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Palmerín de Olivia, edición de Giuseppe Di Stephano (2004)

INTRODUCCIÓN

«Y abriendo otro libro vio que era Palmerín de Oliva, y junto a él estaba otro

que se llamaba Palmerín de Ingalaterra; lo cual visto por el licenciado, dijo:


– Esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden della las cenizas, y esa
palma de Ingalaterra se guarde y se conserve como a cosa única» (Don Quijote de la Mancha,
Primera Parte, VI, 81).
Don Quijote tenía en su biblioteca un ejemplar del Palmerín de Olivia, un clásico del
género con casi cien años de vida a sus espaldas al que el cura, sin compasión, condena al
fuego. El libro que va a las llamas encierra una larga historia que se inicia en 1511 en
Salamanca, cuando sale a la luz, posiblemente de las prensas de Juan de Porras, con el título
de El libro del famoso e muy esforçado cavallero Palmerín de Olivia.

Autoría y dedicatoria

El Palmerín de Olivia circuló aparentemente como una obra anónima, dedicada a Luis de
Córdoba, un joven descendiente de la renombrada familia de los Córdoba, famosa por su
brillante participación en la guerra granadina, siendo su abuelo Diego Fernández de
Córdoba, segundo conde de Cabra, el vencedor de Boabdil el Chico y quien obtuvo, tras la
batalla de Lucena, en 1483, las veintidós banderas que figuran en el escudo de los Córdoba
(Riquer 1986: 287), el mismo escudo que aparece con ligeros retoques en la portada del
Palmerín de Olivia. El libro se vincula a una ilustre familia en estrecha relación con la
monarquía, los Fernández de Córdoba, y en concreto a un muchacho prometedor, Luis
Fernández de Córdoba, que llegará a ser menino de Carlos I en Flandes (1516-1517), yerno
del difunto Gran Capitán (1520) y embajador ordinario de Carlos V (1522), una brillante
carrera que demuestra la acertada elección de la dedicatoria palmeriniana y da lustre a las
siguientes ediciones españolas del libro durante casi una centuria (García Dini 1966: 5-20;
Lucía Megías 2000: 384, 387).
La obra se cierra con unos versos latinos firmados por el bachiller Juan Augur de
Trasmiera, versos de carácter propagandístico en los que alaba el libro, anima a su lectura y
a su compra y dice estar escrito por una docta mujer: «Quanto sol lunam superat
Nebrissaque doctos, / tanto ista hispanos femina docta viros» [...] «Femina composuit;
generosos atque labores /filius altisonans scripsit et arma libro» (p. 386). Durante seis
meses, desde diciembre de 1511 a junio de 1512, fecha de la publicación del Libro segundo del
emperador Palmerín, más conocido como Primaleón, la obra circula atribuida a una
desconocida y docta mujer. Tal revelación sin duda tuvo que despertar cuando menos la
curiosidad y el asombro entre el público en un momento en el que las mujeres tenían
dificultades para romper el silencio, para escribir y dar a la luz sus creaciones. La autora del
Palmerín sería, por tanto, la primera escritora de ficción del siglo XVI , un precedente de
Beatriz Bernal, autora del Cristalián de España. Su comparación con Nebrija y con los doctos
varones, la sitúa en la línea de las puellae doctae de la corte de Isabel la Católica, en ese grupo
de sabias mujeres conocedoras del latín y formadas. Frente a los seis primeros libros
amadisianos ya publicados, el Palmerín presentaba el atractivo añadido de estar escrito por
una mujer.

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Tras la aparición del Primaleón, la autoría se enreda al entrar en danza un nuevo nombre:
el de Francisco Vázquez. Por el colofón del Primaleón los lectores descubren entonces que
los dos libros fueron traducidos del griego al castellano por Francisco Vázquez, vecino de
Ciudad Rodrigo. La obra pasa de ser un libro hasta entonces original, como había circulado
durante seis meses, a ser una traducción del griego, realizada por este vecino mirobrigense
todavía no bien identificado por la crítica (Marín Pina 1990-1991). El tópico de falsa
traducción es un adorno de última hora añadido al libro, debido más al editor o al taller de
Porras, quizá al propio Trasmiera, antes que al propio autor de ambas obras, que en ningún
momento lo apunta y desarrolla. Sin embargo, seguidamente, en las coplas que cierran el
Primaleón, se vuelve a recuperar la autoría femenina, pues se dice que este segundo libro ha
sido también escrito «por mano de dueña prudente labrado; / es por exemplo de todos
notado/ que lo verisímil veamos en flor,/ es de Augustobrica aquesta lavor/ que en
Salamanca se ha agora stampado» (p. 538). La desconocida dama, como Francisco
Vázquez, es oriunda de Ciudad Rodrigo (Augustobrica), con lo cual las dos obras se
circunscriben a esta ciudad, patria también del fecundo Feliciano de Silva, que muy pronto,
en 1513, va a publicar su primer libro, Lisuarte de Grecia.
Los historiadores locales de Ciudad Rodrigo atribuyen los dos libros palmerinianos a
Catalina Arias, la madre de Francisco Vázquez, quien le habría asesorado en las partes
militares del libro (Marín Pina 1990-1991). Sin embargo, la autoría de ambas obras dista
mucho de estar clara. Realmente el único que estampa su nombre en el libro es el bachiller
Juan Augur de Trasmiera, posiblemente discípulo de Nebrija, autor del Pleito de los judíos
contra el perro de Alba (c. 1492), el Triunfo Raimundino (Salamanca, c. 1512), la Conquista de las
Indias de Persia y Arabia (Salamanca, 1512) y las Probadas flores romanas (Valencia, 1514)
(Valladares-Infantes 1985). Sin duda, Trasmiera fue también el autor de los prólogos (Di
Stefano 1966:624-630) y de las coplas finales del Primaleón (Marín Pina 2003), lo que quiere
decir que mantuvo una relación con los libros y que estaba vinculado, posiblemente como
corrector, colaborador o editor, a las prensas de Porras. Que pudiera ser el protector del
joven Luis de Córdoba y el autor de ambos libros, como sugiere Mancini (1966: 13-14), no
está claro. Del bachiller parte, en cualquier caso, la atribución femenina y pudo ser una
invención inspirada en los versos que el bachiller Alonso de Proaza, durante muchos años
también residente en Salamanca, escribió para Las sergas de Esplandián, esas coplas de arte
mayor en las que, entre otras cosas, invita a las mujeres a sacar dechado, modelo, de tan rica
labor. La similitud de las coplas del Primaleón con las de Las sergas demuestra claramente que
Trasmiera las tomó como modelo y de ellas pudo partir la idea de la dama escritora, de esa
«femina docta» o de la dueña prudente según la nombra (Marín Pina 2003).
La dedicatoria al joven Luis de Córdoba alterna los elogios de su familia y de su persona,
inclinada también a las letras, con los de la obra, a la que califica en dos ocasiones no sin
cierta ambigüedad de «ystoria tan famosa», como si hubiera ya cobrado esa fama y ese
reconocimiento que también don Quijote se arrogaba antes de haber comenzado sus
hazañas (DQ, Primera Parte, II, 46). Frente a los prólogos de los libros de caballerías
anteriores, en éste se habla y se trata del libro en cuestión, se alaban y se cantan sus
excelencias, su inventio y su elocutio, se ensalzan unas cualidades («llena de yngenio e doctrina
en todas sus partes [...], va en sentencias poderosa, en el estilo copiosa, en ninguna parte
confusa...», p. 5) no siempre totalmente ciertas, pues pocas sentencias y doctrina encierra,
pero sí las exigibles para que la obra sea bien recibida por el público y la crítica. Casi cien
años después, Cervantes en el prólogo de la primera parte del Quijote presenta su avellanada
historia ensalzando las mismas cualidades subvertidas por el tópico de la falsa modestia,

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pues finge ofrecer una historia «ajena de invención, menguada de estilo, pobre de concetos
y falta de toda erudición y doctrina» (DQ, Prólogo, 11).

La historia fingida, trama y estructura

Palmerín de Olivia comparece en el panorama caballeresco en 1511, tras la publicación de


Tristán de Leonís (Burgos, 1501), Amadís de Gaula (Zaragoza, 1508), Las sergas de Esplandián
(Sevilla, 1510), Florisando (Salamanca, 1510), y una serie de relatos caballerescos breves
como la Historia del noble Vespasiano (Toledo, c. 1492), Historia de Enrique, fijo de doña Oliva
(Sevilla, 1498), Crónica del Cid Ruy Díaz (Sevilla, 1498), Oliveros de Castilla y Artús d’Algarbe
(Burgos, 1499), Libro del cavallero Partinuplés (Sevilla, c. 1499), Historia de la Reina Sebilla
(Toledo, c. 1500-1503), Historia de la Donzella Teodor (Toledo, c. 1500-1503), Vida de Roberto
el Diablo (Burgos, 1509), Historia del rey Canamor (Burgos, 1509), Crónica del conde Fernán
González (Sevilla, 1509) y el Libro de los siete sabios de Roma (Sevilla, 1510) (Baranda 1994),
obras que están asentando los pilares de la nueva literatura caballeresca que tanto éxito va a
alcanzar entre el público en lo años inmediatos y a lo largo de todo el siglo XVI. En este
contexto caballeresco, el Libro del famoso e muy esforçado cavallero Palmerín de Olivia representa
una primera y gran originalidad, pues no es ni traducción de ningún texto francés anterior
ni continuación de la serie creada por Rodríguez de Montalvo, sino una obra totalmente
inédita fruto de la invención libre de un autor que opta por crear un nuevo héroe que no
guarda ninguna relación ni cruce textual con los héroes amadisianos. El autor concibe un
proyecto narrativo ambicioso que, por razones de espacio, de tiempo y por supuesto
comerciales se materializa en dos libros que inician el ciclo de los palmerines, formado,
principalmente, por Platir (Valladolid, 1533), por el portugués Palmeirim de Inglaterra (c.
1543-1544; traducción castellana, Toledo, 1547-1548) y por el italiano Flortir (Venecia,
1554) (Marín Pina 1989). La libertad de la que dispone le permite, por tanto, elegir y
seleccionar los materiales que le brinda la tradición y modelarlos a su gusto, creando de este
modo una obra que, dentro del modelo genérico ya acuñado por Rodríguez de Montalvo,
aporta importantes novedades capaces de afianzar y enriquecer el desarrollo de la narrativa
caballeresca que por entonces comenzaba a despegar.
Ya desde el prólogo-dedicatoria la obra se presenta con visos historiográficos y se
propone una interesada lectura en clave histórica, al invitar al joven Luis de Córdoba a
descubrir entre las líneas del libro las gestas de sus antepasados. La obra, sin embargo, no
es una crónica novelada de esta nobleza andaluza (Marín Pina 1995), sino una historia
sacada de las «historias de los emperadores de Constantinopla» y referida concretamente a
Reimicio, octavo emperador después de Constantino, y a sus descendientes. De los anales
se pasa sin embargo pronto a la crónica particular, pues el relato se ocupa de su nieto
Palmerín de Olivia, el futuro emperador de Constantinopla, y de este modo el libro reviste
en esencia la apariencia de una biografía caballeresca. Su forma discursiva quiere ser
historiográfica y se traduce en escuetas referencias a la fuente, del tipo «dize la historia», en
un narración en tercera persona y poco más. Bajo esta simple y sobria apariencia
historiográfica se esconde, sin embargo, la ficción pura, una «historia fingida», en palabras
de Rodríguez de Montalvo, o un ejemplo «de las que antiguamente llamaron Milesias, agora
libros de cauallerías», como las llama el Pinciano en su Philosophía antigua poética (epístolas V
y XI) o el canónigo cervantino (DQ, Primera Parte, XLVII, 547).
Esta historia fingida se organiza estructuralmente en dos grandes bloques o secuencias
narrativas relacionadas sintagmáticamente, que tienen como eje temático la ascendencia

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familiar del héroe (A) y el amor (B), dos macrosecuencias que disponen y ordenan las
diferentes aventuras y personajes del libro. La primera, referida a la búsqueda de su
identidad caballeresca y a la recuperación del linaje perdido, se desarrolla en cuatro
momentos narrativos diferentes. Se abre con el planteamiento de una situación inicial
conflictiva, con el relato de los amores secretos de los padres del héroe (A0), Griana y
Florendos, una historia amorosa de corte sentimental-caballeresco con resonancias de La
cárcel de amor sampedrina, que concluye momentáneamente con el nacimiento de Palmerín,
pronto abandonado para salvaguardar la honra materna (caps. I-XVI). Las circunstancias
de su concepción preludian una trayectoria heroica inicialmente conflictiva, pues el recién
nacido es criado y educado entre villanos, en casa del rico colmenero Geraldo (caps. IX-
XIV). La carencia del linaje exige una reparación por parte del héroe que será la que
justifique en un primer momento todas sus aventuras. La llamada de la sangre lanza a
Palmerín a la búsqueda de su linaje (A1) y en el marco justificado de este viaje se ensartan
sus primeras aventuras: la lucha con la leona por la defensa del mercader Estebón, la ayuda
al enano Urbanil y la obtención del agua maravillosa de la montaña Artifaria (caps. XV-
XVII ) con la que sanará a su abuelo Primaleón y en cuya corte, de manos de su
desconocido padre Florendos, recibirá la investidura.
Esta carencia inicial, motivadora de los primeros movimientos del novel Palmerín, se
complica en su adolescencia con otra falta que corre pareja con la anterior y hasta incluso
condicionada por ella. La visión en sueños de la doncella Polinarda despierta en el joven
Palmerín el amor que lo lleva incansablemente a su búsqueda (cap. XII). Esta necesidad
abre la otra gran secuencia narrativa (B) que desplaza aparentemente a la anterior (A1), da
un nuevo sentido a su vida y a la búsqueda del linaje perdido. En el curso de esta nueva
demanda (B1) del caballero enamorado, se justifican nuevas aventuras como la defensa del
territorio de Duraço, el falso enamoramiento de Laurena por confusión con Polinarda, la
recuperación de la arquilla arrebatada a una doncella, el rescate de Esmerinda de la prisión
del gigante Darmaco, la defensa de los acusados Cardonia y Diardo o la ayuda al emperador
de Alemania, amenazado de muerte por el Caballero Encantado de las Saetas (caps. XIX-
XXX).
Todas estas aventuras demuestran las extraordinarias cualidades del novel Palmerín,
caballero sin linaje, pero enamorado, que al presentarse ante su dama ha adquirido ya en su
breve andadura el reconocimiento de las cortes macedónica y alemana, así como el de
todos aquellos personajes a los que ha prestado su espada. El primer encuentro amoroso
(B2) con Polinarda concluye momentáneamente con sus servicios en los torneos de París,
en los que se fraguan importantes sucesos para el desarrollo posterior del relato e incluso
de sus amores, pues allí, p.e., se desata su enemistad con Frisol, el Caballero del Sol,
también pretendiente de Polinarda y cuya historia, contada ab ovo, abre uno de los escasos
periodos digresivos del libro. En dichos torneos Trineo se enamora de Agriola, princesa de
Inglaterra, la segunda doncella más hermosa después de Polinarda, relación que
determinará buena parte de las acciones posteriores de la obra (caps. XXXI-XLVI). El
encuentro y matrimonio secreto de Palmerín y Polinarda cierra provisionalmente sus
amores (cap. XLVII) y la secuencia narrativa que se había iniciado con la búsqueda de la
doncella de sus sueños (B).
En este punto de la narración, la secuencia (A), desplazada por la anterior, vuelve a
ocupar un primer plano, pues si la carencia del linaje no había resultado en principio un
atenuante para su amor, por desconocer la identidad y condición real de su amada
Polinarda, hallada ésta y reparada la falta su desconocida ascendencia es un obstáculo
insalvable para el reconocimiento oficial de su amor con la princesa alemana. Las dos

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macrosecuencias se cruzan y se presentan en relación sintagmática, pues el amor de


Polinarda justifica desde ahora la búsqueda de su linaje (A) y sólo descubierto éste podrá
obtener el reconocimiento público de sus secretas relaciones (B).
De nuevo en un primer plano, la secuencia (A) conoce ahora otra etapa de desarrollo,
pues después de partir de Alemania y abandonar a Polinarda para prestar su ayuda al rey de
Inglaterra en la guerra con el rey de Noruega, conflicto en el que interviene a petición de su
amigo Trineo, Palmerín acomete una serie de nuevas aventuras (caps. XLVIII-LXVIII) al
final de las cuales descubre su filiación regia. En el marco de esta nueva partida se ensartan:
el rescate de Agriola raptada por el gigante Franarque, una nueva e inconclusa batalla con
Frisol, la liberación de una doncella prisionera en un castillo encantado, el encuentro en la
cueva con el penitente de amores Varván y el último enfrentamiento con Frisol en la
defensa de un paso.
El descubrimiento de su ascendencia real a través de las armas recibidas en la aventura
de la liberación de la doncella prisionera en el castillo (cap. LXIV), resuelve la carencia
inicial que había precisado su deambular y salva el gran impedimento que dificultaba sus
amores. Averiguado el linaje, sólo queda ser reconocido por sus padres (A) y seguidamente
contraer matrimonio público (B). El cierre de estas dos secuencias no es, sin embargo,
inmediato y se dilata con dos grandes bloques de aventuras de Palmerín y sus amigos
Trineo y Agriola en Turquía, que no hacen sino concluir la carrera de ascensión social del
héroe y completar los servicios a su enamorada, dos bloques que para Mancini (1966),
Curto Herrero (1976) y Bognolo (1997) constituyen la segunda parte del libro o una tercera
macrosecuencia narrativa. Este gran bloque de aventuras se puede entender también como
la etapa final de la primera macrosecuencia (A3), pues todavía no se ha producido el
reencuentro familiar ni el reconocimiento por ambas partes. Por otro lado, está también
lejos de cerrarse la secuencia referida al amor de la pareja, pues en los planes del rey de
Francia está unir los dos reinos a través del matrimonio de sus hijos, enlace al que
Polinarda no accede hasta el regreso de su hermano Trineo (caps. LXIX-LXXII). A su
salida de Inglaterra, Palmerín y sus amigos se separan accidentalmente, se dispersan y con
ello se rompe la linealidad de la trama narrativa hasta entonces mantenida. Mientras
Palmerín sale de caza, una flota turca hace prisioneros a los recién desposados Agriola y
Trineo y son separados, por lo que se presenta un conglomerado de aventuras en diferentes
espacios: mientras Trineo queda transformado en perro en la isla de Malfado, Agriola es
conducida a la corte del Gran Turco y Palmerín en su busca llega hasta la corte del Soldán
de Babilonia, hermano de Guamezir, el moro al que su padre Florendos dio muerte al
comienzo del libro (caps. LXXIII-LXXVI). Para sobrevivir entre sus enemigos, Palmerín
viste ropas moras y se hace pasar por mudo, acometiendo de este modo aventuras como la
del corral de leones, la corona de Manarix, el asedio amoroso de Ardemia y Alchidiana y los
amores forzados con la reina de Tarsis (caps. LXXVII-XCI). Gracias al planeado asalto de
Constantinopla dispuesto por el Soldán, y en el que Palmerín figura como uno de los
caudillos del ejército, consigue escapar de tierras moras y, tras visitar a Polinarda, regresar
después a la corte.
Mientras Palmerín se entrevista con su señora, las tropas del Soldán asedian
Constantinopla y en el ataque muere Caniano, el hijo del Emperador, lo que supone la
subida al trono de su hermana Griana casada con Tarisio (caps. XCII-XCIX). Con el
regreso de Griana, la historia de sus viejos amores con Florendos con la que se había
abierto el libro (A0), y que Mancini (1966: 21) consideró ya como una novela dentro de la
novela, se actualiza de nuevo y se cierra definitivamente, pues cuando Florendos va a
visitarla en hábito de peregrino mata a su esposo Tarisio y los dos son encarcelados. La

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condena de los amantes adúlteros que en su día no se efectuó gracias al engaño de Griana y
al abandono del hijo, va a cumplirse ahora y será Palmerín quien, partido de Alemania y en
busca de sus amigos Trineo y Agriola, llegue hasta la corte y los defienda (caps. C-CXIV).
La anagnórisis paterna y materna cierra definitivamente la primera secuencia (A) que
había iniciado el libro y deja la vía expedita para el cierre de la segunda (B). Su conclusión
se retrasa, no obstante, con otro bloque de aventuras de contenido similar a las anteriores,
pues su finalidad sigue siendo el rescate de sus perdidos amigos Trineo y Agriola por tierras
infieles, un rescate que puede interpretarse, por tanto, como el último servicio de Palmerín
a Polinarda antes del matrimonio (CXV-CXVII). Como en toda empresa, el viaje que
supone su partida de Constantinopla hacia tierras infieles encadena, entre otros episodios:
su prisión a manos de Olimael y el ataque a reinos cristianos para salvar su vida, la llegada a
la corte del Gran Truco y el rescate de Agriola, el encantamiento de Agriola en cierva en la
isla de Malfado, la recuperación del territorio de Zérfira, el combate con el basilisco, la
curación de Zérfira con el agua del ave profética, el desencantamiento de Trineo y el
socorro al rey Abimar (caps. CXVIII-CXLII). La amistad que traba con la mora Zérfira
obliga a Palmerín y a Trineo a permanecer un tiempo en esta nueva corte infiel, donde
ambos serán seducidos por Liçadra y Aurencida, las hermanas del Soldán, y condenados a
muerte. Con la ayuda del sabio Muça Belín, Palmerín y Trineo consiguen escapar y
posteriormente desencantar a Agriola (caps. CXLIII-CLVI), produciéndose de este modo
el reencuentro de los perdidos amigos, el regreso a Constantinopla y las esperadas bodas de
Palmerín y Polinarda (caps. CLVII-CLXXVI). En la cumbre de la gloria, el nacimiento de
su hijo Primaleón (cap. CLXV) prepara ya el camino para la continuación del libro.
Como puede apreciarse, las dos secuencias delimitadas, (A) Búsqueda y recuperación del
linaje perdido y (B) Búsqueda del amor de Polinarda, presentan un desarrollo paralelo en
tres tiempos (1. búsqueda, 2. descubrimiento de su ascendencia regia/encuentro y
matrimonio secreto, 3. anagnórisis/matrimonio público) y se convierten en el cañamazo
estructural del libro. Dentro de la complejidad argumental del relato, derivada de su
extensión, del gran número de personajes y de la selva de aventuras que encierran, dentro
de la estética del exceso que define al género (Roubaud 2000: 29), el Palmerín de Olivia es un
libro sencillo, sin grandes alardes ni piruetas estructurales, con una trama bastante lineal,
carente de glosas didáctico-doctrinales y de otro tipo de amplificaciones. Frente a sus
modelos inmediatos amadisianos, el autor evita salirse del curso de la narración y presenta
la historia desnuda, casi en blanco y negro, pues ofrece vagas y escuetas descripciones de
personajes y lugares que el lector ha de colorear en su imaginación. Así por ejemplo, difícil
resulta describir físicamente a Palmerín, del que apenas sabemos que tiene un lunar negro
en la cara o que a los quince años era grande y hermoso, y a Polinarda, «la más fermosa de
las fermosas» con otra mancha similar en la mano, y poco más. Lo mismo vale decir de las
cortes, empezando por la de Constantinopla y siguiendo por la del Soldán de Babilonia, la
del Gran Turco o la del Soldán de Persia, apenas diferenciadas de las cortes occidentales si
no es en su riqueza y esplendor aludidos pero nunca descritos. El autor también se reserva
el contenido de esas numerosas cartas que se intercambian los personajes y que nunca
transcribe, lo mismo que la letra de las canciones que Palmerín en varias ocasiones dice
entonar al son de la churumbela para sanar la cruel llaga de amor por la doncella de sus
sueños (p. 31) o al ritmo del laúd para apaciguar al ave profética (p. 297). Todo ello se
silencia y el relato, desnudo y sin ornatos, se centra de este modo en la aventura misma.
Si a todas estas características se une la llaneza de su estilo, un estilo claro, sin
pretensiones retóricas, próximo a la lengua conversacional o a la lengua coloquial (Legitimo
Chelini 1966; Profeti 1966), ese estilo que ya alabara Juan de Valdés en su Diálogo de la

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lengua, resultan ciertas las palabras dirigidas al joven Luis de Córdoba en la dedicatoria, al
ofrecerle una obra digna que «guarda la maiestad en las personas, cuenta breve, proprio,
natural, sin confusión de orden, mueve passiones quando quiere, propone, incita, persuade»
(p. 5).

Palmerín de Olivia, un héroe oriental

La historia se sitúa en la corte de Constantinopla y sus alrededores, Macedonia y Hungría, y


allí nace, fruto de unos amores ilegítimos, Palmerín. La elección del lugar de nacimiento no
es baladí y determina no sólo el destino del héroe sino también el rumbo narrativo e
ideológico del relato, introduciendo importantes cambios con respecto al paradigma
amadisiano y, por tanto, al modelo artúrico. El escenario de la acción, sin embargo, no es
nuevo ni original, pues aparece ya, en segundo o primer plano, en los viejos romans
artúricos, en los cantares de gesta, en relatos caballerescos breves como Enrique fi de Oliva y
en los tempranos libros de caballerías, Tirante, Amadís de Gaula, Las sergas de Esplandián y
llega a acuñarse como un tema o topos literario con una base histórico-realista (Stegagno
Picchio 1966). En muchos de estos libros, el trono bizantino es el destino final de un héroe
occidental que, después de prestar sus servicios al viejo emperador griego, de socorrerlo en
la guerra contra el infiel, contrae matrimonio con su hija la princesa. Este es el destino de
Tirante el Blanco, casado con Carmesina, después de socorrer a su padre en la guerra
contra el Gran Turco, y el de Esplandián, quien tras vencer al Soldán de Persia logra
también la mano de Leonorina. Los dos recrean un momento histórico, aunque vago e
impreciso, anterior a la caída de la Constantinopla en 1453, en un deseo de respetar el viejo
orden y equilibrio y presentando la imagen de una Constantinopla amenazada pero todavía
mítica y carismática, centro de la civilización cristiana en Oriente, con la autoridad espiritual
y material que otrora tuvo y como prestigioso enclave de la caballería. Desaparecida la vieja
querella entre Oriente y Occidente, con la competición de fondo de los emperadores
cristianos por su supremacía, la lucha se libra ahora entre el mundo cristiano y el islámico.
El mundo oriental que Martorell presenta en el Tirante y Montalvo descubre en el tercer
libro amadisiano y después desarrolla en Las sergas, es el que hace suyo el autor del Palmerín
ofreciendo su personal interpretación del viejo topos de la corte de Constantinopla, creando
un héroe oriental no por matrimonio sino por nacimiento. Dentro de la novedad que
supone el cambio introducido, la esencialidad del topos no se altera en principio y, de hecho,
el autor lo presenta por partida doble en dos generaciones: primero en la figura del
emperador Reimicio, socorrido del asalto del Soldán de Babilonia por el caballero
extranjero, el macedonio Florendos, con cuya hija Griana aspira a casarse, y después en la
generación de su nieto Palmerín, quien como caballero salvará la ciudad y el imperio del
asalto árabe y turco. En el caso de Palmerín, su concepción ilegítima y su posterior
abandono es lo que lo distancia de la corte bizantina y lo que le permite mantener con ella
inicialmente una relación similar a la de los caballeros occidentales de otros libros, situación
que cambia lógicamente tras el descubrimiento de su verdadero linaje y su derecho al trono.
A diferencia de su padre Florendos, Palmerín se enamora de una mujer occidental, de
Polinarda, princesa alemana, y ello supone la inversión definitiva de los componentes del
tópico, la salida del héroe en su busca y un sinfín de aventuras fuera de la corte griega. Con
estos cambios, el autor reescribe el motivo, lo adereza a su gusto y encuentra una nueva
alternativa narrativa sin distanciarse formalmente y en exceso de sus modelos. El motivo,
sin embargo, queda totalmente desvirtuado.

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Al ubicar la acción desde un principio en el Imperio Bizantino, el libro se tiñe ya de


entrada de un color orientalizante que a medida que avanza el texto se hace cada vez más
intenso y lo aleja de los tonos artúricos de otros libros. La geografía griega citada es pareja a
la presentada por Martorell en el Tirante en el bloque de aventuras en el imperio griego
(Riquer 1992:124), con Hungría y Macedonia como reinos principales estrechamente
relacionados con la corte, así como pequeñas ciudades y señoríos tales como el ducado de
Durazo, Mersina o Mesina. La corte griega mantiene cordiales relaciones con Alemania,
Francia e Inglaterra. Mientras Alemania pasa a un primer plano y cobra un protagonismo
hasta entonces inusitado y casi premonitorio de los futuros avatares de la historia real,
después plasmados en obras como las del ciclo de los clarianes, Inglaterra, que ha dejado de
ser el imán de la caballería, ha perdido el esplendor y carisma propio de la tradición artúrica.
Los enemigos en este caso son el Soldán de Babilonia, nombre con el que también se
designa en el Tirante al Sultán de Egipto, pues por entonces la ciudad del Cairo era llamada
Babilonia (Riquer 1992:127), el Gran Turco, como también lo nombra Martorell, y el
Soldán de Persia, el representante por excelencia del mundo pagano en Las sergas de
Esplandián. Sin embargo, de todos ellos se brindará una visión nueva, pues aunque
representan el mundo infiel también pueden vivir en convivencia y armonía con los
cristianos gracias a un emperador como Palmerín. El conocimiento que el autor tiene de
estos lugares es muy vago y responde a la cultura oral del español medio de la época o a lo
aprendido en los libros de caballerías, ninguna huella se percibe de los libros de viajes y de
obras cronísticas.

La biografía caballeresca

Palmerín, heredero legítimo al trono de Constantinopla por nacimiento, por derecho


propio, ha de demostrar en la práctica caballeresca ser digno de su destino y ser el nuevo
emperador de Constantinopla, símbolo del más alto poder temporal y espiritual. Para que
esto suceda, es necesario que el héroe ignore su ascendencia, con lo cual el autor puede
presentar la primera etapa de su biografía caballeresca a partir del arquetipo heroico
empleado por Rodríguez de Montalvo en el Amadís de Gaula y reproducir, por tanto,
muchos de sus motivos folclóricos.
Como Amadís, Palmerín es fruto de unos amores ilegítimos y ha de ser abandonado
para encubrir el pecado de sus padres y salvaguardar la honra de su madre, así lo declara
Tolomestra: «¡Ay señora, en quánta culpa soys a Nuestro Señor, que por amor de encubrir
vuestro pecado conviene que esta tan fermosa criatura padezca!» (p. 26), palabras que
rememoran claramente las de la amadisiana Darioleta. En el momento de la separación,
Griana le ve el lunar negro que tiene en la cara y le entrega una cruz con reliquias de gran
virtud para preservarlo de las bestias bravas. El lunar, similar a esas marcas de nacimiento
que en forma de letras o dibujos muestran tantos héroes en sus cuerpos, incluido don
Quijote según nos descubre Dorotea (Primera Parte, XXX, 348), es la marca de
reconocimiento que, junto con la cruz, facilita en última instancia la anagnórisis a la par que
es señal también de una relación amorosa predestinada (González 1998c: 225).
El recién nacido es abandonado en la montaña de Olivia, a una jornada de
Constantinopla, encima de un olivo o debajo de una palma, según escuchemos al narrador,
quien cuenta cómo el colmenero Geraldo, un villano rico y sesudo, lo recogió de «encima
de una oliva que allí havía muy grande [...] e porque lo falló entre las palmas e olivas púsole
nombre Palmerín» (p. 27), o al propio Geraldo, que al cabo de veinte años dice haberlo

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Palmerín de Olivia, edición de Giuseppe Di Stephano (2004)

hallado al pie de una palma (p. 234). Expuesto a la naturaleza como el Espinelo del
romance, abandonado en una tierra rica en palmas (palmeras) y olivas (olivos), Palmerín
tiene un nombre aparentemente rústico, pero cargado de sugerencias si se tiene en cuenta el
simbolismo de la palma, pues en el mundo clásico la palmera estaba relacionada con el
triunfo por su sentido de arbor uictoriae y la palma era el premio de los vencedores (Díaz de
Bustamante 1980: 30; 85 y ss). Palmerín lleva predestinado en su propio nombre la virtud,
la constancia, la indoblegabilidad, pero sobre todo la gloria, la victoria, esa palma que se
entregaba a los uictores en los diversos certámenes y que Cervantes otorgó a su descendiente
Palmerín de Inglaterra y a él negó, reduciéndolo a la humilde oliva de su apellido.
Palmerín se cría entre villanos, pero no se ocupa de oficios viles, de guardar el ganado
como sus hermanos, sino que se dedica a cazar y a cabalgar, a matar leones como si fueran
corderos (p. 234). A los quince años, Palmerín abandona la vida villana como le había
sugerido en sueños Polinarda y tiene como nuevo amo al rico mercader Estebón. La
convivencia con el mercader abre los ojos del joven Palmerín que, como el ignorante
Perceval o Lazarillo, se maravilla de las cosas del mundo, «como quien se levanta de sueño,
ansí le acaesció a él, e tenía por tiempo malgastado el que havía passado» (p. 34). Palmerín
pasa a ocuparse de los negocios del mercader, a administrar sus riquezas, aprende algo de la
lengua mora con un cautivo suyo, pero sin embargo sus inquietudes son otras y prefiere la
vida de los caballeros a la de las mercadurías. A través de estos dos amos encargados de su
crianza y educación, el autor comienza a dar entrada en el libro a un tipo de personajes de
condición social inferior que representan otras formas de vida ajenas a la caballeresca y con
los que la historia cobra más vida y autenticidad. El grupo de los mercaderes es el mejor
representado, sus naves surcan los mares, se cruzan con las turcas y en varias ocasiones son
hechos prisioneros, como sucede con el propio Estebón o con Pólita, una sirvienta del
Gran Turco, hija de un mercader siciliano y casada con un mercader de Chipre. La lepra
que a los catorce años contrae Frisol, el mayor enemigo y después amigo de Palmerín,
también relaciona al futuro caballero con un mundo social muy diferente en el que acaba de
formarse. Durante dos años, el leproso Frisol vive de la limosna, sirve a un despiadado gafo
y es recogido después por la pastora Leonarda, que será quien lo sane con hierbas
medicinales y con cuyos padres, unos labradores, viva hasta conseguir ser caballero.
Ninguno de los dos pertenece ni quiere formar parte, sin embargo, de este tercer estado.
Para ingresar en el de los caballeros, a los dos se les pregunta por su condición hidalga,
requisito legal para poder recibir la excelente orden de caballería, como expresa el rey
Florendos. Palmerín confiesa desconocer su linaje, «mas yo me tengo por fidalgo e a esto
me esfuerça mi coraçón» (p. 37), la misma respuesta que Amadís da al Rey cuando lo va
armar caballero («Pero yo me tengo por hidalgo, que mi coraçón a ello me esfuerça», p.
273).
Sus sentimientos son hidalgos y bastan para recibir la investidura y seguidamente
demostrar con su esfuerzo y bondad de armas su condición. Por si esto no fuera suficiente,
una doncella enviada por el sabio Adrián confirma «que de ambas a dos partes es de tan
alto linaje que lo meresce ser» (p. 39). En el curso de una sobria ceremonia, Palmerín es
armado caballero por su propio padre Florendos, como Amadís lo fue por el suyo, el rey
Perión, y recibe de sus manos las armas del moro Guamezir, al que dio muerte al comienzo
del libro en el asalto de Constantinopla. En compañía de su mesurado y cortés enano
Urbanil, un enano más apropiado para servir dueñas y donzellas que no caballeros, en
opinión de Polinarda (p. 74), generador de risas y chascarrillos, el novel caballero Palmerín
comienza su andadura.

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La fidelidad con la que el autor palmeriniano ha seguido hasta este punto el modelo
amadisiano es evidente. A partir de ahora, aunque trabajando con los mismos mimbres, el
rumbo de la historia será otro, pues Palmerín no sólo ha de encontrar su linaje, del que
sabe por la doncella que es alto, sino también a la dama de sus sueños, dos objetivos que,
como ya se ha visto, se entrecruzan y superponen en muchos momentos y se van
alcanzando con suspense poco a poco.
Como caballero, Palmerín reparte sus aventuras por tierras cristianas e infieles. Después
de Constantinopla y sus alrededores, la corte de Inglaterra es el escenario en el que se
suceden el mayor número de ellas, seguida de la alemana, donde se desarrollan buena parte
de sus amores, y en último término la de Francia, en la que se celebran los famosos torneos
de París y se gesta un posible enfrentamiento con Alemania tras el fracaso de los conciertos
matrimoniales. Las aventuras acometidas responden a la tipología habitual: lucha con
animales y bestias (sierpe, sagitario), defensa de mujeres ultrajadas (por robo o por rapto de
gigantes), de parejas falsamente acusadas, de caballeros menesterosos, defensa de territorios
invadidos (el del Duque de Durazo), participación en torneos y justas (Alemania y París) y
en guerras (Inglaterra contra Escocia). A lo largo de todas estas aventuras se va trazando el
retrato de un caballero valiente, servicial con las mujeres y con los menesterosos, de gran
bondad de armas y religioso. Esta última faceta queda especialmente realzada en la primera
parte de su andadura, en la que de forma sistemática se atribuyen todos sus triunfos a la
divinidad, toda su carrera parece estar guiada por Dios hasta el punto de que él mismo se
considera su brazo ejecutor. Como Palmerín reconoce expresamente, Dios es el que ha
matado la sierpe (p. 43), Dios ha traído el agua y sanará a Primaleón (p. 44), Dios es el que
ha permitido la defensa del territorio del Duque de Durazo (p. 50), cualquier caballero se
debería combatir con los gigantes porque «Dios abaxa la sobervia d’ellos» (p. 56), Dios ha
predestinado su amor (p. 82), será quien permita el reencuentro con sus amigos Trineo y
Agriola (p. 250) o quien libre de muerte a Trineo en la corte del Soldán de Persia (p. 335),
etc... Palmerín es un héroe religioso, lleva siempre la cruz con la que fue abandonado, oye
misa, da gracias a Dios, invoca a la Virgen, pero no es ni mucho menos un caballero
cristiano al estilo de Esplandián; su religiosidad está más próxima a la de Amadís de Gaula
o a la de Tirante (Riquer 1992: 212-216), aunque en ningún momento manifiesta un
declarado desprecio o repugnancia por la religión musulmana ni un deseo obsesivo de
evangelización o conversión.

El mundo infiel

Una buena parte de la trama del libro, quizá la más original, sucede en tierras infieles.
Partidos de Inglaterra y rumbo a Alemania, Palmerín, Trineo y Agriola son conducidos por
una tormenta hasta las costas del Soldán de Babilonia. Mientras Palmerín baja de la nave
para cazar, sus amigos son raptados por las naves turcas de Olimael y en diferentes
embarcaciones, rumbo a la corte del Gran Turco, la pareja es a su vez separada. El
temporal desvía la nave en la que viaja Trineo hasta la isla de Malfado, en el señorío de
Persia, donde es encantado en perro, y Agriola acaba en poder del Gran Turco que la toma
como esposa. Los amigos quedan por tanto dispersos en tres enclaves del mundo infiel:
Babilonia, Persia y Turquía que serán los que, desde este momento, pasan a un primer
plano narrativo. La corte del Soldán de Babilonia es la que se alza con el protagonismo y la
que, desde el inicio del libro, se presenta directamente enfrentada con Constantinopla.
Palmerín ha caído por tanto en territorio enemigo y está dispuesto a sobrevivir con ingenio,

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vistiendo ropas moras y haciéndose pasar por mudo, pues aunque entendía algo la lengua,
aprendida con el cautivo moro de Estebón, no sabía hablar algarabía y ello podría delatarlo.
Por primera vez aparece en el libro el recurso del disfraz, de la falsa identidad, que tanto
juego dará en el Primaleón, en las obras de Feliciano de Silva y, andando los años, también
en la novela morisca, recuérdese, p.e., que el moro Ozmín se hace pasar por cristiano
asumiendo oficios viles como el de jardinero, igual que el don Duardos primaleoniano, para
acercarse a Daraja en el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán. Como a Enrique hijo de
doña Oliva, el disfraz franquea a Palmerín la entrada a un mundo ajeno y enemigo,
deslumbrante en muchos aspectos por su riqueza, pero en el fondo similar al occidental,
con costumbres caballerescas parejas e idénticos sentimientos. La toponimia (Armenia, la
ciudad de Calfa, Tracia la Mayor, Nigrea, Siria, Arabia, Tubante, Tarsis), que no la
descripción, da el tono colorista y exótico a estas aventuras que poco difieren de las vividas
en tierras occidentales y que le reportan el reconocimiento y admiración del Soldán, de su
hija Alchidiana y de todos los caballeros de la corte. Si su condición cristiana es ocultada,
no lo son sus cualidades y ante ellos demuestra su valor carismático en el corral de leones,
muchos de ellos coronados, que se muestran reverentes reconociendo su sangre real
(Garci-Gómez 1972), su fidelidad amorosa en la aventura de la corona de Manarix, sólo
anulada por la magia de la reina de Tarsis, y su bondad en armas en la defensa de
Alchidiana, acusada de haber matado a su prima Ardemia. Sus dotes militares se ponen a
prueba en la guerra que el Soldán mantendrá con el rey de Tracia y en los preparativos de la
guerra contra Constantinopla, circunstancia aprovechada para escapar. En todo este
tiempo, Palmerín convive amistosamente con los infieles, rechaza la propuesta oficial de
matrimonio de Alchidiana, traba una relación de hermandad con Olorique, el hijo del rey
de Arabia, y no parece tener cargo de conciencia alguno, aunque lo primero que hace
cuando sale es arrodillarse, dar gracias a Dios y confesarse con un capellán que le impone
gran penitencia por usar la ley de los moros en estos dos años (p. 200).
Palmerín no da muestra alguna de interés por el tema de la conquista y menos por el de
la conversión. Extraña sobremanera que cuando sale de la corte del Soldán de Babilonia
para atacar Constantinopla, viaje a Alemania para visitar a Polinarda y se despreocupe por
completo del asalto y del fin que pueda correr la corte de Constantinopla, a la que todavía
ve como ajena. El espíritu de cruzada no anida en el corazón de Palmerín, que se muestra
siempre práctico y dispuesto a salvar la vida antes que el alma, para lo cual, aunque no
reniegue de su religión y en otras ocasiones no encubra su condición de cristiano, no duda
en luchar contra los de su misma fe. Así cuando en la búsqueda de sus amigos es capturado
en el mar por las naves turcas de Olimael, confiesa ser cristianos dispuestos «a servir el
mayor señor que fallássemos, ora fuesse moro o cristiano» (p. 254). Esto le lleva a asaltar
Albania, después Durazo, donde toma prisionera a Laurena, y por último Tesalia, robando,
matando y haciendo cautivos a cuantos cristianos encuentra, «pues no podemos ál fazer
sino yr contra los de nuestra ley por salvar nuestras vidas» (p. 255). Una postura muy
diferente a la que presenta en estos episodios el rey de Tesalia, que prefiere morir antes que
ofender a Dios y besar los pies del Gran Turco (p. 258), y algo impensable en el discurso
moral y religioso de un caballero como Esplandián, dispuesto siempre a «hazer la guerra a
los enemigos de la fe» y a salvar su alma.
Este comportamiento es el que le reporta la libertad cuando, como cautivo, llega de la
mano de Olimael a la corte del Gran Turco. En esta corte, rica y lujosa, cuyos palacios
superan a los del Soldán de Babilonia (p. 260), permanece sólo el tiempo necesario para
huir con Agriola, «porque no estemos mucho en desservicio de Dios» (p. 261). Como el
Soldán de Babilonia, el Gran Turco también lo estima pronto y lo invita a que abandone la

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locura de la cristiandad y se vuelva de su ley, a lo que Palmerín responde «aunque yo no me


torne turco por agora, adelante, viendo la ley vuestra, podrá ser que la tome» (p. 260). El
amor del polígamo Gran Turco facilita en esta ocasión la salida, pues la belleza de Laurena
despierta sus deseos y ella es la que urde el engaño que facilita la escapada de todo el grupo.
La sesuda Laurena concierta una cita nocturna a la que acude en su lugar el Duque de
Ponte y le da muerte, pues Palmerín, haciendo gala de su fidelidad, se niega a matar al Gran
Turco en agradecimiento de los dones recibidos (p. 264).
Sólo resta por encontrar a Trineo, quien había quedado encantado en la isla de Malfado,
hasta donde llegan gracias a una providencial tormenta después de haber rescatado a
Agriola. Palmerín se encuentra ahora en tierras del Soldán de Persia, un nuevo enclave
infiel y el segundo en importancia en el libro después de Babilonia, apenas descrito y una
vez más imaginado a través de su toponimia (Grisca, río Grian, Arán la Mayor, Siconia).
Aunque Palmerín ya ha aprendido la lengua mora y en un primer momento pasa por moro,
ya no se encubre y revela su condición cristiana a la infanta mora Zérfira, a la que desea
servir en la guerra contra su hermano el rey a cambio de información sobre el
desencantamiento de sus amigos. Palmerín vuelve a mostrar su valor y cualidades militares
en la defensa del territorio de Zérfira, en la aventura del castillo de los diez padrones o en la
guerra entre el rey Abimar de Rumata y el Soldán de Persia. En esta guerra entre infieles,
similar a la que sostiene el Soldán de Babilonia con el rey de Tracia, Palmerín hace
prisionero al Soldán de Persia y éste asume su derrota por haber sido vencido «por el mejor
cavallero del mundo aunqu’es cristiano» (p. 312). La paz y el matrimonio entre el Soldán de
Persia y Zérfira se firman en un clima de cordialidad y cortesía entre todas las partes, el
mismo que reina luego en la corte del Soldán adonde Palmerín y Trineo acuden para las
bodas. La intención del Soldán es la misma que la del Gran Turco, conseguir su
conversión: «Yo desseo fazer tanto qu’ellos se tornassen moros por avellos siempre
comigo, que grande honra me sería» (p. 317), y en este caso espera conseguirlo con las artes
seductoras de sus hermanas Liçadra y Aurencida. Su afán de retenerlos llega a tal extremo
que no duda en acusar a Aurencida y a Trineo de adulterio, a condenarlos a la hoguera si no
se casan, petición a la que no accede Trineo para no ir contra Dios: «yo no faré cosa contra
el servicio del mi Dios ni dexaré su ley» (p. 333). La intervención de Muça Belín evita la
tragedia y permite su salida de la tierra del Soldán de Persia. Pese a la ira que le despierta el
comportamiento del Soldán, Palmerín acaba teniendo con él y con Zérfira, lo mismo que
con el Soldán de Persia y el Gran Turco, una relación cordial, todos ellos reconocen su
valía y lo honran. El respeto es tal que al final ninguno de los tres se atreve a lanzar una
nueva ofensiva contra Constantinopla. El nuevo ataque, planeado por el Soldán de
Babilonia con la ayuda del Soldán de Persia, se desbarata porque firman las paces y
Palmerín «le rogava que perdiesse por amor d’él todo su mal talante e desseo de vengança,
que si ansí lo fiziesse qu’él lo ternía por hermano e le ayudaría contra todos aquellos que
contra él fuessen» (pp. 348-349). Pese a la trágica muerte de su hermano, el nuevo Gran
Turco tampoco se atreve a secundar los planes de Lidcate de arrasar Constantinopla para
vengarse por lo sucedido, y rechaza su plan conociendo la valía de los caballeros de la corte
griega (p. 374). El atentado del que es objeto en el palacio de Constantinopla no obedece,
pues, a ningún complot del mundo infiel, sino a una venganza personal que el turco Lidcate
lleva a cabo en unión de Nardides, miembro de la resentida familia de Tarisio y
representante del enemigo en casa.
El espíritu de la cruzada está muy atenuado en relación con los libros amadisianos
(Marín Pina 1996). Palmerín llega a tierras moras por accidente y viaja luego por ellas en
busca de sus perdidos amigos, nunca guiado por un afán de lucha contra el infiel ni de

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evangelización. Aunque esté de fondo el tema del cautiverio, en estas cortes, apenas
diferentes de las occidentales si no es por su lujo, Palmerín encuentra reconocimiento,
riqueza, excelentes amigos (Alchidiana, Olorique, Zérfira) y amores (Alchidiana, Armida,
Liçadra), y pese a todo logra la hazaña de mantenerse fiel a su amada Polinarda y a su
religión, transmitiendo con ello un mensaje de tolerancia. La proeza que logra Palmerín en
el mundo infiel no es por tanto la de convertir y evangelizar, sino la de mantenerse fiel en
su fe, en la religión católica, aunque para ello tenga en ocasiones que renegar de la misma.

El amor y las mujeres

La Providencia une a Palmerín y Polinarda. Su amor no surge libre ni espontáneamente,


sino por arte de magia cuando el sabio Adrián introduce en los sueños de Palmerín una
hermosa doncella, que resultará ser Polinarda, de la que sólo sabe que tiene una lunar negro
en la mano izquierda, similar al de su rostro, una señal que ella misma interpreta como
divina y por la que los dos parecen estar predestinados a amarse: «mira cómo nos fizo Dios
para en uno» (p. 30). En sueños lo anima a abandonar la vida villana, a salir en su busca y a
acometer grandes hechos que confirmen y demuestren su alto linaje. Herido de amor por la
belleza y las palabras de esta misteriosa doncella, Palmerín, a la sazón un muchacho de
quince años, abandona su rústica vida y sale en busca de la dama de sus sueños. La
demanda resulta compleja pues, aunque «quedóle en la memoria la fermosura de la
donzella» (p. 30), la memoria es flaca y la belleza de otras damas lo confunden y equivocan.
Las tres hadas de la montaña Artifaria son las que le revelan el nombre de Polinarda y las
que lo encantan para que, en el primer encuentro, ella quede encendida de amor. Quiere
esto decir que desde el principio su amor está guiado por el destino y la providencia, no hay
elección alguna y cuando quiere haberla o se desvía del camino trazado, como sucede con
Laurena, la hija del Duque de Durazo, de la que se enamora al poco de conocer el nombre
de Polinarda, pronto es reconducido a su destino y lo asume tachándose a sí mismo de
desleal, «pues quería yr contra lo qu’he jurado en mi coraçón» (p. 52).
Si Palmerín no es libre para elegir a su enamorada, tampoco lo es Polinarda, la cual
además es ajena a todo lo sucedido hasta este momento y aquí radica parte de la
originalidad del personaje. La Polinarda onírica no existe realmente, es una ficción dentro
de la ficción, una creación del sabio Adrián, una réplica, un doble o un fantasma del
personaje real, una mujer enérgica que se declara a su amado y que defiende su amor,
cuando está amenazado, golpeando al enano Urbanil en sueños y despreciando incluso a
Laurena. Palmerín, sin embargo, no vive de los sueños como don Quijote con Dulcinea,
tiene que hacerlos realidad, ha de encontrar a la persona de carne y hueso, y tras titubeos y
equivocaciones halla finalmente a Polinarda en la corte alemana. En el primer encuentro se
cumple la gracia de las hadas y nada más ver a Palmerín, Polinarda, «fue encendida en su
amor que le parescía que con llamas de fuego fue abrasado su coraçón» (p. 72). El sueño se
ha hecho realidad y Palmerín desde entonces «sintió más verdaderas cuytas e graves
tormentos en su coraçón» (p. 72). Aunque es muy joven, una doncella o una adolescente de
trece años, según la nomenclatura de las edades de Eiximenis (Lo libre de les dones) o Diego
de Valera (Tratado en defensa de las virtuosas mujeres), Polinarda tiene claros sus sentimientos y,
aunque ignorante de su condición y linaje, promete «no dexar de amar a Palmerín por
peligro ni mal que le pudiesse venir» (p. 72) y no entregar su amor a ningún otro caballero
«aunque mi padre me lo mande» (p. 78). Palmerín jura también servirla y entre los primeros
servicios está el de defender su belleza en los torneos de París organizados por Luymanes, a

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los que acude, como ordenan las condiciones de la lid, con una figura de Polinarda de oro y
marfil tan bien hecha «que no parescía sino biva en carne, y era tal que a Palmerín le
parescía que vía a su señora viendo a ella» (p. 88). La figura suple en este caso al personaje y
se convierte en otra nueva y original forma de representarlo. Polinarda se alza con el
triunfo final del torneo y encima del padrón, con casi un centenar de doncellas destronadas
a sus pies, recuerda a esas tallas marianas entronadas para ser adoradas.
A su regreso de los torneos y como prueba de su amor, Polinarda propone a Palmerín el
matrimonio: «dadme acá essa mano derecha e recebiros he por mi esposo e marido [...] E
tremiéndole todo el cuerpo de plazer, dio la mano a Polinarda e desposáronse por palabras
de presente» (p. 108). Aunque ilícito, el matrimonio secreto, válido hasta mediados del XVI,
se practica habitualmente en estos libros preservando la honra femenina y facilitando una
relación física de otro modo condenable, como reconoce su doncella Brionela, quien
considera que las exime de culpa ante Dios y el mundo (p. 108). A través de este
matrimonio clandestino culmina parte de una trayectoria amorosa exenta de problemas y
obstáculos si no son los propios derivados de la separación, pues en esta relación amorosa
no median los celos ni las penitencias, entre otras cosas porque estos amores están desde el
principio predestinados y a la vez blindados por la magia. La forzada relación con la reina
de Tarsis, de la que nacerá Polendos, no empaña tampoco la constante fidelidad de
Palmerín al ser totalmente involuntaria y por ello perdonable.
Polinarda forma parte de una galería de mujeres (Griana, Diofena, Laurena, Alchidiana,
Ardemia, Liçadra, Aurencida) decididas, con voluntad de protagonismo como las he
definido Petruccelli (1996), con iniciativa amorosa y dispuestas a defender su amor por
encima de todos los obstáculos, empezando por los familiares. La voluntad paterna no
siempre se cumple, las hijas eligen a sus amados y futuros esposos, se enfrentan a los
padres por defender su amor y en ocasiones consiguen aplazar o suspender el matrimonio
concertado, como en el caso de Polinarda, que logra con lloros y engaños que su padre
retrase su enlace con el hijo del rey de Francia hasta el regreso de su hermano Trineo.
Griana, sin embargo, corre peor suerte con su padre el emperador Reimicio, quien la
encierra en una torre al no querer aceptar el matrimonio concertado con Tarisio. A los
catorce años, Griana ha elegido a Florendos como enamorado, con él ha mantenido una
relación amorosa de la que quedará embarazada y con él está dispuesta a huir para
proseguir su amor antes que obedecer a su padre. El rapto planeado es desbaratado y
Griana condenada a prisión. Griana miente para no ser descubierta, rechaza el suicidio
como salida por miedo a la condena eterna y al final vuelve al redil y, como hija obediente,
acata por temor a Dios la resolución paterna. Su padre, sin embargo, no logra cambiar sus
sentimientos y, pese a su matrimonio con Tarisio, ella seguirá enamorada de Florendos y el
matrimonio, como tantos otros de la época, se hará si amor. Agriola, la princesa inglesa,
también desatiende los deseos paternos y, en lugar de casarse con el Duque de Gález como
estaba previsto, huye con su amado Trineo y son desposados en el mar. El rapto, tan
practicado y a la vez tan criticado en la época, se presenta en el libro y también en su
continuación primaleoniana (recuérdese el rapto consentido de Flérida y el malogrado
secuestro de Gridonia) como un aliado efectivo de la libertad femenina, aunque no exento
de riesgos. Así se ve en el destino sufrido por Agriola al caer en poder de los moros pues,
aunque posee un anillo mágico contra las violaciones que provoca temblores en los
caballeros, ha de preservar su físico como una leona y con sabiduría mantener a raya al
Gran Turco. Comportamientos como los de Polinarda, Griana y Agriola son los que
desquician sin duda a los moralistas y autores graves y en ellos basan sus críticas cuando
arremeten contra estos libertinos libros en los que las doncellas tantas maldades aprenden y

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Palmerín de Olivia, edición de Giuseppe Di Stephano (2004)

hacen de su vida una novela, aspirando a ser nuevas «Orianas amadisianas», como denuncia
Francisco Cervantes de Salazar en sus adiciones a la obra de J. L. Vives (1546), como
sugieren después Mateo Alemán en el Guzmán de Alfarache (1599, 2ª, III, 3) (Marín Pina
1999) o, a mediados del siglo XVII, Francisco Manuel de Melo en su Carta de guia de casados
(1651).
Las mujeres que pueblan el libro no son doncellas reprimidas ni recatadas, son
receptivas a los requerimientos amorosos y en muchos casos son ellas mismas las que
inician la relación declarándose al caballero, como sucede con Diofena, la hermanastra de
Palmerín, que a los quince años le confiesa su amor y le propone el matrimonio. En tierras
infieles las mujeres son todavía más impulsivas, pues, como le hace ver Palmerín a su amigo
Trineo, las moras están armadas de engaños para cautivar y seducir (p. 319) y «acometen a
los cavalleros sin vergüença» (p. 331). Palmerín despierta el amor de Ardemia, de
Alchidiana y de Liçadra, pero a todas rechaza, a veces violentamente, por ser moras y por
su fidelidad a Polinarda, fidelidad sólo empeñada por el incidente con la reina de Tarsis.
Esta reina, una mujer viuda, moza, hermosa y rica, surge en el relato como una de esas
lastimosas y vengativas Heroidas ovidianas que, después de mantener relaciones amorosas y
de alcanzar una promesa de matrimonio, son abandonadas, en este caso por el infante
Manarix. Lectura pareja hace Jean Maugin, el traductor francés, que en sus glosas la
presenta más cruel que Dido con Eneas (Freer, 1966:220). Despechada como Medea, la
reina de Tarsis se venga de la deslealtad de su amante con un castigo cruel, con una corona
encantada que le hace arder en vivas llamas y que sólo podrá quitar el más leal amador (p.
170), desagravio brutal que, sin embargo, las mujeres alaban. Palmerín es el único de la
corte capaz de quitarle la corona y la condición oficial de leal amador que ello le reporta lo
exime de la culpa que pueda derivarse del inminente encuentro que tendrá con la Reina de
Tarsis. Con ella mantiene una relación forzada gracias a un vino «confacionado con muchas
cosas», que lo emborracha y sume en un sueño profundo que le lleva a yacer con la reina
«fuera de todo su sentido [...] no sabiendo lo que fazía» (p. 194) y a engendrar a su hijo
Polendos, nombre que «en aquella tierra quería dezir ‘hurtado’», (p. 195) pues
efectivamente nunca con la voluntad de Palmerín habría sido engendrado. Aunque a
primera vista el vino parece hechiceril (Orduna 1988: 148), si tenemos en cuenta que
Palmerín está inmunizado contra los encantamientos por la gracia de las hadas, el vino ha
podido más que la magia y la seducción femenina de tantas mujeres como lo han
pretendido y es el que finalmente lo ha llevado a ese estado ebrio en el que no es dueño de
sus actos.
Todas estas mujeres presentan un comportamiento amoroso que no se ajusta a la
educación femenina recibida, al recatamiento exigido a la mujer. Ardemia es una
desvergonzada, así al menos lo entiende su prima Alchidiana, porque, tras declararse a
Palmerín, se abalanza sobre él con besos y abrazos, es una devorada de hombres que
entorpece en el fondo sus pretensiones de conseguir también a Palmerín, por lo que la
invita a regresar a su reino para encontrar caballeros a los que forzar (p. 174). Con mayor
recato, Alchidiana se declara a Palmerín aceptando su mudez y desconociendo su verdadera
condición, dándole licencia para que «fagáys de mí como de cosa vuestra» (p. 175), sin
embargo la rechaza cortésmente fingiendo no entenderla. El atrevimiento se paga y
Ardemia muere despechada, mientras que Alchidiana sobrelleva las largas de Palmerín y se
resiste a renunciar a su amor, hasta que al final, casada con Olorique, acaba manteniendo
con él una relación de cordial hermandad. Al mismo tipo de mujer responden las hermanas
del Soldán de Persia, Liçadra y Aurencida, encargadas de seducir a Palmerín y a Trineo para
retenerlos en la corte. Las dos cumplen su tarea y si Liçadra es rechazada, Aurencida juega

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mejor sus bazas y está no sólo dispuesta a dejar su religión por alcanzar el amor de Trineo
(p. 320) sino a recurrir al engaño para conseguirlo, «que yo no seré muger si yo no engaño a
estos cavalleros» (p. 328). Como en el caso de la valiente, entendida y vengativa Laurena en
la corte del Gran Turco, el engaño se logra también ahora a través del sexo. Con el pretexto
de un don en blanco, Aurencida consigue llevar a Trineo hasta «una huerta muy estraña de
muchos árvoles e allí avía un baño labrado muy maravillosamente e avía caños de agua fríos
e calientes, por tal arte estavan fechos, e avía lugar muy maravillosamente obrado donde
podían fazer ricos lechos» (p. 328). Cuando llega Trineo, Aurencida acaba de salir del baño
«e estava tan fermosa que no avía hombre que la viesse que d’ella no fuesse pagado: tenía
los sus muy hermosos pechos de fuera, que era maravilla de ver su cuerpo» (p. 329); ante
tales encantos Trineo no puede resistirse y «no acordándosele de Dios ni de su señora» se
desnuda, «despojóse muy prestamente de sus ropas e metióse en el lecho con Aurencida e
tomóla en sus braços e fizo tanto que la tornó dueña» (p. 329). Este tipo de escenas, en este
caso la más sensual de toda la obra, son las que le gustaban a Maritornes y las que reportan
a estos libros el calificativo de lascivos y de peligrosos, sobre todo para los jóvenes y
especialmente para las doncellas. Sin embargo, la sensualidad, el erotismo, la libertad que
pregonan estos libros va en ocasiones acompañada de una lección no siempre vista por los
moralistas, pues, a la vez que los autores de estos libros otorgan libertad a las mujeres y a
sus sentimientos, alertan también de los riesgos que tales comportamientos pueden
conllevar. El final de muchas de estas historias a menudo es muy «aleccionador» y estas
mujeres pagan caro el atrevimiento, el desparpajo y la desvergüenza mostradas: algunas
mueren de despecho (Ardemia), otras se suicidan (Liçadra) o son expuestas a la vergüenza
pública (Aurencida), duros castigos que en cualquier caso avisan de los peligros que pueden
deparar tales actitudes que se salen de la norma y de los modelos de comportamiento
fijados por una sociedad patriarcal.
Frente a otras mujeres secundarias que se ajustan a los estereotipos genéricos (doncellas
mensajeras, Valerica, Lerina, Diofena, Brionela, Lucemana, las reinas, etc.), las comentadas
tienen autonomía, independencia, voz propia, sentimientos. Las limitaciones físicas que
tienen y de las que Polinarda se lamenta cuando no puede seguir a Palmerín («si yo pudiera
yr a buscaros e fatigar mis tristes carnes por vos», p. 204) o la misma Alchidiana («si yo
cavallero fuera...», p. 188), en potencia una doncella guerrera (recuérdese que ella misma
está dispuesta a defender su inocencia «E si el Soldán a mí me da licencia, con un palo te
faré conocer mi limpieza», p. 178), no son óbice para alcanzar protagonismo dentro de la
historia.

Magia y profecías

La Providencia y la magia guían, como ya se ha visto, el destino de Palmerín y Polinarda. Si


Dios los ha predestinado, la magia facilita la unión evitando que Palmerín sufra
encantamientos y propiciando que Polinarda lo ame ardientemente. La andadura
caballeresca y amorosa del héroe se protege así de tal manera que, desde el comienzo, se
augura un final dichoso. La magia entra en el libro de la mano del sabio Adrián, artífice de
los diez sueños en que aparece Polinarda, sueños de tipo mixto, mezcla de oraculum y de
visio, que se corresponden unívocamente con la realidad sin precisar por ello de
interpretación y que, a falta de una profecía general, se erigen en el plan maestro de la obra,
al enunciarse en ellos los dos ejes motores de la vida del héroe, el amor y el linaje, sobre los
que se construye la novela (González 1998b: 227). Los sueños palmerinianos, en su

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mayoría oracula y pronunciados por mujeres, constituyen un tipo de profecía onírica que,
como el resto de las profecías verbales del libro (González 1998c), además de ser una
técnica recurrente para avanzar conocimientos, son también «una manifestación mágica del
orden oculto que apunta a Dios como Supremo Artífice. Su cometido es establecer
contactos entre el protagonista y el Altísimo, quien de este modo hace saber sus designios»
(Acebrón 1989: 12). Dios es en última instancia la fuente de todo conocimiento profético y
el único ordenador de las cosas humanas como reconocen los propios profetas, el héroe y
en general todos los personajes (González 1998a: 75). En este sentido, las profecías no son
sólo un programa o plan de acción, no cumplen simplemente una función estructurante y
estilística sino también ideológica y a través de ellas puede caracterizarse la Providencia
palmeriniana (González 1998a: 77). Desde el punto de vista del discurso y entendiéndolas
como un tipo de discurso ficcional (González 1998b), domina en el libro la profecía
exhortativa, cuya finalidad práctica es guiar a los hombres en sus acciones, frente a las
narrativas y descriptivas propias del Amadís de Gaula, encaminadas a manifestar la ciencia y
el poder de Dios. Una Providencia que se muestra a través de profecías exhortativas es, por
tanto, dialogante e interpelante y «considera al destinatario como sujeto de las acciones que
deberá ejecutar para el cumplimiento del plan divino» (González 1998a:76). Si Polinarda es
una de las voceras de las que se sirve Dios para comunicar a los hombres sus designios,
Palmerín es el principal ejecutor del plan divino.
Las profecías de Adrián, de las tres hadas, del vasallo de la reina de Tarsis o de Muça
Belín, tan claras y cristalinas como el propio discurso narrativo y sin las complejidades y el
oscurantismo de las merlinianas, no sólo dirigen los pasos del héroe y se convierten en
resortes de la acción, sino que también dan entrada a la maravilla y al asombro que
provocan los encantamientos de lugares, objetos y personajes. Gracias a las hadas
benefactoras, mezcla del hada madrina de la tradición folclórica y de las artúricas, Palmerín
es el único personaje que transita libremente por este mundo maravilloso sin miedo a
padecer y ser encantado, por eso puede enfrentarse al Caballero Encantado de las Saetas de
la corte alemana o recorrer la isla de Malfado sin ser convertido en perro. La deleitosa isla
de Malfado, en el señorío de Persia, isla que dará nombre a la de Mal Hado nombrada en
los Naufragios (c. 1537-1540) de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, ubicada en algún sector de la
costa estadounidense sobre el Golfo de México (González 1999), es un enclave fatídico por
la condición de su señora, la dueña Malfada, cuyo nombre adelanta ya su condición, pues
«ésta era la más sabia para fazer mal que avía en el mundo; aunque venía de linage de
christianos no guardava su ley mas todas sus obras eran malas» (p. 160). Como la maga
Circe de la tradición clásica o las hechiceras del Asno de Oro de Apuleyo, Meroe y Pánfila,
«encantó aquella ysla de tal manera que ningún hombre ni muger en ella entrava que no se
tornavan bestias o canes» (p. 160) y convertía a algunos de los caballeros cautivos en sus
amantes. Trineo no corre esa suerte porque es privado de su forma humana y encantado en
un hermoso perro que, sin embargo, no pierde el intelecto porque «sabed que aunqu’ellos
parescían ansí a los que los miravan, ellos no eran bestias, que no podían dexar la forma de
hombres, que bien conoscían y entendían qualquiera cosa, salvo que no podían hablar» (p.
160). Bajo esta apariencia perruna Trineo anda un tiempo, como después lo hará en el
Primaleón el gigante Mayortes, el gran can, y Falqueto en el Baldo de Teófilo Folengo, quien
pudo encontrar también en los textos palmerinianos una fuente de inspiración para su
picaresco perro y para la maga Culfora de la Montaña Sulfúrea. Trineo, lo mismo que
Agriola y Laurena, transformadas después en ciervas, son desencantadas con la ayuda del
sabio Muça Belín, el mago por excelencia del libro, quien dirige también la curación de la
infanta Zérfira.

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La medicina para sanar a esta infanta mora se encuentra en el castillo de los diez
padrones, una aventura que, como ya señalara en 1781 Antoine-René d’Argenson, Marqués
de Paulmy (Freer 1966: 195), en su versión abreviada de la obra, constituye uno de los
pasajes maravillosos más bellos del libro por la combinación de un buen número de
motivos de tradición mítica, folclórica y artúrica perfectamente engarzados en el marco de
la aventura caballeresca (Bognolo 1997: 141). Su artífice es una dueña conocedora de las
artes mágicas y el lugar una huerta en la que crece un árbol con virtuosas flores donde
anida una misteriosa ave. Alimentada por dichas flores, el ave muestra su alegría destilando
por la boca un agua milagrosa capaz de sanar la enfermedad de Zérfira, de cuyas narices
salen pestilentes y malolientes gusanos que le gangrenan el rostro como a Artús en el
Oliveros de Castilla (cap. LXV) y a la doncella Tulia en el Tristán el Joven (cap. CXLV) (Cuesta
Torre 1994: 227). La huerta está ubicada en el castillo encantado de los diez padrones, el
primero de los cuales tiene hendida una espada reservada, como la del rey Arturo y otras
tantas, para un caballero excepcional (Marín 1989). Aunque Palmerín no consigue sacar la
espada, derrota a los diez caballeros que salen de los padrones arrebatándoles su encantado
escudo, llega hasta el castillo y, tras vencer con la ayuda del perro de Zérfira a otro
caballero de apariencia anciana, logra penetrar en el palacio. En el interior, Trineo recobra
su forma humana y los dos amigos disfrutan de su anhelado reencuentro con un excelente
banquete con servicio invisible similar al de Psique recreado por Apuleyo en el Asno de Oro
y después en otros muchos libros de caballerías, empezando por el Primaleón. Palmerín llena
una copa con flores virtuosas y, con cantos y halagos, consigue alegrar al ave y recoger el
agua medicinal con la que Zérfira se lava y cura sus heridas (p. 298). El ave, mágica por sus
virtudes curativas, queda en poder de Palmerín y por obra de Muça Belín se convierte en
un ave profeta que anunciará con sus gritos las traiciones y alegrías de la corte, así como la
muerte de Palmerín. Quizá, como ha sugerido Ciapparelli (1995), parte de la aventura
puede estar inspirada en el cuento «El pájaro que habla, el árbol que canta y el agua de oro»
de Las mil y una noches, donde se reúnen los tres motivos folclóricos que concurren en el
episodio caballeresco, pero también puede explicarse a la luz de una tradición simbólica
universal, del significado mítico de motivos como la ornitomancia, el lenguaje de los
pájaros y el complejo simbólico que asocia al ave con el árbol y el agua de la vida, como
propone González (2000), para quien el ave profeta es también una prolongación de Muça
Belín.
Muça Belín, nombre que recuerda por su rima el de Merlín (Orduna 1988), es el gran
profeta que cubre con su presencia profética y mágica la segunda mitad del libro ejerciendo
las funciones de consejero, mago y encantador (González 1988a: 63-67). Él guía a la infanta
Zérfira hasta el castillo de los diez padrones, dirige el desencantamiento de la isla de
Malfado, salva a Trineo de la hoguera en la corte del Soldán de Persia y agasaja a Palmerín y
a sus amigos en el corral de su castillo con una comida-espectáculo remedo de los
entremeses de las de las fiestas cortesanas (Del Río 1995: 145; Bognolo, 1997: 205). En
medio del banquete irrumpen seis caballeros armados con las espadas tintas en sangre que
comienzan a atacar a los presentes provocando una gran alteración, transformándose luego
en leones que despedazan las faldas de la dueñas y seguidamente en doncellas que acaban
cantando dulcemente en la fuente. Todo es mentira, las mutaciones son sólo apariencias,
«invenciones de cosas de placer» como se nombran las de Daliarte en el Palmeirim de
Inglaterra, encantamientos ilusionistas que provocan espanto y placer, que juegan con la
sorpresa, con la confusión y el miedo, especialmente de las doncellas, aunque luego la
tensión acumulada se libere en la risa final. Como en otras obras del género (Del Río 1995),
la magia deviene en espectáculo cortesano y Muça Belín en el animador de la fiesta.

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Palmerín en la historia

Palmerín de Olivia se convierte en uno de los libros de caballerías más reeditados con una
docena de ediciones entre 1511 y 1581 (García Dini 1966; Eisenberg-Marín 2000), algunas
curiosamente en octavo, como la veneciana de 1534, otras divididas en libros quizá para
facilitar su venta en fascículos, como la toledana de 1555 (Lucía Megías 1995[1997]) o
populares pensadas para un público de escasos medios, como la Medina del Campo de
1562 (Lucía Megías 2000:41), y alguna clandestina, como la realizada en Évora en 1581 por
el impresor Cristóvao de Burgos y atribuida a las prensas medinenses de Francisco del
Canto (Leal 1962). El éxito pronto traspasó nuestras fronteras y, como otros muchos libros
de caballerías, se tradujo al italiano por Mambrino Roseo (Vaganay 1907) y fue versificado
en octava rima por Ludovico Dolce (Bacchelli 1966), al francés por Jean Mauguin (Freer
1966), al inglés por Anthony Munday (Galigani 1966), al holandés (Thomas 1952) y, ya en
pleno siglo XVIII, al alemán.
El libro atrajo la atención de bibliófilos como Hernando Colón o Diego Sarmiento,
conde de Gondomar (1623), autores como Fernando Rojas, lectores nobles como Isabel de
Santisteban (1560), Alonso Osorio, Marqués de Astorga (1573), o don Pedro de Aragón
(1670), humildes ciudadanos como la castellana Demetria, viuda del mercader catalán
Daniel Brunell (1542) o el sastre Joan Teixidor (1590), entre otros. Muchos ejemplares
pasaron al Nuevo Mundo, todavía incluso a comienzos del siglo XVII, como revela el
inventario del surtido de libros de caballerías que el segoviano Pedro Durango lleva a Lima
en 1603, en el que figuran diez ejemplares de Palmerín de Oliva detrás de doce de un Floranís
de Castilla para nosotros hoy desconocido (González Sánchez 1999: 130). Otros ejemplares,
en cambio, aguardaban en las estanterías de librerías como la de la catalana Jerónima
Manescal (1590), la del lionés Benito Boyer en Medina del Campo (1592) o la del madrileño
Cristóbal López (1606) la llegada de nuevos compradores.
Uno de estos lectores fue el dramaturgo Pérez de Montalbán quien se inspiró en este
primer libro palmeriniano para componer su comedia famosa Palmerín de Oliva, o la
encantadora Lucelinda, aparecida como parte XLIII de Comedias de diferentes autores, Zaragoza,
1650 (Mancini 1966: 99). La comedia se genera en buena medida a partir de la misma
historia que abre el libro: los amores de Floro y Criana que concluyen con el nacimiento de
Palmerín y el matrimonio de Criana con Tarisio. El hijo abandonado es recogido por el
pastor Gerardo, criado y educado con su supuesta hermana Laurena de la que finalmente se
enamora. La historia palmeriniana se complica, sin embargo, con otras de claros referentes
caballerescos, pues la labradora-pastora Laurena, como Silvia en el Amadís de Grecia, resulta
ser realmente la princesa Polinarda, criada desde niña por los pastores para protegerla de la
emperatriz Eufrasia. El descubrimiento de sus orígenes separa a la pareja y sufren destinos
diferentes, pues mientras el pastor Palmerín se enrola con el criado Chapín en el ejército del
rey de Macedonia para participar en la guerra contra la maga Lucelinda, recuerdo de
Melusina y de la Alcina ariostesca, y con la que después mantendrá una relación amorosa,
Polinarda prepara con desagrado su matrimonio con Floro, rey de Macedonia. Pese a tan
distintos avatares, el azar une de nuevo a la pareja ya que Palmerín es enviado por el rey
macedonio para traer a la corte a la princesa Polinarda y tomarla por esposa. La pareja se
reencuentra y reanuda su viejo amor aunque en el viaje marítimo la celosa Lucelinda se
venga de su abandono levantando una tempestad que separa a los amantes y conduce a
Palmerín hasta la Isla de los Zelos, donde queda prisionero de la reina Selenisa hasta que

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Lucelinda, apiadada de su antiguo amante, le entrega un anillo mágico que lo hace invisible
y lo conduce hasta Macedonia en el momento previo a la boda de Polinarda. La pareja de
nuevo es descubierta por Florendos, quien reta a muerte a Palmerín en un desafío que no
se lleva finalmente a efecto porque Lucelinda revela la verdadera identidad de Palmerín y el
parentesco que les une como padre e hijo.
A partir del libro palmeriniano, Pérez de Montalbán crea una comedia de enredo
barroca al más puro estilo caballeresco, inventando nuevas aventuras como la de la maga
Lucelinda y la de la reina Selenisa en la isla de los Zelos, con la Torre de los Espejos,
salvajes, sierpes, anillos mágicos y carteles que dotan a la vieja historia caballeresca de un
tono maravilloso del que inicialmente carecía. Montalbán imita y crea siguiendo la poética
del género, explota muchos de sus motivos y demuestra ser, como otros dramaturgos de la
época (Baranda 1996), un buen conocedor de estos libros.
En la comedia palmeriniana de Pérez de Montalbán, antes que en el viejo libro de
caballerías, se inspira la Nueva relación y famoso romance en que se refieren los trágicos sucessos,
encantos, valentías y venturoso fin de Palmerin de Oliva, príncipe de Macedonia. Compuesto por Don
Joseph Blas Moreno, maestro de primeras letras en Lorca, año 1755, romance difundido en un
humilde pliego suelto sin pie de imprenta, quizá salido de las prensas sevillanas de José
Padrino (Marín Pina 1997). El romance es una relación de la comedia de Pérez de
Montalbán y presenta la historia narrada por el mismo Palmerín en el trágico momento del
desafío a muerte con su padre Florendos por el amor de Polinarda, heredera de Asia, la
escena final de la pieza teatral. En tal trance Palmerín rememora su vida desde su
nacimiento y abandono siguiendo al pie de la letra la historia de la comedia: su separación
de Polinarda, el amor con la maga Lucelinda, su estancia en la torre de Selenisa y su
reencuentro con la amada gracias en este caso no a un anillo sino a una flor mágica que lo
hace invisible. Tres años después, en 1758, Agustín Laborda imprime en Valencia un pliego
con otra relación también titulada Palmerín de Oliva (Londres, British Museum, T. 1953 [8]),
en la que se recoge, sin embargo, el romance de la comedia de Pérez de Montalván en el
que Palmerín cuenta a Chapín sus tortuosos amores con la encantadora Lucelinda y su
metamorfosis en sierpe.
De la comedia de Pérez de Montalbán o del romance de Joseph Blas (1755) procede
también un cuento portugués de tradición oral sobre Palmerín de Olivia, cuya noticia
agradezco a Mª Jesús Lacarra. De dicho cuento se conservan al menos dos versiones, una
breve de finales del siglo XIX recogida en el Algarve, O Palmeiriz de Oliva, (Braga 1883; reed.
en 1999: 194-195), y otra más extensa fechada en Mexilhoeira Grande, en 1919, y titulada
Palmeirim de Oliva (Leite de Vasconcellos 1969: 304-307) que dan fe de la extraordinaria
acogida que la literatura caballeresca en general y la serie palmeriniana en particular tuvo en
tierras lusitanas (Lucía Megías 2001) y cuyo recuerdo pervive modestamente en la tradición
oral. La versión más extensa cuenta cómo un matrimonio que pierde a su hijo el mismo día
de su bautizo cría y educa a dos niños abandonados. La niña, a la que han dejado a las
puertas de su casa, es la Princesa de Apolonia, y el niño, al que el marido encuentra en una
caja con una carta y unas insignias, es Palmerín, hijo de rey. Los muchachos van a la escuela
juntos, se enamoran y finalmente son separados. El destino lleva a Palmerín a la corte de
un rey donde es muy querido y tiene noticias de la Princesa de Apolonia, con la que desea
casarse el monarca. Como emisario real, sale en su busca, se reencuentran, embarcan y en el
viaje la pareja se vuelve a separar, pues Palmerín se cae al mar, se pierde su rastro y la
princesa enmudece de tristeza. Palmerín no muere y consigue llegar hasta una isla donde ve
a dos hombres luchando por unas botas y un chapeo encantados. Palmerín los engaña,
consigue los objetos mágicos y gracias a ellos en un instante se reencuentra con la Princesa

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de Apolonia. La pareja es descubierta por el Rey y éste, celoso, reta a muerte a Palmerín
quien no levanta su espada contra el Rey por ser su padre.
La versión breve conservada deriva claramente de una similar a la anterior en la que,
siguiendo las técnicas de la abbreviatio, se ha suprimido la parte más fantástica del cuento
referida a la travesía marítima que separa a los amantes, Palmerín y Rosa, y a los objetos
mágicos (el anillo de Pérez de Montalván, la flor de Joseph Blas y las botas y el chapeo del
cuento del Algarve) que facilitan su reencuentro. La historia se ciñe entonces al abandono,
crianza y educación del héroe («e puseram ao menino o nome de Palmeiriz de Oliva, por
ter sido trazido do pé da palmeira da estrada perto da oliveira» (Braga 1883; 1999: 194), la
parte más próxima al viejo libro de caballerías, a sus amores con su hermanastra Rosa, su
separación, posterior reencuentro y desafío con el Rey, que finalmente lo reconoce como
hijo.
A finales del siglo XIX , Palmerín de Olivia no sólo encuentra en la cuentística oral
portuguesa su campo de acción sino también en la prensa española y presta su nombre y su
escudo al fundador de la Revista Nueva, Luis Ruiz de Contreras, que firmó bajo el
pseudónimo de «Palmerín de Olivia» sus colaboraciones en La Dinastía, diario de Cánovas
del Castillo, y en el satírico El busilis. La elección del pseudónimo la justifica medianamente
su autor en el artículo «Libritos, librotes y librajos» publicado en el periódico La Justicia (el
12 de agosto de 1893), en el que equipara su profesión de crítico, de periodista, con la de
caballero andante para prestar «servicios tales como los de Don Olivante de Laura, el
caballero Platir y Florismarte de Hircania», y defender el buen gusto contra el
mercantilismo editorial, representado entonces en la figura de Calleja. Sus armas son ahora
la pluma y un pseudónimo caballeresco con el que entablar contiendas, combatir y
defenderse (Marín 1989).
Palmerín de Olivia se ha convertido en un héroe proteico, ha logrado la gran hazaña de
burlar al tiempo y de no caer en el olvido. Todos estos testimonios nos hablan en última
instancia de la gran acogida que el libro de caballerías tuvo, de las relaciones intergenéricas
entre la narrativa caballeresca, el teatro, los romances y la cuentística, del trasvase y
adaptación de una historia caballeresca que caló a lo largo de varios siglos en un público
muy diverso. Con el paso del tiempo, la vieja materia narrativa palmeriniana se va
adelgazando como un huso, se va abreviando, seleccionando, hasta llegar a ese breve
cuento oral o a ese pseudónimo decimonónico que apenas deja en el recuerdo el nombre
del héroe. Después del siglo XVII, posiblemente muy pocos lectores leyeron el libro de
caballerías ni quizá sabían de su existencia, pero sí conocían a su héroe y parte de su
historia. Palmerín de Olivia acometió y superó con éxito la gran aventura de vivir también
fuera del libro de caballerías y esta hazaña merece, cuando menos, la palma de la victoria
que le negó el cura cervantino1 .

Mª CARMEN MARÍN PINA


Universidad de Zaragoza

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