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La muerte de José Asunción Silva (1930) 1

Alcides Arguedas
Remedios Mataix (ed. lit.)

Hasta ayer reposaba José Asunción Silva, «el más grande de los poetas
colombianos», dice El Tiempo, en el cementerio maldito de los suicidas. Y ayer,
silenciosa y discretamente, fueron trasladadas sus cenizas al panteón de la familia, en el
cementerio general de los católicos. Un repórter de la agencia de información Sin describe
el acto de la apertura del ataúd y cuenta que encontraron el esqueleto «admirablemente
bien conservado», pero las ropas habían desaparecido, devoradas por los gusanos. «Sólo
el calzado aparecía en admirable estado de conservación. La piel estaba apergaminada.
Como detalle curioso puede citarse el del orificio de la bala encima del corazón, que
causó la muerte del poeta y que podía verse con toda nitidez». «Allí (al
cementerio), agrega el repórter, fueron llevados también, el mismo día, los restos de la
señorita Elvira Silva, la musa del gran poeta, quedando los unos al lado de los otros».
Muy grande es el miedo a los suicidas en este país; y las gentes sencillas buscan por
lo común las causas de una muerte voluntaria en razones que a veces tienen muy poco
que ver con las creencias religiosas. La marca cristiana perdura aquí firme y sólida: el
suicida es un réprobo de Dios y su alma anda errante y en pena, y nunca puede hallar
paz...
Esta idea domina y no hay poder humano que la destruya de pronto. Por eso, sin
duda, la familia no ha querido hacer pública la noticia de la exhumación de los restos del
poeta, para el que los periódicos vienen pidiendo desde hace tiempo la consagración del
mármol y del bronce.
Curiosa vida la de este poeta.
Su padre era comerciante, dado a lecturas, y llenaba sus ocios escribiendo artículos
de costumbres que, naturalmente, se vendían menos que los artículos de moda de su
tienda, preferida entre todas las de su género por las gentes ricas y de tono, pues se
vendían cosas finas, de calidad y buenas marcas.
Al morir su padre, hácese cargo José Asunción del negocio, y la tarea debió de
resultar un poco ardua para él. «Me quedan deberes graves que llenar y me he puesto a la
obra con todas mis fuerzas», escribía a un amigo íntimo el finado al responder su carta
de condolencia.
Un afamado sudamericano, nervioso, impresionable y de pluma ágil, suelta y
combativa, Rufino Blanco Fombona, escribió que José Asunción estuvo enamorado de
su hermana Elvira con amor de pecado, y muchos creen que se mató el poeta por la
desesperación que le produjo la muerte de Elvira. Murió la moza el 6 de enero de 1892 y
los detalles de su muerte los tuve un día de labios del doctor Abadía Méndez, el primer
magistrado de esta República letrada, en el Palacio de la Carrera. Era el mes de diciembre
de 1891 y Bogotá ardía de ansiedad, porque en su cielo había aparecido un cometa
intensamente luminoso de cauda larga y bella. Se presentaba en todo su esplendor pasada
medía noche y la gente había de levantarse del lecho para contemplar el magnífico
espectáculo celeste, en el que muchos creían ver el augurio de sucesos memorables.
Elvira pernoctó una noche y cogió frío, pues era algo frágil. Se le declaró la pulmonía y
hubo da guardar cama. Era una mujer supremamente bella y estaba enamorada de un
primo suyo, varón arrogante, rico y de alta posición social.
Inútiles resultaron la asistencia de los médicos y los afanes de la familia. Cuando su
madre vio que todo estaba perdido para la pobre doncella, quiso darle la última
satisfacción y le preguntó con este estilo bogotano tan lleno de modismos curiosos y
originales: -¿Qué quieres? ¿Te provoca ver a Julio? La enferma dijo que sí y el rostro de
su galán fue, acaso, la última bella y consoladora visión que tuvo.
Murió Elvira el 6 de enero de 1892, a los 22 años de edad, y la gente supersticiosa y
agorera dijo que el cometa se la había llevado, celoso de su belleza...
«A la cámara mortuoria llegóse Silva -cuenta Liévano, recogiendo la noticia de un
confidente del poeta- en la compañía de un amigo íntimo. Y allí, a cubierto de profanas
miradas, ungió el cadáver con ricos perfumes y lo cubrió de ofrendas florales, gemelas
de las manos y de las sienes de la muerta» (El Espectador, 18 de julio de 1929). «Silva
cayó, después de esa muerte, en la más negra melancolía; escribió algunos poemas
apasionados e imprudentes... Poco después se suicidó», escribe Fombona dando corta
extensión de tiempo a su frase «poco después», siendo que trascurrieron cuatro años
largos entre la muerte de Elvira y el suicidio del poeta, tiempo suficiente para la
cicatrización de toda herida...
Daniel Arias Argáez, uno de los íntimos del poeta, confesó hace poco a otro buen
poeta, Roberto Liévano, que «en el amor de José Asunción para su hermana había un
poco, y quizás un mucho, de delectación estética, de admiración de poeta y de artista».Y
agrega este detalle significativo: «Cuando ella iba al teatro, a un palco, él solía pasarse a
la platea, para arrobarse en su hermosura, contemplándola desde lejos, como se
contempla una estrella» (El Espectador, 15 de agosto de 1929).
Sin duda la muerte de esta bella mujer fue una catástrofe para Silva. Galante,
enamorado, soñador y mujeriego, se tornó de pronto, y por breve tiempo, huraño e
insociable.
No vino sola esta desgracia. También perdió una gran parte de su fortuna en malos
negocios, y hubo de preocuparse de buscar otros medios de vida.
Ingresó a la carrera diplomática y fue enviado a Caracas como Secretario de la
Legación de su país, y un año después de haber muerto Elvira. Sus relaciones con el jefe
no debieron ser muy cordiales en un comienzo, aunque después se compusieron un
poco: «Mi jefe -escribía- es dogmático, formalete, que no ha hecho amistades, a quien no
le gusta Venezuela». En Caracas y por esta época lo conoció el exquisito Pedro Emilio
Coll, y nos lo presenta elegante, atildado y rigurosamente vestido de negro, con flores en
el ojal de la solapa.
Volvió a ser hombre mundano, ahora acaso por exigencias de su cargo, y a llevar
vida noctámbula, de placeres y correrías galantes con sus amigos. Se mostraba gustador
de buenos vinos y de complicados manjares, y los excesos de su vida regalona y no bien
ordenada provocaron en su organismo los amagos de un precoz artritismo.
Ni los deberes de la carrera ni los placeres le impedían pensar en los negocios, y su
obsesionante preocupación era hallar la manera de hacer fortuna lo más rápidamente
posible, acaso para poderse librar de la esclavitud del puesto. De esta época hay algunas
cartas de Silva. Se publicaron por primera vez en la Universidad, la extinta e
interesante Revista Bogotana, en junio del pasado año, y ellas explican en parte el drama
de su vida, algo distinto de lo imaginado por Fombona.
En efecto, el 2 de noviembre de 1894 escribe a su amigo Luis Durán Umaña dándole
instrucciones para vender un piano en 800 pesos y pasar 250 pesos mensuales a «las
viejas». Se queja de la «maldita pobreza», le anuncia que vive apenas con su sueldo y con
la diaria preocupación de reducir sus gastos. Le dice, además, que se vio obligado a salir
del país, porque sus negocios andaban mal, y que no tenía ni la más remota idea de volver
a él. Se iría más bien a Buenos Aires, donde la vida era tres veces menos cara que en
Bogotá. Y, luego, le exponía el plan algo embrollado de un negocio de compra de
monedas en la frontera venezolana y de giros sobre París, en el cual, según él, podía
ganarse sumas fabulosas... Y agrega una frase que muestra su obsesión por los negocios
lucrativos: «Primero dejaré de respirar que de pensar cómo se le hace la cacería
al dollar». En estas preocupaciones de hombre moderno y yanquizado donde se creería
ver atavismos antioqueños, la gran región negociante y emprendedora de Colombia, no
aparece, ni por asomo, el aspecto enfermizo y nostálgico del sentimental, que vive con el
corazón convertido en ánfora de un solo recuerdo, el enamorado ideal y soñador a lo
Efraín, huérfano de una gran pasión y que la pluma insuperable de Jorge Isaacs supo
describir con cariño tan grande, con estilo tan delicado que el mismo José Asunción dijo
que sólo el autor de María sería capaz de pintar un ser tan delicado y tan bello, física y
moralmente, como su hermana Elvira...
Claro que tampoco sería prudente sostener que el recuerdo de Elvira se le había
borrado de la memoria. No. El retrato de la hermana era lo primero que sorprendían los
visitantes en la alcoba de José Asunción. El recuerdo de la Confidente, de la Bien amada,
en el sentido que le da Liévano a la linda frase, vivía siempre en él; pero discreto,
apacible, silencioso. Ese recuerdo, en los primeros momentos de la desgracia, le ha
inspirado sus mejores estrofas; con él ha compuesto el famoso «Nocturno» lleno de
misterio, infinitamente evocador, impregnado del horror por el misterio, «el alma llena
de las infinitas amarguras y agonías de su muerte», y cuya génesis supo tan bien explicar
y describir la pluma sabia, impecable y vigorosa del bueno de Sanín Cano, otro amigo y
confidente de José Asunción.
La vida en Caracas le place y vive a sus anchas, en pleno ruido mundano, cual se
desprende de un párrafo de su carta a Umaña, en 1894: «Tuve la fortuna de que al llegar
me visitaran todos los exigentes más exigentes, los que dan la nota aquí en la vida social.
Sin duda les caí en gracia. Lo cierto es que no ha llegado la primera noche en que no
tenga alguna invitación, y que no he pasado un día sin recibir mil atenciones... Entre la
gente del gobierno tengo buenos, muy buenos amigos. El cuerpo diplomático es para mí
como gente de la casa».
Razones de familia, o quizás el mal estado de sus negocios y asuntos, le obligan a
viajar a Colombia haciendo uso de una licencia. Se embarca en el Amérique, mas
entonces no llega a su destino, porque el barco se hunde cerca de las costas de su patria,
y en el naufragio pierde los manuscritos de la obra que había logrado componer en
Caracas.
Iba como pasajero de ese barco otro escritor, el travieso Gómez Carrillo, y los dos
hombres no pudieron avenirse: había entre ellos diferencias fundamentales de
temperamento, carácter y acaso manera de concebir la vida y el destino humanos.
«Sin pisar la costa bienamada -cuenta Pedro Emilio Coll-, en un velero, retornó Silva
a Caracas. Pero ya sus ojos no parecían contemplar los mismos horizontes luminosos y
hasta en su traje mismo se notaba como un desaire de las apariencias mundanas. Sus
barbas descuidadas y su enflaquecido rostro eran los de un asceta».
A poco vuelve a Bogotá, con licencia, y es en este punto donde se enlazan los
elementos del drama en una trabazón lógica que se descubre en otra frase de la carta del
poeta a su amigo Luis Durán Umaña, predilecto entre todos: «Tú, que a Dios gracias me
conoces como a tus manos». Y, a continuación, y luego de contarle algo de su vida en
Caracas y decirle que vive embargado en labores que le distraen y le evitan el tener que
buscar distracciones y placeres baratos (subrayado con intención por él) que le dan asco,
agrega esta frase que explica todo el drama: «No pudiendo vivir en grandseigneur, vivo
sin placeres, con ocupaciones para cuatro y muy contento, a pesar de la falta de mis viejas,
porque NO ESTOY EN COLOMBIA».
Esta última frase, decisiva, está puesta por José Asunción con caracteres grandes,
firmemente subrayados, como para concentrar en ella toda la atención de su amigo. Y es
ella la que explica el resto y abre ancha puerta para esclarecer definitivamente el misterio
y la penumbra de esa vida, no tan agitada ni romántica como piensan muchos, y ver que
lo que ha empujado a la muerte al poeta es el mal estado de sus negocios y, sobre todo,
la estrechez del ambiente, el cansancio de la vida de ciudad pequeña, donde ningún
hombre es de veras libre.
Todo se combina en orden y se encadena con lógica sucesión después de esta frase
escrita en Caracas el 2 de noviembre de 1894, fecha que es preciso retener. Y la cadena
se eslabona así:
Silva ha nacido en casa rica y de joven viaja por Europa, donde adquiere gustos
refinados, siente el amor por las lecturas y las gimnasias del espíritu, conoce las aventuras
sensuales y sentimentales, todo lo que resalta en su novela autobiográfica De sobremesa,
en forma de Diario, y donde es artificioso, convencional, no obstante su carácter
autobiográfico y acaso por esto mismo.
El padre muere en 1887 y José Asunción se hace cargo de los negocios. Es el tiempo
de la vida brillante y movida de los versos trabajados con paciencia, constancia y cariño.
Mientras tanto los negocios se ponen mal.
El 6 de enero de 1892 muere Elvira y la catástrofe sentimental, completada por la
material, le hace concebir el vehemente anhelo de marcharse y buscar una situación
diplomática, no tanto, acaso, para vivir exclusivamente de ella como para zafarse del
ambiente bogotano, huir de él.
Cae bien en Caracas y de esta vida sabrosa, algo indolente y algo laboriosa, ha de
arrancarse a poco para acudir a Bogotá a poner en orden sus asuntos embrollados y con
la intención de volver cuanto antes a reasumir su cargo en Caracas, pues le escribe el 1
de septiembre de 1893 a su predilecto amigo Pedro Emilio Coll: «Confío volver pronto a
ésa y sentir, con la caricia voluptuosa del clima, las simpatías que me hicieron como una
segunda patria de su querida tierra. Si no estoy en ella desde hace un mes no es por falta
de deseos: ocupaciones y negocios para mí importantes me han detenido. Confío en gozar
pronto de Caracas y de mis buenas y cordiales amistades venezolanas».
Muchas y graves decepciones le esperaban en Bogotá. Por lo pronto, adquirió la
certeza de que ya no le sería posible reasumir su cargo diplomático, porque esos cargos,
en la mayoría de nuestros países, son de circunstancia y sirven para pagar servicios
electorales, complacer a los parientes y amigos, y sólo se dan a los que saben merecerlos
o solicitarlos. No pudiendo, entonces, volver a Caracas, estaba condenado a vivir siempre
en la ciudad gris de la sabana, donde...

la luz vaga... opaco el día,


la llovizna cae y moja
con sus hilos penetrantes la ciudad desierta y fría.
Por el aire tenebroso ignorada mano arroja
un oscuro velo opaco de letal melancolía,
y no hay nadie que, en lo íntimo, no se aquiete y se recoja
al mirar las nieblas grises de la atmósfera sombría...

El clima indudablemente es un enemigo mortal para ciertos temperamentos. José


Asunción no debió sentirse nunca satisfecho con este de Bogotá, porque la lluvia fina y
lenta, la niebla rala, el brillo del empedrado bajo la capa de sutil lodo, todo parece
conjurarse para cerrar en las almas la perspectiva risueña de una esperanza o de un
consuelo. «No se puede imaginar cuánto seis u ocho grados de latitud en menos evitan
miserias al cuerpo y tristezas al alma», decía Taine al comparar las diferencias de
civilización entre Francia e Inglaterra. Esta predisposición a la tristeza y a la misantropía
por influjo del clima se exaspera más todavía cuando se lleva el recuerdo de otros cielos
más claros, de otro ambiente moral más propicio al vuelo de la fantasía y de otras
costumbres más abiertas a los desbordes del entusiasmo artístico, de la pasión o del
sentimiento... Nada de esto encontraba José Asunción en Santa Fe de Bogotá. Porque
Bogotá es una ciudad triste, no tanto como ciudad misma como, repito, por su cielo
cambiante, muy a menudo entoldado, y su aire húmedo y malsano. Triste es en estos
tiempos en que calles, plazas y avenidas están bañadas de noche por la alegre luz de la
electricidad; pero hace 35 años la iluminación de las ciudades interiores se hacía con
bujías. Y esa luz amarillenta mortecina daba a las ciudades vacías y silenciosas un aspecto
desolado y terrible. Faltaban entonces, además, tres elementos, tres fuerzas activas,
mejor, que hoy prestan alguna animación, alguna variedad, algún movimiento a la vida
de nuestras pequeñas ciudades andinas, situadas en las cumbres de mesetas áridas o en el
fondo de valles calientes y extensos. Esas tres fuerzas han cambiado casi totalmente la
vida social de estos tiempos, le han dado más variedad, mayor interés a esa vida ociosa,
monótona, lánguida de nuestras pequeñas ciudades ateridas de frío en ciertos
desgraciados parajes, o abrasadas de calor y con feas alimañas en los trópicos...
Faltaba, en primer lugar, la pasión del deporte colectivo, fenómeno actual en nuestros
pueblos. El deporte ocupa hoy las horas muertas, infunde entusiasmo en las gentes de
poca imaginación y hasta les hace concebir ilusiones de grandeza desde las proezas del
equipo uruguayo en Europa, hace años, y hoy no hay villorrio de los Andes que no tenga
sus héroes de la pelota, de la raqueta, del boxeo, héroes elevados a altas categorías y que
viven soñando con encuentros famosos y con lluvia de oro... y se mueren o envejecen los
más, por no decir todos, acariciando esta ilusión...
Luego, la radio, cosa grande entre las invenciones del genio humano y que no nace
de las arenas de los circos, sino de las universidades y de los laboratorios... La radio pone
a nuestros montañeses, a nuestros rústicos, en contacto íntimo y diario con los sucesos
del mundo a medida que se van sucediendo y realizando en el vasto escenario de la tierra
y aun del cielo.
Y, por fin, y lo más importante y trascendental después de la radio, el cinema, la
religión moderna, que abre nuevos horizontes a la imaginación, la transporta lejos de la
realidad del propio medio, le hace vivir algunas horas en un mundo convencional y
arbitrario de situaciones humanas reñidas con la realidad cotidiana, prosaica hasta la
vulgaridad, muchas veces ordinaria y, por lo común, triste, espantosamente triste...
Estas tres cosas, estos tres elementos, animan hoy la vida sedentaria de nuestros
pueblos con vértigo inusitado, les dan movimiento, color y relieve. Y todo esto va
ayudado poderosamente por la prensa, que registra día por día y hasta hora por hora la
marcha de los negocios públicos, de los conflictos sociales y de la ascensión misma de la
vida, si se quiere, y les da, con la divulgación de sus proezas, a los héroes deportivos, a
las estrellas de las pantallas, la convicción algo ingenua de que constituyen el eje del
mundo y han de vivir siempre en la posteridad por un gesto, una patada o un puñetazo...
Nada de esto había entonces. Y la vida era implacablemente vacía, monótona con
ferocidad, terriblemente estancada.
¡Aburrirse! Aquí está la clave de muchos enigmas; de esta palabra desolada proviene
el sarro que a veces inunda las almas. No sentir interés por nada, porque los medios para
emprender faltan; ver que el tiempo pasa y que el tono del ambiente no concuerda con
nuestro temperamento, ¡aburrirse, en fin!
Y si por lo menos el aburrimiento pudiera matar la inteligencia, la voluntad, la
sensibilidad y, sobre todo, el recuerdo. ¡Pero no! Todo esto se aviva más bien, y las cosas
pasadas se presentan a los ojos nimbadas con resplandores de oro, infinitamente bellas; y
los seres que quisimos y ya no volveremos a encontrar, los amores desvanecidos, las
amistades rotas, las ilusiones tronchadas, todo revive en la memoria, idealizado,
embellecido, agrandado, purificado...
José Asunción tiene treinta años y ninguna fe en la vida, ni la esperanza de ningún
éxito, porque sabía que estaba condenado a vivir en la ciudad de las nieblas frías y de los
páramos tediosos, siempre, siempre, siempre... ¡Oh, Dios mío! Y cómo parece largo el
tiempo y las horas se hacen interminables! ¡Y no poder irse, cambiar de cielo, ver otras
cosas! Querer y no poder; sentir la necesidad y también la impotencia de realizar un deseo
es cosa corriente en la mayoría de las gentes ordinarias, fáciles al consuelo y a la
resignación, pero resulta trágica para el sentimental y el artista de imaginación
tumultuosa, de aspiraciones nuevas y elevadas... Y es entonces cuando en José Asunción
se avivan los recuerdos de su muerta y ve cerrado por todos lados el horizonte de su vida;
entonces siente el miedo indominable, el santo espanto, el aburrimiento sin nombre de la
pequeña ciudad, donde las gentes curiosas, impertinentes, afanosas en el mal y torcido
pensar, vivían pendientes unas de otras, desnudándose moralmente y comentando las
deformidades del espíritu. El monólogo shakesperiano «¡dormir, soñar tal vez; morir...,
dormir y luego... nada!» se lo repite para sí, como una obsesión.
Y un día de gala en otoño, un domingo de luz indecisa quizás, el 23 de mayo de 1896,
al despertar adolorido y desabrido por la noche de agitación que había pasado recibiendo
a sus amigos en su casa, probó acaso fortalecerse consultando, una vez más todavía, a ese
gran señor del espíritu, maestro insuperable de sabiduría, templanza y desprendimiento
de cosas terrenas, don Miguel de Montaigne, y, al querer releer ese capítulo XIII del libro
segundo en que se habla de la «muerte ajena», sus ojos hastiados tropezaron con estas
líneas: «El Emperador Adriano ordenó a su médico que le marcara en una tetilla el lugar
preciso en que había de herirse, para que la persona que le matara supiera dónde había de
señalar...».
Fue un rayo de luz y no vaciló ya más. Se vistió y acicaló y, con paso indolente pero
decidido, se fue a casa de un médico amigo, el doctor Manrique y, despojándose de sus
prendas, se puso a hablarle de unos dolores fingidos que decía sentir en el pecho y que él
no podía localizar, y se imaginaba fuesen en el mismo corazón. Le pidió le dibujase sobre
la epidermis el sitio exacto que ocupaba la víscera, como el otro, el emperador de Roma.
Hízolo así Manrique, asegurándole que no tenía nada, y Silva pareció hallarse
tranquilizado. «Muy bien. Acaba usted de hacerme un inmenso favor», dijo simplemente.
Lo era, en efecto. Porque eso de adoptar una resolución de este calibre y verla
frustrarse o malograrse por un detalle era un perfecto absurdo. Volvió a su casa, tarde, se
vistió de frac, se tendió en su cama y, envolviendo el revólver viejo en una sábana para
amortiguar el ruido, apuntó en el sitio marcado y disparó...
El Tiempo da hoy una fotografía impresionante de la cabeza del suicida. Era un
hombre varonil, arrogante. Una barba negra y poblada pone marco a su rostro de blancura
transparente, y debió de tener ojos magníficos y de mirada profunda; ojos que sabían
interrogar ansiosamente las sombras de la muerte...
Estas páginas sobre Asunción Silva se publicaron, algo abreviadas, en el primer
número de Ulenspiegel (enero de 1934), la elegante revista hispano-belga dirigida por
Armando Solano, o sea: el incomparable Maître Rénard del periodismo bogotano.
Inmediatamente dos ilustres colombianos, escritor de fina y elegante pluma el uno, Emilio
Cuervo Márquez, y diplomático y gran señor del mundo el otro, Álvaro Holguín y Caro,
enviaron nutridas y muy interesantes cartas a la revista, el uno, para cumplimentarme
directamente por mi interpretación del drama y aportar nuevos datos a su esclarecimiento;
el otro, para rectificar algunas apreciaciones mías sobre los móviles que empujaron al
poeta y pintar, con más acierto acaso, el medio social bogotano de la época de Silva
con «mucha distinción, y mucha elegancia, y mucho refinamiento, y mucho buen gusto.
Quien sabe -agrega- si un poco más que ahora, cuando abundan el deporte, la radio y el
cinematógrafo». Algunos datos interesantes trae esta carta de 17 páginas sobre Silva y
siento no reproducirlos todos; pero van dos de los principales y más significativos:
«Arguedas -dice Holguín y Caro, dirigiéndose al director de Ulenspiegel- prescinde
de otros dos factores importantísimos y que, unidos a la catástrofe económica, sí fueron
seguramente decisivos para que la tomara. Me refiero a dos aspectos de la personalidad
de Silva. El uno proveniente de su carácter; el otro, de su inteligencia. Primero, la
vanidad. Porque Silva fue un hombre vanidoso. Vanidoso de su familia, de su posición,
de su talento, de sus versos, de su figura física -mirada, barba, manos, fuerza varonil-
.Vaya un ejemplo a este respecto: como hombre de su época y de su medio, montaba bien
a caballo, aunque distaba mucho de ser un jinete a la altura de no pocos de sus amigos.
Pero él, poco conforme con esta notoria inferioridad, pugnaba por aparecer como el más
apuesto y audaz de los "cachacos" bogotanos que en ágiles bridones cruzaban la sabana
o corrían en las que llamábamos carreras de honor. Y así, cuando, poco antes de su
muerte, estableció en los alrededores de la ciudad una fábrica de baldosines -negocio que
concibió en Caracas y que acabó por dar al traste con sus últimas esperanzas-, era de
vérsele en nuestras calles en un brioso caballo tordillo, aderezado con galápago
"Camille", aciones de cuero crudo, estribos "cola de pato", bridas, retranca y cabestro de
rejo tejido, freno de Suesca y luciendo él guantes de piel de perro, de los más finos y
últimamente llegados al almacén de Rodríguez & Pombo, amplios zamarros de cuero de
león, zurriago en la mano izquierda, jipijapa de anchas alas y copa alta y donosamente
echado al hombro una legítima ruana de Samará oliente todavía al vellón recién
esquilado, como diciendo: ¡Nadie monta como yo! Especialísima fruición sentía también
cuando sacaba su lujosa petaca de plata martillada repleta de los cigarrillos turcos más
exóticos y caros, delante de algunos señores muy respetables, muy ricos y muy prudentes,
que modestamente fumaban "La Legitimidad" o "Boccaccio", u otros más baratos
todavía, de la fábrica cubana de Prudencio Rabelle. Un gesto de esta clase era para Silva
el placer de los dioses... Remedador felicísimo, aún se le recuerda contando los graves y
serios consejos que a este respecto le daba alguna vez uno de aquellos caballeros, muy
respetable, muy rico y muy prudente. ¡Qué gracia tenía! Y agréguese a esta vanidad casi
enfermiza el hecho de que como poeta no conoció los laureles del triunfo. Nuestros vates
mayores, fuertemente asidos a la tradición clásica, no sólo no hallaban de su agrado sus
versos, sino que a él mismo no lo tomaban a lo serio. Esta es la verdad. Apenas sí un
reducido grupo de amigos oíaselos con placer. Pero, claro, pagado de su genio, él se
avenía muy mal con esta especie de opacidad literaria a que fatalmente veíase condenado.
Y el otro factor decisivo, el proveniente de su entendimiento y del que también prescinde
Arguedas al establecer las causas del suicidio, fueron sus ideas religiosas.¿Era Silva
creyente? Suya es esta estrofa que con gusto hubiera firmado Louis Veuillot, por ejemplo:

Mas si os cansó lo rudo del camino,


y si está el corazón agonizante,
pensad que sólo sois un peregrino,
y ¡seguid adelante!...
Pero la idea netamente cristiana que inspiró esta estrofa, y que desde luego no se
compadece en manera alguna con la fría y premeditada resolución de un suicidio, es casi
seguro que en él carecía de un sólido, de un hondo raigambre. Me atrevo a pensar, por
tanto, que si hasta cierta época de su vida fue creyente, poco a poco el abuso de tales y
cuales lecturas, el olvido de las antiguas prácticas, y aun la práctica insincera de ellas,
acabaron por relajar, primero, y luego por extirpar de su pecho los relámpagos de fe que
en otro tiempo lo inflamaran. La práctica insincera he dicho. Porque persona que debe
saberlo me contaba en días pasados que cierto misticismo de que hizo alarde en su última
época no pasó de ser una "pose", muy estudiada y mal calculada. De suerte que para mí
no hay duda de que, teniendo en cuenta estos dos factores de que prescinde Arguedas -la
vanidad personal y la falta de creencias religiosas-, sí es fácil establecer las circunstancias
que en lógico encadenamiento lo llevaron a dispararse un balazo en el corazón. El
fenómeno, por lo demás, es muy simple. El menos perspicaz de los observadores lo
comprende sin dificultad. Dados los antecedentes y las circunstancias anotadas, basta
para comprender su desarrollo lógico una ligera composición de lugar. Y es fácil hacerla.
Veamos:
Cuando aquel domingo lluvioso de mayo entró al aposento de Silva a despertarlo,
como de costumbre, la antigua y fiel servidora de la casa -la negra Mercedes, a quien
todos conocimos, amable y hacendosa-, encontrólo durmiendo el sueño de donde nunca
se despierta... Entreabiertos tenía los ojos, la cabeza ligeramente inclinada sobre el lado
izquierdo y ninguna contracción del rostro indicaba que hubiese sentido las angustias de
la muerte. Esta había sido instantánea, fulminante. Bajo las sábanas yacía el cuerpo
rígido, inanimado. La mano derecha sostenía aún el oxidado revólver que había
pertenecido a su padre y el que pidió a su madre la víspera, con cualquier frívolo pretexto.
Pero no estaba de frac, como se afirma. No podía haberlo estado. Porque si fue vanidoso,
Silva fue también elegante. Y un gesto de esta naturaleza hubiera lastimado la discreta
mesura de que siempre hizo gala. No pudo precisarse la hora del suicidio, pues la
detonación pasó inadvertida. Pero sin duda fue en las horas de la madrugada, puesto que
se recogió a eso de la media noche y el cenicero denunciaba que había fumado cosa de
quince a veinte cigarrillos turcos. Por este detalle se ve, además, que reflexionó
largamente el paso que iba a dar.¿Y cuáles fueron estas reflexiones? Misterio insondable,
en el cual a nadie es dado, ni le será, penetrar exactamente. Y, sin embargo, ¡quién sabe
si, cuando aquel sábado giró un cheque a cargo del Banco de Bogotá para cubrir a "La
Flora" el precio del último ramo de camelias blancas que había enviado de regalo y vio
que el saldo que le quedaba disponible era solo de centavos, no tuvo un momento de
desesperación, de torturante desesperación!».
Esto dice Álvaro Holguín y Caro, y creo que no habría tenido oportunidad de hacer
muchos otros reparos si mis notas se hubieran publicado en Ulenspiegel íntegras y como
aparecen en este libro.
La carta del escritor Emilio Cuervo Márquez trae detalles muy significativos y de
importancia para explicar el suicidio del poeta. Véase:
«París, enero 23 de 1934. Con intensa emoción he leído su estudio, admirando en él
la sagacidad de su observación, la fiel reconstrucción que hace usted del Bogotá de hace
cuarenta años, el sutil análisis de la compleja personalidad de Silva, desprendida del halo
de leyenda en que, como es natural, ha sido luego envuelta, y, finalmente, su exacta
apreciación de las causas que fatalmente lo llevaron a la muerte. Tan de acuerdo estoy
con usted que como bogotano y casi contemporáneo de Silva, a quien me ligaron lazos
de una estrecha amistad -prolongación de la que antaño existía entre nuestras familias-,
nada tendría que añadir a su estudio: usted ha dicho la última palabra en la tarea de hallar
el hilo conductor en la complicada urdimbre de razones que pudieron determinar el
trágico gesto del poeta. Anota usted como una de las causas del suicidio de Silva la
desproporción entre su personalidad de selección y la estrechez del ambiente en que le
tocó vivir, el cansancio de la vida de ciudad pequeña donde ningún hombre es de veras
libre, y cita usted un aparte de carta de Silva dirigida a don Luis Durán, de Bogotá. Como
comprobación de su tesis, me permito transcribirle un párrafo de una carta que Silva me
dirigió desde Caracas, el 11 de noviembre de 1894, y que conservo en mi archivo aquí.
Dice así: "... Teníamos razón, viejo, en nuestras charlas de los paseos a San Diego. El
primer deber de un hombre que aspira a algo es salirse de entre el papel moneda, la
política y el mal humor colombiano. No cejes en tu empresa de dejar la tierra". Habla
usted de las preocupaciones de dinero que, especialmente durante los tres últimos años,
entenebrecieron la vida del poeta. En la carta citada, Silva me dice: "... Como lo habrás
comprendido, se trata de la conversión de mis sueldos (los de Secretario de la Legación
de Colombia en Caracas), que al reducirlos a oro al 300 quedan reducidos a una cosa
exigua y que de este modo se aumentarán. Inútil creo encarecerte, mi viejo Emile,
sabiendo el interés que tienes por mí, que trates de conseguirme esa moneda lo más barata
que se pueda. Cada real que me economices en la compra será un real para encargar a
Europa libros y revistas con que "bestializarme" y para apurar "la publicación de los
Cuentos Negros y del Libro de Versos, en los cuales estoy trabajando con todas mis
fuerzas...". De paso observe usted que el volumen de poesías de Silva, pobremente
editado en España y que ambos conocemos, no lleva por desgracia el título de la voluntad
de su autor le daba. Cabe aquí evocar un doloroso recuerdo particular. En las primeras
horas de la mañana del domingo 23 de mayo de 1896, fui uno de los primeros amigos
que, consternados por la fatal noticia, llegaron a la casa de José Asunción. Se me introdujo
a su alcoba. Todavía el cadáver no había sido colocado en el ataúd. Incorporado en el
lecho, sostenido por almohadas, un brazo recogido sobre el pecho y el otro extendido
sobre la sábana, Silva, la cabeza de Cristo ligeramente tronchada sobre el hombro
izquierdo, los ojos abiertos, parecía, en efecto, "interrogar las sombras de la muerte". Una
paz sobrehumana se reflejaba en su rostro de cera. Pocos instantes después doña Vicenta,
la madre del poeta, nos comisionaba a don Luis Durán y a mí para hacer una visita en la
oficina de José Asunción. Esa oficina, que por su decoración y mobiliario se diría la de
un empresario de teatro y no la de un fabricante de baldosines, la conocíamos bien. En
un cajón del escritorio encontramos una libreta de cheques del Banco de Bogotá.
Ansiosamente la examinamos. El talón del último cheque estaba girado a favor del
administrador de la fábrica, para pago de obreros el sábado anterior. El último cheque,
girado también en el día de su muerte, decía textualmente así: "A favor de Guillermo
Kalbreyer, florista. Un ramo de flores para Chula, $ 4.00". La Chula era el nombre de
cariño que en la casa se daba a la hermanita menor de José Asunción, hoy señora doña
Julia Silva de Brigard. Hecho el balance sobre la misma libreta, descubrimos que el saldo
disponible en el Banco alcanzaba a pocos centavos. El valor de las flores obsequiadas a
su hermana representaba todo el capital de Silva en el día de su muerte.
A propósito de su permanencia en Caracas, me dice Silva, también en la carta que he
citado, y la que me sería grato que fuese leída en su original por usted: "Aquí me han
recibido como no merezco. No sé cómo hacer para devolver atenciones y bondades y
fiestas. El país va bien, rebosa de oro, tiene el sentimiento del arte y adora la buena
literatura. En Bogotá hay muchos que creen lo contrario en lo referente a los dos últimos
puntos; pues bien, están equivocados de medio a medio".
No existiendo detalles inconducentes cuando se trata de fijar los rasgos definitivos
de una personalidad que ha entrado ya en la historia, debo contarle que Silva aborrecía
los licores fuertes y alcoholizados; en cambio, fumaba cigarrillos egipcios de manera
aterradora. Era en extremo reservado en sus aventuras amorosas y nadie jamás lo vio en
Bogotá en correrías galantes, comunes a jóvenes de su edad; yo, por ejemplo, no podría
decir a usted con certidumbre que conozca el nombre de una mujer que pudiera haberlo
interesado, y muchas veces me he preguntado si Silva conoció el amor sólo al través de
los libros o de una sola y única mujer, cuyo nombre se ignorará siempre. Finalmente,
Silva era predicador constante de la energía y del cultivo de la voluntad; de ahí, para mí,
el aspecto más doloroso de la tragedia: desde hacía meses, antes de su muerte, Silva veía
desquiciarse su mentira vital; el disparo que lo mató sólo fue punto final de un largo
drama interior que, como sucede siempre en casos semejantes, pasó inadvertido para el
público, para su familia y para sus amistades. Por la razón que acabo de apuntar,
permítame usted que rectifique un detalle, que no carece de importancia, de su magistral
estudio. Relata usted que Silva, después de haberse hecho indicar por su amigo el doctor
Juan E. Manrique el sitio exacto ocupado por el corazón, regresó a su casa y se vistió de
frac para morir. Es lo cierto que aquella consulta tuvo lugar muchos días antes de su
muerte. En la noche fatal, la familia de Silva recibió la visita de algunas amistades.
Durante ella José Asunción se mostró, más que de costumbre, regocijado y espiritual.
Avanzada la noche se retiraron los amigos de la casa. ¿Qué pasó en seguida?... Al día
siguiente, al llevarle el té, Mercedes, la vieja sirvienta, descubrió el drama. En un
cenicero, en la alcoba, se encontraba gran cantidad de colillas de cigarrillo, lo que hace
pensar que Silva se mató en las primeras horas de la madrugada. Ni una carta, ni una
palabra de adiós. Para ejecutar con más facilidad su gesto, se había quitado saco, chaleco
y camisa, y había vestido su camisa de dormir, conservando el pantalón, negro a finas
rayas blancas, las medias punto de seda -de moda entre los dandys de la época- y los
zapatos charolados. En este traje lo pusimos en el ataúd, con él se le hizo luego la autopsia
legal y fue sepultado en el cementerio de los suicidas, sitio maldito para el Bogotá de
entonces, como usted lo anota muy bien. Seguro estoy de que usted aceptará gustoso esta
rectificación, que suprime el gesto teatral del frac, leyenda que debió de sorprenderle a
usted cuando le fue relatada, que me ha sorprendido a mí, y que haría sonreír a Silva,
quien gustó siempre del tacto, de la mesura y de las actitudes discretas. No se admire
usted de que guarde tan exacto recuerdo de estos detalles indumentarios: no existe
ninguno en este drama que se haya borrado de mi memoria. Vestido como dejo apuntado,
vi a Silva en su lecho de muerte y luego en el cementerio cuando, antes de sepultarlo, el
enterrador levantó la tapa del ataúd para extender una capa de cal sobre el rostro del poeta.
En esos instantes vino a mi memoria la última estrofa de "Psicopatía", que usted recuerda:

...Y no descansará sino hasta el día


en que duerma a sus anchas
lejos del mundo y de la vida loca,
en un negro ataúd de cuatro planchas
con un montón de tierra entre la boca.

Repitiéndole el hondo interés con que lo he leído, me es particularmente grato


suscribirme de usted como su muy atento servidor y admirador constante. E. Cuervo
Márquez».

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