiquillería y en sus bancos se sentaban, y se
siguen sentando, ancianos que tomaban un rato el sol mientras fumaban un cigarri-
llo, madres jóvenes y niñeras que charlaban animadamente. Las más activas se entre-
tenían manejando la aguja de coser, de crochet o de hacer punto y todas, desde
luego, estaban pendientes de los pequeños a su cargo.
Carreras, gritos, un bullir de chiquillos de todas las edades y como contrapeso las
personas tranquilas que también gozaban de esa plaza tan bien colocada en el cen-
tro de la ciudad de Cádiz.
Allí solía ir diariamente el abuelo de Manolo. Era como el jardín de su casa pues
vivía en la misma plaza; mas, cuando le conocí, no iba por sus pies. Solían llevarle
en una silla de ruedas.
Me parece que lo estoy viendo. Era un viejo grueso, con una larga barba blanca
y tenía una gran predilección por los niños. Su criado lo paseaba en una silla, mien-
tras él seguía las evoluciones de los pequeños.
¡Los caramelos! Esa era la palabra mágica para que superáramos el vago temor
que nos imponía su presencia. No verle andar como los demás ya era algo que le
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colocaba en un lugar aparte en nuestras mentes infantiles; pero además, un no sé
que de él, nos inspiraba cierto terror. Ma insistía:
Nos mirábamos unos a otros y, por fin, el más osado se atrevía a aproximarse y
los demás le seguíamos. El anciano -no sé la edad que tendría, pero a nosotros nos
parecía muy viejo- nos sonreía mientras nos daba un puñado de esos caramelos que
habían tenido el poder de hacernos superar nuestro miedo. Esa escena se repetía
muchos días sin llegar a acostumbrarnos a aquel inválido; seguíamos sintiendo por
él, respeto y temor...
Manolo era años más pequeño que yo y aún no jugaba conmigo; pero su abuelo
sentía ya grandes simpatía por mí y fue el precursor de la gran amistad que duran-
te toda mi vida me unió, y unió a todos los míos, con su nieto.
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Manuel de Falla en Puerto Real (ca.1890). Junto a él su padre y su tía Virginia Matheu y
sentadas, su hermana Mª del Carmen, su madre y su tía Ana Delgado Matheu.
III
AQUÍ NACIÓ FALLA
La Plaza de Mina de Cádiz es de estilo colonial y está adornada con estatuillas
de mármol blanco, que destacan entre los bien cuidados jardines. El Levante -viento
frecuente en esta población- azota a veces sus rincones y,si no marchita las flores,
molesta a los que la frecuentan.
En este ambiente nació mi amigo Manolo, que habría de asombrar al mundo con
su arte. En una sencilla lápida, colocada en el número 3 de esta Plaza, se conme-
mora este hecho con la siguiente inscripción:
La familia Matheu era de origen francés, de Perpiñán; pero allá por el año 1720,
durante el reinado de Felipe V, se trasladó a España, residiendo al principio en
Mataró y viniendo a instalarse más tarde en nuestra ciudad.
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¿Qué sucedió? Jesusita se enamoró de él, y, si bien sus progenitores hubieran pre-
ferido para yerno al primero de los pretendientes, concluyeron por ceder, ya que en
realidad no tenían ningún motivo para oponerse.
Mas Jesusita se casó, y aún le dieron como dote 400.000 pesetas, que allá, por
aquellos años, era una fortuna. Más tarde, cuando sus padres murieron, le dejaron
otros dos millones; así que Manolo vio la luz en un ambiente donde se vivía con ver-
dadero lujo.
Dios bendijo esta unión con cinco hijos: José María, María del Carmen, Servando
y Germán -nombres, estos últimos, de los patronos de la ciudad- y, claro está,
Manolo, mi biografiado, que era el mayor. Servando y José, murieron prematura-
mente y más tarde Germán. María del Carmen fue la compañera de Manolo duran-
te toda su vida. Con ellos vivió siempre Virginia Matheu, hermana de Jesusa.
Hay un detalle curioso, y es que sus padres, por motivos que ignoro, no le man-
daron al colegio y desde muy pequeño tuvo profesores en su casa. Entonces nadie
podía sospechar que aquel chiquillo que, como uno de tantos, aprendía las prime-
ras letras, llegaría a ser un verdadero prodigio en el arte musical. Ni siquiera se le
conocían otras aficiones que la de la literatura. Si en aquel tiempo se le preguntaba
al niño qué era lo que quería ser cuando fuera mayor, no vacilaba en contestar:
No he podido lograr nada redactado por aquella mente infantil, lo cual hubiese
sido muy interesante; pero sí sé que un día desapareció Manolito y no se le encon-
traba por ninguna parte. Su madre se alarmó, pues aquello era extraño en aquel chi-
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quillo bueno y dócil y que nunca le daba un disgusto. Se le buscó por toda la casa
sin encontrarle y, cuando ya desesperaban, alguien dijo que le había visto entrar en
el escritorio de su progenitor. No era hora de oficina y no se había pensado, ni por
un momento, que pudiera estar allí; nada tenía que hacer el niño en aquel lugar. Y,
sin embargo, allí se lo encontraron, sentado en un alto taburete, ante un pupitre y
manejando la pluma.
-Estoy escribiendo una cosa para enviarla a los periódicos, porque quiero ser literato.
La casa que ocupaba la familia Falla llegó a ser insuficiente para sus necesidades
y se pensó en una mudanza que, en aquellos tiempos, resultaba mucho más com-
plicada y lenta por carecer de los modernos medios de transporte. La casa donde
hubieron de instalarse estaba situada en la calle del Veedor (Ramón de la Santa
Cruz), en el número 14.
Manolito, con esa impaciencia propia de los niños, estaba deseando verse en la
casa nueva; pero, como he dicho, la cosa no era tan sencilla y tenía que contentar-
se con el entretenimiento de ver las evoluciones de los gallegos, que dejaban la tie-
rriña, porque en Cádiz lo ganaban mejor, pues estaban especializados en esos
menesteres.
-Hijo, tócales a estos hombres una gallegada, que quizás, con el recuerdo de su
tierra, se espabilen y aligeren más.
Dócil, Manolito obedeció y, con la misma calma que tuvo siempre en su vida, se diri-
gió al piano y abriéndolo comenzó a interpretar con sus deditos una de aquellas galle-
gadas que, por entonces, eran muy populares en la población. Virginia, que no cono-
cía las habilidades de su sobrino, llamó muy sorprendida, y a gritos, a su hermana.
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-¡Jesusa!... ¡Jesusa!... ¡Ven enseguida! Tu hijo Manolo es un pianista de cuerpo
entero.
-Desde mañana, Manolo, te voy a dar lecciones de piano. No dudo que tienes
unas disposiciones fenomenales.
Pero como Eloísa quedara huérfana al poco tiempo, creyó llegada la ocasión de
realizar un deseo que hacía años acariciaba, e ingresó en el Noviciado de las Hijas
de la Caridad dónde, por cierto, llegó a ser compositora de música religiosa, domi-
nando el difícil instrumento del órgano. Manolo no olvidó a su primera profesora, ni
aún cuando vino a alcanzar fama mundial.
Vivía en Cádiz por aquellos días el profesor Don Alejandro Odero, director de la
Real Academia Filarmónica de Santa Cecilia. Era músico muy competente y de gran
valía, que advertía inmediatamente cualquier defecto en sus alumnos. Por ello, sus
observaciones y dichos venían a ser muy conocidos en la ciudad. En cierta ocasión,
oyendo tocar a una señorita que deseaba perfeccionar sus conocimientos del piano,
alguien que estaba allí presente, comentó:
-Me parece que toca muy bien; pero lo que no sabe es poner el pie en el pedal.
Con esta aguda observación, Odero daba una lección de virtuosismo, ya que es
muy frecuente, entre muchas personas que creen saber tocar bien el piano, no levan-
tar el pie del pedal a tiempo para evitar funestas resonancias.
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Esta sencilla anécdota revela el carácter y agudeza del profesor que iba a hacerse
cargo de los estudios de piano de Manolo cuando la señorita de Galluzo interrumpió
sus clases al ingresar en el convento. Ahora, bajo otra dirección, seguiría Manolo el
camino emprendido que ya nunca habría de abandonar. Mas, precisamente enton-
ces, circunstancias que hemos de referir, influyeron de tal modo en su carácter y
manera de ser, que modelaron, incluso, definitivamente, su vida profesional.
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IV
FIESTA INFANTIL
En general, nos presentan a los genios, a los artistas y a los santos como seres
excepcionales desde los albores de su vida; pero yo, ateniéndome a la verdad, no
puedo afirmar que Manolito destacara entre los demás niños de su edad.
Durante la primera época de su vida, fue un chiquillo corriente que jugaba, que
se divertía como los demás y que acudía con entusiasmo a las fiestas infantiles a que
le invitaban.
Por eso, no es extraño que allá, en el año 1886, asistiera a un baile de disfraces
que fue un verdadero acontecimiento en Cádiz, tanto por la alta categoría de los
anfitriones, como por la de los pequeños invitados que pertenecían a las mejores
familias gaditanas.
Entonces, Manolito tenía sólo nueve años y podemos figurarnos con la ilusión con
que se pondría aquel lindo traje que habría de lucir en la fiesta y que, a juzgar por
lo que nos dice un periodista, debió de resultar maravillosa.
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La elegante finca donde moran los señores de González Abreu, esta-
ba exornada con gusto exquisito.
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Vallarino, Doctora y Arlequina; de Dorronzoro, Etiqueta, Jockey,
Torrentina, Angevina; de Ramírez de Cartagena, Florista y Fausto.
A nuestro pesar, la hora en que esto se escribe, nos hace cerrar la lista.
Los trajes todos que lucían los niños eran muy elegantes y muy lindos,
y el conjunto que formaban sus caprichosos grupos en el salón, era real-
mente bellísimo.
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No he podido resistir a la tentación de trasladar en su totalidad un artículo redac-
tado en la forma ampulosa que se usaba en aquellos tiempos lejanos, y por el que
sabemos que el futuro artista, universalmente conocido, lució un día, el disfraz de
Raúl de Hugonotes, y bailó con otras niñas, que eran en aquella ocasión, Damas de
Corte, Hadas o Diosas...
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Manuel de Falla disfrazado de conde Raúl de Los Hugonotes para el baile celebrado el 6
de marzo de 1886 en casa de Ricardo González Abreu.
V
SUS PRIMERAS ACTUACIONES
Desde muy pequeño, Manolito se unió a nuestra familia por vínculos musicales y,
al correr del tiempo, vino aquella entrañable amistad que se conservó durante toda
su vida. Ciertamente, en nuestro hogar se respiraba un ambiente muy adecuado a
sus precoces aficiones, pues en él se cultivaba el arte. Mi padre, Don Salvador
Viniegra y Valdés, fue siempre un mecenas para todos los que sentían vocaciones
musicales.
Allí, en aquel salón, tocó Manolo por vez primera el piano ante un selecto públi-
co, que era el que acudía a los conciertos que se celebraban en nuestra casa.
Aquellas primeras actuaciones suyas no las olvidó él nunca.
No era rara la presencia de Manolito en nuestro hogar. Ya, en aquella época, comen-
zaba a dar fruto la labor que mi padre se impuso, dejándose llevar de su gran afición
a la música y a la enseñanza de ésta, y que le había valido ser nombrado director de
la Real Academia de Santa Cecilia, de la que había sido uno de sus fundadores.
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Llevaba a cabo estas actividades sin que le reportasen beneficio alguno material,
ya que no era profesional de la música, sino simplemente un entusiasta aficionado
a ella. Cuando veía chicos listos y aptos, de los que cabía hacer buenos músicos,
los llevaba a casa, donde no sólo les daba clases extraordinarias, sino que, ade-
más, les obsequiaba con algunas perrillas para tenerlos contentos y que no dejasen
de asistir a aquellas lecciones.
Creo que sería interesante hablar de tres alumnos que llegaron a ser verdaderas
eminencias del arte; dos que fueron virtuosos del violín y otro, del violoncello: Ramón
Gil, Jerónimo Jiménez y José Castro. Cuando se hallaron en las debidas condiciones
para ello, consiguió mi padre enviarlos pensionados al extranjero, merced a su
influencia en el Ayuntamiento y Diputación. Así pudieron Gil y Jiménez recibir en
París lecciones de Alard, uno de los mejores violinistas de aquel Conservatorio.
Creyó oportuno luego enviar a Jiménez a Roma, para que adquiriera conoci-
mientos de composición, al ver en él grandes disposiciones que se hicieron patentes
más adelante, al escribir obras tan inspiradas como La boda de Luis Alonso y otras
de igual mérito.
Pues bien, una vez presentados estos tres predilectos de mi padre, en aquellos
tiempos en que Manolito estaba en los albores de su vida, daré cuenta de la labor
que se llevaba a cabo en mi casa.
Mis dos hermanas, María y Rosa, tocaban muy bien el piano y tenían la facultad
de leer a primera vista y tocar en conjunto sin necesidad de batuta, como lo atesti-
gua la siguiente anécdota:
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hallándose frente a casa la Casa de Correos, apenas anochecía, nos asomábamos
a unos de los cierros de la Plaza de la Candelaria en espera de que se encendieran
las luces de su «sala de batalla», lo cual sucedía al llegar el coche con las sacas que
provenían de la estación del ferrocarril.
Esas luces nos demostraban que los carteros habían empezado la labor de la dis-
tribución de la correspondencia y Cantelmi, el cartero mayor, encargado de ésta y
que conocía y quería a mi padre, apenas veía un paquete procedente de Alemania,
lo enviaba a casa.
Eran, en general, arreglos de obras musicales para piano a cuatro manos, violines
y violoncellos que resultaban muy bien. Mas no siempre se recibía el esperado
paquete, y mi hermana Paz y yo aguardábamos en vano, con impaciencia. Entonces
se dedicaban a tocar tríos, cuartetos de Beethoven, Mozart, Haydn y otros célebres
compositores.
A medida que se iba sabiendo en Cádiz que en mi casa había buena música casi
a diario, comenzaron los ruegos de muchos aficionados para asistir a dichas reu-
niones. Mi padre y los que con él tocaban nunca pensaron en hacerse oír, pues sólo
trataban de pasar un rato de solaz y disfrutar de aquellos felices momentos, ya que
todos sentían verdadera pasión por la música.
Interpretaban para ellos solos, mas cuando algunas familias amigas les rogaron ser
admitidas a aquellas sesiones, accedieron de buen grado y aquello dio origen a que se
celebraran conciertos en toda regla en nuestra casa un día a la semana. A éstos asistió
todo el Cádiz conocido, así como el elemento extranjero y cónsules residentes allí.
Tanta importancia llegaron a tener esas reuniones que una noche se cantó el
Concertante de La Sonámbula, llevando la parte de tiple Pilar Murillo, cantando
admirablemente y, luciendo la voz de tenor, Mr. Wilson, joven empleado de la
Earsten (Cable Inglés). Otra noche se interpretó un Concierto por cuatro arpas: la
profesora María Lerate, mi hermana Rosa (que la tocaba perfectamente), Lola
Vidiella y Lola Lora, jóvenes de distinguidas familias y mujeres muy guapas.
43
Aunque yo era muy pequeño, cuando comenzaron aquellos conciertos, no me
pasaba desapercibido que el elemento joven fijaba la vista en los pedales de las
arpas, intentando ver la punta de las botas (entonces no se usaban los zapatos) que
era lo único que podía verse entonces... porque otra cosa ¡ni hablar!
También iban a casa artistas que pasaban por Cádiz en dirección a otros lugares.
Allí cantó la Paccini, tiple ligera, que con la Nevada, eran las dos estrellas de mayor
brillo, por aquel entonces, en el mundo; y en nuestro salón, tocó Betessini, concer-
tista... de ¡contrabajo! Es difícil imaginarse que ese instrumento pareciera a veces
violín, mas aquel fenómeno consiguió ese efecto y, más tarde, al ser concertista de
fagot, también logró sonoridades insospechadas en ese otro instrumento.
Manolito empezó a asistir a los conciertos allá por el año 1885 ó 86; nadie repa-
raba en él. Ni siquiera merecía el entrar en la sala, permaneciendo con los otros
niños en un cuarto contiguo, ya que en aquellos tiempos, los chiquillos no se entro-
metían en todas partes como ahora y, dóciles, se sometían a los mayores. Por cier-
to, que en aquella habitación había un antiguo piano vertical transformado en arma-
rio, donde mi padre guardaba una estupenda colección de violines fabricado por
luthiers italianos, cuyos nombres no he olvidado: Bergonzi, Alcalá Galiano,
Alejandro y Nicolás, Gaspar D'Asald, Granadinos, etc., etc.; un violoncello
Guadgnini, y varias violas.
Aquel ambiente era el más adecuado para la formación del gran artista ya en ger-
men, de aquel Manolito que escuchaba entusiasmado aquellos conciertos.
Seguro que mi padre, con aquella intuición admirable que le serviría para sacar
de la oscuridad a tantos talentos musicales, adivinó que aquel chiquillo tenía made-
ra de artista y, como acostumbraba, fijó su atención en él. Un día, creyendo que
podría ya hacer un buen papel, se atrevió a insinuarle:
-¡Nada! ¡Dicho! El primer día que tengamos concierto, tienes que tocar algo.
44
Y tocó, y tuvo el primer éxito de su vida; mas no creo que nadie pudiera suponer
que aquel chiquillo de calzón corto, cuyos pies apenas podían alcanzar los peda-
les, había de tener un día renombre universal.
Manolo era agradecido y nunca llegó a olvidar la parte que mi padre tuvo en su
carrera musical; siempre, mientras vivió, en cuantos viajes realizara a la ciudad que le
vio nacer, era uno de sus mayores placeres tocar en mi casa, como en sus comienzos.
Aún conservo una foto que nos hicimos durante uno de los ensayos, y para que
saliera mi madre, la pusimos como volviendo la hoja de la parte de piano, que com-
partía con el gran artista catalán, mi esposa, que fue una pianista y una cantante
«cien por cien». ¡Qué tiempos aquellos!
Hay una anécdota, que aunque no está relacionada con Manolo, creo interesan-
te citar por tratarse del célebre violinista español, Sarasate.
45
Allá por el 80, vino a Cádiz este gran violinista para dar un concierto, y ni decir
tiene que a mi padre le faltó tiempo para visitarle e invitarle a venir a casa y viera
la colección de violines antiguos que poseía.
-¡Qué lástima que no me haya traído al pianista que me acompaña, pues con gusto
tocaría un rato en este violín!
Se volvió Sarasate para ver de quién se trataba, pues ya le había sido presenta-
da, y se asombró del ofrecimiento; mi hermana era muy joven, pues sólo tenía vein-
te años y al fijarse en ella, mitad en serio y mitad en broma, hubo de preguntarle:
Escogió una sonata de Beethoven -no recuerdo cual-, aunque me figuro que sería
la novena, tan del agrado de los concertistas de violín por las variaciones tan her-
mosas que contiene.
-¡Qué lástima que sea usted una señorita, pues si fuera un hombre, en este momen-
to la contrataba para continuar mi tournée!
46
Mi buen padre no cabía en sí de gozo al merecer su hija María tal elogio del insig-
ne Sarasate. Yo entonces sólo era un niño, pues no tenía mas que ocho años, mas
recuerdo también aquella escena que llenó de satisfacción a toda la familia.
No fue ese el único encuentro que tuve con Sarasate, mas en la segunda ocasión
no le encontré tan atento. Recuerdo que mi padre estaba entonces en el extranjero
y hube de reemplazarle yo, que era ya un hombre.
Hacía mas de diez años de su primera visita, pero no había olvidado su estancia en
nuestra ciudad. Me preguntó, apenas comenzamos a charlar, por mi hermana María.
A todos nos gustaba mucho y pensamos que Sarasate celebraría aquella obra que
nos parecía una pequeña maravilla, pero nos quedamos decepcionados. El violinis-
ta sacó del bolsillo de su chaleco un violín con un estuche, que no llegaría a diez
centímetros, y le dijo:
-Vea usted un violín bien hecho, y ese que usted me ha enseñado es una pequeña
porquería.
-Este, que llevo yo, lo ha construido el luthier del Museo de Génova, y si hubiera
dedos tan diminutos que pudieran tocarlo, sonaría perfectamente, pues está cons-
truido con arreglo a las reglas que se siguen para hacer un violín en tamaño natural.
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VI
FORMACIÓN ESPIRITUAL DE MANOLO
Por aquel entonces, residía en Cádiz un virtuoso sacerdote que se llamaba Don
Francisco Fedriani y que disfrutaba de una posición desahogada; como no tenía nin-
gún cargo de gran responsabilidad y contaba con tiempo libre para dedicarse a su
ministerio, pensó que sería conveniente fundar un centro de recreo para la juventud.
Y agrupó una veintena de muchachos con el objeto de atender a su distracción y for-
mación espiritual.
Manolo, como era natural, fue uno de los primeros en inscribirse en el centro.
Creo recordar la mayor parte de los nombres de esos jóvenes, que fueron los
siguientes:
Como se verá, la dirección del Padre Fedriani dio una espléndida cosecha entre
los jóvenes de fines del siglo pasado; pero entonces, aquel grupo estaba formado
por una colección de chiquillos bulliciosos, a los cuales el Padre Fedriani se propo-
nía formar sólidamente y encauzar por los senderos de la vida.
49
Hay en Cádiz un templo, donde está prohibida la entrada a la mujer. por disposi-
ción de su fundador, un sacerdote mejicano de gran fortuna que vino a residir en esta
población; el Padre Santa María, que así se llamaba, era Marqués de Valde Íñigo y
hombre de acrecentada piedad y muy generoso. Ese fue el motivo de que concibie-
ra la idea de construir un templo, en cuyas obras invirtió sus cuantiosos bienes. Es inte-
resante conocer qué razón movió al Padre a decidirse por ese proyecto.
Cuentan las crónicas de la ciudad que, mientras se llevaban a cabo algunas obras
de reparación en la Parroquia de Nuestra Señora del Rosario, la coz de un mulo car-
gado de material, al hundir el pavimento, descubrió una bóveda subterránea.
Reconocida ésta detenidamente, se observó que allí pudiera tener cabida un nuevo
templo, donde el silencio y recogimiento fueran mayores.
Pues allí, a ese templo que era como una cartuja en el corazón de Cádiz, llevó el
Padre Fedriani a Manolo y a sus compañeros para su formación religiosa y vida de
piedad: aquel grupo de muchachos, se reunía todos los domingos y oía misa, reci-
biendo la sagrada comunión, y esa piedad, jamás la perdió, a pesar de su vida aza-
rosa de músico y de aquellos tiempos que atravesara.
50
Comprendiendo el Padre Fedriani que no cabía encerrar a los jóvenes en los estre-
chos límites de la oración y el estudio, instaló en la planta baja de su casa, que era
el número 12 de la Plaza de Mina, un recreo o círculo donde ellos pudieran entre-
garse a sus distracciones, juegos, charlas, o comentarios del ambiente que les rode-
aba de sobrados atractivos. Así, los apartó de los peligros propios de su edad, for-
mando su conciencia e inculcando en los chicos sentimientos de orden, piedad,
moralidad y buenas costumbres.
Manolo, que por entonces contaba unos diez y seis años y aún seguía sus estudios
de piano, comprendió que su vocación musical no se limitaba a ser virtuoso de este
instrumento y aprovechando la ocasión que se le brindaba, formó dentro de la agru-
pación una modesta orquesta, escogiendo entre sus compañeros un pianista, un vio-
linista, un violoncelista y otros elementos más para completarla. Así, formado el con-
junto musical, aún reducido a su más mínima expresión, cumplía en parte su come-
tido. Ello fue motivo de júbilo para Manolo, colmando su ilusión de director de
orquesta.
Mas pronto se vio que no era posible sacar algún partido de aquella agrupación
orquestal, a pesar de los esfuerzos del joven director. Un día, su carácter se rebeló
al observar la torpeza de sus huestes y, arrojando la batuta al suelo, con gesto aira-
do y preso de la mayor excitación, hubo de exclamar:
51
Padre Fedriani, director espiritual de Falla.
VII
REVESES DE FORTUNA, PROVIDENCIALES
Como la fortuna de Don José María de Falla sufriera grandes reveses y compren-
diendo Manolo, que, desde niño mostrara un carácter varonil y resuelto, lo difícil que
le sería cursar una carrera, ya de por si larga y costosa, consciente de sus dotes de
pianista, y animado por su vocación, decidió al fin, estudiar el instrumento a fondo.
Con ese objeto, fue a Madrid, a ponerse bajo la dirección de Don José Tragó, cate-
drático del Real Conservatorio de música de la capital de España.
Y acertó en su decisión. Pronto se vio que su aptitud para el piano era extraordi-
naria; bajo la dirección de aquel sabio catedrático y ejecutante, hizo Manolo avan-
ce tan prodigioso que desde aquel momento pudo conjeturarse que llegaría a ser un
gran pianista.
Bajo esos felices auspicios cursó Manolo su carrera; sus condiciones excepciona-
les de entusiasmo, laboriosidad e inteligencia, le mostraron siempre como alumno
prodigio y por eso no extrañó que, al terminar sus estudios, en el año 1899, obtu-
viese el Primer Premio del Conservatorio.
Eran momentos difíciles para un jefe de familia, y llegó el día en que se pensó que
no se podía continuar así. ¿Qué hacer? Jesusa Matheu, se acordó de su hermana
Emilia, casada en Madrid con un señor Ledesma cuyo nombre no recuerdo. Le contó
el estado difícil en que se encontraba, y aquel matrimonio, que estaba en posición
53
desahogada y quería mucho a la familia de su hermana, no dudó en ofrecerle la
ayuda en aquellos tiempos angustiosos.
Ese fue el final de la estancia de la familia Falla en nuestra ciudad, y siguiendo los
pasos de su hijo Manolo, que ya estaba en Madrid y empezaba a abrirse camino,
lleno de tesón y entusiasmo, llevado de su vocación artística, se trasladaron a aque-
lla capital.
Los Ledesma vivían en la calle de Cubas, y allí solían ir a comer diariamente doña
Jesusa y su hija María del Carmen; y en un nuevo ambiente, volvió a reunirse la fami-
lia, en aquel Madrid que empezaba a saber de los triunfos del hijo querido.
Solía Manolo pasar los veranos en Cádiz e iba a hospedarse a la casa del Padre
Fedriani, mas aún en aquella época de vacaciones, no olvidaba su única pasión: la
música. Allí, en aquella población, tenía Manolo, como es natural, muchos y buenos
amigos, Y como dijimos, uno de ellos era mi padre, ya que siempre los Viniegra y
los Falla mantuvieron una estrecha relación de afecto y amistad. Mi padre, además
de ser un devoto de la buena música, sabía tocar el violoncello, y en uno de aque-
llos veranos, precisamente en el del 98, quedó con Manolo en dedicar todos los
domingos un par de horas a la afición favorita de ambos.
-Aquí le traigo, Don Salvador, un ensayo que he hecho y le dedico como primera
composición mía.
54
extraordinarias que Manolo poseía para el difícil arte de la composición. Y las cir-
cunstancias de la vida o el azar reservaban a mi padre la interpretación de la pri-
mera partitura de quién, andando el tiempo, no sólo sería el mejor músico español,
sino uno de los que más se habrían de cotizar en el mundo.
-Manolo -dijo mi padre una vez ejecutada la partitura-, tú vas a ser un gran
compositor.
Y acertó en sus vaticinios,pero si hubiera visto los triunfos de Manolo más tarde,
su sorpresa no tendría límites... Él, ¡que le había acompañado tantas veces al
piano!...
Por cierto, que ya la prensa, allá por el año 1898, con motivo de una de aquellas
veladas que se celebraban en mi casa, hablaba de su talento musical. El Diario de
Cádiz, en su sección de actualidades, y con fecha 28 de Marzo, decía así:
55
Los intérpretes y el inteligente auditorio, estaban sugestionados. Nada
más podía pedirse al que daba como el que más. Y estas notas pode-
mos escribirlas, gracias a la habilidad y corrección en la ejecución que
el artista supo realizar en la particella de piano, en su propia obra.
Mucho se ha hablado del Falla de los cármenes de Granada, y quizá se haya unido
excesivamente su nombre a esa hermosa ciudad que consideraba casi como su pro-
pia tierra, pues allí encontraba siempre ambiente propicio su gran corazón de artis-
ta, pero en Cádiz, donde naciera, tuvo también otros vínculos de amistad y afecto.
Aquel éxito tan merecido, tuvo un resonante eco en la población, y deseando oírle
de nuevo, Don Manuel Quirell, uno de los aficionados más entusiastas de la locali-
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dad, dueño de un establecimiento de música, puso a disposición de Manolo su salón
para un recital.
Allí acudió lo mejor de la ciudad, así como los amantes de la música, que no esca-
sean en Cádiz. Colaboraron en aquella ocasión con Manolo, Don Salvador Téllez
de Meneses, violinista gaditano, profesor del Real Conservatorio de Madrid y mi
padre que, como hemos dicho anteriormente, tocaba el violoncello. Manolo, como
es natural, despertó el entusiasmo del auditorio que le ovacionó fervorosamente. Tan
grande fue el triunfo, que Quirell, una vez terminado el concierto, anunció en voz
alta que para recordar el feliz acontecimiento, pensaba poner una lápida de már-
mol en aquel lugar con esta inscripción:
Pero, como Manolo no se conformara con ser oído sólo por la gente pudiente de
Cádiz, dado su profundo sentido social y religioso, organizó una serie de concier-
tos que comenzaron el 10 de Septiembre de 1899 en el Teatro Cómico, con objeto
de que llegase su música a otras clases más humildes, granjeándose con ello el afec-
to y la consideración de toda la ciudad que le prodigó entusiastas ovaciones.
Manolo, que era hombre de sentimientos muy delicados, quedó desde entonces
muy agradecido a sus paisanos y a la prueba de consideración que le diera Quirell,
que fue la base de una profunda y entrañable amistad inalterable entre ellos, a tra-
vés de los años.
Así que, cuando volvió de nuevo a Cádiz, lo primero que hizo fue visitar a Quirell,
que le invitó a tomar unas copas en su casa con las familias más conocidas de la
localidad. Manolo aceptó muy complacido y la tarde transcurrió agradablemente sin
que faltasen aquellas copas, pretexto de la invitación, pero tampoco otras cosas más
sustanciosas. Fue un espléndido lunch, en toda la extensión de la palabra. Por eso,
cuando Manolo se despidió de Quirell, hubo de decirle:
-Amigo Quirell, ésta ha sido una tarde encantadora, entre buenos amigos y rociada
espléndidamente con este rico vino de Jerez que nos ha dado... y... la añadidura...
Tenía don Manuel Quirell un hermano que vivía en Badajoz y, como todos los
Quirell, muy aficionado a la música; tanto, que dedicaba sus ratos de ocio a la com-
posición. Un día, don Manuel recibió de su hermano tres partituras escritas por él,
57
tituladas Hojas de un álbum, Marcha Fúnebre, y Canzoneta; no ignoraba que se
hallaba en muy buenas relaciones con Falla y que se las daría a conocer.
Su opinión la reflejó en una carta dirigida a don Manuel Quirell, y por ser muy
interesante la copiaremos, pudiendo apreciarse en su redacción cuánta delicadeza
ponía Manolo en sus observaciones y sobre todo, con qué interés estudió su obrita.
Pudiera servir el texto de su carta de modelo de lección de armonía.
Decía así.
58
tos, que permitan la prolongación de los sonidos. De ahí, la conve-
niencia de corales y de cuartetos de cuerda.
59
La misma falta se encuentra en los primeros compases, primero,
segundo y tercero de la página segunda.
Y, para terminar -dice Falla- repetiré a usted lo que creo haber dicho
al principio de esta carta. Encuentro en sus obras, muchas condiciones
de compositor, y en la harmonía especialmente, detalles muy intere-
santes. Veo, que su hermano de usted ha tomado como modelo a
Grieg, y esto demuestra buen gusto.
Ahora se hace tanto bueno, y se aquilata tanto la belleza por los bue-
nos autores, que con el serio repaso de sus obras, se aprende más que
con muchos tratados de harmonía y composición. Claro está, que la
buena base se halla en esto, nada más que la base.
Esto es cuanto puedo decir a usted por escrito, claro es que hablan-
do, puede uno extenderse en más detalles, mientras que de este modo,
sólo es posible fijarse en lo más importante.
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Mucho me alegraré de que puedan ser de alguna utilidad mis obser-
vaciones, que, como dije al principio, aunque modestas, son comple-
tamente sinceras.
61
VIII
PRIMEROS ÉXITOS EN MADRID
Una casa constructora de pianos de Barcelona muy acreditada, la de Ortiz y
Cussó, organizó un Concurso en Madrid, ofreciendo como único Premio un magní-
fico piano de cola y, apenas lo supo, Manolo acudió a inscribirse con objeto de par-
ticipar en el mismo. Se presentaron treinta pianistas.
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Saint-Saën para finalizar su actuación, y viera el rotundo triunfo de su rival con La
Campanella, se decidió a prepararla para dar la batalla en su propio terreno.
Sin embargo, apenas había tiempo para ello, y además del exceso del trabajo,
tenía sus uñas rotas y empalmadas con colodión. La presencia de aquel serio com-
petidor le había desanimado; pero, sin darse por vencido, no vacilaba en superar-
se para conseguir aquel triunfo que ahora pudiera írsele de las manos, así que pre-
paró Campanella a conciencia.
Y, como todo llega en el mundo, también vino el día en que Manolo se sentara
ante el piano en la sala de conciertos donde se celebraba el concurso, vestido irre-
prochablemente de smoking, con aquella calma que le distinguía y que jamás per-
diera. Así, sin inmutarse, comenzó la interpretación de las partituras, base de la
competición. Consciente Manolo de la importancia de su papel, ya que el éxito en
Madrid significaría mucho para su carrera, puso en la ejecución de las piezas todas
sus facultades, que eran muchas, y su genio extraordinario, tocando magistralmente
y conmoviendo al auditorio.
Se vio a Bretón, que presidía el tribunal, mesarse la barba y con gesto nervioso
mirar al techo y a los lados; a Pilar Fernández de la Mora, aquella gran pianista,
que formaba parte del jurado, enjugarse las lágrimas profundamente emocionada y
a Tragó, que era un hombretón, remover su corpulenta humanidad en el sillón en que
estaba sentado, mientras en su rostro se advertía un creciente entusiasmo. Pero
Manolo continuaba imperturbable su programa, con una maestría que no había
mostrado ningún concursante.
Y el éxito de Manolo fue, una vez más, clamoroso; al fin conseguía ganar la bata-
lla a su único rival. Saludó con su habitual sonrisa y se retiró tranquilo, mas llevan-
do en los bolsillos del smoking los votos del tribunal en pleno y el fallo favorable del
público que llenaba el salón, y le había ovacionado repetidas veces con entusias-
mo. Ni que decir tiene que fue necesario otro bolsillo para guardar en él, el diplo-
ma del premio concedido por unanimidad.
64
En un recorte de periódico de aquella fecha, donde aparece el retrato del músico,
se podía leer lo siguiente:
Esta noticia de prensa, aunque no cabe asegurarlo, parece referirse a los éxitos
alcanzados en el concurso de referencia.
65
IX
LA VERDADERA VOCACIÓN DE MANOLO
A pesar del extraordinario éxito que obtuvo Manolo como pianista, su verdadera
vocación era la de compositor, y por ello, sin olvidar el piano, se entregó de lleno
al estudio de la composición.
Y allá va Manolo del brazo de Fernández Shaw, ocultos bajo un mismo lema, a
por el premio.
Pero -se preguntaba el público en Madrid, en los mentideros, cafés y calles- ¿quié-
nes son los autores de la obra?
-¡Ah! -se oía en todas partes- el libreto es de Fernández Shaw, mas, ¿y la partitura?
67
Pero, una vez conseguido el triunfo, lo que deseaba Manolo era estrenar, con ese
empeño de todo artista novel. Era necesario cumplir las bases que para eso habían
sido estipuladas. Sin embargo, como suele suceder cuando se pasa la oportunidad,
aunque suplicaba, rogaba y exigía, todo era en vano. Siempre surgía una dificultad
o inconveniente, dejándose para más adelante lo que nunca debiera de haber sufri-
do aplazamiento, porque la seriedad del concurso exigía cumplir lo ofrecido con
arreglo a las bases.
Hasta que un día, aburrido Manolo, con la firme y resuelta voluntad que poseía,
se dijo:
Manolo había esperado en Madrid desde 1905 hasta 1907, y por eso no cabía
tacharle de impaciente. Sigámosle ahora en su emigración a la capital de las artes
del mundo y sepamos algo de su vida allá por las cartas que envió desde París a los
suyos y a mi padre, apenas se instaló convenientemente.
«Aquí nos han recibido como no podía soñar. Lástima del tiempo que
he perdido en Madrid. Hice oír mi ópera a Paul Dukas, (el gran com-
positor) del que entre otras obras recordamos el Aprendiz de Brujo, tan
conocida del público español. Jamás había pensado el efecto que
había de hacerle. Lo propio me ocurrió luego con Albéniz, que goza
aquí de gran reputación; con Maurice Ravel (el de La Valse y el Bolero);
con Florent Smith; con Ricardo Viñes, nuestro compatriota; con Nin, con
Calwacressi, y con el autor de Werther, de Massenet, que quiere estre-
nar dicha obra aquí en la temporada próxima.»
Como se ve, Manolo había tenido una excelente acogida en París entre el ele-
mento artístico y sus figuras más representativas; pero no le fue fácil llegar hasta
Debussy. Varias veces fue a buscarle a su casa, mas sin encontrarle.
68
Cansado de ir y venir sin lograr nada, preguntó al portero a qué hora acostum-
braba el maestro comer, y decidió aguardarlo en la puerta de su propio domicilio.
No quería que pudiera disgustarse al saber que mantenía contacto con los músicos
más destacados sin conocerle aún a él.
Así que, un rato antes que Debussy volviera a su casa, ya esperaba Manolo impa-
ciente, paseando ante la puerta del edificio y, como viese que el maestro se dispo-
nía a entrar -pues el portero le dijo que era él-, se plantó delante y, quitándose el
sombrero ceremoniosamente, le ofreció el rollo de papel que llevaba en la mano,
diciéndole:
-Señor, haga el favor de pasar su vista por estas hojas, sólo un momento ¡no más!
Ya las han visto Dukas, Ravel y otras figuras de categoría y les han parecido bien,
pero yo tengo empeño en que usted también las vea.
Debussy, cogió el rollo que Manolo le ofrecía, hojeándolo muy de prisa y diciendo:
Emma le oía también embelesada. Aquella mujer tenía tal afición por la música,
que fue la que despertara la gran pasión que sintió por el famoso Debussy.
Comprendía también que se encontraba en presencia de un ungido por el genio. Le
bastaba ver a su marido para confirmarse en su idea. Más tarde confesaría:
69
Cuando Manolo, después de tocar, terminó con unos brillantes compases su actua-
ción, Debussy, le dirigió la palabra.
-¿Es usted, querido maestro, el que me pide que le diga qué es lo que debe hacer?
-Buscad y hallaréis.
Y, desde entonces, Debussy fue uno de los mejores amigos que tuvo Manolo en París.
Sin embargo, a pesar de sus éxitos, recordaba Manolo aquellos tiempos en que
dirigiera las huestes del Padre Fedriani, que tantos quebraderos de cabeza le die-
ron. ¡El deseaba tanto dirigir una orquesta! Y la ocasión llegaba ahora providen-
cialmente pues le ofrecían dirigir la orquesta de Luxemburgo y, claro, aceptó. Ya la
torpeza de aquellos muchachos quedaba esfumada en el recuerdo... Ya eran otra
clase de músicos los que obedecerían a su batuta.
También le daba cuenta en dicha carta de sus actuaciones como profesor, sabien-
do con todo el interés que mi buenísimo padre seguía todo lo relacionado con él.
70
«Las lecciones de piano y armonía, que es lo que daba en Madrid,
también empiezo aquí a tenerlas y mejor pagadas. ¡Diez francos por
lección!»
Manolo trabajaba y luchaba, pero sin olvidar el fin que le llevó a París y escribía:
«La Ópera (se refería a La vida breve) se está ya traduciendo al francés por Paúl
Milliet, que es el autor del libreto de Werther, de Massenet, y quieren estrenarla
aquí, en París, y aunque para eso habrá que esperar algo, probablemente a la tem-
porada próxima, no tengo que decirle a Vd. lo que representa para mi, sólo la espe-
ranza de que pueda estrenar mi obra, en este país, que en la actualidad es musi-
calmente, el primero de Europa. Me han ofrecido la Sociedad Nacional, por si pien-
so hacer oír algunos trozos de orquesta, pero tanto Dukas, como Albéniz, me reco-
miendan que no haga audiciones parciales, esperando el estreno total de la obra.
Cada vez, me alegro más de haberme decidido al fin a dejar Madrid, pues allí no
habla ningún porvenir para mi».
«En el mes de agosto hice una tournée por Francia, Bélgica y Suiza,
con la que quedé muy contento, y además, me sirvió mucho para la
salud, que no andaba muy firme. Gracias a Dios, sigo encontrándome
muy bien, pues el clima de París, a pesar de ser fuerte, por el frío, me
sienta hasta ahora perfectamente».
71
Insistiendo sobre sus éxitos, reproducimos parte de un artículo firmado por José
Betancourt, y por su texto, podremos conocer mejor que por nuestro propio relato,
los legítimos triunfos de Manolo en París. Este original fue publicado en La
Correspondencia de España, diario que fue en aquella época de gran circulación y
uno de los más antiguos de nuestro país. Pero antes, debemos presentar a
Betancourt, ya que la juventud de hoy no sabe de quién se trata.
Era Betancourt un amigo íntimo de don Benito Pérez Galdós y un gran novelista y
periodista del siglo pasado a quien el maestro apreciaba mucho, y por ello le apli-
caba el cariñoso seudónimo de Ángel Guerra, como el famoso personaje de su nove-
la. Y Betancourt, deseando dar una prueba de afecto y respeto a su ilustre amigo,
lo adoptó para la prensa, logrando popularizarse en sus columnas.
Dada una ligera noticia del periodista, transcribamos su original, por ser una prue-
ba de cómo el talento y tesón de nuestro paisano se abría camino, paso a paso, en
aquel ambiente, si bien muy cerrado y casi inaccesible para los de fuera, muy abier-
to, no obstante, para el verdadero mérito y, aún más, para el genio.
72
Lo he visto lanzarse con gran intrepidez a la conquista de París, con
ánimo sereno, ante los riesgos de la lucha, avanzando siempre, paso
a paso, seguro de triunfar; convencido de que, perseverante, y fiando
en su talento y arte, lograría a la postre imponerse.
Bien se ve por este trabajo de Betancourt, con quién intimara Manolo en París, que
conocía a fondo al compositor gaditano. Falla era un hombre de gran fe y estamos
seguros de que, si aquel día que refiere el Evangelio, hubiera ido en la barquilla de
Pedro con los demás apóstoles, no sólo no hubiera despertado a Jesús, sino que
habría impedido a los demás hacerlo. Su fe estaba muy por encima de todos los tem-
porales de la vida, porque confiaba en su triunfo, no sólo en su talento, sino sobre
todo en Dios, a Quién se encomendaba con aquella piedad que, allá en su juven-
tud, le inculcara el Padre Fedriani.
Copio carta de Manolo a mi padre, en la que entre otros asuntos le habla de esa
obra y, aunque trata antes de otros temas, me parece oportuno reproducirla íntegra:
«Querido don Salvador: Como siempre tengo que empezar por pedir-
le mil perdones por no haberle contestado antes a su tan amable y
grata carta del 7 del pasado. Ante todo he de decirle que la tan triste
noticia del fallecimiento de María (q. e. p. d.), me ha impresionado
muy sinceramente. No es esto, ni mucho menos, de las veces en que se
da un pésame por cumplimiento, y le aseguro a Vd., lo mismo que a
Joaquina (mi madre) y a todos, que les he compadecido muy de veras,
tomando parte en su desgracia, pues ya saben Vds. que soy un amigo
que les quiere».
73
Pero una vez cumplido algo que no era debido al protocolo, sino al cariño que
profesaba a nuestra familia, continua su interesante carta:
«He visto que, sin duda, por confusión de mi letra, ha incluido Vd. el
nombre de Saint-Saëns entre los que aquí conocen mi Ópera. Yo aún
no he visto a dicho señor, ni está en París, actualmente; pero, en cuan-
to tenga ocasión de verle, le saludaré con mucho gusto en su nombre,
como desea».
Y por último, Manolo, una vez más, da noticias sobre el asunto que era su princi-
pal preocupación.
«Mande Vd. cuanto guste a su afmo. y buen amigo que sabe le quiere.
Manuel de Falla.
SC. 20 Chalgrin.
74
Ahora tenía la seguridad de que estrenaría ¿cuándo? El luchaba incansable y
ponía, como siempre, su confianza en Dios, pidiéndole su ayuda. Y así, removien-
do dificultades y auxiliado por los buenos amigos que ya tenía en París, consiguió
que su obra fuera admitida para montarla en el Teatro de la Ópera Cómica de la
capital, pero a base de aprovechar el vestuario y decorado de Carmen y de El
Barbero de Sevilla, con las adaptaciones necesarias.
Milliet, el traductor del libreto, figura de gran relieve en la escena francesa, que
había trasladado al francés Caballería rusticana, lo que le valió hacerse millonario,
llegó incluso a enfadarse con Manolo, pues su tozudez dificultaba el estreno. Y le
decía indignado:
-Pero, ¿es posible, que un extranjero, sin nombre aún, ponga todas esas dificulta-
des, cuando debiera darse con un canto en el pecho por estrenar en un teatro, sub-
vencionado por el Gobierno francés, y que goza de tanto prestigio?
Mas Manolo no cejaba, y el forcejeo entre ambos duró hasta que, al fin del año
1912, seguro Milliet de la imposibilidad de convencer a persona tan singular como
Falla, le sugirió que fueran los dos a Niza, a entrevistarse con el director del Casino
para proponerle que se estrenara allí la ópera en las condiciones que impusiera su
autor.
Y ya en esa capital, rogó Manolo a Zuloaga que le dejara elegir en sus estudios
batas auténticas de gitanas, pañolillos de talle, ropas de esquiladores, sombreros de
catite y demás vestuario preciso para montar decorosamente su ópera, a lo que
accedió gustoso el famoso pintor. Las decoraciones fueron pintadas expresamente
para esa obra según los apuntes que diera Germán Falla, hermano del músico, que
75
vivía en París ejerciendo la profesión de arquitecto, quien fue también el que pintó
la portada de la partitura de la ópera y el que le ayudaba en cuanto podía.
Por cierto, que una noche, Germán estaba poniendo en limpio la partitura de la
ópera. Era algo que urgía. Al día siguiente tenía que entregarla Manolo.
Indudablemente se fiaba más del trabajo manual de su hermano que del suyo propio.
Mientras Germán trabajaba, Manolo iba y venía, dando rápidas miradas a lo que
estaba haciendo. Seguramente, tenía cierto nerviosismo, pues se habla comprome-
tido y temía faltar a su promesa.
Manolo, vio con ter ror la flamante partitura estropeada, y se llevó las manos a la
cabeza desesperado. Ya no podía hacerse ilusiones de entregarla a su debido tiem-
po. Era tarde, y no era cosa de obligar a su hermano a que volviera a empezar.
Bastante favor había intentado hacerle.
Al día siguiente, a la hora precisa, Manolo llegaba al lugar indicado con su par-
titura debajo del brazo. ¡Había cumplido su compromiso!...
Dispuesto ya todo a satisfacción del exigente y novel autor, se montó al fin la obra,
que fue estrenada en el Teatro Municipal de Niza, como se había convenido. El coli-
seo presentaba un deslumbrante aspecto, abarrotado de un público muy distingui-
do, y la representación obtuvo un ruidoso éxito, continuando en cartel durante las
sucesivas noches.
Escusado es decir que la noticia llegó a París al día siguiente y la prensa se hizo
eco del éxito, faltando tiempo al empresario de la Ópera Cómica, para escribir a
Manolo y comunicarle que estaba dispuesto a montar la ópera inmediatamente,
aceptando de antemano las condiciones que le señalara antes, ya que La vida breve
había entrado con tanto entusiasmo en el público de Niza, tan competente.
76
Dice el refrán español que «nunca es tarde si la dicha es buena» y eso precisa-
mente ocurrió en esta ocasión, pues, al fin, el empresario de la ópera Cómica se
había dado cuenta de lo mucho que valía la obra que puso en sus manos anterior-
mente Manolo, y a la que regatease con mezquindad medios absolutamente nece-
sarios para su triunfo apoteósico y decisivo en Niza. La realidad demostraba que el
éxito de la representación se debía en parte a los elementos que en ella intervinie-
ron, y buena prueba de ello fue que la Granvillier, protagonista de la farsa, arran-
cando al público estruendosos aplausos, contribuyó en gran parte a su triunfo. Pero
no había que olvidar que esa bella joven y eximia artista era muy conocida del
público inglés del Covent Garden, dónde actuaba con bastante frecuencia y reso-
nantes triunfos.
Esa era la razón que movía al empresario de la ópera Cómica a decidirse a mon-
tar la obra por todo lo alto, con la seguridad de que se llenaría la sala del coliseo
durante muchas noches. Fue encargado del decorado, nada menos que Bailly que
antes pintara Tosca y Madame Buterfly. La vista de Granada de uno de los decora-
dos era maravillosa, y estaba a la altura de los de Roma y Nagasaki de aquellas
otras obras.
Cantó La vida breve la Carrés, esposa del director del teatro, quién puso toda su
alma en la particella, e intervinieron en la representación bailarinas y guitarristas
gitanos, traídos de España. Y otro triunfo de Manolo. La orquesta fue dirigida por el
gran Tullman maravillosamente, interpretando el Intermedio del Amanecer de
Granada, como pieza de concierto. Esta feliz iniciativa se tuvo muy en cuenta por
los directores de orquesta, al incorporar a sus conciertos este Intermedio para darlo
a conocer por el mundo.
Este segundo éxito, ruidosísimo, fue obtenido por Manolo en las navidades de
1913. Manolo ya había triunfado en toda la línea, como compositor y hombre de
férrea voluntad. Cuando volvían Milliet y él del escenario, a donde hubieron de salir
para recibir las ovaciones del público, mi amigo, volviéndose al traductor de su
obra, le dijo:
-¿Ha visto usted cómo un extranjero, sin nombre, ha conseguido que le facilitaran
todo lo que necesitaba para montar la obra en París?
-Sí, querido amigo- le respondió Milliet- he visto lo que vale usted, tanto como com-
positor, cuanto como hombre de inflexible voluntad y fe ciega en su propio mérito,
por eso, le aseguraba, llegaría ese momento.
77
X
LOS FAMILIARES DE MANOLO EN PARÍS
Manolo no se encontró solo en París y, aunque su vida transcurría a un ritmo agi-
tado, dividida entre sus lecciones, sus conciertos y sus numerosas gestiones para
lograr el estreno de su «ópera», como él siempre llamaba a La vida breve, tenía tam-
bién sus ratos de expansión familiar.
En la capital de Francia, vivía un tío suyo, Don Pedro Javier Matheu, y un herma-
no más pequeño, Germán, que por motivos que ignoro, no sé si guiado o impulsa-
do por Manolo, dejó también su patria para marchar a aquella capital a cursar los
estudios de arquitecto.
Mas los domingos se reunían en casa del tío Pedro Javier, allí pasaban unos ratos
de solaz. Germán, el hermano de Manolo, era muy alegre. Además, iban otros pri-
mos, gente joven y de buen humor.
Este había ya empezado a triunfar, pero aquellos primeros triunfos no eran toma-
dos muy en serio por sus familiares y, mucho menos, por aquellos alegres muchachos.
Eso es algo que sucede con frecuencia: que la familia es la última que aprecia los
éxitos de los suyos, y aquella no era una excepción. No podían vislumbrar que aquel
Manolo, que luchaba incansable por conseguir un estreno, que posiblemente creían
que no llegaría a efectuarse, seria un día una gloria mundial, pero sabían que tenía
grandes aspiraciones y por eso... ¿Qué no idea la juventud para reírse un poco?
79
Una noche decidieron ponerle una corona de laurel como homenaje por sus pri-
meros triunfos, pero Manolo se resistió heroicamente, y aquello bastó para que insis-
tieran más. Indudablemente no era su modestia la que se oponía, ni tampoco el que
le molestasen, pues sabía aguantar una broma inocente. ¿Qué sería?
Y por fin eran varios contra uno solo, y aunque Manolo se defendía con tenaci-
dad, digna de mejor causa, tuvo que declararse vencido.
Uno de los chicos colocó la famosa corona sobre la cabeza de Manolo y... ¡Oh
asombro! Sus pelos se le movieron como por arte de magia.
Manolo, no obstante siendo aún muy joven, tenía ya una calva y, por una presun-
ción extraña en él, se había comprado un bisoñé en el mayor secreto. Ni su herma-
no, ni su tio, ni sus primos sabían de su prematura calvicie, y por eso, la imposición
de la corona de laurel tuvo una derivación insospechada. ¿Quién podía figurárselo?
Por eso, Manolo se defendía como sí se tratara de furiosos enemigos. Temía por
su bisoñé y tenía razón. Aquella noche dejó de ser, como él pretendía, una especie
de secreto de estado.
Los contertulios se divirtieron con aquella graciosa burla, pero me figuro, que aun-
que Manolo estaba muy bien educado y procuraría disimular, la procesión andaría
por dentro
Se trataba de María Luisa López de Montalbo, que también estaba emparentada con
D. Pedro Matheu, y acudía a su casa sus días de salida: los jueves y los domingos.
80
Manuel de Falla en París en la época del estreno de La vida breve en la Ópera
Cómica (diciembre de 1913). A su izquierda, la Ópera Cómica.
La joven era de nacionalidad sudamericana y tenía el hablar dulce de los hijos de
esas repúblicas nacidas de España, la madre patria.
María Luisa, cuando terminó sus estudios, regresó a América a reunirse con los
suyos; pero allá, en París, había dejado su corazón. No se trataba de una ilusión
pasajera, de un amor de juventud.
Ambos se querían mucho, y Germán, que gustaba, como ya hemos visto, de gas-
tar bromas, tomó con toda seriedad aquellas relaciones con María Luisa Montalbo.
Tuvieron que poner a prueba su amor, pues pasaron muchos años, desde aquellas
veladas familiares en casa del tio Pedro, hasta la fecha de su casamiento.
Mas había llegado el momento de que aquellos amores juveniles que demostraron
la gran constancia de la pareja, culminaran en el matrimonio.
No fue Germán, el que marchó a reunirse con su prometida. Fue Maria Luisa la
que cruzó, una vez más, el Atlántico para celebrar su boda. Y en París tuvo lugar la
ceremonia nupcial que los unió para siempre. Era el año 1924.
El tío Pedro fue la persona que solucionó en varias ocasiones los problemas eco-
nómicos de Falla. Cuando marchó a París, no contaba más que con una beca de
ciento cincuenta francos y, aunque él también procuraba ayudarse con sus lecciones,
los principios tuvieron que ser algo duros, como suele suceder a todos los artistas.
82
Javier Matheu, que encontró una libreta donde apuntaba lo que entregaba a
Manolo, y siempre ponía a continuación: Pagado.
Cuando vivía en París, pasaba sus Navidades en casa del tío Pedro Matheu. Era
muy apegado a la familia y aquello le consolaba de estar ausente de la suya más
próxima.
Mas llegó un momento en el que había dejado de ser el principiante, el que iba
de un lado para otro solicitando ayuda para el estreno de su ópera La vida breve .
Caminaba de triunfo en triunfo, y el tío Pedro creyó que era mejor no invitarle para
pasar la Nochebuena, pues creía que tendría muchas personas que le reclamarían
y era mejor dejarle en libertad, pero... ¡mi querido amigo Manolo pasó aquellas
Navidades solo... Lo único que le recordó en su departamento aquella festividad, fue
un arbolito de Noel, regalo de la mujer de don Pedro.
Manolo obtuvo un triunfo apoteósico una vez más, pero ya empezaba a acostum-
brarse a la gloria que iba acompañando su carrera ascendente.
Por cierto, que con relación a ese estreno hay una anécdota que merece contarse.
83
Uno de ellos era que no pronunciaba palabra hasta después de la una de la
tarde, y otro, que se daba, durante largos ratos, un masaje en el vientre en com-
pleto silencio.
El día del estreno se presentó a su primo Pierre, en cuya casa vivia cuando iba a
París, el director del concierto Mr. Samaseuil, lleno de gran agitación.
Pierre Matheu, que sabía que no se podía molestar a Manolo mientras se entre-
gaba a sus extrañas tareas, tuvo que decir:
-¿Son éstos?- preguntaba a su pariente, cuando encontraba algo que pensaba que
pudiese ser lo que buscaba.
Y por fin, Pierre halló la partitura, y cuando se la mostró a Manolo, éste volvió a
obsequiarle con un ¡Hum!, aunque aquella vez era más alegre, no sé si porque se
84
había solucionado el problema o porque podía continuar tranquilo su extraña tarea
que, para él, tenía mucho de rito.
Ese Pierre Matheu, al que tengo muchos motivos de gratitud, pues a él debo varios
detalles interesantes de la vida de Manolo, fue para él una especie de secretario
cada vez que tenia que ir a la capital de Francia llevado por sus asuntos musicales.
Mi amigo, no obstante su larga estancia en París, no hablaba del todo bien el fran-
cés y, especialmente, le costaba mucho trabajo el entender y el ser entendido cuan-
do hablaba por teléfono.
Wanda Landovska solía llamarle muchas veces. -¿Está Don Manuel de Falla?- pre-
guntaba. Pierre solía coger el teléfono y le contestaba: -Si, y voy a llamarle.
-No se moleste y puesto que Vd. es su primo puede decirle...-, y prefería dar el
recado a Pierre, convencida de que llegaría más completo al maestro, que tanto
admiraba, que si se lo daba directamente.
Y el fiel Pierre permanecía junto a él, procurando detener lo que a veces era una
verdadera avalancha. Le abrazaban, le apretujaban, pues todos querían llegar
hasta él, y en su entusiasmo casi le mataban.
85
Aquello llegó al colmo cuando después de un «concierto Pleyel», el Presidente fran-
cés, que era entonces Mr. Herriot, prendió sobre su pecho la Cruz de la Legión de
Honor.
Aquel día Pierre aseguró que vió llorar a Manolo, quien para disculparse le dijo:
Por cierto, que en aquella primera visita de Manolo al palacete donde vivían los
Debussy, estaba demasiado preocupado con sus propios asuntos para asombrarse
con algo verdaderamente extraño. Aunque era en pleno invierno y hacia un frío gla-
cial, por las ventanas se veían glicinas, que necesitan de un clima cálido. ¿Cómo se
operaba aquél milagro?
Pierre, que también gozaba de las simpatías de Madame Debussy, que tenía sus
extravagancias, conocía el secreto. Se trataba de un capricho costoso que conse-
guía gracias a que su jardinero reemplazaba las flores cada dos días, y sonriendo
decía:
-Mi querido maestro, ignora el valor de las notas - y recalcaba la palabra note,
que en francés también significa factura.
Una importante casa de Londres obtuvo su autorización para grabar varios discos,
y cuando le escribieron diciéndole las condiciones, estaba en París en casa de su tio
Pierre y le contó atónito lo que le ofrecían.
86
-¿Sabes cuanto le han pagado a Ravel? -le preguntó su tío.
-Lo mismo.
Manolo trató bastante a Mr. Milliet, el traductor de La vida breve, que era presi-
dente de la Sociedad de Autores. Algunas veces, cuando iba a su casa, Madame
Milliet, le pedía que tocara el piano, y él se apresuraba a complacerla aunque aque-
llo le significaba un tormento.
El piano que le ofrecían para exhibir su arte era ciertamente muy hermoso. Se tra-
taba de un Erard de cola, estilo Luis XIV, con muchos dorados y, probablemente,
sería una obra de arte, pero su dueña ponía encima muchos cachivaches y aquel
conjunto molestaba a Manolo.
Y sin embargo, Madame Milliet habrá ignorado siempre que aquellos improvisa-
dos conciertos con que le obsequiaba Manolo tenían mucho más mérito de lo que
ella pudiera suponer.
El tocar era siempre un placer para mi amigo, pero ¡en aquel piano!...
Hay una curiosa anécdota, aunque de tiempos posteriores, referente a un viaje que
hizo Manolo con Rubinstein y que sé, gracias a Pierre Matheu.
Aquello hubiera sido una terrible complicación, pues no había tiempo de que la
enviaran, pero Rubinstein, que tenía una memoria prodigiosa, solucionó el proble-
87
ma. No había tocado nunca aquella obra, y sólo la había visto escrita una vez, mas
¡aquello le bastaba!
Con gran asombro suyo, Rubinstein la tocó igual, y sólo cambió algunos compa-
ses que para el público seguramente pasarían desapercibidos, pero ¡no para
Manolo! No obstante, cuando terminó el concierto, dijo sonriendo a Rubinstein:
Y siempre Rubistein tocó a su estilo la Danza del fuego, que había merecido la
absolución de su autor.
88
XI
ALEGRÍA Y DOLOR
Llegó Manolo a su consagración con resonantes triunfos; los plácemes, las felici-
taciones y enhorabuenas se sucedían constantemente. Vino a ser el hombre del día
en París, y de varios países se apresuraron a pedir autorización para representar en
ellos La vida breve. Pero su gloria iba a nublarse pronto con el estallido de la gue-
rra del 14, pues en aquellos momentos dramáticos, ¿cómo era posible entregarse a
sus inspiradas composiciones?
Decía así:
89
puerta de la Ópera Cómica, señala una memorable fecha, y afirma lo
que venimos señalando en estos últimos tiempos; que la redención de
España, y su colocación en el rango general de las naciones, ha de
venir, precisamente, por los artistas y sus manifestaciones.
Este joven músico, creo que lo es, pues así lo pregonan unos retratos
suyos que he visto publicados, goza ya de gran estimación en el mundo
musical de París. En España, quizás, es menos conocido que aquí. En
el ambiente de ahí, tan estrecho, que apenas si queda sitio para los que
de continuo se agitan, y mueven en él. Luchando y trabajando, lleva en
París varios años, procurando, en cierto modo, continuar la herencia
artística de aquel músico, castizamente español, que se llamó Albéniz.
90
Es tan frecuente encontrar, en estos modernos tiempos, compositores
que andan tan despistados en alardes ridículos de fantasías, rebuscados
efectos, completamente hueros, y otras zarandajas que sólo sirven para
encubrir la falta de recursos melódicos. Sin embargo, Falla ha conduci-
do su inspiración por el camino lógico de la verdad y ha escrito since-
ra, honradamente su música, pensando en el amor, los celos, la alegría
y el terror, que deben escribirse como él lo ha hecho, y, ha acertado.
91
Puede asegurarse que una de las víctimas de la guerra fue mi amigo; de no esta-
llar entonces, hubiera recorrido medio mundo con su obra, de triunfo en triunfo, pero
ya nada tenía que hacer en París, y Manolo hubo de regresar a su patria.
En Madrid se hallaban sus padres, y allí se dirigió, olvidando sus éxitos recientes:
mas esta época de su vida iba a ser sólo un paréntesis de su carrera, pues no muy
lejos le aguardaba Granada y en aquel lugar de ensueño crearía obras que le afir-
marían en su inmortalidad.
Así que, por poco tiempo, se estableció en Madrid; su permanencia fue sólo de
cuatro años, pero resultó muy fecunda para su producción musical.
A aquella época pertenece una versión de concierto, sin voz, estrenada en el año
1916, en la Sociedad Musical de la capital de España, por la Orquesta Sinfónica
dirigida por Fernández Arbós, aquel maestro bajo cuya batuta alcanzara tantos
triunfos, y que fue tan amigo mío.
Al año 1914 pertenece Siete canciones para piano, que vió la luz también en
Madrid y fueron estrenadas por Luisa Vela, que durante muchos años reinó en la
escena española. Y al año siguiente El amor brujo , gitanería en un acto y dos cua-
dros; fantasía coreográfica con voz y pequeña orquesta. La letra era de Martínez
Sierra y fue estrenada en el Teatro de Lara, siendo Pastora Imperio su voz.
Dos años más tarde, fue ampliada esta obra para gran orquesta, por encargo del
célebre bailarín Sergei Diaghilev, con otro nuevo título, El sombrero de tres picos,
viendo la luz el 22 de Junio de 1919 en el Teatro Alhambra de Londres, con coreo-
grafía de Leonide Massine y decorados y figurines de Pablo Picasso, interpretada
92
Pablo Picasso: figurín para «El molinero» de
El sombrero de tres picos, 1919
En una ocasión que estuvieron juntos en Granada, antes de que Manolo se ins-
talase definitivamente en la ciudad de los cármenes, allá por el año 1919, tomó
varios apuntes de su cabeza para hacerle un retrato que terminó años después y
que realmente fue el mejor de los varios que le hicieron a mi amigo. Y eso que pin-
tores de fama mundial, como un Zuloaga y un Picasso, le hicieron posar. Mas nin-
guno tuvo el acierto de Daniel Vázquez Díaz, y por eso es el cuadro que más se
ha reproducido.
Manolo conoció en París a M. Sergei Diaghilev, del que ya hemos hablado, famo-
so bailarín de los Ballets Rusos y, como era tan amante del arte, se trataron mucho.
Triunfos apoteósicos obtenían por todas partes, pero la guerra, que fue tan nefasta
para la carrera de Manolo, perjudicó también a los Ballets Rusos.
94
Sus gestiones dieron el resultado apetecido. Los Ballets Rusos llegaban precedidos
de mucho renombre y se encontraron aquellos «contratos» que tanto necesitaban.
Es posible que tuviera alguna duda, pensando que su hermana podía disfrutar con
un espectáculo, que realmente era maravilloso, pero si fue así, su conciencia recta
se impuso...
No pudo callar, sin embargo, el obsequio que le habían hecho y, con la franque-
za que le caracterizaba, dijo a María del Carmen:
-Tengo un palco para los Ballets Rusos pero ¡eso no es para ti!
Su hermana era como él, y no se empeñó en ir, como hubieran hecho otras en su
caso. Se conformó tranquilamente con la decisión de Manolo.
Y aquella noche, mientras el público madrileño veía por vez primera los Ballets
Rusos, que volvieron a renovar sus triunfos, María del Carmen permaneció en su
casa. Tal vez bullía ya en su mente el deseo de entrar en religión y aquello ¡no le
costó mucho trabajo!
Estaba en París haciendo una tournée, cuando su padre enfermó de gravedad. Fue
algo rápido y, aunque se apresuraron a avisarle, no pudo regresar enseguida.
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Mientras, en el hogar de la familia de Manolo, transcurrian unos días muy tristes.
La madre también estaba enferma del hígado y su marido agonizaba en una habi-
tación contigua.
Los cuartos estaban aislados por puertas con cristales y, como no querían que
aquella se enterara del estado de su esposo, pues no estaba en condiciones de
levantarse, ni le convenían los naturales disgustos, pusieron papeles sobre los cris-
tales para que no pudiera ver lo que sucedía al otro lado.
Aquel matrimonio, tan unido en vida, estaba separado ahora, en los últimos
momentos del esposo amante, por las circunstancias. La enfermedad avanzó depri-
sa, implacable, y llegó la muerte.
Cuando se abrieron las puertas del hogar familiar, de aquel piso que ocupaban
en Madrid, ya no estaban allí ni los despojos queridos de su padre, ¡Había llegado
tarde!
Fácil es comprender la terrible amargura que sentiría aquel hijo amante cuando
supo de la primera gran pena de su existencia. Triste era ya perder a su padre, pero
lo era doblemente por no haber estado a su lado durante su enfermedad y en sus
últimos momentos.
Se había dormido en la paz del Señor, pues era un buen cristiano y eso era un
consuelo para su hijo, que también lo era; pero aquella pérdida le produjo un des-
garramiento de todo su ser. El sufrimiento empezaba a dejar su huella en la vida de
mi amigo Manolo.
96
Mas aquella pena no tardaría mucho en ser seguida de otra, que tal vez fuera aún
más amarga. La pérdida de su querida madre, aquella Jesusita Matheu, a la que
amaba tan tiernamente.
Fue en el año 1920; Manolo caminaba de triunfo en triunfo. Había sido llamado
a Londres para asistir al estreno de su obra El sombrero de tres picos. Mas, precisa-
mente, el día en que se iba a estrenar, recibió un telegrama, anunciándole la grave
enfermedad de su madre. No dudó un momento qué era lo que debía hacer. ¡Partir!
El dolor le había sorprendido cuando esperaba enfrentarse una vez más con el
éxito, que ya no tenía ninguna importancia para él, cuando estaba temiendo perder
a su madre...
97
XII
ENAMORADO DE GRANADA
Manolo era un entusiasta de Granada. La había preferido a Cádiz que le vió
nacer, a Madrid, donde transcurrieron varios años de su existencia, a París que supo
de sus grandes triunfos.
Sentí que no hubiera venido a instalarse en su ciudad natal, en la que tenía bue-
nos y viejos amigos, mas prefirió refugiarse en aquel carmen oculto en la Alhambra
granadina para dedicarse por completo a la composición.
En una ocasión que fui a hacerle una visita, no pude por menos de preguntarle.
Sabía que ningún lazo familiar le unía a Granada.
-¿Por qué no volviste a vivir en Cádiz? Allí te hubiéramos recibido con mucho cariño.
Dejemos a Molina Fajardo que nos cuente en un artículo muy interesante, titulado
Llegada de Manuel de Falla a Granada, cómo se adueñó de nuestro paisano el
encanto de la ciudad de los cármenes.
99
tura de Triana que les dedicara, estampaba su emotivo «¡¡¡Viva
Granada!!!» con tres admiraciones.
Fue entonces, en tal época, cuando Manuel de Falla conoció a Angel Barrios, en
cualquiera de las veladas musicales en que éste tocaba admirablemente la guitarra,
en el piso de Albéniz, rememorando líricamente la Alhambra y el Albaicín granadi-
no. Laura Albéniz, tan poderosamente bella, servía unas copas de manzanilla anda-
luza, y su padre confesaba que su inspiración sobre temas granadinos se debía a
haberse asomado largamente al «cielo bajo», a esa maravillosa visión láctea que se
percibía acodado en el largo pretil del Cubo de la Alhambra.
Y por fin llegó el momento de realizar lo que constituía para Manolo una gran ilu-
sión. En una carta fechada en Madrid el 7 de Septiembre de 1919, dirigida a Angel
Barrios, decía así:
100
Vienen con nosotros Vázquez Díaz (pintor muy notable, cuyo nombre
le será conocido), su señora, y un niño, de ambos. Así es que le agrade-
ceré mucho, haga el favor de retener en la Pensión Alhambra, a más de
nuestras dos habitaciones, una más, con dos camas para esos amigos».
No podía encontrar otro lugar más apropiado para dar suelta a su inspiración y,
cuando se alejó de Granada, se despidió de ella con un «hasta pronto».
Mas aún, tardó algunos meses en poner en práctica aquella idea que llevó a
Madrid prendida en su mente. ¿Qué le detendría? ¿Dudas?... ¿Dificultades?...
Lo ignoro, pero, por fin, llegó el día en que volvió a escribir a su amigo Ángel
Barrios, al que, por lo visto, había escogido para aposentador. Con fecha 30 de
Junio de 1920, le daba instrucciones precisas sobre lo que quería.
Nuestra ciudad marinera le vió nacer, pero mi amigo Manolo se buscó una segun-
da patria chica en aquella Granada, la que siempre quedará unida a su nombre.
101
ríos de nombres árabes, cármenes con flores y una sierra nevada. ¿Cómo no inspi-
rarse en aquellos rincones?
Manolo deseaba trabajar en silencio para no oír más que la voz de su propia ins-
piración, oírse a sí mismo; apetecía de aquellos soberbios panoramas, horizontes;
claros amaneceres, bellos crepúsculos, la blancura de la nieve y el paso tardo de los
borriquillos que van por agua a la Fuente del Avellano. ¡Y las zambras gitanas, y los
rasgueos de la guitarra!...
102
De izquierda a derecha: Francisco García Lorca, Antonio Luna, Mª del Carmen de Falla, Federico
García Lorca, Wanda Landowska, Manuel de Falla y el Doctor José Segura en Granada.
XIII
EN ANTEQUERUELA II
La casita situada en la Alhambra, muy cerca de la famosa finca de los Mártires,
era el sitio ideal para un artista, lejos de los ruidos de la ciudad. La había converti-
do en un templo donde pasaba días y días dando a luz aquellas obras inmortales
que pasearon por medio mundo de triunfo en triunfo, y aún continuarán en los pro-
gramas de concierto con la frescura de entonces.
En aquel carmen fue a encerrarse Manolo con su hermana María del Carmen. Ésta
continuaba soltera. Aunque pensó, en alguna ocasión, hacerse religiosa salesa, no
llegó a llevarlo a cabo, y nunca dijo los motivos que la hicieron desistir.
Con su sonrisa, que irradiaba bondad, hablaba de que era «muy mala para ves-
tir un hábito de monja», mas los que la conociámos, sabíamos muy bien que era sólo
un pretexto.
105
Manuel de Falla fotografiado por su amigo, el fotógrafo granadino Rogelio Robles Pozos en el car-
men de la Antequeruela en 1924.
La vida de mi amigo era sumamente metódica. No era hombre que gustaba de
muchos cambios, de muchas novedades, de muchas diversiones. Se bastaba él solo.
Le bastaba su música.
Manolo se sentía feliz en aquel ambiente tan propicio, y que era como una espe-
cie de continuación del pequeño jardín de su casa. En sus paseos solitarios, prepa-
raría el trabajo del día: pensaba y soñaba...
Antes de escribir se ponía al piano. Sus dedos, ágiles, corrían sobre las teclas y,
entonces, se hacía sonido toda la inspiración que bullía en su mente.
107
Tocaba y volvía a tocar, y después ponía en orden toda aquella melodía. El pen-
tagrama se llenaba de corcheas, semicorcheas, especie de moscas colocadas sobre
sus líneas.
Y mientras Manolo escribía con su gran modestia, ignoraba que estaba compo-
niendo una música que llegaría a ser famosa. Nunca presumió de su arte.
Nadie como él se sintió instrumento del Divino Hacedor, y procuró con mayor
ahínco hacer fructificar los talentos que tan pródigamente le regaló.
En aquellos tiempos, su arte estaba muy lejos de representar una verdadera rique-
za. Como tantos otros, hubo de morir para que sus obras se cotizaran más...
Y así pasaban los días tranquilos, sin complicaciones. Los domingos solía bajar a
la ciudad a oír misa. Un buen amigo, de los muchos que tenía, le enviaba su coche.
Lo agradecía, pues las misas en Santa María de la Alhambra eran a una hora tem-
prana y, como ya hemos dicho, tardaba tiempo en hacer su toilette.
Los dias festivos los dedicaba al descanso y a recibir a sus amistades. Los hombres
subían al sancta sanctorum de Manolo, que era cuarto de estar, despacho, estudio y
donde, colocado en un sitio de honor, estaba su piano.
Las señoras se quedaban en el piso bajo, de tertulia con María del Carmen, pues
tenía dos la casita, y así, pasaban agradablemente la tarde. Sólo se reunían cuan-
do el que consideraban como maestro se ponía al piano. Para ellos, serían proba-
blemente las primicias de sus obras, y aquel pequeño grupo de hombres y mujeres
108
eran una avanzada del público que después llenaría los grandes coliseos, las salas
de concierto.
Allí resonarían tal vez los primeros compases de su Atlántida, que fue el sueño de
su vida, de El retablo de Maese Pedro y de otras composiciones.
Tocaba para sus amigos y para él en aquellas tardes dominicales, agradable solaz
para el artista y para todos los que tenían la suerte de escucharle.
Una vez que fui a ver a Manolo, recuerdo que no sé cómo, en el curso de la con-
versación se lamentó de la humedad de su casita.
-Tendríamos que poner un zócalo de azulejos, pero eso es algo muy costoso. Sin
embargo, hay que pensar qué hacemos.
-Podrías ponerle un zócalo con esteras -le propuse - como he visto en alguna parte,
pues también son buenas para evitar la humedad y no resultan costosas. ¿Por qué
no probáis?
Sé que siguieron mi consejo y, años más tarde, me contaba María del Carmen que
buscaron en un anticuario unos clavos grandes, cómo los de las puertas de las igle-
sias, y quedó perfectamente. De una manera muy sencilla se había resuelto un pro-
blema, y la habitación quedó muy bonita.
En una ocasión, una hermana mia visitó a Manolo en su carmen granadino, acom-
pañada de su marido y de su hija. Hablaron del concierto que daban aquella noche
en el Palacio de Carlos V y en el cual se iba a estrenar una obra moderna que, creo
recordar, era de Ravel.
109
Aquellas palabras impresionaron a mi familiares, y se llenaron de asombro cuan-
do aquella noche escucharon la obra, que encontraron oscurísima y dificilísima de
interpretar y entender.
En cartas suyas que guardo en mi archivo, me anuncia sus frecuentes salidas para
París, Londres o cualquier otro lugar con el objeto de dar recitales de música.
Tuvieron varias actuaciones, y una, en el Palacio Real, donde Manolo tocó como
acostumbraba, maravillosamente. La Reina Cristina disfrutó mucho oyendo a aque-
llos dos admirables artistas, pero hubo algo que le sorprendió y se lo dijo sencilla-
mente a Manolo.
-Lo que más me asombra es como mueve los pedales. ¡Es algo maravilloso!
Y así era en efecto. No fue sólo la Reina Cristina quien elogió la forma de mane-
jar los pedales. Era una de las características que destacaban en Manolo, que toca-
ba de una manera prodigiosa.
110
Aquello lo desgarró interiormente y le produjo una hemorragia. Acudió el doctor,
pero el daño estaba hecho. Sus remedios no pudieron curarle por completo.
-Aquel garfio -decía más tarde María del Carmen- influyó en su muerte, aunque
acaeció muchos años después; pero nunca volvió a estar como antes... ¡Aquel dicho-
so garfio...!
111
XIV
¡MI CHARLA CON MIGUEL CERÓN!
Manolo rindió culto a la amistad y allí, en Granada, donde vivió más de veinte
años, encontró un grupo de amigos verdaderos. Algunos duermen, como él, el sueño
eterno, Aquel Perico Borrajo, Pepe Segura, Luis Aguilera... Otros, en cambio, viven
aún y su recuerdo perdura en ellos, y yo he querido conocer detalles de la boca de
algunos de los que tuvieron con él mayor intimidad: Don Miguel Cerón.
Le vi por vez primera con ocasión de un gran acontecimiento. Vino a Cádiz para
asistir al estreno de Atlántida y, entonces, deseé que nos reuniéramos para charlar
un rato, mas se me escapó como una anguila.
Años más tarde se disculpó por haberse portado conmigo, según sus propias pala-
bras, «como un bellaco».
Aquel día- me dice en una de sus cartas- me puse de pésimo humor, después de
contemplar el mausoleo que machaca los huesos - ya que no el alma- del que se nos
fue para siempre.
Pero Don Miguel Cerón, hombre amable si los hay, se ha dejado por fin atrapar
por mi, aunque al principio se resistió. Tenía sus motivos, y entre ellos, uno que dijo
con toda confianza:
-Mi escaso anecdotario sobre Don Manuel, lo han agotado buenos amigos míos,
tanto mas cuanto que su vida carece de las peripecias y el pintoresquismo que aure-
ola la de otros artistas. Y porque la suya, tan metódica, sencilla e igual, la vivió
hacia dentro, se han escrito tantas majaderías sobre su persona.
Mas, sin embargo, Don Miguel tiene la seguridad de que mis memorias serán res-
petuosas, sobrias y sinceras y por eso, venciendo su natural repugnancia a remover
el pasado del amigo querido, se ha prestado a contestar a mis preguntas.
113
-¿Cómo conoció Vd. a Falla? - le pregunté.
-El Centro Artístico dió a Falla, la primera vez que vino a Granada, una merienda
espiritual y espiritosa en el carmen de Puerta Morayta . ¡Allí le vi y ya está! Poco
tiempo después, cuando se trasladó definitivamente aquí, me lo encontré una tarde
sentado en un poyo del primer paseo de la Alhambra, y acompañado por Ángel
Barrios, a quien llamábamos entonces Pico reondo. Me lo presentó. No le llamé
maestro, ni le hablé de música.
-¿Vas pa arriba? - me dijo Ángel.
-Sí.
-Pues te acompañamos. Y llegamos a la casa de Don Manuel, de donde no salí
hasta después de haber cenado. Vaya usted a saber el porqué de estas amistades.
-¿Cual fue la parte principal que tuvo Falla en el Concurso de Cante Jondo? - inquirí.
-En los dos meses que precedieron a la celebración del Concurso, nos dedicamos
a la búsqueda de cantaores no profesionales. A decir verdad, ese nos es improce-
dente, porque el buscador era Don Manuel Jofré, genial guitarrista amateur y gran
amigo mío. El nos los fue presentando uno a uno, después de sacar de sus ocultas
madrigueras a aquellos seres taciturnos y raros (Ninguno quiso tomar parte en el
Concurso). También era él quien, en las reuniones que a tal fin celebrábamos, acom-
pañaba con su guitarra a éste o aquél cantaor. En sucesivos días fueron desfilando,
un matutero retirado, cuyo nombre olvidé, Paquillo, el del Gaz, gran seguiriyero, y
tío de Frasquito Yerbagüena, inventor de la media granadina y algunos más,
-Una noche, oíamos cantar soleares a un viejo sombrerero de tula y plancha, y algo
sordo, que se llamaba Crespo. Debo subrayar, para que se entienda lo que sigue,
que irradiaba su persona tal halo de bondad, de hombría de bien y nobleza, que
114
toda sospecha de mixtificación no hubiera podido concebirla más que un memo. Tal
vez contribuyera su sordera a la impresión que nos causaba. La expresión de ausen-
cia y lejanía, proverbial de los sordos, punteaba el diálogo con grandes pausas.
Como siempre, estábamos reunidos sólo cuatro o cinco amigos. Entre ellos, uno - que
entonces lo era de todos nosotros y de Falla también, catedrático y ministro luego-
se le ocurrió hacer una ingenua pregunta a Crespo, en el intervalo de uno de aque-
llos silencios: - ¿En qué piensa usted cuando canta? Y fue, la respuesta, digna de
perpetuarse en bronces. «Mujeres... penas... Cuando se me murió mi hijo... que era
lo único... que me quedaba en el mundo... mi compadre Gálvez... y yo... cantamos
por siguiriyas».
Y cuando se extinguió el eco de sus últimas palabras, Falla, que le había escu-
chado, pálido, inmóvil, con semblante de piedra, en el que sólo sus ojos brillaban
como acero, inclinó la cabeza y santiguóse con asombro... Tras un larguísimo silen-
cio nos despedimos unos de otros... y nos separamos pensativos.
-¿Quedó contento Manolo con el Concurso? Era persona muy exigente - comento.
115
Tenazas (que Dios tenga en su gloria) bajito y enjuto de cuerpo, con cara de pocos
amigos y más serio que un ajo. Le quedaba un solo pulmón, porque el otro, allá en
su juventud se lo partieron de una «puñalá». En fin, que en lo tocante a físico y con
ochenta años a cuestas, era la contrafigura de Don Juan. Pues bien, una tarde, mien-
tras contemplaba en silencio, como yo andaba a vueltas con el barro, empezó a
decirme, tímidamente y a media voz: «Me he salío de la Posá... y he alquilao en el
Realejo un cuarto... porque me he juntao con una mujer. Ante mi gesto de estupor
añadió: "No, No, Ná... Es pa que me avíe el puchero". Unos días después conté
esto a Falla, y aún recuerdo como se reía. Con aquella risa suya que apenas hacía
ruido pero, que en el tímpano de mi espíritu resonaba como una catarata. ¡Para que
digan que estaba siempre obsesionado con el morire habemus! ¡Como si la alegría
no fuera un regalo de Dios!
Aquella salida del viejo cantaor me hizo a mi también mucha gracia y tuve que
tardar un rato antes de hacer una nueva pregunta a Don Miguel. Por fin, volví a
interrogarle.
-Me han dicho que un grupo de los amigos de Manolo se dedicaba a hacer repre-
sentaciones teatrales para entretenerse. ¿Dónde las hacían? ¿Quiénes eran los
improvisados actores?
-Le han informado a usted mal sobre eso de represetaciones teatrales. Lo siento. Lo
único fue lo que Federico García Lorca se inventó: Los títeres de Cachiporra, espe-
cie de guiñol primitivo o, hablando con más exactitud, lo que el buen pueblo -y yo
también- llamábamos el Cristobica. Las funciones se daban en la casa dónde vivía
con sus padres, Lorca, en la acera del Casino. El escribía las farsas con el enorme
ingenio que siempre tuvo; imitaba con gracia inimitable las distintas voces: gango-
sas, chillonas o broncas, y le ayudaban a mover los hilos de los fantoches, su her-
mano Paco y su hermana Concha. ¡Quién sabe si entonces concibió Falla la idea de
El Retablo de Maese Pedro
-Sí, aunque Federico era mucho más joven que Falla. Entonces Federico no se
había dado a conocer todavía y su nombre sonaba sólo entre amigos. Falla, aun-
que nunca mostraba gran entusiasmo por nadie, intuyó el genio de Lorca y juntos
trabajaron en el montaje de algunas piececillas de guiñol. Una vez, Federico conci-
bió la idea de alquilar unos murguistas:; músicos callejeros que existían entonces en
Granada y se dedicaban a echar serenatas las vísperas de las onomásticas a los
116
notables de la ciudad. Pues bien, con ellos, una noche, el 31 de diciembre, pensa-
mos darle una serenata a Falla en la madrugada del día de su santo. Dicho y hecho.
-Llevaba Falla varios días en Sevilla cuando llegué para asistir al estreno de El
Retablo de Maese Pedro. No estuvimos juntos aquella tarde más que un momento.
Cuando por la noche, después de la audición, salí del teatro, -sin intentar verle- me
dediqué a divagar por las solitarias y silenciosas calles de Sevilla, y así, me estuve
hasta el alba. Como había salido de Granada muy temprano y estaba cansado,
decidí meterme en la cama. Pero cuando empezaba a coger el sueño, oí con sobre-
salto un ruido extraño. En el cuarto contiguo, separado por una puerta de tiritaña,
habían encendido la luz. Y entonces percibí claramente el chucu-chucu del vecino,
que se estaba cepillando los dientes, o se los estaba haciendo polvo, según lo que
sonaba. Luego del restregamiento, le tocó el turno a la garganta, glú-glú, y vengan,
uno tras otro, interminables gargarismos. Ya duraba una hora el concierto, cuando
le llegó el turno a la nariz. Sorbetones, resoplidos y estornudos. Todo aquello no me
hubiera impedido dormir, tan cansado estaba, a no ser porque, cada dos o tres
minutos, volvía a despabilarme el estruendo que producía cada buche de agua, al
precipitarse sobre el fondo de una cubeta de latón.
-¿Quién podría ser ese vecino?- le pregunté. Y don Miguel, me contestó sonriente:
-Lo que menos podía imaginarme es que fuera Falla quien hiciera aquellos ruidos
y a aquellas horas. Por entonces no conocía yo su estrafalario repertorio sobre reglas
de higiene.
117
Después de una pausa continuó
Tuvo la suerte de ser amigo de Manolo y de conocer palmo a palmo su vida duran-
te los años que habitó en Granada; pero también creo que Manolo tuvo una gran
suerte con encontrarle a él, porque quién halla un buen amigo encuentra un tesoro,
y Don Miguel me hace el efecto que es oro de ley.
118
XV
JOSÉ SEGURA Y SUS HIJAS
Manolo solía escribir sus cartas a mano, mas llegó un momento en que su corres-
pondencia y sus asuntos profesionales habían aumentado tanto, que hicieron nece-
sario buscar alguien que le ayudara y desempeñara el cargo de secretario. No le
fue difícil; uno de sus buenos amigos, de los muchos que tenía en Granada, se pres-
tó a ello. Se trataba de Don José Segura, catedrático de la universidad de aquella
ciudad.
A tout seigneur, tout honneur se podría decir. Tal vez, desde entonces, empezaron
a llegarme sus cartas escritas a máquina, aunque ignoro si él sería quien lo hiciera,
mas no lo creo, aunque a mi no me dijo nada.
Sin embargo, sé que a su buen amigo Miguel Cerón, cuando en los últimos años
de su estancia en Granada, le escribía, siempre empezaba la carta con la siguien-
te frase sacramental: «Perdone usted la maquinaria».
119
Mi amigo tomaba poca parte en la conversación cuando se tocaban esos temas
superficiales, tan frecuentes entre mujeres, mas cuando se trataba de asuntos serios
se desataba su lengua y resultaba francamente ameno. Se encontraba feliz cuando
estaba entre amigos, y la familia Segura era muy querida para él.
En general, era cariñoso con los niños, pero con los hijos de aquel matrimonio, lo
era en extremo y tomaba todo lo que les sucedía como propio. Aceptó ser padrino
de uno de ellos, que recibió el nombre de Manolo, y aquel chiquillo, cuando fue ya
hombre, eligió la «mejor parte» según la frase del Evangelio, entrando en la
Compañía de Jesús y hoy es, Provincial del Paraguay.
Las hijas del secretario de Manolo, Rita y Concha, desde muy pequeñas, pasaban
largos ratos en el carmen y ayudaban a María del Carmen en muchas ocasiones,
pues solía padecer crisis doméstica.
A pesar de la bondad de los habitantes de aquel hogar, rara vez tenían el servi-
cio completo, quizás por el aislamiento en que vivían o por el horarío tardío de sus
comidas, especialmente de noche, en que lo hacían a horas avanzadas. Es verdad
que les visitaban algunos amigos que nunca tenían prisa por irse, y se prolongaban
aquellas veladas. El resultado era que María del Carmen llevaba en muchas oca-
siones el peso de la casa, y agradecía a aquellas chiquillas amables que le descar-
garan un poco de su tarea.
Rita y Concha llevaban a los pobres y a algunas monjitas de clausura todo cuan-
to les entregaba mi amigo y, por cierto, que las del convento de Santa Catalina
obsequiaban a Manolo con unas riquísimas empanadillas.
José María Pemán, otro famoso gaditano, tomó una tarde en casa de mi amigo
esas empanadillas con una copita de vino dulce, e hizo un comentario.
120
Manuel de Falla con José María Pemán en Granada el 28 de septiembre de 1937.
Manolo era muy hospitalario y procuraba atender a los que llegaban a visitarle.
En una ocasión se le presentó la princesa de Polignac. Tal vez quería hablar con él
de El Retablo de Maese Pedro, que más tarde se estrenó en su palacio de París, ya
que fue escrito, precisamente, por encargo de ella.
- Conviene no tomarla con el estómago vacío -le aconsejó- y con un poco de limón.
Y así, con unos y con otros, con infinita paciencia. Para todos tenía una buena
palabra, y siempre estaba presto a dar su ayuda a los que acudían a él.
-Quién tuviera veinte duros para no tener necesidad de trabajar, y poder vivir al
lado de usted.
-Por mucho que se tenga, siempre es preciso trabajar, si no para uno, para los
demás.
122
ción, y es que según frase suya: "Hay que tener mucho cuidado con el mal gusto
que es la fuente de los pecados ocultos"
En las noches veraniegas, solía sentarse en un banco, en aquel jardín, que era
como un balcón abierto sobre la vega. Un farol colocado en la estrecha calleja,
sobre el muro del carmen, le daba de lleno en la cara, y María del Carmen, para
evitarle esa molestia, le hizo una pantalla.
Un día, Rita y Concha fueron encargadas de una delicada misión por parte de
Manolo. Los chiquillos del colegio de Ave María se dedicaban a ensayar sus instru-
mentos musicales a las once de la mañana. Los agudos sonidos de las trompetas lle-
gaban hasta el carmen, y Manolo no podía trabajar. Al principio procuró tener
paciencia, mas todo tiene un término en este mundo y también su paciencia se
agotó.
-Agradeceré que vayáis a ver al Padre Manjón -dijo a las chicas- y le pidais, de
mi parte, que sus alumnos no toquen la trompeta a esa hora -y subrayó este ruego
con una frase que usaba mucho. -¡Eso es diabólico!
Otra vez, cuando las chicas ya eran mayores, surgió otro conflicto, La compañía
de electricidad puso un cable que cortaba la vista del maravilloso paisaje que se
contemplaba desde su carmen. Manolo era muy sensible, y cualquier cosa constitu-
ía para él un serio problema. Aquel cable lo fue efectivamente, pues el director, al
que acudieron, no se mostró al principio muy conforme en complacerle; era nece-
sario para el servicio.
123
De izquierda a derecha: Antonio Luna, Manuel de Falla,
Federico García Lorca y José Segura durante una excursión por
la provincia de Granada en 1923.
Rita y Concha recuerdan aún que, cuando eran pequeñas y Manolo iba a su casa,
les pedía que le cantaran coplas populares: aquellos aires de nana, aquellos villan-
cicos que les habían enseñado sus tatas, mujeres pueblierinas. Tal vez buscaba en
ellos fuentes de inspiración.
Y Manolo, que tenía en su casa dos magníficos Pleyel, se sentaba ante el piano
que había en el cuarto de los niños, en pésimas condiciones y no desdeñaba acom-
pañarlos en sus cánticos.
Por cierto, que como dato curioso, diremos que la Casa Pleyel había contraído la
obligación de suministrar a mi amigo con un par de sus mejores pianos, y cada dos
años los cambiaba por otros; mas no se crea que todo era desinterés en ese rasgo, ya
que luego aprovechaba la ocasión para venderlos a buen precio, por haber sido toca-
dos por las manos del que ya era considerado en el mundo como un genio musical.
Si bien es cierto que hubo momentos en que Manolo ganaba mucho, siempre
vivió, como ya he indicado, con gran austeridad y su habitación tenía más bien el
aspecto de una celda de monje.
Hizo uno por Italia, en el cual supo de éxitos apoteósicos, y cuando le ovaciona-
ban y felicitaban, decía a su secretario en voz baja, con su fina ironía gaditana:
125
-¡El burro cargado de milagros! ¡Vámonos!... !Vámonos!...
Su religiosidad, que siempre fue grande, parecía que crecía con su arte, y daba
una importancia inmensa al cumplimiento del precepto dominical de oír la santa
misa.
José Segura, el que fue su secretario y su amigo, pasó a mejor vida, pero los suyos
y aquellas chiquillas, Rita y Concha, -ya madres de familia- -no olvidan nunca los
tiempos de su infancia y juventud, cuando visitaban y trataban al querido y admira-
do maestro.
126
XVI
CONCURSO DE CANTE JONDO EN GRANADA
Recuerdo que desde muy pequeño sentía Manolo un gran entusiasmo por el cante
jondo: esa manifestación del arte musical, nacida del alma del pueblo. En éste buscó
su fuente de inspiración y lo estudió con cariño. Cuando se reveló su talento como
compositor, intentó llevar al pentagrama aquellas armonías, aquellos sones, que
tanto le gustaban.
Decía de él:
-Es un arte que tan sólo los artistas deben investigarlo. Hagámoslo, pues, los músicos.
Temía que, al correr del tiempo, fuera cayendo en olvido, pues sabia que cada vez
era más escaso el número de profesionales que se dedicaban al puro y auténtico
cante jondo.
Creía que era preciso hacer algo para que fuera más conocido, más comprendi-
do y divulgado, pues de seguir así sospechaba que llegaría a perderse lo que con-
sideraba un enigmático tesoro, cuyas raices milenarias se hundían en un remoto
pasado.
127
Y eso creía y temía, y por eso Manolo pensó que sería muy interesante organizar
un concurso de cante jondo en Granada. ¿Dónde mejor? En sus cuevas del
Sacromonte; los gitanos seguían bailando y cantando, entre la cal blanqueada de
sus muros y cacharros de cobre, danzas influenciadas por otros pueblos que habían
pasado por allí. Granada era un magnífico escenario y, poco a poco, fue entusias-
mándose con la idea de que el concurso llegara a ser una realidad.
Un día, habló de aquella inquietud, que llevaba muy dentro de su ser, con su ínti-
mo amigo, don Miguel Cerón.
-Se van perdiendo muchos valores artísticos -se lamentó- y una buena manera de
descubrir los que aún quedan sería la realización de un concurso de cante jondo.
García Lorca estuvo también por completo conforme con su idea, y como primer
paso, en aquel camino que se proponían recorrer, escribíó el poeta un texto, que titu-
ló El Cante Jondo, Primitivo canto andaluz, que fue leído una noche en el Centro
Artístico.
Aquello, podríamos decir que fue una especie de Pregón del Concurso de Cante
Jondo, pues no quedó sólo dentro de los muros de aquel centro, sino que se espar-
ció a los cuatro vientos. Fue recogido por revistas y diarios.
El primer paso estaba ya dado, y la noticia de aquel concurso, que tendría por
marco la Ciudad de los Cármenes, fue acogido con gran ilusión por todos los entu-
siastas del cante jondo.
128
Mientras, los organizadores trabajaban incansables. Aquel trío que inició las tare-
as vino a convertirse en quinteto, pues otras dos personalidades artísticas se sumaron
a ellos. Andrés Segovia, el mago de la guitarra y el también guitarrista Manuel Jofré.
Mas el anuncio del Concurso, no despertó en todos los ambientes el mismo entu-
siasmo, pues hay personas que sólo al oir pronunciar la palabra cante jondo, tuer-
cen el gesto y aún se atreven a decir con suficiencia, como quién está en posesión
de la verdad:
Los detractores del cante jondo están lejos de sentir inquietud por su posible des-
aparición, lo que sucedería cuando no hubiese auténticos cantaores que lo trasmi-
tieran de generación en generación y de garganta a garganta.
Pero mientras el anuncio del Concurso de Cante Jondo era acogido por unos, tal
vez los menos, con entusiasmo, y por otros con completa indiferencia, sus organi-
zadores no se daban tregua, ni reposo.
129
Les pareció que la época mejor sería aquella que coincidiese con las festividades
del Corpus que atraen a la ciudad miles de forasteros. En las noches del 13 y del
14 de Junio del año 1922, verdaderamente maravillosas, tuvo lugar la celebración
de aquel Concurso de Cante Jondo, con tanto cariño preparado, y gracias a la
ayuda valiosa de hombres entusiastas, y especialmente de mi amigo Manolo, su ini-
ciador y alma, los sueños se convirtieron en realidad.
Se formó un tribunal, compuesto por Pastora Pavón (La Niña de los Peines), Antonio
Chacón y Manuel Torre (El Niño de Jerez), que debía dictaminar sobre los cantao-
res, que fueron acompañados por Ramón Montoya.
Los guitarristas también tuvieron sus técnicos: Andrés Segovia, Manuel Jofré y
Amalio Cuenca.
La Alhambra, iluminada, recibió a sus visitantes llegados de todas las partes del
mundo. Músicos, poetas, literatos, se sintieron atraídos por aquel concurso que iba
a tener por escenario el Patio de los Algibes.
Todo aquél que haya estado en Granada y conozca ese lugar de ensueño, podrá
comprender por qué Zuloaga, entusiasta colaborador encargado del exorno de
aquel paraje, no tuvo mucho que hacer allí, pues la plazoleta se adornaba a si
misma con su inigualable belleza.
130
Muchas damas y jóvenes se presentaron ataviadas con los pomposos miriñaques
del 70, luciendo escotes isabelinos, joyas antiguas y abanicos extraídos de los vie-
jos arcones, y componían una maravillosa estampa de la época.
Los guitarristas ganadores fueron: José Cuellar, de Granada, que obtuvo quinien-
tas pesetas y el Niño de Huelva, doscientas cincuenta.
Aquellas noches estivales han dejado un recuerdo imborrable para los que tuvie-
ron la suerte de ser testigos del Concurso de Cante Jondo. Yo no pude asistir, aun-
que sintiéndolo mucho; obligaciones ineludibles me retenían en Cádiz. Lo seguí con
interés.
Años más tarde, creo que por el año 1938, estuve visitando a mi amigo Manolo.
Entonces no estaba en su carmen de la Alhambra; pasaba una temporada en La
Zubia, en una finca propiedad de la familia Borrajo, con la que le unia una gran
amistad.
Hablamos de diversos temas, pues hacía tiempo que no nos veíamos, y natural-
mente no pudo faltar el del Concurso de Cante Jondo, en el que puso tanto de sus
entusiasmos.
-Esas cosas siempre traen digustos. Hubo discusiones sobre las diversas maneras
de cante jondo. Había discrepancias...
131
-Actuaron los mejores profesionales, mas... llamó la atención un viejecillo que, por
cierto, vino desde Puente Genil andando, y cuyos cantares eran los que más recor-
daban los primitivos.
Esperaba recoger lo que aún quedara del auténtico y puro cante jondo, y hallar a
cantaores capaces de continuar trasmitiéndolo en toda su pureza, y temo que quedó
defraudado.
Mas estoy convencido de que su empeño, y el de todos los que colaboraron con
él, no fue vano, y aquel concurso, tarde o temprano dará frutos sazonados...
122
132
Detalle de la caricatura del Concurso de Cante Jondo por Antonio López Sancho,1922.
XVII
ORQUESTA BÉTICA
Ya he hablado de la batuta de Manolo cuando dirigía a la agrupación de jóvenes
del Padre Fedriani y de aquella otra ocasión que debutara en Luxemburgo con rotun-
do éxito. Pues bien, a pesar de sus triunfos como pianista y compositor, deseaba
ante todo ser director de orquesta.
Y llegó el día en que alcanzó lo que fue la ilusión y empeño de su vida: dirigir su
propia orquesta. Se presentaba la ocasión de fundar en Sevilla con la colaboración
del profesor de violoncello, Don Segismundo Romero, un conjunto musical, integra-
do por valiosos elementos de la capital andaluza que fue puesto bajo la dirección
de Ernesto Halffter, discípulo predilecto de Manolo.
Hagamos historia.
En el año 1923 vino a Cádiz una compañía lírica, al Gran Teatro (todavía no se
llamaba de Falla) y en la orquesta figuraba un violoncellista sevillano, Don
Segismundo Romero. Dada mi gran afición al violoncello, al oír al señor Romero y
advertir que se trataba de un consumado violoncellista, me acerqué a él en el pri-
mer entreacto. Luego de saludarle me presenté como muy aficionado a aquel instru-
mento, y hablando, hablando, me dijo la buena amistad que tenía con Manolo. No
fue preciso más para que nos considerásemos, en el acto, como amigos.
135
Seguí cultivando esta amistad que me fue muy valiosa, ya que años más tarde Don
Segismundo me facilitó toda clase de datos sobre la Orquesta Bética, que debía su
origen a nuestro común amigo Manolo. Se habían conocido el Jueves Santo del año
1921, al terminar la interpretación del Miserere de Eslava, en la Catedral de Sevilla;
el gran Maestro de Capilla, Don Eduardo Torres, le presentó a Manolo que se encon-
traba allí con unos amigos de Granada y entre ellos estaba el que después fue su
secretario, Don José Segura, catedrático de la Universidad de Granada.
-Cuénteme algo sobre ella -ruego a Don Segismundo Romero en la visita que le
hice -¡Es muy interesante!
-Al indicar a Don Manuel -me dice- que teníamos en Sevilla magníficos instrumen-
tistas, en aquel mismo día me hizo el honor de encargarme de la organización de la
orquesta, de los cantantes y del estreno de la versión de concierto de El Retablo de
Maese Pedro. Tengo que confesar, con plena autenticidad histórica, la ayuda tan efi-
caz y desinteresada que en aquella labor, que se me había confiado, me prestó Don
Eduardo Torres y la Sociedad Sevillana de Conciertos, que financió todos los gastos
del estreno dirigido por Don Manuel, el día 23 de Mayo de 1923, en el Teatro San
Fernando de Sevilla. El éxito de la obra fue de apoteosis, y Don Manuel quedó
encantado de la calidad de los instrumentistas que habíamos formado la orquesta y,
entonces, fue cuando él me sugirió la idea de constituir la Orquesta de Cámara, y
reconozco que el empeño me pareció un tantico difícil. Mas Don Manuel me anima-
ba, y por fin, en el mes de septiembre del año siguiente, fui a Granada para traba-
jar con él en la formación de la orquesta y programas para su presentación.
-Al regresar a Sevilla con el formato de la orquesta, di mis primeros pasos por la
calle de la amargura, pero también tuve colaboradores magníficos, como el fago-
tista Antonio Zaragoza, el clarinete don Manuel Navarro y el violinista, que tantos
años fue secretario de la orquesta, Vicente García Serantes, mi leal colaborador que
136
siempre, con su fina inteligencia, me ayudó a resolver tantísimos problemas necesa-
rios de solventar.
Unos treinta, que puedo enumerarle: cuatro violines primeros, tres violines segun-
dos, dos violas, dos violoncellos, dos contrabajos, dos flautas, dos clarinetes, dos
oboes, dos fagotes, dos trompetas, dos trompas, un timbal, un arpa, un piano-clavi-
cémbalo, un director, un director técnico y un jefe de movimiento.
Por él, aparecíamos como únicos fundadores de la Orquesta Bética, Don Eduardo
Torres, Don Manuel de Falla y mi modesta persona. Torres fue el que dirigió todos
los ensayos hasta la llegada de Ernesto Halffter que, según propuesta del mismo Don
Manuel, iba a ser el director de la Bética. Yo no le conocía, mas como mostró gran
interés porque fuera aceptado, quedó nombrado, y en el concierto de presentación
se reveló ciertamente como un gran director.
Entonces sólo contaba diecisiete años, ¡Don Manuel sabía muy bien lo que reco-
mendaba!
-¿Dirigía algunas veces la orquesta Falla?- le pregunté, pues aunque tenía noticias
de ello, quería cerciorarme.
137
de la Orquesta Bética de Cámara por las principales capitales de España, estre-
nando, en representación, El Retablo de Maese Pedro que Don Manuel dirigió en
Sevilla, Valencia y Barcelona. En esta última capital se estrenó Psyché, maravillosa
obra de Don Manuel, para voz soprano, arpa, flauta, violín, viola y violoncello.
-Uno de los conciertos que nos dirigió Don Manuel fue el que se celebró en el
Congreso de Oleicultura, celebrado en Sevilla. Dicho concierto tuvo lugar en el
Teatro San Fernando, y, como ya he dicho, lo dirigió Don Manuel a petición mía.
Me explicaré: desde la fundación de la orquesta, el problema más agudo que tení-
amos era el del instrumental de madera y metal, pues los instrumentos que poseían
mis compañeros eran anticuados y defectuosos. Entonces decidimos pedir el instru-
mental a la casa Cuesnon, de París. Naturalmente, había que garantizar el pago de
su importe (creo eran unas seis mil pesetas) y esta garantía la firmamos Don Eduardo
Torres, director técnico de la orquesta, y yo. Don Eduardo no tenía más solvencia
moral que su sotana, y por lo que a mi respecta, sólo contaba con el violoncello.
Claro está, que en aquella época esa cantidad era fabulosa para nosotros, y para
no vernos envueltos en un proceso por falta de pago, vino el milagro en forma de
aceite o, lo que es lo mismo, aquel concierto para el Congreso de Oleicultura por la
Orquesta Bética.
-Sí, mas al tratar conmigo el presidente de dicho congreso, puso dos condiciones;
la interpretación de El amor brujo, de una parte, y la direcci6n de Don Manuel, de
otra... Precio... ¡Seis mil pesetas! Con ello estábamos efectivamente ¡salvados!... si
venía Don Manuel a dirigir. Con las seis mil pesetas del concierto pagaríamos a la
Casa Cuesnon el importe de los instrumentos. Se lo pedí en carta inolvidable, y vino.
138
-¡No!- me contesta-. Hace años que me separé definitivamente de la orquesta; cau-
sas personales me movieron a ello y, sobre todo, el desamparo económico en que
la corporación vivió siempre por parte de los organismos oficiales.
-Se compró en París hace aproximadamente cien años y es una buena imitación
de Bergonzi.
-¿Una última pregunta? -le digo-. ¿No sería indiscreto saber en qué trabaja en la
actualidad?
-Ya no doy lecciones; sigo estudiando y, además, compongo alguna que otra suite
para cuerda. Últimamente he compuesto un Impromptu para piano, tomando como
base la cadencia granadina.
Cree que uno de los fines principales de la creación de la Bética fue el de difun-
dir por todo el ámbito nacional las obras de Don Manuel de Falla, y nos habla con
entusiasmo del estreno de El Retablo de Maese Pedro en el Palau de la Música de
Barcelona, al que asistieron Miguel Llovet, Lamote de Griñon, Casta, la viuda del
glorioso compositor Albéniz, y otras personalidades. Este éxito ruidoso de la capital
139
catalana dió lugar a que, merced a gestiones del Marqués de Polignac, se trasla-
dasen algunos elementos de la orquesta a Londres.
Fernando Olivares tuvo amistad con Manolo y conoce detalles de su vida: no igno-
raba que tenía por costumbre apartar de la liquidación de los derechos de autor lo
indispensable para vivir, y el resto lo dedicaba a limosnas a los pobres, Su salud, a
veces, era precaria, por lo que si los ensayos eran demasiado largos, le acometían
ligeros vahidos y era necesario sentarle y traerle una taza de café.
140
Manuel de Falla dirigiendo la Orquesta Bética de Cámara, a la izquierda de pie, atiende
Ernesto Halffter (Sevilla, 1924).
XVIII
PROFETA EN SU TIERRA
Cuando en el mes de mayo de 1926, la Orquesta Sinfónica vino a Cádiz a dar
un Concierto a la Asociación de Cultura Musical de la que yo era representante, la
dirigía, con su personalidad inolvidable, Don Enrique Rabos, que supo llevar a la
agrupación de triunfo en triunfo por el mundo.
Arbós tenía buenos amigos en Cádiz y, como era lógico, estuvieron pendientes de
él durante su estancia en la capital. En una ocasión, en que se hallaban reunidos sus
íntimos con él, vino a comentarse la actualidad musical, y el maestro reconoció que
Manolo era lo más grande que conocía en música, y que aún el propio Debussy
compartía con él esa opinión, pues prescindiendo de los anacrónicos conceptos de
un arte nacional y el excesivo patriotismo galo, anteponía Falla a sus compatriotas.
Y se puso de nuevo sobre el tapete la valía de nuestro ilustre paisano que ya cono-
cíamos a través de la prensa. No se ignoraba que la mayor parte de las naciones
se lo disputaban, y que había recorrido medio mundo en tournées pianísticas, de
éxito en éxito... Sólo había rehusado ir a los Estados Unidos, a pesar de haber sido
invitado varias veces a aquel país. ¿Por qué? ¿Acaso su rectitud exagerada y su
carácter extraño y reservado habrían influido en tal determinación?...
143
la población orgullosa de su paisano. Pero, a pesar del sentimiento de admiración
profunda y unánime de Cádiz, nada se había hecho por mostrar a Manolo que aquí
seguíamos sus pasos y estábamos ufanos de contar entre nosotros con un músico de
tan excepcionales méritos. Esa fue la razón por la que Don Agustín Blázquez, alcal-
de de la población entonces, creyera llegada la oportunidad de concretar el senti-
miento popular para expresar a Manolo la satisfacción de la ciudad por tenerle entre
sus hijos.
Y en una ya histórica sesión municipal propuso la idea, que fue aceptada clamo-
rosamente por unanimidad, de rendirle un homenaje. En esa propuesta, recomen-
daba el alcalde que estuviera a la altura del nombre y prestigio mundial alcanzados
por Manolo. Este acuerdo del ayuntamiento, que con evidente acierto venía a darle
una satisfacción de su patria chica, fue dado a conocer por el Diario de Cádiz, que
aplaudió con entusiasmo la iniciativa, reservando en sus columnas el espacio más
adecuado para su comentario.
Se dice de él, entre otras muchas ocurrencias, que un antiguo amigo suyo, al que
hacía tiempo que no veía, le dijo al encontrarle:
144
-¡Es verdad! Dios me ha concedido una salud admirable y hago mi vida comple-
tamente normal, sin que los años me obliguen a achicarme... Lo único que me asus-
ta es el peligro amarillo...
-Pero, ¿qué tienen que ver los habitantes del Celeste Imperio contigo, José María?
Y Don José María Salazar aclaró, con esa sonrisa suya tan característica que en
él se veía cuando hablaba en broma:
Claro, que todos los que escuchaban el diálogo rieron y de muy buena gana.
Dije, para seguir el hilo de mi narración, que este gaditano singular, de simpatía
y gracejo extraordinario, y muy popular en las tertulias del Casino Gaditano e inclu-
so en la población, había sido nombrado presidente de la comisión pro-homenaje a
Falla. Indudablemente esta elección, por las condiciones apuntadas, había sido un
acierto, ya que Salazar, asistido de aquellas personas de relieve que hemos citado,
llevó a cabo con verdadero éxito su difícil gestión, pues Manolo unía a sus relevan-
tes cualidades una modestia franciscana
Era muy de temer que éste, de una manera muy cortés -él era de una educación
exquisita- rechazara el homenaje. Ya Agustín Blázquez, alcalde de la ciudad, le
había anticipado por carta privada la decisión adoptada por la corporación muni-
cipal, anunciándole que recibiría la noticia por conducto oficial, rogándole que lo
aceptase, pues era muy merecido.
Pero dando una vez más, muestras de su gran modestia, Manolo contestó textual-
mente:
-"Si yo no temiera pasar por ingrato a los ojos de ustedes, me permitiría suplicar-
les que desistieran de todo acto que tuviera carácter de homenaje. De ser posible,
que leyeran ustedes en el fondo de mi corazón, verían cuán contrario soy, y, he sido
siempre, a toda manifestación que rebase la simple expresión de un afecto cordial,
que es lo único que creo merecer y seguramente merezco de ustedes".
145
Esa actitud suya me la confirmó en carta fechada el 19 de mayo de 1926, en la
que se expresa en los mismos términos y concluye diciendo:
"Esto mismo, querido Juan, digo a ustedes para cuando (D. m.) se
celebren los conciertos en proyecto, aunque creo inútil asegurarte, así
como a Don Francisco Viesca, cuanto de corazón agradezco los deseos
de ustedes que tanta bondad y amistad suponen y tanto me honran."
Tal decisión fue un rasgo delicado que se tenía con el ilustre paisano, pues de todo
era conocido el entusiasmo que mostraba por una agrupación musical que él mismo
fundara con el maestro don Segismundo Romero, eminente músico sevillano, como
dijimos en el capítulo anterior.
Sin embargo, no era tan hacedero y fácil el manejar esos muñecos de guiñol,
como intérpretes de una obra de tal solera literaria e inspiradísima partitura, por lo
que Manolo, que era muy meticuloso en todos los ensayos, estaba muy contrariado
al ver que apenas se adelantaba .
Y llegó, bajo tan desagradables auspicios, el último día del ensayo; mas como
horas antes de la representación, los encargados de los muñecos mostraron su tor-
peza habitual, comenzó Manolo a impacientarse, viendo que a pesar de repetir una
146
y otra vez, sus personajes no salían a su gusto. Perdida ya del todo la paciencia, se
levantó, y arrojando la batuta lejos de sí, airado, como en aquella ocasión que ensa-
yaba con los improvisados músicos del Padre Fedriani, se dirigió a los profesores
diciendo:
Al oír estas palabras, Don Eduardo Torres, maestro de vapilla de la catedral sevi-
llana, personalidad del mayor prestigio musical de la población, se acercó a
Manolo y le dijo:
Manolo se sonrió, y recibiendo de la mano del primer violín la batuta que reco-
giera del suelo, reanudó el ensayo, que salió como una seda. Los tres voluntarios,
con verdadero sentido musical, comprendieron a su entera satisfacción lo que
Manolo quería, terminando el ensayo felizmente, sin otra incidencia que la referida.
147
un bocado para reparar las fuerzas, y entra- entraron en el primer bar que encon-
traron a su paso.
Mas al preguntar qué podían comer, les dijo el camarero que, dada la hora avan-
zada, apenas quedaba nada, sólo unos bocadillos de jamón, carne y mariscos.
Al oír esto, se miraron unos a otros, sin decidirse a pedir el tentador bocadillo.
-Don Manuel, le aplaudo el gesto, pues así somos en nuestro país. La religión hay
que practicarla, y se ve que usted la practica, pero como a mí, la mía no me lo pro-
híbe, voy a pedir ese bocadillo para calmar un poco el hambre que tengo.
Y este sencillo incidente nos muestra una vez más el carácter de Manolo y los per-
files de su gigantesca figura; en él se daba la feliz coincidencia de una profunda
catolicidad y un genio musical extraordinario, insuperable. Ninguna de esas dos
cualidades maravillosas podían vivir separadas en él, pues por ellas, era sencilla-
mente Don Manuel de Falla.
Manolo, ni aún escuchando los ecos de sus últimos compases, que arrancaban
tempestades de aplausos, olvidaba el santo temor de Dios.
148
Falla en la época de El amor brujo (c a. 1915)
XIX
ACADEMIAS MUSICALES GADITANAS
Existía en Cádiz, allá por los años del 69 al 72 (no recuerdo la fecha exacta) la
Academia Filarmónica de Santa Cecilia. Los gaditanos, siempre fueron muy aman-
tes de la música y no es extraño que entre algunos de los más entusiastas, surgiera
la idea de su fundación.
La Real Academia de Santa Cecilia, tuvo como primer director a Don Luis Odero,
que trabajó con mucho celo, y se hizo merecedor a la confianza que habían depo-
sitado en él, mas no pudo estar muchos años al frente de la institución. La muerte,
se lo llevó, cuando aún tenía por delante mucha labor por hacer.
Mas, sus compañeros de junta, insistieron, una y otra vez, pues estaban decididos
a lograr su propósito, y por fin, no tuvo otro remedio que aceptar, pero con una con-
dición, pues el desinterés de mi padre, era muy grande.
151
-Haré lo que desean, mas sólo seré director de la Real Academia, con carácter
honorario.
Y así se hizo cargo de la dirección del centro, advirtiéndose pronto que hubo moti-
vos sobrados para su designación; la junta no se había equivocado. Mi padre era
hombre de gran actividad, y lo primero que pensó fue en buscar un local mejor para
la Academia, pues el que ocupaba, resultaba insuficiente.
Dicho palacio, tenía una gran portada de mármol, análoga a las que aún existen
en la calle de Cristóbal Colón y Plaza de San Martín, y de su amplio patio, enlosa-
do también de mármol, partía una escalera de grandes dimensiones, con balaustra-
da de palo santo, y de una anchura de seis a siete metros. Para llegar al piso prin-
cipal, sólo era preciso subir dos tramos, e inmediatamente se veían dos grandes salo-
nes, en uno de cuyos rincones, se montó un tablado dónde quedaron instalados dos
pianos de gran cola. Uno de ellos, era de Erard.
Cuando, otros niños, sólo piensan en juegos, y en hacer mil travesuras, Manolito,
con una seriedad impropia de sus años, se pasaba los ratos allí oyendo las leccio-
nes que se daban a otros chiquillos.
El do, re, mi, fa, sol,... las escalas, los principios machacones, y, pesados, habían
sido superados por él, rápidamente, y sus adelantos eran notables. Sin embargo, se
estimulaba viendo como los niños progresaban en el piano, y en otras especialida-
des musicales.
En aquel gran salón de la Real Academia, iba creciendo más y más su gran ilu-
sión; la que llegó a constituir el objeto de su vida.
152
La permanencia de la Real Academia en aquel antiguo palacio, en donde tan
encajado estaba, no fue definitiva. El dueño lo vendió, y sus nuevos poseedores lo
derribaron para construir una casa de pisos. Mas aquello no representaba aún un
problema de difícil solución, como sucede en la actualidad.
Pronto se encontró otro, no tan suntuoso, pero aún mejor. Estaba situado en la calle
de Arbolí, y hasta tenía un escenario, lo cual era muy conveniente para los concier-
tos, que se solían dar con alguna frecuencia, en aquella academia.
Un buen amigo mío, Paco Viesca como le llamábamos todos, pues era hombre que
se llevaba trás sí el afecto de cuantos hablaban una vez con él, nos reunió a unos
cuantos aficionados a la música para que nos hiciéramos cargo del centro.
Estudiamos con detenimiento lo que se podía hacer con él. La opinión general fue
que continuara. Para ello se pensó en organizar una junta, de la que formé parte,
mas como se necesitaba un director técnico, que no teníamos, hubimos de traer de
Jerez de la Frontera a Don Germán Alvarez Beigbeder, personalidad de gran relie-
ve en las especialidades, y consumado maestro en la composición. Además era un
buen director de orquesta. Sus principios fueron en la Armada, ya que había sido
durante muchos años, músico mayor de Infantería de Marina.
El primer acuerdo que se tomó fue el de variar el nombre del conservatorio, pues
ya teníamos un gaditano, que era reconocido mundialmente, por sus famosas pro-
ducciones musicales.
153
El chiquillo, que un día demostrara, por vez primera, sus grandes aptitudes, tocan-
do una «gallegada» en la mudanza de su casa, era ya un verdadero artista, y su
nombre se conocía y admiraba universalmente.
-Escríbele tú -me dijeron- que al ser reorganizado este centro no se le puede poner
mejor nombre que el suyo: el de Manuel de Falla.
Nadie dudaba de que aceptaría, por su mucho cariño a la ciudad que le vio
nacer, mas su modestia pudo más que el compromiso, y en carta escrita en
Granada, con fecha 19 de Mayo de 1926, me contestaba:
«Otro motivo más de viva gratitud para mí, es el proyecto relativo al Conservatorio
Odero, pero, habiendo sido mi maestro, Don Alejandro, y, guardando yo para su
memoria, tanto afecto y gratitud ¿cómo sería posible sustituir su nombre por el mío?
Seguro estoy, de que si piensan ustedes en ello, estarán de completo acuerdo conmigo».
«Esto mismo, querido Juan -decía más tarde en la carta- digo a ustedes para cuan-
do, Dios mediante, se celebren los conciertos en proyecto, aunque creo inútil ase-
gurarte -así, como a Don Francisco de la Viesca - cuanto de corazón agradezco los
deseos de ustedes, que tanta bondad y amistad suponen, y que tanto me honran».
En estas cortas líneas, trazadas por la misma mano que escribía sobre el penta-
grama, tanta obra maestra, se advierte la sencillez, la modestia de Manolo. No se
le habían «subido», como a tantos otros, los «triunfos a la cabeza», y, continuaba
siendo el mismo, que un día, ya lejano, dejó nuestra ciudad.
Y ni que decir tiene, que no estuvimos de acuerdo con él, en eso de no poner su
nombre al Conservatorio Odero. Era algo, que estaba decidido, y que se llevó a
cabo, pese a sus modestas objeciones, y desde entonces, tuvimos en Cádiz el
Conservatorio Manuel de Falla.
154
Manuel de Falla fotografiado por Lipnitzki (París, septiembre de 1929).
XX
HOMENAJES
Manolo llegó a Cádiz en diciembre y fuimos a esperarle un grupo de sus íntimos,
entre los que nos contábamos Angel Picardo, Manuel Quirell, Francisco de la Viesca
y yo. Terminados los saludos y abrazos de rigor, le acompañamos al Hotel Atlántico,
donde se había de hospedar.
-Mira, Manolo, como no te los ponga yo, nos van a dar las nueve de la noche.
Manolo, agradeció el auxilio prestado, que le sacó del atolladero en que estaba;
mas cuando intentó hacerse el nudo de la corbata ¡allá fue Troya!... Aquellas manos
únicas para la composición y el piano, no atinaban con el lazo de la corbata.
-Es que me la suele poner María del Carmen - confesó al fin avergonzado - yo soy
muy torpe ¡lo confieso!
157
Y no era torpe ¡qué había de ser torpe! Era sólo muy distraído, y asombraba que
un hombre así, que cuando escribía música ponía su alma entera en el papel, no ati-
nara a ponerse los tirantes, ni a hacerse el nudo de lacorbata.
Mas olvidemos esta deliciosa anécdota de Manolo y demos cuenta de los diversos
actos organizados por la comisión pro-homenaje en su honor y que se celebraron
íntegra y puntualmente.
Dias más tarde, como se había anunciado, tuvo lugar en el Gran Teatro Falla, un
concierto con arreglo al siguiente programa:
PRIMERA PARTE:
Obertura de Las Bodas de Fígaro, de Mozart
SEGUNDA PARTE
Siete canciones populares españolas - Falla.
158
b)- Seguirillas murcianas.
c) - Asturianas.
d) - Jotas.
e) - Nana.
f) - Canción.
g) - Polo.
Allegro
Lento
Vivace
TERCERA PARTE
El éxito del concierto fue apoteósico. Manolo escuchó repetidas ovaciones cuan-
tas veces intervino y, una vez terminado, medio teatro se trasladó al escenario para
verle y abrazarle, quedando aturdido con tales demostraciones de entusiasmo. Fue
159
una noche memorable para él, mas también para Cádiz y para todos los gaditanos
que asistieron a tan inolvidable concierto.
Como consecuencia de tan resonante éxito, el Casino Gaditano invitó a Falla a una
fiesta que habria de celebrarse en su honor, y él aceptó muy complacido; cursáronse
también invitaciones a personalidades que se hallaban en la ciudad con motivo del
homenaje, para que acompañaran al ilustre compositor en aquella ocasión.
Como se esperaba, se dieron cita en aquel lugar las familias más conocidas de la
población, y la velada fue muy agradable y selecta. Manolo volvió a recibir pláce-
mes y enhorabuenas efusivas de sus paisanos, y para que el éxito de la fiesta fuera
aún mayor, hubo incluso, un rato de buena música.
El Conservatorio Manuel de Falla que dirigía, por aquel entonces, Don Germán
Alvarez Beigbeder, organizó un concierto, donde sólo se interpretaron obras de
Manolo, que acudió muy complacido, felicitando a su director y a Don Francisco de
la Viesca, su presidente, por el éxito del recital.
Aquella misma noche se organizó un «frito gaditano» en honor del nuevo Hijo
Predilecto, Don Manuel de Falla, y, eso, fue tanto como darle el espaldarazo de la
160
caballería gaditana ¿Y qué mejor modo de velar sus armas que el de transcurrir unas
horas consagrado a este sabroso, original rito que, en Cádiz tiene su ejecutoria,
apoteosis y final expresión?
En cierta ocasión que el célebre músico francés Saint-Saëns vino a esta población
de paso para Canarias (él solía pasar los rigores invernales en estas islas), fue a
hacer un rato de música a casa de mi padre, donde acudían todos los músicos de
renombre que solían pasar algunos días en la ciudad. Mi padre, que conocía la
preferencia por Mozart de Don Camilo Saint-Saëns, quiso darle una agradable sor-
presa e invitó a un profesor, virtuoso del clarinete, para completar el Quinteto del
célebre autor.
Y ciertamente, aquella idea fue muy acertada pues, cuando Don Camilo supo el
programa, alegróse vivamente; pero -¡oh fatalidad!- los pocos momentos se recibía
la noticia de que el clarinete no llegaría por hallarse enfermo ¡Adiós Quinteto!...
¡Adiós Quinteto, no!... El propio Saint-Saëns tocaría la parte del clarinete al piano...
¡No era igual!... Mas aunque se notase mucho la falta del profesor, el maestro se
hallaba satisfecho y bastaba...
Y, cuál fue la sorpresa de los reunidos, cuando vieron que Don Camilo comenzó a
tocar la conocida mazurca, cuya letrilla así comenzaba. ¿Cómo era posible que una
legítima gloria francesa, de universal renombre conociera este género de música?
161
Una calurosa ovación premió el gesto simpático del maestro que halagaba nuestra
vanidad nacional, y se supo al fin, que el glorioso maestro, era muy amante del géne-
ro chico español y que, por ello, tenía no pocas zarzuelas en su archivo musical.
Pero, con estas disgresiones, cuyo único objeto es el de ambientarnos en estas típi-
cas costumbres gaditanas, hemos olvidado el «frito» organizado en honor de
Manolo, que, como estaba proyectado, tuvo lugar en el Balneario de la Palma, sitio
muy adecuado para esta clase de fiestas, por su vecindad al mar, y por ser, cierta-
mente, un rincón muy acogedor en la población. Dediquemos unas líneas a este típi-
co homenaje a Manolo, haciendo un reportaje del acto. Cualquier periódico local
pudiera haber dicho lo siguiente:
162
Nombramiento de Manuel de Falla como Hijo Predilecto de la ciudad de Cádiz 17 de
s e p t i e m b re de 1926
Y, en medio de aquella animación extraordinaria, en ese marco alegre y bonito
que prestaba el lugar y sus vistas incomparables, se sirvió el menú confeccionado
por el propio Balneario, y celebróse mucho el pescado frito, ese sabroso manjar
gaditano que, en esta ocasión, hubo de comerse con el tenedor, olvidando la típica
costumbre de emplear sólo los dedos. La gente charlaba, reía y comentaba satisfe-
cha del ambiente, transcurriendo así la noche feliz, deliciosa. Por si faltara algún
detalle a la velada, se trajeron al Balneario las famosas comparsas gaditanas, que
cantaron graciosos tangos, que Falla escuchaba entusiasmado, recordando sus años
lejanos de la niñez. El último tango, según es costumbre, estaba dedicado al maes-
tro, y decía así:
"Un grupo de gaditanos
con el cariño que merece
a un ilustre gaditano
estas canciones ofrece.
El homenaje, aunque sencillo
es de corazón,
y en nuestras almas sentimos todos
gran emoción.
Estos tanguillos que se cantaron
en Carnaval,
al gran maestro su juventud,
le ha de recordar.
Jesucristo perdonó
a los que le maltrataron,
perdónanos, tu, también,
si con nuestros gritos,
el pescado frito,
te indigestamos.
Así terminó aquella cena que dejó un recuerdo gratísimo en la ciudad, mas antes
de despedirse de los asistentes, Manolo recibió de la comisión pro-homenaje un
164
artístico álbum, de positivo valor, encerrado en una arqueta de primoroso estilo, y
cuya tapa lucía una placa de plata repujada, obra de un hábil artista gaditano.
Manolo dio las gracias por esta atención, y por todos los agasajos que había reci-
bido en aquellos días inolvidables, y confesó que en la arqueta que le acababan de
entregar, había encontrado el verdadero corazón de Cádiz. A continuación se leye-
ron unas cuartillas elocuentísimas del doctor Ventín, que no podía asistir al acto; así
como otras adhesiones de distintas personalidades ausentes.
Y éste fue el final de este ya histórico acto, muy del agrado de Manolo, y dónde
reinara una franca alegría y comunicación. Todo lo que valía en la ciudad, se había
congregado alrededor del ilustre paisano.
Al día siguiente, por la tarde, como tuviera Manolo que abandonar aquel Cádiz,
donde tantos afectos y atenciones encontrara, quiso, antes de ausentarse, hacer
público su sincero agradecimiento visitando el Diario de Cádiz, el periódico más anti-
guo de la ciudad, para escribir allí unos renglones de despedida.
Manuel de Falla.
Cádiz 22-XII-26.
165
Banquete celebrado a continuación del nombramiento de Falla como Hijo Predilecto de Cádiz.
XXI
SANCTI-PETRI Y ATLÁNTIDA
Otra vez, en el año 1930, volvió Manolo a Cádiz; venía invitado por el alcalde,
conocido en la historia chica de la población como el alcalde grande, pero su nom-
bre era Don Ramón de Carranza, Marqués de Villapesadilla; por su gigantesca
labor al frente del municipio, no dudaron sus paisanos en darle ese «espaldarazo»
de la grandeza municipal.
Pero era necesario formar un conjunto musical y para ello se hubo de contar con
los elementos musicales más interesantes de la ciudad y de la Bética de Sevilla, ofre-
ciendo la dirección a Don Eduardo Escobar, otro gaditano de indiscutible valía, que
trajo a Cádiz Don Ramón de Carranza para ponerle al frente de la Banda Municipal.
Primera Parte
Segunda Parte
167
(Al piano, Don Camilo Gálvez, director a la sazón del Real Conservatorio de
Música Manuel de Falla)
Con un programa así, estaba asegurado el éxito, las localidades se agotaron pron-
to y el Teatro se vió abarrotado de público. El alcalde, organizador del recital, pudo
considerarse satisfecho, pues el beneficio obtenido fue de consideración, atendién-
dose muchas necesidades. Manolo felicitó al maestro Gálvez, que había interpreta-
do la parte de piano magistralmente, dedicándole un autógrafo que decía:
Manolo aún siguió algún tiempo en Cádiz, y antes de partir calebróse un banquete
de despedida en su honor, que presidió el alcalde de la población, y al que asistie-
ron los maestros Escobar y Gálvez, que tuvieron tan lucida actuación en el concier-
to. Quirell y yo fuimos también invitados en compañía de nuestras esposas. Al ter-
minar el acto, levantó su copa Don Ramón de Carranza para brindar por el ilustre
compositor gaditano, al que dio rendidas gracias por su atención de colaborar en
el recital y le deseó nuevos y merecidos triunfos.
Muy emocionado, Manolo, al oir las palabras del alcalde, contestó con frases sen-
tidas de agradecimiento, anunciando que esperaba tener pronto el gusto de volver
para convivir con sus queridos paisanos. Sus breves palabras encontraron un eco de
simpatía y aplausos, siendo felicitado efusivamente por todos los que asistimos al
acto, y como yo veía caldeado el ambiente de entusiasmo, aproveché la ocasión
para proponer a los reunidos que, desde aquel momento, quedara constituida una
Orquesta Sinfónica Gaditana, bajo la batuta de Don Eduardo Escobar, que tan bri-
llantemente dirigiera el Conjunto Musical, que acababa de actuar en el concierto del
Teatro Falla. Director honorario podría ser Don Manuel de Falla, y presidente de la
sociedad, el propio alcalde; ofreciéndome yo, como amateur del violoncello, a per-
tenecer a ella.
Durante aquellos días que permaneció Manolo en Cádiz, quiso dar paseos por la
playa y oir de cerca el rumor de las olas para llevarlo al pentagrama. Ya su queri-
da Atlántida, estaba en embrión. Mas él quería, deseaba un lenguaje más expresi-
vo del mar, y por eso propuso a sus acompañantes, que eran los Pemán, Don Miguel
168
Aramburu y Don Alvaro Picardo, una excursión a Sancti-Petri... Allí, era más per-
ceptible el rumor del oleaje...
169
extremo del Mundo, se oía el chirrido del sol incandescente, al meterse
en el agua. Estuvo, durante un mes, acudiendo al templo de Hércules,
aguzando el oído, para escucharlo, pero confesó que no oyó nada.
Falla, aguzó también el oído aquella tarde. Le preguntamos:
Contestó:
Terminada con el mismo éxito que la anterior esta visita a Cádiz, Manolo volvió a
Granada, y allí le sorprendió la República, con sus incendios de conventos y todos
aquellos crímenes y atrocidades de los años de oprobio y nefastos.
170
Desembarco en Sancti Petri (Cádiz), diciembre de 1930.
XXII
BUSCANDO EL SILENCIO
Manolo había ido a Granada, atraído por su belleza, pero tal vez más por aquel
silencio que él pensara encontrar en el maravilloso recinto de su Alhambra, pero
aquel silencio se turbó.
Allí, a los pies de su casita de la Antequeruela, durante las fiestas del Corpus, se
habían instalado ruidosos barracones de feria, y su trabajo se vió amenizado por
los potentes altavoces que desgarraban sus oídos.
«Como será por poco tiempo queremos ir a una pensión en que haya
limpieza, confortable, pero sin lujo, soleada, comodidad discreta, sana
comida... Tiene que ser un sitio tranquilo, sin ruido, ni gramófonos, ni
cosa que se le parezca».
173
Isla le sea grata». Manolo no se encontró a gusto en un hotel, y, des-
pués de probar varios, decidió instalarse en una casita. Don Juan María
Thomas, fue el que, allí en la Isla, actuó de aposentador, como Angel
Barrios en Granada, y ambos acertaron con el gusto de mi amigo.
Manolo, se instaló, pues, en aquella casita, hasta donde llegaban los olores de los
pinos, romeros y tomillos de la montaña. Una payesa vivía en los bajos y hacía de
portera, con sus largas trenzas, su blanco rebosillo, y un nombre bonito: la madona.
Manolo escogió el cuarto que daba al sur, pues era más soleado y caliente.
Aquello tenía más bien el aspecto de una celda conventual. Pocos muebles. Una
cama, sobre la que pendía un crucifijo. Unos estantes que pronto se llenaron de
libros, partituras y carpetas, un piano, un magnífico Chassaigne, que había puesto
a su disposición un discípulo de Tragó, al que éste recomendó encarecidamente que
le atendiera. Pero faltaba algo que mi amigo consideraba de gran importancia: una
camilla que él mismo compró, para completar su mobiliario.
Y una vez instalado, se entregó por completo al trabajo, pues se había impuesto
una gran disciplina en el horario que se trazó, porque todo cuanto hacía lo consi-
deraba como deber de conciencia. Ahora repasaba el latín y el catalán, pensando
en su Atlántida, y les dedicaba media hora. Después del desayuno, daba un largo
paseo por los alrededores. Según decía él, andaba de prisa porque el movimiento
del cuerpo estimula la inteligencia, Y mientras caminaba, surgían ideas, de las que
tomaba rápidos apuntes.
174
Manuel de Falla con Laura Santelmo el día del estreno de El amor brujo en Barcelona
el 23 de noviembre de 1933.
Había algo de lo cual no podía prescindir: de su siesta. Pero luego, no se daba
punto de reposo y durante toda la tarde se dedicaba al despacho de su correspon-
dencia o a trabajos musicales.
Tres veces a la semana, su amigo Juan María Thomas subía a ayudarle, que no
era tarea fácil, pues Manolo era muy exigente, y pensaba mucho las palabras.
Especialmente, cuando contestaba a editores u organizadores de conciertos, a los
cuales, decía él, había que exponer las ideas claras, y aún así, frecuentemente
entendían cosas muy distintas de las que uno quería decirles.
Interrumpía su trabajo para tomar una taza de café con leche, que María del
Carmen le servía, caliente en invierno y no demasiado frío en verano, pues mi amigo
temía a las bebidas heladas.
De vez en cuando, Manolo hacía una pausa en su vida laboriosa para realizar
una excursión y conocer todas las bellezas de la isla. Estuvo en Deyá con el pintor
Sebastián Junyer, que tenía allí dos casas, una para el invierno y otra para el vera-
no. Fueron a la de invierno, que estaba situada en un precioso rincón del pueblo.
Y, a propósito de hijos, surgió una animada conversación sobre los cuadros hijos
de los pintores, y las composiciones hijas de los músicos. Sebastián Junyer era un
hombre optimista, y logró contagiar a Manolo, que decía después:
176
-De él se desprende, como un fluido que da ánimos y comunica vitalidad y ener-
gía; quisiera tenerle cerca, cuando me dispongo a trabajar.
Aquella primera excursión fue seguida de varias otras, aunque no muchas. Mas
nunca llegó a bajar a las famosas cuevas mallorquinas. ¿Por qué? Se hicieron pla-
nes que no llegaron a llevarse a cabo. Siempre se desistía o se aplazaba la fecha.
Creo que el motivo fue que los doctores le habían indicado que debía evitar la hume-
dad, y mi amigo era un verdadero esclavo de sus prescripciones.Temía que, por una
imprudencia, tuviese que dejar su trabajo y perder el tiempo que tan bien estaba
aprovechando en aquella Isla.
En cambio, demostró muchos deseos de visitar los jardines más bellos de Mallorca.
No dijo cual era su objeto, pero, seguramente, seria alguno musical, y uno de los bue-
nos amigos que allí tenía, se apresuró a complacerle. Manolo, sin proponérselo,
sabia encontrar personas que demostraran verdadero afecto. ¡Era mucha su simpatía!
Un Miércoles Santo, el del año 1933, Manolo honró con su presencia el concier-
to que se celebraba en el Teatro Principal, y hasta dirigió el Ave María de Vitoria.
¿Cómo sucedió aquello? Días antes, había llegado a la Academia, que era el
lugar donde se tenían los ensayos de la Capella Clásica que dirigía Juan María
Thomas, cuando los cantores estaban leyendo el Ave María, y, discretamente fue a
sentarse al fondo del salón, para oír mejor, y a los pocos momentos... Dejemos que
nos cuente el citado Juan Thomas, lo que sucedió:
«Vi que nuestro genial oyente se levantaba, y con los ojos fijos en el
Coro, iba acercándose lentamente, moviendo la mano y llevando el
compás. Andaba abstraído, como enajenado, cuál si estuviese soñan-
do. Llegó hasta mí. Sin interrumpir el canto, le hice subir al estrado del
cual bajé. Su mano seguía moviéndose, y como los cantores, por la
facilidad material de la obra, podían leerla con la vista en el papel y
en el improvisado director, seguían dócilmente sus movimientos sin pre-
via advertencia alguna. Don Manuel dirigía con la mano, con la mira-
da, con el semblante. Más bien que dirigir, rezaba. Parecía tener entre
sus dedos un invisible rosario de lenguas de fuego. Y con él abrasaba
las lenguas de los cantores que repetían alternativamente, en fortísimo
y pianísimo, Santa Maria, Mater Dei.
177
Terminó la lectura. Después del suavísimo Amen, se produjo un silen-
cio impresionante. Todos los ojos estaban húmedos y todos los corazo-
nes latían fuertemente. Don Manuel, dió las gracias, y dijo:
Costó un poco el convencerle, pero accedió, por fin, con la condición de tener una
breve lectura, y, como no podía ser en el escenario, se tuvo en el sótano, entre deco-
rados, maderos y hierros, y, cuando, en la tercera parte del concierto, el público oyó
el Ave Maria, tan maravillosamente dirigida y cantada, premió la interpretación con
la mayor ovación del concierto, tributando a Manolo un homenaje, al que se sumó
también la Capella, con entusiastas aplausos.
Sin embargo, en otra ocasión y durante los Festivales a Chopín, de 1933, no llegó
a dirigir una obra que ofrendaba al gran músico. Hubiera querido para honrar su
memoria, que se tocara su Atlántida terminada, pero como no podía, con un peque-
ño fragmento del poema de Verdaguer y trozos de música del propio Chopín, hábil-
mente adaptada con levísimos toques, compuso lo que entonces llamó Canción
Chopín, y más tarde, al darle forma definitiva, Balada de Mallorca.
Mas, no obstante, pensaba salir cuando llegara su turno, pues aunque no se había
dicho nada oficialmente, se sabía que pensaba dirigir la Balada.
Pero el tiempo no mejoró, y lo único que hizo fue salir para recibir la imponente
ovación que le fue tributada por aquel público selecto constituido por músicos, afi-
cionados, críticos musicales españoles y extranjeros.
178
Manolo había triunfado, una vez más, y precisamente en aquella Cartuja, que
supo de las melodías de Chopín, al cual quiso rendir un postrer homenaje con la
Balada de Mallorca.
Mas llegó el verano. Su piso de Génova era sumamente caluroso. No había otra
defensa para el calor que establecer un sistema de corrientes que, como ya hemos
visto, asustaban a Manolo. Un doctor parisino le había avisado del peligro que
corría, pues podía llegar hasta perder la vista, así que no pueden extrañarnos sus
temores.
179
XXIII
EL AMOR EN LA VIDA DE FALLA
A pesar de mi gran amistad con Manolo, hubo un tema del que jamás me atreví
a hablarle. Hay personas, que no se reservan nada para ellas, y su vida es una
especie de escaparate, expuesta a todas las miradas indiscretas, Manolo no era
así ciertamente.
No obstante, en un tiempo pensé que en su vida no había más sitio que para su
gran pasión: la música, y que él era como un religioso. Su vida que vivió en el
mundo fue siempre sumamente austera, cual si hubiese hecho voto de pobreza, y la
única mujer que le acompañó durante largos años fue su hermana María del
Carmen.
Cuando era jovencillo, no recuerdo que anduviera, como hacíamos todos los chi-
quillos, detrás de las muchachas. No tuvo novia precozmente, pero... ya en los albo-
res de su vida, tuvo su primer amor.
Nadie lo supo; ni siquiera la «dama de sus sueños». Era varios años mayor que
él, y es posible que no mereciera su atención aquel Manolito, pues ya empezaba a
dárselas de señorita y, en torno de ella, rondaban varios moscones. Un niño, era
muy poca cosa, para la que ya principiaba a ser su musa inspiradora.
Ignoro el tiempo que le duró a Manolito su primera ilusión. Tal vez acabara con
ella la noticia de que la joven se había puesto en relaciones con un apuesto mili-
tar, o, quizás, continuó alimentándola en el fondo de su corazón, sufriendo en silen-
cio su fracaso; pero lo seguro es que a nadie reveló entonces su gran secreto, y
hubiera quedado para siempre encerrado en su pecho, si él mismo, muchos años
181
después, no lo hubiera revelado a un grupo de amigos, como una anécdota de su
adolescencia.
Aunque sé que no era amigo de alternar en sociedad, y eso que ésta le hubiera
abierto sus puertas de par en par, siempre rindió culto a la verdadera amistad. Tenía
un grupo de amigos que le visitaban con frecuencia.
Ignoraba, como ya dije antes, la pasión que despertara en aquel Manolito, de cal-
zón corto, y como le conocía, -una antigua amistad unía a su familia con la suya-
fue a visitarle acompañada de su marido. Pasaron Manolo y sus visitantes una tarde
muy agradable, charlando de música, tema preferido de mi amigo, y se despidie-
ron, sin pensar que aquella sería la última vez que vieran al que ya era considera-
do universalmente como un genio.
Días después, el hermético Manolo contó a sus amigos la visita que había recibi-
do, y, por vez primera, les confesó que aquella dama fue su primer amor.
-Era yo un chiquillo y de carácter tan tímido -les dijo- que nunca hice nada para
que pudiera darse cuenta de la gran pasión que me había inspirado. Era mayor que
yo, y creo que de haberlo sabido, se hubiera reído de mí. Sin embargo, fue duran-
te algunos años, mi musa inspiradora, y pensando en ella, compuse una de mis pri-
meras obras.
Aquella conversación podía haber quedado entre los muros del carmen granadi-
no, pero, Manolo no exigió el secreto, y uno de sus amigos, que lo era también de
la que fue dama de sus pensamientos, no pudo resistir a la tentación de contárselo.
182
Ya los dos protagonistas de una corta novela sentimental han pasado a mejor vida,
y ¡se habrán encontrado en el cielo. Ambos fueron personas ejemplares.
Se trataba de una chica a la que conoció cuando vivía en Madrid. Estaba empa-
rentado con él, y se veían con frecuencia. Empezó por una buena amistad, pero
Manolo no tardó en enamorarse de ella.
¿Un amor sentimental? ¿Lo guardó para sí, como aquel otro, que tuvo en su pri-
mera juventud?- interrogué.
-Las muchachas, cuando son jóvenes, no se dejan impresionar por las buenas cua-
lidades, y Manolo no era el tipo de hombre que gusta a las chicas, ni había triun-
fado aún lo suficiente para deslumbrar y despertar la ambición. Fracasó y recibió de
la bella unas rotundas calabazas.
-Creo que devoró en silencio aquel amargo desengaño, pero, aunque nunca me
lo dijo, estoy convencido de que aquella su primera desilusión destrozó su vida sen-
timental, y le hizo perder toda su confianza en obtener el amor de una mujer. Por lo
menos, durante su vida, jamás volvió a hacer ninguna tentativa de casarse, y eso,
que años más tarde, le hubiera sido sencillísimo.
183
-El que triunfa plenamente en la vida, no tiene dificultades para triunfar en el amor,
mas Manolo, había trazado ya su plan de vida. En su existencia, no habría jamás
risas de niños, a los cuales podría llamar hijos. Su fecundidad no sería física sino
espiritual. Sólo habría una mujer en su hogar: su hermana María del Carmen, alma
santa, gemela de la suya, que renunciaría a sus sueños de entrar en Religión, por
acompañarle como un ángel tutelar.
-¿En qué piensas? -me preguntó el familiar de mi amigo, al verme perplejo ¿Es qué
dudas? Te advierto que no te hablo de memoria y que fui testigo de aquel amor, que
él no intentó ocultar. De su misma boca, supe que no había sido aceptado; así, que
puedes creerme.
-Te creo -dije por fin- pero desearía saber algo, y no sé si te parecerá una impru-
dencia, mas ya sabes de la gran amistad que me unió con Manolo, y querría
conocer...
Y, por fin, como el hombre que se lanza al agua, me atreví a preguntar. -¿Hubo
amoríos en la vida de Manolo?
-Si- contesté disculpándome-, pero, los artistas están en un ambiente lleno de peli-
gros, y tienen que tratar con mujeres, que no suelen ser muy escrupulosas. Por des-
gracia, no es extraño que, a veces... Intentar la conquista de un hombre que ha triun-
fado, es algo muy corriente y que sucede todos los días, mas también es frecuente
que éstos sucumban a la tentación. Los castos Josés, no se encuentran con mucha
facilidad.
184
-Realmente, tienes razón- me contestó- y, sin embargo, puedo asegurarte que
Manolo nunca hizo caso a ninguna de las mujeres que intentaron conquistarlo.
-Sí Hubo muchas artistas, de las que conoció durante sus actuaciones artísticas y
la representación de sus obras, que le buscaron, pero nada consiguieron. Manolo
no tenía más que una pasión en su vida. La música...
Calló y no volví a insistir sobre el asunto. Manolo aparecía ante mi, como una figu-
ra admirable. No había sucumbido a las atracciones de las sirenas, como tantos
otros mortales, y en su pecho no hubo sitio para torpes pasiones.
Amó sí, con un amor puro, que le hubiera llevado al altar; pero, una mujer, igno-
rando el tesoro que se le ofrecía, despreció su gran cariño. ¿Permaneció soltera? Y,
curioso, pregunté.
-Se casó con un doctor y, años más tarde, Manolo se la encontró, cuando era una
opulenta matrona. Me figuro que si quedaba aún en su pecho algún resto de su gran
amor hacia aquella joven que él había idealizado, se desvanecería al verla.
185
XXIV
RETORNO A LA ISLA DE MALLORCA
Manolo volvió a Mallorca, pero tardó más de lo que pensaba. Había transcurrido
el verano, y estaban ya en pleno invierno, cuando nuevamente desembarcó en ella;
allí le aguardaba su casita de Génova, refugio aislado, en el que soñaba dedicar-
se por completo a la terminación de su Atlántida.
Aquellas navidades las pasó Manolo en la Isla, pero no estuvo solo. Don Juan
María Thomas le invitó, en unión de su hermana María del Carmen, a pasar la tarde
en su casa, y pudo sentirse un poco en familia.
187
procesión infantil llevaba hasta el Nacimiento, para depositar en él aquellos pre-
sentes que significaban la ofrenda del pueblo.
«Ya hemos visto -escribía Thomas- hasta qué punto era exigente y
meticuloso. Con modestia y buena voluntad, que me admiraban y con-
fundían, brindábase a ayudarme, a descubrir el reo cuando se produ-
cía algún ligero traspiés individual, en la perfecta afinación o en la cro-
nométrica exactitud de algún pasaje difícil. Colocábase entre los can-
tores. paseábase trás ellos, arriba y abajo, y, súbitamente, se paraba
junto al culpable, diciendo, sonriente:
188
Y, el cantor a quien tocaba aquel día ser «conejo», lejos de molestarse, volvién-
dose respetuosamente a su «cazador», le daba las gracias.
No es extraño, que el gran éxito que obtuvo aquel conjunto musical, en su actua-
ción en la Iglesia de los Dominicos de Valencia, le llenara de gran alegría.
Manolo, durante todo el tiempo que permanecíó en la Isla, prestó su apoyo artís-
tico, a aquella agrupación, pues la consideraba como cosa propia, y, antes de mar-
char definitivamente de allí, la dedicó su versión de uno de los coros de
Lamfiparnazo, Comedia armónica, de Vecchi.
Cuenta dicho director, algo que es muy curioso y puede interesar, en relación a
como estudiaba Manolo. Un día, al llegar a su casa, se lo encontró sentado al
piano, releyendo con detenimiento Parsifal, y, dirigiéndose a él, le dijo:
-¡Estoy estudiando!
Y le enseñó la partitura, en la que con lápiz de color había marcado cortes, supri-
mido amplificaciones, etc., etc., pudiendo decirse que estaba realizando un verda-
dero trabajo de laboratorio armónico lleno de aciertos y de lógicas acotaciones.
-Recuerde usted -le indicó Manolo- lo que le he dicho. Estoy estudiando, que no es
lo mismo que estar enmendando o corrigiendo. Para mi exclusivo uso y provecho
personal, miro hasta qué punto pueden aquilatarse estas páginas geniales para
reducirlas a su pura sustancia. En verdad, es un trabajo de gran utilidad, si se hace
con humildad y buena fe.
Y es que creía que, para adelantar en el propio trabajo, era conveniente apren-
der de los grandes músicos, y, en su afán de perfección, procuraba ponerse en con-
tacto con sus obras.
Por cierto, que a pesar del deseo de Manolo de estudiar en silencio en su casa de
Génova, hubo ocasiones en que se puso a prueba su paciencia. Se trataba del hijo de la
payesa, su portera, que se dedicaba a tocar el violín bajo su mismo cuarto de trabajo.
189
El chico cursaba el primer año, y es fácil presumir el martirio que significaba para
Manolo, escucharle. Aquello le impedía dedicarse a su laborar y llegó un día que
decidió buscar una solución. Pidió cortésmente que le indicara su horario de estu-
dio, para marchar de paseo en el momento en que cogiera el arco y no regresar
hasta que guardara el violín en su funda.
Pero logró sus deseos de forma más sencilla: el chico se fue a estudiar a casa de
un compañero y Manolo, para resarcirle de lo que podía ser una molestia, le reco-
mendó al mejor violinista de la ciudad, que se ofreció a darle clase.
Don Juan María Thomas, que actuó de tercero, pues mi amigo no hubiera sido
capaz de hacerlo directamente, cuenta el epílogo que tuvo el asunto. La madre del
violinista, en ciernes, la que llamaban la «madona», le dijo un día:
-Dígame usted Don Juan, ¿cree usted que Don Manuel, es tan gran músico, como
dicen?
-Pues entonces ¿cómo es posible que no le guste oír un instrumento tan agradable
como el que toca mi hijo?
-¡Tableau!
Hay otra anécdota que demuestra la sencillez y la bondad del alma de mi amigo.
Una noche, despertó molesto, pero no era persona capaz de privar del sueño a su
hermana María del Carmen y no quiso llamarla para que le hiciera una taza de
manzanilla, que creyó podría aliviarle. Decidido, se dirigió a la cocina para hacer-
la él mismo, mas aunque procuró no hacer ruido, su hermana, que tenía el sueño
muy ligero, se despertó.
190
Sin darse cuenta empezó a hablarles mientras ejecutaba lo que le resultaba una
penosa misión, y María del Carmen, que había llegado de puntilla, para ver quien
estaba en la cocina, le oyó decir:
-Lo siento mucho ¡pobrecitos! Lo siento mucho, ¡pero no hay más remedio! Sin que-
rer, hacéis daño. ¡Lo siento, lo siento mucho!
Y fue pasando el tiempo en la Isla, que se iba llenando cada día de más noveda-
des, muy mal recibidas por el que había llegado a ella buscando, como un don ben-
dito, ¡el silencio!
Los turistas se habían sentido, como él, atraídos por la Isla, pero, de muy distinta
manera. Ellos no querían silencio y traían consigo el ruido.
Para huir de aquella nueva Babel, procuró bajar lo menos posible a Palma, mas,
pronto, la invasión llegaba hasta su tranquilo refugio.
-¿Cuánto cobraría usted, señor maestro, por componer una partitura muy españo-
la, muy dramática, para nuestro film sobre Don Juan? Espero que no sea excesiva-
mente caro. Se trata de un encargo que me ha confiado mi padre, Douglas Fairbanks.
191
Mas aquella irrupción no fue la única. Periodistas extranjeros solicitaban entrevis-
tas. Su amada soledad se iba esfumando, y Manolo, un día del mes de junio, deci-
dió dejar definitivamente aquella Mallorca querida para volver a Granada.
No lo hizo sin pena, mas aquella inquietud que sentía, y que le impulsaba a bus-
car el silencio y la tranquilidad, le obligó a partir.
Las azules aguas de la bahía le vieron partir, y los ojos de mi amigo se hundieron
por última vez en la vista de la ciudad que no habría jamás de contemplar. Era el
18 de Junio de 1934.
Cuando se dirigía a Granada, su fiel secretario, Don José Segura, fue a esperar-
le a Algeciras, acompañado de sus hijas.
Él mismo llevaba con cuidado, como quien lleva un tesoro, una abultada cartera.
Una de las chicas quiso desembarazarse de aquel peso, mas antes de entregár-
selo hizo una advertencia:
Mas, qué lejos estaba entonces Manolo de que aquella obra, que era ya su prin-
cipal y única ilusión, quedara inacabada, no por falta de tiempo, pues aún le que-
daban años de vida, sino por su afán de lograr esa imposible perfección, por la que
lucharía hasta el momento de su muerte, allá, en Alta Gracia, sin haber conseguido
lo que él soñó.
192
Manuel de Falla en Palma de Mallorca, mayo de 1934. A su izquierda se
encuentran Mme. Chènes, Juan María Thomas y Alfred Cortot.
XXV
PADRINO DE MARIBEL FALLA
Un día, la vida tranquila, metódica, de Manolo se vio turbada por una noticia que
le llenó de alegría: le anunciaban la llegada de su hermano con su mujer María
Luisa y su hija Maribel.
Hacía ya muchos años que aquellos amores, que principiaron en París, en casa
del tío Pedro Matheu, habían finalizado con boda. Germán de Falla y María Luisa
López de Montalvo se habían casado en París, en la Iglesia de la Asunción, del
barrio de Auteuil, el 28 de Junio de 1929.
Aquel hogar de Germán de Falla se alegró con la venida de su primer hijo, ¿Oué
sería?... ¿niño?... ¿niña?...
Por fin, llegó el momento tan deseado por los padres y por Manolo, pues en su
vida llena de espiritualismo y, sobre todo, tan apartada del mundo, iba a entrar un
elemento de dicha humana, y, aunque estaba lejos, se unió a la felicidad de los
suyos.
El fruto de aquella unión fue una niña monísima, alegre, sana, que vio la luz en
Santa Ana (República del Salvador).
195
Como suele suceder en estos casos, se dio una gran importancia al nombre que
iba a llevar la recién nacida. Tenían que cumplir con tres personas de la familia que
habían muerto, y era difícil decidirse ¿Qué nombre debía llevar la hija de Germán?
Alguien, propuso que se echara a suerte, pues de esa manera nadie podía ofen-
derse. Se aceptó la idea y se escribieron tres nombres en un papelito: una mano,
escogió uno de ellos, en que aparecía el bonito nombre de Maribel.
Y, Manolo fue el padrino, y como es natural puso todo su cariño en ella; mas no
pudo disfrutar, como hubiera sido su deseo de la presencia de la niña, en sus pri-
meros años. Las obligaciones de su padre, la retenían lejos de él.
Su primera visita tenía que ser para su hermano Manolo, que vivía en la casita de
la Antequeruela, y, un día feliz, llegaron a ella el matrimonio con la pequeña
Maribel.
Hacía años que Manolo deseaba conocer y ver a su ahijada. El alejamiento, los
triunfos, no le habían hecho olvidadizo, y a los que quería, daba su afecto para
siempre.
196
La chiquilla se encariñó enseguida con mi amigo, al que llamaba «tito».
Solamente, así, como si no hubiera más que uno... y, ¡tenía razón en su intuición
infantil!
Manolo quiso trasladar a la niña su afición a los libros y se dedicó a regalarle los
que creía oportunos para ella. El siempre tuvo una gran afición a la literatura, que
fue su primera vocación.
El «tito» se enfadaba de verdad, y hasta estaba una semana sin dirigirle la pala-
bra. ¡Terrible castigo! La niña sabía hacerse perdonar y el padrino, cuando la tenía
a su lado, olvidaba aquellas armonías que cantaban en el fondo de su alma, y esta-
ba sólo pendiente de otra música: la de las risas y charloteo de su pequeña ahija-
da. Al contacto de la chiquilla, se iba tornando más humano, más tierno y apasio-
nado.
Pasaban muchos ratos de charla y en uno de ellos, se puso sobre el tapete algo
importante. Maribel, tenía ya edad de hacer su Primera Comunión. ¿Por qué no la
hacía en Granada?
Mas, hubo algo que quiso hacer Manolo. Prepararla para la Primera Comunión.
No quiso dejar a nadie esa tarea. Estaba dispuesto a cumplir con la seriedad que
le caracterizaba, su papel de padrino. Quería en verdad ser el Padrino de Maribel
Falla.
Escribió de su puño y letra varios folios, con las cosas fundamentales que consi-
deraba que debía de saber un niño y, durante días y días, con infinita paciencia,
se dedicó a enseñar a su ahijada. Hasta tuvo un especial cuidado de que Maribel
197
hiciera como es debido la señal de la Cruz, que para tantos consiste sólo en un
garabato.
Y llegó el día feliz en que la chiquilla, vestida de blanco, como una novia chiqui-
ta, salió de su casa para dirigirse al Sagrado Corazón.
Aquel día fue muy feliz para Maribel y para todos los que tanto la querían, y en
el carmen de Antequeruela, gozaron de una dicha completa sus moradores.
La familia de Germán de Falla estuvo con Manolo una larga temporada. Tres
meses de veraneo que pasaron en La Zubia y cinco en la capital, mas se acercaba
el momento de la separación.
Mucho más triste hubiera sido la despedida para todos, de saber que iba a ser la
última. Manolo no regresaría con vida a su patria. Serían sólo sus restos los que lle-
garían, de allende los mares, para reposar en la cripta de la catedral gaditana.
198
Manuel de Falla en el patio del carmen de la
Antequeruela con Mª Isabel de Falla y sus padres,
Mª Luisa López Montalvo y Germán de Falla, en
septiembre de 1939, unos días antes de partir
hacia Argentina.
XXVI
VÍSPERAS ARGENTINAS
No volví a ver a Manolo hasta el año 1939, en que hube de hacer un viaje a
Granada; él, entonces, pasaba una temporada en La Zubia, pintoresco pueblecito
de la Vega granadina, a seis kilómetros de la capital.
Aquel encuentro, que Manolo no esperaba, fue muy de su agrado, y nos abraza-
mos cordialmente; desde el año 1930, no nos habíamos vuelto a ver, o sea, hacía
ya nueve años. Por eso, nuestra emoción fue aún mayor, y el deseo de contarnos
todo lo que nos había sucedido durante ese largo intervalo de tiempo, más acuciante
aún; allí en aquella casa rústica, lejos del bullicio de la ciudad, y rodeados de esa
paz y calma, que tanto anhelara el querido maestro, charlamos cordialmente, sin
interrumpir ni un momento nuestra conversación, en horas de visita. Y fue entonces,
cuando Manolo, a pesar de la reserva y sencillez habituales en él, me dio toda clase
de detalles del discurrir de su vida allá, así como de sus proyectos. María del
Carmen, su hermana, estaba también presente.
Yo oía, sin atreverme a interrumpirle, decir las cosas más maravillosas con tanta
sencillez, cuando de buenas a primeras, me hizo esta confesión inesperada.
-Me voy a la Argentina. Me han propuesto unos contratos muy ventajosos. Mis
ingresos están muy mermados con motivo de la Guerra Mundial, y aprovecho esta
feliz ocasión para enmendar algo mi situación económica actual.
201
Pienso ahora que no hubiera tenido necesidad Manolo de haberse ausentado de
Granada, si cualquier amigo, de los muchos y buenos que tenía, de posición, gus-
toso, le hubiera ayudado mientras hubiese durado la guerra y no pudiera él obtener
nuevos y saneados ingresos. Mas ¡bueno era Manolo para molestar a nadie, y,
menos por ese concepto! Seguramente me hizo esta confidencia sabiendo que yo no
podría hacerle ofrecimiento alguno sobre ese particular.
Y, como me anunció, al poco tiempo salía para Argentina, donde pensaba dar
aquellos conciertos que rehicieran su economía quebrantada por los años de gue-
rra. A las pocas semanas, recibía una carta suya, en la que me daba el pésame por
la muerte de un sobrino mío, marino, que habían asesinado los rojos en Cartagena;
pero no se limitaba Manolo a esa cariñosa expresión de su sentimiento, sino, con
esa intuición del que cree que no le queda ya apenas vida, me recordaba los tiem-
pos felices de su niñez y su juventud, la ayuda que le había prestado mi padre en
sus primeros ensayos de composición y, sobre todo, el presentarle a Pedrell, que
encauzó sus estudios por caminos seguros, y otros mil detalles que no olvidaba
nunca. A propósito de Pedrell, el gran compositor catalán, me comunicaba que esta-
ba escribiendo una composición pedrelliana como final de una suite .
202
Manuel de Falla en el carmen de la Antequeruela, en septiembre
de 1939, pocos días antes de abandonar Granada.
XXVII
ASÍ GRANADA RECUERDA AL MAESTRO
Los Falla habían pasado veinte años en su casita de Granada, de donde salieron
un día pensando regresara ella y seguramente, Manolo sintió pena al abandonarla,
pues había pasado una buena parte de su existencia.
Mas en vano aguardaron sus muros escuchar los pasos del maestro, los maravi-
llosos sonidos que dejaban escapar sus dedos sobre el teclado...
Sus ojos, que tantas veces se hablan sumergido en tanta belleza, no volvieron a
verla. No contemplaron más, a las altas horas de la madrugada, cuando aún tra-
bajaba incansable, el parpadear de las luces y de las estrellas que se divisaban
desde su retiro de la Alhambra.
Por fortuna, el carmen que Manolo habitó, no cayó después en manos extrañas,
que hubieran quitado todo rastro de su estancia en él. Una ilustre dama, la duque-
sa de Lécera, durante muchos años rindió culto a la memoria de mi amigo. Los mue-
bles no quedaron allí. Unos fueron a parar a un convento para su custodia. Otros
los tenía un amigo íntimo, Don Pedro Borrajo.
Un alcalde granadino, Don Manuel de Sola, tuvo la feliz idea de convertir el car-
men, que fue el hogar del músico famoso, en un museo, pero eso no ha llegado aún
205
a realizarse, aunque se han dado ya los primeros pasos y por lo menos, no corre
peligro de ser destruido o cambiado como en algunos casos suele suceder.
Hace un par de años el citado Don Manuel Sola tuvo una reunión, para formar un
Patronato -Museo Casa de Falla, que quedó constituido; estando integrados en él, la
sobrina de Manolo, Maribel Falla de García de Paredes, Don Miguel Cerón, Don
Francisco González Méndez, Don Bernabé Berriz, Don Valentín Durán y otros, entre
los cuales, no sé con qué carácter, figurábamos también José María Pemán y yo.
En un álbum se hizo una especie de acta muy sencilla que comenzaba así: «Hoy,
vísperas de San Cecilio, del año 1961, quedó formado el Patronato, etc., etc.»
El primer paso está ya dado. Sus familiares han donado también sus muebles para
que pueda reproducirse todo, como cuando habitaban allí Manolo y su hermana
María del Carmen.
Mas, ¿cuándo llegará a convertirse en realidad? Es de esperar que llegue ese día,
y los turistas que acudan a Granada a visitar sus monumentos árabes, su Catedral,
su Cartuja, podrán hacer también una peregrinación artística al pequeño carmen.
El maestro no está ya allí, pero aún queda la huella de su persona y aquella habi-
tación donde él trabajó y salieron a la luz tantos frutos sazonados de su inspiración,
será una especie de templo para los amantes del arte.
206
XXVIII
MANOLO ESCRIBE...
He intentado a lo largo de esta vida íntima de mi querido amigo Manolo, en la
que he procurado huir de todo tecnicismo al analizar su obra y las circunstancias en
que se desenvolvió, poner mi emoción, mi cariño y admiración hacia él, para dar a
conocer como era el ambiente que le rodeaba y los más importantes incidentes de
su no corta existencia. Pero creo oportuno dedicar un capítulo exclusivamente a sus
producciones (algunas no muy conocidas) fechas y lugares de estrenos, así como
algunas anécdotas referentes a aquellas. Si así no lo hiciera, quedarían las memo-
rias incompletas, mas insisto que no habrá en estas líneas un estudio técnico de sus
obras, pues eso queda reservado para los profesionales, y sí, sólo una noticia escue-
ta sobre su aparición y circunstancias que la rodearon.
Podríamos señalar que las primeras obras de Manolo fueron escritas desde 1899,
fecha en que obtuvo el Primer Premio del Conservatorio de Música de Madrid, hasta
1905. Estas fueron: Serenata Andaluza, Vals Capricho, Nocturno y Tus ojillos negros.
Por cierto, que sobre esta última obra hay una anécdota muy simpática.
207
de concierto, de Enrique Granados. Más tarde, Manolo musicó Los amores de Inés,
un sainete cuya letra era debida a la pluma de Emilio Digi, obra de enredo, muy del
gusto nuestro; la partitura, muy madrileña, fresca y juguetona, como las de Chueca,
llegó al público. La crítica acogió el sainete con agradecimiento; ciertamente, la
música era muy bonita y estaba bien instrumentada. Alguien dijo entonces que
Manolo, en su primera obra teatral, había revelado condiciones excepcionales de
compositor.
Sin embargo, Manolo, más tarde, olvidó estos primeros balbuceos y los repudió
con severidad.
Al comenzar el año 1905, daba Manolo los últimos toques a La vida breve, cuyo
libreto era de Carlos Fernández Shaw. Ya conocemos las incidencias de esta obra
cumbre de mi amigo pero, como el conseguir su estreno fue muy laborioso, entre
tanto escribió sus Cuatro Piezas Españolas: «Andaluza», «Cubana», «Aragonesa» y
«Montañesa». Piezas, en las que se manifiesta la oposición de mi amigo al estilo pla-
teresco de Iberia, así como su deseo, aún tímido, de buscar algo nuevo en la músi-
ca. Estas obras fueron estrenadas por Ricardo Viñes, en la Sociedad Nacional de
Música de París, interpretándose, por vez primera en España, el 30 de Noviembre
de 1912.
Por entonces, compuso también Trois melodies sobre textos franceses de Teófilo
Gautier; «Les Colombes», «Chinoiserie» y «Seguidillas». La primera audición de
estas partituras, tuvo lugar en la Sociedad Nacional de música, de Madrid, el 23 de
Mayo de 1916, y su intérprete fue: Genoveva Viz.
Pero antes de aquella fecha, en 1915, Manolo había dado a luz Siete canciones
populares españolas: «La Seguidilla», «Murciana», «El Paño Moruno», «Asturia»,
«Jota», «Nana», «Canción» y «Polo»; mostrando con ello un conocimiento muy pro-
fundo de tantos cantos populares. Estas canciones son verdaderos lieders, que llevan
a todos los lugares donde se interpretan, el recuerdo de España, y se han universa-
lizado de tal modo, que en los conciertos organizados por la Universidad de Tokio,
figuraban en su programa la Jota de Falla; la cantó la Mikamura, que la hizo triun-
far en su país, como Lucien Bleval en París.
Manolo, hombre de fina sensibilidad, buscaba en los poetas letras inspiradas para
sus composiciones; sobre todo, cuando en ellas habla ternura, sentimientos, poesía,
en fin. Y, si en anterior ocasión había musicado la poesía de Castro, ahora ponía
208
una partitura a la Oración de la madre, que tiene a su hijo en brazos, de Gregorio
Martínez Sierra. Esta composición, fue, quizá, la manifestación de] genio artista
impresionado por los ecos de la Primera Guerra Mundial. Más tarde, en ella, encon-
traría una fuente de inspiración el compositor francés Debussy, al trazar la Navidad
de los niños que no tienen madre.
Por aquellos tiempos, mi amigo, compuso su Amor brujo, sirviéndose del piano
que Rusiñol tenía en su famosa finca de recreo Cau-Ferret, conocido como auténtica
reliquia artística, ya que en ella tocaron, a lo largo de cuarenta años, todos los
grandes pianistas que venían a la Ciudad Condal. La obra, fue estrenada el 15 de
Abril de 1915, en el Teatro Lara, por Pastora Imperio. La letra era de Gregorio
Martínez Sierra. No se llegó a entender esta obra al principio, y Manolo la reins-
trumentó de nuevo, haciendo una ampliación orquestal para versión de concierto;
fue estrenada por la Orquesta Sinfónica de Madrid, en la Sociedad Nacional de
Música.
209
Hacia el año 1923, Manolo estrenaba en Sevilla, por su propio deseo, El retablo
de Maese Pedro; esta interpretación, no representada, corrió a cargo de una orques-
ta formada por profesores músicos de la capital, obteniendo un éxito rotundo. Tanto
agradó a Manolo esta actuación, que le sugirió la idea de fundar la Orquesta
Bética, con aquellos elementos, bajo la dirección de su discípulo predilecto Ernesto
Halffter. Del conjunto, ya hemos hablado en anteriores páginas. De esta obra, una
de las más inspiradas de Manolo, huelga que hablemos, pues ha sido divulgada a
través de los años transcurridos desde su estreno hasta la fecha, siendo del agrado
de todos los públicos y de artistas y empresarios; se trata además, de una feliz adap-
tación de un muy conocido episodio del Quijote, como homenaje a la gloria de
Miguel de Cervantes. Fue dedicada a la Princesa de Polignac Y, como es natural, la
Princesa ofreció su palacio de París para que allí llevara Manolo la «farsa», y el 25
de Junio de 1923, se representó por vez primera en la capital de Francia, en aque-
llos salones de la Polignac. Tuvo este estreno el carácter de verdadero aconteci-
miento. La Princesa, con el deseo de conseguir el mayor éxito de la «pantomima»,
no reparó en gastos. Hizo ir desde Granada a Hermenegildo Lanz (al que Manolo,
encargó más tarde, cuando su estreno en aquella capital andaluza, allá por el año
1927, la construcción del teatro portatil y de los distintos muñecos). En esta ocasión,
el mismo Falla escribió a Lanz, invitándole, en nombre de la princesa, para que
hiciera «las cabezas y manos de los muñecos del guiñol, en la forma que usted sabe
hacerlo, para el Retablo», y añadía las siguientes palabras: «Figúrese usted con
cuanta alegría pienso en esta continuación parisina de nuestros trabajos
Cachiporristicos, de Granada». Se refería a los que realizaban en casa de García
Lorca y de los que ya hemos hablado.
Manolo no había olvidado aquellos intentos escénicos del famoso poeta, a algu-
nos de los cuales puso música y es posible que de allí sacara inspiración para el
montaje de su Retablo.
Los muñecos fueron movidos por Susanne Albarrán, Genóvieve Bernard, Matilde
Cuervas, Luis Leopold Eulart, Emilio Pujol, Vareña Cid, Ricardo Viñez (que fue quien
movió a Don Quijote), Manuel Ángeles Ortiz, Elvira Víñez Soto y Hermenegildo Lanz.
210
Las voces estuvieron a cargo de Hector Dufranc (Don Quijote), Thomas Solignac
(Maese Pedro) y Manuel García (Trujuman). Actuó la Orquesta Goischmann, tocan-
do el clavecín Wanda Landowska, y el arpa-laud. Henry Casadesus; la dirección la
llevó el propio Manolo en colaboración con Golschmann.
Como aquello ha sido una de las páginas de más colorido e interés de la vida de
Manolo, no resisto a la tentación de transcribir unos párrafos de la brillante crónica,
que en El Sol escribiera Corpus Bargas, dándonos a conocer a aquella brillante
recepción. Decía así el artículo:
211
Polignac echa a volar todos los aplausos. El maestro Falla, se va con su
música a Granada.»
Como habrá podido advertirse, no hay mejor modo de reflejar lo que fue en el
«todo París» el estreno de la obra de Falla, que este brillante reportaje de Corpus
Bargas. A su lectura, cabe medir el rango y la envergadura de aquel gran aconte-
cimiento que representó en la vida parisina el impacto del genio de Manolo.
-No las he aceptado- explicó después a su tío Don Pedro Matheu- porque tú eres
Ministro de El Salvador, en París, y debes asistir a la representación en lugar de pre-
ferencia.
Más tarde, El Retablo (Octubre del 23) se estrenó en Roems, de Bristol (Inglaterra),
obteniendo el mismo éxito que en Francia. El 28 de Marzo de 1924, fue interpre-
tado por la Orquesta Filarmónica, en Madrid, bajo la dirección del maestro Pérez
Casas,, tocando el clavicémbalo el propio Manolo, y al año siguiente, fue dado a
conocer en Sevilla en su versión escénica por primera vez en España. Ya hablé de
eso en el capítulo correspondiente.
212
Mauricio Ravel, que escriba con la perfección de Falla». Era un homenaje de
Manolo hacia el poeta, muy merecido pues, Aubry, desde que empezó a recono-
cerse en Europa el genio de Albéniz, se interesó con el mayor entusiasmo por nues-
tra música.
Tras esta producción, dio a luz Manolo, su Concerto para clave, dedicado a
Wanda Landowska; el principal objeto de esta obra era apartarse de la forma clá-
sica, evitando que un solo instrumento fuera acompañado por otros. En esta ocasión,
quiso mi amigo que cada uno de ellos se considerase como solista.
Se veía que el camino que quería recorrer Manolo, ahora era distinto del de sus
primeros tiempos de «andalucismo»; a partir de El Retablo, trata de incorporar a
nuestra lírica, viejas tonadas castellanas, música de corte, religiosa, romancero,
popular... ¿Se estará preparando para su definitiva e incompleta obra, en la que
cifra todos sus ensueños y aspiraciones de música, Atlántida?
Sin embargo, Manolo, a pesar del Concierto, seguirá siendo el mismo que el de
o El amor brujo, aunque hubiera en las nuevas obras mayor intensidad, y fueran con-
siderablemente sintetizadas.
213
Jacinto Verdaguer, para coro mixto. Su título fue Balada de Mallorca, y era muy inte-
resante y encantadora su audición. Como ya se ha dicho, se cantó en el Tercer
Festival de Música, celebrado en la Cartuja del Valle de Mosa (Mallorca) el 21 de
Mayo de 1933, ejecutada por la Capella Classica del Padre Juan M. Thomás.
El año 1934, escribió Manolo, los famosos Homenajes, cuya primera audición,
tuvo lugar en Noviembre de 1939, poco después de la llegada de Manolo a la
Argentina; él la dirigió y su éxito fue completo.
Quiso Manolo componer una obra que extrañase serias dificultades de interpreta-
ción, pues aunque a primera vista pareciera de ejecución sencilla, llegaba a poner
en un verdadero aprieto a los concertistas por su extraordinaria técnica; esa fue la
razón de ser dedicada a Rubinstein, uno de los mejores pianistas de aquella época,
y de una prodigiosa ejecución.
Un día me dijo:
-Me gusta mucho el vino de Jerez, pero el Carta Blanca que bebí en La Habana,
no lo olvidaré nunca.
-¿Quiere usted conocer a Agustín Blázquez, socio de la firma que exporta ese vino?
Y, fui a buscar a Agustín Blázquez, amigo de toda la vida, y le llevé a ver al céle-
bre músico. Al ser presentado, artista y bodeguero, aquél dio un fuerte abrazo a
éste, y le dijo, sin poderse contener:
A lo que Blázquez, contestó, con ese «dejarse caer», y esa gracia fina gaditana:
214
-Y, usted, ¡qué dedos tiene, maestro!
Todos estos trabajos de Manolo, que hemos ido enumerando, obedecían a distin-
tos estilos, pues su curiosidad era insaciable y su deseo de acabamiento, sublime;
su deseo de perfección era casi sobrehumano. Por eso pedía a Dios con fé y segu-
ridad de ser escuchado, que la inspiración no le abandonase y que viniera a su
mente... Y la inspiración venía... y escribía... pero...
Comenzó a componer su última obra, la que nunca terminaría, mas, ¡no sería pre-
sunción vana escribir aquella última partitura que iba a ser como el resumen de su
vida, de sus anhelos místicos, de su espiritualidad ¿Cómo iba a escalar esa cima del
arte? Sin embargo, lo humano era ciertamente un verdadero reflejo de la grandeza
de quien hizo la armonía y la luz.
215
XXIX
CON UN PIE EN EL ESTRIBO DE LA MUERTE
El 7 de Octubre de 1939 pisó por última vez Manolo el suelo de su patria. Había
sido invitado por el Instituto Cultural Español de la Argentina, con motivo de celebrar
su 25ª aniversario, y estaba contratado para dar una serie de conciertos de música
española en el Teatro Colón de Buenos Aires.
Y, como no quería que la gente pensara que aquello era cosa suya, no podía por
menos de decir a los que iban a visitarle, como explicación de su alojamiento en ese
hotel:
-Me han traído aquí, pero esto es demasiado lujo y demasiado gasto para mí.
217
guraríamos que su triunfo fue mayor que otras veces, poniendo las ininterrumpidas
ovaciones un broche de oro a la actuación de mi ilustre amigo.
Dióse el caso, quizá único (no conocemos otro igual), de que al serle presenta-
das las liquidaciones de aquellos conciertos, que superaban con un margen sor-
prendente a lo previsto, se negó a aceptarlas por considerar su importe excesivo.
No sólo era modesto -con la modestia de un niño grande- sino desinteresado de
modo incomprensible.
La última obra que dio a conocer Manolo fue la suite sinfónica titulada Homenajes,
y que se estrenó, precisamente, en dicho teatro el 18 de noviembre de 1939. Consta
de cuatro números: el primero Fanfarre, dedicado al maestro Arbós; el segundo, A
Claude Debussy; el tercero, A Paul Dukas y el cuarto, Pedrelliana.
En aquella obra, enlazó a los artistas contemporáneos que admiraba, y fue como
su postrer recuerdo y demostración de afecto y, también, aunque él entonces, no lo
presintiera, su última presentación al público.
A Buenos Aires le cabe el honor de haberle prodigado los postreros aplausos que
escuchara mi amigo de niñez, aunque luego hayan sido muchos los prodigados en
todas las partes del mundo; pues su figura es universalmente conocida por los aman-
tes del arte musical.
Terminados con gran éxito los recitales y, aunque era su propósito volver a España
cumplidos estos compromisos, como le fueran ofrecidos otros nuevos contratos, deci-
dió permanecer algún tiempo más en la Argentina, y fue entonces cuando pensó bus-
car un refugio para dedicarse a la composición en paz y silencio, como en su car-
men de Granada, o en La Zubia.
Vivía por aquellos tiempos en Buenos Aires, el gran estadista y político español,
Don Francisco Cambó. No sé si Manolo lo conocía de antiguo, y más bien, pienso,
que al encontrarse allí, en el extranjero, empezaron a tratarse.
218
-¿Por qué no te vas a vivir a Alta Gracia? -le preguntó-. Creo que aquello te gustaría.
-¿Y crees que allí encontraría un lugar retirado, donde pudiera trabajar, lejos del
ruido que tanto me molesta?
-Conozco mucho aquella región, pues suelo pasar temporadas en la zona serrana
de Alta Gracia.
Días después, se presentó a Don Ricardo Bunge, persona, que por cierto es primo
de una distinguida dama, Catalina Uthof, que estuvo casada con un gaditano, José
María Bensusan, que murió, durante la guerra, víctima de la aviación roja.
Ese señor, poseía una hermosa propiedad, «Los Espinillos», en Alta Gracia, pero
estaba deshabitado, pues en ese entonces, residía permanentemente en Europa.
-Tú no la habitas ahora, y pienso que tu finca sería una residencia ideal para Falla.
El estadista no tuvo que luchar para convencer al dueño de «Los Espinillos», que
aceptó muy gustoso la indicación por tratarse del que ya era una celebridad.
219
«Los Espinillos» quedaban en las afueras de Alta Gracia, mas cerca de la ciudad,
que está situada en la zona montañosa, a 650 metros de altura sobre el mar. La
casa, era de piedra y ladrillo, con techo de tejas, y estaba edificada en barranca.
La rodeaba un jardín, que no había sido modernizado, pues su dueño prefirió con-
servar la vegetación espontánea; Espinillos (de donde le vino el nombre a la pro-
piedad) chañares y cocos, en su mayoría.
A la entrada, a cada lado del portón, había un grupo de cipreses que, segura-
mente le recordarían a Manolo aquellos que tantas veces contemplase en sus visitas
al Generalife. Hasta aquel lejano rincón le llegaba con ese árbol la nostalgia de su
querida Granada.
La casa era amplia. Tenía cuatro dormitorios y un cuarto de estar, que daban a la
sierra. El paisaje que contemplaban sus ojos era montañoso, y la vegetación, pobre.
El suelo, arenoso y con muchas piedras, no era propicio para mucha lozanía.
Le visitaba con frecuencia el doctor Quiroga Losada, con el que hizo amistad. Sus
cuidados, el reposo y la paz que encontró en las alturas de la sierra, le fueron bene-
ficiosas, y su salud quebrantada empezó a mejorar.
220
Casa de Los Espinillos en Alta Gracia (Córdoba) donde Falla vivió durante sus
últimos años desde finales de 1942.
Había veces que, al levantarse, lo olvidaba, y echaba andar tan tranquilo, pero
se había acostumbrado a él.
En aquellas tertulias, gustaba hablar de sus tiempos pasados, de sus antiguos ami-
gos, de sus estancias en París, en Granada, en la ciudad, que le vio nacer.
Manolo se vio una vez felizmente sorprendido por la llegada de un paisano al que
conocía de antiguo. José María Pemán, que dio por aquellos años unas conferen-
cias en la Universidad de Córdoba (Argentina), sabiendo que Manolo estaba allí fue
a dar un abrazo a su querido amigo. No renunciamos a dar a conocer este intere-
sante encuentro entre el maestro y el escritor gaditano y, para ello ¿qué mejor pluma
que la del propio Pemán?
En un bello artículo que transcribimos dio sus impresiones sobre la entrevista. Allí
vemos de nuevo a Manolo, pero ya en su acentuado declive físico, con un «pié en
el estribo de la muerte», como Cervantes. Física y moralmente lo retrata Pemán, en
aquel ambiente lejano -y tan nuestro-, con ese gracejo, fluidez y clasicismo que le
caracteriza. Decía así su artículo:
222
Cuando llegué, en realidad, no tenía ninguna enfermedad específica,
y se consumía a fuerza de espíritu y de genio. Eso era todo. Era una
torcida de nervios que se quemaba en su propia combustión.
«¡Hasta España!»
223
Parece que ese viaje de Pemán a la Argentina fue providencial para que nos tra-
jese la última imagen del glorioso maestro. La última, y debido también a la pluma
gaditana, tan esclarecida, como la del autor de El Divino Impaciente. ¿Acaso no sen-
tía ya impaciencia Manolo por hallar un refugio definitivo, pero más alto aún que su
carmen de Granada y su finca de la Argentina? Si, de joven fue «impaciente» por
estrenar La vida breve, que ya no quería sujetar con su único brazo sano, por que el
otro, el que llevaba la dirección de su vida, yacía inmóvil, unido a su esqueleto
viviente... Él era barco a la deriva en la tempestad de la vida, y fuera de su queri-
da patria. Los vaivenes de la fortuna le sujetaban a esa penitencia en la que se depu-
raba su alma devota... Manolo era como su Atlántida, incompleto... algo había
muerto prematuramente en su vida física y, algo aún, no había nacido en la vida de
su espíritu para ofrecérselo a su obra cumbre... Por que la inspiración siempre le vino
de lo Alto...
224
ja mejor de lo que nosotros pudiéramos hacer, la fructífera y larga labor de Manolo
en la Argentina.
«Tal lo acontecido con la visita del autor de El amor brujo, cuya pre-
sencia en el Colón, llamó la atención de todos aquellos que se hablan
familiarizado con sus obras, y fueron a satisfacer la curiosidad admi-
rando la personalidad de tan ilustre compositor. Prueba de ello, que la
llegada al podio directorial del compositor, provocó un prolongado
aplauso, que sólo se justifica por la obra escrita de Falla, y por la alu-
dida curiosidad de sus muchos admiradores.»
Y, para completar, aún más, nuestra información respecto a aquellos años de Falla,
haremos referencia a un programa del Hogar Andaluz de Buenos Aires, de
Septiempre de 1941. En la invitación, se hablaba de un concierto que había de cele-
brarse el día 27 de ese mes y año, a las 18,20, dedicado al ilustre compositor Don
Manuel de Falla, y en el que prestarían sus concursos el notable escritor, Ernesto
María Barreda, la magnífica soprano ligera, señora Clara Estévez, y los renombra-
dos profesores, señores Roberto Lacatelli y José Palomo. Figuraban en el programa la
«Danza ritual del fuego», de El amor brujo, y cuatro de las Siete canciones populares
españolas: «El paño moruno», «Seguidilla murciana», «Jota» y «Polo». A estas can-
ciones, seguirían la «Danza del Molinero», y La vida breve, en versión de concierto.
225
Artículos, cartas, programas de conciertos, nos iban informando de aquella vida
de mi famoso amigo que caminaba siempre de éxito en éxito, y si fue sólo a la
Argentina por unos meses, vivió allí siete años para volar al cielo.
¿ Cómo?
¡Muerto y sonriente! Bien podemos suponer, a juzgar por esa sonrisa, que es extra-
ña a la hora de la muerte, que se presentaría su alma escogida a Dios, confiando
en su misericordia infinita.
¿Acabó Atlántida al fin, o murió sin terminarla? Pudiéramos decir que sí, pero no
aquí abajo, sino en la Gloria, a la que llegaría sin duda, pues su vida ejemplar nos
hacen presumirlo. Y la «Salve», maravillosa de inspiración, incrustada en la partitu-
ra de Atlántida, la entonarían los ángeles, en inmenso coro, ante la Santísima Virgen,
mientras Manolo, a sus pies, oiría en éxtasis sus propias melodías, compuestas para
la tierra, pero que Dios quiso que se escucharan primero en los cielos...
María del Carmen, afligidísima, consternada y lejos de los suyos, tuvo, no obs-
tante, serenidad y acierto para hacer frente a aquella dramática situación, y con la
autorización correspondiente, que obtuvo en el acto, embalsamó el cadáver, trasla-
dándolo a un gran sanatorio que existe en Córdoba (Argentina), y de tal prestigio,
que muchos de los bonaerenses de familias distinguidas, en él se hospitalizaban.
226
Cortejo fúnebre de Manuel de Falla. El coche se detiene frente al Teatro Rivera Indarte, con crespones
negros, donde la orquesta, dirigida por su titular, Fuchs, interpreta música de El amor brujo
(Córdoba, 19 de noviembre de 1946).
XXX
LA CASA DESHABITADA DE RICARDO BUNGE
Años después, deseoso de conocer algunos detalles de la vida de mi amigo,
durante su estancia en aquella finca, me puse en contacto con Don Ricardo Bunge.
Le hice algunas preguntas.
-No puedo contarle muchas cosas -me contestó- No tuve oportunidad de tratar
mucho a Falla, pues casi todos los años de su residencia en Argentina, estuve vivien-
do en Europa y en los Estados Unidos. No obstante, volvía alguna vez por Buenos
Aires, y entonces iba a verle.
-¿Sabe si pensaba regresar a España? -interrogué- ¿Le habló de sus proyectos para
el futuro?
-No creo que tuviera intenciones de regresar a su patria o, por lo menos, nunca
me manifestó intenciones de hacerlo.
-¿Trabajaba mucho? Siempre fue hombre que dedicaba largas horas a componer
sus obras- le indiqué.
-Tal vez se debiera a que su salud no era muy buena -me contestó- -pero le asegu-
ro, que él mismo me manifestó, entonces, que era muy perezoso para componer.
229
-En realidad -me contestó Bunge-, creo que le dedicaba poco tiempo y, por eso,
debió de quedar incompleta a su muerte.
-Sin embargo -le dije- sé por su propia hermana, que tres horas antes de morir,
estaba componiendo.
-Siempre tardó mucho en arreglarse -le indiqué- pero quizá fuera debido a que se
hallaba distraído con sus armonías, y soñaba más que actuaba.
-Puede ser, pero la realidad es que almorzaba muy tarde; por lo menos para los
horarios argentinos.
-El invierno, es allí muy crudo y, a veces, muy riguroso, aunque seco, pues no llueve
mucho, pero Falla lo soportaba valientemente. Figúrese: había en el comedor una gran
chimenea que su amigo se jactaba de no encender, ni aún cuando el frío arreciaba.
-¿No puede decirme nada más? Me interesa tanto todo lo referente a él...
230
Comprendo que Ricardo Bunge sienta haberse desprendido de su propiedad,
pero, el lugar donde vivió los últimos años de su existencia Manolo, bien merece ser
convertido en Museo y espero que llegue un día en que eso se realice.
Mientras tanto, en Alta Gracia, una casa deshabitada guarda aún entre sus muros,
los ecos de las estrofas de Atlántida que no llegó a terminar mi amigo, pues en sus
ansias de perfección, nunca encontró nada que fuera digna de ser su obra ¡Obra
maestra!
231
XXXI
MANOLO, PROTECTOR DE ARTISTAS
Manolo procuró ayudar a los jóvenes que acudían a él y empezaban su carrera,
cuando prometían, y mucho más si eran gaditanos, como él.
Durante su estancia en París, acogió con cariño a los nacidos en su patria chica
que llegaban a la gran urbe para perfeccionar sus estudios y emprender el camino
de la gloria, meta de todo el que es verdaderamente artista.
Carmencita Pérez, Pepe Cubiles y otros artistas, supieron de sus bondades, y, aun-
que le separaban muchos años de Cubiles, pasados los primeros tiempos, en que se
advierte más esa diferencia, la gran admiración que le inspiraba el que considera-
ba como maestro, vino a convertirse en amistad.
Cubiles vivía ya en Madrid, donde había ganado por oposición una cátedra en el
Real Conservatorio de Música, cuando se le presentó su paisano.
Aquella visita le agradó y, pensando que tal vez tuviera algún objeto, se lo pre-
guntó con franqueza.
-Había pensado que me estrene mi última obra Noches en los jardines de España -
le contestó-. La he escrito pensando en usted y en nuestro Cádiz.
-Es una obra maravillosa -decía Cubiles- con sus tres nocturnos titulados «En el
Generalife», «Danza lejana» y «En los jardines de la Sierra de Córdoba». Es músi-
233
ca que ha recorrido el mundo, y que hoy, al correr de los años, sigue siendo una
obra de calidad.
Mas no sólo hacía objeto de atenciones a sus paisanos, sino también a todos los
que podía hacer un favor. Siempre se mostraba dispuesto a ayudar en cuanto
pudiera.
«Aunque escribí hace pocos días, vuelvo a hacerlo hoy, para pre-
guntarle si podría dar algún concierto el célebre guitarrista español,
Miguel Lloret . Para principios de Febrero, va a tocar a Málaga, y
desea saber, si, antes o después, podría organizar otro concierto de
música clásica y moderna, en Cádiz, Sevilla, etc.»
Y como mi buen padre no le contestara, me figuro que por algún motivo justifica-
do, pues él era incapaz de dar la callada por respuesta, volvió a insistir, con fecha
17 de Enero de 1910.
234
con Sevilla en esta cuestión, ofreciendo en nombre de Marshall y la
Sra. Badía, que irían «sin condiciones» (salvo los gastos de viaje) dado
el deseo expresado por dichos admirables artistas de colaborar en esos
conciertos. Allí, lo aceptaron enseguida, y ésto fue hará cerca de un
año. Se entera luego el Sr. Gisbert de los conciertos de Cádiz, y pide,
entonces, a Sevilla que propongan a ustedes la colaboración de dichos
artistas y amigos, pensando que, siendo inmediatos los conciertos, y
hallándose ya aquellos en Sevilla, podrían ustedes aprovechar la favo-
rable oportunidad. Sin embargo, de todo esto, y a pesar de serme muy
grato el deseo de Gisbert, me permití indicarle, que tratándose de con-
ciertos, que se dan con un fin benéfico (los de Cádiz) temía todo cuan-
to fuese a aumentar los gastos (exactamente las justas razones de tu
carta) y que, por lo tanto, sintiéndolo yo mucho, no podía directamen-
te apoyar su idea. A ello, me contestó que no me preocupase por ello,
y que él lo propondría a Sevilla, por si les parecía a ustedes bien acep-
tar el ofrecimiento. Voy, luego a Barcelona, y tanto Marshall, como la
Sra. Badía, me hablan de Sevilla y Cádiz, sin «distingos» de ningún
género, en vista de lo cual, yo di por arreglado el asunto, no pare-
ciéndome delicado pedir explicaciones, por las razones que segura-
mente comprenderás. Si, pensé hablarle al Sr. Gisbert, pero desgra-
ciadamente, con todo el «jaleo» de los ensayos, el concierto, y sus con-
secuencias, se me pasaron los días sin que me acordara de informar-
me por Gisbert, en los momentos propicios para ello, contribuyendo a
esto también mi «falsa» seguridad de que el asunto estaba arreglado.
(Ya te diré el por qué). Y, en este error, he seguido, hasta recibir tu
carta. Es razonabilísimo, cuanto me dices, y, lo que únicamente no me
parece bien, ni mucho menos justo, es que el Comité sea víctima de este
pequeño enredo, aunque, lo haya causado la mejor intención por parte
de todos. Siendo así, yo debo participar, por lo menos, en la mitad de
los gastos que esta invitación origine, y no digo en su totalidad, porque
de proponerlo así, pudieran ustedes (para quienes guardo tan viva gra-
titud) interpretarlo de un modo que lamentaría de todo corazón, Queda
pues entendido (entre nosotros, y sin que nadie tenga que enterarse)
que de esos gastos, me corresponde la mitad de su totalidad. Es la
única manera como mi conciencia, y mi amistad (tan fervorosa para
todos) pueden quedar medio tranquilas. Creo que me conoces, sufi-
cientemente, para creer que te hablo con toda verdad.
Adjunto notas sobre Amor brujo, Sombrero y algo más del Retablo,
para que vaya adelantando la confección del programa. Desde Sevilla,
235
lo mandará completo. Hoy no puedo seguir, pues la cabeza no me obe-
dece... Salgo mañana (hoy, pues es más de media noche) para Sevilla
(Hotel Royal-Plaza Nueva) y a las cinco me debo levantar ...»
Por ella, se verá que, guiado por su bondad y deseoso de favorecer a los amigos,
se metió en un lío, comprometiéndonos a pagar los gastos de viaje de dos artistas
por falta de comprensión de otros que intervinieron en el asunto, y cómo quiso ayu-
darnos, pagando de su propio bolsillo para que no nos viéramos perjudicados.
Aquel joven le había puesto música a los «Romances de la pena negra» de García
Lorca, y Manolo se sorprendió al oírle. Aquello era una verdadera revelación y,
desde entonces, mi amigo se dedicó a protegerle.
Una enfermedad de pleura puso a Diaz Conde en grave peligro de muerte e hizo
sufrir a Manolo que era todo sensibilidad, todo corazón.
Mas la juventud triunfó por fin, y el chico, pensando tal vez que allí le esperaban
tiempos mejores, decidió marcharse a México en cuanto se encontró en franca con-
valecencia.
Pero su bolsillo estaba exhausto, y se confió a Manolo que se había mostrado tan
bueno con él. Hizo bien en acudir a su bondad, pues mi amigo no le decepcionó.
Espléndido, y sin preocuparse del día siguiente, le entregó los últimos trescientos
pesos que poseía.
Así era Manolo, y de él podían contarse otras muchas anécdotas que demuestran
hasta qué punto se mostraba presto a ayudar a todos, especialmente a sus amigos
y artistas, que siempre sabían que en cualquier circunstancia podían contar con su
valiosa ayuda.
236
Conchita Badía con Manuel de Falla y Mª del Carmen de Falla (Buenos Aire s ,
d i c i e m b re de 1942?).
XXXII
EN LA CRIPTA DE CÁDIZ
La conmoción que produjo la muerte de Manolo en España fue extraordinaria;
toda la prensa y medios de difusión se hicieron eco de la desgracia irreparable. El
mundo también se unió en esta ocasión, con absoluta sinceridad, unánime al dolor
de nuestro país.
Tan pronto como se supo la triste noticia en Cádiz, se reunió la Academia de Bellas
artes, presidida por Don José María Pemán, y se tomó el acuerdo de rogar al gobier-
no que el cadáver del ilustre maestro se trajera a Cádiz para ser aquí enterrado.
Mas dos ciudades se disputaron el dar sepultura a sus restos; aquella que fue su
cuna, el testigo de su infancia y donde volviera en muchas ocasiones, porque le unía
a ella lazos de cariño y verdaderas amistades, y Granada, donde transcurrieran
muchos años de su vida y vieron la luz parte de sus inspiradas obras, y quedaba
escondida, entre los árboles de su Alhambra, la casita del maestro.
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Triunfó Cádiz, y sus paisanos quisieron que su ilustre hijo tuviera un lugar de des-
canso digno del nombre que había conquistado al correr de los años.
Se hicieron las gestiones correspondientes con Pío XII, que era entonces el pontífi-
ce que regía la Iglesia Católica. Como es natural, en el escrito que se dirigió a su
secretario, se exponían las razones, y enviaban como razón suprema su testamento.
Creo oportuno trasladar aquí las disposiciones de su última voluntad que me han
facilitado sus herederos, convencido de que puede interesar, lo que es un claro refle-
jo de su alma. El testamento está escalonado, y dice así:
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nica de mis obras y a las que puedan acompañarles en los programas
de espectáculos).
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de modo especial dichos sufragios). Añádanse, todavía otros, de modo
general, por las almas de quienes fueron mis demás confesores, mis
maestros, mis bienhechores y mis amigos fieles, con especial mención
de quienes me iniciaron o procuraron perfeccionar en el cumplimiento
de mi oficio, comenzando por Don Clemente Parodi (mi buen maestro
de primera enseñanza), por Sor Eloisa Galluzo, que en unión de mi
muy querida madre, me inició en la música, así como por Don Felipe
Pedrell y Don José Tragó, todos fieles cristianos, y aptos, por consi-
guiente, para que la misericordia de Dios y la intercesión de Nuestra
Señora, hagan eficaces los sufragios ofrecidos por el descanso eterno
de sus almas.
Pío XII accedió a los deseos de sus paisanos, manifestando que podía ser enterra-
do allí, el que había escrito aquel testamento que era como un claro reflejo de su alma.
Y esa es una opinión compartida por muchos y hay alguien que se atrevió a escri-
bir unas palabras, que así lo demuestran. Federico García Sanchiz, en una carta
dirigida a la señorita Joaquina Juncá, directora de Ediciones Capella Classica, le
decía así:
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López Montalvo, con su hija Maribel, pues Germán de Falla, su marido, se veía
imposibilitado de asistir al recibimiento del cadáver por hallarse enfermo desde
hacía meses. Acompañaban a la familia la comísión organizadora del acto, así
como los íntimos del difunto, Don Melquiades Almagro, Don Francisco Hevia, los
hermanos Borrajo, mi mujer y yo.
Sobre el féretro, iban colocadas algunas de las coronas que se habían recibido.
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Cortejo fúnebre por las calles de Cádiz (9 de enero de 1947).
Al llegar la comitiva fúnebre frente al ayuntamiento, se detuvo un instante, y toma-
ron las cintas que pendían del féretro, Don José María Pemán, Don José Cubiles, y
representaciones de los Ayuntamientos de Sevilla y Granada, interpretando la
Capella Classica de Mallorca el célebre salmo del Oficio de Difuntos de Bach.
Las laterales quedaron materialmente llenas de fieles, que se sumaban con su pre-
sencia a este último tributo de afecto al gaditano ilustre.
Hubo en la cripta una severa restricción de entradas, pues apenas cabían las
representaciones oficiales, a pesar de su amplitud.
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Borrajo, arrojaba sobre la caja que contenía sus restos, otro puñado de arena del
carmen granadino, donde viviera tantos años, y una rama de laurel.
Cádiz había cumplido su deber trayendo el cadáver del genial músico gaditano a
la cripta de su catedral. Aquel era el sitio indicado para su enterramiento, pues
aquel hombre consagrado a Dios y al arte, en vida, ¿dónde mejor podría aguardar
la resurrección gloriosa de la carne, que en la morada del Señor, y cerca de ese mar
de su Atlántida? Allí, quizá, pudiera terminar su inmortal poema lírico inacabado...
La cámara necrológica está separada de la sala anterior por una cancela de hie-
rro forjado. En letras doradas, léese en latín un salmo, cuya traducción es la siguien-
te: «Alabad al Señor en su Santuario, alabadle también, con la palabra y la músi-
ca. Todo lo que fine, alabad al Señor.»
A uno y otro lado de la tumba, parten unas breves escalinatas que conducen al
altar que está al fondo. El piso y las escaleras son de mármol rojo y negro, de
Alicante y San Sebastián respectivamente. La barandilla cerrada que contornea la
tumba, es de mármol de Bucarró crema, tallado en oro. Sobre el ara, hay un cruci-
fijo de bronce. Colgada en el techo, encima de la tumba, existe una lámpara de
plata del siglo XVI, estilo renacimiento, donada por Don Angel Picardo, muy amigo
de Falla, ya fallecido.
En las dos paredes laterales figuran unos apliques de alabastro. entregadas por
los hermanos de Falla.
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Sobre la tumba de mi querido Manolo, un corto epitafio; una frase que fue repeti-
da muchas veces por sus labios, y de la que hizo el lema de su vida:«Sólo a Dios el
honor y la gloria.»
Cuando muere un general, las tropas desfilan y disparan sus fusiles al aire; cuando
muere un músico se escuchan melodías de instrumentos y coros. Son homenajes que
el hombre rinde al hombre que muere, alcanzando la gloria militar o la artística...
Aquella noche el Gran Teatro Falla que lleva el nombre del querido amigo que se
nos fue, no vistió de luto... de gloria de resurrección; no de Viernes Santo, sino de
Sábado de Resurrección. Y, con sus blancas galas, ofreció un concierto póstumo a
la memoria del insigne músico.
¿Y qué decir de Lolita Rodríquez de Aragón, que tantos años convivió con los gadi-
tanos? Pues que estuvo insuperable. Las Siete Canciones de Falla, fueron interpreta-
das de manera prodigiosa, y tuvo que repetir tres veces la Jota.
De Cubiles no cabía decir ni más ni menos que otras veces, que siempre. Era el
gran pianista, el virtuoso que nos sorprende con su genio y técnica cada vez que le
escuchamos... Siempre, él, enamorado y entusiasmado como nadie de la patria
chica.
La actuación de ese gran pianista gaditano fue brillantísima y, una vez más, delei-
tó a su auditorio con «Cubana» y «Andalucía», haciendo frente, a continuación, a
la difícil técnica de la Fantasía Bética, que tocó de manera magistral; teniendo nece-
sidad de interpretar, ya fuera de programa, «La Danza de la Vida Breve», que dijo
con verdadero amore. Los aplausos y ovaciones eran interminables... si siempre
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Cubiles tocó bien ¿cómo no iba a hacerlo ahora, en aquel homenaje póstumo al que-
rido amigo y paisano, con quién compartiera años tras años, grandes triunfos?
Acabó el inolvidable concierto, para cuantos tuvimos la dicha de asistir a él, con
el broche de oro de Noches en los Jardines de España ejecutado por la Orquesta
Bética, al piano, Cubiles, y dirigido por Ernesto Halffter, el discípulo predilecto del
maestro. La intervención fue espléndida, y las ovaciones a Cubiles y a Halffter,
inacabables.
Las tristes emociones de la mañana se paliaron con las muy gratas de aquella
noche triunfal.
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Cripta de la catedral de Cádiz donde está enterrado Manuel de Falla.
XXXIII
EL TESTAMENTO LÍRICO INACABADO
La primera noticia que tuve de que Manolo tenía proyectos de escribir Atlántida
me la dio él mismo. Recuerdo que por aquella época se estaba pensando en que
nuestra ciudad tuviera un himno oficial.
Nuestro alcalde, que era padre del que ahora tenemos, y se llamaba, Don Ramón
de Carranza, pensó en que colaboraran en él dos gaditanos. Falla y Pemán (que ya
era considerado como un gran poeta).
Mas aquel deseo,no pudo ser atendido por mi amigo Manolo, y dejémosle que él
mismo nos diga el motivo. En carta escrita desde Granada, el 27 de Febrero de
1929, me decía:
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y a España entera -y esto- como hoy escribo a Don Ramón de
Carranza, me consuela de no poder hacer nuestro Himno...»
Desde esa época, aquella obra fue la obsesión de Manolo, pero creo, que ni él
mismo, en los primeros tiempos, pensó que seria un trabajo largo, y que él, segura-
mente, a fuerza de quererlo muy perfecto, dejaría inacabado, cuando le sorprendió
la muerte, allá en Alta Gracia.
Él, que tanta fecundidad tenía, y que había hecho infinidad de composiciones que
ya tenían fama mundial, veía pasar los años sin lograr poner fin a la Atlántida.
252
sión que le dominaba, y no encontraba siempre notas en el pentágrama, que refle-
jaran toda aquella inspiración que bullía en su interior.
Una vez, lleno de curiosidad ante aquel silencio sobre Atlántida que me intrigaba,
y creyendo que a lo mejor la tenía ya terminada, le pregunté sobre ella, y me con-
testó con fecha 5 de Enero de 1933.
Y así, llegó el año 1934, en que como ya he dicho en otra ocasión, se presentó
en nuestra ciudad, según sus propias palabras «para oír el mar». Deseaba escuchar
los rumores del Atlántico, esa voz que nada nos dice a los profanos y tanto signifi-
caba para Manolo.
Aquí vino a buscarle un empresario catalán con el que estaba en relaciones, creyen-
do ya próximo el estreno de su obra. Pero no deseaba que el escenario fuera un tea-
tro; soñaba otra cosa, más a tono con su poema, que él concebía de un modo religio-
so, y quería que la primera audición tuviera lugar en el ruinoso Monasterio de Poblet.
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las distintas colocaciones de los que tomaran parte en la obra. En el centro, habría
un tablado, para que unas danzarinas bailasen, lo que Verdaguer llama la Danza
de las Cyclades. Por cierto que las conversaciones fueron largas, pues no era fácil
poner de acuerdo a Manolo, todo idealismo, y al empresario, todo realidad. Hay
un diálogo que nos dió a conocer José María Pemán, en un artículo que creo inte-
resante transcribir. Dice así:
Pero luego -decía- cuando los titanes van llegando al cielo, se escu-
cha sobre ellos la voz de Dios, que canta aquella tremenda estrofa de
Verdaguer «Titanes, pereced debéis».
-¡No! Mire, Don Manuel, mire, de rodillas, no. No pueden los canto-
res emitir la voz de rodillas. Se desconcertaría todo.
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-Pero, ¿cómo no se van a poner de rodillas, si se oye la voz de Dios?
La noticia de aquella obra, llegó a Norteamérica, y, por medio del pintor Sert reci-
bió una proposición que hubiera tentado a cualquier artista menos desinteresado
que él.
Se le ofrecía que fijara precio sin limitaciones de ninguna clase, lo cual significa-
ba una espléndida oportunidad. Él podría escoger la orquesta, los coros, los solis-
tas, sin preocuparse por la cuantía de la suma que se necesitara. Estaban dispues-
tos a pagar todo; con tal de que el estreno se efectuara allende los mares.
Aquello, era para entusiasmar a cualquiera, y Sert lo estaba en sumo grado. A él,
le correspondía la parte de pintura, y podría disponer de toda clase de medios.
Como es natural, Sert expuso el proyecto a Manolo procurando hacerle ver todas
las ventajas, que aquello representaba, no sólo, mirando la parte económica, que
en poco podía tentarle, sino el mayor triunfo de aquella obra, en la que tenía pues-
ta todas sus esperanzas.
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Pero, la Atlántida no llegó a estrenarse en el Monasterio de Poblet y, durante todo
el resto de su vida, Manolo continuó trabajando en aquella obra, en la que había
puesto tanto de su alma; tanto de su arte.
Mi amigo fue siempre algo terrible para su trabajo, dado el alto concepto moral,
que según su credo, debía ser el apoyo de toda obra artística. Deseaba tanto la per-
fección en todo, que Emilio García Gómez en un libro suyo, decía, que para redac-
tar Manolo un sencillo telegrama, luchaba como un titán, rompiendo, comenzando
una y otra vez, hasta lograr la forma perfecta. Su trabajo era lento, lentísimo, y no
paraba, hasta llegar a la estilización máxima.
Tenía el deber de dar a conocer al mundo aquella obra maestra, y pensó que
Ernesto Halffter, el díscipulo predilecto de su hermano, debía terminarla.
Mas, antes de confiarle ese delicado trabajo, emprendió una ímproba labor. Era
preciso formar el libreto definitivo de Atlántida, y de eso se encargó él.
Como Manolo, se entregó a la Atlántida, lleno de un gran afán, y pudo dar cima
a su labor, que ha pasado desapercibida para muchos y que creo de justicia que
sea destacada.
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Germán era modesto como su hermano, no publicó a bombo y platillo, todo cuan-
to había hecho, mas la realidad es que tuvo una gran parte en que Atlántida se ter-
minara, y, sin regatear nuestros aplausos a Ernesto Halffter, también creemos que le
corresponden muchos a Germán de Falla, hermano del insigne compositor.
Aunque Manolo no dejó nada dicho, tal vez, por haberle sorprendido la muerte,
sobre la persona que podría terminar aquella obra, que tanto amaba, hubiera esta-
do de acuerdo con sus herederos que la entregaron a Ernesto Haiffter, pues nadie
mejor que él, ni con más cariño, podía continuar la tarea de completar aquella par-
titura póstuma.
Halffter tenía, aún, ante sí, una gran labor: Completar, armonizar, componer y
orquestar todo lo que aún faltaba, y era preciso que lo suyo no desmereciera de
aquella maravilla, brotada de la inspiración genial del que había sido su maestro.
Y, con la dilación, iba aumentando la curiosidad por ver la obra. Se hacían cába-
las sobre ella. Se discutía, ya sobre el lugar de su estreno, sobre la orquesta, los artis-
tas que intervendría y por fin...
Unos cuatro años de laborar incesante por parte de Ernesto Halffter, que en alguna
ocasión vino a nuestra ciudad invitado por su alcalde, marqués de Villapesadilla, y...
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Llegó el momento en que Atlántida, la obra póstuma de mi amigo Manolo, se ter-
minase, y pronto el mundo pudo oír sus primicias, mientras su autor dormía su últi-
mo sueño en la cripta de la catedral gaditana.
Cádiz, la ciudad que vio nacer al ya insigne Falla, debía de ser una de las pri-
meras que escuchara su Atlántida, y, después de haberse interpretado en Barcelona,
tuvimos el honor de oírla los gaditanos.
Teniendo en cuenta la amistad, de toda la vida, que me unió a Manolo, fui invita-
do por nuestro alcalde, Don José León Carranza, al homenaje que se le rindió el día
30 de Noviembre de 1961.
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Fue verdaderamente emocionante el momento en que resonaron en las naves del
templo catedralicio, los sones de la «Salve del Mar», interpretada por la Orquesta y
Coros, bajo la dirección del maestro Toldrá. La ingente multitud que llenaba la
Catedral escuchó con un impresionante silencio. Fueron instantes inenarrables que
nunca podremos olvidar.
Y esa emoción, que ganaba a todos, había de ser mucho mayor para María del
Carmen de Falla, la hermana, la compañera de Manolo, que estaba presente y
acompañada por su hermana política, doña María Luisa López de Montalvo, viuda
de Germán Falla, su sobrina Maribel de Falla y su marido, Don José García de
Paredes.
Aquella noche hubo una comida, en el Hotel de Francia, ofrecida por el alcalde a
las primeras autoridades y personalidades llegadas a Cádiz, y, a las once de la
noche, se trasladaron al Gran Teatro Falla.
Aquello me recordaba las noches inolvidables del Teatro Real, cuando no se sabía
a dónde acudir con la vista, si al proscenio, o a la sala, que tan brillante aparecía,
con damas muy elegantes, muy distinguidas, muy madrileñas, en una palabra...
Mas, habían concluido las representaciones del Teatro Real, en ruinas, como tam-
bién, había pasado mi feliz juventud, pero, como el corazón nunca envejece, me
sentía lleno de ilusión al pensar que iba a escuchar la obra póstuma del amigo que-
rido, de Manuel de Falla. En aquella ocasión, tuve el honor de ser invitado por el
Sr. alcalde a un palco tornavoz, en el que había también algunas personalidades
granadinas, amigos de Manolo, con quienes departí unos momentos antes de empe-
zar la representación.
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El escenario estaba ocupado por las huestes de Eduardo Toldrá, director de la
Orquesta Municipal de Barcelona, y, cuando salió en unión de Victoria de los
Angeles y Raimundo Torres, fueron recibidos con una prolongada ovación.
Recuerdo, que en uno de los entreactos, fui a visitar a Don Eduardo Toldrá, que
conocí en Barcelona hacía tiempo y le había visto dirigir varios conciertos en pri-
mavera, durante tres años consecutivos.
También saludé a Ernesto Halffter, a quién conocí hace muchos años y con quien
intimé algo, por la gran amistad que me unía a Manolo. Le dije:
-Ernesto, no se puede averiguar qué trozos son íntegros de Manolo y cuáles suyos.
Y era verdad. Con cariño, con paciencia, con maestría, había logrado unir todos
los fragmentos dispersos, y hecho posible que asistiéramos al estreno de Atlántida
que estaba inacabada. Durante más de diez minutos, un público entusiasmado, pre-
mió con sus aplausos la labor del gran artista que todos teníamos en el pensamien-
to y, muchos, como yó, ¡en nuestro corazón!
260
Atlántida salida de la mente genial de mi amigo, no dormiría para siempre entre
un legajo de papeles. Dos hombres hicieron posible que la ilusión de Manolo llega-
ra a ser una realidad, y a ellos debemos también nuestro agradecimiento. Estos
eran: Germán de Falla y Ernesto Halfffer.
Férrea voluntad la de San Francisco, como fue la de Manolo; él, era un santo y un
poeta, y se desposó con su dama: la pobreza. Manolo, vivió para la virtud y la músi-
ca. Esta última fue la dama escogida, aunque también amaba la pobreza.
San Francisco entona un día, un cántico al sol, que aparece en la inmensidad del
cielo. Manolo de Falla se dedica en los últimos años de su vida a componer otro
cántico a la Atlántida que está bajo la inmensidad de las aguas. Ambos se sentían
inspirados por la grandeza de la creación.
Los restos de San Francisco reposan en la cripta de una basílica de Asís. Los de
Falla, en la cripta de la catedral gaditana.
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XXXIV
DON JUAN GISBERT Y FALLA
Después de escrito cuanto antecede, he de agregar este último capítulo, por el cual
doy a mis lectores noticias de una gran amistad que tuvo Falla, y cuyos detalles he
conocido cuando ya tenía escritos los capítulos anteriores, y que ahora sería un trabajo
bastante laborioso el ir anotando en cada uno de esos capítulos los datos que debie-
ran llevarse a ellos, de los que ahora, sin orden ni concierto, anoto a continuación.
Falla tuvo grandes amistades, pues todos apreciaban, además de su genio, su bon-
dad y su lealtad para aquellos que le admirábamos y le seguíamos.
Seguramente el más íntimo de esos amigos fue Don Juan Gisbert, un industrial de
Barcelona, de gran cultura, de amor al arte, y devoto, como digo, de nuestro querido
amigo, a quien admiraba con gran entusiasmo y quería como si fuera de su familia.
Es curioso ver como Don Juan Gisbert, que por su amistad con Manolo, la tenía
también conmigo, llegó a entablar una amistad con Falla que iba a durar ya toda
la vida.
Felipe Pedrell, el gran compositor catalán (que mi buen padre, como ya he dicho
en uno de los capítulos anteriores, fue el que puso a Manolo en comunicación con
él), mantuvo a lo largo de toda su vida con el padre de Don Juan gran amistad e
iba en muchas temporadas a alojarse en verano a su casa en Barcelona; allí escri-
bió La Celestina, y vió nacer a Don Juan, quien, a su vez, hubo de verle morir.
Acudían muchos músicos, algunos de los cuales llegaron a ser célebres, a su casa,
a recibir lecciones suyas, y un día se presentó Manolo a recibir sus sabios consejos.
Pedrell le llegó a tener mucho afecto, manifestando que estimaba mucho a este joven
compositor gaditano, por su talento y sencillez. En su casa se conocieron Gisbert y
Falla, y Pedrell hizo que esa amistad creciera, aconsejando al entonces joven
Gisbert que debiera intimar mucho con persona tan llena de méritos y virtudes. Allí
263
nació una amistad que llegó a ser tan intensa, tanto, que cuando Falla llegó a triun-
far y a dar conciertos en diversos países de Europa, Gisbert dejaba su negocio con-
fiado a buenas manos y se iba a acompañar a Manolo a donde quiera que fuera,
sin mirar distancia, tiempo, ni gastos.
En un palco se hallaba Madame Debussy, María del Carmen Falla, Marquina, (el
poeta) y Gisbert. Marquina, preguntó a Gisbert: ¿Que nos esperará ahora a nos-
otros? Se refería, naturalmente, a Falla y a su obra. Gisbert le contestó sin impertur-
barse, pues tenía gran fe en los méritos de El amor brujo, que esperaba tranquilo un
gran éxito. Y acertó, pues el público, al escuchar la partitura, prorrumpió en gran-
des aplausos y ovaciones, desbordándose el entusiasmo unánimemente.
Cuando llegó la Danza del Fuego, y Antonia Mercé, la Argentinita cayó en el esce-
nario, con arreglo a la magistral coreografía, en sus últimos compases, fue tal el
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entusiasmo, que el Trianón Lyrique estalló en una indescriptible ovación que no tenía
fin. Hubo de bisarse la danza, y de nuevo las manifestaciones apoteósicas, intermi-
nables, se sucedieron. Falla, la Argentinita y Vicente Escudero, el director de la
orquesta, fueron los triunfadores en aquella noche inolvidable.
«En una de las sesiones del Congreso Internacional de Música de Viena, recuerdo
que tuvo lugar el 12 de Septiembre de 1928, había de presentar Manolo su famo-
so Concerto para clavicémbalo, que él mismo debería interpretar. Pero, y aquí viene
lo peor, coincidiendo con aquella partitura, el compositor vienés habría de dar a
conocer su Trío para violín, viola y violoncello, antes de que actuara Manolo. Y desde
el comienzo de la interpretación del Trío, empezó el público a dar muestras de des-
agrado, y la tormenta no dejó de amagar en un gran murmullo, hasta que al fin fue
acogida con imprecaciones e insultos entre los partidarios y adversarios del célebre
compositor vienés. Hasta agresiones se pudieron ver en aquella explosión de pasio-
nes desbordadas, entre los espectadores.»
También se alzó en aquella barahúnda la voz de un crítico musical, que a grito pela-
do y en pié, exclamó: «Yo protesto en nombre de Italia, por esta música indecente.»
Fue el caos, así me decía Gisbert, al referirme esta escena. No recordaba en su larga
vida de aficionado, escándalo semejante. Entonces fue cuando abandonó su locali-
dad, corrió a ver a Manolo, a quien correspondía intervenir a continuación de aquel
grave incidente. Lo encontré algo nervioso, pero animado, me agregaba Gisbert.
265
Apenas apagadas las protestas y gritos en la sala, salió Manolo para interpretar la
parte de clavicémbalo del Concerto; y qué vehemencia y entusiasmo no pondría en
su interpretacion, que hasta le sangraban los dedos, y el teclado del instrumento apa-
recía manchado de sangre. El triunfo fue inmenso. Todos los congresistas acudían a
abrazar a Manolo, al gran músico español con el mayor entusiasmo. Y en aquellos
momentos angustiosos se enfrentaba con un público enardecido, furioso y hostil.
Mas Don Juan Gisbert no fue solamente el acompañante de Manolo en todas las
excursiones por Europa, sino que intervino de modo muy eficaz en el glorioso y tras-
cendental hecho de que compusiese Atlántida. De esto, poco o nada se sabe, pues
nada se ha dicho de cómo nació en Falla la idea de componer esta obra, y yo voy
a darlo a conocer ahora al público, rindiendo así un tributo de justicia quien en ver-
dad lo merece.
-Me da usted una ocasión para explicar la génesis de esta magna composición,
hoy ya conocida y aplaudida por muchos públicos. Un día me dijo Manolo que
había escrito El amor brujo y La vida breve para Andalucía; El sombrero de tres
picos para Aragón y El retablo de Maese Pedro» para Castilla, y ahora tenía que
escribir algo para Cataluña a la que quería mucho, por las continuas demostracio-
nes de afecto que había recibido allí, agregando que el maestro Pedrell le había
aconsejado que escribiera una ópera sobre la vida de Raymundo Lulio ; pero no le
gustaba el asunto, ya que la vida del gran filósofo fue algo irregular en sus comien-
zos. Entonces -agregó Gisbert- fue cuando le insinué que podía inspirarse en La
Atlántida, el magno poema de Mosen Jacinto Verdaguer. Me confesó que no le
conocía, y era, además, una dificultad el no conocer el catalán, agregando: «Si
usted me facilita un ejemplar de dicha obra y me auxilía en su traducción, la estu-
diaré, que basta que sea usted quien me lo proponga.» Le ofrecí en el acto regalarle
un ejemplar y auxiliarle en la traducción del poema, regalándole también un dic-
cionario catalán, a fin de que pudiera practicar el vuelo y el ritmo de los versos en
su lengua vernácula.
A nuestro regreso a España, me faltó tiempo para cumplir mis ofrecimientos. Vea pues
-me agregó Gisbert- como fui yo el que indujo a Falla a hacer la versión de Atlántida.
En uno de los diversos viajes que hiciera Gisbert a Granada para pasar unos días
con Manolo, cambiando impresiones sobre su trabajo para la Atlántida, rogó a
Gisbert que le explicara qué significaba en castellano la palabra julia, pues no la
encontraba en el diccionario, palabra que se encuentra en el verso 34 del Canto
segundo de El Huerto de las Hespérides. Gisbert le explicó que esa palabra la emple-
aban los niños al saltar a la comba, cuando querían hacerlo con mayor rapidez.
266
Manuel de Falla con Juan Gisbert.
Entonces Manolo, con gran satisfacción le dijo a Gisbert que casi había adivinado
lo que quería decir, pues al llegar ese pasaje aceleraba más el ritmo de la música.
En otro viaje que realizara Gisbert a Granada, le salió a abrir la puerta de la casa
de Manolo una sirvienta que no le conocía, y lo retuvo en la puerta hasta que anun-
ció la visita. Falla estaba tocando el piano, y lo dejó en el acto al saber quien esta-
ba allí, y al salir a abrazarle le dijo a Gisbert: «¿Sabe usted lo que estaba tocan-
do»? Gisbert le contestó en el acto, diciéndole: «Parecía algo así como relacionado
con juegos de niños». Falla satisfecho de su contestación le dijo: «Efectivamente, de
juegos de niños se trataba. le felicito y me felicito por su acierto, pues los niños de
mi Atlántida estaban jugando con naranjas de oro en «El Huerto de las Hespérides».
En uno de los viajes que Falla hizo a Barcelona, le dijo a Gisbert que tenía inte-
rés en hablar con el célebre maestro Luis Millet. Se lo presenté y charlaron un rato
en el Palacio de la Música, donde se hallaba Millet, cómo no, de música, de la
Atlántida, y le preguntó el maestro como había tratado la parte coral. Manolo le
explicó técnicamente cómo lo había hecho y el maestro Millet exclamó:
En ese mismo viaje, reunido con el pintor José María Sert, interpretó al piano, (pre-
cisamente el que fue de la propiedad de Pedrell, que lo posee Gisbert) diversos tro-
zos de lo que ya tenía hecho de la Atlántida, y el efecto que nos produjo fue sor-
prendente. De allí marchó con Sert al Gran Teatro del Liceo, para estudiar el deco-
rado de la obra. Le agradaba mucho tocar en aquel piano que le recordaba al inol-
vidable maestro Pedrell.
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Una de las veces que Falla fue a Barcelona Falla, Gisbert fue a Valencia a espe-
rarlo. El expréss se detenía un buen rato en la estación de Gambilla, con objeto de
tomar agua la locomotora. Allí, se encontraba un pobre viejo, que pedía limosnas y
que tocaba una flauta. Oírlo Manolo y sacar el kilométrico y empezar a escribir en
él, todo fue uno. «¿Qué hace usted Don Manuel?», le dijo Gisbert. «Escribir la melo-
día que está tocando ese pobre, que tiene interés.» ¿La llevaría a Atlántida? digo yo.
¡Tendría gracia!
Me refirió que estuvo en Milán unos días, habiendo tenido el gusto de ver allí al
discípulo de Falla, Ernesto Halffter, que como se sabe, ha sido el que por disposi-
ción de Germán Falla, se encargó de terminar Atlántida. Ha tenido la atención de
tocar al piano toda la Atlántida, terminada ya por él. Se estaba acabando de impri-
mir por la Casa Ricordi, cuando Gisbert estuvo allí.
269
Como Gisbert, tan unido a Falla, pudo cerciorarse más de una vez que hacia el
bien, ejerciendo la caridad, distribuyendo entre familias necesitadas lo que a él le
sobraba, dada la vida económica que hacía, y en la Argentina sobre todo, donde
lo ganó muy bien, su caridad era inagotable, pues decía que tenía que correspon-
der para con Dios, de quien confesaba, recibía todos sus dones y, de modo muy
especial, su labor artística.
En Buenos Aires distribuía entre compatriotas necesitados los beneficios que reci-
bía de Radio Mundo, que le pagaba con esplendidez su trabajo, y también entre los
músicos de esa agrupación.
Gisbert seguía palmo a palmo la vida de Manolo en Argentina, merced a sus fre-
cuentes cartas.
Conserva Gisbert como su más preciado tesoro todas las partituras de piano de
Manolo, varias de orquesta, dedicadas en su mayoría. Posee también un ejemplar
de piano de Gitanerías, obra en un acto y dos cuadros, cuyo título mas tarde sería
el del El amor brujo. Estos cambios de nombre no eran extraños en Falla. La danza
del fuego la tituló en un principio, Danza del fin del día». Estas variaciones apare-
cen en las partituras, variadas de su puño y letra.
Este buen amigo, Don Juan Gisbert me ha proporcionado, como queda consigna-
do, porción de datos relativos a Falla, que enriquecen en extremo estas memorias que
he redactado con la colaboración de mis sobrinos Carmen y Carlos Martel y
Viniegra. Se puede afirmar que han sido el broche de oro de este trabajo que hemos
llevado a cabo para contribuir con él a que Falla, mi querido amigo de toda la vida,
sea conocido por el mayor número de personas, y que sus méritos artísticos y cristia-
nos lleguen a conocimiento de mis muchos lectores. Espero y deseo, se consigue que
este libro pueda consultarse en todas las anaquelerías de las bibliotecas de España.
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Manuel de Falla por Salvador Dalí, 1924-1925
ÍNDICE
A MODO DE PRÓLOGO: LA RECUPERACIÓN DE UN TESTIMONIO - JOSÉ RAMÓN RIPOLL.
I Como creo yo que era Manuel de Falla 15
II Mi primer contacto con la familia Falla 25
III Aquí nacíó Falla 29
IV Fiesta infantil 35
V Sus primeras actuaciones 41
VI Formación espiritual de Manolo 49
VII Reveses de fortuna providenciales 53
VIII Primeros éxitos en Madrid 63
IX La verdadera vocación de Manolo 67
X Familiares de Manolo en París 79
XI Alegría y dolor 89
XII Enamorado de Granada 99
XIII En Antequeruela 105
XIV Mi charla con Don Miguel Cerón 113
XV José Segura y sus hijas 119
XVI Concurso de Cante Jondo en Granada 127
XVII Orquesta Bética 135
XVIII Profeta en su tierra 143
XIX Academias musicales gaditanas 151
XX Homenajes 157
XXI Sancti-Petri y Atlántida 167
XXII Buscando el silencio 173
XXIII El Amor en la vida de Falla 181
XXIV Retorno a la Isla de Mallorca 187
XXV Padrino de Maribel Falla 195
XXVI Vísperas argentinas 201
XXVII Así Granada recuerda al maestr o 205
XXVIII Manolo escribe 207
XXIX Con un pie en el estribo de la muerte 217
XXX La casa deshabitado de Ricardo Bunge 229
XXXI Manolo protector de artistas 233
XXXII En la cripta de Cádiz 239
XXXIII El testamento lírico inacabado 251
XXXIV Don Juan Gisbert y Falla 263
Este libro se terminó de imprimir
el 23 de noviembre de 2001,
en Cádiz en el 125 aniversario
del nacimiento de Manuel de Falla
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