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Prólogo a Atípicos de la literatura latinoamericana.

Noé Jitrik

La expresión, o la consigna -uso esta palabra para dar gusto al politizado lenguaje del que los
argentinos solemos jactarnos- Atípicos, que convoca este encuentro, no dejó de provocar cierta
extrañeza en espíritus a quienes repugnan, sanamente diría yo, las etiquetas mediante las cuales se
suelen zanjar problemas de comprensión en literatura. Con bastante razón porque, si se la acepta, habría
que tener por lo menos una respuesta a una pregunta que va de suyo: si se trata de "atípicos", ¿cuáles
serán los "típicos"? Autor de esa convocatoria, pero con muchos cómplices, lo que me hace menos
responsable, confieso que no podría responder con comodidad y que, por ello, puedo pagar un elevado
precio por actuar con supuestos que distan de ser universalmente compartidos. También mis cómplices,
compañeros queridos, por haber aceptado sin resistencia una propuesta acaso más estruendosa que
bien fundada.

Pero hoy, a punto de comenzar el trabajo, me atrevería a decir que no es para tanto; supongo, por
un lado, que todos los que están aquí lo entendieron, sino no habrían aceptado participar, sin duda en
virtud de un saber de experiencia acerca de lo que es típico y de lo que no lo es y, en su fuero íntimo,
como gente que sabe administrar bien sus ideologías, cada uno, creyendo no equivocarse, debe haber
redefinido el concepto, aunque, sometido cada uno a una pregunta policial como la anterior, habría
tenido quizás las mismas dificultades que tuve yo para responder. Tal redefinición le ha dado, por
añadidura, la oportunidad única de rescatar a su atípico preferido que, por serlo, había padecido olvido;
o ninguno y, en consecuencia, todos los aquí intervinientes han podido o podrán en estos días
enriquecer su personal inventario de buenas obras que, se sabe bien, no son muy fáciles de realizar en el
campo literario: la crítica es una actividad feroz y desgastante, nadie la agradece aunque se conoce y a
regañadientes se admite la importancia de su función social.

No obstante, por otra parte, sigue siendo complicado decir qué es un "atípico", escritor, obra o
situación; no ocurre lo mismo con el concepto contrario; creo que todos sabemos de qué se trata y hasta
nos atreveríamos, a su vez, a tipificarlo. Se diría, por empezar, que el típico posee cierto carácter de
"representante", su función sería hacerse cargo de algo que no es, estrictamente hablando, literario,
como cuando se dice que tal manifestación es "típica de" una época, una clase, una persona o un
discurso y otras, en cambio, no lo son, por lo general porque no llegan a serlo, lo cual no les da por
fuerza el carácter de "atípicas" en el sentido que se va insinuando; luego, en el alcance que por lo común
se le da, también se reconocerían como típicos a escritores, obras o situaciones cuya obediencia a
determinados códigos semióticos preestablecidos constituye el fundamento de su identidad; por último -
pero estas tres acepciones no agotan los rasgos de lo típico- podemos considerar que son típicas aquellas
obras o escritores alojados en lugares consagrados de la literatura, lo que es decir, también, de la
historia de la literatura, a veces con consecuencias pedagógicas y por lo tanto culturales, como ocurre en
nuestro ámbito con Don Segundo Sombra por ejemplo, gracias a una reconocible y admitida relación con
fenómenos sociales, gracias igualmente a lo que la crítica ha visto y depositado en ello.

Los "atípicos", en consecuencia, podrían ser buscados y hallados a partir de los rasgos que
caracterizan la tipicidad aunque, por cierto, refinando los criterios para reconocerlos como tales.
Tomemos, rápidamente y en primer lugar, la idea de la obediencia a códigos semióticos preestablecidos;
serían, en esa perspectiva, atípicos los escritores de ruptura. Pero no todos sino sólo aquellos cuya
tentativa no ha sido aceptada y que, por lo tanto, residen en el sistema literario como tumores
enquistados, como indigeribles o inasimilables manifestaciones de rechazo o como existencias paralelas
de cuya validez y valor crítico respecto del sistema literario sólo tienen conocimiento quienes no se
satisfacen con la mera aceptación de lo consagrado. De ahí que hablar de atípicos implica una labor de
rescate. Para mencionar un único y muy sentido ejemplo, diría que si por un lado nadie duda de que las
sugerencias de Macedonio Fernández constituyen un elevado momento crítico del sistema, por el otro a
pocos se les ocurriría considerarlo un escritor "típico", todavía está en una especie de limbo, retaceado
en su conocimiento aunque celebrado en su extravagancia.

Se van viendo, quizás, las posibilidades que abre esta designación o convocatoria que es, también,
no se podría negar, una provocación porque si los típicos logran abundantes respuestas típicas, o sea
acercamientos críticos seguros y redundantes de lo que son, los atípicos deberían ser tratados con
consideraciones análogamente atípicas, lo que debe ser sin duda un desafío a lo que podemos llamar la
"razón crítica", a la crítica lisa y llana que si por un lado registra refinamientos en sí misma, no los quiero
llamar "progresos", bien puede, por el otro, dejarlos guardados cuando se entabla con los textos y
regresar, con parsimonia, a lo que cree que es seguro o que da seguridad y por lo tanto legitima las
acciones que emprende. Esto quiere decir que, al convocar a una reflexión sobre escritores, obras y
situaciones teóricamente extravagantes estamos incitando no sólo a una recuperación sino también a
que los críticos encuentren la ocasión de poner a punto sus instrumentos de modo tal que estas sesiones
no sean sólo un acto de justicia porque se habla de alguien a quien el tipismo había menoscabado sino
porque se lo hace con la frescura de una creencia en un instrumento joven, feroz quizás, si así lo requiere
la verdad, pero renovado, modelizador, enérgico y vivaz.

Pero, también hay que decir, en segundo lugar, que como consecuencia de ese saber por
experiencia acerca de qué es lo típico y qué es lo atípico habrá quienes quieran interpretar que lo que
nos proponemos es una labor de redistribución respecto de una distribución anterior en dos recintos
separados, algo así como purgatorio y olimpo, o como averno y cielo, si la mezcla de cosmogonías está
permitida: la atipicidad estaría en el campo de la desdicha, de las almas que vagan en espera de un
consuelo, y los típicos en el sitio de la fácil felicidad de las consagraciones y la circulación masiva. Si fuera
así, este coloquio tendría por objeto hacer justicia y, dando vuelta las cosas, colocar arriba lo que estaba
abajo, a la manera en que adjetivan nuestros periódicos favoritos, "gran escritor olvidado es el
antecedente de gran escritor siempre invocado", "Macedonio Fernández maestro de Borges", "Juan
Filloy el amigo de Cortázar", etc. Desde luego, no se trata de esto, no disponemos de una idea de un
valor que haya que reubicar, no sabemos a esta altura si la tipicidad responde a una armonía entre una
estética y un gusto o a cierta capacidad que tienen determinados escritores de respetar las normas o de
dar garantías simbólicas al respetable público y si, enfrente, la atipicidad resulta necesariamente de una
voluntad de rebeldía respecto de convenciones que, sólo por serlo, serían asfixiantes, estrechamente
académicas y, por ello, productoras de consagración.

Lo que hemos querido, y ha llegado el momento de decirlo, se sitúa en dos campos; el primero es
el de las intenciones, el segundo afecta criterios de historia de la literatura. En cuanto a aquéllas, se trata
con esta convocatoria de salir un poco de la atmósfera de homenajes en que fatalmente suelen
convertirse los encuentros académicos de tipo monográfico, no porque ciertos escritores u obras no los
merezcan, sino tan sólo porque es necesario abrir un poco el horizonte y dejar entrar temas y métodos
desaparecidos -valga la palabra, muy del momento- por la rutina y la coerción a que se ven sometidos los
objetos literarios. En la universidad el hecho de que un texto sea difícil de obtener suele ser una
poderosa razón para ignorarlo, el hecho de que los suplementos literarios de los grandes diarios suelan
responder a políticas exitistas, justifica el olvido, la problematización, elimina la curiosidad y, por fin,
determina los apoyos económicos que se puedan obtener para la investigación. Todos conocen este
aspecto del asunto de modo que queda claro que no se trata de revalorizar sino de poner en escena, en
la esperanza de que criterios intelectualmente más rigurosos favorezcan renovaciones, hagan la
existencia universitaria más animada y alegre.

En cuanto a la historia de la literatura, es casi imposible dejarla de lado porque es la


materialización del aspecto institucional de la literatura. Se podrá estudiar y hacer estudiar de acuerdo
con sus sanciones pero eso no agota la cuestión, siempre se puede reflexionar acerca de los criterios
según los cuales se ha configurado. Así planteado el tema se advierte, en seguida, que existen muchos
textos de tal historia y que cada uno de ellos lucha en cierto modo contra los otros en virtud de la idea
que cada uno tiene acerca de la institución. En los últimos tiempos, todas las historias, sean cuales
fueren sus peculiaridades, están en descrédito; habría que ver porqué y si hay alguna redención para
ellas; se podría decir, en todo caso, que tal desdichada situación debe estar vinculada con el papel que se
le atribuye a la historia misma y que si una parte sufre es porque el todo debe estar padeciendo.
También sucede que si tales textos son vistos como excesivos y limitados al mismo tiempo, no es fácil, se
diría que imposible, deshacerse de la idea que los conforma; en otras palabras, que el fin de la historia es
un modo tal vez voluble de decir y que esa historia de la literatura, como lo que define un proceso que
no concluye, se sigue escribiendo implícitamente, se sigue integrando, hay un apetito de coherencia,
intacto, que recibe su ración de manos de la crítica así sea porque se sigue tratando de distinguir en lo
que se ve la trama de lo oculto, siempre abierta, siempre es posible hacerlo porque existe una semiosis a
la que nadie de nosotros llamaría a renunciar.

En esta red problemática se sitúa la idea de los "atípicos": algunos de los que yacen en ese recinto
han logrado conmover el edificio de las historias de la literatura; otros tal vez no, pero eso es menos
importante que el principio: constituyen el fundamento, en ellos aletea lo que luego se tipifica y es
exhibido, ellos son el laboratorio de la significación, en ellos triunfa la escritura si la escritura es el riesgo
extremo y no sólo el utilitarismo de la transcripción. En su novela La obra, Zola relata las desventuras de
un pintor que quiso representar una mujer desnuda entre hombres elegantemente vestidos, en el marco
lujurioso de un jardín; alude quizás a Cezanne aunque en versión naturalista; la academia no tolera esa
iniciativa, lo marca como un atípico pero, luego, cuando Renoir se apropia de la idea esa combinación se
consagra, nadie excluiría a Dejeuner sur l'herbe de la historia de la pintura. Creo que se entiende lo que
quiero decir. En el mismo sentido, se entiende de qué modo una tela de Xul Solar, pintor atípico y
mitológico, guardado en el desván de las grandes audacias argentinas, ilustra el cartel que convoca a
estas Jornadas.

La realización de este encuentro ha sido posible tanto por el apoyo que nos ha brindado la
Facultad de Filosofía y Letras en la persona de su Decano así como en la comprensión del Consejo
Directivo que nos ha acordado fondos en cantidad que no favorece el vicio de la dilapidación; los
agradecemos calurosamente, porque con ellos hemos podido llegar al día de la realización así como la
excelente disposición de quienes aceptaron el compromiso, sin que mediara lo que en el Primer Mundo
parece un dato indiscutible de la realidad, o sea pasajes, honorarios y todo lo que se supone que implica
un justo reconocimiento del trabajo intelectual. Por supuesto que no pudimos integrar a todos los que
hubiéramos querido y nos fue imposible hacer una convocatoria de tipo "congreso": ni poseíamos la
estructura ni el tema lo autorizaba y, quizás, tampoco la creencia en los congresos. Pese a las dificultades
presupuestarias de la universidad argentina, que todos conocen, hemos llegado al momento inicial de las
II Jornadas -cabe aquí recordar las primeras, realizadas en el Uruguay- y podemos inagurar estas
sesiones. Incluso, en un derroche de imaginación dictado por la carencia, hemos logrado de parte de
pequeñas y medianas empresas, para emplear un término que indica situación de grave riesgo, un apoyo
que nos permitirá hacer un poco más agradable el marco general del encuentro. Fue eficientísimo el
desempeño de la Comisión organizadora, Roberto Ferro, Elena Pérez de Medina, Lucila Pagliai, Sylvia
Iparraguirre y muy solidario el apoyo del personal del Instituto, Elsa Noya, Ernesto Provitilo, Luciano
Ciarlotti y Nicolás Lucero. También hay que agradecer a los dioses que crearon el sistema del Fax y el
Correo electrónico, porque, sin protesta, consolidaron la comunicación a toda hora y en todo momento.

En fin, espero que estas palabras hagan justicia a todos los que facilitaron la realización de estas
segundas Jornadas, tras las cuales trataremos de que vengan otras, esta vez con Brasil y luego con Chile,
con Paraguay y Bolivia, o sea el Mercosur de la literatura y luego, porqué no, la integración
latinoamericana. Con ellas quiero dar una amistosa y fraternal bienvenida a todos y permitir que, de una
buena vez, el Señor Decano de la Facultad las declare formalmente inauguradas.

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