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No parece dudoso que, fiel en esto a una venerable tradición filosófica, el problema del hombre

haya sido considerado por Ortega como la cuestión central de toda filosofía. Una presentación de tal
problema puede llevarnos, pues, hasta el corazón del pensamiento del filósofo. Es lo que
intentaremos hacer en las líneas que siguen. Antes de iniciarlas queremos, sin embargo, hacer una
advertencia, que el lector haría bien en tener constantemente presente. Es ésta: situar el problema
del hombre en el centro del pensamiento filosófico no significa inclinarse hacia un antropocentrismo.
Ortega ha reconocido varias veces que el hombre –o, como desde ahora lo llamaremos con
frecuencia, «la vida humana»– no es la única realidad en el universo. No es ni siquiera la realidad
más importante. ¿Qué es, pues? Simplemente, la realidad básica o, como Ortega la llama, «la
realidad radical». «Radical» en el sentido de que todas las demás realidades –mundo físico, mundo
psíquico, mundo de los valores– se dan dentro de ella y aun puede decirse que solamente dentro de
ella son realidad.
La vida humana –cada vida humana– es, así, para Ortega, una realidad sin la cual las demás
carecerían de «lugar» propio y, por consiguiente, de sentido –si se quiere: de sentido ontológico.
Ahora bien, sería impropio estimar que esta idea orteguiana no es, en el fondo, sino la transposición
a un lenguaje elevado de una experiencia de índole común y casi trivial: la que consiste en reconocer
que sin nuestra vida todo lo demás perdería la significación –poca o mucha– que le atribuimos. El
principio de Ortega: «La vida humana es la realidad radical» no es incompatible con tal experiencia.
Pero es incomparablemente más sutil que ella. Implica, ante todo, que nuestras opiniones comunes
sobre la vida humana se hallan afectadas por una grave falla: la que consiste en imaginar que, de
un modo o de otro, la vida humana es una «cosa» dentro de la cual se encuentran otras «cosas».
Pero la vida humana –insiste Ortega– no es una «cosa». Por lo tanto, no puede ser definida del modo
como suelen serlo las cosas –diciendo, por ejemplo, que posee una cierta naturaleza, o que es una
substancia, o que es una ley a la cual obedecen diversos fenómenos. Ello explica que la vida humana
no pueda ser reducible a nuestro cuerpo –si bien no puede seguir existiendo hic el nunc sin un
cuerpo. Por eso ni el realismo ni el naturalismo –que resultan tan manejables cuando nos las
habemos con las realidades de que nos hablan la física o la biología– pueden ser utilizados cuando
nos enfrentamos con la realidad radical de la vida humana. ¿Concluiremos, pues, que tal vida se
reduce a un alma, a un espíritu, a una mente, o a una conciencia? Así lo declaran, en efecto, los
«idealistas». Pero el idealismo –entendido aquí como «la filosofía del espíritu»– no es, según Ortega,
menos impotente para [34] entender nuestra realidad de lo que ha sido el realismo –o «la filosofía
de las cosas»– o el naturalismo –«o la filosofía de la materia». Pues el alma, el espíritu, la mente o
la conciencia son, hasta cierto punto, «cosas», o, como Descartes proclamaba, «cosas pensantes»,
a diferencia de las «cosas extensas». Así, los constantes esfuerzos de los «idealistas» para describir
la realidad del «yo» sin caer en las celadas tendidas por los realistas o los naturalistas, no han sido
suficientes para evitar lo que para el filósofo español ha constituido siempre el error máximo:
identificar la vida con una cosa. No basta decir, en efecto, que no es una «cosa extensa»; hay que
despojarla previamente, y en una forma más radical de la que hasta ahora se ha imaginado, de toda
«cosidad» y, por ende, de toda substancialidad.

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