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Clase N° 1. El derecho y el derecho privado (I)
Contenido:
El derecho privado y el derecho civil;
El derecho civil en la tradición occidental;
La codificación y el Code Napoleón: un derecho moderno y liberal.
Lecturas necesarias: Tarello, Cultura Jurídica y Política del
Derecho, pp. 39-56;
Introducción. El derecho privado y el derecho civil :
El derecho civil es la rama principal del derecho privado. Aun
cuando la distinción entre derecho público y privado es difícil y poco
clara (como veremos en la Clase N° 2 y eventualmente en la VI
parte del curso), lo mejor por el momento es dar una especie de
definición ostensiva (es decir, una que sólo muestra las cosas que
están incluidas en el concepto, nombrándolas). El derecho privado
típicamente regula las relaciones patrimoniales entre personas
privadas (obligaciones y responsabilidad extra-contractual), el
régimen de la propiedad y de los bienes (derechos reales), la
sucesión y el status de las personas. También tradicionalmente se
considera parte del derecho privado el que regula las relaciones de
los comerciantes entre sí y (aunque con muchas salvedades) con el
público en general (áreas hoy reguladas por el llamado derecho del
consumidor). Ramas del derecho como el derecho procesal (al
menos el civil) y el derecho laboral, así como el derecho de los
consumidores, algún día consideradas ramas del derecho privado,
hoy en día son más bien públicas o al menos mixtas.
El derecho civil constituye, desde luego, el núcleo del derecho
privado. Y el Código Civil constituye el núcleo del derecho civil. Hay
otras leyes civiles aparte del Código (e.g. la ley 18.010, sobre
operaciones de crédito de dinero, que se estudiará en la V parte del
curso), pero esas regulaciones tienden a ser especiales y de
escasa importancia fuera del ámbito específico sobre el que versan.
El Código Civil, por otro lado, además de referirse a la generalidad
de las materias tradicionalmente consideradas como de derecho
privado y en especial derecho civil, constituye lo que, como
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veremos, es legislación ‘supletoria’ es decir, legislación que se
aplica en otras áreas del derecho a falta de reglas especiales (cf.
Clase N° 5).
El derecho civil en la tradición occidental
El derecho civil no es simplemente un conjunto de reglas sobre
cómo se perfeccionan los contratos o se transfiere la propiedad: la
historia del derecho civil es, en una medida considerable (aunque
desde luego no completa) la historia de la civilización occidental.
Esto no sólo quiere decir que los eventos que han moldeado a la
tradición jurídica occidental han también moldeado a la civilización
occidental, pues eso nada dice de la importancia de la tradición
jurídica. Lo contrario también es cierto: los eventos o procesos
centrales que han moldeado la tradición jurídica occidental han
también, por eso, moldeado la civilización occidental. El
descubrimiento y estudio del Corpus Iuris Civilis en el siglo XI, la
revolución francesa y el movimiento codificador, el surgimiento del
liberalismo y luego del Estado del Bienestar, son todos eventos o
procesos que, a través del impacto que han tenido en el desarrollo
de la tradición jurídica occidental han afectado el desarrollo de la
civilización occidental.
Harold Berman cree que la tradición jurídica occidental está en la
crisis más profunda que ha atravesado (es decir, que la civilización
occidental está en crisis). Algunas de las notas fundamentales que
caracterizan a la tradición jurídica occidental son formuladas por
Berman de la siguiente manera:
1.El derecho es concebido como autónomo relativamente de la
política y de la religión;
2.El derecho es cultivado por especialistas jurídicos profesionales,
legisladores, jueces, abogados y profesores;
3.La educación jurídica es responsabilidad de centros en los cuales
el derecho es conceptualizado y sistematizado;
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4.El conocimiento que surge de esos centro constituye una suerte
de meta-derecho a través del cual el derecho es evaluado y
explicado;
5.El derecho es concebido como un Corpus Iuris, como un cuerpo
coherente;
6.El derecho se desarrolla conforme a una lógica interna. El
derecho tiene su historia propia, y se desarrolla conforme a ella;
Las reglas que encontramos en el Código Civil no son fruto de la
originalidad de Andrés Bello solamente. Los orígenes de la división
de las fuentes de las obligaciones que aparecen en el artículo 1437
están el Code Civil, en la escuela española del derecho natural del
siglo XVI, en los comentaristas y glosadores medievales, en el
Corpus Iuris Civilis, en los juristas clásicos de Roma. Para la
mayoría de las reglas e instituciones del Código Civil puede
formularse una genealogía similar. El énfasis que habrá en este
curso sobre el desarrollo de la tradición jurídica civilista no tiene por
objeto dar al estudiante una serie de datos anecdóticos para lucir
erudición, sino mostrar el modo en que el derecho se desarrolla
desde dentro, es decir, las influencias externas son recogidas
dentro de las categorías existentes y así reformuladas por el
derecho. Entender el modo de desarrollo de las ideas jurídicas es lo
que hoy en día está tan de moda llamar ‘aprender a pensar como
abogado’.
La codificación y el Code Napoleón: un derecho moderno y liberal.
La codificación fue un proceso que recorrió el mundo occidental en
el siglo XIX. Los dos más grandes códigos son los que lo abren y
cierran: el Code Napoleón (1804) francés y el Bürguerliches
Gezetzbuch (BGB) alemán (1900). El Código Civil chileno,
promulgado como se sabe en 1855 (comenzó a regir en 1857)
recibió una fuerte influencia del Code Napoleón, así como de otros
códigos de la época (aunque en partes más bien específicas. Así,
por ejemplo, el de la Louisiana (1808, modificado en 1825) fue
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particularmente influyente en los artículos relativos a la
interpretación de la ley).
La palabra ‘código’ (lat. codex) es más antigua que la codificación.
Tradicionalmente designaba cualquier libro que contuviera material
jurídico dotado de autoridad (así, por ejemplo, uno de los libros del
Corpus Iuris Civilis es el ‘Codex’ de Justiniano). Luego se usó la
expresión para designar no ya al libro, sino al contenido del libro,
haciendo el término equivalente al de ‘derecho’. Pero con la
codificación el término adquirió el significado que tiene hoy en día,
es decir, el de un cuerpo legal que contiene un conjunto de reglas
jurídicas organizadas según un sistema, que regula una materia
importante de modo relativamente completo, que rige en todo el
territorio de un estado nacional determinado (no es coincidencia
que el surgimiento del estado nacional y el de los códigos en este
sentido fuera más o menos coetáneo) y que contiene una filosofía
manifestada en su sistema.
Codificación e ideología del derecho.
El derecho como mandato que expresa la voluntad del soberano.
Durante el siglo XIX convivieron en Europa dos ideologías del
derecho, es decir, dos maneras de entender el derecho. La primera,
que Tarello etiqueta ‘pufendorfiana’, concebía al derecho como un
acto de voluntad, de voluntad de la autoridad suprema. El derecho
puede, en consecuencia, ser hecho por alguien. De ahí se sigue su
mutabilidad: el derecho es mutable, cambia como cambia la
voluntad del soberano. Esta visión pufendorfiana del derecho
enfatiza y fomenta la necesidad de revisión del derecho, así como
mira con recelo el derecho antiguo (lo que implica un cambio radical
con la actitud medieval, que consideraba que el derecho antiguo
era precisamente por eso más digno de admiración: de ahí la
expresión, común entre los legistas: ‘somos enanos parados sobre
hombros de gigantes’ para referirse al hecho de que ellos podían
entender mejor que los romanos ciertos problemas jurídicos, sólo
porque trabajaban sobre la base de lo producido por éstos).
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El derecho entendido como voluntad del soberano tiende a una
identificación del derecho con el Estado: sólo es derecho lo que el
Estado produce, y todo las reglas que el Estado produce son
derecho (Kelsen llevaría esta idea hasta sus extremos, cuando
afirmó que el Estado y el derecho eran una y la misma cosa). Es
aquí posible ver como esta comprensión ‘pufendorfiana’ del derecho
se acopla con el surgimiento del estado nacional, ideas que se
refuerzan mutuamente. La ‘estatalización’ del derecho tuvo como
consecuencia la desmembración del ius commune europeo en
sistemas legales nacionales, y por otro la centralización y
unificación de los sistemas regionales al interior de las unidades
políticas que ahora comenzaban a denominarse (en el sentido
moderno de la expresión) ‘estados’.
También de la idea de que el derecho es voluntad se desprende
que lo que caracteriza al derecho es su ‘imperatividad’, es decir,
que las normas jurídicas son mandatos, ordenes. Desde este punto
de vista es posible apreciar la importancia que la publicidad y el
acceso a la ley tenía. No sirve un mandato secreto. Por último, si el
derecho está constituido por mandatos que expresan la voluntad del
soberano, entonces la mejor guía para entender el sentido de la ley
en un caso en el cual éste no está claro es buscar la intención
concreta que tuvo el soberano al legislar efectivamente lo hizo.
El derecho como orden racional
La segunda ideología importante durante el proceso de codificación
es etiquetada por Tarello como ‘leibniziana’. El derecho es visto
como un objeto más, como una cosa que existe en el mundo como
las sillas y las mesas. Para conocer el derecho, en consecuencia,
de lo que se trata es de conocer un pedazo del mundo, y el método
será básicamente el mismo que usó, por ejemplo, Newton para
descubrir las leyes de gravitación universal. El derecho puede ser
ordenado conforme a ciertos conceptos extremadamente abstractos
y generales, de los cuales, conforme a las reglas de la lógica, se
pueden deducir las instituciones jurídicas primero y luego las reglas
de las mismas. A través de este proceso puede llegarse a encontrar
una solución cierta para cada problema jurídico.
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Así como para la ideología pufendorfiana el derecho era un
conjunto de órdenes o mandatos, para la leibniziana el derecho es
un conjunto de proposiciones, es decir, de enunciados que predican
de un ente determinado una cualidad también determinada. El ente
del cual la cualidad es predicada es el sujeto jurídico, mientras el
predicado está constituido por las condiciones subjetivas en las que
el sujeto se puede encontrar, las situaciones en las que se
encuentra (heredero, vendedor, etc) y las obligaciones y derechos
que se siguen de unas y de otras.
Es posible caracterizar esta ideología leibniziana del derecho con
notas opuestas a la pufendorfiana. En primer lugar, lo ya
mencionado de que el derecho es un conjunto de proposiciones, no
de mandatos. Donde la ideología pufendorfiana veía la
imperatividad como nota básica del derecho, la leibniziana ve al
descriptivismo. Las proposiciones jurídicas no son jurídicas por
haber sido queridas y mandadas por el soberano, sino por ser
verdaderas. De esto se sigue una serie de consideraciones que
resultarán importantes para la dogmática jurídica, como veremos
después (cf. Clase N° 2): (a) el derecho es coherente
(proposiciones verdaderas no pueden no serlo); (b) las
proposiciones jurídicas verdaderas están relacionadas entre sí, y
esas relaciones pueden ser descritas con otras proposiciones
jurídicas verdaderas; y (c) el derecho no conocido se descubre a
través del examen del derecho conocido (el modelo, recuérdese,
era la física de Newton).
El conjunto de proposiciones jurídicas verdaderas, en segundo
lugar, constituía un sistema, es decir, un conjunto de elementos
relacionados entre sí, armónico y coherente. Un sistema de derecho
como el descrito en el Digesto podía, creía Leibniz, reducirse a un
conjunto relativamente pequeño de axiomas de los cuales
proposiciones jurídicas intermedias podían ser derivadas
lógicamente. Aunque no fuera evidente (nótese nuevamente la
analogía con la física newtoniana) en el Digesto había un orden,
que podía ser descubierto si era buscado con fruición.
El método para esto (en tercer lugar) era el conceptualismo: los
problemas tienden a ser enfrentados como una consecuencia de la
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insuficiente clarificación de un concepto jurídico importante (como
contrato, depósito, etc). Este elemento también estaba destinado a
jugar un rol importante en la manera en que los códigos producidos
por la codificación fueron estudiados.
Aun cuando ambas escuelas tenían visiones distintas y en muchos
casos opuestas sobre el derecho, cada una pudo acercarse a la
codificación de un modo adecuado para ella. Si bien la creación de
los códigos mismos fue un acto de voluntad en el sentido
pufenddorfiano, los códigos se estructuraban sobre la base de un
sistema que había sido creado para entender el derecho antiguo, es
decir, sobre el aparato creado sobre el Corpus Iuris Civilis desde su
redescubrimiento en el siglo VI. Los códigos, por su parte, fueron
entendidos por los leibnizianos de acuerdo a una concepción
objetiva, y no psicologista, de la noción de ‘voluntad del legislador’,
que les permitió incorporar el sistema dentro del código.
La simplificación de las categorías
La codificación no hubiera sido posible si las categorías jurídicas
heredadas del derecho medieval no hubieran sido radicalmente
simplificadas. Este no fue sólo un problema estilístico o formal (por
regla general, las consideraciones formales tienen importantes
consecuencias substantivas), sino también una cuestión
principalmente política. En definitiva, las categorías simples
exigidas por la codificación constituyen lo que puede ser
denominado la ideología ‘liberal’ del derecho. Tarello menciona tres
aspectos respecto de los cuales esa simplificación era necesaria,
de los cuales dos serán especialmente considerados (se omite el de
la simplificación de las penas y de la imputación penal).
En primer lugar, debí ser simplificado el sujeto jurídico. La pluralidad
de status de los individuos hacía extraordinariamente compleja la
estructuración de un derecho de proposiciones sistemático. La
introducción del sujeto de derecho único no abolió las distinciones
medievales, sino que simplemente las traspaso del sujeto al
predicado. Ya no había status jurídicos diversos, pero ahora, e.g.
cuando del sujeto único se predicaba la cualidad ‘mujer’ y ‘casada’
se predicaba también la cualidad ‘incapaz’.
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En segundo lugar, el régimen de los bienes debía ser simplificado y
racionalizado. Las reglas post-feudales sobre propiedad tenencia y
usufructo de inmuebles habían proliferado de modo no sistemático,
lo que dificultaba en exceso la trasferencia y de cada uno de esos
derechos, construidos unos sobre otros. El problema fue
solucionado con la introducción de la propiedad abstracta, es decir,
una propiedad que, aunque típicamente incluye los derecho de uso,
goce y disposición, podía mantenerse como tal aun cuando esos
derechos fueran limitados. La estructura Derecho de
propiedad/derechos limitativos del dominio, aunque de origen
medieval, sirvió para sistematizar el régimen de la propiedad,
fomentando la circulación de la misma y el funcionamiento del
incipiente mercado burgués.
El resultado fue la codificación como la conocemos. Es importante
destacar que la estructura ‘sujeto jurídico único/derecho de
propiedad abstracto más limitaciones al dominio’ constituye la
estructura de todos los códigos civiles occidentales. Esto no es sólo
fruto de la simpleza adquirida por la vía de usar estas categorías.
Con la exclusión del derecho sucesorio, este sistema tenía la
ventaja para el liberalismo burgués de que regulaba la repartición
de los bienes de modo puramente procedimental, dejando al
mercado la determinación sustancial de la misma. Es esta
estructura la que caracterizó a los derechos liberales europeos
continentales (el caso de Inglaterra es la excepción más conspicua).
En este modelo, la idea de que el derecho podía ser utilizado con
fines ‘promocionales’, i.e. con el objeto de perseguir finalidades
sustantivas fijadas por el Estado, era enteramente extraña. Es,
ciertamente, esta idea la que ha cobrado vigencia durante el siglo
XX europeo, con el surgimiento del estado de bienestar.
Forma, sustancia y formalismo
Una de las técnicas más características del derecho, cuya
importancia no puede ser sobrestimada, es la de resolver
problemas por la vía de indicar qué problemas no deben ser
resueltos. El juez que debe, por ejemplo, decidir si A debe pagar a B
$1 millón no debe preguntarse sobre si es o no justo que A pague a
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B 1 millón. En vez de eso, el derecho le indica al juez, por ejemplo,
que determine si existe un acuerdo de voluntades entre A y B por el
cual el primero se obliga a pagar al segundo 1 millón. Determinar si
existe un acuerdo de voluntades entre A y B es normalmente más
fácil que determinar si es justo, todas las cosas consideradas,
obligar a A a pagar 1 millón a B. En vez de instruir al juez a hacer
que A pague sólo si es correcto que A pague, el derecho instruye al
juez que A pague sólo si hay un acuerdo de voluntades entre A y B
al efecto.
Pero no hay ninguna necesidad de sobresimplificar el problema. En
realidad, el derecho no le impone al juez la obligación de decidir si
hay un acuerdo de voluntades entre A y B a secas. Es claro que no
todo acuerdo de voluntades será considerado por el juez como
razón suficiente para obligar a A a pagar 1 millón a B. ¿Qué ocurre
si B amenazó a A con una pistola en la sien? El juez entonces debe
verificar si el acuerdo de voluntades fue libremente alcanzado. Pero
si ese es el problema que se está discutiendo, entonces desde
luego conviene preguntarse no sólo si B apuntaba una pistola
contra la sien de A al memento en que ambos contrataron, sino
también si A, por ejemplo, necesitaba desesperadamente una cosa
en poder de B que éste le ofrecía vender a un precio
exorbitantemente superior a su precio real, aprovechándose de la
circunstancia en que A se encontraba (porque A, por ejemplo, era el
capitán de un buque que estaba hundiéndose, mientras B era el
capitán del único remolcador cercano (cf. infra, Clase Nº 12); o
porque A era un trabajador con una numerosa familia, y B era el
único capitalista que estaba en condiciones de darle empleo, a un
sueldo miserable, aunque suficiente para que B y su familia no
murieran). Así, parece que el derecho instruye al juez para que
ordene que A pague a B 1 millón, sólo si hubo un acuerdo de
voluntades entre ambos a tal efecto, pero sólo si ese acuerdo fue
libremente consentido entre ambas partes.
El problema, desde luego, es que determinar si un acuerdo de
voluntades es verdaderamente libre es al menos tan difícil como
determinar si A debe, todas las cosas consideradas, pagar a B 1
millón. Es por eso que el derecho no instruye al juez a examinar las
circunstancias de A y su acuerdo con B completamente para
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determinar si ambos fueron adecuadamente libres al contratar. El
derecho le indica al juez que el acuerdo que hubo entre A y B debe
ser considerado como libre si no hubo un vicio del consentimiento, y
a renglón seguido instruye al juez a considerar que no hubo vicio
del consentimiento si no hubo error, fuerza o dolo, y luego a que
considere que no hubo fuerza, por ejemplo, si no se cumplen los
requisitos de los artículos 1456 y 1457 del Código Civil, etc.
El derecho opera, así, (primero) desplazando los problemas para
que sean solucionados por las personas (o en el lugar, o en el
momento) que estén en la mejor situación para hacerlo (así, por
ejemplo, el problema de determinar en un intercambio contractual si
las prestaciones son equivalentes ha sido desplazado por el
derecho desde el juez hacia las partes). Los desplazamientos
dispuestos por el derecho son (segundo) protegidos por
exclusiones de modo que los problemas que han sido, o deberían
haber sido, o serán o al menos podrán ser, solucionados por otras
personas, en otro momento o en otro lugar no sean discutidos
cuando no corresponde (y en consecuencia, el juez por lo general
carece de facultades para pronunciarse sobre la equivalencia de las
prestaciones en un intercambio contractual). Este tema será
estudiado más adelante (cf. Clase Nº 21).
A través de esta función exclusionaria, entre otras casos, el derecho
reduce o intenta reducir el margen de contingencia en la
determinación de las relaciones entre personas. El contenido
preciso de éstas, así, no depende ya del juicio de un juez, sino de la
aplicación (más o menos formalista) a un caso concreto de
estándares generales. Aunque como caracterización general de la
función judicial esto ha sido mirado con escepticismo por muchos
teóricos del derecho, nada que pudiera ser reconocido por nosotros
como derecho existiría sin esta idea de la aplicación de reglas a
casos concretos.
El precio que se paga por ello, sin embargo, es el de obtener
soluciones que son en cierta medida inapropiadas para los casos,
inapropiadas precisamente porque ellas no toman en consideración
algún aspecto que la ley ordena no considerar (por ejemplo, puede
que las prestaciones en un contrato de compraventa sean
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groseramente desproporcionadas) y que para decidir el casos
concreto hubiera sido relevante. Esta ‘inadecuación’ de la regla
general con el caso concreto debe ser justificada con argumentos
de segundo orden, destinados a mostrar porqué esos aspectos no
han podido ser considerados. Idealmente, esta justificación debe
estar sostenida sobre dos bases: por un lado, por la existencia de
una regla que manda excluir tal aspecto de la consideración del
juez (por ejemplo, el artículo 1457 excluye al caso de nuestro
capitán de barco de reclamar el vicio de fuerza, dado que ella no
fue ejercida por nadie "con el objeto de obtener el consentimiento",
como veremos en la Clase Nº 12), y por otro, por una explicación
(normalmente a cargo de la dogmática jurídica) de las razones por
las cuales se justifica que el derecho excluya esa circunstancia de
la consideración del juez. Esto es importante porque la naturaleza
exclusionaria del derecho no tiene un peso absoluto, y cuando la
solución ofrecida por una regla a un caso es demasiado inapropiada
el juez debe dejarla de lado. Es la dogmática jurídica la que indica
los límites a la fuerza exclusionaria del derecho. Veremos más
adelante (en la Clase Nº 20) cómo las razones en las cuales la
fuerza exclusionaria asignada por el derecho a los actos privados
es cada día más cuestionada.
La importancia de la primera base de apoyo es evidente. Si el juez
excluye una circunstancia que conforme al derecho debe
considerar, está simplemente quebrantando el derecho. Pero la
importancia de este primer aspecto no debe llevarnos a subvaluar el
segundo. Dado que la fuerza exclusionaria del derecho no tiene un
peso absoluto (como si la tienen, por ejemplo, las reglas de los
juegos), excluir circunstancias sobre la base del primer aspecto tan
solo (es decir, sobre la base de la existencia de una regla al efecto)
constituye el vicio que ha sido tradicionalmente denominado
‘formalismo’ (que será discutido en la Clase Nº 20).
Clase N° 2. El derecho y el derecho privado (II)
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Contenido:
El derecho público y el derecho privado; el derecho civil;
La dogmática jurídica;
Gestación del Código Civil;
Características del Código Civil;
Estructura del Código Civil.
Lecturas Necesarias: Larenz, Derecho civil, pp. 1-6; Tarello, Cultura
Jurídica y Política del Derecho, pp. 39-56; Zuleta, Paradigma
Dogmático, pp. 42, 46-49; Lira, reproducido en Figueroa, Curso de
Derecho Civil, vol. i, pp. 25-30, 35-61.
El derecho público y el derecho privado; el derecho civil
El derecho civil constituye el caso paradigmático de la legislación
de derecho privado. Los criterios para distinguir derecho privado de
derecho público, sin embargo, son elusivos y nada claros.
Una alternativa dotada de cierta plausibilidad es la de atender a la
naturaleza de la relación de la que se trata (sobre la relación
jurídica de derecho privado trataremos más tarde, en la Clase N° 6).
En principio es posible concebir dos tipos de relaciones jurídicas:
En primer lugar. Hay relaciones en las cuales una de las partes de
la relación está subordinada a la otra, en el sentido de que la
segunda tiene sobre la primera alguna forma de poder, una forma
de poder, esto es, reconocida por el derecho. Así, por ejemplo, los
artículos 60 a 68 de la Ley 18.700 (sobre votaciones populares y
escrutinios), establecen el modo en que la votación debe realizarse,
dando para su ordenación a los vocales de mesa una serie de
poderes sobre los votantes de esa mesa. Los vocales, en virtud de
estos artículos, detentan un poder público sobre los votantes de la
mesa, lo que indicaría, de acuerdo a este criterio, que la relación
entre ellos es de derecho público. Cosa distinta ocurre cuando, por
ejemplo, el Código de Comercio (arts. 96-106 CCom) regula el
consentimiento contractual (que será estudiado en la Clase N° 11).
El énfasis de esos artículos sobre la manera en que el acuerdo de
dos personas debe ser completo para la existencia del contrato, así
como la igualdad en que el Código de Comercio impone entre las
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partes hace esa regulación un ejemplo claro de reglas de derecho
privado.
El criterio de la subordinación/coordinación como distinción del
derecho público y privado, sin embargo, no es enteramente
correcto. En el proceso de formación de la ley (Arts. 62-71 CPol),
por ejemplo, el Senado y la Cámara de diputados se encuentran en
una situación de coordinación, es decir, sin que ninguna de ellas
tenga sobre la otra una posición de preeminencia reconocida por el
derecho. Recíprocamente, es posible encontrar en regulaciones de
derecho privado situaciones de subordinación, como la reconocida
por el artículo 222 del Código Civil, que establece que "los hijos
deben respeto y obediencia a sus padres".
Otro criterio que ha sido ofrecido ha sido el del interés. Su
formulación original se debe a Ulpiano: "es derecho público el que
respecta al estado de la república, privado el que respecta a la
utilidad de los particulares, pues hay cosas de utilidad pública y
otras de utilidad privada" (Ulp. D. 1.1.1.2). Si la regla en cuestión
regula un interés puramente privado ella será de derecho privado, si
el interés es público ella será de derecho público. Este criterio es
ciertamente errado, ya que, por un lado, los intereses ‘públicos’,
como el de una rápida y expedita administración de justicia, pueden
ser también privados, y por otro la regulación de intereses privados
(como la contenida en el art. 1545 CC) puede ser de interés público.
Es posible, por último, mirar al contenido de la relación jurídica en
cuestión. Si ella importa el ejercicio de una autoridad jurídica ella
será de derecho público, en caso contrario lo será de derecho
privado. Este criterio permite solucionar el problema planteado por
órganos del Estado, que actúan típicamente en contextos de
derecho público (e.g. el Congreso Nacional) que pueden concurrir
con otros particulares en relaciones de derecho privado (e.g.
cuando contrata un servicio de aseo para el edificio en que
funciona). Este criterio, sin embargo, contiene una petición de
principio, ya que existen tanto potestades públicas (como las
estudiadas en el curso de introducción al derecho, i.e. las
potestades constituyentes, legislativas, etc) como privadas (la más
notoria de las cuales es la potestad contractual, consagrada en el
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art. 1545 CC. No basta, en una relación jurídica, que una de las
partes esgrima un poder jurídico para que la relación sea de
derecho público. Si el poder jurídico es un poder jurídico de derecho
privado (como la potestad contractual), la relación continuará siendo
de derecho privado. El criterio en discusión, en consecuencia, sólo
puede funcionar con un criterio previo para distinguir los poderes
públicos de los poderes privados.
La inexistencia de un criterio adecuado para distinguir dos ares del
derecho tan importantes como el derecho público del privado tiene
dos explicaciones: la primera, que será enfatizada aquí, es que la
distinción es producto de la evolución jurídica de occidente que
comenzó con el derecho romano. Ella no fue la consecuencia lógica
de principio generales. La segunda, que será estudiada al final del
curso en la medida de lo posible (VI parte), es que esa distinción
muestra algunos de los presupuestos político sobre los que
descansa el derecho privado, presupuestos no necesariamente
coherentes entre sí.
La dogmática jurídica
La ciencia del derecho estudia, desde luego, el derecho como
sistema racional. Max Weber distingue tres sentidos de racionalidad
que corresponden a tres fases sucesivas del método jurídico: (a) en
primer luigar, la racionalidad puede ser entendida como simple
generalización. Esto ocurre cuando las razones para solucionar un
problema jurídico son reducidas a un conjunto limitado de preceptos
o reglas. La ciencia del derecho opera en este nivel cuando de lo
que se trata es del análisis de las reglas; (b) en segundo lugar, las
reglas pueden ser como confromando ‘conceptos’ o ‘instituciones’
jurídicas. El concepto central es aquí el de costrucción dogmática.
Los elementos constituidos por las reglas jurídicas son separados
entre sí y luego reconstruidos racionalmente en torno a conceptos
(como el de contrato, o posesión) dogmáticos; (c) el proceso puede
repetirse al nivel de los conceptos e instituciones, y a este tercer
nivel aparece la idea de sistema en la ciwencia del derecho. Un
sistema en un conjunto de conceptos e instituciones racionalmente
reconstruidos. La sistematización permite contar con un cuerp
general, coherente y carente de lagunas.
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La tarea de construcción jurídica recae sobre el análisis del
lenguaje jurídico, que tiene a su vez tres niveles principales: (a) el
lenguaje natural, que expresa aconctencimientos o estados de
cosas como ocurren en el mundo; (b) el lenguaje normativo, que
describe el la realidad jurídica como ésta aparece en las normas; y
(c) el lenguaje científico-jurídico , que es el lenguaje normativo
generalizado por la ciencia.
Cuando la ciencia ‘generaliza’ por la vía de ofrecer construcciones
cogmáticas lo que hace es imponer una racionalidad determinada al
sistema jurídico. Mucho se ha discutido sobre si esa racionalidad es
inmanente, pero es claro que las distintas reglas de un sistema
jurídico pueden soportar más de una construcción. El dogmático
entonces funciona con una concepción de derecho, una idea de
derecho como la llamaba Roscoe Pound, que lo guía en cuanto al
tipo de racionalidad que debe imponer sobre el derecho. Los
orígenes de la dogmática se identifican con los orígenes del estudio
del derecho autoconscientemente asumido como ciencia, por lo
cual las discusiones sobre el status de la dogmática tienden a estar
repletas de preguntas sobre la diferencia entre consdtrucción
analítica y construcción creativa, o entre las ideas u opiniones del
dogmático y lo que ‘objetivamente’ es, pero en este momento sólo
nos interesa una visión de la dogmática como método jurídico. La
dogmática consiste, desde este punto de vista (y sin necesidad de
pronunciarse sobre las cuestiones más ambiciosas del status
epistemológico del derecho) en imponer a las reglas de un sistema
jurídico dado un sistema, por la vía de descomponer ese sistema en
sus unidades básicas y luego reconstruirlo racionalmente, bajo una
ideal que guía esa labor.
Gestación del Código Civil Chileno
Una vez adquirida la independencia de España, la mayoría de las
repúblicas latinoamericanas deseaban modificar de modo
significativo su legislación civil. Esto se debía fundamentalmente a
dos cuestiones: (a) por una parte, la legislaciòn heredada de
España era antiguo y complicado, basado en diversas
recopilaciones y leyes de prelación; (b) por la otra, la lucha
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independentista había producido un rechazo comprensible a las
instituciones de España. El modelo en cuanto a ideas políticas y
jurídicas de la época era, desde lugeo, Francia, y en cuanto al
derecho l aguía evidente era el Code Napoleon, al punto de que
algunas naciones americanas simplemente lo adoptaron de modo
completo (en Chile, O’higgis sugirió hacer lo mismo).
El Código Civil chileno tuvo un largo período de gestación, que
comienza en 1831cuando Andrés Bello escribe al gobierno
solicitándole que, dado que ha decidido dotar a Chile de una nueva
legislaciòn civil, designe a una persona (debe ser sólo una persona)
que elabore un proyecto para después ser discutido públicamente.
En 1840 se designó una comisión a la cual Bello presentó el
proyecto sobre el cual había estado trabajando privadamente en el
tiempo intermedio. La Comisión estudió especialmente el ibro III del
Código (leyes sucesorias), y formuló una serie de observaciones.
Luego se formaría una nueva comisión, que se fusionaría con la
primera en 1945. Esta comisión funcionó hasta 1949, estudiando el
proyecto de Bello en cuanto a sus libros III y IV (suceciones,
obligaciones y contratos). Bello presentó un nuevo proyecto a la
llamada ‘Comisión revisora’ formada en septiembre de 1852 (el
proyecto se llama ‘Proyecto de 1853’). Entre 1853 y 1857 la
Comisión revisora examinó el texto completo del proyecto de 1853.
En Diciembre de 1855 el Código Civil fue aprobado, para que
entrara en vigor el 1º de Enero de 1857
Estructura del Código Civil
El Código Civil chileno sigue de cerca el plan del Code Civil, aun
cuando guarda importantes diferencias con éste. Mientras el
primero tiene un título preliminar y cuatro libros, el segundo tiene un
título preliminar y tres libros. El libro tercero del Code Civil trata de
las materias que el Código Civil chileno trata en sus libros tercero y
cuarto (sucesión por causa de muerte y donaciones, y obligaciones
y contratos el uno, de los modos de adquiri el domino el otro).
El título preliminar, de seis párrafos y 53 artículos, se refiere a las
fuentes del derecho (ley, costumbre, sentencia) y sus diversos
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ámbitos de validez (territorialidad y extraterritorialidad de la ley,
temporalidad y retroactividad de la ley, derogación). También se
refiere a la interpretación de la leyes y define una serie de
conceptos jurídicos importantes.
El libro I, De las personas, trata de las personas naturales y
jurídicas en cuanto a su origen y fin; sus derechos y en general el
modo en que operan y se relacionan unas con otras.
El libro II, De los bienes y de su dominio, posesión, uso y goce se
refiere a los distintos tipos de bienes (muebles e inmuebles, etc), a
los derechos que recan sobre ellos (derechos reaples, como el
dominio o el usufructo, etc) y al modo en que estos derechos se
adquieren o pierden. Se refiere también a la posesión.
El Libro III, De la sucesión por causa de muerte y de las donaciones
entre vivos, regula la sucesión testada e intestada y las cuestiones
accesorias a éstas, y de las donaciones.
El libro IV, De las obligaciones en general y de los contratos se
refiere a las fuentes de las obligaciones en general, las fihja y
regula la forma en que estas operan. Dispone reglas relativas a los
contratos (tanto en general como en particular), a los cuasicontratos
y a la responsabildad extra-contractual.
Características del Código Civil
Pedro Lira identifica los siguientes como los `principios sobre los
que se funda el Código Civil, los que resulta útil comparar con las
‘simplificaciones’ requeridas por la codificacion ya estudiadas:
1.El Clasicismo jurídico y la omnipotencia de la ley;
2.La igualdad formal ante la ley;
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3.La constitución católica de la familia y su protección (como
estudiarán en los cursos correspondientes, esta parte ha sido
severamente modificada);
4.La consagración amplia del derecho de propiedad; y
5.La libertad de contratar
Clase N° 3. Interpretación de la ley
Contenido:
El problema de la interpretación y la atribución de sentido. El
‘círculo hermenéutico’;
La escuela de la exégesis.
Lecturas Necesarias: Larenz, Metodología de la Ciencia del
Derecho, pp. 194-198; Tarello, Cultura Jurídica y Política del
Derecho, pp. 70-77; Ducci, Interpretación Jurídica, pp. 15-24.
El problema de la interpretación y la atribución de sentido. El
‘círculo hermenéutico’
La interpretación no es una cuestión exclusiva del derecho. Es un
problema general, que aparece en diversas esferas de la vida
humana. En el caso de las ciencias sociales y humanidades (cuyo
fin es ‘comprender’ más que, dicho ahora de un modo más bien
ingenuo, ‘describir’ la realidad) la noción de ‘círculo hermenéutico’
es de primera importancia. El círculo existe porque la interpretación
es hecha por seres humanos con historia y tradiciones de objetos
que a su vez también tienen una historia y tradición determinada. El
sujeto aprehende el objeto, asignándole un sentido preliminar,
sujeto a revisión. Esta sentido preliminarmente atribuido es
comparado por el sujeto con el sentido por él esperado a la luz de la
tradición dentro de la cual interpreta, la que incluye convenciones
interpretativas y criterios de evaluación de interpretaciones, para
luego volver con estas consideraciones al texto interpretado, en un
‘ir y venir de la mirada’ que profundiza la comprensión del texto. En
el derecho esto se manifiesta en la tensión entre el texto de una
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disposición jurídico (e.g. un artículo del código civil) y lo que
diversamente se denomina su ‘ratio legis’, ‘espíritu’ o ‘sentido’.
Comprender la disposición, entonces, es un proceso que comienza
con una pre-comprensión no problematizada del texto y sigue
desplazándose hacia su sentido (o ‘ratio’ o ‘espíritu’), para luego
volver desde el sentido al texto y nuevamente al sentido hasta
lograr la mayor armonía posible entre uno y otro.
La escuela de la exégesis
La escuela de la exégesis representó el modo dominante de
entender el Código Civil francés desde su dictación hasta fines del
siglo XIX (tradicionalmente se fija su fecha de defunción en 1899,
cuando fue publicado el libro de F. Geny Métodos de Interpretación
y Fuentes del Derecho Privado Positivo). La denominación colectiva
que los diversos autores de ese tiempo han recibido (‘escuela de la
exégesis’) es normalmente utilizado en sentido peyorativo, lo que
en parte se explica porque fue una denominación elegida por sus
críticos (en este caso, por J. Bonnecasse (1924), La Escuela de la
Exégesis). Es común encontrar en los textos sólo comentarios
caricaturescamente derogatorios, como el de Ducci (p. 24), que
sostiene que "la escuela de la exégesis no se ha preocupado por la
relación entre el derecho y la filosofía o de la base filosófica del
derecho", sin darse cuenta de que la ideología de la que la llamada
‘escuela’ es una expresión constituye una respuesta a la pregunta
por la base filosófica del derecho. Con el objeto de evitar la
caricatura, seguiremos a Tarello y nos fijaremos en tres cuestiones:
El método de la escuela de la exégesis.
Los juristas de la escuela de la exégesis entendían su función como
la de explicar el Code Napoleon. La explicación del Código se ceñía
a la estructura de éste, habitualmente incluso reproduciendo los
artículos a ser discutidos antes del capítulo correspondiente (véase,
por ejemplo, el libro de Luis Claro Solar, Explicaciones de Derecho
Civil Chileno y Comparado). Las obras de estos juristas
habitualmente adquirían una de tres formas: tratados, comentarios
o principios o elementos. El tratado seguía el orden del Código,
pero no el de sus artículos; el comentario seguía incluso el de sus
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artículos. Los principios o elementos, por último prescindían de todo
comentario histórico o de derecho comparado, limitándose a la
explicaciones de las disposiciones de las leyes comentadas. En
estas obras lo que estaba ausente era la reconstrucción dogmática,
es decir, la idea de descomponer las diversas disposiciones de un
cuerpo legal y volver a reconstituirlas en torno a conceptos y
estructuras no encontrados en dicho cuerpo (supra, Clase Nº 2). En
este punto, el tratado, como opuesto al comentario, fue la máxima
concesión que los juristas de la exégesis estuvieron dispuestos a
hacer al método dogmático.
Las consideraciones históricas (que distinguían a los tratados y
comentarios de los elementos o principios), tenían por objeto el
esclarecimiento de la voluntad del legislador en su sentido estricto,
lo que no debe confundirse con la idea de ‘voluntad abstracta de la
ley’ ni con las ideas de ratio legis, ni siquiera de ratio scripta que
serán estudiadas más adelante (Clase N° 4).
El examen de casos, característico de tratados y comentarios, no
tenía por objeto contrastar la disposición legal con casos reales con
el objeto de entender sus limitaciones y producir casos en los
cuales resultados inesperados podrían producirse o situaciones de
difícil clasificación, sino casos ‘precalificados’, es decir presentados
como premisas menores de silogismos jurídicos.
Esto último se vincula con el modo de razonamiento jurídico
utilizado por los exégetas. Para ellos, la forma normal de
razonamiento era la del silogismo, en el cual se considera a una
regla de derecho la premisa mayor, a la descripción (ya calificada)
de los hechos la premisa menor, cuya conclusión constituye la
respuesta jurídicamente correcta, que se sigue necesariamente de
las premisas anteriores.
Los orígenes de la escuela.
Tarello ofrece cuatro razones que explican el surgimiento de la
escuela de la exégesis:
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En primer lugar, debe recordarse que la escuela de la exégesis
surgió como reacción a la codificación del derecho civil francés. En
este sentido puede compararse la reacción de los exégetas a la
reacción de los que luego serían denominados ‘glosaristas’ ante el
re-descubrimiento del Corpus Iuris Civilis justinianeo. El texto, en
ambos casos, fue considerado como constituyendo la ratio scripta
del derecho, y la labor del jurista se limitaba a explicarlo, sin adoptar
a su respecto ninguna distancia o actitud crítica.
En segundo lugar, para los exégetas el Code Napoleon era una
pieza reciente de legislación. Los intereses burgueses protegidos y
fomentados por el mismo eran, en consecuencia, básicamente
idénticos a los intereses de los juristas de la exégesis.
En tercer lugar, la escuela era funcional para las políticas del
Imperio. A Napoleón se le atribuye, después de enterarse de la
aparición del primer comentario de su Código, el haberse
lamentado ‘mi Código está perdido’. La actitud de los juristas de la
exégesis, en consecuencia, fue fomentada y apoyada por las
presiones políticas del Imperio.
Por último, todo lo anterior fue reforzado por la existencia de una
disposición en el Código Napoleón que parece cerrar el Código:
según el artículo 4, "el juez que rehuse juzgar bajo el pretexto del
silencio, de la obscuridad o de la insuficiencia de la ley, podrá ser
procesado como culpable de denegación de justicia". Aunque este
artículo parece tener como objeto abrir antes que cerrar el Código,
también puede ser entendido y lo fue por la escuela de la exégesis
como una afirmación de la integridad del Código, que así reclamaba
tener una respuesta para todos y cada uno de los casos que
ocurrieran.
La ideología de la escuela.
Tarello distingue cuatro características básicas de la ideología
jurídica que animaba a la escuela de la exégesis:
En primer lugar, estos juristas comparten una visión del derecho,
aun cuando no necesariamente las razones que la justifican. La
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tesis central de la exégesis en este aspecto era que todo el derecho
era derecho legislado. Esta tesis, así formulada, permitía acomodar
dos posiciones distintas sobre el derecho y la codificación, de modo
que la ‘escuela’ podía incluir a los partidarios de ambas sin
conflicto: por un lado, la visión de que el derecho es sólo el derecho
creado por el legislador, porque no existe el derecho natural y, por
otro, la tesis de que la codificación redujo a Códigos positivos las
reglas del derecho natural, de modo que todo y sólo el derecho
creado por el legislador era derecho natural. Estas dos posiciones
coexistían en la cultura jurídica francesa de la época. La primera
posición era la respuesta a la tentación de rescatar reglas pre-
revolucionarias que subvirtieran el derecho revolucionario bajo la
guisa de ser las primeras ‘derecho natural’, mientras la segunda
cumplía una función de legitimación del derecho revolucionario en
términos del discurso tradicional de derecho natural.
En segundo lugar, la escuela creía en la integridad del Código Civil,
es decir, en la inexistencia de lagunas en su interior. Esta creencia
ideológica previa, es decir, no fundada en el Código, explica por
qué el ya mencionado artículo 4 recibió una interpretación que no
parece adecuada a su contenido. Esta creencia en la integridad del
Código se relaciona con la tercera característica, es decir, con la
afirmación categórica de la separación de los poderes, que vedaba
al poder judicial participación en la confección de las leyes ("los
jueces de la nación, como es sabido", decía Montesquieu, "no son
más ni menos que la boca que pronuncia las palabras de la ley,
seres inanimados que no pueden mitigar la fuerza ni el rigor de la
ley misma": Montesquieu, Espíritu de las Leyes, libro 12, capítulo
6). El juez, así, no debía ni podía añadir nada a lo que el legislador
había hecho.
De lo anterior también se desprende algo que ha sido ya
mencionado, es decir, el rechazo por los miembros de las escuela
de la exégesis a la idea de que, intrínseca a la ley, existe una ratio
objetiva que no depende de la voluntad del legislador. Es fácil
advertir cómo el aceptar la relevancia interpretativa de una idea de
esa naturaleza llevaría a un juez, en más de un caso, a corregir la
expresión preferida por el legislador, y reemplazarla por una que
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mejor refleje la ratio objetiva de la ley (estos conceptos serán
examinados en la Clase siguiente, Nº 4).
Clase N° 4. Las reglas de interpretación del Código Civil
Contenido:
La interpretación de la ley: glosadores y comentaristas;
Las reglas sobre interpretación contenidas en el Código Civil;
La interpretación tradicional: los ‘elementos’ de la interpretación.
Lecturas Necesarias: Ducci, Derecho Civil, parte general, pp. 83-87
(§§ 83-93); Claro Solar, Explicaciones de Derecho Civil Chileno y
Comparado, vol. i, pp. 120-127; Guzmán, "La historia dogmática de
las normas sobre interpretación recibidas por el Código Civil de
Chile", pp. 41-75.
La interpretación de la ley: glosadores y comentaristas
Las escuelas medievales de glosadores y comentaristas
introdujeron la distinción entre ratio legis (razón de la ley, i.e. la
finalidad perseguida por la ley) y sensus legis (sentido de la ley, es
decir, lo que alguien quiso con la ley). A estos dos elementos debe
agregarse la littera legis (la letra de la ley, cómo fue expresado).
El problema era determinar cómo podía ser conocida la ratio legis.
El problema se planteó originalmente con el fraude a la ley (cf. D. 1,
3.29: "Obra contra la ley el que hace lo que la ley prohibe; en fraude
de ella el que, respetando sus palabras, elude su sentido", y D. 1,
3.30: "Se hace fraude a la ley cuando se hace aquello que la ley no
quiso que se hiciera pero que no lo prohibió"). También el problema
era el inverso: ¿podía uno atenerse al sentido vulnerando las
palabras? La exigencia fue que el sentido fuese expresado en la
ley. Luego el problema se generalizó desde el sensus legis hasta la
ratio legis, manteniéndose la condición: la ratio legis podía ser
utilizada en la interpretación en la medida en que estuviera
manifestada en la littera legis, es decir, en sus palabras. Se
incorpora, de este modo, un nuevo elemento: la ratio scripta (la
razón escrita en la ley).
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¿Qué era la ratio legis (y, al ser manifestada en la littera legis, la
ratio scripta)? Para los medievales era la equidad. Esto planteaba el
problema de algunas reglas que contraponían la equidad y el
derecho (cf. Guzmán, pp. 52s).
Dentro de esta discusión entre la equidad y la ley fue que Martino
distinguió tres formas de interpretación (1) la obligatoria y general
(generalis et necessaria); (2) obligatoria pero no general
(necessaria sed non generalis), y (3) no obligatoria ni general (nec
necessaria nec generalis). La obligatoriedad de la interpretación,
desde luego, tenía que ver con la existencia de un deber jurídico de
aceptarla como tal, mientras la generalidad de ella decía relación
con la amplitud de ese deber (para todos, para algunos, para uno,
etc). Esta distinción cumplió la función de legitimar la labor
interpretativa de la dogmática jurídica (nec necessaria nec
generalis) y la del juez (necessaria nec generalis), sin afectar la
autoridad del emperador, cuyas interpretaciones eran siempre
generalis et necessaria (que se hace a través de una ley
declarativa, lex declaratoria, que (1) no tiene nada de nuevo (nihil
de novo) y (2) rige desde el momento de vigencia de la ley
interpretada. Todo esto está recogido por el art. 9 CC).
Las reglas sobre interpretación contenidas en el Código Civil :
Tipos de interpretación
En la primera referencia al problema de la interpretación de la ley, el
Código se refiere a la interpretación generalis et necessaria:
Sólo toca al legislador explicar o interpretar la ley de un modo
generalmente obligatorio (art. 3 inc. 1º CC).
El legislador interpreta le ley a través de otra ley: es la llamada
interpretación ‘auténtica’. Sus peculiaridades están contenidas en el
artículo 9 del Código:
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Sin embargo, las leyes que se limiten a declarar el sentido de otras
leyes, se entenderán incorporadas en éstas; pero no afectarán en
manera alguna los efectos de las sentencias judiciales
ejecutoriadas en el tiempo intermedio (art. 9 CC).
Tres elementos son importantes aquí: en primer lugar, la
característica que define a las leyes interpretativas: ‘que se limiten a
declara el sentido de otras leyes’ (lo que la doctrina medieval
denominaba, como hemos visto, nihil de novo). Esta es una
característica de la ley producida por el legislador, y como tal no es
algo que el legislador pueda determinar por fiat. Si, con
independencia de lo que el legislador haya querido, la ley no se
limita a declarar el sentido de otras leyes sino que hace algo más,
entonces no es una ley interpretativa y no tiene el efecto que el
artículo 9 señala (a menos, desde luego, que ella misma así lo
disponga, con las limitaciones constitucionales de la retroactividad
de la ley).
En segundo lugar, el efecto propio de las leyes interpretativas: se
entienden incorporadas a las leyes interpretadas, como si la
interpretación contenida en la ley interpretativa siempre hubiera sido
la correcta. En un lenguaje impropio, entonces, puede decirse que
la ley interpretativa es de hecho retroactiva.
En tercer lugar, la excepción: la ley interpretativa no afectará las
sentencias ejecutoriadas en el tiempo intermedio.
Es decir, la interpretación general y obligatoria corresponde al
legislador solamente. El inciso siguiente del mismo artículo se
refiere a la interpretación obligatoria pero no general (necessaria
sed non generalis):
Las sentencias judiciales no tienen fuerza obligatoria sino respecto
de las causas en que actualmente se pronunciaren (art. 3 inc. 2º
CC).
Aunque, al decir ‘sentencias’ en vez de ‘interpretaciones contenidas
en las sentencias’ parece referirse al efecto relativo de las
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sentencias judiciales. Pero esto no necesita ser dispuesto en el
Código Civil: se sigue de las reglas contenidas en los códigos
procesales.
El Código no dispone regla alguna para la interpretación nec
necessaria nec generalis, pero en realidad no hay razón por la cual
deba hacerlo.
Las reglas de los Arts. 19-24.
La regla central está contenida en la segunda parte del artículo 23:
La extensión que deba darse a toda ley, se determinará por su
genuino sentido y según las reglas de interpretación precedentes
(art. 23 CC).
La extensión (es decir, los casos a los cuales se aplica, y la
consecuencia que la ley imputa a la ocurrencia de los hechos que
caracterizan esos casos) es la que indica el sentido de la ley. El
sentido, a su vez, se determina con las reglas de interpretación
contenidas en los artículos 19-22. Ahora bien, la extensión de la ley
y su sentido literal (este último, debe recordarse, es el punto de
partida del círculo hermenéutico) pueden (1) ser perfectamente
coincidentes; (2) no serlo, ya sea porque la extensión es más
amplia que el sentido, o (3) el sentido es más amplio que la
extensión. De estos casos, el Código sólo se refiere al primero:
Cuando el sentido de la ley es claro, no se desatenderá su tenor
literal, a pretexto de consultar su espíritu (art. 19 inc. 1º CC).
Esta regla supone que el sentido de la ley, determinado según
corresponda, coincide con su tenor literal. A estos casos se refiere
el aforismo in clariis non fit interpretatio, en los casos claros no es
necesario interpretar. Es importante recordar que la ‘claridad’ a la
que se hace referencia no es la claridad del tenor literal, lo que ha
sido una malinterpretación corriente en la doctrina civilística
nacional, al menos hasta mediados del siglo XX.
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Así como la ‘claridad’ no se refiere al tenor literal sino al sentido, la
‘obscuridad’ de la que habla el inc. 2º del art. 19 tampoco se refiere
al tenor literal sino al sentido. Así, el segundo inciso del art. 19 se
refiere a los casos (2) y (3) identificados más arriba:
Pero bien se puede, para interpretar una expresión obscura de la
ley, recurrir a su intención o espíritu, claramente manifestados en
ella misma, o en la historia fidedigna de su establecimiento (art. 19
inc. 2º CC).
‘Espíritu’ es la expresión que usó Domat para referirse a la ratio. La
dicotomía entre ‘intención o espíritu’ se refiere a la existencia de
leyes sin ratio, es decir, leyes que eran manifestación de la voluntad
puramente. En estos casos, dado que no hay ratio a la cual pueda
hacerse referencia, el concepto operativo es el de ‘intención del
legislador’; en los otros casos, debe recurrirse a la ratio (espíritu).
Pero tanto el espíritu como la intención debe ser manifiestos, ya en
la ley o en documentos preparatorios. Es la idea medieval de ratio
scripta y su correlativa de voluntas scripta.
El artículo 22 se refiere al ‘contexto’ de una regla, es decir, a las
reglas que le siguen o le anteceden. El artículo se explica por sí
mismo, con las prevenciones que se expresarán más adelante:
El contexto de la ley servirá para ilustrar el sentido de cada una de
sus partes, de manera que haya entre todas ellas la debida
correspondencia y armonía.
Los pasajes obscuros de una ley pueden ser ilustrados por medio
de otras leyes, particularmente si versan sobre el mismo asunto
(art. 22).
La dogmática jurídica supone que la ley es el producto de un
legislador racional. Esto, desde luego, no es una observación
empírica: la dogmática no alega que los legisladores son siempre
racionales, sino sólo que la ley debe ser entendida como si fuera el
producto de tal legislador. Que las diversas reglas dictadas por un
legislador racional deben tener cierta coherencia y armonía entre
ellas es claro. El Código, en consecuencia, simplemente instruye al
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intérprete que interprete la ley como si fuera un producto de tal
legislador.
Importa que la correspondencia y armonía deben ser ‘debidas’, no
completas. La coherencia y la armonía de las disposiciones legales
es sólo uno de los bienes que un legislador racional debe servir, no
es el único ni necesariamente el más importante. En consecuencia,
es perfectamente razonable esperar que en ciertos casos la ley sea
relativamente incoherente o algunas de sus disposiciones no estén
en armonía.
Los artículos 20 y 21 contienen reglas sobre el significado de las
palabras. En primer lugar, la regla general:
Las palabras de la ley se entenderán en su sentido natural y obvio,
según el uso general de las mismas palabras (art. 20 CC).
El uso en Chile ha establecido, aunque el Código no lo dice, que el
uso natural y obvio es el que se encuentra en el Diccionario de la
Real Academia española. Esto es ácidamente criticado por unos,
celosamente defendido por otros. En realidad no es demasiado
relevante, mientras se tenga presente que lo que la ley manda es
seguir el uso común.
Luego el código contiene dos reglas especiales:
pero cuando el legislador las haya definido expresamente para
ciertas materias, se les dará en éstas su significado legal (art. 20).
Las palabras técnicas de toda ciencia o arte se tomarán en el
sentido que les den los que profesan la misma ciencia o arte; a
menos que aparezca claramente que se han tomado en sentido
diverso (art. 21 CC).
Por último, el artículo 23 del Código manda que:
Lo favorable u odioso de una disposición no se tomará en cuenta
para ampliar o restringir su interpretación (art. 23 CC).
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Esta distinción entre lo favorable y lo odioso de una disposición era
una antigua distinción medieval, que en la época moderna había
encontrado numerosos detractores. Aunque Bello la había aceptado
en otras obras, ahora la rechazaba.
La interpretación tradicional: los ‘elementos’ de la interpretación
Tradicionalmente, se ha entendido que los artículo 19-24 del Código
Civil contienen, siguiendo la obra del Savigny, los cuatro elementos
que éste distinguía en el proceso de interpretación. Así, por
ejemplo, Ducci: "para buscar el sentido de la ley, el Código señala
los elementos tradicionales de la interpretación judicial: el
gramatical, el histórico, el lógico y el sistemático" (p. 83). Estos
elementos, se dice, son:
El gramatical, que se centra en la littera legis: se encuentra, de
acuerdo con la dogmática tradicional, en el artículo 19 y en los
artículos 20 y 21, estos últimos que especifican el significado de las
palabras;
El histórico, que se centra en el "el estado del derecho existente
sobre la materia a la época de confección de la ley" (Claro Solar, p.
121), que se encontraría en el artículo 19 inc. 2º (‘historia fidedigna
de su establecimiento’);
El lógico, que busca "la concordancia que debe existir entre las
diversas partes de la ley" (Ducci, p. 84). Este elemento se
‘encontraría’ en el artículo 22 (también en el inc. 2º del artículo 19,
de acuerdo a Ducci (Claro Solar no sostiene lo mismo).
El sistemático, por último, que busca la correspondencia y armonía
esta vez no entre las partes de la ley interpretada, sino entre ésta y
la legislación en su conjunto. Se encuentra, según la doctrina
tradicional, en los artículos 22 (contexto de la ley) y 24 (‘espíritu
general de la legislación’).
Guzmán muestra porqué esta interpretación de los artículos 19-24
del Código Civil está fundamentalmente equivocada (cf. Guzmán,
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para entender la causa del error del cual Guzmán culpa
parcialmente a Andrés Bello).
El artículo 24 se discutirá junto al problema de las lagunas del
derecho (Clase Nº 5).
Clase N° 5. Lagunas del derecho e integración de la ley
Contenido:
La existencia de lagunas en la ley;
Lagunas y reglas supletorias;
Colmando lagunas.
Lecturas Necesarias: Kelsen, Teoría Pura del Derecho, pp. 172-174;
Larenz, Metodología, pp. 363-372; Guzmán, "La historia dogmática
de las normas sobre interpretación recibidas por el Código Civil de
Chile", pp. 81-87.
La existencia de lagunas en la ley
Una laguna de la ley es un caso que no está cubierto por ella, que
el juez debe, en consecuencia, llenar ejerciendo discreción. El
principio contenido en el artículo 4 del Code Civil es también parte
del sistema jurídico chileno, hoy incluso con rango constitucional:
Reclamada su intervención [i.e. de los tribunales] en forma legal y
en negocios de su competencia, no podrán excusarse de ejercer su
autoridad, ni aun por falta de ley que resuelva la contienda o asunto
sometidos a su decisión (art. 73 CPol. Este artículo se encuentra, y
se encontraba antes de la dictación de la constitución de 1980, en
el art. 10 inc. 2º del COT).
A diferencia del artículo 4 del Code Civil, esta disposición (y antes,
la del COT) parece asumir que existen lagunas en la ley, y ordena
que aún en esos casos debe el juez fallar el litigio. La existencia de
lagunas, sin embargo, es un tema discutible y discutido, como
veremos. Veremos que la razón del desacuerdo radica en los
criterios que deben usarse para determinar si una situación
determinada constituye o no una laguna legal.
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En principio podría pensarse que la existencia de lagunas es natural
e inevitable; la ley, podría pensarse, no puede prever todos los
casos, y como dice el Digesto (D. 1.3.3-4) "se debe establecer el
derecho […] para lo que sucede las más de las veces, y no
inesperadamente. Para lo que puede quizás suceder en algún caso,
no se establece el derecho". Siguiendo esta línea de razonamiento,
cuando uno de esos casos ‘inesperados’ ocurra, entonces habrá
una laguna del la ley.
El asunto, sin embargo, no es tan simple. Hay casos (los que
Larenz llama ‘silencio elocuente’ de la ley) en los cuales la razón
por la cual la ley no contiene una disposición sobre un asunto
determinado es precisamente que el legislador no quiso incluirla. Un
caso particularmente claro de esto (dado que el legislador
expresamente dice que no existe regulación jurídica para el caso,
sin que constituya laguna del derecho) lo constituye el artículo 98
del Código Civil:
Los esponsales o desposorio, o sea la promesa de matrimonio
mutuamente aceptada, es un hecho privado, que las leyes someten
enteramente al honor y conciencia del individuo, y que no produce
obligación alguna ante la ley civil (art. 98 inc. 1º CC).
En esta caso es evidente que la falta de regulación del contrato de
esponsales no es fruto de una omisión involuntaria del legislador,
sino de una decisión positiva de no regularlo. Hay casos menos
claros, desde luego. El Código, como veremos (Clase 20), no
contiene una regla general que permita la revisión del contenido de
un contrato por excesiva onerosidad sobreviniente. ¿Quiere decir
esto que esa es una laguna? En modo alguno, según la doctrina
tradicional. El Código no contiene reglas que concedan una
excepción basada en lo que se denomina la ‘teoría de la
imprevisión’ precisamente para excluir tal doctrina del derecho
positivo chileno. Hay, por último, casos en los cuales una figura
jurídica no es desarrollada porque ella no se había desarrollado en
su momento. Así ocurre, por ejemplo, con muchos contratos de
común uso actual, como el de leasing habitacional, por ejemplo. En
este caso, aun a falta de legislación, no puede concluirse que exista
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una laguna, y corresponde al legislador a través de la ley (como lo
hizo en este caso con la ley N° ?) crear las reglas pertinentes, no al
juez ejerciendo discreción.
Consideraciones de este tipo han llevado a autores como Hans
Kelsen a negar la existencia de lagunas en la ley. Kelsen usa el
ejemplo, tradicional en la Alemania de la primera mitad de siglo, del
hurto de electricidad. El hurto de cosas muebles estaba sancionado,
así como la usurpación de cosas inmuebles. Pero la electricidad no
es ni mueble ni inmueble, y mientras no se creó un tipo penal
especial tal conducta era impune. Si alguien fuera a concluir, dice
Kelsen, que en este caso hay una laguna del derecho, ello no sería
porque el derecho es incompleto, sino porque "la decisión
lógicamente posible parece al órgano encargado de aplicar el
derecho a tal punto inoportuna o injusta que él se inclina a admitir
que el legislador no ha pensado en ese caso, y que si lo hubiera
pensado habría tomado una decisión diferente" (p. 173). Sólo
existen, para Kelsen, las lagunas ‘axiológicas’ que en realidad no
son lagunas, dado que en esos casos el derecho sí contiene una
respuesta, aunque insatisfactoria (en el ejemplo, impunidad del
robo de electricidad). Como la teoría pura del derecho pretende
excluir de éste las consideraciones normativa extrajurídicas, y dado
que las lagunas axiológicas existen porque, aplicando criterios
normativos extrajurídicos las solución legal es juzgada inadecuada,
para la teoría pura del derecho no hay lagunas jurídicas.
La distinción que la teoría pura del derecho intenta trazar entre
derecho y moral no es, sin embargo, universalmente aceptada.
Larenz cree que es posible encontrar lagunas, pero para verlas es
necesario distinguir tres situaciones diferentes: (a) en primer lugar
se encuentran los casos de ‘silencio elocuente’ ya mencionados
(pp. 363s); (b) en segundo lugar, cree Larenz que debe reconocerse
lo que denomina un ‘espacio libre de derecho’; (c) sólo en tercer
lugar se encuentran los casos de laguna. Como dice Larenz, "no se
trata de que aquí la ley, si se quiere aplicar sin un complemento, no
posibilite una respuesta en absoluto; la respuesta tendría que ser
que justamente la cuestión no está resuelta. Pero una tal respuesta,
dada por el juez, habría de significar una denegación de justicia si
se trata de una cuestión que incide en el sector de regulación
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Jurídica intentada por la ley y no ha de atribuirse, por ejemplo, al
espacio libre de derecho" (p. 365).
El punto central, entonces, es distinguir los casos de silencio de ley,
en los cuales la respuesta jurídicamente correcta (i.e. obligatoria
para el juez) es que no hay respuesta (y que en consecuencia la
alegación que se basa en la afirmación contraria debe ser
rechazada) de los casos en los cuales la falta de regulación debe
considerarse una laguna que el juez debe colmar. Larenz utiliza
para ello la noción de ‘plan regulador’ de la ley, definiendo así una
laguna como "una incompletitud contraria al plan de la ley" (el
traductor ha inventado la palabra ‘incompletez’, más improbable que
‘incompletitud’). El plan regulador de la ley, una noción cercana a la
idea de ratio legis ya discutida, debe inferirse de la misma ley, así
como de circunstancias históricas y dogmáticas. Esta es la razón
por la cual, si bien es posible hablar de lagunas de la ley, es mucho
más improbable la existencia de lagunas del derecho (es decir, de
situaciones en las cuales una institución jurídica completa no existe
como constituyendo una laguna). No hay un ‘plan regulativo del
derecho como un todo’.
Lagunas y reglas supletorias
Muchas regulaciones no contienen detalladas reglas sobre cada
uno de los aspectos a los que se refieren, remitiéndose sin embargo
a otras reglas. Así, por ejemplo, el artículo 2 del Código de
Comercio dispone que "en los casos que no estén especialmente
resueltos por este Código, se aplicarán las disposiciones del Código
Civil". De este modo, antes de afirmar la existencia de una laguna
en el Código de Comercio es necesario verificar que en el Código
Civil no existe una regla para el caso. En estos casos, se dice que
el Código Civil es supletorio del Código de Comercio. El Código
Civil es, de hecho, supletorio de todos las demás regulaciones del
derecho privado.
La referencia, sin embargo, no requiere ser expresa. No existe
laguna alguna en el hecho de que el Código Civil no contenga
reglas sobre la formación del consentimiento, pues éstas existen en
los artículos 99-105. Aunque en ninguna parte aparece una
17
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disposición que haga estas reglas supletorias de las reglas del
Código Civil sobre actos jurídicos y contratos, se ha entendido que
ellas lo son. Una regulación es supletoria de otra, en consecuencia,
ya sea porque (a) existe una regla que así lo declara (como el art. 2
CCom) o porque contiene reglas de tal naturaleza que ellas son
aplicables supletoriamente (esto, desde luego, es un problema de
interpretación).
No sólo un Código puede ser supletorio de otro, también partes de
una ley pueden ser supletorios de partes de otra o de la misma ley.
Ya vimos que, aunque el Código Civil es por regla general
supletorio del Código de Comercio (art. 2 CCom, ya visto: véase
también el art. 96 CCom, entre otros) en el caso de la formación del
consentimiento (arts. 97 a 105 CCom) es el Código de Comercio el
que es supletorio del Código Civil. Ello también ocurre dentro de
una misma regulación. No es una laguna que las regulaciones
contenidas en el Código Civil de los contratos en especial
(compraventa, arrendamiento, mutuo, etc) no contengan una regla
especial cada una sobre la fuerza como vicio del consentimiento,
dado que los artículos 1456 y1457 son de general aplicación.
Normalmente, entonces, puede decirse que las reglas generales
son supletorias de las reglas particulares. Esto implica, como
contrapartida, que si una regla especial (por ejemplo, una referida
únicamente a la compraventa) es distinta de una regla general
(referida, por ejemplo, a todos los actos jurídicos), debe aplicarse
preferentemente la regla especial y sólo en defecto de ésta deberá
recurrirse al derecho supletorio. Este principio está enunciado en
dos ocasiones en el Código Civil:
Las disposiciones contenidas en los Códigos de Comercio, de
Minería, del Ejército y Armada, y demás especiales, se aplicarán
con preferencia a las de este Código (art. 4 CC).
Las disposiciones de una ley, relativas a cosas o negocios
particulares, prevalecerán sobre las disposiciones generales de la
misma ley, cuando entre las unas y las otras hubiere oposición (art.
13 CC).
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Aunque en un caso se refiere a Códigos y en el otro a disposiciones
de una ley, es evidente que el principio enunciado es el mismo en
ambos casos. Se le formula tradicionalmente diciendo que ‘ley
especial deroga a la ley general’ (aunque desde luego no es un
caso, técnicamente hablando, de derogación), y es la contrapartida
a la supletoriedad de lo general respecto de lo particular.
Colmando lagunas
Ante la existencia de una laguna de la ley, el juez debe colmarla.
Para distinguirlo de la interpretación de la ley, este proceso, por el
cual se colma una laguna descubierta en la ley, se llama integración
de la misma. Para ello el juez tiene discreción, es decir, debe decidir
ejerciendo una potestad relativamente libre (se discute si en estos
casos el juez crea o no derecho; aquí no hace falta pronunciarse
sobre esta discusión, lo que importa tener presente es que en casos
como éstos la sujección del juez a los textos es más débil, aun
cuando todavía existente, que la que ocurre cuando no hay
lagunas). Para colmar las lagunas se utilizan dos tipos de
argumentaciones o fuentes: la primera es la analogía, la idea de
que regulaciones jurídicas similares deben ser aplicadas a situación
es de hecho similares; la segunda es la mandada por el artículo 24
del Código Civil, es decir, el ‘espíritu general de la legislación’ y la
equidad natural.
La analogía
La analogía, así, es un procedimiento de integración del derecho.
Básicamente consiste en aplicar a una situación X una regla
diseñada para una situación Y, con el argumento de que X e Y son
substancialmente similares. Tradicionalmente se distinguen dos
tipos de analogía:
Analogia legis, mediante la cual se aplica directamente a X la
regulación legal diseñada para Y;
Analogía iuris, mediante la cual se usa la regulación contenida en Y
como indicio de la existencia de un principio general del derecho
que luego se aplica (el principio, no la regulación) a X.
18
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Desde luego, en ambos casos el procedimiento no es lógicamente
convincente. Pero no tendría por qué serlo. El juicio de ‘similitud
suficiente’ (i.e. X es suficientemente similar a Y) es un juicio que
debe ser hecho, de nuevo, sobre la base de la ratio legis de la regla
para Y o, en términos de Larenz, sobre la base del ‘plan regulador’
de la ley. En esta materia no hay fórmulas categóricas, y es
perfectamente posible que abogados capacitados difieran sobre la
similaridad suficiente de X e Y.
El espíritu general de la legislación y la equidad natural
Aunque ubicado en el §4 del título preliminar del Código Civil, que
regula la interpretación de la ley, el artículo 24 también se considera
aplicable a la integración de la misma. Esta posición es
habitualmente reforzada con el argumento de que el artículo 170 N°
5 del Código de Procedimiento Civil señala que en la sentencia
deben explicitarse "la enunciación de las leyes, y en su defecto los
principios de equidad, con arreglo a los cuales se pronuncia el
fallo", entendiéndose que ese artículo autoriza el recurso a los
principios de equidad para suplir las lagunas legales.
Desde Aristóteles se distingue la equidad de la justicia sobre la
base de que una regla general (e.g. una ley), razonable para los
casos de normal ocurrencia, producir un resultado absurdo o
irracional en casos que presentan peculiaridades especiales. La
equidad es, en este contexto, la justicia aplicada al caso particular.
Guzmán sostiene que en la tradición medieval, de la cual el artículo
24 del Código Civil es parcialmente al menos resultado, la idea de
equidad natural tenía un matiz distinto. Ella significaba la ratio
objetiva del derecho, es decir, la finalidad del derecho. Esta ratio
objetiva era concretizada por el legislador quien creaba de esta
manera reglas particulares no necesariamente exigidas por la
equidad (es poco probable que la equidad natural, por ejemplo,
exija un número preciso de testigos para la validez de un
testamento: probablemente sólo exige que el acto de otorgación del
testamento o el documento en el que consta debe estar protegido
con salvaguardias que aseguren que en él se consigna la última
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voluntad del testador; cuáles son precisamente esas salvaguardas
es algo que el legislador determina, ‘concretizando’ así la exigencia
de la equidad natural). Dado que el legislador no es perfecto, por un
lado, y debe dar cuenta de presiones y situaciones históricas y
políticas diversas, el ‘espíritu general de la legislación’ (es decir, la
ratio de la legislación efectivamente positivada) podía ser distinta de
la equidad natural. Así por ejemplo, es posible especular que la
equidad natural excluye el enriquecimiento sin causa. La posibilidad
de evitar todo enriquecimiento sin causa, sin embargo, no existe, y
entonces es posible encontrar que, de acuerdo, no ya con la
equidad natural, sino con ‘el espíritu general de la legislación’,
ciertas formas de enriquecimiento sin causa no sean genéricamente
ilícitas. De este modo, entonces, sería posible distinguir ambas
ideas.
La guía que ellas proveen al procedimiento de integración de la ley,
sin embargo, es dudoso. Ambas ideas son demasiado abstractas
para contener recomendaciones sobre soluciones a casos
concretos, y lo más razonable parece ser que en casos extremos de
lo que se trata es que la persona que decide intente llegar a una
decisión tan razonable y justificada como sea posible. Parece difícil
dar soluciones genéricas para casos que por definición no son
genéricos.
Otras ‘reglas’ de interpretación e integración
Tradicionalmente se citan algunas ‘reglas’ de interpretación, cuyo
origen por regla general está fundado en el título final del Digesto
(D. 50, 17, ‘Sobre las diversas reglas del derecho antiguo’). Este
título tuvo un significativo impacto en el desarrollo del derecho civil
occidental, por cuanto esas reglas fueron consideradas por
comentaristas y glosadores como un receptáculo de la sabiduría
jurídica romana, y constituyeron el punto de partida de lo que
después se denominó ‘principios generales del derecho’.
En realidad estas reglas tienen sólo un valor retórico, es decir, son
utilizadas para convencer a una audiencia, o mejor dicho, por regla
19
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general para asegurar la convicción de una audiencia que ya esta
dispuesta a la solución favorecida por razones independientes. Por
regla general también estas ‘reglas’ vienen en pares que se
neutralizan mutuamente. Cuál es la conveniente y adecuada de
utilizar depende del caso y de las necesidades retóricas del usuario.
(i) El argumento a pari. Es el razonamiento por analogía, ya
mencionado.
(ii) El argumento a contrario sensu. Se formula normalmente con
frases como ‘incluida una cosa se entienden incluidas las demás’. Al
silencio del legislador respecto de un tipo de casos Y mientras
regula un tipo de casos X se le asigna un significado negativo, es
decir, se entiende que el legislador quiso excluir al tipo X de la
regulación del tipo Y.
(iii) El argumento a fortiori, mediante el cual se extiende la
regulación legal de un caso X a casos Y (cf. D 50,17.21, D
50,17.110). Tiene dos formas: (a) a maiori ad minus: quien puede lo
más puede lo menos (e.g. quien puede enajenar una caso puede
con mayor razón constituir limitaciones al dominio sobre ella); (b) a
minori ad maius (a quien le está prohibido lo menos le está
prohibido lo más (e.g. a quien le está prohibido constituir
limitaciones al dominio sobre un bien con mayor razón le está
prohibido enajenarlo).
(iv) El argumento de la no distinción: ‘cuando el legislador no
distingue, tampoco le está permitido al intérprete distinguir’.
(v) La reducción al absurdo: un argumento que implica una
conclusión absurda no puede ser correcto.
Clase N° 6. La relación jurídica de derecho privado
Contenido:
Introducción al Derecho Civil Patrimonial: La relación jurídica de
derecho privado;
Sentido de la relación jurídica; Elementos de la relación jurídica;
Nacimiento, vigencia y extinción de la relación jurídica.
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Lecturas Necesarias: Barros: "Relación jurídica y derechos
subjetivos", pp. 1-9
Introducción al Derecho Civil Patrimonial: La relación jurídica de
derecho privado
El derecho se ocupa de las relaciones entre personas. Esto,
verdadero en general respecto del derecho (lo que se expresa
habitualmente diciendo que Robinson Crusoe no tenía necesidad
de reglas jurídicas, al menos hasta el arribo de Viernes), es
particularmente verdadero respecto del derecho privado. Por
consiguiente, el concepto ordenador básico del derecho privado es
de relación jurídica.
No todas las relaciones de unas personas con otras son relaciones
jurídicas. Hemos mencionado ya (en la Clase Nº 5) un ejemplo: el
contenido en el artículo 98 inc. 1º del Código Civil. El derecho
selecciona, de entre todas las relaciones que las personas
establecen o encuentran con otros, algunas y las declara de
especial importancia, es decir, de relevancia jurídica. Aunque la
relación establecida por un contrato de esponsales no es una
relación jurídica, si lo es, desde luego, la relación establecida en
virtud de un contrato de matrimonio.
Es importante tener presente lo dicho al referirnos a la forma en el
derecho (Clase Nº 1). Una relación jurídica es una abstracción. El
derecho sólo recoge algunas características típicas y define de este
modo una relación entre dos (o, a veces, más sujetos) sobre la
base de esas características, prescindiendo de las demás. Así, por
ejemplo, desde el punto de vista jurídico por regla general no
importa cuál era la razón por la cual A quiso comprar la cosa C, ni la
razón por la cual B la quiso vender, siempre que A y B hayan
celebrado un contrato de compraventa.
El concepto de relación jurídica tiene dos elementos: (a) por un
lado, toda relación jurídica supone una relación concreta entre dos
personas, es decir que dos individuos ocupen los espacios
abstractamente designados "A" y "B" en el párrafo anterior. Por otro
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lado (b), tiene un aspecto propiamente jurídico, es decir, una regla
de derecho que reconoce la obligación entre los ocupantes de las
posiciones "A" y "B" y que declara como relevantes sólo algunos de
sus aspectos.
Sentido de la relación jurídica
La relación jurídica contiene un vínculo entre dos o más personas
del cual surgen por regla general, derechos subjetivos y sus
deberes correlativos. El concepto de derecho subjetivo, que será
estudiado con detalle en años posteriores y sobre el cual se dirá,
sin embargo, algo en esta y la clase siguiente (Clase 7), es
habitualmente utilizado por la doctrina contemporánea para ordenar
el derecho civil. Estructurar el derecho civil sobre la base de la
relación jurídica, en cambio, tiene la ventaja de poner de manifiesto
la estructura relacional que subyace al derecho, incluido el derecho
privado.
A grandes rasgos, dos son los tipos de relaciones de las que se
ocupa el derecho civil: existen, por una parte, relaciones entre una
persona con otras determinadas (como las que surgen, e.g. de un
contrato), llamadas por ello relativas (relativas, es decir, sólo a esas
personas) y, por otro lado, relaciones en las cuales un sujeto
aparece como el titular de un derecho el respeto del cual puede ser
exigido a cualquiera (como el derecho de dominio), que por ello se
llaman absolutas (absolutas, esto es, por cuanto no están
relativizadas por los sujetos involucrados). En ambos casos la
relación puede (y habitualmente lo es) ser compleja, es decir, reunir
varios derechos y deberes que se afectan y modifican
recíprocamente.
Elementos de la relación jurídica
Los elementos básicos de la relación jurídica son tres: los sujetos,
el o los derechos subjetivos, y el o los deberes.
Los sujetos de la relación jurídica.
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La relación jurídica de derecho privado es una relación entre
personas privadas. El derecho la regula y a veces controla, pero
eso no cambia su carácter fundamental, que es que en una relación
jurídica de derecho privado ninguna de las partes esgrime una
autoridad pública de la que carece la otra.
Es importante notar que los conceptos de partes y el de personas
no son idénticos en significado. Una parte en un centro de
intereses, el cual puede estar conformado por una o más personas
(un acuerdo entre el alumno y el profesor sobre el horario de las
clases sería un acuerdo entre dos partes, aunque hubiera muchos
alumnos). Hay casos también (e.g. el autocontrato, que será
estudiado más adelante) en los cuales concurre una personas pero
dos (o incluso más) partes.
Derecho subjetivo
La consecuencia más característica de una relación jurídica de
derecho privado es la de producir para una o más de las partes uno
o más derecho subjetivos. El propietario tiene derecho a gozar, usar
y disponer de la cosa objeto del derecho de dominio; el comprador
tiene derecho a que le entreguen la cosa, etc. El concepto de
derecho subjetivo debe ser distinguido de otros dos conceptos
relacionados: el de acción civil y el de acción procesal.
La acción civil es una característica esencial del derecho subjetivo.
Se denomina acción civil a la pretensión que puede hacerse valer
ante un tribunal para que éste ordene a la parte recalcitrante a
cumplir el deber correlativo del derecho subjetivo en cuestión. La
acción civil es, por así decirlo, el derecho subjetivo en pié de guerra.
Una posición dentro de una relación jurídica que no está reforzada
con una acción civil no constituye un derecho subjetivo en el sentido
técnico.
La acción procesal es una forma de ejercicio del derecho de
petición (artículo 19 N° 14 CPol), en virtud de la cual se requiere de
un órgano jurisdiccional que haga efectivo un derecho. La diferencia
entre acción civil y acción procesal es evidente en casos en los
cuales la demanda es rechazada, es decir, casos en los cuales la
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acción procesal fue eficazmente ejercida (porque se requirió el
pronunciamiento del tribunal y el tribunal aceptó el requerimiento y
se pronunció) aun cuando la acción civil fue desconocida (porque el
demandante no pudo obtener con su demanda el objetivo de que el
tribunal ordenara al demandado a hacer o dar lo exigido por el
demandante).
Deber jurídico
El deber jurídico es, por regla general, un deber de conducta que el
derecho establece respecto de una de las partes de la relación
jurídica como correlativo al derecho de otra parte. Esto es
particularmente claro cuando al derecho subjetivo sigue la acción
civil exitosamente ejercida, que implica que un juez ordena a quien
tiene el deber que lo ejecute.
No es una nota esencial del deber jurídico, sin embargo, que éste
sea correlativo a un derecho subjetivo. Ello característicamente
ocurre en relaciones de derecho privado, pero incluso en éstas no
es ese siempre el caso. Es común que los deberes impuestos por
regulaciones legales o reglas administrativas no reconozcan un
derecho subjetivo correlativo (e.g. las reglas que regulan las
emisiones industriales, o las reglas del tránsito). Ejemplos de
deberes que existen aunque no estén basados en derechos
subjetivos son, por regla general, ajenos al derecho privado (hay
numerosas excepciones).
La situación contraria, i.e. el caso de derechos que no tienen como
correlativo un deber, si ocurre frecuentemente en el derecho
privado. En muchos casos el derecho reconoce a una persona el
derecho (subjetivo) de modificar la posición normativa en la que
ésta u otra persona se encuentra (e.g. el mandatario puede
renunciar al mandato. comforme al artículo 2163 N°4 CC). En estos
casos, no existe un derecho junto a un deber correlativo, sino un
derecho a secas. A estos derechos se les llama potestativos.
En las relaciones jurídicas absolutas (como el derecho de dominio),
el deber jurídico queda relegado a un discreto segundo plano.
Mientras en una relación jurídica relativa es de principal
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importancia, para conocer el contenido del derecho de una de las
partes, conocer el contenido del deber de la otra, en una relación
absoluta lo determinante es la relación del titular del derecho con el
bien de que se trata. Por eso el Código Civil destaca, en el caso de
los derechos personas (correspondiente, en general, a las
relaciones jurídicas relativas, e.g. un contrato), su aspecto pasivo:
Derechos personales o créditos son los que sólo pueden
reclamarse de ciertas personas, que, por un hecho suyo o la sola
disposición de la ley, han contraído las obligaciones correlativas
(art. 578 CC), mientras que en el caso de los derechos reales
(correspondientes, en general, a las relaciones jurídicas absolutas)
destaca su aspecto activo:
Derecho real es el que tenemos sobre una cosa sin respecto a
determinada persona (art. 577 CC).
Nacimiento, vigencia y extinción de la relación jurídica
Las relaciones jurídicas nacen, son modificadas y se extinguen
cuando ocurren ciertos hechos que, de acuerdo al derecho, son
aptos para producir estos efectos. Estos hechos se denominan por
ello hechos jurídicos. Hechos jurídicos son, por ejemplo, el
nacimiento y la muerte.
Además de los hechos anteriores (‘naturales’), una muy importante
categoría de hechos jurídicos está constituida por los hechos
voluntarios. Los hechos jurídicos voluntarios pueden ser realizados
en virtud de una potestad jurídica (en virtud de la cual una relación
jurídica es intencionalmente creada) o no. El caso más genérico de
hechos jurídicos de esta primera naturaleza lo constituye el acto
jurídico, noción que será estudiada en detalle en las clases que
siguen (cf. Clase N° 10ss); el caso más importante (aunque no
único) de acto jurídico es el contrato (que a su vez será estudiado
desde la Clase N° 19).
Hechos jurídicos voluntarios del segundo tipo dan origen a
relaciones jurídicas en el área de la responsabilidad extra-
contracual. Ello ocurre cuando un hecho voluntario causa daño a
22
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otro (cf. art. 2314 CC), o cuando una persona se ha enriquecido
injustificadamente a costa de otro (cf. art. 2284 CC).
Clase N° 7. El Concepto de Derecho Subjetivo (I)
Contenido:
Función del derecho subjetivo en el derecho privado;
El concepto de derecho subjetivo;
Contenidos de los derechos subjetivos;
La protección material del derecho subjetivo: la acción civil;
Sujeto titular del derecho subjetivo.
Lecturas Necesarias: Barros, "Relación jurídica", pp. 10-21
Función del derecho subjetivo en el derecho privado
Tener un derecho a algo o en algo significa que uno puede esperar
que alguien se comporte de determinada manera, que dé haga o no
haga algo. Pero esto no es suficiente para caracterizar al concepto.
Lo característico del derecho subjetivo, discutido en la Clase N° 6,
es que ante el incumplimiento por parte del sujeto pasivo del
derecho el sujeto activo puede requerir coactivamente (i.e. a través
de un tribunal) su cumplimento. La idea de derecho subjetivo es,
como señala Kelsen, una construcción ideológica (esta es la razón
por la cual Kelsen rechazó la distinción entre derecho objetivo y
derecho subjetivo, en el contexto de una teoría pura del derecho). Y
la ideología sobre la que descansa es una ideología liberal
individualista.
Aunque el fundamento ideológico del concepto es la razón principal
de su importancia en el derecho modero (es una cuestión discutible
el origen del concepto: mientras para algunos los romanos ya
manejaban el concepto, otros, especialmente el francés Michael
Villey, han sostenido que es un invento moderno, que surge del
nominalismo de Ockham), es importante también notar su
versatilidad técnica. Al reconocer derechos subjetivos el derecho
entrega a las personas instrumentos para salvaguardar sus
intereses. Así puede verse cómo el derecho subjetivo está
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íntimamente vinculado a una concepción liberal del Estado y del
derecho: el concepto de derecho subjetivo permite al Estado
retirarse de esferas sociales importantes, dejando la protección de
los derechos encargada a los propios sujetos involucrados. De este
modo, en la versión liberal, el Estado permite espacios crecientes
de libertad de las personas, libertades que están resguardadas por
derechos subjetivos. La forma moderna que tenemos de entender la
libertad sería imposible sin la noción de derechos subjetivo.
El concepto de derecho subjetivo
El derecho subjetivo, entonces, es un instrumento técnico para
garantizar esferas de libertad y autodeterminación a los individuos.
Es la atribución de un poder de acción protegido por el derecho a
un sujeto. Este concepto de derecho subjetivo como poder
protegido es un concepto puramente formal: el modo en que el
derecho es ejercido es determinado por su titular. Este concepto
también enfatiza el modo de actuación del derecho privado. Ante el
incumplimiento de un derecho, su titular es el que debe reclamar su
cumplimiento, para lo cual el derecho objetivo provee de los medios
substantivos (i.e. acción civil) y formales (acción procesal).
A esta manera de concebir el derecho subjetivo se le ha opuesto
una que enfatiza no el poder que él protege, sino el interés sobre el
que se basa. Esta manera de conceptualizar los derechos
subjetivos tiene que ver con el surgimiento del utilitarismo y la
consiguiente preocupación por el bienestar social como
preocupación propiamente pública y no sólo como consecuencia
deseable pero no buscada de elecciones individuales.
Este modo de concebir a los derechos subjetivos resulta útil al
momento de intentar delimitar sus fronteras (e.g. la doctrina del
abuso del derecho) para lo cual el concepto puramente formal del
derecho como poder es insuficiente. Estas consideraciones han
llevado a algunos a adoptar un concepto ecléctico que permita unir
estas dos maneras de entender al derecho subjetivo, viéndolo así
como un poder jurídico que el derecho reconoce a las personas con
el fin de que disfrute de un bien o satisfaga sus propios intereses.
En la VI parte, si es posible, volveremos sobre este tema, a fin de
23
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examinar los problemas que conceptos eclécticos de este tipo
generan.
Contenidos de los derechos subjetivos
La flexibilidad del concepto de derecho subjetivo permite que
prácticamente cualquier interés pueda ser su contenido: así, por
ejemplo, la propiedad sobre una cosa, el crédito que surge de un
contrato, el derecho de autor, la honra, etc. Recíprocamente, los
deberes correlativos pueden ser también muy variados: desde el
deber general de abstención y tolerancia en el caso del derecho de
dominio, hasta el deber preciso de dar una cosa determinada en
cumplimiento de, e.g. un contrato. A esto hay que sumar los
derechos ya mencionados que carecen de un deber correlativo, es
decir, de los derechos potestativos.
La naturaleza técnica del concepto, sin embargo, establece ciertos
límites a los intereses que pueden ser protegidos por esta vía. Es
característico del derecho subjetivo que su contenido atributivo está
suficientemente delimitado como para que su cuidado pueda ser
entregado directamente a su titular, lo que resulta dudoso en
muchos casos de los así llamados ‘derechos’ constitucionales.
La protección material del derecho subjetivo: la acción civil
Por regla general, ante el incumplimiento el titular de un derecho
puede demandar su cumplimiento en naturaleza, es decir, que el
obligado haga o dé lo que debía hacer o dar. En muchos casos, sin
embargo, ello será imposible, y entonces el titular puede exigir un
cumplimiento por equivalencia (la indemnización de perjuicios).
Ambas cosas se hacen a través de la acción civil.
La acción civil es siempre relativa, incluso la acción que protege los
derechos absolutos: sólo puede ser dirigida en contra de la persona
que ha incumplido el deber. La acción civil se ejerce a través de la
acción procesal (conceptos que deben ser nítidamente distinguidos,
como vimos).
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Hay casos en los cuales el incumplimiento de un derecho da origen
a más de una acción. Dos tipos de casos de esta naturaleza
pueden distinguirse: (a) en el primer tipo de casos, la ley concede
más de una acción en casos de incumplimiento, estableciendo del
mismo modo si las acciones son compatibles o excluyentes entre sí
y como se determina la que debe utilizarse.
Un ejemplo es el constituido por el artículo 1489 del Código Civil,
que establece que en los contratos bilaterales va envuelta la
condición resolutoria de no cumplirse por uno de los contratantes lo
pactado.
Pero en tal caso podrá el otro contratante pedir a su arbitrio o la
resolución o el cumplimiento del contrato, con indemnización de
perjuicios (art. 1489 CC).
En el ejemplo, ante el incumplimiento de un contratante, el otro
puede (i) demandar la resolución del contrato, o (ii) su cumplimiento
forzado, en ambos casos con (iii) indemnización de perjuicios. (i) y
(iii), por un lado, y (ii) y (iii), por el otro, son compatibles, pero (i) y
(ii) no lo son. Es el demandante el que debe decidir cuál de las dos
acciones utilizará.
(b) Otro caso diverso es el que ocurre cuando un hecho es
susceptible de dos o más calificaciones jurídicas, e.g. la negligencia
médica que puede ser entendida como incumplimiento de un deber
contractual (el que adquiere el médico de cumplir su prestación con
diligencia) o como un acto ilícito que daña a otro (i.e. como
responsabilidad extra-contractual). En este caso no hay respuesta
legal, y la solución correcta debe determinarse en el caso,
considerando la importancia relativa de los bienes involucrados.
Sujeto titular del derecho subjetivo
No puede haber derecho subjetivo sin titular. Esto fluye
directamente de las características técnicas del concepto de
derecho subjetivo analizadas más arriba, en especial la idea de que
los derechos subjetivos protegen la libertad y autonomía de las
personas por la vía de entregarles la posibilidad de defender sus
propios intereses. Cualquier sujeto de derecho puede ser titular de
24
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derechos subjetivos. La aptitud para adquirirlos se denomina
capacidad de goce, y debe distinguirse, como veremos (Clase N°
14) de la capacidad de ejercicio, es decir de la capacidad de ejercer
los derechos del cual uno es titular.
Tanto las personas naturales (i.e. seres humanos) como las
jurídicas (e.g. corporaciones, fundaciones, sociedades) tienen
capacidad de goce. La comunidad toda, ya sea a nivel central (en el
Estado) como al nivel local (en las municipalidades) también puede
ser sujeto de derecho.
Un caso complicado es el de los intereses difusos, que se
caracterizan por pertenecer a cada una de varias personas pero
poseen también una dimensión colectiva. El problema se complica
cuando la importancia para cada uno de los individuos del interés
en juego es mínima a pesar de que el interés colectivo es
significativo. Casos de este tipo justifican incluso en modelos
liberales figuras jurídicas intervencionistas, como veremos.
Clase N° 8. El Concepto de Derecho Subjetivo (II)
Contenido:
Derechos públicos y privados;
Derechos potestativos y derechos a la conducta ajena;
Derechos absolutos y relativos;
Derechos patrimoniales y extrapatrimoniales.
Lecturas Necesarias: Barros, "Relación jurídica", pp. 21-46
Derechos públicos y privados
El uso de la técnica del derecho subjetivo, típica del derecho
privado, en áreas tradicionalmente consideradas como de derecho
público ha introducido el concepto de derecho público subjetivo.
Derechos públicos subjetivos son, entre otros, (i) los derechos
políticos, como el derecho a sufragio; (ii) los derechos
fundamentales, consagrados en el artículo 19 de la Constitución
Política y en tratados internacionales (cf. art. 5 CPol); (iii) derechos
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que surgen de las potestades públicas, como el derecho a percibir
impuestos que detenta el Estado; (iv) derechos funcionarios, que
detentan los funcionarios públicos contra el Estado como
empleador, etc.
Un caso especial es el de los derechos sociales, que se vincula al
surgimiento del Estado de bienestar. Su caracterización como
derechos subjetivos es controvertida, y depende en parte de la
realidad de cada país.
Derechos potestativos y derechos a la conducta ajena
Las potestades son poderes para crear normas. Por regla general
(aquí estudiaremos algunas de sus excepciones) las potestades
públicas (e.g. la legislativa o la reglamentaria del Presidente de la
República) son unilaterales en el sentido de que la validez de las
normas creadas de virtud de ellas no requiere el consentimiento de
los obligados. Las de derecho privado, por otra parte, tienden a ser
al menos bilaterales, en el sentido de que nadie puede ser obligado
sin que su propia voluntad concurra a ello. Es por eso que el
artículo 1445 del Código Civil, al establecer las condiciones
requeridas para el surgimiento de una obligación, dice "para que
una persona se obligue a otra" y no ‘para que una persona obligue
a otra’.
Esta regla general, sin embargo, tiene como una de sus
excepciones el caso de los derechos potestativos. Los derechos
potestativos son potestades normativas de derecho privado
unilaterales. La excepción no es demasiado significativa, sin
embargo, porque si bien es cierto que quien tiene un derecho
potestativo puede crear unilateralmente normas que obliguen a
otros, los eventuales obligados han en algún momento accedido a
quedar en esa posición. El caso ya mencionado (supra, Clase N° 7)
del mandatario que puede renunciar al mandato (art. 2163 N° 4 CC)
constituye un buen ejemplo de esto.
Derechos absolutos y relativos
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Esta distinción ya ha sido mencionada y discutida anteriormente, al
tratar de las relaciones jurídicas relativas y absolutas (cf. supra,
Clase N° 6).
Derechos patrimoniales y extrapatrimoniales
Algunos derechos tienen por objeto proteger intereses no
avaluables en dinero (e.g. la vida, la intimidad). Se denominan
derecho extrapatrimoniales. La violación de un derecho
extrapatrimonial, sin embargo (e.g. la honra) puede producir
consecuencia patrimoniales, y por eso el que lo infringió puede ser
condenado a pagar perjuicios patrimoniales por la violación de un
derecho extrapatrimonial. Derechos patrimoniales son los que
protegen intereses con valor pecuniario, y constituyen el
instrumento jurídico de la economía privada y del mercado.
Los derechos patrimoniales pueden ser a su vez diferenciados en
derechos reales y personales.
Derechos reales
Derecho real es el que tenemos sobre una cosa sin respecto a
determinada persona.
Son derechos reales el de dominio, el de herencia, los de usufructo,
uso o habitación, los de servidumbres activas, el de prenda y el de
hipoteca. De estos derechos nacen las acciones reales (art. 577
CC)
Nótese cómo el aspecto pasivo del derecho prácticamente
desaparece: no hay mención en el artículo 577 de la existencia de
una persona obligada. El sujeto obligado, desde luego, es universal,
y el deber es un deber de mera tolerancia: no interferir con el
ejercicio del derecho del dueño (la doctrina clásica de la cual el
artículo 577 es expresión, concebía a los derechos reales como
derechos sobre cosas. Hoy esta situación es explicada con la
noción de un deber universal de mera tolerancia, evitando la figura
difícil de comprender de una relación jurídica entre una persona y
una cosa).
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El objeto de los derechos reales es, con la sola excepción del de
herencia, siempre una cosa cierta y determinada. Las cosas pueden
ser corporales, incorporales o inmateriales:
Los bienes consisten en cosas corporales o incorporales.
Corporales son las que tienen un ser real y pueden ser percibidas
por los sentidos, como una casa, un libro.
Incorporales las que consisten en meros derechos, como los
créditos, y las servidumbres activas (art. 565 CC).
Al entender que los derechos son cosas el Código facilita su
circulación, elemento central en una economía de mercado. Lo
dispuesto por el artículo 565, sin embargo, junto a lo dispuesto por
el artículo 19 N° 24 de la Constitución y el artículo 583 del Código
Civil ("Sobre las cosas incorporales hay también una especie de
propiedad") ha llevado a la jurisprudencia, en particular a la dictada
en procedimientos de protección (art. 20 CPol) a una interpretación
extraordinariamente liberal de la propiedad sobre derechos (cf.
infra, Clase Nº 21).
Además de cosas corporales e incorporales, existen también
derechos personalísimos que no pueden ser transferidos ni
negociados (e.g. arts. 1464 N° 2, 304, 819 CC) y cosas
inmateriales, i.e. "las producciones del talento o del ingenio". Éstas
se someten al régimen establecido en las leyes 17.336 (sobre
derecho de autor) y 19.039 (sobre propiedad industrial). Sobre las
cosas inmateriales recae un derecho de dominio que es patrimonial,
i.e. transferible y negociable.
Los derechos reales son creados por ley, i.e. no hay otros derechos
reales que los expresamente establecidos por la ley. El poder que
confieren sobre una cosa puede ser pleno o limitado. El derecho
real pleno por excelencia es la propiedad, pero la propiedad puede
estar limitada por la existencia de otros derechos reales que serán
estudiados en años posteriores. Estos derechos están limitados a
algunas de las facultades del dominio o constituyen garantía de
26
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otras obligaciones. El derecho de herencia es especial, porque
recae sobre una universalidad jurídica.
La propiedad es el derecho más amplio:
El dominio (que se llama también propiedad) es el derecho real en
una cosa corporal, para gozar y disponer de ella arbitrariamente; no
siendo contra la ley o contra derecho ajeno.
La propiedad separada del goce de la cosa, se llama mera o nuda
propiedad (art. 582 CC).
Tradicionalmente se distinguen las facultades que otorga la
propiedad en tres: la de uso, es decir, aprovecharse de ella sin
alterar su naturaleza, la de goce, es decir, la de percibir los frutos
producidos por la cosa, y la de disposición, es decir, la de disponer
ya sea material (destruyéndola) o jurídicamente (enajenándola) de
la cosa.
El derecho de herencia recae no sobre una cosa determinada, sino
sobre una universalidad jurídica, sobre el patrimonio del causante.
Incluye todos los derechos y obligaciones transmisibles del
causante (art. 1097 CC).
Los derechos reales que constituyen desmembraciones del dominio
son tres: el de uso (que da a su titular la facultad de uso, propia del
dominio, pero sólo ésa), que es, según el artículo 811 inc. 1º del
Código Civil, un derecho personalísimo e intransferible (usualmente
constituido por testamento); el de usufructo, que comprende las
facultades de uso y goce (art. 764 CC), y el de servidumbre, que es
"un gravamen impuesto sobre un predio en utilidad de otro predio
de distinto dueño" (art. 820 CC).
Los derechos reales de garantía son la prenda, que recae sobre
cosas muebles solamente, y la hipoteca, que recae sobre cosas
inmuebles. Estos derechos dan a su titular dos facultades
importantes: la de persecución y preferencia. La primera consiste
en que el acreedor cuyo crédito estaba garantizado con una prenda
o hipoteca puede cobrar su crédito con el producto de la venta de la
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cosa con independencia del patrimonio en que ésta se encuentre
(puede perseguir el bien aunque éste haya sido transferido por el
deudor a otro), y la segunda en que el acreedor cobrará su crédito
antes que otros acreedores (arts. 2477, 2474).
Las acciones ara cautelar los derechos reales pueden ser civiles o
constitucionales. Como regla general, de los derechos reales nacen
acciones reales para protegerlos (art. 577 inc. 2º CC). En virtud de
esta acción el titular de un derecho puede perseguir la cosa objeto
del mismo con independencia del patrimonio en que se encuentra.
La acción real por excelencia es la reivindicatoria, que por regla
general la tiene el titular de un derecho real sobre cosa específica
que ha perdido la posesión de la misma:
La reivindicación o acción de dominio es la que tiene el dueño de
una cosa singular, de que no está en posesión, para que el
poseedor de ella sea condenado a restituírsela (art. 889 CC).
Para proteger al poseedor que ha perdido la posesión existen los
interdictos posesorios. Hay también acciones constitucionales para
proteger los derechos como la acción de protección (art. 20 CPol).
Derechos personales
Derechos personales o créditos son los que sólo pueden
reclamarse de ciertas personas, que, por un hecho suyo o la sola
disposición de la ley, han contraído las obligaciones correlativas;
como el que tiene el prestamista contra su deudor por el dinero
prestado, o el hijo contra el padre por alimentos. De estos derechos
nacen las acciones personales (art. 578 CC).
En los derechos personales el objeto del derecho es no ya una
cosa, como en los derechos reales, sino la conducta de una
persona cierta y determinada. Es por esto que el aspecto pasivo de
los derechos reales se denomina obligación, y el derecho que los
regula se denomina derecho de obligaciones.
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Se denominan fuentes de las obligaciones (i.e. de los derechos
personales) a los antecedentes posibles de una relación jurídica
que da lugar a derechos personales. Según el Código Civil las
fuentes de las obligaciones son:
Las obligaciones nacen, ya del concurso real de las voluntades de
dos o más personas, como en los contratos o convenciones; ya de
un hecho voluntario de la persona que se obliga, como en la
aceptación de una herencia o legado y en todos los cuasicontratos;
ya a consecuencia de un hecho que ha inferido injuria o daño a otra
persona, como en los delitos y cuasidelitos; ya por disposición de la
ley, como entre los padres y los hijos sujetos a patria potestad (art.
1437 CC).
Los contratos son convenciones (es decir, acuerdos entre personas)
que generan derechos y obligaciones (arts. 1438 y 1545 CC); los
cuasicontratos, concepto difícil y obscuro sobre el cual algo se dirá
mas adelante (cf. infra, Clase N° 19), en general son situaciones en
las cuales, sin acuerdo de las partes, una persona se ha
enriquecido a expensas de otra de modo tal que el derecho autoriza
a la segunda a repetir contra la primera. Los delitos y cuasidelitos
constituyen el derecho de la responsabilidad extra-contractual (arts.
2284, 2314 y 2329 CC); la ley, por último, impone obligaciones tanto
en el derecho público como en el privado (e.g. art. 321 CC).
La prestación a la que da derecho un derecho personal (es decir,. el
contenido de una obligación) puede asumir una de tres formas: (a)
de dar (lo que incluye la tradición de la cosa, es decir, constituir en
dueño al que recibe, no sólo entregar), (b) de hacer (por ejemplo,
celebrar un contrato: cf. art. 1554 CC) o (c) de no hacer, es decir, de
abstenerse de realizar una determinada acción. A diferencia del
aspecto pasivo de los derechos reales, en este caso el deber de
abstención es limitado y determinado en cuanto a su titular, no
‘general’ como en el otro caso.
La distinción entre obligaciones de dar, de hacer y de no hacer es
importante al momento de determinar las acciones que protegen a
los derechos. Los derechos personales están protegidos por un
derecho de prenda general (art. 2465 CC), en virtud del cual el
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acreedor puede perseguir el cumplimiento de la obligación en todos
los bienes del deudor (para un resumen de las diferencias entre
derechos reales y personales, cf. Barros, p. 37).
Los derechos de familia y los derechos personalísimos
Estudiarlos especialmente en Barros, pp. 37-40
Clase N° 9. Las obligaciones y sus fuentes
Contenido:
El concepto de obligación jurídica;
Génesis histórica del concepto;
Las Fuentes de las obligacioens;
Objeciones a las categorías tradicionales;
Lecturas Necesarias: Díez Picazo, Fundamentos del Derecho Civil
Patrimonial, vol. ii, pp.47-57, 131-141.
El concepto de obligación jurídica (volver arriba o al Indice General)
El concepto de obligación, al cual ya se ha hecho referencia al
hablar del derecho subjetivo (supra, Clase N° 8), está relacionado
con el de deber jurídico. Sin embargo, ambas nociones no son
idénticas. Deber jurídico es la necesidad, conforme a un sistema
jurídico determinado, que tiene una persona de comportarse de un
modo también determinado. Pero la idea de obligación es a la vez
más amplia y más restringida que eso. Más amplia, por cuanto un
deber jurídico puede incluir muchas obligaciones (el deber jurídico
que tiene el vendedor de cumplir el contrato de compraventa incluye
la entrega de la cosa, el saneamiento de la evicción y de los vicios
redhibitorios, etc); más restringida, por otro lado, por cuanto pese a
que hay muchas circunstancias en que es perfectamente lícito
hablar de tener un deber (e.g. de no cometer homicidio, en virtud de
lo dispuesto por el artículo 391 del Código Penal), no es a ese tipo
de deberes a los que el ‘derecho de obligaciones’ se refiere.
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El concepto técnico de obligación, así, puede ser elucidado a partir
de lo visto en la Clase N° 7, es decir, del concepto de relación
jurídica. La obligación civil es el enlace entre el derecho y el deber
que constituyen los términos correlativos de una relación de esa
naturaleza. En derecho civil patrimonial, que alguien tenga una
obligación implica por regla general que otro tenga un derecho
(subjetivo) correlativo. Que ambos sean correlativos quiere decir
que ambos tienen el mismo contenido.
Génesis histórica del concepto
En el derecho romano, una obligación era un vínculo invisible pero
real, cuasi-mágico, entre dos personas. Los medios a través de los
cuales ella podía contraerse eran, en consecuencia, formales (e.g.
stipulatio). Por esta misma razón, las ideas de deber y de obligación
no eran necesariamente equivalentes. El obligatus era una persona
dada como rehén de que el deudor pagaría la deuda. La misma
etimología de la voz latina para ‘pago’, i.e. solutio, indica esta
antigua raíz: la obligación como vínculo real aunque invisible, el
pago como algo capaz de disolver este vínculo.
La idea originaria de obligación remite a la idea de acción (actio). Si
la obligación era un vínculo real, cuasi-físico, la actio también lo era,
y permitía al acreedor disponer físicamente del acreedor (e.g. a
través de la actio per manus iniectio). Luego la responsabilidad
personal del deudor es reemplazada por su responsabilidad
pecuniaria, y entonces la obligación da derecho al acreedor para
pagarse con los bienes del deudor. Más tarde, con el surgimiento
del procedimiento formulario, el acreedor tendría que recurrir a un
juez que ordenara al deudor a pagar bajo apercibimiento de prisión.
En el derecho romano no es posible encontrar una teoría general de
las obligaciones, sino más bien casos específicos de obligaciones
son discutidos. Esto es importante para el tema de las fuentes de
las obligaciones, que será tratado más adelante en esta clase.
Es importante destacar que la regla general en el derecho romano
era que la sola voluntad no era suficiente para crear obligaciones
(cf. Ulp. D. 2, 14.7.4: ‘el simple pacto no genera obligación’. Esta
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regla fue más tarde formulada como ex nudo pacto non oritur actio:
‘de un pacto desnudo no surge una acción’). Sólo durante la época
medieval, bajo la influencia de la escuela del derecho natural,
comienza a difundirse la regla contraria, es decir, pacta sunt
servanda (los pactos deben ser cumplidos). Esto será
especialmente relevante cuando la doctrina de la causa en los actos
jurídicos sea discutido (Clase N° 16).
En segundo lugar, la evolución medieval del derecho de
obligaciones completó la evolución ya comenzada bajo el derecho
romano clásico, de modo que la responsabilidad del deudor era
puramente pecuniaria, no personal. Finalmente la prisión por
deudas fue eliminada. En tercer lugar, durante el medioevo empieza
a aceptarse que la ejecución del crédito puede reclamarse en
especie y no necesariamente en un equivalente monetario (en el
common law inglés, sin embargo, hasta hoy en día la regla es la
contraria: sólo puede reclamarse judicialmente una suma de dinero,
por lo cual una obligación incumplida debe ser avaluada para poder
exigirla ante la justicia). Desde este punto es fácil entender la
patrimonialización de la obligación, la que queda concebida como
un vínculo puramente comercial y no necesariamente personal.
Esto implica mayor flexibilidad para transferir deudas y créditos y
para crear obligaciones a través de representantes.
Se sigue de la concepción de la obligación como un vínculo (real
aunque invisible primero, puramente jurídico después) que el
contenido y existencia de la misma no podía quedar entregado a la
pura voluntad del deudor. La obligación es vista como una limitación
a la libertad del deudor, y como tal no puede quedar sujeta en
cuanto a su contenido o existencia a la voluntad del sujeto cuya
libertad limita. Esto explica reglas como la contenida en el Código
Civil:
Son nulas las obligaciones contraídas bajo una condición
potestativa que consista en la mera voluntad de la persona que se
obliga.
Si la condición consiste en un hecho voluntario de cualquiera de las
partes, valdrá (art. 1478 CC).
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En definitiva, el concepto de obligación debe ser entendido junto a
otros dos conceptos: el de relación jurídica y el de derecho
subjetivo, conceptos ya estudiados (cf. supra, Clases N° 7 y 8). El
derecho subjetivo y la obligación son perfectamente correlativos (es
decir, su contenido puede ser descrito con la misma frase,
anteponiendo "X tienen derecho a" y "Z tiene la obligación de" antes
de ella), y es precisamente esta unión de correlativos (el derecho de
X y la obligación de Z) la que constituye la obligación en el sentido
técnico en que será utilizada durante el curso.
Las fuentes de las obligaciones
Las obligaciones nacen, ya del concurso real de las voluntades de
dos o más personas, como en los contratos o convenciones; ya de
un hecho voluntario de la persona que se obliga, como en la
aceptación de una herencia o legado y en todos los cuasicontratos;
ya a consecuencia de un hecho que ha inferido injuria o daño a otra
persona, como en los delitos y cuasidelitos; ya por disposición de la
ley, como entre los padres y los hijos sujetos a patria potestad (art.
1437 CC).
De este modo, las fuentes de las obligaciones, según el Código
Civil, se reducen a:
(i) Las convenciones y, más específicamente, los contratos, es decir
"del concurso real de las voluntades de dos o más personas";
(ii) Los cuasicontratos, es decir, "de un hecho voluntario de la
persona que se obliga";
(iii) Los delitos y cuasidelitos, es decir, "a consecuencia de un
hecho que ha inferido injuria o daño a otra persona;
(iv) La ley.
Los antecedentes de esta clasificación de las fuentes de las
obligaciones llegan al menos hasta el siglo II AC. En sus Institutas,
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Gayo formula la summa divisio de las obligaciones de la siguiente
manera:
Y ahora pasemos a las obligaciones, cuya división fundamental se
reduce a dos especies, pues toda obligación, o nace de un contrato
(ex contractu nascitur) o nade de un delito (G. III. 88).
Aunque el propio Gayo no pretendía, realmente, haber ofrecido una
obligación que abarcara todas las obligaciones civiles: sólo tres
párrafos más adelante, hablando de las obligaciones surgidas del
pago de lo no debido, Gayo reconoce que
Pero esta especie de obligación no parece que resulte de un
contrato, ya que aquel que da con ánimo de pagar quiere más bien
extinguir que contraer un negocio (G. III. 91).
Probablemente por eso Gayo, en una obra distrinta cuya rel autoría
es, sin embargo, discutida, se amplía la clasificación de las fuentes
de las obligaciones:
Las obligaciones naces o de un contrato, o de un delito, o por cierto
derecho propio, según las figuras de varias causas (G, D. 44,
7.1.pr).
Es importante tener presente que (i) Gayo no era un jurista de peso,
sino uno más bien obscuro; y (ii) las Institutas no eran tratados
jurídicos, sino textos propedéuticos a ser utilizados por estudiantes
para aprender derecho. Ello explica el nivel de sistematización que
encontramos en ese tipo de obras. Los romanos por lo general no
se ocupaban de formular teorías generales sino de solucionar
casos. Por eso cuando los juristas clásicos se referían a las fuentes
de las obigaciones sus clasificaciones tendían a ser más
enumerativas que sistemáticas:
Quedamos obligados o por recibir una cosa, o por unas palabras, o
por las dos cosas a la vez, o por el consentimiento, o por la ley, o
por derecho honorario, o por necesidad, o por una falta (Mod. D. 44,
7. 52. pr).
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Volviendo a Gayo, entonces, las obligaciones nacían de dos fuentes
principales, delito y contrato, dejando además una serie de ‘figuras
de varias causas’, sin aclarar cuáles eran éstas. La clasificación de
Gayo fue importante por cuanto, al codificar Triboniano el derecho
romano bajo la instrucción de Justiniano (en lo que después
constituiría el Corpus Iuris Civilis), la tuvo a la vista para formular la
más sistemática clasificación que encontramos en las Institutas de
Justiniano. En la cultura bizantina la demanda por sistematicidad
era más fuerte que en la cultura romana de los primeros siglos de la
era cristiana, y Justiniano forzó sistematicidad sobre la clasificación
de Gayo:
La siguiente clasificación es en cuatro: las obligaciones surgen de
los contratos o como de los contratos, de los delitos y como de los
delitos (J. 3, 13. 2).
Las ‘variis causarum figuris’ (figuras de varias causas) de Gayo han
sido, como es posible apreciar, divididas en dos, ‘como de los
contratos’ (cuasi ex contractu) y ‘como de los delitos’ (cuasi ex
maleficio). Es decir, hay obligaciones que, sin ser causadas por un
contrato, pueden asimilarse a las que lo son, y obligaciones que, sin
ser causadas por un delito, pueden asimismo asimilarse a las que si
lo son. El paso siguiente lo dan los eruditos medievales, que
transliteran las expresiones ‘cuasi ex contractu’ y ‘cuasi ex maleficio’
por ‘ex cuasi contractu’ y ‘ex cuasi maleficium’. Estas nuevas
expresiones, es claro, dan una idea que no se encontraba en el
texto justinianeo, es decir, que ‘cuasicontractu’ y ‘cuasimaleficio’ son
categorías propias e independientes de las otras, que constituyen
fuentes de las obligaciones como el contractu y el maleficio. Al
hablar de ex cuasicontractu antes que cuasi ex contractu se reifica
la figura del cuasicontrato. Es así como llegamos a los primeros
cuatro elementos contenidos en la clasificación contenida en el
artículo 1437 del Código Civil: contratos, cuasicontratos, delitos,
cuasidelitos.
El quinto elemento (la ley) es mucho más reciente. Se le imputa
tradicionalmente a Pothier, un jurista francés de una enorme
influencia en el Code Napoleon y, a través de él, en la mayoría de
los Códigos posteriores, y ciertamente en el Código Civil chileno.
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Objeciones a las categorías tradicionales
En primer lugar, debe observarse que las categorías (reificadas) de
‘cuasicontrato’ y ‘cuasidelito’ son de contenido específico poco
claras. ‘Cuasidelitos’ son actos ilícitos que causan daño a otro en
los cuales el actor no actúa con dolo (es decir, con "intención
positiva de inferir injuria a la persona o propiedad de otro": art. 44
inc. 6º CC), sino con negligencia. Los problemas de delitos y
cuasidelitos son estudiados bajo el título de ‘responsabilidad extra-
contractual’, y corresponden a materia a tratar en cursos siguientes.
El caso de los cuasicontratos es más complejo. El Código Civil los
entiende como ‘un acto voluntario de la persona que se obliga’ (art.
1437 CC), pero en realidad poco hay en común entre las distintas
figuras incluidas en este apartado. Los cuasicontratos regulados por
el Código Civil chileno son:
"La agencia oficiosa o gestión de negocios ajenos, llamada
comúnmente gestión de negocios, es un cuasicontrato por el cual el
que administra sin mandato los negocios de alguna persona, se
obliga para con ésta, y la obliga en ciertos casos" (art. 2286 CC).
El pago de lo no debido: "Si el que por error ha hecho un pago,
prueba que no lo debía, tiene derecho para repetir lo pagado" (art.
2295 CC).
"La comunidad de una cosa universal o singular, entre dos o más
personas, sin que ninguna de ellas haya contratado sociedad o
celebrado otra convención relativa a la misma cosa, es una especie
de cuasicontrato" (art. 2304 CC).
Lo que parecen tener en común al menos muchas de ellas es que
una persona recibe un beneficio en detrimento de otra, a la que
queda por eso obligado. Pero es claro que no todos los casos en
los cuales una persona recibe un beneficio en detrimento de otra
constituyen cuasicontratos. La clasificación del artículo 1437 es
engañosa en tanto sugiere una categoría común que dice algo
respecto de la naturaleza de las figuras que incluye, cuando en
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realidad es mejor estudiar los cuasicontratos uno por uno y tratar de
elucidar sus características fundamentales. Eso se hará en el curso
de Derecho Civil II.
También es un problema incluir a la ley en la clasificación, porque la
ley y los demás elementos de la clasificación funciones en
categorías diferentes. La ley declara al contrato y al delito, al
cuasidelito y al cuasicontrato, fuentes de las obligaciones. De modo
que hablar de la ley como una fuente más de las obligaciones es
cometer un error categorial (un error categorial es un error que
confunde categorías diversas. Es el error que cometería una
persona si, después de que le han mostrado los diversos edificios
de la Universidad de Talca, i.e. la facultad de Derecho, la FACE, la
Casa Central, etc, dijera: ‘si, pero ahora quiero ver La Universidad’).
El resto del curso, a pesar de lo dicho, está organizado sobre la
base de la clasificación tradicional. Veremos como en algunos
lugares eso generará problemas, que irán siendo discutidos a
medida en que parezcan. También volveremos sobre este problema
de clasificación al comenzar a hablar de los contratos (Clase N°
19).
Es importante tener presente que según algunos el artículo 1437
del Código Civil omite una de las fuentes de las obligaciones en el
derecho civil chileno: la declaración unilateral de voluntad. Veremos
durante el curso algunos casos de ella, pero por ahora sólo las
mencionaremos: la oferta en las tratativas preliminares (a ser
estudiada en la Clase N° 11), y la promesa de hecho ajeno (a ser
estudiada en la Clase Nº 22). En todos estos casos, una parte
queda obligada por su sola declaración unilateral de voluntad.
Clase N° 10. Hechos y actos jurídicos
Contenidos:
Noción de hecho y acto jurídico;
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Clasificación de los actos jurídicos;
Elementos de los actos jurídicos;
Condiciones de existencia y validez.
Lecturas Necesarias: Vodanovic, Curso de Derecho Civil, vol. i, pp.
367-380.
Noción de hecho y acto jurídico
De todos los ‘hechos simples’ que ocurren en el mundo, sólo
algunos tienen efectos jurídicos. Éstos se llaman hechos jurídicos.
Los hechos jurídicos pueden ser: (i) hechos jurídicos propiamente
tales, i.e. hechos naturales a los que el derecho reconoce efectos
(e.g. la muerte, el nacimiento); (ii) hechos jurídicos voluntarios, que
pueden ser realizados (a) con la intención de producir los efectos
jurídicos que la ley les imputa (actos jurídicos o, en terminología
alemana, negocios jurídicos) o (b) sin esa intención (e.g. el
homicidio).
Clasificación de los actos jurídicos
Los actos jurídicos pueden clasificarse de acuerdo a variados
criterios, los más importantes de los cuales son los siguientes:
Actos unilaterales y actos bilaterales
Los actos jurídicos unilaterales requieren la declaración de voluntad
de sólo una parte, mientras que los actos jurídicos bilaterales
requieren al menos de dos partes. Un caso paradigmático de acto
jurídico unilateral es el testamento, mientras el bilateral por
excelencia es el contrato.
Dos cuestiones deben recordarse en relación con esta clasificación:
(i) en primer lugar, lo importante es el número de partes y no de
personas. Una parte puede estar conformada por más de una
persona y una persona puede reunir en sí a más de una parte (ver
art. 1438 CC: "Cada parte puede ser una o muchas personas"). Una
parte es un centro de intereses (esto ya fue discutido: cf. supra,
Clase N° 6); en segundo lugar, veremos que los contratos (i.e. actos
32
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jurídicos bilaterales) pueden a su vez clasificarse en uni y
bilaterales (art. 1439 CC). Esta es una clasificación distinta,
realizada conforme a otros criterios. En resumen, no debe
confundirse un acto jurídico unilateral con un contrato unilateral.
El Código habitualmente usa la expresión ‘acto’ para referirse a los
actos jurídicos unilaterales y ‘contrato’ para referirse a los
bilaterales. Ello explica expresiones como "El error de hecho vicia el
consentimiento cuando recae sobre la especie de acto o contrato
que se ejecuta o celebra" (art. 1453 CC). El uso, sin embargo, no es
consistente, y en consecuencia en cada caso debe, mediante
interpretación, determinarse el sentido en que la palabra ‘acto’ es
utilizada (así, por ejemplo, es por lo menos posible pensar que la
expresión ‘actos’ en el artículo 1447 inc. 4º del Código Civil incluye
a los contratos).
Por último, los actos bilaterales son también denominados
convenciones. Aunque el artículo 1438 del Código Civil define a una
convención como un acto por el cual una parte se obliga para con
otra a dar, hacer o no hacer alguna cosa (art. 1438 CC).
La doctrina tradicionalmente las ha definido como actos jurídicos
bilaterales que crean, modifican o extinguen derechos. Al artículo
1438 (y al 1437) se le reprocha tradicionalmente haber confundido
el contrato con la convención, cuando, se dice, el contrato es un
tipo especial de convención, es decir, la que tiene por objeto crear
derechos.
Actos patrimoniales y actos de familia
La distinción entre actos de familia (i.e. los que se refieren o
principalmente afectan las relaciones de familia de una persona,
como el reconocimiento de la filiación a la que se refiere el art. 186
CC) y actos patrimoniales (i.e. los que recaen sobre derechos
avaluables en dinero) es importante por cuanto la disponibilidad de
los derechos, regla general en materias patrimoniales, no es
aplicable a las materias de familia. Los actos de familia tienen una
regulación mucho más marcada y menos disponible que los
patrimoniales. Las razones de esta diferencia son importantes, y
volveremos sobre ella en la (eventual) VI parte del curso.
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Actos solemnes y actos no solemnes
Actos solemnes son aquellos cuyo perfeccionamiento está, de
acuerdo a la ley, sujeto al cumplimiento de ciertas formalidades
(e.g. la escritura pública, en el caso de la compraventa de bienes
raíces, conforme al artículo 1801 inc. 2º CC); actos no solemnes (o
consensuales) son aquéllos cuyo perfeccionamiento no requiere
formalidad alguna. Desde luego, esta clasificación se hace
atendiendo a las exigencias legales; otra cuestión es la forma de
prueba de las obligaciones. Pueden existir obligaciones perfectas
cuya prueba es físicamente imposible.
Por regla general, los actos y contratos son no solemnes: para su
perfeccionamiento basta la voluntad de la o las personas que
concurren a ellos. En algunos casos (como el ya citado de la
compraventa de bienes raíces) la ley impone formalidades sin las
cuales el contrato no se perfecciona. A medio camino entre estos
dos extremos se encuentran los casos en los cuales la ley exige
una formalidad, pero no para el perfeccionamiento del acto sino
para otros fines. Un ejemplo es el contenido en el artículo 1708, que
prohibe la prueba de testigos respecto de un acto que "haya debido
constar por escrito" (y el 1709, que especifica que deberán constar
por escrito los actos que contengan la promesa o entrega de una
cosa de un valor superior a dos unidades tributarias"), o el 1703,
que fija la fecha de un documento privado en el día en que éste se
protocoliza o somete a alguna de las formas ahí indicadas. En estos
casos, de lo que se trata no es de formalidad exigidas para la
validez del contrato, sino para la prueba, ya de su contenido (en el
caso de los artículos 1708-1709) o de su fecha (1703).
Las solemnidades pactadas por las partes son, desde luego,
válidas. Pero un acto posterior de las mismas partes en que éstas
las incumplen es igualmente válido, pues se entienden que las
partes han dejado esos pactos sin valor (ver, por ejemplo, los
artículos 1802, en el caso de la compraventa, y 1921, en el caso del
arrendamiento). Esto será tratado en la Clase Nº 17.
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Actos puros y simples y actos sujetos a modalidades
Las modalidades son cláusulas accesorias que se le incorporan a
un acto o contrato para modificar sus efectos, ya sea en cuanto a su
existencia, o en cuanto al ejercicio de los derechos que de él
surgen, o en cuanto a la extinción de éstos.
Las modalidades son de dos tipos (existe una tercera modalidad, el
modo, de importancia especial en materia sucesoria):
La condición es un hecho futuro e incierto (e.g. que Chile califique
para el mundial de fútbol 2002). Puede ser de dos tipos: (i)
suspensiva, si del acaecimiento de ese hecho futuro e incierto
depende el nacimiento de un derecho (es decir, si el nacimiento del
derecho esta en suspenso hasta la ocurrencia del hecho futuro e
incierto al cual está condicionado) o (ii) resolutoria, si el
acaecimiento de ese hecho futuro e incierto resuelve el derecho en
cuestión.
El plazo es un hecho futuro y cierto (e.g. la muerte del profesor de
derecho civil). Hay dos clasificaciones importantes del plazo: el
plazo puede ser indeterminado si, aunque se sabe que el hecho en
que consiste ocurrirá, no se sabe la fecha precisa en que acaecerá,
o determinado, si también se sabe esto último. La muerte de
alguien es un plazo indeterminado, el 5 de Enero de 2015 es un
plazo determinado.
Como la condición, el plazo puede ser suspensivo o extintivo, según
si su acaecimiento acarrea la extinción o el nacimiento de un
derecho.
Los actos jurídicos que no son sujetos a modalidades son puros y
simples, es decir, producen sus efectos desde el momento en que
están perfectos, de modo indefinido hacia el futuro.
Actos principales y actos accesorios
Un acto es principal cuando subsiste por si mismo, y accesorio
cuando tiene por objeto garantizar el cumplimiento de otro, de modo
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que no puede subsistir sin éste (cf. art. 1442 CC). La distinción es
importante porque ‘lo principal sigue la suerte de lo accesorio’.
Como un ejemplo, puede citarse el caso de la hipoteca:
La acción hipotecaria, y las demás que proceden de una obligación
accesoria, prescriben junto con la obligación a que acceden (art.
2516 CC).
Elementos de los actos jurídicos
En los actos jurídicos se distinguen tres tipos de elementos (art.
1444 CC):
(i) Elementos de la esencia, que son ‘aquellas cosas sin las cuales
[el acto] no produce efecto alguno, o degenera en otro [acto]
diferente;
(ii) Elementos de la naturaleza son los ‘no siendo esenciales en él
se entienden pertenecerle, sin necesidad de una cláusula especial’,
y Contenido:
(iii) Elementos accidentales son los que se le agregan por medio de
cláusulas especiales.
La omisión de un elemento de un acto o contrato tiene efectos
distintos según el tipo de elemento: si se omite un elemento
esencial, el acto o contrato no existe o degenera en uno distinto
(e.g. si en un contrato de compraventa se omite el precio, el
contrato en principio no existe, salvo que, atendido el contexto,
pueda un inferir que las partes querían celebrar una donación, etc).
Si se omite un elemento de la naturaleza esa omisión no tiene
efecto alguno: los elementos de la naturaleza son elementos que se
entienden incorporados al contrato aun cuando no haya una
cláusula expresa que así lo señale, y rigen en silencio de las partes.
Si se omite un elemento accidental éste ciertamente no existirá,
pero el contrato existirá sin problemas (e.g. se omite un plazo, el
plazo no existe, es decir el contrasto nace puro y simple).
Condiciones de existencia y validez
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La dogmática tradicional gusta de distinguir entre condiciones de
existencia y condiciones de validez de un acto o contrato. La
importancia de esto será considerada más adelante, al hablar de la
nulidad y la inexistencia en el derecho civil chileno (Clase N° 18).
En las clases que siguen no se hará la distinción entre elementos
de existencia y validez. Estos elementos son: (i) Voluntad, seria,
manifestada y libre de vicios; (ii) Capacidad de las partes; (iii)
Objeto, existente y lícito; (iv) Causa lícita y (vi) Formalidades,
cuando la ley las exige.
En las próximas clases (NN° 11ss) nos referiremos a estos
elementos de las actos jurídicos en detalle.
Clase N° 11. Existencia y validez de los actos jurídicos (I: la
voluntad)
La voluntad y su declaración;
Formación del consentimiento en los actos bilaterales.
Lecturas Necesarias: Díez-Picazo, Fundamentos del Derecho Civil
Patrimonial, vol. 1: pp. 147-156; Coing, Derecho Privado Europeo,
pp. 343-347; Ducci, Derecho Civil, parte general, pp. 232-239;
Vodanovic, Curso de Derecho Civil, vol. i, pp. 381-414;
Lecturas adicionales: Vodanovic, Curso de Derecho Civil, pp. 397-
414.
La voluntad es la aptitud para querer algo. Que la voluntad sea
seria quiere decir que la declaración querida haya sido hecha con la
intención de crear un vínculo jurídico. La seriedad de la voluntad es
un requisito que se vuelve importante cuando el derecho de
obligaciones se funda en el voluntarismo, es decir, cuando la regla
pacta sunt servanda desplaza a la regla ex nudo pacto non oritur
actio. Este desplazamiento, y la consecuentemente adquirida
importancia del requisito de la seriedad de la voluntad, aparecen
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más claramente y serán estudiados cuando al tratar de la causa
como requisito de los actos jurídicos.
La voluntad y su declaración
La voluntad debe también ser manifestada. Esto genera un
problema, y es la relación que existe entre la voluntad y su
declaración. ¿Es la voluntad el concepto básico, mientras su
manifestación tiene por objeto sólo hacerla conocida (de modo tal
que otras cuestiones podrían también hacerla conocida, incluso
contradiciendo lo declarado)? O es la declaración la importante,
importante en el sentido de que su valor no es accesorio a la
existencia de una voluntad real concomitante sino que vale por sí
misma? (esta distinción, como veremos, es también de importancia
significativa en materia de interpretación de contratos, como
veremos en la Clase N° 24). Las posiciones al respecto han
recibido tradicionalmente el nombre de teoría de la voluntad y teoría
de la declaración.
La teoría de la voluntad
La formulación más detallada de la teoría de la voluntad se debe a
Savigny. La declaración de voluntad (expresión en la cual debe
enfatizarse el segundo elemento, no el primero) es lo que
caracteriza a los actos jurídicos. La declaración de voluntad consta
de dos elementos: la existencia de una voluntad, de algo que es
querido, y su exteriorización, lo que puede incluso ocurrir
tácitamente.
Esta teoría significó un importante avance dogmático en el derecho
privado. Durante el ius commune el concepto básico del derecho
privado patrimonial era el de contrato. Sobre la base del concepto
de declaración de voluntad, sin embargo, era posible reorganizar el
derecho civil sobre la base de una idea que así cubría no sólo a los
casos de relaciones jurídicas contractuales, incluso no sólo a los
casos de relaciones patrimoniales, sino toda la teoría de los actos
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jurídicos, incluyendo actos de familia tanto como actos
patrimoniales. Disposiciones relativas a los vicios del
consentimiento (error, fuerza y dolo) no estaban necesariamente
vinculadas a la existencia de un ‘consentimiento’, es decir a un
contrato entre dos o más partes.
La teoría de la declaración
Hacia mediados del siglo XIX, sin embargo, y a propósito de casos
en los cuales disconformidades entre la voluntad y su manifestación
eran notorios, surge la idea de que en realidad lo que es de
relevancia para el derecho no es primeramente la voluntad (y
accesoriamente su declaración) sino precisamente lo contrario, i.e.
la declaración es importante y la voluntad detrás de la misma es
secundaria. Esta teoría fue ofrecida particularmente en relación con
casos de error (e.g. error en la transmisión de un telegrama, el caso
de una letra de cambio puesta en circulación contra la voluntad del
librador, etc), y se relacionaba especialmente con la protección de
las expectativas desarrolladas por terceros. Ella significó, sin
embargo, una alteración del aparato dogmático del derecho civil, en
el cual la voluntad había ocupado el lugar privilegiado.
Teorías eclécticas
Díez-Picazo ofrece los siguientes criterios que deben, según él, ser
tomados en cuenta al decidir la importancia relativa de la voluntad y
su declaración:
(a) Los actos jurídicos son tutelados como cauces para la
realización de los intereses de las personas que los ejecutan o
celebran. Así, en principio pareciera que nadie debería quedar
obligado contra su voluntad;
(b) La buena fe y la confianza de los destinatarios de una
declaración de voluntad, sin embargo, es también digna de
protección por el derecho. La posición de las partes en relación con
la disconformidad entre la voluntad y su declaración debe ser
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considerada: ¿es la disconformidad imputable a alguien? ¿estaban
una de las partes de mala fe en relación a ella? etc.
El Código Civil
¿Cual es la posición del Código Civil? Conforme al artículo 1560
Conocida claramente la intención de los contratantes, debe estarse
a ella más que a lo literal de las palabras (art. 1560 CC).
Lo que parece inclinar la balanza claramente hacia la teoría de la
voluntad. A esto algunos suman el artículo 1445, que dispone que
para que una persona se obligue para con otra es necesario que
consienta en esa declaración y que su consentimiento no adolezca
de vicios. Pero la protección del tráfico negocial que constituye una
preocupación central para la teoría de la declaración está también
presente en el Código Civil. Así, por ejemplo,
Las escrituras privadas hechas por los contratantes para alterar lo
pactado en escritura pública, no producirán efecto contra terceros
(art. 1707 CC).
Existen otros problemas relacionados con la voluntad y su
declaración:
(a) La declaración de voluntad no necesita ser expresa. Ella puede
ser tácita, si la persona de cuya voluntad se trata realiza actos que
de modo claro indican su voluntad de aceptar. Un ejemplo se
encuentra en el artículo 1241 del Código Civil:
La aceptación de una herencia puede ser expresa o tácita. Es
expresa cuando se toma el título de heredero; y es tácita cuando el
heredero ejecuta un acto que supone necesariamente su intención
de aceptar, y que no hubiera tenido derecho de ejecutar, sino en su
calidad de heredero (art. 1241 CC).
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Pero la declaración de voluntad no sólo puede ser expresa o tácita,
también puede ser presunta. Esto es excepcional en el derecho civil
chileno, y ocurre sólo cuando la ley lo dice. Por regla general,
entonces, el silencio es silencio. Sólo en algunos casos la ley
imputa al silencio efectos diversos:
Las personas que por su profesión u oficio se encargan de negocios
ajenos, están obligadas a declarar lo más pronto posible si aceptan
o no el encargo que una persona ausente les hace; y transcurrido
un término razonable, su silencio se mirará como aceptación (art.
2125 CC).
En este caso (que se encuentra en la regulación legal del contrato
de mandato, que será estudiado con detalle más adelante, en la V
parte), el solo silencio de una persona es interpretada por la ley
como declaración de voluntad (en esta categoría entran los
abogados, por regla general, lo que hace aconsejable responder las
cartas prontamente!). Habitualmente se cita como ejemplo de
voluntad presunta el caso del comodato precario (que será
estudiado en la V sección del curso):
Se entiende precario cuando no se presta la cosa para un servicio
particular ni se fija tiempo para su restitución.
Constituye también precario la tenencia de una cosa ajena, sin
previo contrato y por ignorancia o mera tolerancia del dueño (art.
2195 CC).
Formación del consentimiento en los actos bilaterales
La voluntad toma el nombre de ‘consentimiento’ en los actos
bilaterales. La existencia de más de una parte implica que, al
menos idealmente, el contrato será precedido por un período de
negociación en el cual las partes harán proposiciones unas a otras
buscan el máximo de ventaja para cada una de ellas. El período de
negociación (también denominado tratativas preliminares) termina
con el perfeccionamiento del contrato (o con su fracaso,
naturalmente). En esta etapa se plantean fundamentalmente dos
problemas: (a) el primero es determinar cuándo terminan las
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negociaciones de las partes y comienza el contrato propiamente
dicho (este problema se le denomina con la expresión ‘formación
del consentimiento’); (b) el segundo es el de determinar qué tipo de
obligaciones se deben las partes unas a otras antes de la
celebración del contrato.
La formación del consentimiento
La formación del consentimiento no está regulada por el Código
Civil, sino por el Código de Comercio (arts. 97-105). Aunque alguna
vez hubo alguna disputa acerca de la aplicabilidad de las reglas
comerciales a actos civiles, hoy es pacífica la opinión de que el
Código de Comercio es en ese aspecto supletorio del Código Civil.
En la formación del consentimiento deben distinguirse dos
momentos: la oferta, que es un acto por el cual una persona invita a
otra a celebrar un contrato, y la aceptación, que es un acto por el
cual la persona invitada acepta la invitación y consiente a la oferta.
La oferta
La oferta debe ser completa, es decir, debe especificar todas las
cuestiones sobre las cuales el consentimiento es necesario para el
perfeccionamiento del contrato. Esto quiere decir que debe referirse
a todas las cosas esenciales del contrato de que se trate. Si no se
refiere a cosas de la naturaleza, éstas se entienden incorporadas a
la oferta, y si no contiene cosas accidentales se entiende que la
oferta no incorpora cláusulas accidentales (esta distinción fue
tratada en la Clase N°10). Hay tres clasificaciones importantes del a
oferta:
(a) Oferta verbal/escrita; es posible agregar a estas categorías la de
la oferta tácita (e.g. la hecha por el taxista que recorre las calles con
su taxi disponible).
(b) Oferta entre presentes/entre ausentes. Aunque su nombre
puede inducir a error, la distinción no tiene que ver con el hecho de
que las partes estén en la presencia del otro. Tiene que ver, mejor
dicho, con el tiempo mínimo que media entre la oferta y la
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aceptación. Una oferta telefónica, en consecuencia, sería una oferta
entre presentes. Por regla general, si las partes están efectivamente
en presencia una de la otra, la oferta será entre presentes. Pero de
lo contrario no se puede deducir que es una oferta entre ausentes,
sin conocer el medio de comunicación a través del cual ella se hizo.
(c) Oferta a persona determinada/a persona indeterminada. En esta
clasificación es posible distinguir tres categorías: en primer lugar, la
oferta puede ser hecha a una persona determinada con la cual uno
quiera contratar; en segundo lugar, la oferta puede ser hecha
mediante circulares, catálogos, notas de precios etc, a personas
indeterminadas, o puede, por último, hacerse mediante esos avisos
a personas determinadas. Las ofertas hechas mediante avisos a
personas indeterminadas no son obligatorias para el proponente
(art. 105 CCom). Las hechas mediante avisos a personas
determinadas son débilmente obligatorias (su obligatoriedad parece
estar sujeta a una condición meramente potestativa que depende
de la sola voluntad de la persona que se obliga), pues
Llevan siempre la condición implícita de que al tiempo de la
demanda no hayan sido enajenados los efectos ofrecidos, de que
no hayan sufrido alteración en su precio, y de que existan en el
domicilio del oferente (art. 105 inc. 2º CCom).
La oferta, por otro lado, tiene un período de vigencia, esto es, un
lapso durante el cual la aceptación produciría, si ocurre, la
formación del consentimiento y así el nacimiento del contrato. Ese
lapso, sin embargo, es limitado, no indefinido. La oferta puede: (i)
ser revocada por el oferente; (ii) caducar; o (iii) extinguirse.
(i) Revocación de la oferta. El proponente puede, conforme al
artículo 99 del Código de Comercio, revocar la oferta en el tiempo
que media entre la oferta y su aceptación, salvo que la oferta
hubiera incorporado un plazo.
(ii) Caducidad de la oferta. Si después de la oferta y antes de la
aceptación el proponente muere, es declarado en quiebra o
incapaz, la oferta caduca, y deja en consecuencia de ser válida (art.
101 CCom y art. 64 Ley de Quiebras).
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(iii) Extinción de la oferta. La oferta se extingue por el cumplimiento
del plazo extintivo a la que estaba sujeta. La regla general es que,
tratándose de ofertas verbales, la oferta se extingue si la otra parte
no acepta consecutivamente; tratándose de una oferta por escrito,
el plazo es de 24 horas (art. 98 CCom). En ambos casos, desde
luego, puede el proponente imponerse un plazo diverso, que se
aplicará con preferencia al legal.
Una oferta que no ha sido revocada ni ha caducado ni se ha
extinguido está vigente. La aceptación pura y simple de una oferta
vigente perfecciona el consentimiento.
La aceptación
Para que, dada la aceptación, el consentimiento quede formado, es
necesario: (a) que la aceptación sea oportuna, es decir, que la
oferta esté vigente, como ya hemos visto; y (b) que la aceptación
sea pura y simple, es decir, que se limite a aceptar la oferta en
todas y cada una de sus partes, sin agregar ni objetar nada. La
oportunidad de la aceptación ha sido ya tratada, al considerar la
vigencia de la oferta (que la aceptación sea oportuna sólo quiere
decir que ella sea hecha mientras la oferta está vigente). Si la
aceptación no es pura y simple, es decir, si es condicional, ella se
mirará como una nueva oferta (art. 102 CCom).
Hay casos en los que la aceptación pura y simple de una oferta no
produce el efecto de perfeccionar el consentimiento: se trata de las
ofertas contenidas en catálogos o avisos, a las que se refiere el
artículo 105 del Código de Comercio. Como vimos, si esa oferta es
dirigida a personas indeterminadas no es obligatoria para el
proponente, mientras que si se hace a personas determinadas
"lleva siempre la condición implícita de que al tiempo de la
demanda no hayan sido enajenados los efectos ofrecidos, de que
no hayan sufrido alteración en su precio, y de que existan en el
domicilio del oferente".
Ahora bien, cuando la oferta es hecha entre ausentes, ¿cuándo y
donde se forma el consentimiento si ella es aceptada? El problema
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no es irrelevante: las condiciones de validez, especialmente la
capacidad de las partes, se fijan al momento de perfeccionarse el
consentimiento; asimismo, la legislación aplicable, la competencia
de los tribunales para conocer de eventuales conflictos suscitados
por el cumplimiento o incumplimiento contractual etc, se fijan por el
lugar conde el contrato es celebrado.
Las posibilidades son cuatro:
(i) La aceptación. Según esta posibilidad, la aceptación dada por la
parte a quien la oferta fue hecha perfecciona el consentimiento, aun
cuando el proponente no la conozca. Esta tesis discurre sobre las
base de que el consentimiento se forma al momento preciso en que
la oferta es aceptada, con independencia de que el oferente sepa
de eso.
(ii) La expedición. Los problemas de tomar la aceptación como
momento clave es que el aceptante puede retractarse antes de
comunicar la aceptación al oferente, y eso dejaría el nacimiento del
contrato a merced de él. Por eso es posible pensar que la
aceptación perfecciona el consentimiento cuando tiene algún viso
de irrevocabilidad, por ejemplo, cuando la comunicación en la cual
la oferta es aceptada es expedida por el aceptante (cuando, e.g. la
carta es puesta en el correo).
(iii) El conocimiento. Algunos piensan que el consentimiento debería
entenderse formado cuando el oferente conoce la decisión del
aceptante de aceptar la oferta.
(iv) La recepción. Esta posibilidad atiende al momento en el cual la
aceptación es recibida por el oferente, aun cuando éste no la
conozca (cuando, por ejemplo, el mensaje por correo electrónico
del aceptante ha sido recibido en la casilla del oferente).
La posición adoptada por el Código de Comercio es la de la
aceptación, lo que se desprende del artículo 99 (‘El proponente
puede arrepentirse en el tiempo medio entre el envío de la
propuesta y su aceptación’), del artículo 101 (‘dada la aceptación
[…] el contrato queda en el acto perfeccionado’) y el 104, que
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especifica como lugar de celebración del contrato ‘el de la
residencia del que hubiere aceptado’ la oferta.
Al determinar cuándo se perfecciona el contrato se soluciona
también el problema del lugar donde éste es perfeccionado, lo que
se aprecia en el artículo 104 del Código de Comercio. Las mismas
posibilidades (i.e. la aceptación, la expedición, el conocimiento, la
recepción) existen en principio, y la solución del Código, como está
visto, es consistente con la anterior, i.e. el Código sigue la tesis de
la aceptación.
La responsabilidad de las partes durante las tratativas preliminares
Aceptada pura y simplemente que sea una oferta vigente el
consentimiento es formado. ¿Quiere esto decir que hay un contrato
entre las partes? No necesariamente. Es necesario distinguir tres
tipos de contratos:
El contrato es real cuando, para que sea perfecto, es necesaria la
tradición de la cosa a que se refiere; es solemne cuando está sujeto
a la observancia de ciertas formalidades especiales, de manera que
sin ellas no produce ningún efecto civil; y es consensual cuando se
perfecciona por el solo consentimiento (art. 1443 CC).
Si el contrato concernido es consensual, entonces, el hecho de que
el consentimiento es formado significa que el contrato es formado.
Pero esta conclusión no se aplica a los contratos solemnes, que
requieren alguna formalidad adicional al consentimiento (e.g. el
otorgamiento de escritura pública) ni a los contratos reales, que
exigen la entrega de la cosa para su perfeccionamiento. En estos
casos, aunque el consentimiento de las partes esté formado, no hay
contrato.
¿Quiere esto decir que cualquiera de las partes puede retractarse
sin sufrir consecuencia alguna? Uno podría sostener que aunque no
hay contrato entre las partes, el consentimiento formado implica la
existencia de una especie de meta-contrato (un contrato sobre el
contrato), i.e. un contrato consensual en virtud del cual las partes se
obligan a celebrar un contrato (real o solemne, en su caso).
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Esta línea de argumentación, sin embargo, se topa con el hecho de
que el Código Civil contiene reglas sobre lo que se ha
posteriormente denominado el contrato de promesa, y los requisitos
exigidos por la ley son significativamente exigentes:
La promesa de celebrar un contrato no produce obligación alguna;
salvo que concurran las circunstancias siguientes:
1a. Que la promesa conste por escrito;
2a. Que el contrato prometido no sea de aquellos que las leyes
declaran ineficaces;
3a. Que la promesa contenga un plazo o condición que fije la época
de la celebración del contrato;
4a. Que en ella se especifique de tal manera el contrato prometido,
que sólo falten para que sea perfecto, la tradición de la cosa, o las
solemnidades que las leyes prescriban.
Concurriendo estas circunstancias habrá lugar a lo prevenido en el
artículo precedente (art. 1554 CC).
(El ‘artículo precedente’ especifica la forma en que puede
demandarse el cumplimiento forzado de una obligación de hacer).
Como el consentimiento formado al final de las tratativas
preliminares usualmente no cumplirá con todos estos requisitos,
pareciera que antes de formalizar el contrato solemne o de
proceder a la entrega de la cosa en los contratos reales el
consentimiento no es relevante aun cuando haya sido
perfectamente formado. Esto implicaría que, antes de formalizar el
contrato o entregar la cosa, en su caso, cualquiera de las partes
podría retractarse sin sufrir por ello ninguna consecuencia.
El problema es que tal retractación podría infligir daños a la otra
parte, que podría haber ya hecho gastos u ordenado sus asuntos
en función del acuerdo logrado con la parte que ahora se desiste.
No hacer responsable al que se desiste sería contrario al espíritu de
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los artículos 98 (inc. final) y 100 del Código de Comercio, que hacen
responsable al oferente que se desiste extemporáneamente.
Parecería absurdo que durante las tratativas preliminares el
oferente no pudiera desistirse sin responder por los perjuicios
irrogados, mientras que no tendría que responder de tales perjuicios
una vez formado el consentimiento pero antes de perfeccionar el
contrato.
La cuestión puede ser tratada como un caso de responsabilidad
extra-contractual, es decir, como uno de esos casos a los que se
refiere el artículo 2329 del Código Civil:
Por regla general todo daño que pueda imputarse a malicia o
negligencia de otra persona, debe ser reparado por ésta (art. 2329
CC).
Algunos prefieren hablar en este caso de responsabilidad pre-
contractual, lo que parece poco razonable si se considera que en
muchos de estos casos nunca habrá contrato dado que una de las
partes se desiste. Ihering se refirió al tema como culpa in
contrahendo. El principio de buena fe aplicado a las tratativas
preliminares es otra manera de fundar esta responsabilidad (cf.
Clase N° 23).
El caso de la oferta en las hipótesis de artículos 99 inc. final y 100
del Código de Comercio son habitualmente enumerados como un
tipo adicional de fuentes de las obligaciones que no figura en el
artículo 1437 del Código Civil: la declaración unilateral de voluntad
(cf. supra, Clase N° 9).
Clase N° 12. La voluntad. Vicios del Consentimiento
Contenido:
Introducción: una casuística dogmatizada;
Los vicios del consentimiento en el derecho civil chileno;
El error;
La fuerza;
El dolo;
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El estado de necesidad;
La lesión.
Lecturas Necesarias: Flume, El Negocio Jurídico, pp. 517-531;
Vodanovic, Curso de Derecho Civil, pp. 415-427, 547-554; Díez-
Picazo, Fundamentos, pp. 176-185; Mazeaud, Mazeaud, Mazeaud,
Derecho Civil, parte II, vol i, pp. 236-237, 248-250.
Lecturas Adicionales: Zimmermann, Law of Obligations, pp. 259-
268.
Introducción: una casuística dogmatizada
Conforme al artículo 1437, una de las fuentes de las obligaciones
es ‘el concurso real de dos o más voluntades’. Para que exista un
contrato, en consecuencia, es necesario que tal concurso real
exista de hecho. Las voluntades no concurren realmente cuando al
menos una de ellas ha sido afectada por el error, o cuando ha sido
obtenida con engaño, o cuando una de las partes ha sido
violentamente forzada a otorgar el consentimiento. En todos estos
casos se dice que la voluntad de la parte afectada está viciada.
Como la voluntad de una de las partes está viciada, no hay
verdaderamente un ‘concurso’ de ambas, y el contrato entonces
está afectado por un vicio de nulidad.
La verdad, sin embargo, es que no cualquier vicio es suficiente para
viciar la voluntad y así el contrato. Si bien de acuerdo al artículo
1437 cualquier elemento que afectara el concurso real de las
voluntades constituiría un vicio del consentimiento y así del
contrato, lo cierto es que el artículo 1451 rápidamente restringe los
vicios jurídicamente relevantes a sólo tres: error fuerza y dolo. Pero
los artículos siguientes especifican sólo ciertas formas de error,
fuerza y dolo como aptas para viciar el consentimiento, sin perjuicio
de que las formas excluidas (es decir, las que no vician el
consentimiento de acuerdo al Código) puedan también evitar el
concurso real de voluntades de que habla el artículo 1437. Lo cierto
es que la teoría de los vicios de la voluntad en el fondo recoge una
casuística que comienza en el Digesto (cf. por ejemplo, Ulp. D. 18,
1. 9.2) y que fue sistematizada en la baja edad media por la escuela
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del Derecho Natural. Es, como dice Díez-Picazo, una ‘casuística
dogmatizada’.
La teoría de los vicios del consentimiento está atravesada por una
tensión que ya ha aparecido en el curso, al hablar de la teoría de la
voluntad y de la declaración (supra, Clase N° 11). Si bien a partir del
artículo 1437 podría pensarse que cualquier vicio que prevenga la
unión real de dos o más voluntades debería acarrear la invalidez del
contrato, ello no es de ese modo, por cuanto mientras mayor
amplitud se reconozca a los vicios del consentimiento mayor será la
impredecibilidad de las relaciones negociales. Es por esto que los
Códigos occidentales, entre ellos desde luego el Código Civil,
regula los tipos de vicio que afecta al consentimiento, en lugar de
ofrecer una simple regla general de la forma ‘el consentimiento
viciado produce la nulidad (o invalidez) del contrato. Esto se
relaciona con el tema ya discutido de la formalidad en el derecho
(cf. supra, Clase N° 1).
Los vicios del consentimiento en el derecho civil chileno
Los vicios de que puede adolecer el consentimiento, son error,
fuerza y dolo (art. 1451 CC).
El error
Los artículos 1452-1455 especifican las formas de error que vician
el consentimiento. El Código y los comentaristas posteriores han
clasificado las formas de error de la siguiente manera: primero,
error de hecho y error de derecho (art. 1452 CC); luego, el error de
hecho es subdividido en cuatro categorías: error esencial (art. 1453
CC), error substancial (art. 1454 inc. 1º CC), error accidental (art.
1454 inc. 2º CC) y error en la persona (art. 1455 CC). Se discute
también la relevancia del error común. Serán estudiados en este
orden.
Error de hecho y de derecho
El error sobre un punto de derecho no vicia el consentimiento (art.
1452 CC).
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Esta regla, se dice, es una consecuencia de la llamada ficción de
conocimiento de la ley, contenida en el artículo 8 del Código Civil.
Dado que nadie puede alegar ignorancia de la ley una vez que ésta
ha entrado en vigencia, mal podría uno alegar que incurrió en un
error por ignorar un punto de derecho. Es manifestación de esta
misma idea la regla que hace equivalente la alegación de error de
derecho con la mala fe en el caso de la posesión:
La buena fe es la conciencia de haberse adquirido el dominio de la
cosa por medios legítimos, exentos de fraude y de todo otro vicio.
Así en los títulos traslaticios de dominio la buena fe supone la
persuasión de haberse recibido la cosa de quien tenía la facultad de
enajenarla, y de no haber habido fraude ni otro vicio en el acto o
contrato.
Un justo error en materia de hecho no se opone a la buena fe.Pero
el error en materia de derecho constituye una presunción de mala
fe, que no admite prueba en contrario (art. 706 CC).
En algunos casos particulares, sin embargo, el Código acepta una
alegación de error de derecho. Las disposiciones más claras al
respecto se encuentran en las reglas sobre el (cuasicontrato de)
pago de lo no debido:
Se podrá repetir aun lo que se ha pagado por error de derecho,
cuando el pago no tenía por fundamento ni aun una obligación
puramente natural (art. 2297 CC);
Del que da lo que no debe, no se presume que lo dona, a menos de
probarse que tuvo perfecto conocimiento de lo que hacía, tanto en
el hecho como en el derecho (art. 2299 CC).
Error de hecho (i): El error esencial
El error de hecho vicia el consentimiento cuando recae sobre la
especie de acto o contrato que se ejecuta o celebra, como si una de
las partes entendiese empréstito y la otra donación; o sobre la
identidad de la cosa específica de que se trata, como si en el
contrato de venta el vendedor entendiese vender cierta cosa
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determinada, y el comprador entendiese comprar otra (art. 1453
CC).
En este caso, llamado por algunos ‘error obstativo’ o ‘error
obstáculo’ falta completamente el ‘concurso real de voluntades’. El
consentimiento aparentemente producido fue eso, sólo aparente y
en realidad no hay consentimiento en absoluto. Las consecuencias
de esta forma de error, sin embargo, son disputadas por la doctrina,
como tendremos ocasión de ver (infra, Clase Nº 18).
Error de hecho (ii): El error substancial
El error de hecho vicia asimismo el consentimiento cuando la
sustancia o calidad esencial del objeto sobre que versa el acto o
contrato, es diversa de lo que se cree; como si por alguna de las
partes se supone que el objeto es una barra de plata, y realmente
es una masa de algún otro metal semejante (art. 1454 inc. 1º).
La doctrina ha denominado a esta forma de error ‘error substancial’
porque, como dice el Código, éste recae sobre la substancia de la
cosa objeto del contrato. En este caso no hay desacuerdo sobre la
identidad del objeto del contrato (pues si la hubiera sería un caso de
error esencial), sino sobre una de sus cualidades esenciales. El
ejemplo a partir del cual la doctrina del error substancial ha sido
desarrollado se encuentra en el Digesto:
De ahí que se pregunte si hay compraventa cuando no se yerra en
el objeto mismo, sino en la substancia; por ejemplo, si se vendiese
vinagre en lugar de vino, bronce por oro, o plomo por plata u otro
objeto que parezca de plata. Marcelo escribió que hay compraventa
porque se consintió en el objeto, aunque se haya errado en la
materia. Estoy de acuerdo en el caso del vino, pues la sustancia es
la misma, si el vino se agrió; por lo demás, si en vino no se agrió,
sino que fue vinagre desde un principio, a modo de salsa de
aderezo, parece que se ha vendido una cosa por otra; en los demás
casos, toda vez que hay error en la materia, creo que no hay venta
(Ulp. D. 18, 1.9.2).
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Este texto se ha citado en extenso, por cuanto ofrece ejemplos
relativamente claros de la diferencia entre error esencial y
substancial. Si Cayo vende a Ticio vino y Cayo lo compra como
vino, no hay error si el vino fue producido como vino y se avinagró;
pero si el líquido fue producio como vinagre (‘a modo de salsa de
aderezo’), entonces hay error substancial si al menos una de las
partes quería comprar o vender vino. En los otros casos (bronce por
oro, plomo por plata), Ulpiano discurre sobre la base de que la
identidad del objeto no está en cuestión; lo que está en cuestión es
su substancia.
El error de hecho (iii): El error sobre una calidad accidental de la
cosa
El error acerca de otra cualquiera calidad de la cosa no vicia el
consentimiento de los que contratan, sino cuando esa calidad es el
principal motivo de una de ellas para contratar, y este motivo ha
sido conocido de la otra parte (art. 1454 inc. 2).
Las calidades accidentales de la cosas se definen por oposición a
sus calidades substanciales: son accidentales todas las calidades
que no son substanciales. El problema, entonces, es delimitar la
diferencia entre cualidades esenciales y cualidades accidentales. El
problema queda claramente planteado si se considera el texto que
en el Digesto sigue a la afirmación de Ulpiano recién citada:
De otro modo, si efectivamente hubiera sido oro pero peor de lo que
el comprador estimaba, pues entonces valdrá la venta (Paulo, D.
18, 1. 10).
De este modo, si Cayo compra una vasija de bronce pensando que
es de oro, hay error substancial y así vicio del consentimiento; si la
vasija es de oro, pero de menor calidad a la que Cayo pensaba, hay
error accidental y por consiguiente el consentimiento no esta
viciado.
Pero no está claro cuál es la diferencia, si en ambos casos el error
puede ser significativo para la parte que lo sufre (uno podría
imaginar casos donde las consecuencias fuera diversas: por
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ejemplo, que Cayo compra una vasija de plata avaluada en 10
creyendo que es oro avaluado en 15, caso en el cual de acuerdo a
Ulpiano hay error substancial. O que Cayo compra una vasija de
oro que es de tal calidad que vale 9, creyendo que es de calidad tal
que vale 15, y en este caso no habría error, según Paulo). Lo que
esto muestra es que la diferencia entre substancia y accidente
puede trazarse de dos modos distintos, con resultados diversos: (i)
uno podría decir que la diferencia es subjetiva, es decir, la calidad
es substancial si para el contratante que sufre el error resulta
substancial, y es accidental si no lo es; o (ii) podría decirse que la
substancia es simplemente el material del que la cosa está hecho,
con independencia de que lo que las partes opinen. El Código no
especifica el modo en que la calidad debe ser evaluada, aunque
hay quienes opinan (como Ducci) que la referencia del Código a ‘la
sustancia o calidad esencial del objeto’ muestra que la calificación
que recibe la sustancia debe ser objetiva (aunque Vodanovic dice,
sin agregar mayores argumentos, que ‘la calidad substancial y
esencial debe buscarse no objetivamente en la cosa misma, sino
subjetivamente en la apreciación de las partes’).
El inciso segundo del artículo 1454, ya citado, incorpora una regla
que puede dar un indicio de solución: una parte puede elevar una
calidad accidental de la cosa a la categoría de substancial, por la
vía de declararlo así. Por ejemplo, quiénes han sido dueños
anteriores de un libro no puede usualmente considerarse una
calidad esencial de un libro, pero si alguien quiere comprar una
copia determinada porque cree que fue de Andrés Bello puede
elevar esa calidad a la categoría de substancial, declarándolo.
Pero cuidado. El Código no dice, de hecho, que la parte deba
‘declararlo’, sino solamente que el hecho de que se contrata en
atención a esa calidad esencial debe haber ‘sido conocido por la
otra parte’. Si el libro es anunciado como la copia del Código Civil
de Andrés Bello, y por eso se vende a un precio exorbitante en
relación al precio de una copia equivalente del Código Civil,
entonces puede decirse que aunque el comprador no lo haya
declarado esa calidad es substancial.
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Esto puede dar la siguiente pista para trazar la línea que separa las
calidades substanciales de las calidades accidentales, cuando las
partes no lo han declarado expresamente: la regla es que no hay
regla. Si, atendidas las circunstancias del contrato, es razonable
pensar que para las partes la calidad X del objeto del contrato era
determinante al momento de contratar, entonces esa calidad es
substancial. Esto no depende de la voluntad real de las partes, sino
de los usos comerciales y, hasta cierto punto, del sentido común. El
inciso segundo se refiere a casos en los cuales para una parte es
determinante una calidad que, de acuerdo al sentido común, no es
razonable esperar que la otra considerará como determinante. La
solución no es puramente objetiva (i.e. no depende puramente de la
‘materia’ de la que está hecha la cosa) y no es puramente subjetiva
(i.e. no depende puramente de la opinión de las partes).
El error de hecho (iv): el error en la persona
El error acerca de la persona con quien se tiene intención de
contratar no vicia el consentimiento, salvo que la consideración de
esta persona sea la causa principal del contrato.
Pero en este caso la persona con quien erradamente se ha
contratado, tendrá derecho a ser indemnizada de los perjuicios en
que de buena fe haya incurrido por la nulidad del contrato (art. 1455
CC).
La regla general es, entonces, que el error en la persona no vicia el
consentimiento. En este caso, sin embargo, el Código parece optar
por una solución más ‘subjetivista’ que en la caso del error
accidental: sepa o no sepa la persona con la que se contrató, si
para la otra parte la persona era determinante el consentimiento
está viciado. Si la contraparte no sabía (es decir, si estaba de buena
fe) ella tendrá derecho a ser indemnizada por los perjuicios que la
nulidad del contrato le acaree. Nótese la diferencia con el caso del
error accidental, en el cual el Código no reconoce vicio del
consentimiento a menos que la contraparte haya sabido que la
calidad accidental era determinante para la otra.
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Los contratos en los cuales la consideración de la persona es
determinante se denominan intuito persona. Por regla general, los
actos onerosos no son intuito persona, y sí lo son los actos
gratuitos. También se dice que los actos de familia son intuito
persona mientras los patrimoniales no lo son. Estos criterios deben
tomarse como guías, pero no son absolutos. Determinar si un acto
es intuito persona es, por regla general, una cuestión de hecho. Un
contrato oneroso, por el cual uno encarga a un artista la ejecución
de una obra, puede ser intuito persona si la razón por la cual uno
contrata con ese artista es la fama del mismo. El contrato intuito
persona por excelencia es, desde luego, el matrimonio.
En algunos casos el Código da reglas especiales: así es, por
ejemplo, en el caso del contrato de transacción:
La transacción se presume haberse aceptado por consideración a
la persona con quien se transige.
Si se cree pues transigir con una persona y se transige con otra,
podrá rescindirse la transacción. (art. 2456 CC).
Nótese que el error en cuestión es error en la persona, no en el
nombre. Por eso la disposición contenida en el artículo 1057
(referido a las asignaciones testamentarias) del Código Civil es
simplemente una reiteración de la regla general:
El error en el nombre o calidad del asignatario no vicia la
disposición, si no hubiere duda acerca de la persona (art. 1057 CC).
El error de hecho (v): el error común
El error puede ser generalizado, en el sentido de que una cantidad
significativa de personas incurren en él por buenas razones. Aquí
algunos aplican el aforismo romano según el cual error comunis
facit ius, i.e. (lit.) el error común constituye derecho. Aunque no hay
regulación general de esta forma de error en el Código Civil, esta
idea aparece en algunas de sus disposiciones:
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En el artículo 1576: Normalmente, ‘el que paga mal, paga dos
veces’, con lo quiere significarse que un deudor que
equivocadamente paga a quien no debía no soluciona por eso su
obligación, y está expuesto a tener que pagar a quien efectivamente
corresponde (sin perjuicio, naturalmente, de su derecho de repetir
contra el que ha recibido el pago errado). Si el deudor, sin embargo,
paga de buena fe ‘a la persona que estaba entonces en posesión
del crédito’ el pago es válido (i.e. extingue la obligación), ‘aunque
aparezca después que el crédito no le pertenecía’.
En el artículo 1013, relativo a las formalidades para el otorgamiento
válido de testamento:
Si alguna de las causas de inhabilidad expresadas en el artículo
precedente no se manifestare en el aspecto o comportación de un
testigo, y se ignorare generalmente en el lugar donde el testamento
se otorga, fundándose la opinión contraria en hechos positivos y
públicos, no se invalidará el testamento por la inhabilidad real del
testigo (art. 1013 inc. 1º CC).
De éstas y otras reglas (e.g. arts. 94 N° 4, 122 inc. 1º, 704 N° 4,
2058 CC) pueden extraerse los siguientes requisitos para que el
error común sea excusa: (a) debe ser común, es decir generalizado
entre las personas que, en concreto, corresponda; (b) debe ser
excusable, es decir, fundado en una buena razón, atendidas las
circunstancias, y (c) debe ser padecido de buena fe.
La fuerza
La fuerza puede ser física o moral. La fuerza física es la compulsión
directa dirigida contra la víctima, mientras la fuerza moral es la que
se dirige contra ella pero a través de amenazas. Como vicio del
consentimiento, la fuerza sólo es relevante cuando causa un temor
en la persona contra la cual se dirige. Una fuerza que
completamente reemplaza la voluntad de su víctima, e.g. porque
una persona toma la mano de otra, inconsciente y con ella firma, no
es un vicio del consentimiento, porque en ese caso no hay
consentimiento que viciar (la solución es equivalente a los casos en
los cuales, dado que la voluntad del autor ha sido completamente
 Funktazma Inc. ®
suplantada y no solamente influida, la dogmática penal habla de
falta de acción). En tanto vicio del consentimiento, en consecuencia,
la fuerza es el temor:
La fuerza no vicia el consentimiento, sino cuando es capaz de
producir una impresión fuerte en una persona de sano juicio,
tomando en cuenta su edad, sexo y condición. Se mira como una
fuerza de este género todo acto que infunde a una persona un justo
temor de verse expuesta ella, su consorte o alguno de sus
ascendientes o descendientes a un mal irreparable y grave.
El temor reverencial, esto es, el solo temor de desagradar a las
personas a quienes se debe sumisión y respeto, no basta para
viciar el consentimiento (art. 1456 inc. 1º CC).
En este artículo se puede apreciar la misma tensión que fue
discutida en el caso del error: mientras el inciso primero declara que
para apreciar si en un caso hay o no fuerza debe atenderse a las
circunstancias del caso, el inciso segundo descalifica, como un
caso de fuerza, a lo que denomina ‘el temor reverencial’. El criterio
para la fuerza en el primer inciso es subjetivo, contextualizado: es
necesario atender a la ‘edad, sexo y condición’ de la víctima. El
inciso segundo es abstracto, descontextualizado: el temor
reverencial nunca es fuerza.
Para que la fuerza vicie el consentimiento ella debe cumplir tres
requisitos, dos de los cuales están expresados en el Código:
(i) Debe ser grave, esto es ‘capaz de producir una impresión fuerte
en una persona de sano juicio’ (art. 1456 CC). El mismo artículo se
encarga de dar un ejemplo de fuerza grave: ‘se mirara como una
fuerza de este género todo acto que infunde a una persona un justo
temor de verse expuesta ella, su consorte o alguno de sus
ascendientes o descendientes a un mal irreparable y grave’, aunque
el artículo no es particularmente útil toda vez que repite la idea de
‘gravedad’ de la fuerza.
(ii) Debe ser determinante, como lo exige el artículo 1457:
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Para que la fuerza vicie el consentimiento no es necesario que la
ejerza aquel que es beneficiado por ella; basta que se haya
empleado la fuerza por cualquiera persona con el objeto de obtener
el consentimiento (art. 1457 CC).
Nótese además que, conforme a este artículo, quién es el autor de
la amenaza es irrelevante: sólo importa que ella haya sido
formulada con el fin preciso de obtener el consentimiento. En estos
dos puntos la fuerza se diferencia de las reglas contenidas en el
Código para el dolo.
(iii) Los comentaristas tradicionalmente han agregado un tercer
requisito: que la fuerza sea injusta. Que la fuerza sea injusta quiere
decir que la amenaza en que consiste no debe ser la amenaza de
un acto conforme a derecho. Así, amenazar a la contraparte con
ejercer una acción judicial no es, en principio, constitutivo de fuerza.
En virtud de este requisito es que algunos han tratado de explicar la
regla contenida en el inciso segundo del artículo 1456: el temor
reverencial es un caso de temor cuyo origen es una fuerza lícita
(así, Vodanovic, p. 423).
El dolo
El dolo es definido por el Código Civil como la intención positiva de
inferir injuria a la persona o propiedad de otro (art. 44 inc. final CC).
Esta definición genérica del dolo se aplica en diversas áreas, y la
veremos aparecer en tres campos diversos: (i) en la celebración de
actos y contratos, como vicio del consentimiento; (ii) en la ejecución
de los contratos, como agravante de la responsabilidad del deudor
que actúa de mala con el objetivo de defraudar a los acreedores
(e.g. art. 2468 N° 1 CC), y (iii) en la responsabilidad extra-
contracual, como característica de los delitos civiles (aun cuando en
este caso es relativamente poco importante, dado que las
diferencias en el tratamiento de delitos (cometidos con dolo) y
cuasidelitos (cometidos con culpa) civiles no son significativas
(véanse, sin embargo, los artículos 2316 inc. 2º y 2317 inc. 2º).
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Como vicio del consentimiento, puede decirse que el dolo es un
caso de error agravado. La persona contra la cual la maquinación
maliciosa se dirige es víctima, si ella es efectiva, de un error (e.g.
cree que la cosa es vino cuando es vinagre), pero este error es
agravado porque es voluntariamente causado por otra persona para
inducir a error a la primera.
Dolus bonus y dolus malus
En derecho romano se distinguía el dolo bueno del dolo malo. En el
Digesto hay diversos casos de dolus bonus:
Pero no se contentó el pretor con decir ‘dolo’ sino que añadió ‘malo’
porque los antiguos mencionaban también dolo bueno, y daban
este nombre a la astucia, sobre todo cuando alguien maquinaba
algo contra el enemigo o contra un ladrón (Ulp. D. 4, 3.1.3).
La diferencia entre dolo bueno y dolo malo era que sólo en el
segundo caso había una acción que no respetaba los estándares
de honestidad esperados en la conducción de sus relaciones con
otros. Cuando esos estándares no eran exigidos (como en las
relaciones con un enemigo, o con un ladrón), no podía hablarse de
dolus malus, y para ello ‘los antiguo’ usaban la expresión dolus
bonus. Otro caso discutido por Ulpiano deja esto en claro:
Pregunta Labeo: si hubieses desatado, para que huyese, a un
esclavo mío que tenía preso, ¿debía darse contra ti la acción de
dolo? Y Dice Quinto, comentando a Labeo, que si no lo hiciste por
misericordia, quedarás obligado por la acción de hurto; y si lo hiciste
por misericordia debe darse la actio in factum (Ulp. D. 4, 3.7.7).
En este caso, tu acción de desatar al esclavo me produce daño, por
lo cual puede reclamar una indemnización (por daños); el problema
es si también puedo hacer uso de las acciones que suponen que
actuaste con dolo, y la respuesta depende de si la liberación del
esclavo fue por misericordia o no; sólo en el segundo caso puede
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decirse que actuaste con dolo. Esto muestra el contenido ético de la
noción de dolo (i.e. dolus malus).
Hoy por hoy, la distinción entre dolo malo y dolo bueno no es
aceptada. El dolo es siempre malo, pero los casos que los romanos
habrían llamado de ‘dolo bueno’ hoy no serían considerados dolo:
por ejemplo, quien demanda a otro tiene la ‘intención positiva de
inferir injuria al patrimonio de otro’, si no es por otra razón que
porque quiere que ese otro pague, por ejemplo, una deuda y que
por lo tanto disminuya su patrimonio. La idea de ‘injuria’ contenida
en el inciso final del artículo 44 debe ser entendida como ‘daño
ilícito’ con lo cual podría decirse que los casos en los cuales hay
daño pero no hay injuria son casos de dolus bonus.
Dolo positivo y reticencia
¿Actúa con dolo una persona que calla una información que él cree
que es relevante para su contraparte al punto que si la supiera no
contrataría? Si la respuesta es afirmativa, ese sería un caso de
reticencia, lo que uno podría caracterizar como dolo por omisión. Es
posible imaginar casos en los cuales no hay duda de que la
reticencia constituye dolo, pero por otra parte no puede negarse
que el funcionamiento del mercado en una sociedad capitalista
supone y premia asimetrías de información. La cuestión puede ser
analizada desde un punto de vista similar al utilizado por la
dogmática penal en la distinción entre delitos de acción y delitos de
omisión: la dogmática penal distingue delitos propios e impropios de
omisión. Los delitos propios de omisión son aquellos que están
tipificados como tales en la ley (e.g. art. 253 CP), mientras los
impropios son aquéllos en los cuales un resultado punido por la ley
es causado por una omisión (por ejemplo, porque X omite socorrer
a Y quien se debate entre la vida y la muerte, y que muere a
consecuencia de la falta de auxilio). En los delitos impropios de
omisión se exige que la persona de cuya omisión se trate haya
tenido un deber especial de cuidado o de protección respecto del
bien afectado por la omisión. En otras palabras: una omisión que
deja de evitar un resultado punido por la ley sólo permite imputar tal
resultado a quien ha omitido actuar si éste tenía algún deber
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especial de actuar, debido a que tenía un deber especial de cuidado
o protección del bien involucrado.
En el caso del dolo por reticencia puede aplicarse la misma regla.
No constituye dolo por reticencia no divulgar una información, aun
cuando su divulgación habría disuadido a la contraparte de
contratar, si el que calló no tenía el deber de divulgar esa
información. El problema es, desde luego, establecer cuándo una
persona tiene el deber de divulgar qué información. Esto se tratará
con más detalle al hablar del principio general de buena fe (Clase
N° 23).
Dolo principal y dolo incidental
El dolo es principal cuando es determinante, es decir, cuando ‘sin él
no hubieran contratado’ (art. 1458 CC). En los demás casos es
incidental. El dolo es incidental, en consecuencia, cuando sin él las
partes, aunque hubieran insistido en el contrato, lo hubieran hecho
en condiciones distintas. La importancia de esta distinción es radica
en que
El dolo no vicia el consentimiento sino cuando es obra de una de
las partes, y cuando además aparece claramente que sin él no
hubieran contratado.
En los demás casos el dolo da lugar solamente a la acción de
perjuicios contra la persona o personas que lo han fraguado o que
se han aprovechado de él; contra las primeras por el total valor de
los perjuicios, y contra las segundas hasta concurrencia del
provecho que han reportado del dolo (art. 1458 CC).
Requisitos del dolo como vicio del consentimiento
Para que el dolo vicie el consentimiento, entonces, se requiere (i)
que sea obra de una de las partes, y (ii) que sea principal. Si el dolo
no cumple uno de estos requisitos él no vicia el consentimiento,
pero no deja de tener efectos. La regla es la contenida en el inciso
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segundo del artículo 1458: la parte que ha sido víctima del dolo
puede demandar a la persona o personas que han fraguado el dolo
por el total de los perjuicios sufridos; y puede también demandar a
los que se han aprovechado del dolo sin fraguarlo, aunque sólo
hasta concurrencia del beneficio que obtuvieron en virtud de él.
Esta regla es repetida por el artículo 2316:
Es obligado a la indemnización el que hizo el daño, y sus
herederos.
El que recibe provecho del dolo ajeno, sin ser cómplice en él, sólo
es obligado hasta concurrencia de lo que valga el provecho (art.
2316 CC).
Presunción de buena fe
La regla general es que la buena fe se presume, por lo que el dolo
debe probarse:
El dolo no se presume sino en los casos especialmente previstos
por la ley. En los demás debe probarse (art. 1459 CC).
Un caso, por ejemplo, en que la ley presume (y de derecho) el dolo
es el del artículo 706 inciso final:
La buena fe es la conciencia de haberse adquirido el dominio de la
cosa por medios legítimos, exentos de fraude y de todo otro vicio.
Así en los títulos traslaticios de dominio la buena fe supone la
persuasión de haberse recibido la cosa de quien tenía la facultad de
enajenarla, y de no haber habido fraude ni otro vicio en el acto o
contrato.
Un justo error en materia de hecho no se opone a la buena fe.
Pero el error en materia de derecho constituye una presunción de
mala fe, que no admite prueba en contrario (art. 706 CC).
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Renuncia anticipada del dolo
Ella es prohibida por la ley: ‘la condonación del dolo futuro no vale’
(art. 1465 CC). De otro modo la condonación del dolo sería una
cláusula corriente en los contratos, especialmente en los cuales la
posición de las partes no es de igualdad.
El estado de necesidad
El estado de necesidad es una especie de fuerza, que sin embargo
no cumple con uno de los requisitos establecidos por el Código
Civil: no ha sido empleada con el objeto de obtener el
consentimiento. En estos casos una persona se aprovecha de la
situación de necesidad más o menos aguda en que se encuentra
otra para obtener un contrato beneficioso. Una caso de estado de
necesidad es el siguiente:
El 23 de septiembre de 1886, el vapor danés Rolf encalló en la
bahía del Sena y se encontraba perdido; el capitán de un
remolcador propuso sacarlo a flote mediante el mediante el cinco
por ciento del valor del buque y de su carga, o sea 18.150 francos
(de oro); el capitán del Rolf, apremiado por el peligro, acabó por
aceptar. El tribunal de comercio y, luego, la Corte de apelación de
Ruán anularon el compromiso, pero otorgaron, como remuneración
del servicio, una suma de 4000 francos (Mazeaud, Mazeaud y
Mazeaud, Lecciones de Derecho Civil, Parte II, vol i, p. 228).
La lesión
La lesión es la disparidad entre el precio de una cosa y lo que se
paga por ella. Sólo puede, en principio, ocurrir en los contratos
bilaterales (aquéllos en los cuales las partes se obligan
recíprocamente, conforme al art. 1439 CC) y onerosos y
conmutativos (los contratos onerosos son aquellos que tienen por
objeto la utilidad de ambos contratantes, gravándose cada uno de
ellos a beneficio del otro, conforme al art. 1440 CC. El contrato
oneroso es conmutativo cuando cada una de las partes se obliga a
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dar o hacer una cosa que se mira como equivalente a lo que la otra
parte debe dar o hacer, conforme al art. 1441 CC. Estas
clasificaciones serán estudiadas con detalle más adelante). La
lesión es enorme (laesio enormis) si el precio pagado por un bien X
es más del doble de su valor real o menos de la mitad (en el primer
caso el que sufre la lesión es el comprador, en el segundo es el
vendedor). Para entender el concepto de laesio enormis es útil
tener a la vista tres momentos en la historia del derecho:
Derecho Romano clásico y post-clásico
En el derecho romano clásico las partes eran libres para determinar
el contenido de sus obligaciones de la manera en la que creyeran
conveniente. La única restricción en este respecto se refería la
usura:
Se admite que si alguien hubiera estipulado intereses más allá de la
medida establecida […] lo añadido ilícitamente se tiene por no
puesto y se pueden reclamar los intereses lícitos (Marc. D. 22,
1,29).
Marciano opera en este caso con una ficción: las partes han
celebrado dos estipulaciones, una conteniendo los intereses lícitos
y otra los intereses ilícitos. La segunda es invalidada, pero ello no
obstan a la subsistencia de la primera. En el derecho romano post-
clásico Justiniano introdujo la idea de laesio enormis:
Si tu o tu padre han vendido una cosa por un precio menor que la
mitad de su valor, es justo que al ofrecer restituir el precio que han
dado los compradores, ellos te restituyan le fundo vendido por
intermedio de un juez, o si el adquirente así lo desea, que recibas el
suplemento del precio. Minus pretium es el que no representa ni la
mitad del justo valor de la cosa (C. 4, 44.2).
Jurisprudencia Medieval
Durante el medioevo, y bajo la influencia de principios cristianos
particularmente desarrollados por los canonistas, las restricciones
contenidas en C. 4, 44. 2 fueron progresivamente eliminadas. Dicho
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texto sólo permite al vendedor rescindir el contrato si ha vendido un
bien raíz por menos de la mitad de su valor; pero es claro que lo
mismo puede ocurrir inversamente, es decir, el comprador puede
pagar más del doble por el mismo bien raíz. Y puede ocurrir en
otros casos de compraventa, cuando el objeto es un bien mueble; y
puede también ocurrir en otros contratos, si la renta pagada por el
arrendamiento de un inmueble es mas del doble (o menos de la
mitad) del valor real de la renta.
En suma, aceptada que fuera en un caso la idea de que un contrato
puede ser tan groseramente desproporcionado que el derecho debe
intervenir y permitir a la víctima de la desproporción alguna acción
no había razón para no aplicarlo generalmente. Y eso
efectivamente ocurrió: la laesio enormis fue reconocida también al
comprador, a las partes en un contrato de compraventa de bienes
muebles, y en general para todos los contratos.
La laesio enormis, sin embargo, era una especie de Hidra (la frase
es de Tomasius): cada problema solucionado originaba nuevos
problemas. Como la doctrina estaba basada en el texto de
Justiniano, además, tenía consecuencias poco equitativas: el
comprador podía reclamar lesión enorme si había pagado más del
doble, el vendedor si había recibido menos de la mitad. Valga la
cosa 100. El comprador está protegido si paga más de 200, el
vendedor si recibe menos de 50. El comprador está en una peor
posición que el vendedor, dado que el derecho no lo protege a
menos que sufra un perjuicio de más de 100, mientras el vendedor
es protegido si su perjuicio es de más de 50. Glosadores y
comentaristas tendían, en consecuencia, a rechazar lo que
llamaban el ‘método geométrico’ para calcular la laesio enormis, y
buscaban métodos alternativos: el comprador, por ejemplo, podía
alegar lesión enorme si había pagado más del 150% del justo
precio, 150 en el ejemplo.
El liberalismo y el problema del ‘justo precio’
Pero esos problemas eran puramente técnicos. La razón por la cual
la laesio enorme fue cada vez más criticada y ha tendido a ser
severamente restringida se encuentra en otra parte. De acuerdo a
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la ortodoxia liberal, el ‘justo precio’ no existe con independencia de
la negociación de las partes. El precio de una cosa no es intrínseco
a ésta, sino extrínseco, depende del acuerdo de las partes. En este
contexto, no parece haber mucho espacio para la lesión enorme:
El valor de todas las cosas contratadas se mide por el apetito de las
partes, y por consiguiente el justo valor es el que convienen en dar
(Hobbes, Leviathan, parte I, cap. 15).
La doctrina del justo precio tenía sentido en el contexto de la
escuela de Derecho Natural medieval; con el advenimiento del
liberalismo, la idea de un precio ‘justo’ independiente de la voluntad
de las partes era ininteligible. Por ello la lesión enorme tendió, en
los siglos XVIII y XIX, a desaparecer de las Codificaciones
europeas: el Code Civil (art. 1118) la limita a la venta de inmuebles;
el BGB no la considera.
La lesión como vicio subjetivo u objetivo del contrato
En principio, es posible entender a la lesión como un vicio subjetivo,
que se funda sobre un vicio del consentimiento. Si la disparidad en
las prestaciones no tiene como fundamento el error la fuerza o el
dolo en el consentimiento del acto en cuestión, es decir, si el que
sufre esa disparidad ha la aceptado libremente y con conocimiento,
entonces podría entenderse como una liberalidad.
Alternativamente, la lesión podría ser entendida como un vicio
objetivo del contrato consistente en la disparidad de las
prestaciones. La lesión en este caso constituiría una aplicación de
la teoría de la causa (sobre la que hablaremos en la Clase N° 16), y
el contrato sería inválido por un defecto parcial de causa.
La lesión enorme en el derecho civil chileno
El proyecto de Código Civil de 1853 contenía una regla general
respecto de la lesión:
La lesión como causa de vicio en los contratos, es propia de los
contratos conmutativos; y para viciar un contrato, ha de ser enorme,
esto es, tal que el valor de lo que el uno de los contratantes da al
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otro no llegue a la mitad de lo que el otro reciba de él, no constando
haber intención de donar el exceso. Y no se entenderá haber
habido tal intención sino cuando se mencione específicamente las
cosas o cantidades que se donan (art. 1630 Proyecto de CC de
1853).
En el Código Civil este artículo fue eliminado, junto a los artículos
siguientes que también se referían a la lesión. El Código incorpora
reglas especiales sobre la lesión en los siguientes casos:
(i) En la compraventa de bienes raíces, el contrato de compraventa
podrá rescindirse por lesión enorme (art. 1888 CC).
El vendedor sufre lesión enorme, cuando el precio que recibe es
inferior a la mitad del justo precio de la cosa que vende; y el
comprador a su vez sufre lesión enorme, cuando el justo precio de
la cosa que compra es inferior a la mitad del precio que paga por
ella.
El justo precio se refiere al tiempo del contrato (art. 1889 CC).
No habrá lugar a la acción rescisoria por lesión enorme en las
ventas de bienes muebles, ni en las que se hubieren hecho por el
ministerio de la justicia (art. 1891 CC).
(ii) En la permuta de bienes raíces, en virtud del artículo 1900 del
Código, que hace aplicables a ésta las reglas de la compraventa.
(iii) En la aceptación de una asignación hereditaria:
La aceptación, una vez hecha con los requisitos legales, no podrá
rescindirse, sino en el caso de haber sido obtenida por fuerza o
dolo, y en el de lesión grave a virtud de disposiciones
testamentarias de que no se tenía noticia al tiempo de aceptarla.
Esta regla se extiende aun a los asignatarios que no tienen la libre
administración de sus bienes.
Se entiende por lesión grave la que disminuyere el valor total de la
asignación en más de la mitad (art. 1234 CC).
(iv) En la partición de bienes:
Las particiones se anulan o se rescinden de la misma manera y
según las mismas reglas que los contratos.
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La rescisión por causa de lesión se concede al que ha sido
perjudicado en más de la mitad de su cuota (art. 1348 CC).
(v) En la cláusula penal, aunque el Código no usa la expresión
‘lesión’:
Cuando por el pacto principal una de las partes se obligó a pagar
una cantidad determinada, como equivalente a lo que por la otra
parte debe prestarse, y la pena consiste asimismo en el pago de
una cantidad determinada, podrá pedirse que se rebaje de la
segunda todo lo que exceda al duplo de la primera, incluyéndose
ésta en él (art. 1544 CC).
(vi) En el mutuo con interés, con la misma salvedad anterior:
No puede estipularse un interés que exceda en más de un 50% al
corriente que rija al momento de la convención, ya sea que se pacta
tasa fija o variable. Este límite de interés se denomina interés
máximo convencional (art. 5 inc. final, Ley 18.010).
Este caso es interesante porque tiene un tipo penal propio, del cual
carecen los otros:
El que suministrare valores, de cualquier manera que sea, a un
interés que exceda del máximo que la ley permita estipular, será
castigado con presidio o reclusión menores en cualquiera de sus
grados (art. 472 CP).
Fuera de estos casos se ha estimado tradicionalmente que la lesión
no tiene aplicación en el derecho chileno, al menos como un vicio
objetivo. Si se considera que la lesión es un vicio subjetivo, como
está dicho, ella siempre ‘cabalgaría’ sobre otro vicio del
consentimiento, i.e. error, fuerza o dolo, y podría ser considerada
como evidencia de tal vicio.
Clase N° 13. La voluntad. Desacuerdo consciente entre la
voluntad declarada y la real)
Contenidos:
Declaración iocandi causa;
Reserva mental;
Simulación.
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Lecturas Necesarias:
En estos casos una o las dos partes quisieron algo distinto de lo
que declararon. Es útil considerar tres posibilidades: (a) una de las
partes o ambas declararon algo sin seriedad (declaración iocandi
causa); (b) una parte, a sabiendas, reserva para sí el hecho de que
lo que declara no es lo que realmente intenta (reserva mental); y (c)
ambas partes, de común acuerdo, declaran algo que no es deseado
por ninguna de ellas (simulación).
Declaración iocandi causa
En este caso una persona hace una declaración sin seriedad. Un
contrato hecho entre el profesor de derecho civil y un estudiante,
con el objeto de ejemplificar un punto de derecho, o una promesa
claramente desproporcionada (si gana el candidato X renuncio a mi
trabajo y me voy a vivir a las montañas’) son ejemplos de
declaraciones faltas de seriedad.
La regla es más fácil de invocar que de aplicar: las declaraciones
faltas de seriedad no son jurídicamente relevantes. Por lo tanto,
ellas no obligan al que las hace. El problema puede plantearse
cuando la declaración no es claramente falta de seriedad, y la
persona a quien va dirigida cree que ella es seria e incurre en
gastos etc. en atención a ella (e.g. el caso imaginado por
Vodanovic: declaro que pagaré un pasaje internacional a un
inventor que considero loco si consigue inventar algo que a mi me
parece imposible que invente, pero el inventor invierte tiempo y
recursos y al final lo logra). Dependiendo de las circunstancias, uno
podría imaginar dos tipos de soluciones: (a) podría insistirse en que
la seriedad no es un concepto puramente subjetivo sino que tiene
que ver con la plausibilidad objetiva que, dadas las circunstancias,
podría rodear a mi declaración. Esto dejaría un margen para que
declaraciones que fueron hechas sin seriedad fueran jurídicamente
válidas y, a la inversa, para que declaraciones hechas con seriedad
no lo sean; (b) podría sostenerse que la declaración en estos casos
ha fundado alguna especie de responsabilidad extra-contractual
entre el declarante y el supuesto beneficiario, quien tendría en
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consecuencia derecho a ser indemnizado en los perjuicios que ha
incurrido para beneficiarse con la declaración.
Reserva mental
La reserva mental es la mantención en secreto de una intención
distinta de la declarada en el acto o contrato. En el caso de los
actos bilaterales, la reserva mental sólo puede ser unilateral, pues
de otro modo habría simulación o declaración iocandi causa (en los
actos unilaterales, como veremos, no cabe la simulación). Por regla
general la reserva mental no produce efectos jurídicos, sin perjuicio
de que pueda ser causa posterior de incumplimiento contractual.
Simulación
La simulación es la declaración común y a sabiendas de una
voluntad que no existe. Ella atiene por objeto, por lo general,
cometer fraude a la ley o a terceros. Elemento central de la
simulación es el acuerdo consciente, pero no declarado, entre las
partes en torno a la voluntad real. Así, por ejemplo, si yo quiero
vender un bien a mi cónyuge recurro a la simulación para sortear la
prohibición del artículo 1796, y simulo vender el bien a un amigo
que después lo vende a mi cónyuge. En este caso hay un ejemplo
de simulación en fraude a la ley, en la cual el negocio simulado
(perfectamente legal, en principio) se usa como fachada para cubrir
el negocio verdadero (ilegal). Del mismo modo, si yo se que me
demandarán ejecutivamente y embargarán un bien de mi
propiedad, yo simulo un contrato de compraventa de ese bien con
un amigo con el objeto de evitar que el bien sea rematado. Éste es
un caso de simulación en perjuicio de terceros, en el cual uso un
medio legalmente impecable (la compraventa de un bien de mi
propiedad) para alcanzar una finalidad ilícita (defraudar a terceros).
La simulación en perjuicio de terceros es un delito criminal (art. 471
N° 2 CP).
La regla general es más fácil de enunciar que de aplicar: el contrato
simulado es siempre nulo por falta de voluntad seria. El contrato
disimulado debe ser evaluado en sus méritos, prescindiendo del
simulado, parta juzgar su validez. La distinción entre contrato
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simulado y contrato disimulado apunta a la distinción entre
simulación absoluta y relativa: en la primera, las partes fingen
celebrar un contrato pero en realidad no quieren celebrar contrato
alguno (como en el ejemplo anterior de simulación en perjuicio de
terceros); en la segunda las partes quieren celebrar un contrato
distinto del simulado, y usan a éste para cubrir al primero (como en
el primer ejemplo, de fraude a la ley).
En el ejemplo anterior de simulación relativa, entonces, el contrato
de compraventa entre mi amigo y yo es nulo, así como el contrato
entre mi amigo y mi cónyuge; el contrato entre mi cónyuge y yo
debe ser analizado en sus términos, prescindiendo del contrato
simulado, y en este caso será nulo por ilicitud del objeto (art. 1796
CC).
En la simulación relativa se plantea el problema de los efectos del
contrato simulado entre las partes, por un lado, y respecto de
terceros. Entre las partes se aplica la regla general anterior: no
tiene efecto alguno. Respecto de terceros es necesario hacer una
distinción, según si éstos están de buena o de mala fe (la mala fe
consiste en conocer el hecho de la simulación). Frente a terceros de
buena fe, el acto simulado es válido y produce todos sus efectos.
Este es el principio recogido por el artículo 1707 del Código Civil:
Las escrituras privadas hechas por los contratantes para alterar lo
pactado en escritura pública, no producirán efecto contra terceros.
Tampoco lo producirán las contraescrituras públicas, cuando no se
ha tomado razón de su contenido al margen de la escritura matriz
cuyas disposiciones se alteran en la contraescritura, y del traslado
en cuya virtud ha obrado el tercero (art. 1707 CC).
Clase N° 14. Existencia y validez de los actos jurídicos (II: la
capacidad)
Contenido:
La capacidad: de goce y de ejercicio;
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Capacidad de goce y de ejercicio: ¿dos especies de un género?
LecturasNecesarias: Figueroa: El Patrimonio, pp. 27-30 (§§ 4-9),
39-44 (§§18-20), 282-291 (§§148-155); Vodanovic, Curso de
Derecho Civil, pp. 437-445 (248-256).
La capacidad: de goce y de ejercicio:
La capacidad tradicionalmente se define como la aptitud legal para
ser titular de y ejercer derechos y obligaciones. Esta definición
mezcla (más adelante veremos si con razón o sin ella) las ideas de
capacidad de goce, es decir la aptitud legar para ser titular de
derechos y obligaciones con la capacidad de ejercicio, es decir, la
aptitud legal para ejercer esos derechos y obligaciones, para
llevarlos, en definitiva, al mercado y transarlos.
Capacidad de goce
La capacidad de goce es, entonces, la aptitud legal para ser titular
de derechos y obligaciones. Se confunde, en definitiva, con la
personalidad jurídica, es decir, desde el punto de vista del derecho
que X sea reconocido como persona significa que el derecho le
reconoce (o le concede, según la metafísica de cada cual)
capacidad de goce. Es por consiguiente una tautología la contenida
en el artículo 963 del Código Civil:
Son incapaces de toda herencia o legado las cofradías, gremios, o
establecimientos cualesquiera que no sean personas jurídicas (art.
963 inc. 1º CC).
Que una cofradía, gremio o establecimiento no ‘sea persona
jurídica’ significa que no tiene capacidad de ser titular de derechos y
obligaciones. Hoy la capacidad de goce es común a todos los
miembros de la especie humana:
Son personas todos los individuos de la especie humana,
cualquiera que sea su edad, sexo, estirpe o condición. Divídense en
chilenos y extranjeros (art. 55 CC).
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Sólo comienza con el nacimiento (hay una regla especial para el
nasciturus) y termina con la muerte, natural o presunta. En cuanto
al inicio de la personalidad:
La existencia legal de toda persona principia al nacer, esto es, al
separarse completamente de su madre.
La criatura que muere en el vientre materno, o que perece antes de
estar completamente separada de su madre, o que no haya
sobrevivido a la separación un momento siquiera, se reputará no
haber existido jamás (art. 74 CC).
En cuanto al fin de la personalidad:
La persona termina en la muerte natural (art. 78 CC).
Se presume muerto el individuo que ha desaparecido, ignorándose
si vive, y verificándose las condiciones que van a expresarse (art.
80 CC).
Hoy los conceptos de personalidad y de capacidad de goce, en
consecuencia, son perfectamente sinónimos. La única excepción a
esta sinonimia completa (la muerte civil, que se producía por
profesión solemne en un instituto monástico, conforme al antiguo
art. 95 CC) fue derogada por la Ley 7.612 de 1943.
Capacidad de ejercicio
La capacidad de ejercicio es la aptitud legal para ejercer derechos y
contraer obligaciones. Está definida en el artículo 1445:
La capacidad legal de una persona consiste en poderse obligar por
sí misma, y sin el ministerio o la autorización de otra (art. 1445 inc.
2º CC).
La capacidad de ejercicio (la única que el Código llama ‘capacidad’)
es la regla general: ‘toda persona es legalmente capaz, excepto
aquellas que la ley declara incapaces’ (art. 1446 CC).
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La incapacidad de ejercicio (que en adelante será llamada
‘incapacidad’ a secas) se fundamenta en el hecho de que algunas
personas (es decir, algunos sujetos con capacidad de goce) no
tienen la aptitud intelectual o cognitiva suficiente para velar por sus
intereses. El tráfico negocial sería extraordinariamente difícil, sin
embargo, si la regla fuera algo así como ‘todo el que tiene suficiente
aptitud intelectual y cognitiva suficiente para velar por sus intereses
tiene capacidad de ejercicio’, aun cuando una regla de esa
naturaleza sería la más fiel desde el punto de vista de la ratio legis.
Ella obligaría a toda persona, antes de contratar a llegar a un juicio
sobre las aptitudes intelectuales y cognitivas de la contraparte, y
existiría siempre la posibilidad de que el juicio que una persona se
ha formado fuera diverso del juicio al que después (discutiendo
sobre la validez del contrato) llegue el juez. Por consiguiente, el
Código formula un a regla general (ya vista, la del art. 1446) y luego
especifica especies de incapacidad. Las especies de incapacidad
se fundan en la suposición legal de que, en tales circunstancias,
una persona carece de las aptitudes intelectuales o cognitivas del
caso. En la mayoría de los casos, la incapacidad se mantiene, sin
embargo, aun cuando excepcionalmente la persona, aun estando
en alguna de esas categorías, de hecho posea esas aptitudes
(algunas personas de menos de 18 años tienen, por ejemplo,
aptitudes suficientes como para cuidar sus propios intereses, y
algunos mayores de esas edad carecen de ellas. Legalmente, sin
embargo, las personas de menos de 18 años son incapaces y los
mayores capaces, a menos que estén en alguna otra causal de
incapacidad).
Incapacidades y prohibiciones legales
Las incapacidades contenidas en el artículo 1447 (que veremos)
son incapacidades generales, es decir, las personas que se
encuentran en esas circunstancias son generalmente incapaces
para realizar actos jurídicos respecto de sus patrimonios. Algunos
consideran la existencia de otra categoría, la de las incapacidades
especiales. En realidad estas ‘incapacidades’ son ‘prohibiciones
legales que la ley ha impuesto a ciertas personas para realizar
ciertos actos’ (Art. 1447 inc. final CC). La razón por la cual éstas no
son verdaderos casos de incapacidad es que la prohibición que la
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ley impone a ciertas personas de realizar ciertos negocios no tiene
como fundamento la falta de aptitud cognitiva o intelectual de éstas
para realizar esos actos, sino la protección de otros bienes, como
veremos.
Así, algunas incapacidades especiales son: (i) la prohibición que el
artículo 412 impone al tutor o curador (quien representa a un pupilo
incapaz) de realizar, en virtud de la representación legal que tiene
del pupilo, actos o contratos sobre el patrimonio del pupilo en los
cuales él personalmente o cualquiera de las personas nombradas
en ese artículo tenga interés. Es claro que en este caso la ley no
prohibe el contrato atendiendo a la aptitud del tutor o curador, sino
como una manera de proteger los intereses del pupilo; (ii) el artículo
1796 prohibe a los cónyuges no divorciados perpetuamente, y al
padre o madre y al hijo sujeto a patria potestad, realizar el contrato
de compraventa entre ellos. Aquí, nuevamente, es claro que el
interés protegido por la ley es el de los acreedores, que podrían ser
defraudados por esta vía; y (iii) la que afecta a la administración de
los llamados bienes familiares. Conforme al artículo 141,
El inmueble de propiedad de cualquiera de los cónyuges que sirva
de residencia principal de la familia, y los muebles que la
guarnecen, podrán ser declarados bienes familiares y se regirán por
las normas de este párrafo, cualquiera sea el régimen de bienes del
matrimonio (art. 141 inc 1 CC).
Luego el artículo 142 establece una prohibición:
No se podrán enajenar o gravar voluntariamente, ni prometer gravar
o enajenar, los bienes familiares, sino con la autorización del
cónyuge no propietario (art. 142 inc 1 CC).
Cuando hablamos de incapacidad, entonces, nos referimos a
incapacidades de ejercicio generales, es decir, a casos en los
cuales la ley prohibe de modo general a una persona administrar su
patrimonio.
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Incapacidad absoluta y relativa
La incapacidad puede ser absoluta, si la ley la dispone por cuanto
la persona en esas circunstancias o condiciones carece
completamente de las facultades cognitivas e intelectuales
necesarias para administrar lo suyo, o relativa, si la persona tiene
esas aptitudes pero no completamente desarrolladas o
desarrolladas imperfectamente. En consecuencia, el absolutamente
incapaz no puede realizar acto de administración de su patrimonio
alguno; el relativamente incapaz puede realizar ciertos actos, bajo
ciertas condiciones, en ciertas circunstancias.
Incapacidad absoluta
Son absolutamente incapaces los dementes, los impúberes y los
sordomudos que no pueden darse a entender por escrito.
Sus actos no producen ni aun obligaciones naturales, y no admiten
caución (art. 1447 inc. 1, 2 CC).
El impúber es el hombre menor de 14 años y la mujer menor de 12
(art. 26 CC); tanto el demente como el sordomudo que no puede
darse a entender por escrito son incapaces absolutamente en
atención a ese estado, por lo que no es necesario que lo declare así
una resolución judicial (ésta puede ser solicitada en el caso del
demente, pero sólo para facilitar su prueba).
Adelantando materia a ser discutida más tarde (cf. Clase N° 18), los
actos realizados por personas que sufren incapacidad absoluta son
nulos de nulidad absoluta (art. 1682 CC).
Incapacidad relativa
Son también incapaces los menores adultos y los disipadores que
se hallen bajo interdicción de administrar lo suyo. Pero la
incapacidad de las personas a que se refiere este inciso no es
absoluta, y sus actos pueden tener valor en ciertas circunstancias y
bajo ciertos respectos, determinados por las leyes (art. 1447 inc. 3).
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El menor adulto es el hombre mayor de 14 años y menor de 18, y la
mujer mayor de 12 años y menor de 18. Para que los actos del
menor adulto tengan valor, han de ser ejecutados (i) con
autorización de su representante legal, o (ii) en relación a los bienes
que conforman su peculio profesional o industrial. El peculio
profesional o industrial del menor adulto está conformado por ‘los
bienes adquiridos por el hijo en el ejercicio de todo empleo, oficio,
profesión o industria’ (art. 250 N° 1 CC). El menor adulto ‘se mirará
como mayor de edad para la administración y goce de su peculio
profesional o industrial’ (art. 251 CC) aunque sufre de algunas
limitaciones como las contenidas en el artículo 254 del Código Civil.
En estos casos, la ley supone que si el menor adulto ha sido lo
suficiente hábil como para formarse un peculio profesional o
industrial puede administrarlo, aunque sin afectar el resto de sus
bienes (en general, un peculio es algo así como un patrimonio
dentro de un patrimonio, que se rige por reglas separadas). Protege
la ley además a terceros que contratan con el menor adulto.
Los disipadores que se hallan bajo interdicción de administrar lo
suyo son, a diferencia de los dementes, incapaces en virtud de una
declaración judicial. Tal resolución judicial es, en consecuencia,
constitutiva (es decir, sin declaración judicial de interdicción no hay
incapacidad por disipación). El concepto de disipación se ha
extraído tradicionalmente del artículo 445 del Código Civil:
La disipación deberá probarse por hechos repetidos de dilapidación
que manifiesten una falta total de prudencia.
El juego habitual en que se arriesguen porciones considerables del
patrimonio, donaciones cuantiosas sin causa adecuada, gastos
ruinosos, autorizan la interdicción (art. 445 CC).
¿Capacidad de goce y de ejercicio: dos especies de un
género?
La idea de que la capacidad incluye a la de goce y a la de ejercicio
está vinculada a una manera de concebir el patrimonio. El
patrimonio es el conjunto de derechos y obligaciones que… tiene
55
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una persona. Si el patrimonio es entendido como necesariamente
vinculado a una persona, entonces la forma tradicional de entender
las formas de capacidad o incapacidad tiene pleno sentido: en la
medida en que X puede tener un patrimonio, tiene capacidad de
goce; en la medida en que no sólo puede tener, sino que puede
administrar un patrimonio, tiene capacidad de ejercicio.
La doctrina civil francesa clásica, en efecto, afirma que el patrimonio
es un atributo de la personalidad, y que como tal está
indisolublemente vinculado a la personalidad. Pero el patrimonio
puede también ser entendido de modo relativamente ‘objetivo’, es
decir, sin estar necesariamente vinculado a una y sólo una persona.
Lo que hace del patrimonio una unidad no es una persona,
conforme a esta manera de entender esta noción, sino una
finalidad. Esto explica los casos de peculios, es decir, patrimonios
dentro de patrimonios (una persona puede tener, entonces, más de
un patrimonio) y de patrimonios sin titular, como el caso del artículo
963 inc. 2º del Código Civil, conforme al cual una persona puede
dejar un legado para fundar una fundación (que por definición,
entonces, no existe al momento de deferirse el legado). Si la noción
de patrimonio es separada completamente de la idea de la
personalidad, entonces la capacidad de goce y la de ejercicio
aparecen como cuestiones completamente diversas: la de goce es
la posibilidad de adquirir derechos y obligaciones, la de ejercicio es
la titularidad para administrar un patrimonio, propio o ajeno. Las
diversas teorías sobre el patrimonio serán estudiadas en detalle
más adelante en el curso de derecho civil.
Clase N° 15. Existencia y validez de los actos jurídicos (III: el
objeto)
Contenido:
Concepto y requisitos del objeto;
El objeto debe existir o al menos esperarse que exista;
La cosa debe ser comerciable;
La cosa o el hecho debe ser determinado o determinable;
Si el objeto es un hecho, debe ser posible;
Objeto lícito.
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Lecturas Necesarias: Díez-Picazo, Fundamentos, pp. 197-214;
Vodanovic, Curso de Derecho Civil, pp. 445-470; Figueroa,
Gonzalo: Curso de Derecho Civil, vol ii, pp. 284-292.
Concepto y requisitos del objeto
Toda declaración de voluntad debe tener por objeto una o más
cosas que se trata de dar, hacer o no hacer. El mero uso de la cosa
o su tenencia puede ser objeto de la declaración (art. 1460 CC).
Es costumbre distinguir el objeto del acto jurídico del objeto de la
obligación. El objeto del acto lo constituyen las obligaciones y
derechos que en virtud de él se crean. El objeto de la obligación,
por otro lado, es ‘una o más cosas que se trata de dar, hacer o no
hacer’. Al hablar de ‘objeto’ del acto jurídico, sin embargo, la
referencia es al objeto de la obligación.
La regulación del objeto es donde más claramente son apreciables
los límites legales a la libertad contractual. Los casos de objeto
ilícito, de hecho, son todos prohibiciones legales de realizar
determinados actos por diversas razones.
Conforme al artículo 1461, los requisitos del objeto son diversos
para el caso de que el objeto sea una cosa que se trata de dar o
una que se trata de hacer o no hacer (en estos casos el Código
Civil habla de ‘hecho’). Si el objeto del contrato es una cosa, ésta
debe (i) existir o al menos esperarse que exista; (ii) ser comerciable;
(iii) ser determinado o determinable; y (iv) ser lícito. Si el objeto es
un hecho, es necesario que ese hecho (lo que incluye la
abstención, i.e. la obligación de no hacer) sea (i) determinado; (ii)
físicamente posible; (iii) moralmente posible; (iv) lícito.
El objeto debe existir o al menos esperarse que exista
Si la cosa objeto del contrato no existe al momento de celebrarse
éste, entonces el contrato carece de objeto. En algunos casos, sin
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embargo, las partes pueden estar interesadas en contratar sobre
algo que no existe todavía, pero se espera que exista (un bosque
que se vende ‘en verde’ por ejemplo). En estos casos, el contrato
se entiende realizado bajo la condición de que las cosas lleguen a
existir. La validez del contrato, entonces, se encuentra en suspenso
mientras la cosa no existe; si la cosa nunca llega a existir (por
ejemplo, porque el bosque se quemó), entonces nunca habrá
habido contrato, y si llega a existir, entonces una vez que esté
disponible el contrato entrará en vigor.
Esta regla tiene una complicación en el caso de los contratos
aleatorios. La distinción entre contratos aleatorios y conmutativos,
que ha sido mencionada al hablar de la lesión enorme (cf. Clase N°
12), se traza de la siguiente manera:
El contrato oneroso es conmutativo, cuando cada una de las partes
se obliga a dar o hacer una cosa que se mira como equivalente a lo
que la otra parte debe dar o hacer a su vez; y si el equivalente
consiste en una contingencia incierta de ganancia o pérdida, se
llama aleatorio (art. 1440 CC).
Un contrato sobre una cosa que no existe, pero se espera que
exista, es por regla general conmutativo y está sujeto a la condición
suspensiva de que la cosa llegue a existir. Pero podría ser el caso
de que las partes contrataron sobre la suerte, es decir, que el que
(por ejemplo) compró el bosque asumió el riesgo de que el bosque
llegue a no existir (pagando, por ejemplo, un precio mucho menor).
En este caso el contrato tiene un objeto real al momento de
celebrarse, pues lo que se compra no es el bosque sino la suerte, y
es perfecto desde el momento en que se perfecciona. El Código se
refiere a este caso cuando trata del contrato de compraventa, pero
la regla es de aplicación general:
La venta de cosas que no existen, pero se espera que existan, se
entenderá hecha bajo la condición de existir, salvo que se exprese
lo contrario, o que por la naturaleza del contrato aparezca que se
compró la suerte (art. 1813 CC).
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La naturaleza aleatoria del contrato puede simplemente ‘aparecer’
de la naturaleza del contrato, por lo que no es necesario (aunque es
útil) que se declare expresamente.
La cosa debe ser comerciable
Las cosas no comerciables son las que están fuera del comercio
humano. Ellas son (i) las cosas comunes a todos los hombres
(como el alta mar, art. 585 CC), (ii) los personalísimos (e.g. el
derecho de alimentos, conforme al artículo 334 CC, o el de uso y
habitación, conforme al art. 819 CC), (iii) los bienes nacionales de
uso público (art. 589 CC) y los bienes destinados al culto divino (art.
586 CC). Un acto jurídico cuyo objeto sea cualquiera de estas
cosas estaría viciado por defecto del objeto.
Los casos del artículo 1464 son también cosas incomerciables:
Hay un objeto ilícito en la enajenación:
1º De las cosas que no están en el comercio;
2º De los derechos o privilegios que no pueden transferirse a otra
persona;
3º De las cosas embargadas por decreto judicial, a menos que el
juez lo autorice o el acreedor consienta en ello;
4º De especies cuya propiedad se litiga, sin permiso del juez que
conoce en el litigio (art. 1464 CC).
1 y 2 son casos ya vistos de cosas puramente incomerciables. 3 y 4
son diferentes, sin embargo, en que son cosas normalmente
comerciables. Ellos plantean problemas especiales, y los veremos
más adelante.
La cosa o el hecho debe ser determinado o determinable
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Cosas determinadas
El artículo 1461 exige que las cosas objeto de un contrato sean
determinadas, al menos en cuanto a su género. La cantidad puede
ser incierta siempre que el acto o contrato contenga reglas o datos
que permitan determinarla. Esta última regla, desde luego, se aplica
a actos cuyo objeto es genérico. El artículo 1461, sin embargo, no
menciona la calidad de las cosas debidas genéricamente. Este
vacío lo soluciona el artículo 1509 del Código:
En la obligación de género, el acreedor no puede pedir
determinadamente ningún individuo, y el deudor queda libre de ella,
entregando cualquier individuo del género, con tal que sea de una
calidad a lo menos mediana (art. 1509 CC).
Entonces, resumiendo: (a) si el acto recae sobre una especie o
cuerpo cierto, éste debe estar determinado, debe indicarse en el
acto cuál es la cosa sobre la que se contrata; (b) si la cosa es
genérica, el contrato debe especificar la cantidad o al menos
contener reglas o datos para hacerlo; (c) pero el acto no puede
tener un objeto de calidad indeterminada, porque si no dice nada al
respecto el Código presume (art. 1509) que la calidad es ‘a lo
menos mediana’.
Hechos determinados
El Código no exige expresamente la determinación del objeto
cuando éste es un hecho (i.e. una obligación de hacer o no hacer).
Sin embargo, es claro que, para que la declaración de voluntad
tenga un objeto, el hecho cuando el objeto es un hecho) debe ser
determinado, es decir, el acto debe contener una especificación
suficiente del hecho al que una de las partes se obliga. ¿Puede ser,
aunque no determinado, determinable? Aquí es importante recordar
que
Son nulas las obligaciones contraídas bajo una condición
potestativa que consista en la mera voluntad de la persona que se
obliga (art. 1468 CC).
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La idea que hay detrás de este artículo es que una declaración de
voluntad no es seria si el contenido de la obligación que es su
objeto queda entregada a la sola voluntad de la persona que se
obliga. Pero esta idea no parece oponerse a que el hecho sea
determinable, ya por el acreedor, ya por un hecho voluntario (no la
mera voluntad) de la persona que se obliga. Tampoco parece haber
problema para aplicar la misma regla que el artículo 1461 establece
respecto del objeto cuando éste es una cosa: que el acto contenga
reglas o datos que permitan determinar el hecho debido.
Si el objeto es un hecho, debe ser posible
La imposibilidad de la que habla el Código puede ser física o moral:
Si el objeto es un hecho, es necesario que sea física y moralmente
posible. Es físicamente imposible el que es contrario a la
naturaleza, y moralmente imposible el prohibido por las leyes, o
contrario a las buenas costumbres o al orden público (art. 1461 inc.
final).
Hechos físicamente imposibles
El hecho es físicamente imposible si es contrario a las leyes de la
naturaleza. De la imposibilidad física se dice tradicionalmente: (i)
que debe ser absoluta, es decir, que ‘el hecho al que se refiere
debe ser irrealizable por todos, por cualquiera persona’ (Vodanovic,
p. 258). Nótese lo exigente de esta condición: ‘cualquiera persona’
parece incluir a Einstein, a Houdini, a David Copperfield, etc; y (ii)
debe apreciarse históricamente (hoy es posible viajar a la luna).
Aquí puede darse a la idea de ‘imposibilidad’ una interpretación
naturalística, en que la pregunta es si la naturaleza permite el hecho
de que se trata, o social, en que la pregunta es si dadas las
condiciones es posible para el deudor cumplir la deuda.
Hecho moralmente imposible
El hecho es moralmente imposible cuando es prohibido por las
leyes. Esta disposición debe leerse teniendo a la vista el artículo 10
del Código Civil (‘los actos que la ley prohibe son nulos y de ningún
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valor’) y el 1466 (hay objeto ilícito […] generalmente en todo
contrato prohibido por las leyes’).
Es también imposible el hecho contrario al orden público y a las
buenas costumbres.
Objeto lícito
Por último, el objeto debe ser lícito. Es importante distinguir dos
sentidos de la expresión ‘objeto lícito’: (a) en un primer sentido
(estricto), objeto lícito es el que no es ilícito en términos de los
artículos 1462-1466, que especifican casos de objeto ilícito; (b) en
un segundo sentido (amplio), el objeto lícito es el que cumple todos
los requisitos legales, es decir, (si es una cosa que se trata de dar)
que es real, comerciable, determinado o determinable y lícito en
sentido estricto, o (si es un hecho, es decir una cosa que se trata de
hacer o no hacer) que es determinado, posible y lícito (en sentido
estricto).
Los casos de objeto ilícito (en sentido estricto) constituyen la
manifestación más conspicua de los límites a la libertad contractual
en el Código Civil chileno. En todos estos casos se trata de actos
que las partes no pueden realizar aun cuando entre ellas estén en
completo acuerdo. Los casos de objeto ilícito (en sentido estricto)
son:
Todo lo que contraviene al derecho público chileno
Hay un objeto ilícito en todo lo que contraviene al derecho público
chileno. Así la promesa de someterse en Chile a una jurisdicción no
reconocida por las leyes chilenas, es nula por el vicio del objeto (art.
1462 CC).
Como hemos visto (cf. Clase N° 2) la delimitación del ‘derecho
público’ frente al derecho privado es difícil y poco clara. Es posible,
sin embargo, indicar ciertos cuerpos normativos que son claramente
de derecho público, entre los cuales estarían la Constitución, el
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derecho penal y parte del derecho procesal. Hay objeto ilícito,
entonces, en todo lo que contravenga a estas reglas.
El artículo 1462 debe relacionarse con el artículo 7 de la
Constitución, que declara ‘nulos’ los actos realizados en
contravención a la constitución y las leyes (algunos
constitucionalistas hablan de una especial nulidad de derecho
público).
Es por último importante mencionar que, por regla general, las leyes
de derecho público serán también de orden público, por lo que los
actos cuyo objeto sea un hecho contrario al derecho público, por
regla general, ya habrían sido viciados por la imposibilidad moral de
su objeto (art. 1461 inc. final).
Pactos de sucesión futura
El derecho de suceder por causa de muerte a una persona viva no
puede ser objeto de una donación o contrato, aun cuando
intervenga el consentimiento de la misma persona.
Las convenciones entre la persona que debe una legítima y el
legitimario, relativas a la misma legítima o a mejoras, están sujetas
a las reglas especiales contenidas en el título De las asignaciones
forzosas (art. 1463 CC).
Los pactos sobre sucesión futura son los que reúnen dos requisitos:
(a) son realizados en vida del causante, con o sin su
consentimiento; y (b) el objeto del pacto es uno o más derechos
sobre la sucesión del causante (sea o no a título universal). La
doctrina distingue tradicionalmente tres tipos de pactos de sucesión
futura:
Pactos de renuncia a una sucesión futura
Por medio de pactos de este tipo una persona, que espera heredar
a otra, renuncia a sus derechos sobre la sucesión antes de que ésta
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se abra (es decir, antes de la muerte del causante). La ley prohibe
estos pactos: conforme al artículo 956, una herencia o legado es
deferido (‘la delación de una asignación es el actual llamamiento de
la ley a aceptarla o repudiarla’, conforme al art. 956 inc. 1º CC) al
heredero o legatario en el momento de fallecer la persona de cuya
sucesión se trata (o, en el caso del inciso 3 del art. 956 CC,
después, pero nunca antes), y sólo después de la delación es
posible aceptar o repudiar una asignación:
No se puede aceptar asignación alguna, sino después que se ha
deferido.
Pero después de la muerte de la persona de cuya sucesión se trata,
se podrá repudiar toda asignación, aunque sea condicional y esté
pendiente la condición (art. 1226 CC).
Pactos de institución de heredero
Mediante este pacto una persona conviene con otra nombrarle
heredero de todo o parte de su herencia. La ley prohibe este pacto,
con una excepción calificada, que constituye el único caso de pacto
sobre sucesión futura permitido por la ley chilena:
Si el difunto hubiere prometido por escritura pública entre vivos a su
cónyuge o a alguno de sus descendientes o ascendientes, que a la
sazón era legitimario, no donar, ni asignar por testamento parte
alguna de la cuarta de mejoras, y después contraviniere a su
promesa, el favorecido con ésta tendrá derecho a que los
asignatarios de esa cuarta le enteren lo que le habría valido el
cumplimiento de la promesa, a prorrata de lo que su infracción les
aprovechare
Cualesquiera otras estipulaciones sobre la sucesión futura, entre un
legitimario y el que le debe la legítima, serán nulas y de ningún
valor (art. 1204 CC).
Pactos de disposición de sucesión futura
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Éste es un pacto entre el futuro heredero o legatario y un tercero en
virtud del cual el primero cede al segundo sus derechos futuros
sobre la sucesión. Pactos de esta naturaleza son también
prohibidos por la ley.
Enajenación de ciertas cosas
Hay un objeto ilícito en la enajenación:
1º De las cosas que no están en el comercio;
2º De los derechos o privilegios que no pueden transferirse a otra
persona;
3º De las cosas embargadas por decreto judicial, a menos que el
juez lo autorice o el acreedor consienta en ello;
4º De especies cuya propiedad se litiga, sin permiso del juez que
conoce en el litigio (art. 1464 CC).
La palabra enajenación puede entenderse en sentido estricto, como
un acto por el cual una persona transfiere el dominio de un bien a
otra, o en sentido amplio, como incluyendo no sólo la transferencia
del dominio sobre un bien sino también la constitución de derecho
reales sobre éste (derechos limitativos del dominio, como hipoteca,
servidumbre etc). En general la palabra ‘enajenación’ en el artículo
1464 se entiende en este sentido amplio.
¿Pueden venderse las cosas enumeradas por el artículo 1464?
El problema que el artículo 1464 ha planteado a la doctrina no es
tanto el de qué debe entenderse por ‘enajenación’, sino cuál es el
estatus jurídico de un acto o contrato por el cual una parte se obliga
a enajenar una de las cosas del artículo 1464.
Nótese que considerando solamente el artículo 1464 debería
llegarse a la conclusión de que tal pacto es válido, por cuanto el
objeto ilícito en ese artículo radica en la enajenación, no en contraer
la obligación de enajenar. Pero al artículo 1464 hay que añadirle el
1810 (relativo a la compraventa) para comprender el problema:
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Pueden venderse todas las cosas corporales o incorporales, cuya
enajenación no esté prohibida por ley (art. 1810 CC).
Y el problema es: ¿pueden venderse las cosas enumeradas por el
artículo 1464? La respuesta radica, desde luego, en determinar si el
artículo 1464 prohibe la enajenación de las cosas que enumera.
Como la venta de cosas cuya enajenación está prohibida por la ley
es nula, si el artículo 1464 prohibe la enajenación de las cosas que
enumera, entonces el 1810 prohibe la venta de esas mismas cosas.
Los autores están de acuerdo en que los dos primeros números no
plantean, desde este punto de vista, problema alguno. En ambos
casos la enajenación está prohibida. Pero, dicen algunos, ello no es
así en los números 3 y 4 del 1464. Estos números, se dice (esta
tesis fue originalmente formulada por Eugenio Velasco) no
contienen normas prohibitivas, sino lo que la dogmática chilena ha
denominado normas imperativas de requisitos. Las primeras
prohiben categóricamente un acto (e.g. art. 412 inc. 2º CC), las
segundas los sujetan a requisitos. Si se entendiera que los números
3 y 4 del 1464 son normas imperativas de requisitos y no
prohibitivas, entonces esas cosas no estarían dentro de aquellas a
las que se refiere el artículo 1810.
Con la promesa de compraventa se plantea un problema similar,
conforme al artículo 1554 N° 2 del Código Civil.
¿Es el artículo 1464 superfluo? Análisis de los numerales del 1464
Otro problema que suscita el artículo 1464 es que, según algunos,
la mayoría de sus precepto hoy son superfluos: su eliminación no
produciría consecuencia alguna. Esto puede apreciarse si se
considera punto por punto:
Respecto del N° 1, cualquier acto que tenga por objeto una ‘cosa
que no esté en el comercio’ carecería de objeto (o tendría objeto
ilícito en el sentido amplio de esta expresión), conforme al artículo
1464 inc. 1º.
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Respecto del N° 2, los ‘derechos o privilegios que no pueden
transferirse a otra persona’ está incluido en el N° 1, por cuanto los
derechos personalísimos no son comerciables.
El N° 3 es probablemente el único importante independientemente.
‘Embargo’ en este número no debe entenderse en el sentido técnico
del artículo 443 N° 2 CPC, referido exclusivamente al juicio
ejecutivo, sino como cualquier medida precautoria sobre la cosa.
Durante algún tiempo se discutió si una enajenación forzada en el
contexto de un juicio ejecutivo adolecía también de objeto ilícito si la
cosa estaba embargada, pero hoy se acepta que la respuesta a
esta cuestión es negativa.
Otro problema en relación a este número es el de la posición de los
terceros. En el Código Civil ellos son ciertamente perjudicados, por
cuanto la enajenación adolecerá de objeto ilícito aun cuando haya
sido difícil para ellos conocer la existencia del embargo. Este vacío
ha sido suplido por el artículo 297 del Código de Procedimiento
Civil, que establece que
Cuando la prohibición de enajenar recaiga sobre bienes raíces se
inscribirá en el registro del Conservador respectivo y sin este
requisito no producirá efecto alguno respecto de terceros.
Cuando verse sobre cosas muebles, sólo producirá efecto respecto
de los terceros que tengan conocimiento de ella al tiempo del
contrato; pero el demandado será en todo caso responsable de
fraude, si ha procedido a sabiendas (art. 297 CPC).
Respecto del N° 4, el artículo 296 del Código de Procedimiento civil
lo ha asimilado al N° 3:
Para que los objetos que son materia del juicio se consideren
comprendidos en el número 4 del Código Civil, será necesario que
el tribunal decrete prohibición respecto de ellos (art. 296 CPC).
El número 4, en consecuencia, hoy es superfluo.
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Condonación del dolo futuro
El pacto de no pedir más en razón de una cuenta aprobada, no vale
en cuanto al dolo contenido en ella, si no se ha condonado
expresamente. La condonación del dolo futuro no vale (art. 1465
CC).
Condonar anticipadamente el dolo equivaldría a permitir de
antemano a alguien comportarse de mala fe. Esto está prohibido
por la ley, sin perjuicio, desde luego, que una vez ocurrido el dolo
pueda condonarse.
Deudas contraídas en juegos de azar
Hay asimismo objeto ilícito en las deudas contraídas en juego de
azar (art. 1466 CC).
Y es por esto que para los juegos de azar lícitos (e.g. La lotería de
Concepción, la Polla Chilena de Beneficencia, etc) requieren de
leyes que los autoricen.
Venta de libros de circulación prohibida y otros materiales obscenos
o inmorales
Hay asimismo objeto ilícito […] en la venta de libros cuya circulación
es prohibida por autoridad competente, de láminas, pinturas y
estatuas obscenas, y de impresos condenados como abusivos de la
libertad de la prensa (art. 1466 CC).
La venta, distribución e exhibición de estos materiales es
constitutiva de delito, conforme al artículo 374 del Código Penal. Es
discutible la constitucionalidad de estas disposiciones, conforme al
artículo 19 N° 12 de la Constitución Política.
Todo contrato prohibido por las leyes
Hay asimismo objeto ilícito […] generalmente en todo contrato
prohibido por las leyes (art. 1466 CC).
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Clase N° 16. Existencia y validez de los actos jurídicos (IV: la
causa)
Contenido:
Evolución histórica de la doctrina de la causa.
Lecturas Necesarias: Zimmermann, Roman Foundations of the
Civilian Tradition, pp. 546-556; Díez-Picazo, Fundamentos, pp. 215-
218, 227-247; Flume, El Negocio Jurídico, pp. 193-209.
Evolución histórica de la doctrina de la causa
De ex nudo pacto non oritur actio a pacta sunt servanda
Como sabemos (cf. Clase N° 9) En derecho romano la regla
general era que el solo consentimiento no bastaba para
perfeccionar un contrato. Un ‘pacto desnudo’ era, por regla general,
inexigible. Al exigir formalidades verbales (como en la estipulación)
o la entrega de la cosa (como en los contratos reales), el derecho
romano daba una solución a un problema que está siempre
presente: la existencia de casos en los cuales las personas sin un
ánimo serio de obligarse manifiestan, sin embargo, su voluntad de
hacerlo. La regla ex nudo pacto non oritur actio, de este modo,
cumplía la función de proteger a aquellos que eran inexpertos en el
manejo de sus negocios, por cuanto éstos (ni los demás, desde
luego) no podían obligarse sin recorrer un complejo camino de
pregunta y respuesta, de verbos coincidentes etc. La probabilidad
de que alguien utilizara ese procedimiento sin realmente querer
obligarse era suficientemente escasa como para no considerarla.
Para los juristas que recibieron el Corpus Iuris Civilis tras su
redescubrimiento en occidente (genéricamente denominados
legistas) la carencia de sistema en el Digesto era un problema. El
primer paso hacia la sistematización lo dieron manteniendo la regla
romana que miraba al consensus como elemento esencial de los
contratos, que sin embargo era accionable sólo cuando se le
‘vestía’ con otro elemento, como el intercambio formal de palabras
(stipulatio), o la entrega de la cosa en los contratos reales, etc. El
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paso crucial dado por los legistas fue el de ampliar el número de
‘vestimentas’ que hacían accionable un pacto desnudo (así, por
ejemplo, para Azo el solo hecho de que un pacto fuera celebrado
entre comerciantes era vestimenta suficiente).
El siguiente paso lo dieron los canonistas. En la época medieval, los
pactos eran usualmente reforzados con juramentos, de modo que
un incumplimiento contractual en esos casos implicaba
necesariamente perjurio. Para Dios, sin embargo, no había
diferencia entre una simple mentira y el perjurio: ‘Pero lo que os
digo es: no juréis’; ‘que sea vuestro hablar: si, si; no, no. Porque lo
que sea más que esto, del mal procede’ (Mateo 5, 37). Pero los
canonistas no estaban en condiciones de eliminar la práctica de
reforzar los pactos con juramentos; lo que si podían hacer, sin
embargo, era insistir en que los contratos que no estaban ‘vestidos’
con un juramento eran tan válidos y accionables como los que si lo
estaban. En los Decretales de Gregorio IX la regla es entonces
formulada: pacta quantumcumque nuda servanda sunt, (lit.:) los
pactos deben ser cumplidos por desnudos que sean. La regla era
ya aceptada por los canonistas generalmente en el siglo XIV, aun
cuando su aplicación en el derecho civil era cuestionada.
La síntesis definitiva correspondió a los miembros de la llamada
‘escuela del derecho natural’, en particular a Grotio y Pufendorf.
Para Grotio la confianza era la base de la justicia, por lo que las
promesas deben ser cumplidas con independencia de las formas en
que han sido perfeccionadas.
Causa: la evolución de una idea
Causa en el Digesto y su recepción
El tránsito desde ex nudo pacto non oritur actio a pacta sunt
servanda generó un problema novedoso, para apreciar el cual es
necesario retroceder al derecho romano nuevamente. En el derecho
romano antiguo, la forma contractual por excelencia era la stipulatio.
Éste era un contrato formal y solemne, que se perfeccionaba en
una ceremonia en la que una persona preguntaba a otra si ésta
prometía hacer algo y ésta respondía ‘prometo’ (más tarde los
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verbos a utilizarse quedaron a elección de las partes, pero se
mantuvo la exigencia de que la respuesta y la pregunta debían
coincidir). Originalmente la estipulación era válida sólo si se
utilizaban ciertos verbos precisos (e.g. spondere, promittere, dare:
J. 3, 15.1). En virtud de la estipulación (y sin perjuicio de que las
partes podían celebrar más de una estipulación, desde luego), sólo
una de la partes quedaba obligada.
La estipulación, flexible como era, podía ser causada o abstracta.
Una estipulación abstracta habría sido: ‘centum mihi dari spondes?’
‘spondeo’ (‘prometes darme 100?’ ‘prometo’). Pero es poco
probable que alguien quiera dar 100 por el gusto de hacerlo. En
este caso, los 100 podrían haber sido prometidos como dote o para
asegurar el pago del precio en una compraventa, etc. Pero esta
causa no era expresada en la estipulación, que por eso la
llamaríamos abstracta. Considérese este otro caso: ‘quod mihi ex
empto debes, dari spondes?’ ‘spondeo’ (‘prometes darme lo que me
debes por la compra?’ ‘prometo’). En esta caso, llamaríamos a esta
estipulación causada porque la razón por la cual el deudor se obliga
queda expresada en el contrato.
En principio, la deuda contraída mediante una estipulación era
válida en virtud de las formas utilizadas. Si el vendedor ha
entregado o no la cosa al comprador es irrelevante, si el comprador
ha estipulado pagar el precio. Pero si la estipulación tenía una
causa y esta no había sido expresada en el contrato, entonces la
única manera que el deudor tenía de reclamar ante el
incumplimiento del acreedor por la obligación que subyacía a la
estipulación era alegar que el acreedor actuaba de mala fe,
utilzando para ello la exceptio doli:
Si alguien hubiere estipulado de otro sin tener una causa y luego
reclama por aquella estipulación, se le opondrá ciertamente la
excepción de dolo malo, pues aunque en el momento de la
estipulación no obrare con dolo malo, sin embargo, hay que decir
que al momento de la listiscontestación obra con dolo quien persiste
en reclamar por tal estipulación (Ulp. D. 22, 4. 2. 3).
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Lo que este texto no expresa es que la causa es un requisito
general para la validez de la estipulación. Pero fue precisamente
esto lo que los glosadores entendieron. La explicación está en el
desuso en que había caído, en el siglo XII, el procedimiento
formulario. En el procedimiento formulario, una exceptio era un
mecanismo puramente procesal, que no negaba la validez de la
acción sino alegaba la ocurrencia de un hecho nuevo que afectaba
su exigibilidad. Al declinar el procedimiento formulario, esta idea de
exceptio se ‘substantivizó’, y tendió a ser considerada como una
alegación que negaba la validez de la acción del demandante. Es
importante destacar también que en el tiempo de los glosadores la
stipulatio se había convertido, de hecho, en un contrato escrito, por
lo que una estipulación abstracta era, en los hechos, una escritura
en la que constaba una estipulación sin causa. Si, conforme a
Ulpiano en D. 22, 4. 2. 3, la exceptio doli existía en ese caso, eso
sólo podía deberse a que la escritura (y con ella la estipulación que
ella contenía) era inválida. Dicho de otro modo: debía haber una
causa para la validez de la estipulación, y esa causa debía constar
en el contrato.
La otra mención a la idea de causa en el Digesto está en el título 2,
14 (sobre los pactos):
Cuando el negocio es un contrato innominado, pero existe, sin
embargo, una causa […] hay una obligación (Ulp. D. 2, 14.7.2).
En cambio, cuando no existe ninguna causa, consta que no puede
constituirse obligación en base a la convención (Ulp. D. 2, 14.7.4).
Los glosadores entendieron estas referencias a la ejecución de la
obligación de una de las partes que hacía exigible la del otro en los
contratos innominados.
La doctrina escolástica de la causalidad
Los dos elementos mencionados en el número anterior era el
material romano sobre el que los legistas trabajaron. El siglo XII era
época de síntesis, y la más influyente de ellas fue la de Tomás de
Aquino entre la filosofía griega y el cristianismo. De acuerdo a
Tomás (y a Aristóteles), existen cuatro tipos de causa: formal,
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material, final y eficiente (las dos primeras son intrínsecas, las
últimas extrínsecas). Si todo tiene una causa, también la tienen los
contratos (esta idea la expresa Ducci: cf. p. 289). Baldo parece
haber sido el primero en extraer la conclusión: si todo tiene una
causa, entonces todos los contratos la tienen, no sólo las
estipulaciones.
La causa como un vestido adicional
De ahí la idea de causa dejó, entonces, de ser una característica de
los contratos innominados solamente y se aplicó a los pactos
desnudos. Baldo formuló la regla: ‘si no hay causa, un pacto
desnudo no es accionable’ pero inversamente, en la medida en que
tenga una causa, un pacto desnudo puede perfectamente ser
accionable. Ahora podemos ver cómo la idea de causa sirvió de
puente entre la posición de los canonistas, para los cuales pacta
sunt servanda y los legistas para los cuales ex nudo pacto non
oritur actio. Para los legistas la causa era una vestimenta adicional,
por lo cual un pacto desnudo no era realmente desnudo: esto les
permitía aceptar la accionabilidad de los pactos desnudos (aunque
causados) sin aceptar la regla canónica pacta sunt servanda. Para
los canonistas los pactos desnudos eran accionables, en la medida
en que las partes tenían la voluntad seria de obligarse. La causa
era considerada evidencia de la seriedad de obligarse de las partes.
Por lo tanto, un pacto desnudo no causado no era accionable, pero
no porque ex nudo pacto non oritur actio, sino porque en un pacto
no causado no había voluntad sería de obligarse.
Clase N° 17. Existencia y validez de los actos jurídicos (V: Las
formalidades)
Contenido:
La importancia de la forma y las formalidades;
De la ‘forma efectiva’ a la ‘forma-protección’;
Concepto de forma;
Las formalidades en el derecho civil chileno.
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Lecturas Necesarias: Zimmermann, Roman Foundations of the
Civilian Tradition, pp. 82-89; Díez-Picazo, Fundamentos, pp. 247-
252; Vodanovic, Curso, pp. 502-507.
La importancia de la forma y las formalidades (volver arriba o al
Indice General)
Es común encontrar en los sistemas jurídicos antiguos (que Díez-
Picazo llama ‘primitivos’) una comprensión de las formalidades
diferente de la que poseemos nosotros. Si nos fijamos
especialmente en el derecho de obligaciones, por ejemplo, es
posible imaginar al rehén dado en prenda como apresado
físicamente: ob-ligado en el sentido literal del término. Cuando este
‘apresamiento’ del rehén dado en prenda vino, con el tiempo, a ser
reemplazado por un vínculo ideal o imaginario, la naturaleza
vinculante de este vínculo debía ser garantizada de alguna manera.
El poder real del acreedor sobre el cuerpo del deudor fue así
reemplazado por un poder igualmente verdadero, pero invisible, y
para crear este poder casi mágico un ritual debía ser realizado. El
formalismo de la stipulatio, como hemos visto, era de esta
naturaleza. En la época del derecho romano clásico muchas de las
disposiciones excesivamente onerosas de este y otros contratos
habían sido eliminadas o modificadas, pero la forma del contrato fue
preservada de modo relativamente intacto. El futuro acreedor debía
formular una descripción de la obligación que él esperaba que el
futuro deudor contrajera, y formularla como una pregunta (‘centum
mihi dare spondes’?), y el eventual deudor debía responder con el
verbo en cuestión (‘spondeo’; en latín no hay un equivalente a ‘si’).
En la medida en que las formalidades hayan sido cumplidas, el
contrato (y la obligación que entrañaba) era válido, sin importar si
los efectos producidos por éste en el mundo real habían sido
efectivamente queridos por las partes.
Ante formalidades de este típico, características de los sistemas
jurídicos antiguos, es importante distinguir dos preguntas: la primera
es (1) cómo eran entendidas las formalidades por los participantes
de esos sistemas, y la segunda es (2) cómo hemos de entenderlas
nosotros. La distinción es importantes porque la tentación natural es
colapsar la distinción entre los conceptos N° 2 y 3 de los ofrecidos
por Díez-Picazo (es decir, el concepto de ‘forma-protección’, es
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decir, de la formalidad como algo que se añade al consentimiento
para proteger algún bien relevante, y el concepto de ‘forma
efectiva’, es decir, de la formalidad como el origen verdadero del
efecto jurídico obligatorio de un contrato). En el derecho antiguo, las
formalidades producían un cambio real en el mundo: habiéndose
cumplido las formalidades, el mundo era distinto, como lo muestra
el conocido caso siguiente:
Entonces Jacobo fue a su padre y dijo: Padre mío. E Isaac
respondió: Heme aquí; ¿quién eres, hijo mío? Y Jacob dijo a su
padre: Yo soy Esaú tu primogénito; he hecho como me dijiste:
levántate ahora, y siéntate, y come de mi caza, para que me
bendigas. Entonces Isaac dijo a su hijo: ¿Cómo es que la hallaste
tan pronto, hijo mío? Y él respondió: Porque Jehová tu Dios hizo
que la encontrase delante de mí. E Isaac dijo a Jacob: Acércate
ahora, y te palparé, hijo mío, por si eres mi hijo Esaú o no. Y se
acercó Jacob a su padre Isaac, quien le palpó, y dijo: La voz es la
voz de Jacob, pero las manos, las manos de Esaú. Y no le conoció,
porque sus manos eran vellosas como las manos de Esaú; y le
bendijo.
Y dijo: ¿Eres tú mi hijo Esaú? Y Jacob respondió: Yo soy. Dijo
también: Acércamela, y comeré de la caza de mi hijo, para que yo
te bendiga; y Jacob se la acercó, e Isaac comió; le trajo también
vino, y bebió. Y le dijo Isaac su padre: Acércate ahora, y bésame,
hijo mío. Y Jacob se acercó, y le besó; y olió Isaac el olor de sus
vestidos, y le bendijo, diciendo: Mira, el olor de mi hijo, Como el olor
del campo que Jehová ha bendecido; Dios, pues, te dé del rocío del
cielo, Y de las grosuras de la tierra, Y abundancia de trigo y de
mosto. Sírvante pueblos, Y naciones se inclinen a ti; Sé señor de
tus hermanos, Y se inclinen ante ti los hijos de tu madre. Malditos
los que te maldijeren, Y benditos los que te bendijeren.
Y aconteció, luego que Isaac acabó de bendecir a Jacob, y apenas
había salido Jacob de delante de Isaac su padre, que Esaú su
hermano volvió de cazar. E hizo él también guisados, y trajo a su
padre, y le dijo: Levántese mi padre, y coma de la caza de su hijo,
para que me bendiga. Entonces Isaac su padre le dijo: ¿Quién eres
tú? Y él le dijo: Yo soy tu hijo, tu primogénito, Esaú. Y se estremeció
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Isaac grandemente, y dijo: ¿Quién es el que vino aquí, que trajo
caza, y me dio, y comí de todo antes que tú vinieses? Yo le bendije,
y será bendito. Cuando Esaú oyó las palabras de su padre, clamó
con una muy grande y muy amarga exclamación, y le dijo:
Bendíceme también a mí, padre mío. Y él dijo: Vino tu hermano con
engaño, y tomó tu bendición. Y Esaú respondió: Bien llamaron su
nombre Jacob, pues ya me ha suplantado dos veces: se apoderó
de mi primogenitura, y he aquí ahora ha tomado mi bendición. Y
dijo: ¿No has guardado bendición para mí? Isaac respondió y dijo a
Esaú: He aquí yo le he puesto por señor tuyo, y le he dado por
siervos a todos sus hermanos; de trigo y de vino le he provisto;
¿qué, pues, te haré a ti ahora, hijo mío? Y Esaú respondió a su
padre: ¿No tienes más que una sola bendición, padre mío?
Bendíceme también a mí, padre mío. Y alzó Esaú su voz, y lloró.
Entonces Isaac su padre habló y le dijo: He aquí, será tu habitación
en grosuras de la tierra, Y del rocío de los cielos de arriba; Y por tu
espada vivirás, y a tu hermano servirás; Y sucederá cuando te
fortalezcas, Que descargarás su yugo de tu cerviz (Gen. 27).
Por otro lado, es importante considerar que, en respuesta a la
segunda pregunta, el sistema dista de ser absurdo. La sola idea de
que una persona puede ver frustradas sus intenciones de quedar
obligado porque dijo ‘prometo’ en vez de ‘doy’ parece absurda ante
nuestros ojos modernos. Pero en realidad, en la medida en que las
formas eran conocidas, es poco probable que uno diga ‘doy’ si debe
decir ‘prometo’ a menos que no quiera obligarse. En estos términos,
para un romano la formulación de una pregunta con uno de los
verbos propios de la estipulación (e.g. ‘centum mihi dare spondes?’)
debe de haber sido como una campana que le avisaba que, en la
medida en que respondiera con el mismo verbo afirmativamente,
quedaría obligado. Es razonable suponer, en consecuencia, que al
responder con otra palabra lo que efectivamente estaba haciendo
era declinar el contrato.
De la ‘forma efectiva’ a la ‘forma-protección’
Las formalidades son utilizadas también por los sistemas modernos,
pero ya no son entendidas como el origen verdadero de la
obligación. En el derecho moderno las formalidades son
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establecidas para proteger bienes que el legislador considera
valiosos (como la protección de la parte más débil, la fe pública o
los intereses de terceros). Ha habido, sin embargo, particularmente
en el siglo XIX, un movimiento hacia la de-formalización de los
contratos, basado en la creencia liberal de que cada persona debe
velar por sus propios intereses y que lo contrario no es sino una
forma de paternalismo inaceptable. Una vez que el tránsito de la
forma efectiva a la forma-protección ha sido completo, surge un
nuevo problema: es perfectamente posible que en el caso concreto
los fines perseguidos por la formalidad hayan sido cumplidos a
pesar de que la forma no fue seguida: por ejemplo, puede
perfectamente pasar que la intención del testador de beneficiar a
una persona en particular es perfectamente clara y conocida, pero
que no ha sido expresada de modo formalmente correcto a través
de un testamento dado con las formalidades legales. Uno podría
pensar que el juez en esos casos debe dejar las formas de lado y
aceptar la herencia o legado, pero si esa fuera la actitud
generalizada las formas perderían su sentido. Las formalidades
funcionan sólo en la medida en que su omisión acarrea el efecto
establecido por la ley, y en este caso es posible decir, como sostuvo
Ihering, que ‘la forma es el archi-enemigo de la arbitrariedad, la
hermana gemela de la libertad’. En estos casos, por consiguiente,
hay un conflicto ineludible entre dos bienes: por un lado, la certeza
del derecho, que es el bien que justifica la existencia de las
formalidades, y por otro la equidad, o la presión por lograr un
resultado razonablemente adecuado para el caso particular. La
solución a este problema no está dada por las reglas jurídicas: ‘la
actitud de una cultura legal hacia la forma refleja su auto imagen y
madurez’ como dice Zimmermann (p. 88).
Concepto de forma
Díez-Picazo distingue tres sentido en los que se puede hablar de la
forma de un acto: En un primer sentido notablemente amplio ‘forma’
es la manera en la cual la voluntad de una persona se expresa y se
une a la de otra (en el caso de los actos bilaterales) para dar origen
al acto. En este sentido, desde que la voluntad siempre debe ser
expresada de algún modo, todos los actos son formales o, mejor
dicho, todos los actos tienen alguna forma. Este no es el sentido en
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que la voz ‘forma’ o ‘formalidad’ se utiliza en el derecho privado. En
derecho privado (y en general en derecho) se usa un concepto más
restringido de forma, que Díez-Picazo caracteriza como ‘todo
aquello que el derecho exige por encima y además de la simple
voluntad del promitente para que una promesa sea vinculante’ (p.
248). Éste es el concepto de ‘forma-protección’ que ya hemos visto.
Desde el punto de vista del primer concepto de forma distinguido
por Díez-Picazo, es posible entonces distinguir actos en los cuales
la forma es libre (es decir, actos en los cuales la forma es
indiferente, en la medida en que haya una cualquiera a través de la
cual se manifiesta la voluntad de las partes) y actos en los cuales la
forma es necesaria (es decir, en los cuales la forma precisa que los
actos debe asumir está dictada por la ley). El tercer concepto de
formalidad de Díez-Picazo equivale al ya visto de ‘forma efectiva’,
es decir, la formalidad no ya como un añadido a la voluntad de las
partes sino como la verdadera causa por la que el contrato o acto
es jurídicamente existente. En todo el curso (y probablemente en
toda la carrera) la noción de ‘formalidad’ se utiliza en la segunda
acepción, como ‘forma-protección’, y por consiguiente siempre tiene
sentido preguntarse cuál es el bien que la forma protege. La
respuesta a esa pregunta también deja abierta, como vimos, la otra
pregunta: ¿qué ocurre en los casos en los cuales, aunque la forma
no fue la legalmente requerida, el bien protegido por la formalidad
fue satisfecho? (el Código Civil soluciona alguno de estos casos,
como el del art. 1013 inc. 1º, mencionado al discutir el error
comunis: Clase Nº 12).
Las formalidades en el derecho civil chileno
En Chile los actos jurídicos que tienen una forma necesaria se
denominan actos solemnes. Los actos que no son solemnes son
consensuales (veremos más adelante, sin embargo, casos cuya
clasificación es incómoda). Fruto de la tendencia de-formalizadora
asociada con el liberalismo del siglo XIX, comentada más arriba, en
el Código Civil chileno la regla general (para actos patrimoniales) es
que los actos son consensuales. Es por esto que las formalidades
deben ser estudiadas en su momento, es decir, al momento de
estudiar los actos precisos a los que las leyes exigen alguna
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formalidad. Pero ello no obsta a intentar una clasificación de las
formalidades:
Formalidades ad solemnitatem o solemnidades
En algunos casos, la ley exige para el perfeccionamiento de un acto
o contrato que éste adopte una forma precisa (el caso más común,
aunque no único, desde luego, es el de la escritura pública). Estas
formalidades se llaman ad solemnitatem o simplemente
solemnidades, y los actos en cuestión son actos solemnes. Sólo en
estos casos la omisión de las formalidades implica que el acto no es
jurídicamente perfecto:
La falta de instrumento público no puede suplirse por otra prueba en
los actos y contratos en que la ley requiere esa solemnidad; y se
mirarán como no ejecutados o celebrados aun cuando en ellos se
prometa reducirlos a instrumento público dentro de cierto plazo,
bajo una cláusula penal: esta cláusula no tendrá efecto alguno (art.
1701 CC).
Aunque este artículo está ubicado junto a las reglas de la prueba, la
segunda frase muestra que no se refiere sólo a la prueba: no se
trata solamente de que un acto solemne no pueda probarse,
aunque exista: si la ley exige esa solemnidad, su omisión tiene
como consecuencia que el acto se mirará como no ejecutado o
celebrado. Ejemplos de este tipo de solemnidades (y también de su
carácter excepcional) es el artículo 1801 del Código Civil:
La venta se reputa perfecta desde que las partes han convenido en
la cosa y en el precio; salvas las excepciones siguientes.
La venta de los bienes raíces, servidumbre y censos, y la de una
sucesión hereditaria, no se reputan perfectas ante la ley, mientras
no se ha otorgado escritura pública (art. 1801 CC).
Las solemnidades son formas necesarias que la ley exige en ciertos
casos atendida la naturaleza del acto o contrato en cuestión. La
justificación de estas formalidades tiene que ver con bienes de
importancia que el legislador intenta proteger y que no dicen
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relación solamente con el interés de las partes (por regla general),
sino con el interés público. Así, por ejemplo, la posesión y
propiedad de los bienes raíces está basada en un régimen de
propiedad inscrita (que será estudiado en años posteriores), como
una manera de dar certeza a las partes y a las demás personas
(potenciales o actuales compradores, acreedores, etc) sobre el
régimen de tenencia de la tierra. Es por esto que cuando estas
formalidades se omiten la sanción se impone pese a las partes.
Formalidades habilitantes
Las formalidades habilitantes son las impuestas por la ley, no ya en
atención a la naturaleza del acto o contrato, sino a la condición o
estado de una de las partes. Así, un contrato de compraventa de
bienes muebles, que conforme al artículo 1801 no requiere más que
consentimiento respecto de la cosa y el precio, debe celebrarse al
tenor de ciertas formalidades si una de las partes es, por ejemplo,
menor de 18 años. Las formalidades en este caso habilitan a una
persona que no es plenamente capaz para actuar como si lo fuera.
El menor adulto actúa como capaz, debe recordarse, cuando
gestiona su peculio profesional o industrial, y, fuera de esos casos,
cuando actúa autorizado por su representante legal. Ésta es una
formalidad habilitante.
Dado que la formalidad en este caso no está establecida en
atención a la naturaleza del acto o contrato, su omisión no lo vicia
fatalmente. En este caso, la formalidad no tiene por objeto proteger
la fe pública, sino el interés del menor adulto, que puede ser
engañado por un co-contratante inescrupuloso. En consecuencia, el
acto nace viciado de lo que en la Clase N° 18 veremos se
denomina nulidad relativa, y puede ser saneado por las partes
(desde luego, el menor adulto sólo podrá sanear el acto si, al
momento de sanear, o ha cumplido con la formalidad habilitante o
ya no la requiere—por ejemplo, porque en el intertanto ha cumplido
18 años).
Formalidades de prueba o ad probationem
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Estas formalidades son exigencias que la ley formula respecto de
un acto o contrato para que éste pueda probarse en el futuro. Como
tal, su omisión no afecta en lo absoluto la validez del acto, que vale
jurídicamente de modo perfecto, pero limita o impide totalmente su
prueba en juicio (desde luego, en muchos casos—aunque no en
todos—un acto plenamente válido que no puede probarse tiene
poca utilidad).
Un ejemplo de una formalidad de prueba está contenido en los
artículos 1708 y 1709 del Código Civil:
No se admitirá prueba de testigos respecto de una obligación que
haya debido consignarse por escrito (art. 1708 CC).
Deberán constar por escrito los actos o contratos que contienen la
entrega o promesa de una cosa que valga más de dos unidades
tributarias.
No será admisible la prueba de testigos en cuanto adicione o altere
de modo alguno lo que se exprese en el acto o contrato, ni sobre lo
que se alegue haberse dicho antes, o al tiempo o después de su
otorgamiento, aun cuando en algunas de estas adiciones o
modificaciones se trate de una cosa cuyo valor no alcance a la
referida suma.
No se incluirán en esta suma los frutos, intereses u otros accesorios
de la especie o cantidad debida (art. 1709 CC).
De este modo, la venta de una cosa mueble (consensual por
naturaleza, entonces: art. 1801 CC) que vale más de dos unidades
tributarias no puede probarse en juicio por testigos. Si ella no
consta por escrito, en consecuencia, sólo podrá ser probada
mediante la confesión del demandado, lo que en los hechos (si el
cumplimiento del contrato terminó siendo objeto de un litigio) es
altamente dificultoso. Estas formalidades son establecidas por la ley
con el objeto de facilitar la prueba de las obligaciones, y por esta vía
tener menos y más baratos litigios.
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Nótese, como esta dicho, que la validez del acto o contrato no es
afectada por la omisión de la solemnidad; es sólo su prueba en
juicio la que es dificultada.
Las medidas de publicidad
Por último, conviene mencionar las llamadas medidas de
publicidad. Estas son formas especiales de publicidad que la ley
exige en ciertos casos con el objeto de proteger el interés de
terceros. Algunos ejemplos son:
(1) En el caso del contrato de arrendamiento, el contrato
normalmente termina por extinción del derecho del arrendador. Así,
si el arrendador vende y hace tradición de la cosa arrendada, el
contrato de arrendamiento termina. En otras palabras, por regla
general el contrato de arrendamiento no es oponible al tercero
adquirente a título oneroso (si el tercero adquiere a título gratuito—
por ejemplo, por donación—el contrato le es oponible). Esto quiere
decir que el nuevo dueño de la cosa no tiene ninguna obligación de
respetar el derecho del arrendador. Hay sin embargo dos
excepciones: (a) en primer lugar, cualquier adquirente a título
oneroso está obligado a respetar el arriendo que constare por
escritura pública. Esta formalidad parece ser una ad probationem,
por cuanto la razón por la cual sólo el arriendo que consta por
escritura pública debe ser respetado por adquirentes posteriores
parece ser que la escritura pública da fe de la fecha del contrato de
arrendamiento. Si no se exigiera escritura pública, y bastara (por
ejemplo) una privada, el antiguo dueño podría, después de vender
la cosa, simular un contrato de arrendamiento con otra persona en
una escritura privada, contrato que le sería oponible al nuevo dueño
(aquí habría un caso de simulación (cf. supra, Clase Nº 13). Al exigir
escritura pública, el Código impide esta colusión entre antiguo
dueño y potencial arrendador en desmedro del nuevo dueño.
Un acreedor hipotecario, sin embargo, no está obligado a respetar
el arriendo aun cuando conste en escritura pública, a menos que la
escritura pública esté inscrita en el Registro del Conservador de
Bienes Raíces. Esta es una medida de publicidad propiamente tal,
dado que la inscripción permitirá al eventual acreedor hipotecario
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enterarse de la existencia de un arrendamiento que debe respetar.
Como ocurre con las formalidades de prueba, el efecto de la
omisión de las medidas de publicidad no alcanza a la validez del
acto o contrato, sino a su oponibilidad contra terceros.
(2) Lo anterior, sin embargo, debe entenderse como una regla
general solamente. No siempre la omisión de las medidas de
publicidad deja intacta la validez del acto o contrato. Ocurre que en
algunos casos la nulidad del contrato puede ser un perjuicio para
los terceros que se intentaba proteger con las medidas de
publicidad. En estos casos lo que parece ser una medida de
publicidad adquiere características propias de las solemnidades,
como ocurre en el caso de la sociedad colectiva comercial. El
contrato de sociedad colectiva comercial (arts. 348ss CCom) es
solemne: requiere escritura pública (art. 350 CCom). Pero la
escritura pública no basta: ésta debe ser inscrita en el registro de
comercio correspondiente (art. 354 CCom). La inscripción en el
registro de comercio es un típica medida de publicidad, que tiende a
proteger los intereses de cualquiera que quiera contratar con la
nueva sociedad (la inscripción debe contener un extracto de la
escritura de constitución, indicando, entre otras cosas, el nombre o
razón social, el domicilio, capital, socios, etc. de la nueva sociedad
colectiva comercial).
Como puede verse, la inscripción, que es una medida de publicidad,
es tratada por la ley como una solemnidad. Su omisión, en
consecuencia, debería acarrear nulidad absoluta. Y así lo dice el
Código de Comercio en su artículo 357:
La omisión de la escritura social o de su inscripción en el registro de
comercio produce nulidad absoluta entre los socios (art. 357
CCom).
Pero si simplemente se declarara la nulidad absoluta de la
sociedad, entonces las personas que contrataron con la sociedad
en el tiempo intermedio se encontrarían con que la persona con la
que contrataron (i.e. la sociedad) desaparece, desapareciendo
asimismo el deudor (y por consiguiente el contrato). Para evitar esta
consecuencia la ley crea lo que se ha llamado la ‘sociedad de
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hecho’, y obliga a los socios a responder solidariamente a terceros
(art. 357 inc. 2° CCom).
Formalidades convencionales
Las partes puedan pactar formalidades adicionales a las que exige
la ley: por ejemplo, pueden decir que un contrato de compraventa
de bienes muebles que están celebrando se reputará perfecto sólo
cuando las partes reduzcan el contrato a escritura pública, o que el
contrato de arrendamiento se perfeccionará cuando se otorgue por
las partes escritura pública.
En estos casos, la regla es la siguiente: mientras la formalidad
convencional no se otorgue, el contrato no es perfecto, lo que
significa que cualquiera de las partes puede desistirse sin incurrir
en obligación alguna. Pero si, antes de otorgar la formalidad
convencional pactada, las partes de común acuerdo realizan un
acto que supone que el contrato está perfecto (o desde luego, si así
lo declaran), se entienden que están retractándose del pacto
anterior. Del mismo modo en que la ley no obliga al legislador en el
sentido de que el legislador no está obligado a respetar la ley
cuando legisla, las formalidades convencionales no obligan a las
partes cuando actuan de común acuerdo. Esto es lo dispuesto por
los artículos 1802 (compraventa) y 1921 (arrendamiento) del Código
Civil (la solución es generalizable a todas las formalidades
convencionales):
Si los contratantes estipularen que la venta de otras cosas que las
enumeradas en el inciso 2° del artículo precedente no se repute
perfecta hasta el otorgamiento de escritura pública o privada, podrá
cualquiera de las partes retractarse mientras no se otorgue la
escritura o no haya principiado la entrega de la cosa vendida (art.
1802 CC).
Si se pactare que el arrendamiento no se repute perfecto mientras
no se firme escritura, podrá cualquiera de las partes arrepentirse
hasta que así se haga, o hasta que se haya procedido a la entrega
de la cosa arrendada, si intervienen arras, se seguirán bajo este
respecto las mismas reglas que en el contrato de compraventa (art.
1921 CC).
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Clase N° 18. Consecuencias del ejercicio imperfecto de las
potestades jurídicas privadas
Contenidos:
Introducción: Inexistencia, nulidad, inoponibilidad;
La inexistencia;
La nulidad.
Lecturas Necesarias:
Introducción: Inexistencia, nulidad, inoponibilidad
Las reglas sobre actos jurídicos que hemos estado estudiando
deben entenderse como reglas que constituyen y regulan una
potestad entregada a los individuos, es decir, un poder en virtud del
cual éstos pueden crear normas jurídicas para regular sus
relaciones entre sí. En términos de H. L. A. Hart, se trata de reglas
secundarias de cambio.
No hay potestades sin límites, sin embargo. La ley, como hemos
visto, establece formas y requisitos para celebrar un acto jurídico
válido. Por lo mismo, la ley también contiene reglas que señalan las
consecuencias que la omisión o infracción de esas reglas acarrean.
La doctrina ha tradicionalmente considerado que estas reglas
establecen las circunstancias y condiciones de aplicación de
‘sanciones’ civiles por incumplimiento de obligaciones legales, pero
esto es desde luego un error. Estas reglas deben ser entendidas
como especificando las diversas consecuencias del ejercicio
imperfecto de potestades jurídicas (cf. Hart, pp. 42-44).
Aquí estudiaremos tres categorías: la llamada inexistencia, la
nulidad y la oponibilidad. La nulidad puede ser absoluta o relativa:
Un acto o contrato, se dice, es inexistente cuando se ha omitido
alguno de los requisitos de existencia del mismo. La ‘inexistencia’
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como categoría jurídica fue la solución con la cual la doctrina
francesa enfrentó el problema de que las causales de nulidad del
matrimonio en la legislación francesa no contemplaban, por
ejemplo, que los contrayentes fuesen del mismo sexo. Al mismo
tiempo, dado el carácter de sanción que le adscribían a la nulidad,
los autores franceses se negaban a extender la aplicabilidad de esa
‘sanción’ a casos no previstos por las leyes, por lo cual el
matrimonio entre personas del mismo sexo parecía no adolecer de
vicio de nulidad y en consecuencia ser plenamente válido. Esta
conclusión fue evitada por la vía de destacar que un elemento
fundamental en la definición misma de matrimonio es la diversidad
de sexo de los contrayentes (cf. art. 102 CC), por lo cual ante la
ausencia de ese requisito no hay contrato alguno, ni siquiera un
contrato que pueda ser declarado nulo (eso explicaría la ausencia
de tal causal de nulidad).
En Chile hay una discusión paradójica en la doctrina sobre la
existencia de la inexistencia, como veremos. Los autores que
aceptan la existencia de la inexistencia señalan como condiciones
generales de existencia de los actos jurídicos (es decir, condiciones
cuya omisión acarrea inexistencia) la voluntad, el objeto, la causa y
las solemnidades, cuando la ley las exige (en los tres primeros
casos lo que constituye una condición de existencia es la presencia
de voluntad, objeto y causa. Si la voluntad está viciada, o la causa o
el objeto son ilícitos, el contrato existirá, aunque afectado por un
vicio de nulidad).
La nulidad es la consecuencia de la omisión de un requisito de
validez del contrato. Un acto que adolece de un vicio de nulidad es
perfectamente válido y produce todos sus efectos jurídicos a pesar
de ello, hasta que esa nulidad sea judicialmente declarada.
Declarada la nulidad, sin embargo, se entiende que el acto siempre
careció de efectos jurídicos, y las posiciones de las partes, en
consecuencia, deben ajustarse a la situación anterior al contrato.
El Código distingue dos grupos de causales de nulidad, según el
bien protegido por las reglas que fueron infringidas. En algunos
casos, esas reglas miran al interés de las partes solamente. Así, por
ejemplo, las reglas sobre vicios del consentimiento tienen por objeto
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cautelar la libertad del consentimiento dado por cada una de las
partes al contrato de que se trata. Si bien es de interés general que
existan reglas sobre vicios del consentimiento, no hay un interés
general en que un contrato que ha sido obtenido mediante fuerza
siga vigente si la parte víctima de la fuerza, una vez que ésta ha
cesado, desea perseverar en él. Lo mismo ocurre en el caso del
menor adulto: si bien hay un interés general en la existencia de
reglas sobre incapacidad del menor adulto, no hay razón para
insistir en la nulidad del acto si el menor adulto, una vez alcanzada
la mayoría de edad (o autorizado posteriormente por su
representante legal), desea perseverar en el contrato. Estos casos
son clasificados (junto a otros que veremos) por la ley como de
nulidad relativa. La nulidad es aquí relativa porque sólo puede ser
alegada por la parte en cuyo beneficio la ha establecido la ley; los
demás (las otras partes y los terceros) no pueden alegar la nulidad
y respecto de ellos el acto es perfectamente válido; cuando un
contrato sufre de un vicio de esta naturaleza el acto puede ser
declarado nulo si la parte en cuyo beneficio cede la declaración de
nulidad (la víctima de la fuerza en el primer caso, el menor adulto
en el segundo) así lo solicita, pero puede también ser ratificado si
esa parte así lo quiere.
En otros casos, sin embargo, la razón que justifica la exigencia del
requisito infringido no mira al interés privado de una de las partes.
Cuando la ley prohibe un contrato con un objeto moralmente
imposible (cf. art. 1461 inc. 3° CC), no lo hace para proteger a una
de las partes, sino para establecer los límites de la libertad
contractual: hay ciertas cosas que las partes no pueden pactar. La
infracción de este requisito, en consecuencia, no afecta solamente
a una de las partes, como en el caso anterior, sino, en principio, a
todas las personas. En estos casos el Código hable de nulidad
absoluta. La nulidad es absoluta porque el acto es nulo respecto de
todas las personas, y cualquiera que tenga un interés en ello puede
solicitar la declaración de nulidad; las partes, dado el interés público
comprometido, no pueden ratificar un contrato nulo absolutamente,
y el juez puede declarar esta nulidad sin que nadie se lo pida (i.e.
de oficio) Las partes, desde luego, no pueden ratificar un acto
viciado de nulidad absoluta.
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Un acto o contrato es inoponible, por último, cuando por alguna
razón (usualmente, aunque no siempre, la omisión de alguna
medida de publicidad) él carece de efectos o tiene efectos limitados
respecto de terceros. Un acto nunca es inoponible, siempre es
inoponible para o contra alguien en particular. Un acto inoponible
(respecto de alguien) no deja por eso de ser válido: el acto o
contrato produce todos sus efectos, salvo en cuanto ellos afectan
los derecho o la posición de otro.
La inexistencia
Aquí se estudiarán tres grupos de cuestiones: (1) si existe o no la
inexistencia; (2) qué diferencia(ría) a la inexistencia de la nulidad, y
(3) cuales son (serían) las causales de inexistencia.
Existencia de la inexistencia
El problema de la existencia o no de la inexistencia ha sido tratado
normalmente a partir de la letra de algunos artículos del Código
Civil. Recuérdese que el argumento es que, cuando faltan
completamente algunos de los elementos definitorios del acto
jurídico (voluntad, objeto, causa, solemnidades) el acto putativo no
existe jurídicamente. Los argumentos de texto a favor de uno y otro
sentido son los siguientes:
Para sostener que el derecho chileno no reconoce a la inexistencia
como una forma de ineficacia de los actos jurídicos (como sanción
civil, dicen los que afirman que inexistencia, nulidad y oponibilidad
son formas de sanción) se han esgrimido (especialmente por Arturo
Alessandri) los siguientes argumentos: (i) el artículo 1682 del
Código Civil, que sólo se refiere a la nulidad como ‘sanción’ para la
falta de los requisitos de existencia y validez de los actos jurídicos
(implicando que no habrían más ‘sanciones’ civiles); (ii) los actos de
los absolutamente incapaces, que legalmente carecen de voluntad,
son nulos de nulidad absoluta (art. 1682 CC), cuando la ley, si
considerara la inexistencia como una de las ‘sanciones’ civiles
debería calificarlos de inexistentes por falta completa de voluntad;
(iii) por último, en el título De la nulidad y de la rescisión, el Código
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Civil no menciona siquiera la inexistencia como una de las
supuestas ‘sanciones’ civiles existentes.
Luis Claro Solar, el tradicional defensor de la tesis contraria, ha
esgrimido en respuesta a Alessandri los siguientes argumentos: (i)
el artículo 1444 establece que ‘si falta una de las cosas esenciales
al perfeccionamiento de un contrato, éste no produce efecto
alguno’, con lo que indica que el acto es completa y radicalmente
inexistente. El artículo 1681 reserva la nulidad para los actos o
contratos a los que falta un requisito prescrito por la ley para el valor
mismo del acto o contrato’, aparentemente distinguiendo los
requisitos para el valor del acto de los requisitos para la existencia
del mismo; (ii) el artículo 1701 establece que los contratos
solemnes en los cuales se omita la solemnidad requerida por la ley
‘se mirarán como no ejecutados o celebrados’; el artículo 1801
establece que la venta de bienes raíces no se reputa perfecta ante
la ley mientras no se haya otorgado escritura pública; el artículo
2055 establece que no hay sociedad si no se cumplen los requisitos
esenciales de dicho contrato. En todos estos casos la omisión de un
requisito de existencia hace que el acto o contrato carezca de todo
efecto, y se mire como no celebrado. (iii) El título De la nulidad y de
la rescisión del Código Civil desde luego no se refiere a la
inexistencia, por cuanto asume que los contratos de los que trata
son existentes, aunque viciados.
Como puede verse, los argumentos de uno y otro bando están
basados en una exégesis de la letra de la ley y como tal su valor es
limitado (esta discusión constituye un buen ejemplo del modo
tradicional de enfrentar la dogmática civil en Chile, acumulando
frases del Código a uno u otro lado de la disputa). El asunto debe
ser enfrentado con sentido común. En primer lugar huelga decir que
desde luego es posible que un contrato desde luego puede ser
inexistente (por ejemplo, el contrato de compraventa de libro que
planeo celebrar mañana con los dueños de la librería universo
todavía no existe, y sobre eso no hay disputa). En este caso, sin
embargo, no hay disputa porque no hay apariencia. Esta idea es la
que permite cortar el nudo gordiano de la discusión sobre la
inexistencia. Los actos inexistentes son los que no alcanzan lo que
podría denominarse un umbral de apariencia, tal que haga
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razonable que otros reconozcan en el acto un acto válido (aunque
viciado). Si el acto alcanza ese umbral de apariencia, si para
terceros y para las partes el contrato es tal que parece ser válido
(aunque viciado), entonces será difícil sostener que se trata de un
caso de inexistencia. Así, por ejemplo, en principio un contrato que
alguien firma con mi nombre, poniéndome un lápiz en la mano
después de haberme dejado inconsciente es inexistente, por cuanto
no hay voluntad de mi parte en absoluto. Pero si el acto alcanza un
umbral de apariencia (por ejemplo, porque yo después,
conscientemente, celebro la tradición de la cosa vendida o me
refiero de otro modo frente a terceros interesados a la existencia del
contrato etc), entonces no podré sino alegar la nulidad del acto. En
definitiva, esto parece indicar que el concepto de inexistencia no es
un concepto jurídicamente relevante: si el asunto llega a un tribunal,
será por regla general porque el acto ha alcanzado el umbral de
apariencia, y por consiguiente estaremos discutiendo su validez y
no su existencia. Por el contrario, un acto que estrictamente esta
viciado de nulidad puede también ser inexistente si no hay el nivel
mínimo de apariencia (por ejemplo, porque celebramos un contrato
de compraventa de un inmueble por escritura pública ante el
profesor de derecho civil, que es funcionario público en tanto
profesor de una universidad del Estado, pero incompetente para
otorgar escrituras públicas). La demostración de que la
comprensión correcta de este problema va por esta líneas está
dada por el hecho de que las diferencias entre nulidad e
inexistencia son en su mayor parte procesales.
Diferencias entre inexistencia y nulidad
Suponiendo, sin embargo, por el momento, que la inexistencia
existe y es una más de las ‘sanciones’ civiles contenidas en el
Código Civil, las diferencias de ésta con la nulidad serían las
siguientes:
(i) El acto nulo no se reputa nulo sino desde que una sentencia
judicial así lo declara (aun cuando esta declaración es con efecto
retroactivo), mientras el acto inexistente es inexistente sin
necesidad de que lo declare un juez (esto muestra que la
inexistencia sólo tiene sentido cuando falta el nivel mínimo de
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apariencia. Si el acto tiene apariencia de validez, parece que lo
razonable es darlo por válido hasta que un juez declare lo
contrario);
(ii) El acto nulo produce todos sus efectos hasta la declaración
judicial de nulidad; el inexistente no produce efecto alguno;
(iii) El acto nulo puede sanearse por el transcurso del tiempo (5 o 10
años, dependiendo del tipo de nulidad) y ser ratificado por las
partes (en el caso de la nulidad relativa solamente). El inexistente
no.
(iv) La nulidad puede ser alegada como acción o como excepción;
la inexistencia sólo puede ser alegada como excepción.
(v) Respecto de las personas que pueden alegarla: la nulidad
relativa puede ser pedida sólo por aquél en cuyo beneficio la han
establecido las leyes (art. 1684 CC); la nulidad absoluta por todo
aquél, que tenga interés en ella, salvo quien sabía o debía saber del
vicio que invalidaba el contrato; la inexistencia podría ser alegada
por cualquiera a quien interese;
(vi) La nulidad declarada produce efectos sólo respecto de las
partes del litigio:
Cuando dos o más personas han contratado con un tercero, la
nulidad declarada a favor de una de ellas no aprovechará a las
otras (art. 1690 CC).
La inexistencia es solamente ‘constatada’ por un tribunal, y tal
constatación, por consiguiente, produce efectos respecto de
cualquiera. Esto es, sin embargo, discutible: A, B y C celebran un
contrato que impone una obligación a C. A luego demanda a C y C
opone exitosamente una excepción de inexistencia, obteniendo
sentencia favorable. Luego B demanda a C: ¿cómo podría C
interponer una excepción de cosa juzgada?
‘Causales’ de inexistencia
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Siempre suponiendo que la inexistencia es una más de las
‘sanciones’ civiles contempladas por el Código Civil, y no una
cuestión de apariencia y sentido común, las ‘causales’ de
inexistencia serían:
(i) La falta de voluntad. Nótese que la falta de voluntad es falta
completa de voluntad, por lo que una voluntad viciada no es vicio de
inexistencia. En el caso especial de los absolutamente incapaces,
cuyos actos carecen de voluntad, la ley los declara expresamente
afectos de nulidad absoluta (art. 1682 inc. 2° CC);
(ii) La falta de objeto (la ilicitud del objeto es causal de nulidad
absoluta, conforme al art. 1682 CC);
(iii) La falta de causa (la ilicitud de la causa es también vicio de
nulidad absoluta, conforme al mismo artículo), y
(iv) La falta de las solemnidades, cuando éstas son exigidas por la
ley (art. 1701 CC).
(v) El error esencial, según algunos, como veremos
inmediatamente.
La nulidad
La nulidad absoluta
La nulidad absoluta se aplica en los casos en los que el vicio que
afecta el contrato no mira sólo al interés de las partes sino a un
interés público. En virtud de esta consideración es que la nulidad
absoluta, a diferencia de la relativa, no puede ser saneada por la
ratificación de las partes (art. 1683 in fine), tiene un plazo de
saneamiento considerablemente más largo que aquélla (10 años,
conforme al artículo 1683 in fine). La misma razón es la que justifica
las demás diferencias entre la nulidad absoluta y relativa, como
veremos. En lo que sigue estudiaremos (a) las causales de nulidad
absoluta y (b) la legitimación para solicitar su declaración judicial
(es decir, quién puede pedirla)
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Causales de nulidad absoluta
Las causales que según algunos producen inexistencia de la acto o
contrato (voluntad, objeto, causa, solemnidades), son para quienes
no aceptan el vocabulario de la inexistencia, causales de nulidad
absoluta. Además de ésas, hay requisitos cuya omisión claramente
produce la nulidad absoluta del contrato: así, un contrato con objeto
ilícito, o con causa ilícita, o celebrado por personas absolutamente
incapaces, o con omisión de las formalidades establecidas por la
ley en atención a su naturaleza, es por disposición de la ley nulo de
nulidad absoluta.
Un problema especial se platea con el caso del error esencial u
obstáculo, mencionado en la Clase N° 12. Como se recordará, el
error esencial es el que recae sobre la especie de acto o contrato
que se ejecuta o celebra o sobre la identidad específica de la cosa
de que se trata (art. 1453 CC). Ahora bien, ¿qué ‘sanción’
corresponde al error esencial? (en el caso del error en general es
donde más claro resulta que hablar de ‘sanciones’ es absurdo;
ninguna de las partes es ‘sancionada’ por el error).
(a) La primera posibilidad consiste en afirmar que cuando ha habido
error esencial no ha habido consentimiento entre las partes de un
contrato, por lo que mal podría decirse que ha habido contrato.
Desde este punto de vista la situación sería una en la que no ha
sido ejercida potestad alguna, y el acto aparente es en definitiva
inexistente.
(b) La segunda posibilidad es sostenida con los que concuerdan
con lo anterior en el sentido de que el error esencial previene la
formación del consentimiento, pero creen que la inexistencia no es
una ‘sanción’ contemplada en el derecho civil chileno. Según éstos,
el error esencial obsta a que haya consentimiento y, en
consecuencia de lo que se trata es de un vicio de nulidad absoluta.
(c) Por último, puede sostenerse que, dado que el error esencial es
un ‘vicio del consentimiento’ (así lo llama el art. 1453 CC), y que por
regla general los vicios del consentimiento constituyen causales de
nulidad relativa (art. 1682 in fine CC), el error esencial es causal de
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nulidad relativa. A favor de esta posición puede argumentarse que
en casos de error esencial no parece haber un interés público que
daba ser protegido como ocurre en los casos de nulidad absoluta: el
vicio sólo afecta a una de las partes, y no se ve por qué las partes
no pueden, de mutuo acuerdo, ratificar el acto una vez que el error
ha sido notado por ellas (posibilidad, debe recordarse, que el art.
1683 niega en los casos de nulidad absoluta).
Legitimación activa (quién puede pedir la declaración de nulidad
absoluta)
La nulidad absoluta puede y debe ser declarada por el juez, aun sin
petición de parte, cuando aparece de manifiesto en el acto o
contrato; puede alegarse por todo el que tenga interés en ello,
excepto el que ha ejecutado el acto o celebrado el contrato,
sabiendo o debiendo saber el vicio que lo invalidaba; puede
asimismo pedirse su declaración por el ministerio público en el
interés de la moral o de la ley (art. 1683 CC).
En virtud del interés público comprometido en los casos de nulidad
absoluta, el Código Civil es generoso en cuanto a reconocer
legitimidad activa para solicitar la declaración de nulidad. En primer
lugar debe notarse que el juez puede declararla ex oficio (es decir,
sin que las partes lo soliciten), si consta de manifiesto en el acto o
contrato. Esto es una excepción a la actitud que, conforme a la ley,
el juez debe adoptar en los procedimientos civiles, en los cuales él
debe actuar, por regla general, como un árbitro que adjudica sobre
las peticiones de las partes. En esta misma línea, el Código faculta
al ministerio público.
En cuanto a privados, la regla es que la nulidad absoluta puede
pedirla cualquiera que tenga interés en ella. El interés, dicen
algunos, debe ser pecuniario (no bastando un interés moral), pero
esta es una conclusión discutible. El interés debe ser también
actual, es decir, debe tener relación con la declaración de nulidad y
no sólo con otras cuestiones relacionadas.
La amplitud con la que el Código reconoce legitimación activa está
limitada por una regla de nemo auditur: la nulidad no puede ser
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solicitada por el que celebro el acto o contrato ‘sabiendo o debiendo
saber’ el vicio que lo invalidaba (otra regla de nemo auditur es la
contenida en el artículo 1468 CC: ‘no podrá repetirse lo que se haya
dado o pagado por un objeto o causa ilícita a sabiendas’).
En los actos o contratos celebrados a través de representantes, se
plantea el problema de si el nemo auditur aplicable al representante
deslegitima para actuar al representado (estando éste de buena fe;
si estaba de mala fe parece no haber problema alguno en negarle la
acción de nulidad). La jurisprudencia ha oscilado entre la respuesta
negativa y la afirmativa.
La nulidad relativa
Hay nulidad relativa cuando el vicio que sufre el acto o contrato no
es tal que genere un perjuicio público comparable al perjuicio que
sufre la parte víctima del vicio. En los casos de nulidad relativa
siempre hay una parte que puede ser calificada de víctima, o al
menos de perjudicado por un hecho apto según la ley para viciar el
contrato. Como la nulidad relativa está establecida en beneficio de
esta parte, y no del público, las partes pueden ratificar el acto,
después de conocido el vicio; la nulidad se sanea por el transcurso
de un lapso considerablemente menor que el que sanea la nulidad
absoluta (4 años, conforme al art. 1691 CC).
Causales de nulidad relativa
El artículo 1682 establece que la categoría residual es la de nulidad
relativa, cuando después de enumerar las causales de nulidad
absoluta dispone que ‘cualquier otra especie de vicio produce
nulidad relativa, y da derecho a la rescisión del acto o contrato’ (art.
1682 in fine). En particular, la nulidad relativa es producida por (a)
los vicios del consentimiento (error, fuerza y dolo, con la salvedad
vista respecto del error esencial) y (b) cuando las formalidades
establecidas por la ley en atención a la calidad o estado de las
personas que ejecutan o celebran el acto o contrato son omitidas
(aquí debe incluirse como causal de nulidad los actos de los
relativamente incapaces, por cuanto, desde luego, esos actos son
relativamente nulos sólo en la medida en que las formalidades
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habilitantes hayan sido omitidas). Si además el acto recae sobre,
e.g. un objeto ilícito, desde luego el contrato adolecerá de un vicio
de nulidad absoluta por esta causa (no hay razón por el cual un
contrato no pueda adolecer de más de un vicio que produzca
diferentes consecuencias).
Legitimidad activa y plazo para solicitar la nulidad relativa
La nulidad relativa no puede ser declarada por el juez sino a
pedimento de parte; ni puede pedirse su declaración por el
ministerio público en el solo interés de la ley; ni puede alegarse sino
por aquellos en cuyo beneficio la han establecido las leyes o por
sus herederos o cesionarios (art. 1684 CC).
Como puede verse, y dado el interés privado que es protegido por
la nulidad relativa, el régimen de titularidad de la acción de nulidad
es mucho más restringido que el de la nulidad absoluta. En
principio, sólo puede solicitarla aquél en cuyo beneficio la han
establecido las leyes, sus herederos y cesionarios. El juez vuelve a
su rol habitual en materia civil, y en consecuencia sólo puede
declararla a petición de parte (y a petición de parte legitimada,
puede agregarse). Si la parte que tiene la acción de nulidad no la
ejerce en el lapso de 4 años, entonces el contrato se sanea, y
resulta perfectamente válido. Es importante notar que el plazo se
cuenta, desde luego, desde que el vicio que afecta al acto o
contrato cesa. Si el vicio es de fuerza, el lapso se cuenta desde el
día que hubiere cesado; si es de incapacidad (i.e. de omisión de las
formalidades habilitantes), desde el día en que la incapacidad
hubiere cesado (por ejemplo, porque el menor adulto cumplió 18
años). En el caso del dolo y del error la regla parece ser distinta: el
plazo no se cuenta desde que la víctima conoció el error (inducido
en el caso del dolo), sino desde el día del acto o contrato. La razón
parece ser que, a diferencia de lo que ocurre en el caso de fuerza,
la parte afectada por el dolo o el error ha libremente aceptado
durante cuatro años los términos del contrato, por lo que parecería
inconveniente desde el punto de vista de terceros potencialmente
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involucrados que hubiera que esperar el fin del error para comenzar
a contar el plazo. Todo esto está en el artículo 1691 del Código
Civil.
El cómputo del plazo para los herederos sigue reglas especiales.
En este caso, la figura es que una persona que ha celebrado un
contrato en circunstancias tales que puede pedir su nulidad relativa
muere dejando herederos. Según el artículo 1684, esos herederos
pueden pedir la declaración de nulidad. ¿Cuál es el plazo que ellos
tienen? Hay dos criterios que deben correlacionarse: el primero es
la capacidad de los herederos. El segundo es si el plazo ha
empezado o no a correr. En el caso de los herederos mayores de
edad, la regla es simplemente que ellos gozan del residuo del
plazo, si éste ha empezado a correr; y en caso contrario tendrán
cuatro años completos, desde el momento en que la herencia es
aceptada. Si el heredero es menor de edad, tendrá cuatro años o el
residuo, según si el plazo a comenzado a correr en vida del
causante; pero el plazo comenzará a correr en su contra desde que
hubieren alcanzado la mayoría de edad, con un límite de 10 años
desde la celebración del acto o contrato (todo esto está en el art.
1692 CC).
En el caso de nulidad relativa por incapacidad de una de las partes
el Código Civil contiene una regla de nemo auditur: el caso es el de
un menor adulto (por ejemplo, u otro incapaz relativo) que se hace
pasar por capaz para celebrar un contrato. En este caso el Código
impone a la contraparte la carga de verificar los dichos del menor, y
por consiguiente si el menor simplemente afirma ser mayor de edad
(o no estar interdicto o afecto a otra causa de incapacidad, en su
caso), el menor podrá pedir la nulidad posteriormente. La regla de
nemo auditur se aplica en el caso de que el menor haya actuado
con dolo para inducir a la contraparte a creer que era plenamente
capaz. Y en este caso ni el incapaz ni sus herederos podrán
solicitar la nulidad del contrato (art. 1685 CC).
Ratificación del acto relativamente nulo
A diferencia de lo que ocurre en el caso de la nulidad absoluta, el
acto viciado de nulidad relativa puede ser ratificado, es decir la
76
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persona en cuyo beneficio ella cede puede renunciar a su acción de
nulidad, saneando así el contrato. Esta es una aplicación de la regla
contenida en el artículo 12 del Código Civil, que establece que
Podrán renunciarse los derechos conferidos por las leyes, con tal
que sólo miren al interés individual del renunciante, y que no esté
prohibida su renuncia (art. 12 CC).
La ratificación, en consecuencia, incluso la ratificación de un
contrato, es un acto unilateral, que sólo puede realizar la persona
que tiene derecho a solicitar la declaración de nulidad relativa:
Ni la ratificación expresa ni la tácita serán válidas, si no emanan de
la parte o partes que tienen derecho de alegar la nulidad (art. 1696
CC).
La ratificación puede ser expresa o tácita (art. 1693 CC). Es tácita
cuando el que tiene derecho a reclamar de la nulidad ejecuta
voluntariamente la obligación contratada (art. 1695 CC). La
ratificación expresa sólo vale en la medida en que ha sido hecha
con las formalidades exigidas por la ley para el acto que se trata de
ratificar.
Efectos de la declaración de nulidad
Un acto o contrato afectado por un vicio de nulidad es plenamente
válido mientras no se declare la nulidad; una vez declarada, sin
embargo, ésta tiene efecto retroactivo y se entiende que el acto
nunca tuvo efectos jurídicos. Ello lleva a considerar las
consecuencias de esa declaración, tanto respecto de las partes
como de terceros. Los efectos de la declaración de nulidad son los
mismo en ambos tipos de nulidad.
Efectos de la nulidad respecto de las partes
En primero lugar, debe tenerse en cuenta que, en atención al efecto
relativo de las sentencias (art. 3 CC), la nulidad judicialmente
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declarada sólo es tal respecto de las partes del juicio. Por
consiguiente,
Cuando dos o más personas han contratado con un tercero, la
nulidad declarada a favor de una de ellas no aprovechará a las
otras (art. 1690 CC).
Ahora bien, para conocer los efectos respecto de las partes, es
necesario distinguir según si el contrato ha sido cumplido o no.
Si el contrato no ha sido cumplido la solución es simple: no puede
pedirse su ejecución, y las obligaciones creadas por él se extinguen
(art. 1567 N° 8 CC).
Si el contrato se ha cumplido, rige lo dispuesto por el artículo 1687
del Código Civil:
La nulidad pronunciada en sentencia que tiene la fuerza de cosa
juzgada, da a las partes derecho para ser restituidas al mismo
estado en que se hallarían si no hubiese existido el acto o contrato
nulo; sin perjuicio de lo prevenido sobre el objeto o causa ilícita.
En las restituciones mutuas que hayan de hacerse los contratantes
en virtud de este pronunciamiento, será cada cual responsable de la
pérdida de las especies o de su deterioro, de los intereses y frutos,
y del abono de las mejoras necesarias, útiles o voluptuarias,
tomándose en consideración los casos fortuitos y la posesión de
buena o mala fe de las partes; todo ello según las reglas generales
y sin perjuicio de lo dispuesto en el siguiente artículo (art. 1687 CC).
Las partes se deben las prestaciones mutuas, es decir, cada una de
ellas debe dar a la otra lo que haya recibido en virtud del contrato.
Si el contrato era de compraventa, por ejemplo, el comprador
deberá entregar la cosa al vendedor, y éste deberá restituir el precio
pagado.
Esta regla tiene tres excepciones (dos de ellas mencionadas en el
artículo 1687, inc. 2°, y la tercera en el art. 1688 CC). Las ‘reglas
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generales’ a que hace mención el artículo 1687 son las reglas de
las prestaciones mutuas contenidas en los artículos 904ss.
(i) Nemo auditur. La primera excepción es la regla de nemo auditur
contenida en el artículo 1468, conforme al cual ‘no podrá repetirse
lo que se haya dado o pagado por un objeto o causa ilícita a
sabiendas’.
(ii) Buena o mala fe de las partes. La buena o mala fe de cada parte
es importante para determinar lo que se deben ellas entre sí en los
casos de pérdida o deterioro de la cosa, o respecto de los intereses
o frutos producidos por la cosa en el tiempo intermedio, y las
mejoras que cada una de ellas haya hecho en la cosa: (i) en cuanto
a la pérdida o deterioro de la cosa, el poseedor de mala fe es
responsable, cuando la pérdida o el deterioro es imputable a su
hecho o culpa; el de buena fe no es responsable sino en la medida
en que se haya enriquecido por la pérdida o deterioro de la cosa
(art. 906 CC); (ii) en cuanto a los frutos (e intereses) producidos por
la cosa en el tiempo intermedio, el poseedor de mala fe es
responsable de ellos, mientras el de buena fe, mientras la
mantenga, no lo es (art. 907 CC); en cuanto a la mejoras, por último
(def: gastos que se hacen en mejorar la cosa), se distinguen las
mejoras necesarias (i.e. necesarias para la conservación de la
cosa) de las útiles (i.e. las que aumentan el valor de la cosa) y de
las voluptuarias (las que sólo consisten en objetos de lujo y recreo,
y que no aumentan el valor de mercado de la cosa
significativamente). El poseedor tanto de buena como de mala fe
tiene derecho a que se le abonen (i.e. paguen) las mejoras
necesarias (art. 908 CC). El poseedor de buena fe tiene además
derecho a que se le abonen las mejoras útiles (art. 909 CC),
mientras el de mala fe sólo tiene derecho a llevarse los materiales
de dichas mejoras, si pueden separarse de la cosa sin detrimento
de ésta y el propietario no quiere pagarle el valor de esos
materiales (art. 910 CC). Este último derecho es lo único que tanto
el poseedor de mala como el de buena fe tienen en el caso de las
mejoras voluptuarias (art. 911 CC).
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Por último, el artículo 1688 contiene una excepción en el caso de un
contrato viciado de nulidad por incapacidad de la s partes, que ha
sido así declarado:
Si se declara nulo el contrato celebrado con una persona incapaz
sin los requisitos que la ley exige, el que contrató con ella no puede
pedir restitución o reembolso de lo que gastó o pagó en virtud del
contrato, sino en cuanto probare haberse hecho más rica con ello la
persona incapaz.
Se entenderá haberse hecho ésta más rica, en cuanto las cosas
pagadas o las adquiridas por medio de ellas, le hubieren sido
necesarias; o en cuanto las cosas pagadas o las adquiridas por
medio de ellas, que no le hubieren sido necesarias, subsistan y se
quisiere retenerlas (art. 1688 CC).
Efectos de la nulidad respecto de terceros
La declaración de nulidad da acción reivindicatoria contra terceros
poseedores (art. 1689 CC). La cosa puede ser perseguida por su
dueño aun cuando la contraparte la hubiere enajenado. Esta regla
tiene algunas excepciones:
(a) En el caso de la rescisión por lesión enorme, si la cosa sale del
patrimonio del comprador ninguna de las partes puede ya pedir la
rescisión, salvo que él la haya vendido a un valor mayor del precio
al que la compró, caso en el cual el vendedor puede demandar el
margen, con deducción de una décima parte (art. 1893). Si,
debiendo el comprador restituir la cosa después de haberse
declarado nulo el contrato por lesión enorme, ésta está afecta a
prendas o hipotecas que él hubiera constituido, él deberá purgarlas
(art. 1895). Aquí no se trata de que esas prendas o hipotecas
caduquen al declararse la nulidad del contrato. Ellas siguen siendo
válidas, y el comprador tiene el deber de purificarlas.
(b) En el caso de la acción de indignidad, ésta no afecta a terceros
poseedores de buena fe. La figura es la siguiente: una persona
indigna de suceder a otra la ha sucedido y enajenado la cosa a un
tercero de buena fe, y luego el verdadero heredero reclama la cosa.
Éste no tiene acción contra el poseedor de buena fe (art. 976 CC).
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(c) El caso más importante es el del tercero que ha adquirido por
prescripción la cosa. Si A vende a B una cosa, y luego A es
derrotado en juicio por C, pero en el intertanto B ha adquirido la
cosa por prescripción, entonces C no puede reivindicar la cosa.
Clase N° 19. Teoría general del Contrato
Contenido:
La teoría clásica del contrato;
Crítica de la teoría clásica.
Lecturas Necesarias: Atiyah. "Contract, promises and obligations"
Al estudiar la teoría general del acto jurídico hemos estudiado, de
hecho, los lineamientos generales de la teoría general del contrato.
En los hechos, el acto jurídico más trascendente es el contrato, y
por consiguiente varias de las consideraciones que se expondrán
en lo sucesivo respecto de los contratos valen también respecto de
los actos jurídicos. En esta clase estudiaremos las características
principales de lo que se ha llamado la teoría clásica del contrato y
los problemas a los que se vio enfrentada en el siglo XX. Esto es de
cierta importancia, no sólo porque esa teoría fue la que inspiró a
Andrés Bello y en general sigue inspirando a la dogmática
tradicional, sino también porque los problemas de esa teoría deben
de algún modo ser resueltos.
La teoría clásica del contrato
La teoría clásica del contrato es la síntesis que durante el siglo XIX
se produjo entre influencias de distinta índole: la doctrina política
liberal y la economía clásica, por un lado, y la tradición jurídica
occidental según ésta había sido producida a partir del estudio,
glosa y comentario del Corpus Iuris Civilis en la tradición medieval y
en los inicios de la modernidad (que, para estos efectos, se fija
aproximadamente a principios del siglo XV, con la publicación de De
iure belli ac pacem, de Hugo Grotio.
 Funktazma Inc. ®
En la teoría clásica, la distinción fundamental en lo que a derecho
de obligaciones se refiere es entre obligaciones impuestas por el
derecho y obligaciones asumidas libremente por las partes. Las
primeras constituyen el derecho de la responsabilidad extra-
contractual, las segundas el derecho de contratos (el mismo
nombre de las dos grandes áreas, contractual y extra-contractual,
enfatiza la importancia del contrato como idea estructuradora del
sistema de fuentes de la obligaciones). Esta estructura refleja un
conjunto de valores y principios de importancia fundamental para el
derecho privado. El derecho se entiende (al menos el derecho
privado), en este esquema, como un conjunto de reglas cuyo
sentido principal es el de hacer efectiva la autonomía de las partes
contratantes para arreglar sus asuntos como ellas consideren
adecuado. El caso típico, en este modelo, es el de un contrato
consensual, que consiste de un intercambio de promesas o
voluntades manifestadas en la forma de oferta y aceptación (es
decir, consentimiento) deliberadamente realizadas con el objeto de
crear una obligación contractual. Cuando la oferta es aceptada pura
y simplemente, el consentimiento es perfecto, y un contrato surge
antes de que las partes hagan cualquier cosa. No se requiere que
una de las partes realice su prestación para crear la obligación. El
contrato es obligatorio porque las partes así lo quisieron (dentro de
ciertos límites, desde luego). Es la voluntad de las partes la que
crea la obligación (desde luego, es verdad que es el derecho el que
crea todas y cualquier obligación jurídica. Pero la teoría clásica
puede acomodar esta obviedad de modo relativamente sencillo,
concibiendo al derecho de contratos como un conjunto de reglas
que confieren potestades a las personas para que éstas creen
obligaciones que, en virtud de haber sido creadas conforme a esas
reglas, el derecho reconocerá). En la tradición continental, el
paradigma de contrato, como puede verse en lo que va del curso y
en los manuales de la asignatura, es la compraventa de cosas
mueble: un contrato bilateral y consensual, en el cual aparte de
ofrecer y aceptar no se requiere que las partes hagan nada para
crear una obligación. Como supuestos de la teoría clásica es
posible distinguir:
(i) En primer lugar, el derecho de contratos no es sobre lo que las
partes hacen, sino sobre lo que las partes quieren. Aunque es
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necesario calificar esta afirmación de muchas maneras, el
paradigma clásico asume que las obligaciones son creadas porque
las partes lo quieren, no porque ellas hagan algo. Es por eso que
los contratos reales (que se perfeccionan por la entrega de la cosa)
son vistos como una anomalía, una desviación excepcional de la
regla general, en el cual la condición suficiente y necesaria para la
existencia de un contrato es el consentimiento, lo que en la tradición
del common law se denomina el meeting of the minds (lit.: la
reunión de las mentes). En esto el derecho de contratos se
diferencia de modo completo y categórico de la responsabilidad
extra-contractual, en la cual lo que importa es lo que las personas
hacen, y de modo muy marginal lo que ellas quieren (de hecho, en
materia de responsabilidad extra-contractual civil la diferencia entre
delito y cuasidelito civil es prácticamente irrelevante).
(ii) En segundo lugar, la teoría clásica mira al contrato como una
cosa, algo que tiene existencia objetiva con independencia de que
las partes cumplan las prestaciones que se deben. Un contrato es
una cosa que se hace, se cumple o incumple, se termina. En esto
también el contrato se diferencia de los cuasicontratos y la
responsabilidad extra-contractual. Los daños que constituyen el
fundamento de la responsabilidad extra-contractual no han sido
rectificados, no se habla respecto de ellos como cosas; tanto los
daños extra-contractuales como los cuasidelitos son sucesos, no
cosas. Con esta idea la doctrina clásica circunscribe y limita la
relación entre las partes contratantes. Dentro de los parámetros del
contrato los conceptos externos como justicia, equidad y
razonabilidad tienen una aplicación más restringida que fuera de
ellos.
(iii) En tercer lugar, la doctrina clásica supone una manera especial
de entender la función de las cortes. El proceso judicial está
diseñado para servir uno o ambos de dos importantes bienes. El
primero es el de fomentar entre los ciudadanos ciertos estándares
de conducta adecuados socialmente, el segundo es el de proveer a
la solución pacífica de los conflictos entre ciudadanos. Dentro del
paradigma clásico la función principal de las cortes es el primero
anteriormente mencionado. El objetivo del derecho de contratos es
alentar a las personas a pagar sus deudas, cumplir sus promesas y,
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en general, a actuar transparentemente respecto de los otros. Tanto
la responsabilidad extra-contractual como los cuasidelitos tienen la
segunda como finalidad principal. En casos de responsabilidad
extra-contractual el juez está enfrentado a un accidente que causó
daño, y aunque argumentos de prevención general pueden ser
considerados en el juicio, el juez típicamente debe solucionar el
problema particular de estas partes entre sí con motivo del
accidente que ha ocurrido.
(iv) La cuarta suposición del paradigma clásico es que de hecho
existe un paradigma, que es todavía posible y útil pensar en
términos de la teoría general del contrato. Si bien nadie desconoce
la existencia de reglas especiales que gobiernan a la mayoría (si no
a todos) los contratos, ello no obsta a la idea de que hay una idea
de contrato que es general y que se aplica a través de estas formas
especiales.
Estas cuatro ideas básicas constituyen la teoría clásica del contrato.
Ella fue producida fundamentalmente durante los siglos XVIII y XIX,
en un momento de auge de la economía clásica, del liberalismo
político y del Estado nacional. Es importante destacar como esta
doctrina resultó ser fruto de una síntesis hecha entre estos
elementos y la tradición jurídica occidental que se desarrolla desde
Roma. La unión de esta tradición con las ideas políticas y
económicas mencionadas es lo que da coherencia y estructura a la
teoría clásica, y sin duda es lo que ha sido responsable de su
extraordinaria influencia, tanto a nivel de legisladores, como de
profesores y jueces.
Crítica de la teoría clásica
En la teoría clásica un contrato de compraventa de bienes muebles
es el contrato típico. Pero ¿típico de qué? O mejor dicho ¿típico por
qué? Un problema relacionado es la importancia que en la teoría
clásica tiene el contrato puramente consensual. Si dos partes llegan
a un acuerdo sobre su conducta futura, y si inmediatamente
después de ese acuerdo un contrato comienza a existir, parece
innegable que la obligación es creada por el acuerdo. Este punto
debe ser cuidadosamente considerado. El uso de un contrato
80
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puramente consensual, sobre le cual ninguna de las partes se ha
basado y hecho gastos, y que ninguna de las partes ha cumplido,
supone más que prueba la teoría clásica. Los contratos que no son
transacciones comerciales carecen, por regla general, de un
período significativo de formación del consentimiento y no tienen
mayor relevancia (basta pensar en los contratos celebrados por
consumidores y proveedores, en supermercados, buses, etc). En el
derecho de cuasicontratos las obligaciones de las partes surgen no
porque haya acuerdo sino porque una persona ha hecho algo en
beneficio de otro (cf. por ejemplo art. 2295 CC). El derecho de
contratos está lleno de casos en los cuales una persona puede
resultar obligada no porque quería obligarse, sino porque otros
pueden haberlo entendido así razonablemente (como en el caso de
la reserva mental, en el caso del error sobre calidades accidentales
de la cosa, o del error en la persona: arts. 1454, 1455 CC).
Este tipo de cuestiones hacen que la distinción entre
responsabilidad contractual y responsabilidad extra-contractual sea
cada vez más dudosa. Uno podría insistir en que en ambos casos
de lo que se trata es de obligaciones surgidas por lo que una
persona ha hecho. Si una persona ha hecho algo que ha inducido a
otra razonablemente a realizar una serie de gastos atendiendo a la
conducta esperada de la primera, entonces parece que la primera
está obligada con la segunda. O si una persona ha recibido de otra
un beneficio que ha sido conferido por la segunda en atención a
que ésta espera recibir de la primera otro de similar valor, entonces
parece que ésta está obligada a darlo. No es que los contratos
dejen de tener importancia. Uno podría entender que ellos tienen
una importante función de prueba. No es ni fácil ni barato establecer
las modalidades precisas bajo las cuales una persona ha querido
obligarse, y para eso las partes pueden fijarlas de común acuerdo.
Pero la base de la responsabilidad, tanto contractual como cuasi-
contractual, sería básicamente la misma. En este contexto es
razonable preguntarse lo que la doctrina clásica no se pregunta por
ser demasiado obvio: ¿por qué ha de obligar un contrato bajo el
cual ninguna de las partes ha sufrido perjuicios ni recibido
beneficios? Este tema será tratado en la Clase siguiente.
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Clase N° 20. Fuerza obligatoria de los contratos (I:
Fundamentos)
Contenido:
Fundamentos de la fuerza obligatoria de los contratos;
Forma y sustancia en el derecho de contratos.
Lecturas Necesarias: López, Los Contratos, pp. 191-235; Díez-
Picazo, Fundamentos, pp. 124-130; Atiyah, "Contracts, promises
and the law of obligations" (cf. Clase N° 19 ).
Fundamentos de la fuerza obligatoria de los contratos (volver arriba
o al Indice General)
Considérese un caso como el siguiente:
A quería arrendar una casa amueblada, pensando que tendría que
pasar el verano en Londres. Él convino verbalmente arrendar la
casa de B, un amigo y un hombre de su misma posición social, que
debía dejar la ciudad. El día después que habían convenido eso, a
A le ordenaron volver a la India inmediatamente. A, imposibilitado
así de usar la casa de B, le pidió a éste que lo liberara del acuerdo,
lo que la mayoría de las personas en la posición de B hubieran
hecho (dado que nada había sido hecho bajo el contrato), pero B se
negó. A dijo que, habiendo dado su palabra, el pagaría su parte si
era requerido a hacerlo, sin perjuicio de lo que pensara de la
conducta de B.
La pregunta que corresponde es: ¿qué razón podría uno dar para
justificar el hecho de que A deba cumplir en este caso? Uno podría
comentar las siguientes respuestas:
(i) Para Hugo Grotio, el poder de obligare a si mismo era una
derivación del derecho de dominio. Quien transfería el dominio de
una cosa ejercía un poder más perfecto que quien se obligaba a
transferir un derecho o a hacer algo en el futuro, por lo quien tenía
el primer poder tenía también el segundo. Este argumento no
parece ser muy convincente. Desde luego el poder de enajenar una
81
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cosa y el de obligarse para el futuro son similares, pero de ello no
se sigue que el reconocimiento del derecho de dominio implique un
reconocimiento general al poder de obligarse pura y simplemente.
(ii) Otra posibilidad es sostener que un contrato obliga porque la
contraparte del mismo desarrolla expectativas respecto de la
conducta futura de uno, y que esas expectativas merecen ser
protegidas por el derecho. Pero este argumento adolece de dos
problemas: en primer lugar, no todas las expectativas son
protegidas por el derecho, sino sólo las que son razonables. Pero
cuándo una expectativa es razonable es algo que en sí mismo
depende de si esa expectativa está protegida, por lo que el
argumento es circular por cuanto si las promesas desnudas no
estuvieran protegidas sería irrazonable desarrollar expectativas
sobre ellas, y esas expectativas carecerían de razonabilidad. En
segundo lugar, en general las expectativas sólo aparecen una vez
que una de las partes ha hecho algo, y en muchos casos con
prescindencia de la existencia previa de un contrato (la idea central
de derecho de responsabilidad extra-contractual, la idea de culpa o
negligencia, es entendida como una conducta que no respeta los
estándares mínimos esperables de una persona en ciertas
circunstancias).
(iii) Otra posibilidad consiste en entender el contrato como un
ejercicio en distribución de riesgos, que tiende a ser la manera en
que el derecho de contratos es analizado por el movimiento law and
economics. Al celebrar un contrato, las partes distribuyen entre sí
los riesgos futuros, estableciendo a qué parte corresponde qué
riesgos. El contrato, entonces, debe ser obligatorio aun cuando
ninguna parte haya recibido beneficio ni detrimento alguno. Pero no
es verdad que todos los contratos sean ejercicios de distribución de
riesgos. Si el contrato entre A y B en el ejemplo anterior es
entendido como un contrato que, entre otras cosas, está diseñado
para asignar el riesgo de ser A llamado de vuelta a la India eso es
porque el derecho, y no las partes, lo interpreta de esa manera. Y
esa interpretación no es en absoluto neutral ni moral ni
distributivamente. La justificación de la obligatoriedad de los pactos
desnudos sobre la base de la distribución de riesgos se convierte
en una justificación basada puramente en consideraciones de
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eficiencia económica y estas consideraciones son habitualmente
altamente discutibles.
(iv) Por último, uno podría sostener un argumento puramente moral
para la obligatoriedad de los pactos desnudos. Podría decirse que
los pactos (aun desnudos) deben ser cumplidos por un deber de
fidelidad, de veracidad respecto de la palabra empeñada. Pero no
está claro por qué sólo esta consideración debe valer, y por qué no
otras consideraciones morales, como el cambio significativo en las
circunstancias de las partes que encarecen de modo dramático las
prestaciones de una de las partes, por ejemplo (cf. infra, Clase Nº
21). Desde luego, el argumento moral para la obligatoriedad de los
pactos desnudos es mucho más fuerte si ha habido beneficio o
detrimento para una de las partes en virtud del contrato, pero en
ese caso desde luego no estamos hablando de un pacto desnudo.
Estas consideraciones tienden a poner en cuestión la summa divisio
del derecho de obligaciones entre obligaciones voluntariamente
asumidas, por una parte, y obligaciones impuestas por la ley, por la
otra. A continuación discutiremos otra razón importante por la cual
los contratos deben ser respetados.
Forma y sustancia en el derecho de contratos
Razones formales y substantivas
En principio es común encontrar dos tipos de razones utilizadas por
jueces y abogados para llegar a una conclusión sobre lo que el
derecho exige. En primer lugar es posible encontrar razones de
substancia. Si estamos considerando, por ejemplo, qué regla
debería ser adoptada para que gobierne una situación en particular,
uno debe pesar una serie de argumentos a favor y en contra de
cada posibilidad, y decidir por la regla más justificada. Si el juez
está decidiendo si X es culpable o no de homicidio en contra de la
persona de Y, él deberá pesar todas las pruebas disponibles, y
llegar a la conclusión que le parezca más adecuada a la luz de esos
antecedentes. En segundo lugar, es posible encontrar razones
formales. El caso paradigmático de una razón formal es, por
ejemplo, una exigencia legal como la contenida en el artículo 1801
82
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del Código Civil, de que un contrato de compraventa de un bien
inmueble debe ser otorgado por escritura pública. Por regla general,
ante la falta de esa solemnidad, el juez que es llamado a ejecutar el
contrato no se pesará todos los argumentos a favor y en contra de
dar validez al contrato: él simplemente lo declarará inválido. El
artículo 1801 cumple la función (en este tipo de casos) de cerrar el
paso a argumentos de sustancia a favor de la validez o invalidez del
contrato, e impone una solución que debe ser aplicada sin
considerar esas razones.
Un razonamiento formal debe ser distinguido de un razonamiento
formalista. Entre abogados y profesores el razonamiento formalista
es considerado una deformación de la razón jurídica, pero ello no
condena a todo argumento formal. Desde luego, en ciertos casos
un juez debe decidir atendiendo a razones de sustancia, y si en
esos casos aplica razones formales estará decidiendo mal,
formalísticamente. Un buen ejemplo de una decisión formalista es la
decisión de la Corte de Apelaciones de Santiago que sostuvo, en el
caso suscitado por un recurso de protección en contra del autor y el
editor del libro Impunidad Diplomática, que el conflicto entre la
libertad de expresión y el derecho al honor se solucionaba por la vía
de dar primacía al derecho al honor, garantizado en el N° 4 del
artículo 19 de la Constitución, sobre la libertad de expresión,
garantizada en el N° 12, por cuanto el orden de prioridad de los
derechos constitucionales estaba dado por el orden numérico de los
mismos dentro del artículo 19.
Pero no todos los casos de razonamiento formal son instancias de
razonamiento formalista. El reproche que uno puede dirigir contra la
Corte de Apelaciones de Santiago por decidir como lo hizo en el
caso mencionado no puede dirigirse en contra de un juez que
declara la nulidad absoluta de un contrato de compraventa de un
bien inmueble por falta de las solemnidades del artículo 1801,
aunque el juez lo haga así sin considerar la conveniencia o utilidad
de validar el contrato. El artículo 1801, entonces, constituye una
razón formal inobjetable para declarar la invalidez de un contrato en
esas circunstancias.
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Una vez que uno es capaz de distinguir razones de sustancia y
razones formales notará que el razonamiento jurídico está plagado
de razones formales. De hecho, podría incluso decirse que la
formalidad de las razones que emplea es una característica del
razonamiento jurídico (cf. supra, Clase Nº 1). Desde luego, eso no
quiere decir que todo el razonamiento jurídico sea formal: hemos
visto ya dos casos (el del juez decidiendo si X es culpable de
homicidio y el de la Corte de Santiago) donde quien decidía debería
considerar razones de sustancia. Pero las razones formales son
comunes en el razonamiento jurídico, como no lo son, por regla
general, en el razonamiento puramente moral.
Razonamiento formal en los contratos
La exigencia de ciertas formalidades para la validez de un contrato
es usualmente una razón formal para determinar si un contrato es
válido o inválido, y normalmente funciona como razón concluyente
en contra de la validez del mismo. ¿Por qué no aceptar prueba
testimonial para probar un contrato que contiene la entrega o
promesa de una cosa que vale más de 2 unidades tributarias? (cf.
arts. 1708 y1709 CC). Uno podría sostener que es mejor permitir
todos los medios de prueba, con el objeto de que el juez pueda
llegar a una conclusión fundada y justificada sobre los hechos del
caso y decidir en consecuencia sobre la existencia o inexistencia
del contrato. Pero esta objeción a los artículo 1708 y 1709 del
Código Civil pierde de vista la función de la forma en el derecho en
general y en los contratos en particular. Es fácil tratar con casos en
los cuales los hechos son conocidos, o indican de modo
indisputable si el contrato ha sido celebrado o no. Pero una de las
justificaciones principales de las razones formales es que ellas
están diseñadas para ahorrar tiempo, dinero y esfuerzo en casos en
los cuales los hechos no son conocidos, o en los cuales ellos no
indican claramente si hubo o no contrato. Así la exigencia de que
los contratos que contengan la entrega o promesa de una cosa
avaluada en más de dos unidades tributarias deben ser otorgados
por escrito (art. 1709 CC) elimina el problema, porque permite
decidir si hay o no contrato sin necesidad de entrar a considerar
todos los aspectos del caso.
83
www.JurisLex.cl
Las razones que justifican a las razones formales pueden verse
claramente en un caso discutido por Atiyah (pp. 213s): En Australia
la regla era que, en contratos de construcción, el contratista tenía la
carga de estudiar los documentos, el terreno, las condiciones, etc y
luego determinar cuánto él debía cobrar por la obra. Usualmente los
contratos expresamente establecían que el constructor no tenía
derecho alguno a descansar sobre lo que la contraparte (i.e. el que
encargaba la obra) dijera sobre el terreno o sus condiciones etc.
Luego se aceptó que el que contrataba la obra tenía un deber de
diligencia respecto del contratista, y como consecuencia fue posible
para el contratista alegar en algún caso que la contraparte había
violado ese deber de diligencia al no entregarle cierta información
relevante sobre el suelo o sus condiciones etc. Esa pretensión,
desde luego, implicaba que el contratista había descansado de
buena fe y razonablemente sobre la información que le había dado
el contratante, más que sobre sus propias averiguaciones, aunque
el contrato decía expresamente que no debía hacer eso. Uno podría
haber pensado que el contrato debía ser tratado como una razón
formal concluyente en el sentido de que el contratista no podía
descansar en la información entregada por el contratante, pero en
1972 la Corte Suprema australiana dijo que eso no era así, que las
partes podían deberse una obligación de diligencia. Para
determinar la existencia de esa obligación, sin embargo, era
necesario investigar en detalle los hechos. Siguiendo la decisión
mencionada de la Corte australiana, en otro caso se procedió a
hacer ese examen. El resultado fue un juicio largo y costoso, en que
todos los hechos debieron ser examinados: qué conocimiento tenía
el contratante de las condiciones especiales del terreno, si ese
conocimiento podría haber sido adquirido por el contratista por su
cuenta, qué conocimiento tenía el contratista, quién descansó sobre
quién, etc. Al final la corte decidió que el contratante no tenía
responsabilidad frente al contratista, pero este hecho sólo pudo ser
establecido a un costo enorme. La misma conclusión habría sido
alcanzada simplemente por la aplicación de la razón formal
contenida en el contrato, y el costo del juicio se habría evitado. Esto
no quiere decir necesariamente que en ese caso debió haberse
decidido según la cláusula contractual, sino sólo muestra que la
justicia es a menudo un bien caro.
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La declinación del razonamiento formal
La Constitución prohibe a la ley presumir de derecho la
responsabilidad penal (art. 19 N° 3 inc. 6° CPol). En otras palabras,
la decisión sobre la responsabilidad de una persona debe ser
siempre basada en razones substantivas, en una consideración
pormenorizada de todos los antecedentes del caso (por regla
general). Pero la misma Constitución exige que, para condenar a
una persona, exista una ley previamente promulgada que impute
una sanción al hecho por el cual se le intenta condenar. La
inexistencia de un tipo penal, en consecuencia, es una razón formal
para no condenar: el juez no debe considerar las razones
sustantivas que se aplican a la conducta del procesado si no hay un
tipo penal que sanciones esa conducta, por socialmente lesiva que
esa conducta sea.
Que la Constitución al mismo tiempo prohiba y ordene el uso de
razones formales en el procedimiento criminal muestra la
importancia sustantiva de la forma. El razonamiento formal tiene
límites (i.e. rangos dentro de los cuales puede correctamente ser
aplicado, y más allá de los cuales degenera en formalismo), y la
existencia de esos límites se basa en consideraciones de sustancia.
Es importante entender estos límites que separan a la formalidad
del formalismo, en particular porque una tendencia relativamente
fuerte en derecho comparado es hacia la disminución de la
importancia de las razones formales.
En el derecho de contratos, una de las razones más importantes
para darles carácter formal a las disposiciones de las partes es que
lo más apropiado es que las partes de un contrato sean las que
deciden cuánto valen los beneficios que obtienen en virtud del
mismo, y que las cortes no deben reemplazar su juicio por el de
ellas. Éste es, podrá observarse, un argumento distinto al de la
conveniencia de aplicar razones formales para reducir los costos de
las decisiones judiciales. Hay también otras razones: hay razones
formales para determinar quién es la persona adecuada para tomar
una decisión, o cuándo ésta debe ser tomada, o cuándo un
problema debe ser considerado como definitivamente solucionado
(la necesidad de seguridad y estabilidad en las relaciones
84
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interpersonales aparece aquí) etc. El uso de las razones formales
supone que los problemas que esas razones excluyen han sido, o
serán, o al menos podrían haber sido, discutidos y decididos de
modo más apropiado en otro momento, por otras personas, o de
otra manera. Si se desecha una acción porque ésta está prescrita,
eso es razonable porque se supone que la persona tuvo 5 años
para ejercer una acción y no quiso hacerlo (si esta suposición es
infundada, si de hecho la persona estuvo impedida de ejercer la
acción, entonces tiene sentido suspender la prescripción: véase el
art. 2520 CC). Si el precio fijado en un contrato por un servicio debe
ser tomado como razón formal que impide a la corte ofrecer su
propia valoración del servicio, eso supone que las partes, al
celebrar el contrato, pudieron haber discutido el precio y las demás
modalidades del mismo y haber llegado a una solución adecuada
en ese momento.
En la medida en que esta suposición falla, o es considerada como
débil o poco frecuente, entonces el rol excluyente de las razones
formales tenderá a ser desatendido. Decidir conforme a una razón
formal significa, en los hechos, decidir una cuestión negándose a
considerar todos sus aspectos relevantes. Esta decisión sólo puede
ser justificada en la medida en que los aspectos que no fueron
considerados lo han sido o lo serán en otro momento. Y es esta
suposición la que de hecho es puesta en cuestión cada vez de
modo más frecuente. Basta considerar el desarrollo del derecho de
los consumidores y el valor jurídico de las declaraciones impresas
en letra pequeña en los enormes formularios en que constan, por
ejemplo, contratos de cuenta corriente o seguros etc. para apreciar
que en muchos casos esta suposición básica del razonamiento
formal es inaplicable.
Clase N° 21. Fuerza obligatoria de los contratos (II: Los
contratos frente a la ley y al juez)
Contenido:
La fuerza obligatoria de los contratos frente al legislador;
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La fuerza obligatoria de los contratos frente al juez (revisión
judicial).
Lecturas Necesarias: López, Los Contratos, pp. 277-311.
La fuerza obligatoria de los contratos frente al legislador
El contrato obliga al legislador si el legislador carece de facultades
para modificarlo. Cuando se habla de ‘obligación’ respecto del
legislador, en consecuencia, se usa esa expresión de modo distinto
de cuando se refiere a una persona. En el segundo caso, una
persona está obligada por un contrato si ella debe hacer o no hacer
lo que el contrato le manda hacer o no hacer. En el caso del
legislador, se dice que éste está obligado por el contrato si carece
de potestades para modificar su contenido.
En el derecho chileno, los contratos son intangibles. Esta
intangibilidad, sin embargo, no es absoluta, aunque como veremos
está cerca de serlo. A continuación mencionaremos tres casos: (1)
el de las leyes de emergencia que afectan las prestaciones que se
deben las partes de un contrato; (2) el de reglas legales que afectan
el significado o los efectos de contratos o cláusulas contractuales
celebradas bajo su vigencia; y (3) el problema de la retroactividad
de las leyes que afectan derechos que surgen de un contrato.
Leyes de excepción
En este acápite caben las leyes que, por consideraciones
excepcionales, y con el carácter de transitorias, implican por lo
general beneficios a los deudores, beneficios que no les eran
conferidos en los contratos respectivos. El caso más típico de estas
leyes son leyes moratorias, que conceden plazos o condiciones
especiales de pago para los deudores. En Chile se han dictado
leyes de esta naturaleza, como los DL 27 y 48 de 1932 (motivados
por la crisis desatada en Chile por la depresión internacional) o la
ley 17.663, de 30 de Mayo de 1972, que suprimió la reajustabilidad
automática de las deudas originadas en contratos de mutuo
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otorgados con fines habitacionales por el Estado. Una norma
genérica de emergencia figura en el artículo 7 de la Ley 16.282, que
permite la paralización de juicios ejecutivos hasta por un año en
circunstancias de sismo o catástrofe.
Reglas que modifican el efecto de una cláusula contractual
En este acápite se agrupan las reglas que establece que una
cláusula contractual determinada tendrá, a pesar de la intención de
las partes, un significado determinado. Así, el artículo 1879 del
Código Civil ordena que
Si se estipula que por no pagarse el precio al tiempo convenido, se
resuelva ipso facto el contrato de venta, el comprador podrá, sin
embargo, hacerlo subsistir, pagando el precio, lo más tarde, en las
veinticuatro horas subsiguientes a la notificación judicial de la
demanda (art. 1879 CC).
Reglas de este tipo serán discutidas más adelante (infra, Clase N°
24).
Leyes que modifican contratos existentes
Este punto es el más importante y discutido de los tres. La
existencia de leyes de emergencia en principio es incontrovertible,
dadas precisamente las circunstancias de emergencia que las
hacen necesarias; la existencia, por otra parte, de reglas que
asignan a una cláusula contractual convenida bajo su vigencia un
significado o efectos diferentes del que las partes le asignan no es
tampoco particularmente controvertible, dado que el derecho
establece las condiciones y modalidades bajo las cuales confiere
una potestad normativa como la contractual, por un lado, y por otro
las partes conocían o debían conocer (conforme al art. 8 CC) las
reglas en cuestión y los efectos que la cláusula produciría.
El caso de la modificación legislativa de los contratos vigentes, sin
embargo, es mucho más debatido. En este caso se trata de una ley
con efecto retroactivo. En principio el legislador puede dictar leyes
retroactivas, dado que la prohibición genérica se encuentra sólo en
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el artículo 9 del Código Civil que puede en consecuencia ser
derogado por cualquier ley. Como se sabe, sin embargo, la
prohibición de la retroactividad tiene jerarquía constitucional en dos
casos: en cuanto al principio nulla poena sine lege y en cuanto al
derecho de propiedad. Y es en relación con la amplitud reconocida
al derecho de dominio que el tema de la modificación legislativa de
contratos en curso adquiere una nueva significación.
El artículo 19 N° 24 de la Constitución garantiza:
El derecho de propiedad en sus diversas especies sobre toda clase
de bienes corporales o incorporales (art. 19 N° 24 CPol).
Mientras el Código Civil, que hemos visto, define las cosas
incorporales.
Los bienes consisten en cosas corporales o incorporales […]
Incorporales [son las cosas] que consisten en meros derechos,
como los créditos, y las servidumbres activas (art. 565 CC).
Por otro lado, el mismo Código establece que sobre las cosas
incorporales hay también una especie de propiedad. Así, el
usufructuario tiene la propiedad de su derecho de usufructo (art.
583 CC).
Sobre la base de estas reglas, los tribunales y parte importante de
la doctrina chilena han llegado a la conclusión de que los derecho
personales emanados de los contratos son ‘cosas incorporales’ en
el sentido del artículo 565 del Código Civil y 19 N° 24 de la
Constitución, por lo cual el acreedor tiene sobre ese derecho un
derecho de propiedad conforme al artículo 582 del Código Civil y 19
N° 24 de la Constitución. Al modificarse legalmente, lo que la ley
hace es afectar el derecho de dominio. La Corte han hecho
extensiva de modo amplio y generoso la protección que esta
manera de entender el problema reconoce a los derechos
personales.
La fuerza obligatoria de los contratos frente al juez (revisión judicial)
Revisión judicial del contenido del contrato
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Todo contrato legalmente celebrado es una ley para las partes, y no
puede ser invalidada sino por su consentimiento mutuo o por
causas legales (art. 1545 CC).
En virtud de esta regla, las partes quedan obligados por el contrato.
En principio, las obligaciones que se fundan en el contrato no son
afectadas por las variaciones en los costos y beneficios esperados
por las partes en cuanto al cumplimiento de sus prestaciones. Esta
es la regla pacta sunt servanda.
El problema de la revisión judicial del contenido del contrato se
plantea cuando los valores de las prestaciones han variado de
modo significativo después de la celebración del contrato y por
causas imprevistas. En un contrato oneroso y conmutativo, es decir,
uno que tiene por objeto la utilidad de ambos contratantes,
gravándose cada uno a beneficio del otro, y en el cual cada una de
las partes se obliga a dar o hacer una cosa que se mira como
equivalente a lo que la otra parte debe dar o hacer a su vez, la
pregunta es qué debe hacerse cuando por razones imprevistas la
conmutatividad se quiebra de modo significativo.
El ejemplo imaginado por Jorge López es útil para representarse
este problema:
Se celebra un contrato entre una Sociedad Petrolífera X y la
Empresa Nacional del Petróleo, en virtud del cual la primera,
domiciliada en Maracaibo, Venezuela, se obliga a suministrar a
ENAP doscientas mil toneladas de petróleo crudo a US$ 2.000 la
tonelada métrica puesta en el puerto chileno de Quintero. Las
entregas se efectuarán mediante veinte remesas mensuales, de
10.000 toneladas cada una, a partir del mes de agosto de 1987.
Durante septiembre de 1987, cuando la Sociedad Petrolífera había
entregado únicamente la primera remesa, se produce
inopinadamente el cierre indefinido del Canal de Panamá (en razón
de una falla geológica). El cumplimiento del contrato por la sociedad
venezolana, sin devenir imposible, puesto que es factible
transportar el combustible a través del Estrecho de Magallanes,
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resulta, consecuencialmente, excesivamente oneroso, puesto que
los costos de flete aumentan en un factor de cinco (López, p. 299).
La cláusula rebus sic stantibus. En un caso de esta naturaleza,
¿puede el juez intervenir y modificar el contrato? El problema tiene
su origen en una doctrina medieval, denominada clausula rebus sic
stantibus. La cláusula rebus sic stantibus es una cláusula por la cual
las obligaciones del contrato se entienden sujetas a la condición de
(lit.:) que las cosas se mantengan igual a como eran cuando el
contrato fue celebrado. Esta cláusula no era conocida en el derecho
romano. Los filósofos morales fueron los primeros en llamar la
atención sobre el hecho de que un cambio en las circunstancias
puede ser razón para variar la obligatoriedad de las obligaciones
surgidas bajo el contrato. El ejemplo típico, que se encuentra en
Cicerón y que fue discutido por San Agustín, es el de la promesa de
entregar una espada hecha a una persona que en el tiempo
intermedio enloquece. De San Agustín el texto pasó al Decreto de
Graciano. La glosa a este texto fue el punto de partida para que la
doctrina medieval desarrollara la teoría. La idea de que la cláusula
se encuentra tácitamente incorporada en los contratos conmutativos
y onerosos fue formulada primero por los comentaristas Bartolo y
Baldo. A fines del siglo XV la cláusula era generalmente aplicable a
todos los actos y contratos, y durante los tres siglos siguientes
gozaría de general aceptación. La cláusula alcanzó su máxima
importancia durante el siglo XVII (quizás por los efectos
devastadores de las guerras europeas) y se convirtió en parte
reconocida del usus modernus y de la doctrina elaborada por la
escuela del Derecho Natural. El siglo XIX, con el auge del
liberalismo y de la libertad contractual, vio una paulatina declinación
de la popularidad de la cláusula. Windscheid sostuvo que,
expulsada por la puerta, la doctrina volvería por la ventana. La
voluntad de las partes se refiere a las circunstancias bajo las cuales
las partes celebran el contrato, y si ellas cambian de modo
suficientemente significativo entonces los efectos del contrato
deben ser ajustados. Por otra parte, el interés de una parte por ver
sus obligaciones modificadas debe balancearse con el interés
general en la estabilidad de los contratos; la necesidad de encontrar
criterios que fijen los límites del reconocimiento de uno y otro
interés es evidente.
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La tesis originalmente planteada por Bartolo y Baldo, y formulada
en su forma moderna por Windscheid, de que la cláusula constituye
una presuposición tácita de las partes, no es necesariamente la
mejor manera de tratar el problema. Desde luego, si de los hechos
del caso es posible colegir que las partes de hecho tenían esa
intención, entonces la posibilidad de aplicar la cláusula y revisar el
contrato es más fuerte. Pero eso depende de los hechos, a menos
que uno quiera suponer que todos los contratos onerosos y
conmutativos la incluyen como elemento de la naturaleza.
El enriquecimiento sin causa. Algunos han sostenido que el
problema puede ser tratado como enriquecimiento sin causa, pero
eso naturalmente esquiva el problema. El artículo 2295 establece
que si el que por error ha hecho un pago, prueba que no lo debía,
tiene derecho para repetir lo pagado (art. 2295 CC).
Pero en este caso no se trata de que algo se dé por error. Lo que
está sujeto a discusión es precisamente si la parte cuya prestación
se ha hecho excesivamente onerosa puede solicitar su revisión
judicial.
El abuso del derecho. Otros han sostenido que los problemas de
revisión judicial pueden ser enfrentados por la vía de la doctrina del
abuso del derecho. Hay abuso del derecho cuando un derecho es
ejercido maliciosamente, como sostiene el artículo 226 del BGB, ‘si
sólo puede tener la finalidad de causar daño a otra persona’. En el
caso en cuestión, el ejercicio del derecho (i.e. la exigencia de
cumplimiento formulada por la contraparte) no necesita ser doloso.
Pero todavía puede haber abuso, si se da una de dos condiciones:
(a) que el derecho sea ejercido en contra de su función económica
o social (esta condición no es generalmente aceptada en Chile
como marca del abuso del derecho); o (b) si el ejercicio del derecho
constituye un delito o cuasidelito civil. Un ejemplo de abuso del
derecho discutido por Alessandri es el de una particular que
demandó al Fisco porque éste, para evitar perturbaciones al orden
público durante una huelga, ordenó arrojar al mar las bebidas
alcohólicas del primero.
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Las reglas generales de la responsabilidad contractual pueden dar
espacio a la revisión judicial. En este caso las reglas son dos:
Si no se puede imputar dolo al deudor, sólo es responsable de los
perjuicios que se previeron o pudieron preverse al tiempo del
contrato (art. 1558 CC).
El argumento aquí debería ser que no hay razón para que el
contratante cuya prestación se ha hecho excesiva e
impredeciblemente onerosa tenga una responsabilidad agravada
respecto del que incumple por dolo, por lo que no debería
responder por la imprevista onerosidad sobreviniente.
El deudor no es responsable sino de la culpa lata en los contratos
que por su naturaleza sólo son útiles al acreedor; es responsable de
la leve en los contratos que se hacen para beneficio recíproco de
las partes; y de la levísima, en los contratos en que el deudor es el
único que reporta beneficio (art. 1548 CC).
Conforme a este artículo, el deudor en nuestro caso sólo
respondería por el incumplimiento si incurre al menos en culpa leve,
la que es definida por el Código Civil como Culpa leve, descuido
leve, descuido ligero, es la falta de aquella diligencia y cuidado que
los hombres emplean ordinariamente en sus negocios propios.
Culpa o descuido, sin otra calificación, significa culpa o descuido
leve. Esta especie de culpa se opone a la diligencia o cuidado
ordinario o mediano (art. 44 inc. 2° CC).
De nuevo, parece que el deudor que deja de cumplir debido a una
excesiva onerosidad sobreviniente e impredecible no actua con ‘la
falta de aquella diligencia y cuidado que los hombres emplean
ordinariamente en sus negocios propios’.
La buena fe. Conforme al artículo 1546 del Código Civil,
Los contratos deben ejecutarse de buena fe, y por consiguiente
obligan no sólo a lo que en ellos se expresa, sino a todas las cosas
que emanan precisamente de la naturaleza de la obligación, o que
por la ley o la costumbre pertenecen a ella (art. 1546 CC).
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El acreedor que exige del deudor un cumplimiento mucho más
oneroso del originalmente previsto al celebrar el contrato, conforme
a este argumento, estaría incurriendo en mala fe.
Resolución del contrato por excesiva onerosidad sobreviniente
Esta es una solución alternativa a (pero no incompatible con) la
revisión judicial. Consiste en dar a la parte afectada por la
onerosidad sobreviniente una acción para que ésta solicite a los
tribunales la resolución (no la revisión) del contrato por esa causa,
concediéndole a la otra parte la posibilidad de enervar la acción (i.e.
impedir que fructifique) por la vía de renegociar los términos del
contrato tomando en consideración el cambio en las circunstancias.
Clase N° 22. Fuerza obligatoria de los contratos (III: Efecto
relativo de los contratos)
Contenido:
El efecto relativo de los contratos: regla general;
El efecto relativo de los contratos: excepciones, verdaderas y no
tanto.
El efecto relativo de los contratos: regla general
La doctrina del efecto relativo de los contratos está implícita en el
artículo 1545, que establece que todo contrato legalmente
celebrado es una ley para las partes. Precisamente en la medida en
que la libertad contractual es la base del sistema chileno de
derecho de la contratación, debe reconocer el principio del efecto
relativo de los contratos: la libertad de contratación no sólo implica
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la existencia de una potestad para obligarse libremente, sino
también una inmunidad frente a obligaciones a las cuales la
voluntad no ha concurrido. En pocas palabras, el efecto relativo de
los contratos implica que las obligaciones y derechos que surgen de
un contrato, en principio, sólo ceden en beneficio o desmedro de las
partes del mismo: los terceros no son afectados por el contrato.
No constituye excepción a este principio el hecho de que el contrato
pueda obligar a personas que no concurrieron a su
perfeccionamiento, en ciertas circunstancias: el concepto relevante
es el de parte, y no el de persona (por supuesto, ambos conceptos
suele ir juntos en la gran mayoría de los casos). Son partes de un
contrato no sólo las personas que concurren a su
perfeccionamiento, sino también los herederos o causahabientes a
título universal:
Los asignatarios a título universal, con cualesquiera palabras que
se les llame, y aunque en el testamento se les califique de
legatarios, son herederos: representan la persona del testador para
sucederle en todos sus derechos y obligaciones transmisibles (art.
1097 inc. 1°).
Son terceros absolutos los que no participan del contrato y no están
ligados a él de ningún modo. La regla general es que ellos no son
afectados ni para bien ni para mal por el contrato; para ellos el
contrato es res inter alios acta.
La situación de los causahabientes a título singular es discutida.
Los causahabientes a título singular son los que suceden, por acto
entre vivos o por causa de muerte, al causante en un bien
específicamente determinado. Los casos de excepción al efecto
relativo de los contratos en cuanto a los causahabientes a título
particular deben ser distinguidos de los casos relacionados con
derechos reales, en los cuales su oponibilidad a terceros se explica
por la propia naturaleza del derecho real, y no por un efecto
extraordinario del contrato.
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Un caso de obligaciones en las que el causahabiente a título
singular es afectado por las obligaciones del causante es el de las
denominadas obligaciones propter rem o ambulatorias. En este
caso, las obligaciones van junto a la cosa, de modo que si la cosa
cambia de titular la obligación cambia de deudor. Un ejemplo de
obligaciones de este tipo está contenido en el artículo 48 de la ley
6.071:
La obligación del propietario de una unidad por los gastos comunes
seguirá siempre al dominio de su unidad, aun respecto de los
devengados antes de su adquisición […] (art. 4 inc. 4° Ley 19.537).
Por regla general los causahabientes a título singular no son
afectados por el contrato, aunque hay excepciones (e.g. la del
1962, comentada en la Clase N° 17).
El efecto relativo de los contratos: excepciones, verdaderas y no
tanto
Actos colectivos
Actos colectivos son actos realizados por un grupo de personas que
vinculan a todos los que pertenecen a esa asamblea o grupo. En la
medida en que una persona votó en contra o no participó, pero
queda obligado por el acto, los actos colectivos constituyen, se dice,
una excepción al efecto relativo de los contratos.
Tradicionalmente, el ejemplo paradigmático de acto colectivo era el
contrato colectivo en el contexto del derecho laboral. El empleador
negociaba con el sindicato y, en la medida en que la sindicalización
era obligatoria y el sindicato era único, los resultados de esa
negociación, plasmados en un contrato colectivo, eran obligatorios
para todos los trabajadores. Hoy, sin embargo, la sindicalización no
es obligatoria y el contrato colectivo obliga sólo a las partes que
efectivamente concurren a él, sin perjuicio de que el empleador
puede hacerlo extensivo a los demás trabajadores (art. 303, 344
inc. 2° CT). Sólo en esta medida es el contrato colectivo un caso de
acto colectivo que hace excepción al efecto relativo de los contratos
(art. 340 CT).
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Otro acto colectivo de mayor importancia como tal en el derecho
chileno es el convenio de acreedores contenido en el artículo 169
de la Ley de Quiebras. El convenio de acreedores es un acuerdo
entre el deudor y el conjunto de los acreedores que tiene por objeto
fijar la forma en que el pasivo del deudor será solucionado con el fin
de evitar la declaración de quiebra de éste. Conforme al artículo
180 de la Ley de Quiebras,
El convenio se considerará aceptado cuando cuente con el
consentimiento del fallido y reúna en su favor los votos de dos
tercios o más de los acreedores concurrentes que representen las
tres cuartas partes del total pasivo con derecho a voto (art. 180 LQ).
Aprobado que sea el convenio, este obliga al deudor y a todos los
acreedores, hayan o no concurrido a la junta, excepto los
enumerados en el artículo 180, en cuanto se hubieren abstenido de
votar (art. 191 LQ).
Estipulación por otro.
Cualquiera puede estipular a favor de una tercera persona, aunque
no tenga derecho para representarla; pero sólo esta tercera
persona podrá demandar lo estipulado; y mientras no intervenga su
aceptación expresa o tácita, es revocable el contrato por la sola
voluntad de las partes que concurrieron a él.
Constituyen aceptación tácita los actos que sólo hubieran podido
ejecutarse en virtud del contrato (art. 1449 CC).
La figura anterior es llamada ‘estipulación por otro [o ‘por un
tercero’]’, y en ellas se distinguen tres personas: el estipulante, que
celebra un contrato con el promitente para que éste haga, de o no
haga algo a favor de un tercero, el beneficiario.
Alteri stipulari nemo potest
Derecho romano
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Los romanos no reconocían la posibilidad de estipular por un
tercero: alteri stipulari nemo potest (Ulp. D. 45, 1.38.17). Las
razones que se han dado para esta negativa ha sido dos:
En primer lugar, uno podría encontrar en las formalidades de la
stipulatio una razón para que un tercero no pudiera ser beneficiado
por la estipulación. Originalmente, la forma fija de pregunta y
respuesta que constituia la estipulación incluia la expresión ‘para mi’
(lat. mihi) en la pregunta: ‘centum mihi dari spondes?’ (‘prometes
darme a mi 100?’). Dado que la estipulación era un contrato que
sólo podía realizarse siguiendo escrupulosamente la formalidad
legal, esto prevenía la validez de una estipulación por otro.
La explicación dada por los romanos a esta imposibilidad se basaba
en la idea de interés: el estipulante no tenía ningún interés
accionable (i.e. dotado con una acción) en una stipulatio alteri: este
tipo de obligaciones se han hecho para que cada uno pueda
adquirir lo que a él le interesa, y no me puede interesar que se dé a
otra persona (Ulp. D. 45, 1.38.17).
Aunque esto puede parece discutible, es necesario recordar la
existencia, en el derecho romano, de la regla omnis condemnatio
pecuniaria, i.e. que la decisión del juez sólo podía obligar al
demandado, si fallaba en su contra, a pagar una cantidad de dinero
correspondiente al daño que el incumplimiento infringió al
demandado. El hecho de que el estipulante carecía de interés en la
stipulatio alteri implicaba que no había interés que avaluar, por lo
que el estipulante carecía de acción. De hecho, cuando el
estipulante tenía interés, entonces los romanos estaban dispuestos
a concederle una acción:
Cuando yo estipulo a favor de otro lo que me interesa a mí, cabe
preguntarse si se puede incurrir en la esptipulación, y dice Marcelo
que en este caso es válida la estipulación. El que había empezado
a administrar una tutela, cedió la gestion a un cotutor, estipulando la
integridad del patrimonio del pupilo: dice Marcelo que en este caso
es válida la estipulación (Ulp. D. 54, 1.38.20).
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En todo caso, no era necesario que el estipulante tuviera un interés
si las partes de la estipulación creaban por la estipulación dicho
interés, lo que podían hacer por la vía de introducir una cláusula
penal:
Claro que, si yo quisiera hacerlo así [i.e. estipular a favor de otro]
conviene estipular una pena, para que, si no se hace lo que se ha
acordado, se incurra en la estipulación incluso a favor del que no
tiene un interés, pues cuando alguien estipula una pena, no se mira
qué interés pueda tener, sino la cantidad que sea y la condición
bajo la cual se estipuló (Ulp. D. 45, 1.38.17).
En este caso el estipulante tiene un interés, fundado en la
estipulación, que le permite accionar ante el incumplimiento del
promitente. Las relaciones entre las partes son, en consecuencia: el
estipulante puede accionar contra el promitente para que éste lo
indemnice por el incumplimiento (ya sea porque el estipulante tiene
un interés, como en el caso de D. 45, 1.38.20, o porque la
estipulación incluye una clausula penal, como en el caso de D. 45,
1.38.17). El beneficiario no puede demandar el cumplimiento, pero
puede recibir el pago.
Más que las formalidades de la estipulación, entonces, lo que hay
detrás de la regla alteri stipulari nemo potest parece ser la
estructura del procedimiento civil romano: los romanos no parecen
haber tenido problemas para aceptar la estipulación por otro,
siempre y cuando el estipulante tuviera un interés pecuniario en la
estipulación.
En el derecho postclásico, un número cada vez mayor de
excepciones a alteri stipulari nemo potest fue introducido. Una de
esas excepciones tenía relación con una donación modal. El modo
es una modalidad (como el plazo y la condición, mencionados en la
Clase Nº 10) descrito de la siguiente manera por el Código Civil:
Si se asigna algo a una persona para que lo tenga por suyo con la
obligación de aplicarlo a un fin especial, como el de hacer ciertas
obras o sujetarse a ciertas cargas, esta aplicación es un modo y no
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una condición suspensiva. El modo por consiguiente, no suspende
la adquisición de la cosa asignada (art. 1089 CC).
Por regla general, en el derecho romano el donatario cargado con
un modo podía ser demandado sólo si el modo estaba reforzado
con un a estipulación. En consecuencia, y faltando esa estipulación,
ni el donante ni el beneficiario podían reclamar del incumplimiento
del modo. El emperador, en esas circunstancias, concedió una
acción basada en la equidad al beneficiario. Hay una serie de otras
excepciones a la regla de alteri stipulari nemo potest, incluso en el
Digesto (Ulp. 13, 7.13.pr). Pero en el Corpus Iuris Civilis, a pesaar
de las excepciones, Justiniano mantuvo la regla, con lo cual
aseguró que por muchos siglos los pactos en beneficio de un
tercero fueran de dudosa validez.
Derecho Medieval y moderno
Lo que glosadores y comentaristas encontraron fue, en
consecuencia, la regla alteri stipulari nemo potest y una serie de
excepciones a esta regla. Varias estrategias fueron ofrecidas para
escapar la prohibición contenida en esa regla: algunos intentarn
hacer la regla del C. 8. 54. 3 extensiva a otras obligaciones; otros
intentaron ampliar el concepto de interés; los canonistas
reconocieron una excepción adicional cuando el pacto estaba
revestido de un juramento. ya los autores de la escolástica
española sostivieron que, habiéndose aceptado la regla pacta sunt
servanda, no tenía importancia la regla alteri stipulari nemo potest,
por cuanto un pacto en beneficio de un tercero, si no valía como
estipulación, valdría como nudum pactum. En general, hasta el siglo
XVII, e incluso en algunos casos hasta el XIX la regla fue
reafirmada y aplicada.
En el siglo XVII Grotio atacaría directamente la regla en estudio,
como consecuencia del énfasis que pusiera en el libre
consentimiento como fundamento del contrato. Otra consecuencia
del mismo énsfasis, sin embargo, es que el beneficiario no adquiere
el derecho sino hasta que acepta. En esta forma la regla fue
incorporada a los códigos del siglo XVIII (Prusia, Bavaria, Sajonia) y
en el Code Napoleon. Desde el Code Napoleon la regla llegó al
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artículo 49 del Código Civil. En el Código Civil Chileno el
beneficiario adquiere el derecho al momento de celebrarse el
contrato, pero puede ser revocado de comun acuerdo por
estipulante y promitente hasta que el beneficiario acepte.
Naturaleza jurídica de la estipulación por otro
Cuatro son las teorías que se han formulado para explicar la
estipulación por otro:
Teoría de la oferta
Conforme a esta teoría, la estipulación por otro se descompone en
dos convenciones. Por la primera el promitente se obliga frente al
estipulante, y por eso él es acreedor en la estipulación. Luego el
estipulante celebra otra convención con el beneficiario, en virtud de
la cual el primero cede al segundo su crédito contra el promitente.
Esta teoría tiene inconvenientes serios, por cuanto en el tiempo que
media entre la primera y la segundo convención el crédito estaría
en el patrimonio del estipulante, con la consecuencia de que podría
ser embargado por los acreedores de éste. La cesión gratuita
posterior podría ser invalidada por los acreedores del estipulante en
conformidad a los artículos 1425 y 1187 del Código Civil (acción de
inoficiosa donación). Por último, la oferta, como hemos visto,
caduca con la muerte del oferente, por lo que si el estipulante
muere antes de la segunda convención ya no sería posible
consolidar la operación.
Teoría de la gestión de negocios ajenos
En esta teoría, el estipulante actúa como gestor de negocios
ajenos. La gestión de negocios es un cuasicontrato por el cual el
que administra sin mandato los negocios de alguna persona, se
obliga para con ésta, y la obliga en ciertos casos (art. 2286 CC).
La teoría es incorrecta, por cuanto el estipulante actúa a nombre
propio y no como gestor de negocios ajenos. Además, a diferencia
de la estipulación por otro, si el negocio ha sido bien administrado el
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beneficiario debe cumplir las deudas adquiridas por el gestor. En la
estipulación por otro el beneficiario siempre tiene la posibilidad de
negarse a aceptar la estipulación, lo que el artículo 2290 prohibe al
beneficiario de una gestión de negocios bien administrada. También
falta en la estipulación por otro la obligación del gestor de continuar
en la gestión hasta que el interesado pueda tomarla o encargarla a
otro, por cuanto el estipulante y el promitente siempre pueden
revocar antes de la aceptación del beneficiario (art. 1449 CC).
Teoría de la declaración unilateral de voluntad
De acuerdo con esta explicación, la estipulación por otro sería un
caso en el que una persona podría convertirse en deudora de otra
por medio de su simple declaración de voluntad. Pero esta teoría no
explica por qué el consentimiento del estipulante se requiere para
revocar la estipulación antes de la aceptación del beneficiario (art.
1449 CC).
Teoría de la adquisición directa del derecho
Las tres teoría anteriores intentaban dar a la estipulación por otro
una explicación ubicándola dentro de los moldes conocidos de la
doctrina contractual. La cuarta explicación simplemente deja de
lado esa posibilidad, y acepta que la estipulación por otro es
simplemente una figura anómala, en virtud de la cual un tercero
adquiere un derecho fundado en un acto que para él es res inter
alios acta.
Efectos de la estipulación
Entre promitente y estipulante
Entre ellos se producen los efectos normales de los contratos, con
la salvedad indicada en el artículo 1449 del Código Civil: sólo el
beneficiario podrá demandar lo estipulado. El estipulante podrá
demandar la cláusula penal, si se hubiere pactado (art. 1536 inc. 3°
CC) y, si se tratase de un contrato bilateral, podrá pedir la
resolución ante el incumplimiento del promitente (art. 1489 CC).
Mientras el beneficiario no acepte el crédito que surge para él de la
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estipulación, además, el estipulante y el promitente podrán de
común acuerdo revocar la estipulación.
Efectos entre promitente y beneficiario
Son los efectos entre promitente y beneficiario los que hacen de
esta figura una excepción al efecto relativo de los contratos. Aun
cuando el tercero beneficiario no conozca la existencia de la
estipulación, el derecho de crédito surge para éste al momento de
celebrarse el contrato (su aceptación posterior sólo tiene el efecto
de hacer al contrato irrevocable). El beneficiario puede demandar el
cumplimiento de la obligación del promitente, pero no puede ejercer
la acción resolutoria del artículo 1489, que cede en interés de la
contraparte cumplidora en un contrato bilateral, es decir, del
estipulante si la estipulación fuere de hecho bilateral.
Efectos entre el estipulante y el beneficiario
Ninguno. Aunque en la vida real son por lo general personas
estrechamente vinculadas, desde el punto de vista del derecho son
extraños entre sí.
La promesa de hecho ajeno
Conforme al artículo 1450 del Código Civil, siempre que uno de los
contratantes se compromete a que por una tercera persona, de
quien no es legítimo representante, ha de darse, hacerse o no
hacerse alguna cosa, esta tercera persona no contraerá obligación
alguna, sino en virtud de su ratificación; y si ella no ratifica, el otro
contratante tendrá acción de perjuicios contra el que hizo la
promesa (art. 1450 CC).
Esta figura no constituye una excepción al efecto relativo de los
contratos; entre las partes hay un contrato sujeto a las reglas
generales, por el cual una de las partes se obliga para con la otra a
que una tercera hará, dará o dejará de hacer algo. La obligación del
promitente, en consecuencia, es de hacer, con independencia de
que lo sea o no la obligación eventual del tercero: el promitente se
obliga a obtener la ratificación del tercero. Si el tercero no ratifica,
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entonces la contraparte tendrá derecho a que el promitente (no el
tercero, desde luego), le indemnice los perjuicios que haya sufrido;
a diferencia de otras legislaciones como la italiana (cf. art. 1381
Código Civil italiano) conforme al artículo 1450 del Código Civil la
contraparte sólo puede demandar al promitente por perjuicios, si el
tercero no ratifica.
Si el tercero ratifica, por otro lado, nace (sólo en ese momento, a
diferencia de lo que ocurre en la estipulación por otro, en la cual el
derecho para el beneficiario surge al momento de la estipulación)
para él una obligación de dar, hacer o no hacer, según el tenor del
contrato.
¿Cuál es la fuente de la obligación del tercero en este caso? Una
posibilidad sería alegar que lo que hay es efectivamente una
gestión de negocios. El problema es el mismo con el que topaba
esta explicación aplicada a la estipulación por otro, i.e. que
conforme al artículo 2290 del Código Civil el beneficiario de la
gestión de negocios se obliga en la medida en que la gestión haya
sido bien administrada, mientras que en la promesa de hecho ajeno
el tercero se obliga sólo si él de hecho ratifica. En vista de esta
objeción, podría sostenerse que la fuente de la obligación del
tercero es la declaración unilateral de voluntad. López ofrece un
pésimo argumento basado en el mero tenor literal del artículo 1536
inc. 2º (y que no considera el tenor literal, diferente, del mismo
1450) para negarse a aceptar esta solución.
Clase N° 23. El principio de la buena fe contractual
Contenido:
Origen y evolución del concepto de buena fe contractual;
Buena fe en sentido subjetivo;
Buena fe en sentido objetivo;
Manifestaciones del principio de la buena fe contractual;
Conclusión.
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Lecturas Necesarias: López, Los Contratos, pp. 287-301.
Origen y evolución del concepto de buena fe contractual
Veremos como el principio de la buena fe constituye un elemento de
fundamental importancia en la estructura general del derecho civil
patrimonial. La buena fe, puede, como se ha dicho, recibir una
interpretación que enfatiza su aspecto subjetivo (de actuar
correctamente una persona desde el punto de vista de lo que esa
persona sabe y cree) y una que enfatiza su aspecto objetivo (de
actuar correctamente una persona a la luz de estándares de
conducta que existen y se aplican al caso con cierta independencia
de lo que la persona crea o sepa). En lo que sigue se estudiarán
estas dos maneras de concebir el principio general de la buena fe.
Buena fe en sentido subjetivo
La buena fe en este sentido es la creencia, correcta o no, de estar
una persona realizando un acto jurídicamente regular. El caso más
tradicional de buena fe en este sentido es el del poseedor de buena
fe al que se refiere el artículo 706 del Código Civil:
La buena fe es la conciencia de haberse adquirido el dominio de la
cosa por medios legítimos, exentos de fraude y de todo otro vicio
(art. 706 inc. 1º CC).
El poseedor de buena fe es quien detenta un bien a título de dueño
pero que no lo es, por ejemplo porque su título es un contrato que
adolece de un vicio de nulidad absoluta, o porque el que le vendió
la cosa no era el dueño de ésta sino su arrendatario (por supuesto,
también es poseedor de buena fe el dueño de la cosa, pero en ese
caso hablar de posesión de buena fe carece de consecuencias). En
atención al hecho de que el poseedor adquirió la posesión creyendo
honestamente hacer lícito ejercicio de un derecho, y sin fraude o
dolo, su posición ante el derecho es mejorada respecto del
poseedor de mala fe.
Otro ejemplo notorio del efecto de la buena fe se encuentra en lo
que se denomina el matrimonio putativo:
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El matrimonio nulo, si ha sido celebrado ante oficial del Registro
Civil, produce lo mismos efectos civiles que el válido respecto del
cónyuge que, de buena fe y con justa causa de error, lo contrajo;
pero dejará de cumplir efectos civiles desde que falte la buena fe
por parte de ambos cónyuges (art. 122 inc. 1° CC).
Tanto en el caso de la posesión como en el del matrimonio putativo
de lo que se trata es de personas que ignoran la irregularidad de la
situación jurídica en que se encuentran. El derecho responde
morigerando las consecuencias de la aplicación estricta de las
reglas que, en principio, deberían ser aplicables.
Buena fe en sentido objetivo
Pero el artículo 1546 del Código Civil no se refiere (o no al menos
sólo) a la buena fe en este sentido puramente subjetivo, como
ignorancia de la irregularidad que afecta al acto:
Los contratos deben cumplirse de buena fe, y por consiguiente
obligan no sólo a lo que en ellos se expresa, sino a todas las cosas
que emanan precisamente de la naturaleza de la convención, o que
por la ley o la costumbre pertenecen a ella (art. 1546 CC).
Es por eso que el alegato literalista de Porcia en El Mercader de
Venecia es inaceptable, sin perjuicio de la razonabilidad de sus
motivos para hacerlo. En la medida en que Mario se comprometió a
entregar una libra de carne, no puede alegarse que se comprometió
a entregar solamente una libra de carne de modo tal que el
cumplimiento del contrato es en los hechos imposible.
El artículo 1546 del Código Civil intenta un compromiso entre dos
necesidades sociales: por un lado, la necesidad de flexibilizar la
interpretación y aplicación de las disposiciones de un contrato,
imponiendo a las partes la obligación de comportarse honesta y
lealmente entre ellas; por otro, intenta limitar las consecuencias de
una aceptación amplia del principio de que los contratos no obligan
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sólo a lo que en ellos se expresa (cuyos efectos subversivos del
sistema del derecho de contratos son palmarios), y en este sentido
debe entenderse la expresión ‘precisamente’.
Enrique Barros ha argumentado que la buena fe contractual
corresponde a lo que Fuller llamaba la moral del deber. Fuller
distingue entre la moralidad de aspiración, que es "la moralidad de
la vida buena, de la excelencia, de la realización completa de los
poderes humanos" y la moralidad del deber:
Mientras la moralidad de aspiración comienza en la cima de los
logros humanos, la moralidad del deber comienza en el fondo. Ella
fija las reglas básicas sin las cuales una sociedad ordenada es
imposible, o sin las cuales una sociedad ordenada dirigida hacia
ciertas metas específicas fallará en su intento de alcanzarlas. Es la
moralidad del Antiguo testamento y de los diez mandamientos.
Habla en términos de ‘tu no harás’, y menos frecuentemente de ‘tu
harás’. No condena a los hombres por ser incapaces de aprovechar
las oportunidades para la máxima realización de sus poderes. En
vez de eso, los condena por no respetar los requerimientos básicos
de la vida en sociedad.
La buena fe objetiva en materia contractual constituye la expresión
jurídica de esta idea. La diferencia es importante, porque el
mercado en una sociedad capitalista está estructurado sobre la
base de que las personas concurren a él con la preocupación
principal de maximizar sus propias funciones de utilidad, no las
ajenas. No puede, en consecuencia, el derecho pedirles que
adopten actitudes altruistas, completamente discordantes con la
ideología oficial. Pero si puede, o si lo intenta, exigirles respeto a
ciertas reglas mínimas de conducta en sus relaciones comerciales.
El problema de la buena fe en materia contractual lleva al de los
límites de la función jurisdiccional. Si el contrato obliga no sólo a lo
que en él se expresa, es el juez el que deberá fijar cuáles son las
obligaciones que surgen del contrato que no están expresadas en el
mismo. Destaca en esta parte la función de la costumbre,
tradicionalmente considerada como una fuente menor del derecho
civil: en los hechos, cada vez que el Código Civil fija límites a lo que
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las partes pueden hacer en ejercicio de sus potestades privada la
costumbre figura como uno de esos límites (cf. e.g. el caso del
objeto ilícito en el art. 161 inc. 3° y de la causa ilícita en el art. 1467
inc. 2°).
Manifestaciones del principio de la buena fe contractual (volver
arriba o al Indice General)
Como lo indica el artículo 1546, el principio de buena fe rige a las
relaciones contractuales en general. Eso quiere decir que sus
exigencias están presentes en todo momento, por lo que es útil
detenerse en cómo se manifiestan en distintos momentos y
circunstancias.
Tratativas preliminares
Recuérdese la distinción entre dolo malo y dolo bueno (cf. Clase N
12). La distinción romana se basaba en el contenido (in)moral de la
noción de dolo, de modo que cuando lo que parecía dolo carecía de
ese elemento no era dolo malo. El Código Civil chileno define el
dolo, como hemos visto, como ‘la intención positiva de inferir injuria
a la persona o patrimonio de otro’ (art. 44 in fine). Sin embargo, es
posible faltar a lo que Fuller llamaba la ‘moral del deber’ sin
necesidad de tener intención positiva de inferir injuria.
En las tratativas preliminares, las partes intentarán llegar al acuerdo
que más les beneficie a cada una. Sería absurdo en una economía
de mercado cargar a las partes con la obligación de comportarse de
modo altruista para con la contraparte: cada uno vela por sus
propios intereses. Pero la buena fe exige que durante las
negociaciones que llevan al contrato cada una se comporte con
rectitud, haciendo conocido de la otra la información que ésta
necesita para evaluar la conveniencia del negocio. El límite entre lo
que debe entenderse como información que cada parte puede
utilizar estratégicamente (después de todo, la información es un
bien escaso con valor de mercado) y la información que cada parte
tiene el deber, basado en el artículo 1546, de pasar a la otra parte,
es difícil de establecer.
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Cumplimiento del contrato
En el cumplimiento e incumplimiento del contrato el dolo de una de
las partes tiene la consecuencia, como hemos visto (supra, Clase
Nº 21), de hacerla responsable no sólo de los perjuicios directos
sino también de los indirectos (art. 1558 CC). Pero hay casos en los
cuales las partes pueden faltar a las exigencias de la buena fe sin
incurrir necesariamente en dolo. El principio de buena fe, según
López, puede servir de base para soluciones jurídicas como las
siguientes, todas relativamente novedosas en nuestro país:
(i) Como límite del ejercicio de la excepción de contrato no cumplido
(art. 1552 CC) en virtud de la cual en los contratos bilaterales
ninguno de los contratantes está en mora dejando de cumplir lo
pactado mientras el otro no lo cumple por su parte, o no se allana a
cumplirlo en la forma y tiempo debidos (art. 1552 CC).
El límite que la buena fe impone al ejercicio de esta excepción de
contrato no cumplido (también llamada exceptio non adimpleti
contractus) es que el incumplimiento en el cual la excepción se
basa no puede ser un incumplimiento que, en el contexto del
contrato, carezca de importancia frente a la obligación en contra de
la cual se opone.
(ii) Para desestimar una demanda por indemnización de perjuicios
por incumplimiento de contrato, si conforme a la buena fe el
cumplimiento no era exigible. Esta es una forma de tratar el
problema de la revisión judicial por excesiva onerosidad
sobreviniente (cf. Clase Nº 21).
(iii) Para la consagración de la doctrina del estoppel o del deber de
una persona en ciertos casos de no contrariar su conducta pasada
si otras partes han descansado en ella de buena fe.
Terminación del contrato
También la obligación de obrar de buena fe puede subsistir aunque
el contrato haya terminado. Durante la vigencia del contrato, una de
las partes puede haber accedido a cierta información sobre los
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negocios de la otra que a ésta le puede interesar por razones de
mercado, que no sea de público conocimiento. Es plausible en
casos de esa naturaleza imponer a los ex-contratantes un deber de
secreto. López ofrece otro ejemplo: el ex-arrendador tiene una
obligación de buena fe de permitir al ex-arrendatario poner un aviso
en las puertas del inmueble previamente sujeto a contrato de
arrendamiento que indica la nueva ubicación de las oficinas del ex-
arrendatario.
Conclusión
En general, dos observaciones sobre la buena fe en materia
contractual: la primera es que es un concepto de difícil delimitación.
Ello no sólo por la propia función que le corresponde, sino porque
las obligaciones que impone a las partes están cerca de constituir
obligaciones de naturaleza altruista; delimitar éstas de aquellas no
es fácil; la segunda es que, dado que la idea de la buena fe es que
‘la letra sin espíritu mata’, la aceptación general de este principio
concede a los jueces un poder significativo para moldear las formas
contractuales utilizadas en una sociedad determinada.
Clase N° 24. La Interpretación de los contratos
Contenido:
El desarrollo de la jurisprudencia romana: de verba a voluntas;
Desarrollo posterior;
Las reglas de interpretación de los contratos en el Código Civil
chileno.
Lecturas Necesarias: Vodanovic, Fuentes de las Obligaciones, pp.
293-300
Lecturas Sugeridas: López, Los Contratos, pp. 309-350, 357-408
El desarrollo de la jurisprudencia romana: de verba a voluntas
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Entre el derecho romano pre-clásico y el post-clásico la
interpretación de los contratos (y de los testamentos) sufrió una
evolución considerable. Una de las características más notorias de
la jurisprudencia pre-clásica era la tendencia a rodear a cada acto
jurídico de una forma precisamente definida. Rituales específicos
debían ser seguidos, formulas recitadas sin error. Esto llevaba a
una atención escrupulosa del detalle, y quienes no atendía podían
encontrarse con sorpresas, como quien había hecho el voto de
sacrificar ‘la primera cosa animada que naciera en mi casa esta
primavera’: no sólo animales, sino sus propios hijos estaban
cubiertos por este voto. En la época post-clásica, por el contrario, el
antiguo formalismo había desaparecido, y había una tendencia
generalizada a juzgar los comportamientos humanos desde un
punto de vista moral, específicamente cristiano. El contenido y el
carácter de cada contrato era determinado por la intención de las
partes contratantes, y eso era denominado animus.
Es importante apreciar las razones institucionales que facilitaron
este giro. El derecho romano clásico habitualmente no se preocupa
de cuestiones procesales: la prueba y su evaluación es entregada a
un juez (no letrado), que decidía la cuestión no sobre la base de
reglas fijas sino de su autoridad personal. Pero en la época post-
clásica la administración del derecho y la aplicación de justicia se
habían burocratizado, lo que implicaba la necesidad de atar al juez
a reglas de evidencia específicas y enfatizaba en general el
problema de la prueba. Justiniano instruyó a los jueces a tomar en
consideración la intención real de las partes, pero también que esa
intención debía ser probada en juicio. En los hechos, la única
prueba de esa intención era normalmente la declaración de las
partes.
Cuál fue el camino recorrido por la jurisprudencia clásica entre
verba y voluntas es más complejo. En general las referencias a
problemas de interpretación de contratos y testamentos en el
Digesto (e.g. D. 18, 1.80.2; D. 18, 1.40.1; D. 18, 1.78.pr; D. 45,
1.41) contienes soluciones específicas para los casos en las que se
enfatiza la consideración de las circunstancias concretas del mismo.
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Desarrollo posterior
La actitud post-clásica, de enfatizar la importancia de voluntas
frente verba, fue recibida junto con el Corpus Iuris Civilis. La
afirmación de Papiniano, se ha admitido que en los contratos debe
estarse más a la voluntad de los contratantes que a las palabras
(Pap. D. 50, 16.219) fue citada una y otra vez, y la idea de que la
interpretación de los contratos tenía por objeto la determinación de
la voluntad subjetiva de las partes contratantes fue universalmente
aceptada y alcanzó, como puede imaginarse, su esplendor en el
siglo XIX, el siglo del liberalismo.
Sin embargo, no es suficiente declarar que la finalidad de la
interpretación del contrato es encontrar la verdadera voluntad de las
partes. En muchos casos no habría modo de llegar a conocer dicha
voluntad, y para eso la jurisprudencia medieval recolectó,
fundamentalmente del Digesto, una serie de reglas sobre el sentido
que debía darse a las declaraciones de las partes cuando el sólo
recurso a la voluntad de éstas fuera insuficiente (de hecho,
usualmente las partes estarán discutiendo el problema porque la
sola voluntad de éstas no fue suficientemente clara). Muchas de
estas reglas llegaron en definitiva a encontrar un lugar en el Código
Civil chileno, como veremos.
El fundador del la Escuela del derecho natural, sin embargo, Hugo
Grotio, al enfatizar el hecho de que para que la voluntad obligue
ésta debe materializarse en el mundo levantó al signum voluntatis
junto a la voluntas al nivel de elemento esencial de los contratos, y
preparó el camino así para una nueva manera de entender el
problema de la interpretación de los contratos, modo que se hizo
rápidamente dominante en la dogmática alemana y así llegó al
BGB: la idea de que las cláusulas del contrato deben ser
entendidas no necesariamente buscando lo que las partes quisieron
decir, sino lo que una persona razonable entendería que las
declaraciones contenidas en el contrato significan. Una declaración
de voluntad no existe en el vacío, sino en un complejo entramado
social en el cual otras personas desarrollan expectativas y
descansan en lo que otros dicen para planificar sus propios
negocios.
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De este modo se configuraron dos maneras de tratar el problema
de la interpretación de los contratos: por una parte, el método
llamado ‘subjetivo’, cuya guía es la búsqueda de la real intención de
las partes al contratar, que se remonta, a través del liberalismo
decimonónico y su énfasis en la autonomía de la voluntad y la
escolástica y la jurisprudencia medieval, hasta la jurisprudencia
romana post-clásica, y el método llamado ‘objetivo’, que en
definitiva encuentra sus raíces modernas en la Escuela del Derecho
Natural de Hugo Grotio y Samuel Pufendorf. El Code Civil, y por
consiguiente el Código Civil chileno, siguen a la primera. El BGB y
otras legislaciones siguen la segunda.
Las reglas de interpretación de los contratos en el Código Civil
chileno
Casos llamados de ‘interpretación legal’
López distingue dos cuestiones de importancia en esta materia: en
primer lugar, casos de interpretación legal. Estos casos son de tres
tipos (aunque veremos que no es particularmente adecuado
entenderlas como reglas de interpretación, aun legal, de la voluntad
de las partes): (a) hay reglas que interpretan la voluntad de las
partes en el sentido de que señalan el efecto o el sentido que se le
debe asignar a una declaración hecha o a una conducta de una
persona. Así, por ejemplo, la cláusula de no transferirse el dominio
sino en virtud de la paga del precio no producirá otro efecto que el
de la demanda alternativa enunciada en el artículo precedente [i.e.
cumplimiento forzado o resolución, con indemnización de perjuicios]
(art. 1874 CC).
Casos de interpretación de la conducta de una persona se
encuentran, por ejemplo, en los casos de voluntad presunta
estudiados más arriba (cf. Clase Nº 11).
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(b) En segundo lugar, hay declaraciones que las partes no hacen
debiendo hacer. En la compraventa, por ejemplo, las partes deben
fijar el precio e individualizar la cosa, pero el contrato no tiene
porque indicar de cuál de las partes son los gastos de entrega de la
cosa. En estos casos rigen las disposiciones de la naturaleza del
contrato, que la dogmática tradicional explica como supletorias de la
voluntad de las partes, en el sentido de que esas reglas reflejan lo
que es probable que las partes hayan querido. En el ejemplo, las
reglas a aplicarse son las del artículo 1571 del Código Civil.
(c) Por último, en algunos casos la ley simplemente indica cuál es la
voluntad de una persona, sin que haya declaración o hecho alguno
de su parte. La doctrina tradicional interpreta, por ejemplo, las
reglas sobre sucesión intestada de este modo.
Estos casos llamado por López de ‘interpretación’ legal, sin
embargo, no son casos de interpretación. La única razón por la cual
se debe hablar de casos de ‘interpretación’ de la voluntad de las
partes es el prejuicio ideológico decimonónico de que sólo por su
voluntad las personas pueden verse obligadas. Una vez desechado
ese prejuicio ideológico resulta mas razonable entender esas
disposiciones simplemente como reglas legales que rigen con
perfecta independencia de la voluntad de las partes. En el caso del
artículo 1874 lo que hay es una limitación legal a la potestad
negocial, y en los otros reglas legales de disposición.
Reglas de interpretación
Además de los casos de interpretación legal de la voluntad, López
distingue los casos de reglas de interpretación propiamente tales,
es decir, reglas que indican cómo se interpreta una declaración
contractual. Se encuentran en los artículos 1560ss del Código Civil.
La regla básica del sistema de interpretación de contratos está
contenida en el artículo 1560 del Código Civil:
Conocida claramente la intención de los contratantes, se estará
más a ella que a lo literal de las palabras (art. 1560 CC).
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Esta regla repite la regla de Papiniano ya citada (D. 50, 16.219). El
artículo 1069 del Código Civil hace extensiva esta regla para la
interpretación de las disposiciones testamentarias.
El Código contiene además las siguientes reglas:
(a) ‘Por general que sean los términos de un contrato, sólo se
aplicarán a la materia sobre que se ha contratado’ (art. 1561 CC).
Esta regla se encuentra en el Digesto, en el título de las
transacciones: ‘es injusto que las acciones perezcan por un pacto,
si éste se refiere a asuntos que no habían sido considerados’ (Ulp.
D. 2,15.9.3);
(b) ‘El sentido en que una cláusula puede producir algún efecto,
deberá preferirse a aquel en que no sea capaz de producir efecto
alguno’ (art. 1562 CC),. La fuente clásica de esta regla están en
Ulp. D. 45, 1.80: ‘Cuando las palabras de una estipulación son
ambiguas, es lo más práctico interpretarlas con el objeto de
procurar el resultado del negocio querido por las partes’;
(c) ‘En aquellos caos en que no apareciere voluntad contraria
deberá estarse a la interpretación que mejor cuadre con la
naturaleza del acto (art. 1563 CC inc. 1). La regla romana dice:
‘Cuando una misma frase tiene dos significados, debe aceptarse
ante todo el que es más apto para producir el efecto propio del acto’
(Jul. D. 50, 17.67);
(d) ‘Las cláusulas de uso común se presumen aunque no se
expresen’. Cf. Ulp. D. 21, 1.31.20: ‘aquellas cosas que son de uso y
costumbre deben estar comprendidas en las acciones de buena fe’;
cf. también Ulp. D. 50, 17.34: ‘En las estipulaciones y demás
contratos [...] será consecuente seguir lo que es más frecuente en
la región donde se hizo el negocio’. Nótese que esta regla es una
regla distinta, y por consiguiente se refiere a otras cosas, que la
regla anterior: las ‘cláusulas que se presumen’ no son (o no son
sólo, porque desde luego estas se presumen, pero por instrucción
del art.1444) las cosas de la naturaleza del contrato, como
erradamente sostiene Vodanovic (§ 387); son las cláusulas
comunes, como por ejemplo la periodicidad de un canon de
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arrendamiento (de hecho Vodanovic ofrece éste como ejemplo de la
regla del art. 1563 inc. 1, también equivocadamente);
(e) ‘Las cláusulas de un contrato se interpretarán unas por otras
dándose a cada una el sentido que mejor convenga al contrato en
su totalidad. (Art. 1564 inc. 1º CC). Esta regla tiene su origen
clásico en Cel. D. 1, 3.24: ‘es inelegante juzgar o responder
atendiendo a una expresión de la ley sin haber considerado
atentamente la ley entera’.;
(f) Podrán también interpretarse por las de otro contrato entre las
mismas partes sobre la misma materia. O por la aplicación práctica
que hayan hecho de ellas ambas partes, o una de las partes con
aprobación de la otra (art. 1564 inc. 2º y 3 CC);
(g) ‘Cuando en un contrato se haya expresado un caso para
explicar la obligación, no se entenderá por sólo eso haberse
querido restringir la convención a ese caso, excluyendo los otros a
que naturalmente se extienda’ (art. 1565 CC);
(h) No pudiendo aplicarse ninguna de las reglas precedentes de
interpretación, se interpretarán las cláusulas ambiguas a favor del
deudor. Pero las cláusulas ambiguas que hayan sido extendidas o
dictadas por una de las partes, sea acreedora o deudora, se
interpretarán contra ella, siempre que la ambigüedad provenga de
la falta de una explicación que haya debido darse por ella’ (art. 1566
CC). Cf. Cel. D. 34, 5.26: ‘Cuando se duda en una estipulación que
es lo que realmente se quiso hacer, la duda debe resolverse contra
el estipulante’.
Clase N° 25. Clasificaciones de los contratos
Contenido:
Clasificaciones de los contratos contenidas en el Código Civil;
Clasificaciones no contenidas en el Código Civil;
Nuevas formas contractuales.
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Lecturas Necesarias: Vodanovic, Fuentes de las Obligaciones, pp.
39-64; López, Los Contratos, pp. 123-161.
Los contratos pueden ser clasificados de diversos modos, según
criterios también diversos. Una clasificación divide los hechos o
sucesos del mundo según si éstos satisfacen o no ciertos criterios.
Según si esto es o no el caso, el derecho imputa consecuencias
diversas a esos hechos o sucesos. Es la consideración de estas
consecuencias lo que hace a las clasificaciones relevantes. Aunque
incluso el Código Civil a veces clasifica cosas por el mero afán de
hacerlo (como la clasificación entre bienes muebles semovientes e
inanimados contenida en el artículo 567 inc. 1º CC, de ninguna
importancia) siempre debe tenerse presente la importancia de una
clasificación en términos la las diferentes consecuencias legales
imputadas a uno y otro término de la misma.
El Código Civil mismo clasifica los contratos según algunos
criterios, pero eso no quiere decir que no haya otras clasificaciones
importantes. En esta clase se estudiarán tanto las clasificaciones
legales como las clasificaciones dogmáticas de los contratos.
Clasificaciones de los contratos contenidas en el Código Civil
Contratos bilaterales y unilaterales
El contrato es unilateral cuando una de las partes se obliga para
con otra que no contrae obligación alguna; y bilateral, cuando las
partes contratantes se obligan recíprocamente (art. 1439 CC).
La clasificación de los contratos como bilaterales o unilaterales no
debe confundirse con la clasificación de los actos jurídicos entre
bilaterales y unilaterales. Ésta mira al número de voluntades que
deben concurrir para la celebración de un acto jurídico. Cuando el
acto es la manifestación de la voluntad de una persona, como en el
caso del testamento, él es unilateral. Cuando es la manifestación de
al menos dos personas, él es bilateral.
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En el caso de los contratos, estamos desde luego tratando con
actos jurídicos bilaterales. Pero éstos también pueden ser
clasificados en bilaterales y unilaterales, atendiendo esta vez no al
número de voluntades requerido para su perfeccionamiento, sino al
número de partes que resulta obligada por el contrato. Cuando sólo
una de las partes resulta obligada el contrato es unilateral, mientras
que si ambas partes resultan obligadas recíprocamente el contrato
es bilateral.
Contratos bilaterales son, por ejemplo, la compraventa (en que el
comprador se obliga a pagar el precio y el vendedor a entregar la
cosa), el arrendamiento (en que el arrendador se obliga a facilitar el
uso y goce de la cosa mientras el arrendatario se obliga a pagar
una renta). Contratos unilaterales son los contratos reales, que
serán estudiados más adelante, la fianza, etc.
Entre los contratos bilaterales y los unilaterales se encuentran los
llamados bilaterales (o sinalagmáticos) imperfectos. Éstos son
contratos que nacen como unilaterales, pero en los cuales la parte
que originalmente no era obligada por el contrato adquiere
posteriormente una obligación. Así, por ejemplo, en el comodato
(que es un contrato unilateral por el cual una parte entrega a otra
una especie para que haga uso de ella y la restituya
posteriormente, conforme al art. 2174 CC) sólo el comodatario, por
regla general, es obligado, y su obligación consiste en restituir la
cosa. Pero si el comodatario, debe hacer expensas para la
conservación de la cosa (otras que las ordinarias de conservación),
que hayan sido de tal urgencia y necesidad que consultar al
comodante ha sido imposible, o si el uso de la cosa ha irrogado al
comodatario perjuicios por su mala calidad (en las condiciones
detalladas por el artículo 2192), el comodante debe indemnizar al
comodatario. En este caso el comodante, que normalmente no
contrae obligación alguna por el contrato de comodato, adquiere
posteriormente una obligación de dar.
Las consecuencias más importantes de esta clasificación son:
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(i) Sólo en los contratos bilaterales opera la excepción de contrato
no cumplido, contenida en el artículo 1552 del Código Civil:
En los contratos bilaterales ninguno de los contratantes está en
mora dejando de cumplir lo pactado, mientras el otro no lo cumple
por su parte, o no se allana a cumplirlo en la forma y tiempo
debidos (art. 1552 CC).
En los contratos sinalagmáticos imperfectos la parte originalmente
obligada puede dejar de cumplir su obligación mientras la otra no
cumpla la suya sobreviniente. Así, en el comodato, el comodatario a
quien se debe una indemnización en los casos ya discutidos de los
artículos 2191 y 2192 tiene lo que se denomina un derecho legal de
retención:
El comodatario podrá retener la cosa prestada mientras no se
efectúa la indemnización de que se trata en los dos artículos
precedentes; salvo que el comodante caucione el pago de la
cantidad en que se le condenare (art. 2193 CC).
(ii) Sólo en los contratos bilaterales la resolución por inejecución es
de la naturaleza de los mismos:
En los contratos bilaterales va envuelta la condición resolutoria de
no cumplirse por uno de los contratantes lo pactado.
Pero en tal caso podrá el otro contratante pedir a su arbitrio o la
resolución o el cumplimiento del contrato, con indemnización de
perjuicios (1489).
Contratos gratuitos y onerosos
El contrato es gratuito o de beneficencia cuando sólo tiene por
objeto la utilidad de una de las partes, sufriendo la otra el
gravamen; y oneroso, cuando tiene por objeto la utilidad de ambos
contratantes, gravándose cada uno a beneficio del otro (art. 1439).
El criterio que permite distinguir a los contratos gratuitos de los
onerosos es un criterio económico. Si el contrato reporta beneficios
para ambas partes, y ambas se gravan una en beneficio de la otra,
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él es oneroso; si sólo una obtiene el beneficio, y surge la otra el
gravámen, el contrasto es gratuito.
No debe confundirse la clasificación de los contratos entre
bilaterales y unilaterales con la de éstos en gratuitos y onerosos. La
primera distinción mira a un criterio jurídico, qué partes resultan
jurídicamente obligadas; la segunda mira a un criterio económico,
qué parte es beneficiada y cual perjudicada por el contrato.
Esta clasificación es significativa por las consecuencias que tiene:
(i) El grado de culpa del cual responde el deudor varía según la
gratuidad u onerosidad del contrato; la ley es más exigente con el
deudor cuando éste obtiene un beneficio:
El deudor no es responsable sino de la culpa lata en los contratos
que por su naturaleza sólo son útiles al acreedor; es responsable de
la leve en los contratos que se hacen para beneficio recíproco de
las partes; y de la levísima, en los contratos en que el deudor es el
único que reporta beneficio (art. 1547 inc. 1º).
(ii) La obligación de garantía, en virtud de la cual quien entrega una
cosa en cumplimiento de un contrato responde (dentro de ciertos
rangos y sujeto a ciertas reglas que estudiaremos en su momento)
de los defectos de la cosa, es propia de los contratos onerosos. El
Código la regula a propósito de lña sociedad (art. 2085), el
arrendamiento (arts. 1928ss) y la compraventa (arts. 1838ss).
(iii) Por regla general los contratos gratuitos son intuito personae,
por lo que el error en la persona los vicia. Esto es, sin embargo,
sólo una generalización, no una regla de derecho, y deberá
examinarse en el caso. Los contratos onerosos no lo son, por regla
general, y en ello sel error en la persona (art. 1455 CC) no vicia el
consentimiento.
(iv) En general, la posición de una persona que adquiere algo en
virtud de un contrato gratuito merece para el derecho menos
consideración que la de quien recibe algo a título oneroso. Las
formas especificas en que esta diferencia de consideración se
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expresa serán estudiadas en su momento, pero por ahora puede
mencionarse, por ejemplo, (a) el caso del término del contrato de
arrendamiento por terminación del derecho del arrendador (si el
arrendador transfiere la cosa arrendada, el nuevo dueño debe
respetar el arrendamiento, si ha recibido la cosa a título gratuito; si
la ha recibido a título oneroso, no está siempre obligado a
respetarlo, sino sólo en los casos del art. 1962 CC); (b) el de la
acción pauliana o revocatoria, que es una acción que detentan los
acreedores para anular los actos fraudulentos celebrados entre
terceros y el deudor insolvente. Los requisitos de admisibilidad de
esta acción son más exigentes si el acto entre el deudor y el tercero
es oneroso que si es éste gratuito (es decir, es más difícil que la
acción prospere si se trata de anular un contrato oneroso que uno
gratuito): el acto gratuito es anulable si hay (i) mala fe del deudor; y
(b) perjuicio de los acreedores, mientras para que prospere la
acción contra un contrato oneroso se requiere probar , además, la
mala fe del tercero (art. 2464 CC); (c) En el pago de lo no debido, si
la cosa dada erróneamente por A a B ha pasado a manos de C, A
puede recuperarla sólo si C la ha adquirido a título gratuito (art.
2303 CC).
Contratos conmutativos y aleatorios
El contrato oneroso es conmutativo, cuando cada una de las partes
se obliga a dar o hacer una cosa que se mira como equivalente a lo
que la otra parte debe dar o hacer a su vez; y si el equivalente
consiste en una contingencia incierta de ganancia o pérdida, se
llama aleatorio (art. 1441 CC).
La formulación de esta clasificación puede ser criticada sobre la
base de que el artículo 1441 parece confundir los contratos
onerosos con los bilaterales. Los contratos unilaterales pueden ser
onerosos (como el préstamo de dinero), pero el artículo 1441
parece suponer que todos los contratos onerosos son bilaterales
(en cuanto establece que en los contratos onerosos siempre ambas
partes resultan obligadas).
Es más fácil diferenciar un contrato aleatorio de uno conmutativo
que formular un criterio que permita distinguirlos. El problema es
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que siempre el valor de una cosa X para una persona es el valor
que ésta le asigna multiplicado por la posibilidad de obtenerlo. Por
consiguiente, en un contrato de compraventa, si el comprador tiene
seguridad de que recibirá la cosa, entonces el valor de ésta será el
valor de la cosa multiplicado por 1. En consecuencia, si el
comprador cree que la posibilidad de obtener la cosa es de 50%, el
precio que estará dispuesto a pagar será el total del valor que le
asigna multiplicado por o.5, es decir, la mitad de ese valor. Lo
mismo ocurre en todos los contratos (es desde luego absurdo
sostener, como sostiene Lopez, p. 15, que en los contratos
aleatorios "es imposible preveer, con alguna rigurosidad intelectual,
los resultados prácticos en que él se traducirá". La mayoría de las
operaciones comerciales incorporan esta consideración por la vía
de la asignación de probabilidades).
En todo caso, casos tradicionalmente considerados como de
contratos conmutativos son, por ejemplo, la compraventa (salvo en
el caso a ser mencionado), por cuanto una de las partes de obliga a
entregar la cosa y la otra a pagar su precio en dinero. Contratos
típicamente aleatorios son el juego a lo apuesta y la renta vitalicia,
entre otros.
La compraventa puede, en algunos casos, ser aleatoria: se trata del
caso ya visto (Clase Nº 15) de la compraventa de cosa que no
existe, pero se espera que exista: art. 1813 CC. Conforme al art.
1461, en general puede contratarse sobre cosas que no existan,
perio se espera que existan. La solución dada por el art. 1813 (i.e.
que el contrato es o condicional o aleatorio, según el caso concreto)
parece ser extendible en consecuencia a todos los contratos
(entonces, todos los contratos que crean obligaciones de dar
podrían ser aleatorios en la medida en que su objeto no son cosas
que existan, sino se espera que existan).
La importancia de esta clasificación se relaciona con dos
problemas: El primero es la rescisión del acto por lesión enorme
(estudiado en la Clase Nº 12), y el segundo es la revisión judicial o
resolución por excesiva onerosidad sobreviniente (estudiado en la
Clase Nº 21), que, se dice, sólo proceden en los contratos
conmutativos.
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Contratos principales y accesorios
El contrato es principal cuando subsiste por sí mismo sin necesidad
de otra convención, y accesorio, cuando tiene por objeto asegurar
el cumplimiento de una obligación principal, de manera que no
pueda subsistir sin ella (art. 1442 CC).
Los contratos accesorios, en consecuencia, tienen por objeto
garantizar una obligación que existe con independencia de ellos.
Nótese que lo que garantizan es cualquier obligación, no
necesariamente contractual. Una obligación fundada en un hecho
ilícito del deudor puede ser caucionada con una contrato accesorio
(por ejemplo, en una negociación tendiente a evitar un juicio,
aunque en este caso uno podría decir que lo que la caución
garantiza es la obligación que surge del contrato de transacción).
Nótese que lo que el contrato accesorio no puede hacer es subsistir
sin el principal: pero si puede ser celebrado antes que éste, como
en el caso de los artículos 2339 y 2413 del Código Civil (relativos a
la hipoteca y la fianza, respectivamente). En estos casos se trata de
una cláusula de garantía (más o menos) general, a través de la cual
dos personas celebran un contrato dentro de lo que es o se supone
que será una relación comercial que se extiende en el tiempo con el
objeto de caucionar las obligaciones que dentro de esa relación
comercial (compuesta normalmente por más de un contrato) sean
creadas.
La importancia de esta clasificación es la consecuencia señalada
por el artículo 1442 del Código Civil in fine: el contrato accesorio no
puede subsistir si el contrato principal por alguna razón termina. Así,
"la nulidad de la obligación principal acarrea la de la cláusula penal"
(art. 1536 CC), "la extinción de la obligación en todo o en parte"
extingue total o parcialmente la fianza que la garantizaba (art. 2381
Nº 3 CC), etc.
Contratos consensuales, solemnes y reales
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El contrato es real cuando, para que sea perfecto, es necesaria la
tradición de la cosa a que se refiere; es solemne cuando está sujeto
a la observancia de ciertas formalidades especiales, de manera que
sin ellas no produce ningún efecto civil; y es consensual cuando se
perfecciona por el solo consentimiento (art. 1443 CC).
La clasificación se hace atendiendo al momento en que el contrato
es perfeccionado. La regla general es que los contratos son
consensuales, es decir, se perfeccionan por el mero consentimiento
entre las partes (aunque recuérdese lo discutido en la Clase Nº 19).
En algunos casos (discutidos en la Clase Nº 17) la ley exige,
adicionalmente al consentimiento de las partes, el otorgamiento de
alguna formalidad, y en esos casos el contrato no es perfecto hasta
que las partes cumplen con esa formalidad. Éstos son contratos
solemnes (en estos casos, la formalidad que hace al contrato
solemne es la formalidad ad somenitatem. Las otras formalidades
no se exigen para el perfeccionamiento del contrato, sino para otros
efectos. En consecuencia, los contratos en los cuales la le exige
una formalidad que no es ad solemnitatem, como las formalidades
habilitantes, o las de prueba, o las medidas de publicidad, no son
por eso solemnes. En otros casos, la ley no reconoce al contrato
como perfecto sino hasta que la cosa objeto del mismo ha sido
entregada por una de las partes (el Código se refiere a la tradición
de la cosa, pero en la mayoría de los casos lo relevante es la
entrega, pues el contrato en cuestión no constituye título traslaticio
de dominio).
Clasificaciones no contenidas en el Código Civil
Contratos nominados e innominados
Los contratos nominados (también llamados típicos) son los que
han sido reglamentados por la ley, sea en el Código Civil o en otros
códigos o leyes especiales. La división entre contratos nominados e
innominados era de crucial importancia en la medida en que el
derecho de contratos estaba basado en la regla ex nudo pacto non
oritur actio, pero una vez que la regla contraria, pacta sunt
servanda, fue generalmente aceptada la distinción pierde
relevancia.
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En cuanto a su obligatoriedad no hay diferencia entre contratos
nominados e innominados. El problema principal se presenta con
las cosas de la naturaleza del contrato, que por definición los
contratos innominados no tienen. Una solución a este problema es
el de forzar el contrato innominado en uno nominado, al menos en
el nominado más parecido.
Contratos de ejecución instantánea y tracto sucesivo
Contratos de ejecución instantánea son los contratos cuyas
obligaciones son exigibles al momento de perfeccionarse el contrato
(e.g. la compraventa, por regla general); contratos de ejecución
diferida son aquéllos en los cuales al menos una de las
obligaciones es a plazo (e.g. la compraventa a plazo); Contratos de
tracto sucesivo, por último, son aquéllos cuyas obligaciones se
deben de modo escalonado en el tiempo. En este caso la relación
contractual se extiende, a veces indefinidamente, en el futuro.
Contratos de tracto sucesivo son, por ejemplo, el arrendamiento, el
contrato de trabajo, el contrato de abastecimiento y suministro.
La diferencia realmente importante es entre los contratos de
ejecución instantánea y de ejecución diferida, por un lado, y los de
tracto sucesivo, por la otra. Lo característico de los segundos es
que, si bien las obligaciones surgen del contrato, el beneficio que
ellas reportan se concreta periódicamente, y el valor de ese
beneficio es solucionado al momento de ser recibido. Así, por
ejemplo, en el contrato de arrendamiento de cosas, el arrendatario
paga a fin de cada período el canon o renta que representa el valor
del uso y goce de la cosa por el período respectivo. Esto implica
que los contratos de tracto sucesivo tienen características
peculiares que los hace diferente de los contratos de ejecución
instantánea y los de ejecución diferida:
(i) En primer lugar, hemos visto (Clase Nº 18) que pronunciada la
nulidad las partes se deben las prestaciones recíprocas, con el
objeto de quedar cada una de ellas en la misma situación que se
encontraban antes de contratar (los arts. 1687 y 1689 CC se
refieren a este problema en el caso de la nulidad; los arts. 1490 y
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1491 CC se refieren al problema una vez declarada la resolución).
En los contratos de tracto sucesivo, sin embargo, por regla general
los efectos de la nulidad o resolución (que en estos contratos se
llama terminación) sólo operan para el futuro.
(ii) En cuanto a la distribución de los riegos, la regla general es que,
desaparecida la cosa por caso fortuito, subsiste la obligación
correlativa (e.g. si se destruye la cosa objeto de la compraventa por
caso fortuito, el precio es todavía debido, salvo en casos
especiales); en los contratos de tracto sucesivo, por el contrario, la
obligación correlativa desaparece (así, el art. 1950 Nº1 CC dispone
que el contrato de arrendamiento expira ‘por la destrucción total de
la cosa arrendada’).
(iii) Por regla general, los contratos son una ley para las partes, y
sólo pueden ser invalidado por mutuo consentimiento o causas
legales (art. 1545 CC). La terminación por mutuo consentimiento se
llama resciliación. En el caso de los contratos de tracto sucesivo,
además de la resciliación o terminación de mutuo acuerdo, el
contrato puede terminar por desahucio, es decir, por la voluntad
unilateral de una de las partes. Esta regla es extraña en el Código
Civil, y se explica por la naturaleza especial de los contratos de
tracto sucesivo; como una manera de fomentar la competencia en
una economía de mercado, la ley mira a los contratos de duración
indefinida con desconfianza y facilita a cada una de las partes en un
contrato así salirse del mismo unilateralmente (en el caso del
arrendamiento, cf. art. 1951 CC).
Nuevas formas contractuales
El siglo XX vio nacer una serie de nuevas figuras contractuales
propias de un mercado masificado y del consumo masivo. Los
nuevos fenómenos que dieron origen a estas nuevas formas
contractuales son fundamentalmente tres: (a) el surgimiento de
empresas con un extraordinario poder de mercado, tal que pueden
dictar las condiciones del contrato a sus contrapartes (el contrato es
así denominado contrato de adhesión, por cuanto la contraparte no
tiene la posibilidad de negociar los términos del contrato, sino que
debe simplemente decir si o no). La reacción política a esta
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situación de notoria desigualdad entre una parte y la otra ha sido la

de establecer condiciones generales de contratación por vía legal o
reglamentaria. En este caso una repartición pública (la
superintendencia de valores y seguros, o la superintendencia de
ISAPRES, por ejemplo) fija condiciones generales que deben ser
cumplidas por todas las empresas que desean participar de una
actividad económica; (b) la declinación del liberalismo y la
politización de la economía, al negarse el dogma liberal de que el
Estado debe limitarse a una función de guardián respecto a los
actos de los individuos en el mercado. Así el Estado ha dirigido
contratos, por la vía de restringir seriamente la libertad de
contratación en cuanto a los fines a ser perseguidos por un contrato
y su contenido, y ha utilizado contratos forzosos, es decir, contratos
en los cuales una o ninguna de las partes no es libre para negarse
a contratar, o para cambiar los términos del contrato; y (c) la
participación directa del Estado en la economía, con lo cual las
reglas jurídicas dejan de ser neutrales entre los contratantes y
pasan a ser un elemento manejado por uno de los contratantes (el
Estado), lo que ha impulsado el desarrollo de formas contractuales
que limiten la capacidad del estado de cambiar las reglas legales o
reglamentarias que se aplican a un contrato (el contrato-Ley).

Un trabajo de búsqueda,
compaginación y ordenado, hecho
por Víctor Madariaga Mendoza,
estudiante de Derecho en la
Universidad de Talca

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