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Vivo preguntando
quién seré
Viviré.
INDICE
A. Mirar adentro 3
La mirada superficial 3
La mirada adecuada 3
La mirada a los signos 3
La mirada a lo ordinario 3
B. MIRAR RECREANDO 3
El aburrimiento 3
C. mirada dialogante 3
Respuesta rebelde y respuesta agradecida 3
D. MIRAR ADMIRANDO 3
Contra la mirada posesiva 3
EN BUSCA DE UN SENTIDO 3
C. TRAMPAS AL NÚCLEO 3
Cuando Dios es reducido a una idea 3
Cuando a Dios se le pone fuera de nuestro alcance 3
A. Vivir respondiendo 3
La vida como relación yo-tú con Dios 3
Una importante partida de ajedrez 3
La vida es tan seria como sencilla 3
D. La gloria 3
EPÍLOGO 3
DE QUÉ VAMOS A HABLAR
Me dejó de piedra: ¡“...a los veintisiete...”! Quien así se expresaba era un chaval
simpático, de natural alegre, ilusionado con muchas cosas y metido en todas las
salsas. A una velocidad vertiginosa empezaron a desfilar por mi cabeza posibles
motivos que pudieran haberle llevado a desear tal despropósito. No los encontré. Los
estudios no le iban mal; no es que le preocupasen demasiado, pero iba sacando las
asignaturas. Era el pequeño de una familia aparentemente normal. Además, contaba
con medios económicos, y no tendría el más mínimo problema en encontrar el apoyo
necesario para abrirse camino y cualificarse profesionalmente en lo que a él más le
gustase. Se llevaba bien con el numeroso grupo de compañeros con el que salía; es
más, tenía una situación privilegiada entre ellos al ser uno de los pocos que tenía
moto, circunstancia que a esa edad le situaba en un cierto estatus favorable con
respecto a los demás. En fin, no conseguía encontrar algo que me diera la clave para
entenderle.
No es que me parase a deliberar; más bien fueron unos segundos en los que,
aprovechando una breve pausa que se tomó, la cabeza se me disparó en la búsqueda
de un porqué.
Su momento de silencio era lógico; encontrar palabras para desvelar las
confusas sensaciones íntimas no resulta siempre fácil y es algo lento:
“Fui a los bosques porque quería vivir a conciencia, quería vivir a fondo y extraer
todo el meollo a la vida, dejar de lado todo lo que no fuera la vida, para no descubrir en el
momento de la muerte que no había vivido”.
“Dejé el mundo civilizado de los mayores porque quería vivir de acuerdo con mis
propios criterios, quería vivir a tope –mientras el cuerpo aguante- todas las experiencias
posibles, y extraer todo el placer y disfrute que es capaz de ofrecer la vida, dejar de lado
todo lo no apetecible y divertido, para no tener la impresión -cuando todo se acabe con la
muerte- de haber sido un pringado: ya que todos acabamos igual –bajo tierra- el que no
aproveche para montarse aquí su pequeño paraíso... ha hecho el tonto”.
“No puedo vivir sin saber lo que soy y por qué existo, y, sin embargo, no logro
saberlo, lo que es lo mismo que no vivir”[1].
Vueltas y revueltas por su interior no le han servido para dar con una respuesta
capaz de tranquilizarle; no logra encontrar nada, nada seguro, absolutamente nada.
Cuando hablamos del sentido de la vida, solemos cometer el error de pensar
que es dentro de nosotros mismos donde deberíamos encontrar un sentimiento que
nos diese la respuesta. Es ésta una búsqueda mal orientada.
El sentido no es algo que ‘nace’ en uno mismo, no es una huérfana ilusión, hija
de nadie, que por generación espontánea habite en nuestro interior, dándonos gusto
por lo que hacemos. No es el sentido un hada caprichosa, que infla o vacía el ánimo
según le da, incapaz de mostrar su identidad.
Entonces, ¿de dónde viene el sentido? ¿dónde lo encontraremos? Veamos
primero qué es, y sabremos entonces dónde encontrarlo.
sentido ¹ sentimiento
sentido de la vida = razón de ser + vinculación afectiva
Saber mirar
En principio no tendría porqué ser problemático encontrar esa razón de ser por
la que vivir, pero sin embargo es un hecho que en tantas ocasiones echamos de
menos un algo que sea el motivo de los propios actos.
¿Por qué? Pueden ser muchas las causas, pero –a nuestro entender- en la
base de todas ellas se percibe un no saber vivir, que se traduce en un no saber mirar.
Víctor Frankl, famoso psiquiatra judío, pasó unos años en un campo de
concentración nazi. Las condiciones de vida de los presos eran durísimas; el trato
deshumanizado al que estaban sometidos les llevaba a perder las ganas por seguir
viviendo. Cuenta un hecho:
“Recuerdo que un día un capataz me dio en secreto un trozo de pan que debió
haber guardado de su propia ración del desayuno. Pero me dio algo más, un ‘algo’
humano que hizo que se me saltaran las lágrimas: la palabra y la mirada con que aquel
hombre acompañó el regalo”[2]
Cuando Frankl recibe el chusco de pan, no solo ve el chusco de pan, sino que
ve más: ve algo inmaterial, algo específicamente humano. El pan le dará energía a su
organismo para poder tirar adelante por un tiempo. El algo humano le dará energía a
su espíritu. El pan porque tiene calorías. El algo humano porque alimenta su espíritu.
A lo largo de estas páginas nos ocuparemos de la búsqueda de esta razón de
ser; en el primer capítulo, sin embargo, queremos detenernos en las actitudes
requeridas para que resulte posible conocer la razón de ser, y las actitudes para saber
vincularse. Con otras palabras, vamos a tratar cómo deberá ser nuestra mirada para
que, sin problemas, cada uno encuentre la razón de ser de su vida y sepa vincularse a
ella.
CAPÍTULO 1
Es preciso distinguir, antes de nada, dos verbos que con frecuencia se usan
indistintamente en castellano: ver y mirar. Los ojos captan los objetos que reflejan luz,
y a eso lo llamamos ver. Ven los animales; el ciego no ve. Mirar es otra cosa: mirar es
asomarse desde el interior de uno. Solo miran los hombres; también los ciegos miran,
mientras que el animal, por enormes y expresivos ojos que tenga, no es capaz de
mirar. El mirar es propio y exclusivo del ser humano con consciencia.
El hombre mira el mundo, y el mundo no le mira al hombre. Este hecho,
aparentemente insignificante, sitúa al hombre en una posición privilegiada.
Vivir con sentido requiere mirar. Aprender a mirar es imprescindible para
aprender a vivir. Veamos algunas características de la verdadera mirada humana.
A. MIRAR ADENTRO
Marianela –Nela le llaman todos en el pueblo- es el nombre de la pequeña niña,
feúcha y escuálida, que da nombre a una de las novelas de Pérez Galdós. Ella dedica
su tiempo a acompañar a Pablo, un chaval de su edad que es ciego. El trato
continuado les lleva a conocerse, en un aprecio recíproco que crece día a día:
mientras ella le va contando cómo es el mundo, él capta el profundo ser de su valiosa
cicerone. En un momento determinado, surge la posibilidad de realizar una
intervención quirúrgica a Pablo. Cuando las expectativas de alcanzar la vista son
próximas, surge esta conversación:
“-Sí; que te quiero mucho, muchísimo –dijo la Nela, acercando su rostro al de
su amigo-. Pero no te afanes por verme. Quizá no sea yo tan guapa como tú crees.
Diciendo esto, la Nela, rebuscando en su faltriquera, sacó un pedazo de cristal
azogado, resto inútil y borroso de un fementido espejo que se rompiera en casa de la
Señana la semana anterior. Miróse en él; mas por causa de la pequeñez del vidrio,
érale forzoso mirarse por partes, sucesiva y gradualmente, primero un ojo, después la
nariz. Alejándolo, pudo abarcar la mitad del conjunto. ¡Ay! ¡Cuán triste fue el resultado
de su examen! Guardó el espejillo, y gruesas lágrimas brotaron de sus ojos.
-Nela, sobre mi frente ha caído una gota. ¿Acaso llueve?
-Sí, niño mío, parece que llueve –dijo la Nela, sollozando.
-No, es que lloras. Pues has de saber que me lo decía el corazón. Tú eres la
misma bondad; tu alma y la mía están unidas por un lazo misterioso y divino; no se
pueden separar, ¿verdad? Son dos partes de una misma cosa, ¿verdad?
-Verdad.
-Tus lágrimas me responden más claramente que cuanto pudieras decir. ¿No
es verdad que me querrás mucho, lo mismo si me dan vista que si continúo privado de
ella?
-Lo mismo, sí, lo mismo –afirmó la Nela, vehemente y turbada.
-¿Y me acompañarás?...
-Siempre, siempre.
-Oye tú –dijo el ciego con amoroso arranque-: si me dan a escoger entre no ver
y perderte, prefiero...
-Prefieres no ver... ¡Oh! ¡Madre de Dios divino, qué alegría tengo dentro de mí!
-Prefiero no ver con los ojos tu hermosura, porque la veo dentro de mí, clara
como la verdad que proclamo interiormente. Aquí dentro estás, y tu persona me
seduce y enamora más que todas las cosas. (...)
-Veré tu hermosura, ¡qué felicidad! –exclamó el ciego, con la expresión
delirante, que era su expresión más propia en ciertos momentos-. Pero si ya la veo; si
la veo dentro de mí, clara como la verdad que proclamo y que me llena el alma.”[3]
Como era de esperar, Pablo obtiene la vista. Es dramático el día en el que ve a
Nela por primera vez: la niña de sus amores le espanta. Aquella hermosura interior
que hasta entonces había fascinado a Pablo, quedó oculta repentinamente. En el
mismo momento en el que el cuerpo de la pobre Nela se convertía en pantalla, en
limitada superficie física donde dirigir la mirada buscando a su persona, Pablo ya no
consiguió verla.
“Aquí dentro estás”, “veo tu hermosura dentro de mí”. Aprender a mirar exige
saber mirar dentro de uno mismo. No se mira con los ojos, se mira desde dentro. Y,
en ocasiones, ver con los ojos dificulta mirar.
Es este un tema recurrente en la literatura y en el cine; se puede pensar en
tantos cuentos de Príncipes y Princesas encantadas -como ‘La Bella y la Bestia-. La
película ‘El hombre elefante’, por ejemplo, muestra magistralmente el absoluto
contraste entre la fealdad mayúscula de un cuerpo humano que alberga un espíritu de
una belleza y finura extraordinarias; quienes se quedan bloqueados ante su
deformidad física, no son capaces de mirarle, y no le conocen.
La mirada superficial
La verdadera mirada humana es una mirada desde dentro, que se dirige al
adentro de lo que mira. Se contrapone a ésta la mirada superficial. Recuerdo un viaje
con adolescentes a un bonito pueblo francés, San Juan de Luz. Pasados dos minutos,
aquellos jóvenes turistas ya habían visto todo lo que –a su juicio- había que ver: era
suficiente un rápido vistazo para dar por conocido un pueblo tan pequeño; y el mar...
era el mismo mar de siempre: eso ya lo tenían visto. La mayor parte de ellos pasaron
el resto del día en un enorme supermercado –Carrefour-. Y es que... la mirada
superficial es muy rápida, no se detiene, no sabe contemplar. La mirada superficial
mide por la superficie: si es muy grande tardará mucho en verlo; si es pequeño,
tardará poco.
Lo mismo ocurre, por ejemplo, con la lectura. Se pregunta Leclercq:
“¿Habéis visto alguna vez a un estudiante que toma un tren al día siguiente de
haberle dado su padre unas monedas en un arrebato de buen humor? Para un viaje de
media hora se compra tres periódicos, dos revistas y un semanario o dos. Cuando llega a
su destino ya se lo ha leído todo. Claro que no sabe nada; cuanto más lee, menos sabe;
del mismo modo que cuanto más corre, menos ve”[4].
¿Quién no se ha cruzado, en algún museo, con turistas que van por las salas
casi a paso de footing? Sin embargo, también tenemos experiencia de otro tipo de
turistas que emplean una mañana entera en una pequeña sala. Y es que todo
depende de cómo se mire.
Quien mira adentro ve mucho más de lo que muestra la superficie. La
composición, la expresividad, la carga trágica, el lirismo, los contrastes, los relieves, la
intención del artista, el vanguardismo, las tonalidades... todo eso está allí, en el
cuadro. Mirar adentro es mirar el cuadro, que es bien distinto a ver un lienzo salpicado
por pegotes de oleos de distintos colores.
Quien sabe mirar la vida puede vivirla; el superficial sencillamente la gasta. Con
una expresividad genial lo dice Unamuno:
“Me dices en tu carta que, si hasta ahora ha sido tu divisa ¡adelante!, de hoy en
más será ¡arriba! Deja eso de adelante y atrás, arriba y abajo, a progresistas y
retrógrados, ascendentes y descendentes, que se mueven en el espacio exterior tan
sólo, y busca el otro, tu ámbito interior, el ideal, el de tu alma. Forcejea por meter en ella al
universo entero, que es la mejor manera de derramarte en él... En vez de decir, pues,
¡adelante!, o ¡arriba!, di: ¡adentro! Reconcéntrate para irradiar; deja llenarte para que
reboses luego, conservando el manantial. Recógete en ti mismo para mejor darte a los
demás todo entero e indiviso.
‘Doy cuanto tengo’, dice el generoso; ‘Doy cuanto valgo’, dice el abnegado; ‘Doy
cuanto soy’, dice el héroe, ‘Me doy a mí mismo’, dice el santo; y di tú con él, y al darte:
‘Doy conmigo el universo entero’. Para ello tienes que hacerte universo, buscándolo
dentro de ti. ¡Adentro!”[5]
Es verdadero el juicio de este buen amigo, pero también es falso; y es falso por
superficial. ¿Por qué es superficial decir que es injusto que cada uno nazca con
circunstancias tan desiguales? No nos estamos refiriendo ahora a determinadas
condiciones de vida que son objetivamente inhumanas y, por lo tanto, injustas. Para
responder, no vamos a detenernos en el valor y grandeza de cualquier persona;
bastará con recordar que lo que le constituye como persona y le da su dignidad no son
las posibilidades de estudio de una carrera universitaria o del aprendizaje artesanal; no
mide a la persona el poder acceder a deportes elitistas como el esquí o el golf, o que
sus posibilidades se limiten a deportes llamados de masas, o a otros más
elementales como el footing. Las verdaderas posibilidades de la persona son el poder
amar y ser amados, poder realizar la propia vida, poder ejercitar el propio espíritu. Y en
esto... sí se da una igualdad radical.
Me viene a la cabeza el comentario repetido de un compañero de aventuras de
montaña; siempre que pasamos por algún pueblucho de cinco casas perdido en el
monte, comenta:
Habría que ver quién es realmente el pobre: la riqueza del hombre es interior.
Qué duda cabe que las condiciones materiales y las posibilidades culturales son
importantes, pero lo son en la medida en que permitan desarrollar más plenamente
una verdadera vida humana, en la medida en que posibiliten la vida del espíritu en un
nivel más pleno.
No resulta fácil mirar adecuadamente a una persona. El dicho popular dice que
‘la cara es reflejo del alma’; pero no sólo la cara: todo aquello que es material y físico
en el hombre -desde su forma de hablar, andar, gesticular, vestir...-, todo puede ser
reflejo del alma. Ver el alma a través de su corporeidad... no es fácil. Es más: a veces
despista.
En este sentido, las poesías de Pedro Salinas van muy lejos. Propugna que el
verdadero conocimiento de la persona exige quitar todo hasta quedarse únicamente
con el pronombre, con el tú:
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
irreductible: tú.
del mundo,
Y cuando me preguntes
Y vuelto ya al anónimo
te diré:
La mayor parte del mapa de lo real es invisible a los ojos. Por eso, así como el
mundo del animal es muy pequeño, el mundo de la persona es inmenso. Hay poco
que ver y mucho que mirar.
Como los hombres sabemos que no todos son capaces de mirar bien,
buscamos también modos de hacer ver lo que queremos que miren. De esta inquietud
es de donde surgen expresiones como:
“No sé que hacer para hacerle entender que...”, “No acaba de enterarse de
que...”, “Se lo he dicho de mil modos pero no se da cuenta de que...”
Este esfuerzo del hombre por hacer manifiesto lo invisible es el que ha llevado a
desarrollar un rico y abundante lenguaje de signos. No saber leer en los signos es una
gran limitación. En la relación entre las personas y en el conocimiento de los hombres,
los signos gozan de un enorme protagonismo. Es un signo el beso, el abrazo, el
silencio, la espera, la mirada, el aplauso, la inclinación....:
“Estrechar la mano derecha es al mismo tiempo ofrecer la mano del juramento y
dejar la espada en la vaina. Felicitar a alguien es decirle que se es feliz con él. ¿Es acaso
un progreso el negarse, con el pretexto de abolir toda ceremonia, a asociar a los demás
en las alegrías de uno? Arrodillarse tiene un sentido infinitamente profundo (...): tocar la
tierra con la rodilla (o con la cabeza en la prosternación grata a los musulmanes, o con
todo el cuerpo en la ordenación de los sacerdotes) es atestiguar que no se es más que
un hombre: homo-humus, salido de la tierra y que volverá a la tierra... Lo creado ante el
Creador.
“Por eso resulta tan extraña la actitud –ahora tan común- de aplaudir al que te
aplaude, de aplaudir al público. El que aplaude al público ha roto toda la infinita finura y
misterio de la relación de agradecimiento. Parece como si quisiera pagar con la misma
moneda, devolver el trato. Ante el que agradece no se puede aplaudir, hay más bien que
inclinarse, al menos interiormente. Pues en la inclinación se simboliza la sensación de
indignidad ante la grandeza de un agradecimiento.”[10]
Saber mirar los signos es uno de los caminos para aprender a mirar adentro.
Pero no siempre es fácil. Como decía alguien, cuando el sabio señala las estrellas,
son muchos los tontos que se quedan mirando el dedo.
La mirada a lo ordinario
Aprender a vivir, aprender a mirar, mirar adentro. Este aprendizaje nos hace
capaces de encontrar la grandeza de lo ordinario.
Entablé conversación con una anciana gallega, sentada a la puerta de su
caserío. Lo hice intencionadamente, pues imaginarla allí, en la misma silla, en la
misma puerta, en el mismo entorno, horas y horas cada día, durante años y años... me
parecía que podía suponer un aburrimiento tan único que me parecía también única la
oportunidad de hablar con ella. Mi sorpresa fue grande:
“He aquí al mundo ante ti, joven, ¿y qué le falta para que tú comprendas?
Simplemente, falta que te admires. Para hacer el mundo más maravilloso, más habitable,
sólo falta transformar los ojos que lo contemplan. No es el universo el que se esconde,
ahí está: siempre ahí; silencioso, mudo, no es el universo el que se escapa y se desnuda:
es a ti a quien se le escapa el universo.”[13]
B. MIRAR RECREANDO
- Cada canción tiene relación con un momento de mi vida con Begoña. La primera
es la música del concierto en el que nos conocimos. La segunda es la que sonaba en el
bar la primera ocasión en la que salimos. La otra...
-No sois en absoluto parecidas a mi rosa: no sois nada aún –les dijo-. Nadie os ha
domesticado y no habéis domesticado a nadie. Sois como era mi zorro. No era más que
un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el
mundo. Y las rosas se sintieron bien molestas.
-Sois bellas, pero estáis vacías –les dijo todavía-. No se puede morir por vosotras.
Sin duda que un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es
más importante que todas vosotras, puesto que es ella la rosa a quien he regado. Puesto
que es ella la rosa a quien puse bajo un globo. Puesto que es ella la rosa a quien abrigué
con el biombo. Puesto que es ella la rosa cuyas orugas maté (salvo las dos o tres que se
hicieron mariposas). Puesto que es ella la rosa a quien escuché quejarse, o lavarse, o
aún, algunas veces, callarse. Puesto que ella es mi rosa.”[14]
El aburrimiento
Si uno no da, la realidad no le da nada, no tiene nada que ofrecerle. Puede
parecer exagerada la afirmación, pero en su verdad profunda es cierta. Una realidad
no mía –en el sentido en el que estamos hablando- puede distraerme, divertirme un
rato, satisfacerme en algún sentido, pero no me da sentido, no me dice más. La
relación entre esa realidad y uno mismo será una relación entre extraños, una relación
que deja indiferente.
En ocasiones reflejamos esta situación con expresiones de este tipo:
C. MIRADA DIALOGANTE
El hombre es el único ser que mira el mundo. Aunque la realidad que nos rodea
puede muchas veces superarnos por su poder material, sin embargo, por el simple
hecho de que la miramos y ella no puede hacerlo, podemos tener proyectos sobre ella
y ella no puede tenerlos sobre nosotros, y, por eso, tenemos frente a ella la posición
de sujetos, mientras ella asume la de objeto. Pero, ¿qué es lo que ocurre? Que el
hombre también puede ser mirado. Entonces, cuando el hombre se da cuenta de que
también él es mirado, descubre que no es el centro del mundo, que no ocupa de
forma absoluta la posición central del universo. El mundo es también de otros, y en
cierto sentido, ni siquiera uno se posee a sí mismo, porque uno mismo es objeto del
mundo de otros.[17]
Es entonces -cuando la mirada de otro ser se fija sobre nosotros y nosotros nos
sabemos mirados- cuando podemos comenzar a saber quiénes somos, y podemos
comenzar a saber el sentido de nuestra existencia; en la mirada de otro sobre nosotros
encontramos nuestro valor y riqueza.
Levine, el protagonista de Tolstoy al que nos referíamos líneas atrás, encuentra
una pista decisiva para salir de su angustia por la falta de sentido de su existencia
cuando repara en lo siguiente:
“Antes, casi desde su infancia, la idea de realizar una buena acción por la
humanidad, por Rusia o por los campesinos le procuraba una dulce alegría; pero cuando
la ponía en práctica sufría una decepción.
Ahora, desde que se había casado y se limitaba a cumplir los deberes familiares,
trabajaba sin alegría pero también sin vacilaciones, y observaba que los resultados eran
satisfactorios. Iba por la vida como el arado que abre un profundo surco en la tierra: en
línea recta y sin interrumpir su marcha. Vivir siguiendo el ejemplo de sus antepasados, sin
descender de su altura cultural, y educar a sus hijos, le parecía tan indispensable como el
pan de cada día. Y para ello necesitaba hacer trabajar la tierra de modo que le produjese
y que pudiera legarla a sus hijos en tales condiciones, que ellos le sacaran provecho y le
agradecieran sus fatigas. (...) Sabía, además, que debía prestar su ayuda a sus
hermanos y a los campesinos que en gran número iban a consultarle. (...) Comprendía
que, tanto su mujer como su cuñada, y los niños de las dos, tenían derecho a aprovechar
su tiempo a su manera.
Todo esto llenaba por completo la existencia de Levine, aquella existencia cuya
explicación él buscaba inútilmente.”[18]
¿Qué significa todo esto? Que el hombre, cuando mira a su interior, halla en sí
mismo un movimiento que le lleva a hacer el bien, y encuentra la satisfacción y
felicidad en realizarlo. Pero el bien que debe realizar le viene señalado en el exterior:
debe mirar afuera preguntado, preguntando a aquellos que le miran –las personas con
las que está relacionado-.
En este contexto, podemos decir que para vivir con sentido es imprescindible
saberse mirado, ya que vivir es responder, y el sentido se haya en la respuesta. La
respuesta requerida por la vida constituye la misión de cada uno. La respuesta que
exigen las circunstancias a cada uno, esa respuesta es la razón de ser que constituye
el sentido. ¿Cómo se conoce a qué debo responder? Mirando con mirada dialógica,
preguntando a los que me miran -el mundo, la humanidad, los que tengo al lado,...-
qué es lo que esperan de mí, qué es lo bueno que puedo hacer yo. Realizar el
privilegio que le corresponde a cada uno es lo que constituye ‘ser uno mismo’, ‘ser fiel
a la vida’, ‘realizar mi propio yo’, ‘cumplir con el deber’, o mejor, ‘entregarnos a nuestro
deber’.
Detengámonos en dos notas de esta respuesta.
D. MIRAR ADMIRANDO
Por consiguiente, captamos la diferencia entre aquél que no piensa y aquel que
piensa. Incluso delante del misterio el primero siempre dice: ‘Pero, si es bien evidente’.
Incluso delante de lo evidente, el último se dice: ‘No comprendo nada’. El primer paso del
pensamiento es una especie de no-inteligencia ante lo que el mundo cree
comprender”[22].
Cuando explicamos algo a alguien y éste asiente a todo con una pasmosa
facilidad, cuando con dificultad tratamos de hacernos entender y el interlocutor no
pestañea ante nuestra explicación, en seguida nos damos cuenta de que no nos está
comprendiendo.
¿Por qué piensa el mal alumno que entiende todo? Por que no se ha planteado
verdaderamente el problema; mejor dicho, porque quizá no ve el problema en lo que
se le plantea. Piensa que lo que se le propone se corresponde con lo que ya sabe,
piensa que aquel contenido ya lo poseía. El mal alumno reduce el nuevo contenido al
continente, es decir, en vez de agrandarse él enriqueciéndose con algo nuevo, reduce
lo nuevo simplificándolo, haciéndolo coincidir con lo que ya sabía. Por eso, esta forma
de mirar –es casi un ‘ver’- no es buena para aprender.
¿Dónde se encuentra la raíz de la extrañeza característica de la admiración?
Surge de la comparación establecida entre lo ya vivido interiormente por uno y las
nuevas sensaciones que se le presentan.
Por eso, sólo entendemos algo cuando –de alguna manera- tenemos una
experiencia personal de ese algo. Entiende al desesperado quien ha probado algún
tipo de desesperación; entiende al enamorado quien ha probado algún tipo de éxtasis;
entiende al adicto quien ha sufrido algún tipo de adicción; y así con todo lo demás.
Mirar desde la propia experiencia interior crea en el espíritu aquella actitud
socrática del ‘Solo sé que no sé nada’. Sé cosas, pero ante la grandeza de la realidad
que encuentro a cada paso, ante la novedad que se me presenta en cualquier
situación, soy consciente de que no es nada lo que sé. De este modo, mirar
admirando supone un estilo de vida que se caracteriza por estar siempre aprendiendo:
en todo encuentra algo que aprender. Se entiende entonces que la verdad –acerca del
universo, de la historia, de la vida, etc- debe descubrirse; su conquista será lenta, y
–sobre todo- será interior.
* * *
-“¡Buff! No sé; todo eso es muy complicado. De momento vamos a hacer cosas, y
ya veremos después qué pasa.”
Esta forma de vivir es miope; un dejarse llevar por lo inmediato de forma ciega
no satisface al hombre inteligente. Sabe a poco, y en seguida ya no sabe a nada.
Hay que aprovechar la vida, sí. Pero para aprovecharla... hay que saber mirar.
Sin una verdadera mirada humana, se es víctima de un montón de confusiones. Se
quiere aprovechar la vida, pero ¿no confundimos muchas veces la vida intensa con la
vida agitada? Y no es lo mismo intensidad y agitación. Se pretende una vida feliz, y se
confunde ésta con la vida cómoda y divertida. Se busca ser importante, y se confunde
con ser famoso y tener poder o riqueza. Se quiere lo bueno, y solo se aprecia como
bueno lo que es útil. Se busca la fecundidad, y se mide solo por la eficacia.
Intensidad Agitación
Felicidad Comodidad y diversión
Ser importante Fama, poder y riqueza
Lo bueno Lo útil
Fecundidad Eficacia
Vivir la vida con sentido requiere saber mirar. Hemos considerado en este
primer capítulo la forma de instalarse en la existencia, la forma de establecer contacto
con la realidad de modo adecuado. Mirar así hará posible superar el carpe diem y
encontrar el verdadero y profundo sentido del vivir. Quien adopte estas posturas en su
mirar, podrá alcanzar la realidad firme sobre la que apoyar su existencia. Pero, ¿cómo
conocer esa realidad? Los capítulos siguientes los dedicamos a esa búsqueda.
CAPÍTULO 2
EN BUSCA DE UN SENTIDO
“Señor Juez:
Tuve la desgracia de casarme con una viuda; ésta tenía una hija; de saberlo,
nunca me habría casado.
Mi padre, para mayor desgracia, era viudo; se enamoró y se casó con la hija de mi
mujer, de manera que mi esposa era suegra de mi padre; mi hijastra se convirtió en mi
madre... y mi padre al mismo tiempo era mi yerno.
Al poco tiempo, mi madrastra trajo al mundo un varón, que era mi hermano, pero
era nieto de mi mujer, de manera que yo era abuelo de mi hermano.
Con el correr del tiempo mi mujer trajo al mundo un varón, que como hermano de
mi madre, era cuñado de mi padre y tío de su hijo.
Aunque es muy probable que esta historia de tristes tragicómicos tenga ‘más’
de pesadilla que de realidad, es innegable que lo absurdo de la situación descrita
pone de manifiesto lo necesario que resulta a la persona vivir su existencia
conociendo su verdadera identidad.
La pregunta por el sentido acompaña a todo ser humano inteligente. ¿Quién soy
yo? ¿Qué es el hombre? ¿Para qué vivo? La cuestión del sentido es fuente de
inquietud para el hombre, y el primer nivel en el que se presenta es en el nivel del ser.
A éste le sigue necesariamente el nivel del obrar. Algo bastante normal, por otra
parte. De la misma manera que si alguien nos regala un objeto extraño, que no se
parece a ninguna cosa que hayamos visto antes, lo primero que haremos será
preguntarle, con cierto aire de curiosidad mal disimulada: “Oye, ¿qué es esto?” Es de
suponer que nos responderá con el nombre que lo designe. Pero también es de
suponer que ahí no terminarán las preguntas. Una vez conocido el nombre de tan
enigmático objeto, enseguida volveremos a la carga: “Pero... ¿para qué sirve?”,
“¿cómo se usa?”, “¿cómo funciona?”. Lo mismo ocurre al hombre consigo mismo. En
el nivel del obrar o del hacer, en lo que se refiere a lo que el hombre realiza o ejecuta,
también surge la pregunta por el sentido.
León Tolstoy recoge estas preguntas tan humanas en el soliloquio de uno de
sus protagonistas. Se trata de Levine, marido de una joven relacionada con Ana
Karenina, que “abrumado por aquellos dolorosos pensamientos” se dirige al campo
donde trabajan sus campesinos:
“De pie en el terreno de trabajo, Levine dirigía su mirada ya a las golondrinas que
giraban en el espacio, ya a los obreros ocupados en la trilla, ya a los dorados rastrojos
que brillaban al sol.
‘¿Para qué hacemos todo esto? –se preguntaba entre tanto-. ¿Con qué fin les
obligo a trabajar de ese modo? ¿Por qué se fatiga esa pobre anciana?’
Se refería a una escuálida vieja que andaba con los pies descalzos sobre la tierra
endurecida, rastrillo en mano, y a la que él había cuidado al resultar herida en un incendio
por caerle encima un poste.
“Intente, Carlo Maria Martini, por el bien de la discusión y del parangón en el que
cree, aceptar aunque no sea más que por un instante la hipótesis (...) de que el hombre
aparece sobre la Tierra por un error de una torpe casualidad, no sólo entregado a su
condición de mortal, sino condenado a ser consciente de ello y a ser, por lo tanto,
imperfectísimo entre todos los animales (y séame consentido el tono leopardiano de esta
hipótesis). Este hombre, para hallar el coraje de aguardar la muerte, se convertiría
necesariamente en un animal religioso y aspiraría a elaborar narraciones capaces de
proporcionarle una explicación y un modelo, una imagen ejemplar”.[26]
En seguida llegó su mujer con su sobrino y cambió de tercio, pero un tercio del
tenor del mantenido hasta ese receso confidencial: buen humor, ánimo positivo y
optimista.
Aunque el suceso no tiene nada de extraordinario, lo relato porque puede
resultar elocuente: para quien la existencia no tiene más sentido que el de vivir lo que
le toca, y hacerlo tratando de ser buena persona y de amar –que no es poco-, la vida
puede acabar siendo un continuado esfuerzo por hacer de la necesidad virtud, y sacar
con violencia un optimismo que no nace de la vida misma, de la verdad de lo que la
vida es, del sentido que tiene, sino de un resignado ‘esto es lo que hay’, ‘a aguantarse
y a tirar p’alante’: un esfuerzo que, antes o después, trae consigo un sentimiento de
frustración, de desencanto como el presente en esa exclamación coloquial antes
transcrita: “Es que la vida es una...”.
He señalado la falta de fe de esas personas intencionadamente, ya que ese
modo de vivir la vida suele tener como telón de fondo la ausencia de algo trascendente
en lo que poder encontrar el sentido. No queremos decir que la misma expresión no
pueda salir de la boca de un creyente, pero así como en el caso de un creyente
coherente con su pensamiento no pasaría de ser un desahogo circunstancial sin
fundamento, en la boca de un no creyente sí podría expresar la sensación existencial
en la que está instalado.
La primera ocasión en la que expuse este hecho acompañado de la reflexión
que acabo de hacer, una universitaria de cuarto de medicina me interrumpió: ‘Estoy en
completo desacuerdo’. Comprendo su reacción: es normal reaccionar así ante una
descalificación de un sistema de vida. Pero ojo: me parece muy respetable la persona
que elige vivir así. Lo único que estamos diciendo aquí es que es una postura muy
limitada. La filosofía existencialista se ha dado cuenta: si no hay nada por encima del
hombre, su vida -marcada por el dolor y abocada a la muerte- es trágica. La
experiencia –en mayor o menor grado según las personas, y siempre con el paso del
tiempo- lo confirma.
La pieza invisible
He relatado este suceso para decir gráficamente que la vida sin sentido último
está coja; a una vida así planteada le falta algo. ‘Ir tirando’ con pequeños sentidos no
es suficiente. Vivir la vida con sentido requiere un algo último, la existencia de un algo
con respecto al cual se establezcan unos lazos de dependencia, que marquen el
porqué estable y definitivo del vivir.
El ser humano, desde sus orígenes, ha traducido la búsqueda del sentido último
de la existencia en la búsqueda de algo trascendente –algo fuera de él y superior a él-,
en la búsqueda de la divinidad, con la pretendida esperanza de encontrar en ella algo
que diese respuesta a sus preguntas.
Entonces, ¿sería la aceptación de esta divinidad el simple resultado de su
debilidad y de su limitación? No tiene por qué ser así, ni muchísimo menos. Más bien
se trata de lo siguiente.
El mundo y la propia existencia se pueden interpretar como un complejo
rompecabezas. El hombre ha ido colocando las piezas de forma inteligente aquí y allá,
pero resulta que la única manera de que casen todas es disponerlas de tal manera
que queda un hueco vacío. Después de haber ido montando el puzzle según las
adecuadas correspondencias de las distintas piezas, advirtiendo que no se puede
completar, se acepta que falta una. Hay un hueco, un hueco bien definido, tanto es así
que sabe perfectamente las características de la pieza que allí debería encajar –¿la
divinidad?-, pero no dispone de ella. Sin ella, el resto de piezas no representa nada
completo y no pasan de ser un montón de piezas amontonadas que no logran
representar un algo coherente y con sentido; pero si se respeta el hueco, el
rompecabezas es perfecto y unitario.
Pero esto no es todo. Cabe la posibilidad de que la pieza ausente no sea en
realidad ausente, sino invisible. Si la pieza del rompecabezas tuviese que ser
necesariamente invisible, ya estaría todo arreglado: estaría completo, con su pieza
invisible incluida. ¿Tiene que ser invisible la pieza?
Antes de contestar a esta pregunta, queremos subrayar que la aceptación de la
divinidad no sería una salida cobarde por la puerta trasera, un acto irracional o propio
de menores de edad. Se trataría, más bien, del resultado de un estudio inteligente del
rompecabezas de la existencia. No tengo datos positivos que resulten de una
experiencia directa con la divinidad, pero eso no es razón suficiente para negar su
existencia [30].
Platón, por ejemplo, un pensador sabio y concreto, cuando habla de los mitos
reconoce que esas narraciones no son verdaderas, pero también afirma sabiamente
que ‘algo habrá de todo eso’, como diciendo:
‘no tengo nada cierto para hablar de la divinidad, pero la sabiduría del mundo me
lleva a contar con ella: la divinidad es una pieza que tiene su sitio en el rompecabezas’.
“Inconcebible, Blondel, tal vez no, pero extrañamente absurdo. Igual de absurdo
que lo más absurdo, como podría ser un sexo masculino en una naturaleza sin hembras;
igual de absurdo que un estómago en un universo donde no hubiese nada comestible;
igual de absurdo que un ojo en un universo sin luz, ni colores, ni nada visible.”[31]
“Los hombres imaginan que los dioses vienen al mundo como ellos, con las
mismas costumbres, el mismo lenguaje, la misma conducta... Han atribuido a los dioses
sus indignidades, robos, adulterios y engaños...”
“Si los bueyes, caballos y los leones tuvieran manos y, como los hombres,
pudieran pintar con ellas, los caballos pintarían figuras de dioses en forma de caballos y
los bueyes con figura de buey”.[32]
Por decirlo de otro modo: si el mundo universo fuese la mesa sobre la que estoy
trabajando ahora, las divinidades paganas serían seres que de alguna manera se
encontrarían dentro de la mesa, en algún lugar de ella; pero de ninguna forma serían
ajenos a lo que se puede encontrar en la mesa.
Eran estos dioses asequibles al ser humano, pero eran dioses ‘puestos’ por el
hombre. Mejor dicho, eran seres divinizados por el hombre, seres ‘declarados’ dioses
por el hombre. Lógicamente, tampoco eran estos capaces de dar respuesta a todas
las preguntas del hombre acerca de la existencia, aunque sí cumplían su limitada
misión: el hombre tenía algo relativamente trascendente con lo que contar. Pero
aquello no era capaz de satisfacer a la razón humana. Venía a ser lo que podríamos
calificar como un ‘remedio casero’ no satisfactorio.
Y es que la pieza del rompecabezas buscada no puede encontrarse dentro del
cosmos: es preciso que sea trascendente. Pero no solo trascender al propio individuo,
sino al mismo cosmos. No recuerdo bien cómo era un chiste que me contaron; lo que
sí recuerdo es que el protagonista, en un momento en el que se encuentra en un
autobús atiborrado de gente, le dice a su amigo: ‘Espera, voy a ver si hay sitio libre por
delante’. En ese momento se quita el ojo de cristal, lo lanza al aire, se lo vuelve a
colocar y le dice: ‘Vamos, que allí a la izquierda tenemos un hueco’. De alguna
manera el hombre necesita trascender, elevarse por encima de su nivel, para poder
alcanzar una visión del mundo y de la existencia que le otorgue un sentido completo
acerca de ésta.
Por lo tanto, si la pieza que buscamos, para ser la pieza que buscamos, debe
ser trascendente en el sentido más propio -no perteneciente al mundo-,
necesariamente esa pieza deberá ser superior, corresponderá a otro orden de cosas,
será por propia naturaleza no asequible al hombre. La pieza del rompecabezas será
naturalmente ‘invisible’ en el sentido más amplio de la palabra: supravisible, por
encima del orden de las cosas visibles y sensibles, y, por lo tanto, no evidente[33].
Todo esto es tanto como decir que el sentido de la existencia y del mundo
deberá venir de fuera, de fuera de la propia existencia y del propio mundo. Que es
tanto como decir que el mundo, si tiene sentido, deberá ser un mundo abierto, no
cerrado.
Un mundo cerrado sería un mundo que en sí mismo debería encontrar su
propio porqué; al ser un rompecabezas incompleto, sólo cabe concluir que sea
resultado de un error, con la única esperanza de ‘que haya suerte’; en su antes y en su
después no encuentra más que la nada. La filosofía existencialista de los dos últimos
siglos se ha dado cuenta con toda claridad de esta situación. Nietzsche declara que
‘Dios ha muerto’, y reconoce que lo que le queda al hombre es una nada insuperable.
Sartre postula que, tras la muerte de Dios, la vida queda privada de un fundamento
trascendente, y entonces la nada reemplaza a Dios en la vida del hombre.
Un mundo abierto, por el contrario, tiene por delante la tarea, difícil tarea, de
establecer contactos, relación, con esa realidad trascendente. Eso es lo que
trataremos en el capítulo siguiente.
“Coja una tras otra las diversas escuelas de pensadores que podemos considerar
ateos y vea cómo admiten el Absoluto. Los materialistas conciben la materia como un
Absoluto no engendrado e imperecedero o como un Devenir eterno o como una Muerte
inmortal o también como una Vida universal o una Naturaleza infinita, pero siempre como
un principio primero, radical e irreductible en ninguna otra cosa: el Absoluto. En cuanto a
los idealistas, reducen la materia a ser nada más que un correlato del espíritu y,
entonces, para ellos el Espíritu o el Yo o la Razón son como el Absoluto”[36].
Si esto es así, podríamos decir que en sentido amplio nadie es ateo; o mejor
dicho, todo el mundo es ateo con respecto a algún dios o absoluto: el materialista es
ateo del Espíritu Absoluto y del Dios cristiano; el cristiano es ateo del Devenir eterno; y
el idealista lo es de la materia como Absoluto, etc.
CAPÍTULO 3
a no ser que se pueda con más sosiego y menor peligro hacer la travesía con un
transporte más sólido, es decir, con la ayuda de la palabra revelada de un dios”[38].
Platón, como otros pensadores y filósofos después de él, estaba pues abierto a
la posibilidad de una revelación divina como modo de llegar a esas respuestas últimas
sobre el mundo y el hombre. El sentido religioso evita que el hombre cierre
precipitadamente el mundo a la trascendencia. Pero esta apertura es seria. No se trata
simplemente de rellenar de cualquier manera el hueco del puzzle que la existencia
humana encuentra cuando necesita dar respuesta a sus grandes cuestiones. No sería
razonable admitir la religión como un consuelo vacío, puramente sentimental, carente
de respuestas, sin un contenido objetivo y verdadero que responda a esa necesidad
del hombre.
El hombre debe estar abierto a la posibilidad de que se le revele un ser que se
encuentre más allá del mismo hombre, un ser trascendente causa y conocedor de los
enigmas del hombre. Encontramos en el hombre una fuerza que constantemente le
impulsa, desde su interior, a buscar una verdad trascendente; esta fuerza es a la que
nos referimos con el término ‘sentido religioso’.
Ahora bien, ¿resulta posible al hombre conocer esa verdad trascendente?
Platón ha contestado: “estudiar con respeto todo lo que se ha dicho a este
propósito”, y no “abandonar la búsqueda antes de haber probado todos los medios”,
pues es posible que podamos “hacer la travesía con un transporte más sólido, es
decir, con la ayuda de la palabra revelada de un dios”.
Eric Clapton, el mítico guitarrista, cantante y compositor,[39] habla en una
entrevista de sus experiencias profundas, y de sus éxitos primeros:
“Fue abrumador. Con 22 años era como un millonario. Tenía todo lo que pensaba
que había que tener para ser feliz: una casa, una novia preciosa, una carrera, dinero, un
montón de gente que me admiraba. Pero no me sentía feliz, y eso me confundía, porque
significaba que todo lo que me habían dicho hasta entonces era mentira. Sigue siendo
así. La publicidad te dice que si tienes este coche, esto, lo otro, un montón de cosas
materiales, incluso una mujer bella, una familia, hijos, serás feliz. Es mentira. La felicidad
viene, por lo que ahora he comprendido, de entenderte a ti mismo, de saber quién eres,
de quererte y sentirte cómodo con tu propia existencia. Pero cuando era joven no lo
sabía. De hecho, me ha costado toda la vida aprenderlo”.
Clapton tiene razón, pero ¿cómo entenderte a ti mismo y saber quién eres,
cómo entender tu propia existencia, si no te dice alguien trascendente a ti la verdad de
estas cuestiones? Para dar una respuesta válida al sentido de la existencia, es preciso
que el hombre pueda entenderse con la trascendencia.
De ahí que debamos dar un paso más y plantearnos ahora el problema de la
posibilidad de una comunicación del hombre con el ser Absoluto trascendente, con
Dios. Vamos a afrontar esta posibilidad, en un principio, teóricamente, es decir: en
caso de que pudiese haber una comunicación, cómo debería ser esta.
Por un lado se encuentra Dios, por otro lado el hombre. La comunicación entre
los dos requeriría que ambos saliesen al encuentro, que uno y otro ‘moviesen ficha’
buscando el encuentro.
Ahora bien, si Dios se encuentra fuera del mundo, al hombre le resulta
imposible contactar con él por sus propios medios, por sí solo. ¿Cómo podrá el
hombre ir al más allá? Esto es, el hombre deberá buscar, pero para que le resulte
posible dar con Dios, es preciso que Dios tome la iniciativa.
* * *
El hombre también tiene que hacer algo para conocer a Dios; o mejor, para
reconocer a Dios en lo que éste pudiese hacer para automanifestarse.
Pongamos por caso que asistimos a un museo de escultura. Vamos
acompañados de un hombre dedicado a los negocios; si su mirada para lo
específicamente financiero le absorbiese totalmente, no sería capaz de advertir el arte
de aquella estatua. Lo mismo ocurriría a quien solo fuese capaz de fijarse en el peso
de la talla y las dificultades de transporte de aquella pieza. Y lo mismo, aunque en otro
sentido, a quien solo fuese capaz de alcanzar una mirada técnica advirtiendo
exclusivamente el tipo de labranza de la piedra en cuestión. Lo más verdadero de
aquella obra de arte quedaría velado a quienes se acercasen a la escultura con una
mirada inadecuada. Cada verdad, para ser conocida, requiere ser mirada con la
mirada adecuada.
Cuando el hombre mueve ficha para salir al encuentro de Dios, si quiere tener
éxito en su búsqueda, deberá estar atento a que su mirada sea la adecuada. ¿Cuál es
la mirada adecuada para dar con Dios? Algunas características serán las que
tratamos en el primer capítulo: mirar desde su interior, mirar adentro de las
manifestaciones, mirar admirando, abriéndose a la verdad que pueda encerrar cada
cosa, rectitud, estar dispuesto a ir más allá de uno mismo.
Más en concreto, salir al encuentro, por parte del hombre, significará un
movimiento hacia lo incognoscible, hacia aquellas realidades que por no guardar
proporción con nuestra limitada capacidad de conocer, el hombre por sí solo no podrá
alcanzar. No es que esas realidades que llamamos incognoscibles sean
incognoscibles en sí mismas, sino que al hombre le resultan incognoscibles.
Así como la luz la captamos con el ejercicio del órgano que es el ojo, el olor lo
captamos con el ejercicio del olfato... lo que escapa o supera la capacidad de conocer
del entendimiento humano lo captamos mediante el ejercicio de la persona entera que
llamamos fe. La fe, por tanto, es una de las formas naturales de conocer del hombre;
en concreto, es la forma que tiene de conocer aquello que no puede afirmar por sí
mismo con la seguridad de la evidencia.
¿Qué es la fe? Si en otro trabajo buscamos una representación gráfica del amor
en un container con dos compartimentos[40], ahora queremos también buscar una
representación gráfica del acto de fe. Y lo haremos con algo tan vulgar como puede
ser una pelota, una pelota de cuero. Quien haya ‘desarmado’ una de estas pelotas,
habrá advertido que tiene tres capas: en el centro una bola de madera, envuelta en
trapo bien prensado, cerrada por una capa de cuero cosido.
Un núcleo incognoscible
En el acto de fe se hace referencia a un algo trascendente, desproporcionado a
nuestras capacidades; no a algo que se nos esconde, sino a algo tan distinto y
superior que nos imposibilita un acceso directo a su realidad. No se trata de un algo
superior ideado por mí, sino a algo independiente de mí, que existe aunque yo no lo
piense.
Ese núcleo incognoscible nunca lo conoceré directamente, jamás podré
alcanzar evidencia de él.
En un fingido diálogo de Guitton con Pascal, éste le pregunta por qué cree en
Dios.
“-¿Por qué? ¡Por que me cuesta creer en él!
-A ver si le entiendo. ¿Dice usted que cree en Dios porque le cuesta creer en él?
-Sí. Y a esto añadiré, Pascal: si no me costase creer en él, pienso que no creería
en él.
-Es curioso.
-No, pero sí es una de ellas. Si Dios fuese fácil, estaría al alcance de la mano. No
sería trascendente y no sería Dios. Pero si Dios es Dios, hay una desproporción entre él
y nosotros. No es de extrañar que, para verlo, tengamos que ponernos de puntillas sobre
la punta del espíritu.”[41]
Entonces, ¿hay algo que buscar fuera de mí? En este punto queremos llamar
la atención. Cuando una persona busca la fe, parece que el movimiento instintivo o
primero es el de buscar dentro de sí mismo, de su experiencia, de su cabeza, a ver si
encuentra algo que le pueda hacer creer en Dios. Actuar así es prescindir de un
fundamento objetivo, es decir, prescindir de algo objetivo, algo que se encuentra fuera
de mí; como si en la fe todo fuese subjetivo. No es así. Si fuese así, no sería posible
alcanzar certeza alguna. Creer sería tener la opinión de que Dios existe, y no creer
sería mantener la opinión contraria. No. Creer, para ser un acto razonable, requiere
encontrar un fundamento objetivo, fuera de mí, constatable por mí y por muchos otros
a la vez.
claridad oscuridad/confusión
certeza duda
evidencia no evidencia
seguridad temor
Volvamos al ejemplo del conductor y el semáforo; en un supuesto mundo de
conductores perfectos:
- puedo tener un conocimiento claro de que si yo tengo el semáforo en color
verde, no pasará nadie. Esa claridad convive con otras oscuridades: no sé si el hecho
de que no pase nadie se debe a que no viene nadie, o si el que venía está parado; si
están un coche o cinco, o si era una moto la que iba a pasar, o...;
- tengo la certeza de que no viene nadie;
-no tengo la evidencia directa de que no venga nadie. La única evidencia que se
puede tener es la evidencia del signo: es evidente para mí la luz verde del semáforo;
-tengo la seguridad de que no pasa nadie.
CAPÍTULO 4
“Cuando las cacerías eran en domingo, Juan Antonio andaba con la preocupación
de oír la misa.
Tenía que madrugar mucho para subir al Santuario a una misa que tienen los
frailes muy temprano. Yo le decía: No te preocupes. ¿A qué hora quieres la misa? Y
entonces la celebrábamos aquí, para todos los cazadores. Bajaba un cura del Santuario y
poníamos el altar ahí, contra ese muro. Y señala la fachada principal de la casa,
adornada con numerosos trofeos de caza, en su mayoría cornamentas de venados.
Se puso serio y dijo:-Yo daría los dos brazos por poder creer.”[43]
Como las imágenes, también los chistes dicen más que mil palabras.
Recordaré aquel caso de un hombre que, con mala cara y ceño fruncido, entra en una
farmacia y se dirige al farmacéutico:
La respuesta fue:
“¿Crees que voy a determinarme por argumentos? Encontraré mejores contra ti.
Sostendré que el espíritu conduce el mundo y no la inteligencia”.
Del mismo modo que reducir la cultura a los kilos que se es capaz de levantar
es un claro reduccionismo, reducir la sabiduría a lo que se es capaz de demostrar con
silogismos es un claro reduccionismo.
* * *
No queremos decir que haya que ir a la lógica del absurdo, o moverse en el
mundo de lo irracional, pero sí decir que a quien le corresponde saber –la sabiduría-
es al hombre. Y que hay muchas verdades que el hombre alcanza más allá de la
razón. En concreto, gran parte de las realidades son transempíricas, esto es,
realidades que se encuentran más allá –‘trans’- de lo experimentable por los sentidos
–‘empírico’-. La mayor parte de las realidades que el hombre puede conocer se
encuentran por debajo de los accidentes. Cuando el hombre se pone frente a ellas
queriendo conocerlas... la razón no llega más que a las puertas.
Todos tenemos mil experiencias al respecto. En una novela recientemente
reeditada, dice el protagonista:
“¡Qué larga se hace la quietud con una chica al lado! Y más si es como Helena.
Porque Helena sabe hablar sin abrir la boca y provocar horriblemente con una insufrible
media sonrisa”[45].
* * *
¿Cuál es, entonces, el papel de la razón? Conocer la verdad. La razón debe
velar para que lo que acepte el hombre sea razonado o razonable. Reducir toda la
verdad a lo razonado, constituiría un lamentable error. El mapa de la realidad es
completo cuando la razón suma todas las verdades razonadas que encuentra, y todas
aquellas que –aunque no es capaz de dominar racionalmente- se le presentan como
razonables. Pero ahí se acaba su papel. Sería salirse de su sitio pretender dominar la
región entera de lo verdadero. Si para aceptar la existencia de Dios y conocerle fuese
un requisito indispensable poseerlo intelectualmente, nunca podría aceptarlo, pues por
la misma noción de Dios, Dios sería aquello que me trasciende y que, por lo tanto,
nunca poseeré –ni siquiera intelectualmente-.
Sin embargo, la razón se comporta razonablemente cuando acepta verdades
que no puede poseer totalmente. El hombre puede saber en zonas donde la razón
deja de hacer pie.
Sócrates adopta una postura sabia. El que se autodefine como ‘amante de la
sabiduría’ reconoce expresamente: “Sólo sé que no sé nada”. Esta postura apunta
acertadamente la actitud propia de aquel que pretenda poder creer.
El verdadero sabio no es el mero ejercitador del intelecto, sino el amante de la
sabiduría:
a) ‘Sólo sé’ habla de una capacidad de conocer, y de una claridad, que convive
con la oscuridad, pues sé que mi conocimiento es parcial y, por lo tanto, es ‘no saber’.
b) ‘No sé nada’ expresa la oscuridad.
La sabiduría es esa oscura claridad en la que el hombre se mueve. El sabio se
introduce en algo que le supera, se mete en la verdad; no la posee, pero
introduciéndose en ella, confía en ir conociéndola cada vez más, pues lo poco que
sabe no es más que un principio que generará más conocimientos, una mayor
participación de la verdad. Por eso, el saber es un continuo dar a luz, el saber es un
conocimiento que progresa, que está siempre en gestación, en crecimiento.
Sócrates admite, pues, que el verdadero saber supone la fe, en la medida en
que no puede ser más que una claridad (sólo sé) que es oscura (que no sé nada). Una
oscura claridad es la descripción que han dado siempre de la fe los grandes místicos
de la tradición cristiana[49].
* * *
Creer es algo mucho más sencillo de lo que pueda parecer; se complica
mucho, sin embargo, cuando se quiere hacerlo exclusivamente con la razón, porque la
razón no puede hacerlo todo. La razón tiene su papel. Veamos.
En todo acto de fe, de acuerdo con los movimientos de ficha tratados en el
capítulo anterior, se da esta cadena de cuatro momentos:
Dios incognoscible------manifestación--------testigos-----------yo[·1]
La duda es razonable, y es buena. Pero, una vez más, puede tenderse una
trampa a quien se encuentre en esta situación.
Recuerdo una radio-tertulia en la que se estaba hablando del mal de las vacas
locas vivido en Europa en el cambio de siglo. Un tertuliante afirmó que la duda
siempre había sido el motor de la ciencia, y que él tenía por sistema dudar de todo y
siempre, por lo que él sospechaba del gobierno, de los veterinarios, de los ganaderos
y de los carniceros.
Es innegable que la duda tiene un papel importante en el desarrollo del conocer
humano. En los muchísimos casos en los que no tenemos un conocimiento
absolutamente cierto de algo, siempre se presentará una duda mayor o menor, pero
duda; es lógico que al no tener una base en la evidencia, se pase por la fase de la
duda buscando la credentidad o credibilidad de aquello. Pero, en este caso, la duda es
un estado pasajero, una fase para alcanzar una verdad no evidente. Esta duda es
razonable.
Otra cosa muy distinta es la duda del radio-tertuliante al que nos referíamos, la
duda como sistema, como método. Y esta duda no es razonable, ya que se convierte
a la razón en instrumento, de forma que –y volvemos al apartado anterior- la razón es
el único instrumento que puede decirme qué es verdad y qué no: solo es verdad lo
razonado. Esta duda paraliza, no lleva a ningún lado. Es como quien, ante cada
semáforo, dudase –por sistema- si pasar o no pasar y se parase.
Dudar es bueno, pero siempre que se esté atento a dudar bien. Una cosa es
dudar bien y otra, muy distinta, es dudar mal.
Un supuesto interlocutor pregunta a Guitton:
“-Porque dudar forma parte del método racional para llegar a la verdad y la duda
hace tabla rasa. Así nace la libertad de espíritu. Y esta libertad, Guitton, excluye su fe.
-Hay que dudar, pero dudar bien. ¿Está usted seguro de dudar bien? Cree usted
dudar de todo, pero no duda usted de esa duda misma sobre la duda. Un espíritu
realmente crítico incluiría una crítica de la crítica. Vea usted, querido amigo-enemigo, así
es como soy crítico o intento serlo. Ésta me parece racionalmente superior. Y esa duda
no hace tabla rasa y presenta una libertad más sustancial, que no está reñida con mi
fe.”[50]
Este dudar bien, con sentido crítico de la duda, le lleva a afirmar en otra
ocasión:
“-Perdone que le haga otra pregunta. ¿Nunca ha tenido dudas sobre Dios y el
destino?
-No, porque siempre las tengo.”[51]
Y en otra ocasión:
* * *
“El ser sabio con la cabeza de otro, es menos que el ser sabio por uno mismo,
pero es infinitamente de más peso que el orgullo estéril de aquél que no llega a consumar
la independencia de quien verdaderamente sabe y, al mismo tiempo, desprecia la
dependencia del que cree.”[53]
* * *
La duda se presenta, en muchos casos, como una tela de araña en la que uno
se encuentra atrapado. Suele ocurrir a personas que querrían alcanzar el
conocimiento del Dios verdadero a partir de sí mismos y dentro de sí mismos. Eso no
es posible. Se requiere levantar la mirada, sacarla de la propia interioridad y del propio
mundo lógico, y buscar algo objetivo, externo a uno mismo. En uno mismo se
encuentra la tendencia hacia algo trascendente que dé sentido a la vida; pero esa
tendencia me dirige hacia un Ser externo a mí, que podré encontrar en lo que él haya
podido hacer para darse a conocer. La seguridad se encontrará ahí.
Estas palabras nos parecen del todo ciertas: el sentido de nuestro mundo viene
dado por los rostros. Y nos parece también que es perfectamente aplicable al tema
que nos ocupa. Buscando el sentido de la vida, éste nos ha remitido a la existencia de
un ser trascendente. De un ser, aunque bien podríamos decir... de un rostro, o mejor,
de un Rostro.
La trampa se hallaría en pretender resolver la cuestión de la fe buscando una
verdad –de nuevo se oculta en esta trampa el racionalismo-, y no una Persona que
realiza una serie de hechos y signos para salir al encuentro del hombre. Esta trampa
es la que refleja Unamuno en su Diario:
“Con la razón buscaba un Dios racional, que iba desvaneciéndose por ser pura
idea, y así paraba en el Dios Nada a que el panteísmo conduce, y en un puro
fenomenismo, raíz de todo mi sentimiento de vacío”.[55]
Así se expresaba una buena madre de un joven con cáncer, sumida en una
agria resignación. A mi modo de ver, ha caído en la trampa. Toda su persona clama
por otra Persona que le daría lo que ella está necesitando, pero como lo que quiere
ella es una verdad poseída y demostrada, una verdad sin misterio... lo rechaza.
Escribe Alexis Carrel:
“Yo, en un principio, fui católico sincero; después estoico; más tarde, kantiano; y a
continuación caí en el escepticismo absoluto y en el diletantismo. Cada vez he sido más
desgraciado. El catolicismo, que por desdicha no comprendí, es lo que más me satisfacía.
Mas ahora me encuentro solo en la oscuridad. Los sistemas puramente intelectuales no
existen. ¿Qué importan todas las teorías ante la vida y la muerte? Para nuestra verdadera
vida, no necesitamos ciencia, sino alma y creencias.[56]
“Vivía dormido, sin pensar en tales cosas, perdido en mis proyectos y en mis
estudios, confiando en la razón, como viven otros. Vivía alegre y animoso, sin pensar en
la muerte más que como se piensa en una proposición científica y sin que su
pensamiento me diera más frío ni calor que el que me da el de que el Sol se apagará un
día. He vivido como viven los más de mis amigos, dejándome vivir y soñando en dejar
algo y en aportar mi partecilla a la obra del progreso. He vivido discutiendo de filosofía,
arte y letras y como si todo esto fuera eterno. He vivido como viven los más que se
llaman sanos de espíritu, fuertes de él, equilibrados y normales, considerando a la muerte
como a una ley natural y necesaria condición de la vida. Y he aquí que ahora no puedo
vivir así, y veo esos años de ánimo, de bríos, de lucha, de proyectos y de alegría como
uno años de muerte espiritual y de sueño. Pero no puedo impedir cierta tristeza por ellos.
He creído vivir feliz, y me veo arrancado a esa felicidad. (...) La crisis venía incubándose
lentamente, y no he comprendido su incubación hasta que ha estallado. Me encuentro en
otro país, con otros horizontes, con otra vida. Parece que ha variado en todo la
perspectiva.”[58]
Cuando el sentimiento manda demasiado
“La religión ha tenido tradicionalmente tres funciones: explicar la realidad,
ayudar a soportar emocionalmente las experiencias trágicas y sin sentido y
proporcionar normas de conducta. La primera la ha ocupado la ciencia y la última la
ética. Queda sólo la ayuda emocional, lo que hace que las nuevas formas de religión
sean fundamentalmente emocionales y se conviertan casi en formas de terapia.
Interesa ver hasta dónde puede recuperarse la función cognoscitiva de la religión.” [59]
Es un error descargar a la religión de contenido cognoscitivo, y reducirla a una
mera función sentimental.
“Es que no puedo creer. No siento a Dios ni nada por ningún lado. Antes, de
pequeño, me alegraba al pensar en él, y sentía algo. Pero ahora... nada”.
Un razonamiento así –por otro lado, nada inusual- supone desconocer en qué consiste
el acto de creer. Supone olvidar que el sentimiento no forma parte –por decirlo así- de
la pelota del creer. Quien busca el fundamento de su creencia en si siente o no a Dios,
ha caído en una trampa: el fundamento objetivo, aquello en lo que uno se basa para
creer, no son los sentimientos, sino hechos, signos y realidades ajenas a mi
persona.[60]
No cabe ninguna duda de que la persona que cree puede vivir unos
sentimientos como consecuencia de su creer, pero estos son ajenos a la estructura
misma del creer. Por eso, podríamos decir que en el creer no tiene parte el
sentimiento, aunque sí que tiene sentimientos la persona que cree.
Es frecuente encontrar personas para quienes todo encuentro con Dios, para
ser auténtico y real, debe ir necesariamente acompañado de un sentimiento –que
quizá en determinadas circunstancias de su vida han experimentado con particular
intensidad-; estos sentimientos serían la garantía de la autenticidad –algo así como
una especie de control de calidad espiritual- de su fe. De este modo ‘reducen’ a Dios a
determinados momentos de ‘subidón’. Y eso es un error importante.
Me llamó la atención escuchar a varios jóvenes que argumentaban su ateismo
diciendo que Dios era una creación psicológica de la persona. Después caí en la
cuenta de la casualidad de que casi todos ellos eran estudiantes de medicina. Entendí
entonces a qué se debía su postura. Tenían razón en que el ‘subidón’ o bienestar
anímico es química: eso es un fenómeno de carácter más bien fisiológico, unos
neurotransmisores que actúan sobre unos receptores en todo el organismo, con
efectos como la taquicardia, sudoración, aumento de la frecuencia respiratoria...:
adrenalina; solamente eso: adrenalina. Eso no es la fe: Dios no es adrenalina, ni un
neurotransmisor. Dios es un ser independiente a mi persona, y creer es un acto
razonable de la persona. El sentimiento es otra cosa, que puede acompañar al acto de
creer, pero que no forma parte de él.
¿Cómo acompaña el sentimiento? De todas las formas posibles. Además, de
forma muy variable, sin que se pueda decir que a tal grado de fe le acompañe
necesariamente una forma determinada de sentir. Una persona puede sentir mucho y
no tener fe, y otra no sentir nada y tener una gran fe.
Ponemos dos ejemplos de modos de sentir. El primero siente aversión; el
segundo, libertad interior.
Claudel, intelectual converso, cuenta así los sentimientos que encontró en su
interior tras la aceptación de la fe:
C. TRAMPAS AL NÚCLEO
Por último, veamos algunas trampas que hacen referencia al núcleo. Creer es
afirmar algo oculto, una realidad que no está al alcance de los sentidos. Dos posibles
trampas son la de reducir el objeto de creencia a una idea, y la de degradar al Ser que
se halla en el núcleo.
“Dicen que cuando se acaba la fuerza, tira el alma. Para mí no hay alma, sino
que...”
Ya no seguí escuchando; aquel ‘para mí’ me absorbió toda la atención. Para mí.
Es respetable cualquier para mí, pero no se puede pretender que todos los para mí
sean verdad. Una cosa es respetar las opiniones y conciencias, y otra muy distinta es
afirmar que todas las opiniones sean verdad por ser dichas con buena intención.
Ya lo dijo el insigne poeta castellano:
La tuya, guárdatela”.[63]
¿Qué tiene que ver esto con el núcleo incognoscible que es afirmado en el acto
de fe? Tiene mucho que ver, y es lo siguiente: lo que afirma aquel que cree no es una
idea suya, sino que lo que afirma el que cree es un ser, la existencia de un ser
determinado.
Caería en una trampa aquel que redujera a Dios a una fabricación de su mente.
Cuando alguien afirma “Es que... necesito creer en alguien”, debe estar atento y darse
cuenta de que creer en alguien no es fabricar una idea que me viene bien para estar
tranquilo. Creer en alguien es afirmar que hay un Ser independiente de mí, superior a
mí, que tiene una vida y es.
Es fácil caer en esta trampa de creer en un dios que no tiene más existencia
que la que yo le doy al pensarlo, dios idea que no remite a ningún Ser real, con su
naturaleza propia, con su vida y su ‘historia’.
* * *
En el mundo y en la historia de la humanidad se ha hablado de muchos dioses;
entonces, ¿por qué vamos a afirmar que uno es verdadero y los demás no? ¿quién es
‘el guapo’ que puede decir que el suyo es el único? Esta cuestión no es, en principio,
fácil de contestar. Querer resolverla no tiene porqué llevar a afirmar que todos los
dioses afirmados por los hombres son verdaderos -que es lo mismo que decir que
ninguno es el verdadero-, y así son todos iguales. No. El hombre no tiene que
renunciar a conocer la verdad. Reducir todos los dioses al rango de ideas,
arrebatándolos del nivel de la realidad, llevaría al hombre a renunciar definitivamente a
encontrar respuesta a sus grandes cuestiones. Si Dios se ha dado a conocer, es
seguro que el hombre que quiera conocer la verdad podrá alcanzarlo razonablemente.
Una cosa es respetar todas las creencias, y otra muy distinta es renunciar a la
capacidad del hombre a conocer la verdad. Y es fácil caer en esta trampa porque el “el
principio de la tolerancia y de respeto a la libertad es manipulado hoy y sobrepasado
indebidamente cuando se amplía al aprecio de los contenidos, como si todos los
contenidos de las diversas religiones y también de las concepciones arreligiosas de la
vida se pudieran colocar en el mismo plano, y no existiese ya una verdad objetiva y
universal, puesto que Dios o Lo Absoluto se revelaría bajo innumerables nombres,
pero todos estos nombres serían verdaderos.
“Esta falsa idea de tolerancia va unida a la pérdida y a la renuncia de la cuestión
de la Verdad, que, efectivamente, hoy es sentida por muchos como una cuestión
irrelevante o de segundo orden. Sale así a la luz la debilidad intelectual de la cultura
actual: al llegar a faltar la demanda de verdad, la esencia de la religión no se
diferencia ya de su ‘no esencia’, la fe no se distingue de la superstición ni de la
experiencia de la ilusión”.[64]
* * *
Otra forma de vestirse esta trampa es la que hace de Dios una idea sublime y
omnipresente, o mejor, una especie de pastel panteísta, algo vago e impersonal. Se
trata de una postura que, por ser tolerante, está muy de moda. Veamos un ejemplo.
Uno de los cuentos de Navidad del norteamericano Truman Capote presenta a
dos niños encantadores. Cada año van ahorrando dinero para comprar lo necesario
para hacer unas magníficas tartas de frutas que regalan a los personajes más
variopintos. El cuento es enternecedor. Los protagonistas también. Como botón de
muestra servirá este breve comentario de uno de ellos:
“Mi amiga no ha ido jamás al cine, ni tiene intención de hacerlo:
Pues bien, el cuento acaba con una despedida definitiva por motivos familiares.
A ésta le precede una gran conversación, en la que se encuentran estas palabras:
“-¡Ahí va, pero qué tonta soy! –exclama mi amiga, repentinamente alerta, como la
mujer que se ha acordado demasiado tarde de los pasteles que había dejado en el
horno-. ¿Sabes qué había creído siempre? (...) Siempre había creído que para ver al
Señor hacía falta que el cuerpo estuviese muy enfermo, agonizante. Y me imaginaba que
cuando Él llegase sería como contemplar una vidriera baptista: tan bonito como cuando el
sol se cuela a chorros por los cristales de colores, tan luminoso que ni te enteras de que
está oscureciendo. (...) Pero apuesto a que no es eso lo que suele ocurrir. Apuesto a
que, cuando llega a su final, la carne comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que las
cosas, tal como son –su mano traza un círculo, en un ademán que abarca nubes y
cometas y hierba, y hasta a Queenie (el perro), que está escarbando la tierra en la que ha
enterrado su hueso-, tal como siempre las ha visto, eran verle a Él.”[66]
Estas líneas admiten dos lecturas. Una, según la cual se afirma que la belleza
del Dios incognoscible está presente en la creación. Pero cabe otra lectura según la
cual parece que el pensamiento que el autor pone en boca de su inocente
protagonista –pensamiento cargado de belleza y ternura, como todo en cada página
del cuento-, encierra una idea confusa acerca del Dios que afirma. El Dios del que
habla viene a ser una idea sublime, presente en todo y que se confunde con todo, a la
que niega una realidad objetiva e independiente. Reduce Dios a una bella idea; bella y
sublime, pero idea al fin y al cabo.
* * *
La filosofía occidental de los últimos siglos ha reducido a Dios a una idea. Kant
es un filósofo creyente cristiano, pero dentro de su filosofía entiende que Dios es una
idea necesaria en el hombre para que exista una moral; el evangelio es solo una forma
concreta de vivir con ética; y Cristo no es más que el arquetipo del hombre bueno que
todos estamos llamados a ser porque es inherente a nuestra estructura moral, es una
propuesta de un modelo de lo que el hombre debería y –en el fondo- querría ser. Dios,
por lo tanto, no existe como hecho.
Algunos dicen que la fe es un consuelo de tontos. Si Dios fuese solo una idea,
tendrían bastante razón.
CAPÍTULO 5
Ya sabemos cómo tendría que ser la escalera que nos diera acceso a una
óptica trascendente, a ver las cosas desde arriba, a tener conocimiento de la verdad
acerca de nosotros mismos y del mundo. Si lográsemos encontrar esa escalera
y levantarnos trepando sus peldaños, nos resultaría ya muy sencillo entender la lógica
y el sentido de nuestra vida. Es, pues, razonable que indaguemos si a lo largo de la
historia de la humanidad, Dios ha hecho algo por manifestarse, si Dios ha movido
ficha.
Muchos piensan que si existiese un Dios debería ser fácil conocerle: un Dios
que jugase al escondite sería absurdo. En mi opinión, quienes así piensan tienen
razón en que no sería lógico un dios jugando al escondite, un dios que se escondiera
intencionadamente con el fin de mantenerse oculto a sus criaturas.
Pero, ¿qué es jugar al escondite? Debemos estar atentos: sería una ingenuidad
pensar que las ondas sonoras se le esconden al hombre de la calle. No se le
esconden, lo que ocurre es que las ondas tienen una naturaleza tal que el hombre no
las detecta a simple vista. Por ejemplo, ¿juegan al escondite el miope y la lentilla? No.
Todos hemos visto algún miope en apuros buscando su lentilla, y a veces crea
situaciones tan trágicas como cómicas. ¿Se esconden las lentillas? ¿Por qué no son
las lentillas gordas, tan gordas que puedan ser localizadas a palpo por el miope? ¿No
será que fabrican así las lentillas -delgaditas y transparentes- adrede, para que los
miopes no puedan encontrarlas sin dificultad? Pues no: una lentilla del grosor de un
vidrio no puede ser una lentilla. Las características que deben reunir las lentillas son
tales que necesariamente resultan difíciles de localizar por un miope. Tampoco Dios
juega al escondite.
También estoy de acuerdo en que ‘debería ser fácil conocerle’. Está claro que
ser fácil no significa ser evidente: no es posible que un ser inmaterial y trascendente
resulte evidente al hombre, que conoce por los sentidos. Aunque ya lo dijimos
expresamente, no nos importa insistir: el hombre es limitado, y sus límites condicionan
a Dios; esto es, aunque Dios quiera manifestarse, no puede hacerlo de cualquier
forma; tendrá que hacerlo de acuerdo a como es el hombre.
Dicho de otra manera: ¿puede Dios hacer un círculo cuadrado? Pues no: Dios
lo puede todo y no puede hacer un círculo cuadrado. ¿Por qué? Porque el círculo tiene
una naturaleza propia, y si Dios empezase a cuadrar el círculo al mismo tiempo
empezaría a destruirlo. Esto es, Dios puede cuadrar un círculo solo si destruye el
círculo. Lo mismo ocurre cuando quiere darse a conocer al hombre. Si hay un Dios,
ese Dios habría hecho al hombre, y ha hecho al hombre tal como es. A la forma como
ha sido hecho el hombre le resulta imposible tener una experiencia evidente de una
realidad puramente espiritual y trascendente. La forma de ser y de conocer del hombre
impone a Dios aquellas cuatro limitaciones[67]. Si Dios se las saltase, no podría
hacerlo sin destruir al mismo hombre. Por eso, a Dios no le ha visto nadie jamás,
porque no puede ser visto por el hombre, no porque Dios se esconda.
Dios debería ser, sin embargo, fácil de conocer. ¿Qué podría hacer un Dios que
quisiese contactar con el hombre? Podría hacer una perfecta traducción de su
Persona –la más perfecta de las posibles-; quedaría oculto al desvelarse, pero
arrojaría toda la luz posible a esa oscuridad; tendría que usar signos, hechos y
realidades que tuvieran peso y que resultasen constatables para un grupo de personas
suficientemente amplio que pudiesen dar testimonio fiable de ellos; dejaría ocultos
unos misterios, no por ser cosas inexplicables, sino por ser partes de la realidad que
no nos resultan accesibles, pero nos señalaría -al mismo tiempo- el sentido de esos
misterios.
Es decir –y esto es de una importancia capital- el movimiento de ficha de Dios
debería ser perfecto, de tal manera que lo que exigiese al hombre –el movimiento de
ficha por parte del hombre que es el acto de fe- fuese algo razonable. No sería lógico
hacer al hombre racional y exigirle un acto irracional para dar con él. La forma de
conocer del hombre y la forma de ser de Dios impiden un contacto evidente. Que Dios
y hombre establezcan contacto, necesariamente implicará que el hombre dé un cierto
salto, sí, pero no un salto en el vacío, sino un salto razonable; por decirlo
gráficamente, un salto que se da con el visto bueno de la razón.
Lo que toca ahora es ver si en la historia de la humanidad ha ocurrido algo que
podamos interpretar como el movimiento de ficha de Dios; o si, por el contrario,
deberemos seguir esperando a ver si Dios toma alguna iniciativa. En el caso de que
Dios ya hubiese tomado la iniciativa para darse a conocer al hombre, es seguro que
habría tenido su repercusión en el mundo: no podría fallar Dios en su intento. Si Dios
es el ser perfecto e infinito, la forma de darse a conocer al hombre deberá ser también
perfecta. Sólo puede tener las limitaciones que le imponen los límites del hombre.
¿Dónde podemos dirigirnos para ver si Dios ha tomado alguna iniciativa?
Lógicamente, a las religiones. Sería muy largo analizar el caso de cada una de las
religiones, viendo si se cumplen y el modo en el que se cumplen cada uno de los
movimientos de ficha, si caen o no en alguna de las trampas, etcétera. No resulta
posible introducir aquí un estudio en profundidad. Pero sí vamos a ver, de forma más
rápida de lo que nos gustaría, cómo se dan los movimientos de ficha en las grandes
religiones.
El islam
El Islam es la religión universal más reciente. Su fundador, Mahoma
(Muhammad) -reconocido como el enviado de Dios- presenta un claro problema a la
hora de reconocerle cierta credentidad, es decir, a la hora de aceptarle
razonablemente. ¿Por qué?
Mahoma nace en La Meca hacia el año 570, hijo póstumo, huérfano a los cinco
o seis años. Tenemos pocos datos de su infancia y juventud. A los veinticinco años se
casó con una viuda rica, circunstancia que le permitió retirarse con relativa frecuencia
a la cueva de un monje para meditar. Hacia los cuarenta años se le presentó un ser
angélico que le ordenó recitar lo que actualmente encontramos en la sura 96 del
Corán. “Habiendo insistido su esposa Jadiya en que se trataba de una experiencia
procedente de Dios, Mahoma la aceptó como tal, aunque es indiscutible que,
originalmente, abrigó dudas. Esta revelación se produjo en medio de una situación de
malestar espiritual y psicológico que estuvo acompañado, ocasionalmente, de
tentaciones de suicidio. Se ha intentado explicar este episodio como un producto de la
insania mental, la epilepsia o algún tipo de desarreglo psicológico, pero las pruebas
no parecen concluyentes. Por otro lado, resulta difícil dudar de la sinceridad de
Mahoma”[68].
Mahoma proclama a Allah como único Dios, y el Corán es el libro sagrado:
“aunque se afirma que contiene el conjunto de revelaciones recibidas por Mahoma y
comunicadas por éste a sus contemporáneos, su compilación definitiva se produjo”
años más tarde, con “el abandono de algunos textos originales de Mahoma y la
alteración de otros”[69]. Contiene sabiduría y orientaciones básicas para la vida
terrena, así como severas advertencias respecto al juicio último y al más allá, pero –a
diferencia de la revelación judeo-cristiana- no contempla promesas divinas,
intervenciones de Dios en la historia de los hombres que puedan ser criterio objetivo
de su veracidad.
“El Credo musulmán profesa e inculca una concepción estrictamente
monoteísta y lejana de lo divino. El Dios del Corán es un Ser que inspira más
sobrecogimiento que amor, y está para muchos occidentales más cerca del Motor
inmóvil de Aristóteles que de la divinidad trascendente y antropomórfica del Antiguo
Testamento. Mahoma se presenta como el último y definitivo de una serie de profetas
(Adán, Noé, Abraham, Jesús), restaurador de una religión antigua y pura, que se
habría degradado en el transcurso de los siglos”.[70]
La limitación que presenta el Islam es que Dios dejaría todo pendiente de una
revelación privada, se desvela únicamente a una persona –Mahoma-, y esa revelación
es dudosa incluso para él mismo: es su mujer la que le sugiere y convence que su
sueño es una revelación. En el Islam, por tanto, Dios se traduciría en un sueño,
exclusivamente en el trance extático de una única persona.
¿Cuál es el elemento objetivo, lo correspondiente a la capa de trapo prensado,
en el islamismo? Un sueño, nada más; no hay signos y hechos históricos, obras
objetivas para cualquiera, que lo acrediten. En este sentido decíamos que presenta
ciertas limitaciones para ser admitido razonablemente. En cualquier juicio humano se
exige la presencia de algún testigo o la presentación de pruebas: en el caso del Islam
no hay testigos ni pruebas; solo el sueño de Mahoma.
Por otro lado, el Corán también podría ser una traducción de Dios, pero
presenta la misma limitación: el Corán es desvelado en exclusiva a Mahoma, y no hay
nada objetivo –hechos, obras- que lo avalen. Además, el Corán es defectuoso, en el
sentido de que pretende coincidir con las Escrituras anteriores –el Antiguo y el Nuevo
Testamento judío y cristiano-, pero –como critican los judíos- “resulta evidente que
Mahoma conocía mal e insuficientemente el Antiguo Testamento, con el que el Corán
presenta contradicciones importantes como sustituir a Isaac por Ismael en lo relativo a
las promesas; el identificar a María, hermana de Moisés, con la madre de Jesús,
etc.”[71]
Podríamos decir que en la religión del Islam, Dios mueve ficha muy
deficientemente: creer en Dios es creer en un hombre, Mahoma, portador de todo, y
ningún testigo más. El salto que implicaría el acto de fe se hace tanto más difícil en
cuanto que la vida de este hombre, además, está sometida a ciertas incoherencias
que lo hacen, al menos, discutible: “la utilización de la guerra con fines religiosos; su
pasión por las mujeres, que le llevó a superar el máximo permitido a sus seguidores, a
desposarse con una niña de ocho-nueve años y a tomar como mujer a la esposa de
un familiar; su recurso político a la violencia casi ilimitada, como en el semiexterminio
de algunas de las tribus judías de Arabia o en las órdenes de dar muerte a algunos de
sus enemigos políticos o a los apostatas del Islam; y su tendencia al
engrandecimiento personal.”[72]
El hinduismo
El caso del hinduismo es bien distinto. En él no se da ningún movimiento de
ficha por parte de Dios. Esta antigua religión –inicia en torno al 1500 antes de Cristo-
es una síntesis de muchas otras religiones antiguas de la India, religiones naturales,
inventadas por hombres con la buena intención de ayudar a los pueblos a vivir bien y
con respeto y sumisión a la desconocida divinidad.
En su origen, pues, el hinduismo se limita a recoger diversas iniciativas que el
sentido religioso de aquellos pueblos antiguos había canalizado de distintas formas
tratando de establecer una relación con la divinidad.
No hay, por tanto, ninguna revelación por parte de Dios; solo hay búsqueda del
hombre. Se trata más bien de una religión fuertemente sincrética en la que confluyen
influencias diversas. Por otro lado, es por naturaleza politeísta y multiforme, con una
amplia variedad de dioses, en los que a veces se dan aspectos contrapuestos.
“Así, junto a los dioses Shiva, Vishnú y Brama son venerados centenares de
divinidades que para sus adeptos tienen una importancia esencial (...)
Así, Shiva es a la vez dios de los ascetas y divinidad fálica; o Vishnú es un dios
casi omnipresente y creador, y, al mismo tiempo, un ser que desciende en avataras no
pocas veces muy degradados. Junto con Brama, estos dioses constituyen la gran tríada
del hinduismo que sustituyó a los dioses védicos primeros como Indra, Agni y Soma, cuyo
culto pervivió pero de manera muchos menos relevante. Además de los citados, son
divinidades masculinas de cierta importancia el hombre león Narasimha; el Buda; Rama;
Kalki o Krishna, siendo identificados estos últimos con avataras de Vishnú. De entre las
diosas destacan Devi; Durga; Kali (estas dos últimas identificadas a veces con Devi);
Radha, la consorte de Krishna; Lakshmi, la esposa de Vishnú; Parvati, esposa de Shiva;
Ganga, la gran diosa del río (el Ganges); Sarasvati, etc. Entre las divinidades menores
destacan Hanuman (el dios mono); Skanda (el general de las fuerzas armadas de los
dioses), hijo de Shiva y de Parvati; o Ghanesa (el dios con cabeza de elefante).”[73]
Budismo
El caso del Budismo, desde la perspectiva que nos ocupa, tiene algo de las dos
religiones anteriores. En su origen tiene una cierta conexión con el hinduismo.
Buda es un príncipe nacido en el actual Nepal –cerca de la frontera India- hacia
el año 563 antes de Cristo. “Se casó muy joven y tuvo un hijo, Rahula, pero
insatisfecho con su vida lo abandonó al igual que a su esposa y comenzó a vivir como
un asceta, no tardando en reunir cinco discípulos. Cansado de esta forma de vida, la
abandono, lo que tuvo como consecuencia que perdiera a sus discípulos.
“Sobre los treinta y cinco años fue iluminado mientras estaba sentado bajo un
árbol bo en Buddha Gaya, en lo que hoy es el estado de Bihar. Según la leyenda,
durante una noche fue asaltado por los ejércitos demoníacos de Mara, señor de la
ilusión, que se retiraron al no poder quebrantar su concentración. Buda logró conocer
sus vidas anteriores, el ojo divino capaz de seguir la reencarnación de todos los seres
y las Cuatro Verdades Excelentes (toda existencia es sufrimiento, todo sufrimiento es
causa de la ignorancia y el deseo, se puede vencer el sufrimiento superando la
ignorancia y el deseo, y para lograrlo hay que seguir el Sendero de las Ocho Grandes
Verdades). Así iluminado, Buda se habría visto libre del ciclo de la reencarnación. No
tardó en reunir una comunidad monástica y poco después predicó su primer sermón
en las cercanías del parque Deer, una pieza esencial para comprender el
budismo.”[77]
La doctrina liberadora de Buda “se presenta como un sistema (ético) basado en
la razón y en la naturaleza humana, con amplias repercusiones morales y
psicológicas”[78].
En el Budismo, por tanto, Dios no se revela. “El Budismo no se basa en una
revelación, sino en el esfuerzo de introspección personal y en la sabiduría de Sidarta
Gautama (Buda), que consiguió la iluminación al comienzo de su carrera
religiosa.”[79] El origen de todo sería una iluminación personal a Buda. De Dios
apenas se sabría nada, por lo que algunos han dicho que es más una mística, un
proceso religioso, una forma de vivir que evitaría posteriores reencarnaciones... más
que una religión, en el sentido que ésta tiene de conocimiento y relación con Dios.
Sin embargo, toda esa historia con el pueblo judío no será más que la
preparación previa a su completo desvelarse, que se realizará en Jesús de Nazareth.
Todo lo que el Dios incognoscible -al que nadie ha visto jamás- quiere decir, lo dice
por su Hijo Jesucristo.
Si recordamos las cuatro limitaciones que el hombre impone a la iniciativa de
Dios, vemos que se cumplen: a) Dios se traduce en Cristo. b)La humanidad del Hijo
de Dios desvela a Dios, pero al mismo tiempo lo oculta. c) Hay signos y hechos, el
más fundamental es que, después de morir y ser sepultado, resucitó; había profecías
que anunciaban este hecho y muchos otros hechos de su vida, y todas ellas se
cumplieron; además, los milagros de los que muchos fueron testigos evidenciaban su
poder; habla mediante muchos otros signos que solo se entienden en su conjunto,
teniendo en cuenta toda la historia anterior del pueblo judío. d) Hay zonas de verdad
que quedan sumergidas en la oscuridad del misterio, aunque se entiende el sentido al
que apuntan.
Por parte del hombre, el acto de fe: a) El núcleo incognoscible lo ocupa el Dios
del que habla Cristo –un Dios que es presentado como Padre- y toda la verdad
revelada por él; b) el fundamento objetivo en el que descansa su acto de fe son toda la
historia del pueblo judío, la vida de Cristo, la congruencia de su mensaje, la vida de
aquellos que han vivido fiándose de lo dicho por Jesús, la plenitud que el hombre
alcanza a la luz del evangelio...; c) el elemento subjetivo es el acto libre de aceptación
de la persona y de la vida de Jesús de Nazaret como la manifestación de Dios a través
de su Hijo.
Por lo tanto, no es fácil explicar lo que es la fe cristiana sin conocer la Biblia, ya
que Dios se ha manifestado interviniendo en la historia de un pueblo; y en esa historia
ha realizado un gran conjunto de signos y ha revelado un gran número de verdades
que solo se entienden en su unidad a la luz de la clave de Cristo.
* * *
Personalmente pienso que todas las religiones y creencias son merecedoras,
en principio, de un profundo respeto; pero eso no significa que todas deban ser
colocadas en un plano de igualdad. El breve estudio que hemos hecho en este
capítulo, aunque parcial e incompleto, sirve para comprender que no se puede hablar
de las religiones en general, y el cristianismo como una más entre ellas. El
cristianismo es radicalmente distinta a las demás, y lo es, fundamentalmente, a causa
de la revelación. Es la única que afirma un Dios que se revela objetivamente, la única
en la que hay un fundamento objetivo en el que uno puede apoyarse para creer,
aquélla en la que el creer es sumamente razonable por presentar una serie de hechos
y signos objetivos que hacen creíble lo que debe afirmarse por la fe.
No quiere decir esto que sea evidente. No. Todos esos signos y hechos son
hechos históricos. Ahora bien, afirmar que esos hechos son manifestación de un Dios
incognoscible, eso es lo que corresponde al acto libre del hombre que llamamos creer.
Ese salto hay que darlo. Lo da el que quiere. Pero quien lo da, hace algo razonable.
Es valioso el testimonio de San Agustín, pensador inquieto que
interesadamente buscó la Verdad en muchas direcciones. Al relatar el proceso de su
búsqueda en sus ‘Confesiones’, escribe:
“Porque me parecía que en ella (en la fe cristiana) se explicaban las cosas con
más honradez y equilibrio en la aplicación del mandato de creer en lo que no se ha
demostrado, porque a veces no hay pruebas o porque si las hay no son accesibles a
todos. Empezó a parecerme más criticable la postura de los que no creen en los libros
sagrados, que la de los que creen en ellos. Decidí no prestar oídos a los que me decían:
‘¿Cómo te consta que esos libros han sido dados al hombre por el Espíritu de Dios?
Exactamente eso es lo que yo tenía que creer”.
CAPITULO 6
-Cuánto comprendo a estos padres, pero ¿sabes qué? Que lloran como lloraría
yo. Su fe, ¿no es capaz de darles algún consuelo? Su Dios, ¿no les da ninguna razón? Si
confiasen en un Dios, si tuviesen esperanza en algo... pienso que su reacción no sería
tan desesperada, amarga, oscura y humana.
Este conocido no hablaba con ánimo cruel, ni mucho menos. Pero sí con cierto
desencanto, y pudiera no faltarle cierta razón. Me decía que esa familia había
intentado olvidar las cosas realizando colectas solidarias por los niños que vivían en
malas condiciones: el consuelo lo buscaban en una actitud solidaria, no en el Dios de
su religión.
Junto a casos como éste, también es frecuente encontrar otros en los que la fe
cristiana sí logra dar sentido a situaciones tremendas similares a ésta. ¿Por qué? Esto
es lo que nos proponemos en el presente capítulo: en Europa, hay ‘cristianismos’
–seudo cristianismos, podríamos decir- que no son capaces de dar sentido a la vida.
Amputan parte de su verdad.
A. EL DIOS QUE QUITA Y NO DA: EL MATERIALISMO RELIGIOSO Y EL
CRISTIANISMO BURGUéS
Lo explica de forma gráfica Guitton, en forma de conversación con distintos
interlocutores. Entresacamos algunos fragmentos:
-A veces se da el caso.
-Hay verdad en lo que usted dice, Guitton. ¿Pero no cree usted que habría que
matizar?
-Con cien años[80], Pascal, ya no tengo edad para matizar. Hay que aceptarme
con mis exageraciones y equilibrar unas con las otras.
-Años atrás recé por la curación de mi hermana. Era algo más que una necesidad
médica o psicológica. Dios es un Padre y le gusta dar. ¿Por qué quiere usted impedirnos
pedirle cosas?
-No impido nada. No es la práctica lo que critico, sino el abuso. (...) Richelieu tenía
migrañas. Rezaba a Dios para que le liberara del dolor. ¿Cree usted que rezaría por otra
cosa?
-Yo también, Pascal. Pero supongamos, como hipótesis, que sólo hubiera rezado
por eso. ¿Qué idea podría tener sobre Dios?
-Supongo que la de una aspirina celestial. ¿Qué tiene que ver esto con la
indiferencia religiosa?
-No, pero su Dios estaría ocioso; un Dios ocioso, Pascal, como los hay tantos en
tantas religiones, un Dios que se sabe que está allí, pero al que no se le deja sitio o papel
alguno en nuestra vida. Un Dios al que ya no se reza nada o casi nada. (...) Desde que ha
aumentado sus medios técnicos, el hombre pide a los técnicos muchas cosas que hasta
entonces le pedía a dios. De resultas, ya no se ocupa de Dios. Cree que ya no lo
necesita para su vida de todos los días.”[81]
“El Señor es mi pastor, nada me puede faltar. Por verdes praderas me conduce”
(Salmo 22).
Entiende que Dios no evita males, pero sí que acompaña para que esos males
sean buenos para el espíritu[82]. Acompaña -¡que no es poco!-; a no ser que no se le
conozca, o que se sea pagano de corazón y solo se espere el paraíso en la tierra:
entonces... que me acompañe sí que es poca cosa.
Eliminar lo dificil
Los cristianos, en su vida como creyentes, están inmersos en esta cultura.
Parece que todo debe ser entendido; lo contrario se interpreta como un
comportamiento indigno del hombre. A todo se le exige que se muestre como lógico a
primera vista, o por lo menos, que quede claro con una breve explicación de dos
minutos:
¿Por qué existe el mal? ¿por qué no la clonación?, ¿por qué no manifestar el
amor con la sincera espontaneidad de mi cuerpo?, ¿por qué no van a ser igualmente
salvíficas todas las religiones?, ¿por qué Dios permite que haya hambre en el
mundo?, ¿por qué no quitarse la vida cuando ya solo se espera sufrimiento?
Los cristianos no quedan libres de la fuerza con que la cultura actual hace del
mundo la realidad determinante y la única realidad, ni quedan libres de esa tendencia
a dar respuesta a todo desde el mundo, desde la ciencia y la lógica humana. En
consecuencia, ante la oscuridad o complejidad de muchas respuestas a tantas
cuestiones, no es difícil que el cristiano acabe inmerso en una situación interior llena
de resignación y sospecha: ‘qué difícil que las cosas sean así: un mundo recreado al
final de los tiempos; qué difícil o raro, extraño o fantasioso, un Dios que sea uno y tres
al mismo tiempo...’ y mil asuntos más.
La tentación es clara: aceptar el cristianismo, pero vaciándolo de los misterios;
o, al menos, de algunos misterios.
Pretender un cristianismo que no llame la atención en sus afirmaciones, con el
fin de no pedir creer cosas demasiado difíciles para un hombre culto del siglo XXI,
termina por eliminar demasiadas cosas: Dios creador -con los pasajes de la creación
del mundo en siete días, y de Adán y Eva- se deja de lado por temer los problemas
que pueden surgir entre la fe y las ciencias naturales –y más en concreto, con las tesis
evolucionistas-; la Iglesia se limita a su carácter de sociedad; el matrimonio es poco
más que una ‘boda’; el sacramento de la penitencia pasa a ser una descarga
psicológica de la conciencia; se tiende a evitar que las normas morales sean muy
concretas, pues aceptar cada una de ellas supone aceptar verdades misteriosas como
que el cuerpo es templo del Espíritu, que la base de la dignidad humana es ser hijo de
Dios, etc.
Fiarse de la cuerda
Un cristianismo así, o mejor, un pseudocristianismo de estas características,
tampoco da respuesta al sentido de la vida.
Recuerdo un universitario, creyente aunque con una fe abandonada, a quien se
le moría su madre. No podía entender cómo le ocurría aquello. La verdad es que la
situación era muy dura, y se presentaba como incomprensible. Sentía un fuerte
rechazo y enfado con Dios: no quería ni siquiera oír hablar de él. Pero al mismo
tiempo me decía:
-Ya lo sé: es cuestión de humildad, de que acepte que es un misterio, de que me
someta y diga ‘hágase tu voluntad, que siempre es buena’. Pero no quiero, no puedo.
Someterme así... no.
“Nunca sabe uno hasta qué punto cree en algo, mientras su verdad o su falsedad
no se convierten en un asunto de vida o muerte. Es muy fácil decir que confías en la
solidez y fuerza de una cuerda cuando la estás usando simplemente para atar una caja.
Pero imagínate que te ves obligado a agarrarte a esa cuerda suspendido sobre un
precipicio. Lo primero que descubrirás es que confiabas demasiado en ella. Pues con la
gente pasa igual. Durante muchos años yo habría jurado que tenía una confianza
absoluta en B. R. (un amigo). Pero llegó un día en que tuve que plantearme si confiaba o
no un secreto realmente importante. Eso arrojó una luz totalmente nueva sobre lo que yo
llamaba "fiarme de él". Me di cuenta de que no existía tal confianza. Solamente un riesgo
real atestigua la realidad de una creencia. Seguramente la fe -creo que será fe- que me
permite rezar por los otros muertos me ha parecido fuerte sólo porque no me ha
importado en realidad, o al menos no de una forma desesperada, que existieran o no.
Aunque creyera que me importaba.”[84]
Sin embargo, ahora que la que había muerto era su mujer, rezar por los muertos no lo
hacía tan fácilmente.
Los momentos de la vida en los que uno se encara personalmente con el
misterio, son momentos de crisis: de crecimiento en la fe, de descubrir realmente lo
que significan las verdades afirmadas; o, por el contrario, momentos en los que, no
dispuestos a confiar en ‘esa cuerda’, uno prefiere vivir en su oscuridad y prescindir de
la fe.
Aunque resulte chocante, aceptar el misterio puede ser, en algunos casos,
cuestión de humildad, en el siguiente sentido: quien ha cultivado una actitud
propiamente religiosa, de aceptación de un ser realmente superior -no a nuestra
medida-, quien ha alcanzado la persuasión de esta desproporción enorme entre él y
Dios, se entregará más pacíficamente a vivir en el misterio que en un momento
determinado toque a su puerta.
“-¿No se ha dado usted cuenta, Bergson, cómo el cristianismo, una vez quitado lo
sobrenatural real, se vuelve anodino? ¿Qué queda? Un moralismo respetable y bastante
constriñente; un humanitarismo que parece que busca excusar a Dios de no haber
suprimido las miserias humanas; un solidarismo simpático; una esperanza vaga en la
mejora de los asuntos del siglo. Todo esto no es sólido, todo esto no es profundo. ¿Hay
que desplazar a Dios en persona para enseñar esas banalidades virtuosas? Quite lo
sobrenatural, el cristianismo es vacuidad.
-Si uno ya no tiene fe, hay que despedirse de una creencia difunta. Si Cristo no
resucitó, dejemos de lloriquear en las sacristías rebajando el misterio.”[85]
Comportarse así sería un error. Un Dios sin misterios no puede ser Dios.
Necesariamente deberá presentar realidades –referentes al mundo, al hombre y a Él
mismo- que nos sobrepasen. El cristianismo está lleno de misterios: desde el origen
del hombre que le da su dignidad, hasta la resurrección de Jesús y la nuestra con él,
pasando por tantos otros. El cristiano vive tranquilo con los misterios, vive a gusto con
ellos.
Y la razón última radica en el misterio mismo de Dios; Chesterton, en su obra
‘Ortodoxia’ lo expresa con una imagen llena de poesía:
“La única de todas las cosas creadas que no podemos mirar libremente –se
refiere al sol- es al mismo tiempo aquella a cuya luz vemos todas las demás. Como el sol
al mediodía, así el misterio de Dios ilumina todas las demás cosas con la claridad de su
propia y triunfal invisibilidad. En cambio, el entendimiento que se apoya en sí mismo es
comparable a la luz de la luna. Es una claridad sin calor, una luz secundaria, reflejo de un
mundo muerto”.
“¿Qué le importará a Dios que yo haga esto o lo otro? ¿Qué más le dará que me
comporte así, si no le hago mal a nadie?”
CAPÍTULO 7
VIDA CON SENTIDO Y VIDA CONSENTIDA
A. VIVIR RESPONDIENDO
Cuando cojo el teléfono es porque quiero llamar o porque alguien llama; porque
tomo yo la iniciativa o porque algo –alguien- me interpela. Como ya vimos en el primer
capítulo, la vida se parece a una llamada que recibimos y que pide respuesta. No soy
yo quien llama –no he tomado yo la decisión de existir-, sino que es mi propia
existencia la que me interpela. El primer movimiento es de otro; o mejor -a estas
alturas del libro-, es de Otro, de Alguien acerca del cual algo sé, aunque no le haya
visto.
Es verdad básica, primera y fundamental –en su sentido propio de ‘fundamento’
sobre el que se asentará todo lo que venga después- lo afirmado por San Juan: “Él
nos amó primero”. Ya vimos que a la hora de salir al encuentro el hombre y Dios, a
éste le tocaba por necesidad ser el primero en mover ficha. El primer movimiento es el
desvelarse de Dios. Pero ahora añadimos que también en la vida de cada uno el
primer movimiento corresponde a Dios: el primero en mover ficha en mi propia vida es
Dios, que me pone en la existencia, me crea. Esto quiere decir que en mi vida, lo
primero que yo realice –aceptarla- es un segundo movimiento. El primer movimiento
mío, pero el segundo movimiento en mi vida: primero me crea Dios, después acepto
yo la existencia. Yo no llevo la iniciativa. Lo mío es responder a una decisión no mía:
acepto o rechazo la vida que se me ha decidido.
Ratzinger cuenta que
Sería correcto aplicar estas mismas palabras al Dios que se revela en Jesús de
Nazareth, Dios amoroso y padre de cada criatura. Los mejores versos de Dios no se
escribirán nunca. Estos son su actuar ordinario, el cuidado cotidiano de sus criaturas.
Podríamos decir que cada circunstancia es amor cosificado de Dios hacia cada
hombre, son amor hecho circunstancias, son amor vestido de casualidad, son amor
hecho vida.
García Morente, filósofo no creyente, se convirtió al darse cuenta de esta
realidad: “Mi vida, los hechos de mi vida, se habían realizado sin mí, sin mi
intervención (se refiere al trabajo que tenía, las amenazas que recibió, que le obligaron
a emigrar dejando a su familia...). Yo los había presenciado pero en ningún momento
provocado. Me pregunto, entonces: ¿Quién, pues, o qué era la causa de esa vida, que
siendo mía, no era mía? Lo curioso era que todos esos acontecimientos pertenecían a
mi vida pero no habían sido provocados por mí; es decir, no eran míos. Entonces, por
un lado, mi vida me pertenece, pero, por otro lado, no me pertenece, no es mía,
puesto que su contendido viene en cada caso producido y causado por algo ajeno a
mi voluntad”. Solo encontraba una solución para entender la vida: algo o alguien
distinto de mí hace mi vida y me la entrega.
Todo lo que forma parte de la vida del hombre -su propia vida, los demás
hombres, las cosas y lo que ocurre, el mundo-, todo es puesto por Alguien. Dios, por
lo tanto, no es ajeno a mi existencia, sino que entra en relación conmigo a través de
cada circunstancia que conforma mi existencia. Nada es neutro, anónimo, sin firma.
No se encuentra el hombre con un ‘Algo’ impersonal, con la mala suerte ni con el
destino.
Así, Dios sale al encuentro del hombre en cada una de las circunstancias. Su
iniciativa es bienintencionada y bienrealizada. Al hombre le corresponde responder..
Ver a Dios en cada situación, las carga de sentido.
La respuesta depende de la libertad de cada uno. ¿Cómo saber la respuesta
que Dios espera? Es muy sencillo: la respuesta más adecuada, siempre, es hacer el
bien.
El personaje de Tolstoy, tras encontrar la fe, encuentra dentro de sí mismo un
gran cambio:
“Pero es lo cierto que mi vida íntima posee hoy una libertad de movimientos que no
tenía antes. Ahora ya no será un juguete del azar; cada minuto de mi existencia tendrá
desde este momento un profundo sentido que podré imprimir a todos mis actos: el sentido
del bien”[90].
“Extraña partida de ajedrez es esta que dura toda la vida. Comienzo dotado de
una generosa escuadra de peones y alfiles, capacitado de una saltarina caballería de tres
en tres, y custodiado a ambos flancos por poderosos torreones que, con sus lineales
movimientos, abortan cualquier intento de incursión ajena en lo que son mis derechos y
mis feudos.
Pienso tranquilo en mis dotes. Confío en sus posibilidades. Las defiendo. Las
potencio. Son mi seguridad.
Enfrente, un rey con afán expansionista, que maneja sus hilos y mueve sus piezas
con el tozudo interés de conquistarme, de obligar a caer a ese reyezuelo que llevo en mis
adentros.
Sus movimientos de piezas -¡cada día danzan y danzan a mis alrededores!- son
amenazas que me obligan a estar en vela.
Una voz misteriosa grita alguien en mis ultratumba: “¿Qué buscas con todo esto?
¿qué buscas en la vida cuando pretendes imponerte o sacar tus planes adelante? ¿qué
estás tratando de conseguir con tus esfuerzos? ¿por que lo pasas mal con lo que lo
pasas mal?”
Un día le presto atención, y reconozco que llevaba tiempo gritando. Más atención.
Distingo mejor las palabras. Escuchaba mal. La voz dice ‘¿a quién buscas?’
Quiero saber si dice más. Esa voz intrusa solo habla a veces, cuando no oye
ruidos. Busco el silencio. Quiero dejarle hablar. Nos familiarizamos.
Sí. El intruso habla. Pero habla como a golpes de luz. No usa palabras. Sus
palabras son intuiciones. Son discursos instantáneos, descargas contundentes. Su
sintaxis... Sus leyes...
No quiere que caigas tú. Quiere que te rindas, para que tu reines con él. La vida
es así: gana quien consigue que gane Él.
Aciertas: hay una mente que dirige los movimientos, pero no frente a ti, sino
contigo’.[91]
Una misma fiesta es vivida por dos personas de forma muy diversa. La
preparación y el desarrollo de la fiesta es más o menos el mismo para muchos
invitados: distinto, pero básicamente el mismo. Los hechos que la preceden serán
similares: se recibió la invitación, se decidió ir, se preparó una forma de vestir, se
compró un regalo... En la fiesta se habrá saludado al resto de invitados, se habrá
charlado con unos y con otros, se habrá bailado, comido, etc. Ahora bien, a esos
hechos de la vida exterior les han acompañado toda una serie de hechos, más ricos y
numerosos, en el interior de cada persona. Así, la adhesión personal al motivo de la
fiesta, las pretensiones que llevan a elegir esa determinada forma de vestir, lo
buscado a nivel personal con el tipo y valor del objeto que se regala, los encuentros
que intencionadamente se provocan con determinadas personas, la intención con la
que se dice o se calla tal cosa..., es solo un pequeñísimo botón de muestra de la
enorme vida interior, realmente distinta, que puede acompañar al mismo hecho
externo de asistir a una misma fiesta.
Cada persona vive cada acontecimiento de su vida doblemente, en su exterior y
en su interior al mismo tiempo. Esta vida doble se da en toda actividad humana. Un
mismo hecho externo se vive interiormente de muy diversas maneras. Es gráfico el
análisis que lleva a cabo uno de los dos protagonistas de ‘Retorno a Brideshead’,
refiriéndose al distinto modo de emborracharse, uno por amor a la vida, el otro como
huída:
“Fue durante ese trimestre cuando empecé a darme cuenta de que Sebastián era
un borracho totalmente distinto a mí. Yo me embriagaba a menudo, pero por exceso de
alegría, para vivir el instante más intensamente, para prolongarlo y enaltecerlo; Sebastián
bebía para evadirse. Al hacernos mayores y más formales, yo bebía cada vez menos y él
cada vez más.”[93]
A cada hecho externo le acompaña una actividad interior. Llevamos dos vidas
en paralelo. Lo que vamos viviendo por fuera, lo vamos viviendo por dentro. Los
mismos hechos, pero en planos distintos. Vida externa y vida interior: dos vidas en
paralelo.
Todos tenemos, por tanto, vida interior, y es en ella donde el hombre encuentra
el sentido de su actuar. Pues bien, ¿qué diferencia a la persona que acepta por la fe al
Dios cristiano? Su paralela vida interior está poblada por ese Dios en el que se cree y
que no es ajeno al acontecer.
Sería contradictoria una vida cristiana que viviese su vida para adentro en una
intimidad solo habitada por uno mismo, en una intimidad solitaria, vacía de Dios, de
manera que solo le diese entrada en unos momentos determinados, aquellos
dedicados en exclusividad a Él: ‘Con Dios en la iglesia..., y en la vida yo solo’.
Cuando se habla de tener vida interior cristiana, con frecuencia se concibe ésta
como un islote, como un algo aparte. Por ese camino resultará difícil encontrar el
sentido a la vida. La vida interior es la vida interior de todo ser humano. Lo que
diferenciará al cristiano es que en su vida interior está presente Dios: se le tiene en
cuenta –se cuenta con él-, se busca su estilo como inspiración, se le deja influir en las
elecciones, se contrastan con él los juicios que se formulan, se le ve presente en las
circunstancias en las que uno se encuentra, se sabe que espera mi respuesta... Se
trata de desarrollar la capacidad de ver que él quiere salirme al encuentro en aquello
que me ocurre, y me pide que responda.
La vida interior cristiana vive como en un subterráneo lo que va viviendo
externamente. Esto, como todos los humanos. Lo que le distingue es que en ese
subterráneo no está él solo: éste se encuentra habitado por el yo y por su Dios.
Un fantástico ejemplo. Isabel de la Trinidad, joven religiosa contemplativa,
escribe a su madre –“Mi querida mamita”- un 13 de agosto desde el Carmelo. Casi al
final, después de tratar de consolarle por no vivir con ella, le dice:
“Me levanté en cuanto me llamaron, a las cinco menos cuarto. Tenía miedo de no
prepararme en un cuarto de hora. Y ¡piensa mi alegría cuando al llegar al coro vi que era
la primera!...
Soy la camarerita de Jesús. Todas las mañanas, antes de misa, preparo el coro.
Hoy he adornado un altarcito de la Virgen que está en el antecoro. Mientras colocaba las
flores a los pies de esta buena madre del cielo, le hablaba de ti. Le he pedido que recoja
todas estas flores, haga un hermoso ramillete y te lo lleve de parte de tu Isabel.”[94]
Preparar sobre el altar los objetos necesarios para celebrar una misa, o poner
unas flores ante una imagen, no dejan de ser unos trabajos de lo más vulgares o
anodinos. Al mismo tiempo, como siempre, son vividos en la vida interior, admitiendo
una enorme variedad: ‘qué pesadez’, ‘soy una víctima’, ‘con lo que me cuesta’, ‘a ver si
ven que siempre lo hago yo’, ‘a ver si queda bien’, ‘qué suerte... con lo que me gusta
hacer esto’, etc. Y también puede ser vivido –como lo hace Isabel- con una vida interior
habitada por Dios, en la que aquello hace referencia directa a él, y que le hace
describir de forma tan gráfica lo que ella está viviendo: ser la camarera de Dios.
Esta vida subterránea, en paralelo, es la que permite cargar de sentido
trascendente cada acto, por anodino e insignificante que pueda resultar a los ojos de
cualquier observador. Vividos por dentro, son actos enormemente bellos, pues son
actos que siempre tienen que ver con aquél que me ama y a quien amo o querría
amar.
Ante una situación así, no hay que inquietarse: acabarán cayendo en la cuenta
de esa nueva verdad que –de alguna manera- redimensiona ya su vida y que acabará
por transformar su existencia entera: la paternidad[95].
“No me entra en la cabeza”, solemos decir. Y es una expresión cargada de
sabiduría. Es que hay verdades que no entran en la cabeza, o mejor, que no entran en
nosotros por la cabeza. La cabeza las acepta y las afirma: ‘soy padre’. Son verdades
que admitimos desde el primer momento porque son un hecho, pero que solo con el
paso del tiempo terminarán por influir y determinar nuestra vida. Decimos ‘con el paso
del tiempo’ porque el camino que lleva a poseer enteramente estas realidades no es la
afirmación teórica de la verdad –no entran por la cabeza-, sino que accedemos a ellas
por la vida. Este tipo de verdades que de algún modo nos superan, no pasan a
configurar nuestra existencia por la cabeza: entra por la cabeza el saberlo, pero no el
caer en la cuenta. Estas verdades nos las acabamos de creer por la vida; quiero decir,
viviendo como padre de tal niño, ejerciendo la paternidad, es como uno va
transformando su existencia de acuerdo con esa nueva dimensión. Con el paso del
tiempo, ejerciendo de padre, una persona termina por cambiar su mirada hacia sí
mismo: acabará por reconocerse espontáneamente como padre, y su actuar quedará
configurado por el hecho de su paternidad.
Nos conviene repasar el proceso: con la venida de un hijo se da una realidad
verdadera y nueva en la vida del nuevo padre. Esta nueva realidad es, y punto. Pero es
sólo en el ser de las cosas: soy padre. No lo es, sin embargo, en la vida real: hace
falta un tiempo de transformación, hasta que uno, espontáneamente, piense, obre,
ame y se conciba como padre. El sentido de la vida de esa persona queda
determinado por una verdad –el nacimiento de su hijo- que le hace padre desde el
primer momento, pero que requerirá un tiempo hasta ir configurando su ser y su obrar
hasta su perfecta transformación.
¿A qué vienen estas consideraciones? Algo similar ocurre con otra gran verdad
que afecta globalmente a nuestra existencia: la filiación con respecto a Dios. Podría
ocurrir lo mismo con la filiación humana –ser hijo de fulano-: no ocurre porque desde
antes de ser conscientes vivimos como hijos, y desde el primer momento nos
entendemos como hijos.
Jesucristo nos revela que somos hijos con respecto a Dios, pero esa verdad, o
bien se recibe hecha vida desde el nacimiento -hasta el punto de que la persona
crezca entendiéndose así-, o bien se admite en un momento de la vida teóricamente,
pero resultará difícil de asimilar: ‘Dios es mi Padre; yo soy hijo de Dios’. La verdad
teórica de que Dios es Padre llegará a dar sentido a la existencia, no por la cabeza,
sino por la vida: durante un tiempo se deberá pensar y obrar esforzadamente como
hijo, hasta que uno, espontáneamente, piense, obre, ame y se conciba como hijo de
Dios.
En el pasado de cada uno, por lo tanto, se encuentra la verdad que deberá
determinar o configurar la existencia: ser hijo del Dios Creador. Por eso, la alegría del
que vive con sentido requiere mirar atrás, mirar a la verdad que es el auténtico origen
de su existencia: para estar alegres, solemos mirar hacia delante, ver qué nos espera,
pero para estar alegres hay que mirar atrás, ver de dónde vengo”.
Saber quién eres
La gran tragedia del hombre de hoy es que no sabe quién es. En una conocida
revista semanal española aparecía, no hace mucho, la historia de Ana, contada por
una psicóloga.
Ana es una chica que se siente un poco harta e incómoda. Le gustaría irse lejos
y romper con todo. ¿Pero por qué? ¿De qué o de quién huye? ¿Qué pretende? Ana lo
tiene todo: una pareja estupenda y un buen trabajo. Pero, en el fondo, se aburre. Le
parece, muchas veces, que nada de lo que le rodea le importa de verdad. Siente su
vida como una vida programada. “Lo que Ana necesita es buscar su verdadero yo;
necesita huir para encontrarse a sí misma”, afirma la psicóloga. Por lo visto, desde
que ha decidido ser madre, en parte movida por los deseos de su pareja, no se
encuentra a gusto. En realidad, los problemas de Ana nacen de una identificación con
su hermana mayor, a la que inconscientemente ha idealizado. Ana en su adolescencia
no pudo tener por modelo a su madre, que era una mujer desdichada, y, por eso, se
fijó siempre en su hermana. Ahora, cuando va a ser madre, ese precario modelo se
tambalea. No quiere ser como su madre, pero tampoco desaparecer en la
personalidad de su hermana.
Ana quiere -concluía el artículo-, crear su propio modelo, y para eso busca en sí
misma. Por eso, el viaje que quiere emprender no es más que el reflejo de un deseo
profundo de autoconocimiento; reflejo de ese otro viaje que desea hacer al interior de
sí. Conocerse mejor hace sentirse dueños de la propia vida, y ayuda a decidir qué se
quiere hacer, con quién se quiere estar y a luchar por lo que realmente se desea
conseguir.
No entro al caso concreto, ni a la psicología aplicada al caso. Lo traigo a
colación porque me parece fundamental la tesis que proclama la necesidad de
encontrarse a uno mismo, de saber uno quién es, la necesidad de conocernos y de
ser dueños de nuestras vidas. Sin embargo, conviene señalar que el ser humano
nunca podrá realizar verdaderamente todos estos proyectos desde sí mismo,
encerrado en sí mismo, tratando de resolver estas cuestiones sin referencias
trascendentales. Saber quién soy requiere saber de dónde vengo. Encerrado en uno
mismo, no es posible encontrar ninguna respuesta. Sencillamente porque el origen de
cada uno no es uno mismo: el hombre es un ser referencial, referido desde su mismo
origen a quien le ha dado la existencia –a parte de otras referencias secundarias
presentes en cualquier vida-.
Encontrar la propia identidad significa mirar al origen de uno mismo, mirar atrás.
Saber quién es obliga a echar una mirada a esas grandes verdades que están en el
origen del propio ser. A la luz de la revelación cristiana, sabemos que así como Jesús
de Nazaret se autodefine como el Hijo de Dios, nuestra definición más propia y radical
es la de hijos de Dios –‘Cuando oréis decid: Padre nuestro’-.
D. LA GLORIA
Como se desprende de todo lo anterior, una concepción cristiana de la
existencia no centra el sentido de ésta en la propia persona, en un yo aislado o
solipsista. Ni la centra en un altruismo de hacer el bien a los demás sin más, por
generosa y heroica que sea esta entrega. El sentido de la vida cuenta con una
dimensión trascendental, que lleva a que el cristiano busque su sentido más allá de
este mundo y de su limitada vida biológica.
Vivir la vida con sentido, iluminada ésta por la creencia cristiana, supone contar
con Dios, y mucho. No significa esto que el hombre quede anulado, ni mucho menos,
pues el hombre llegará a una plenitud a la que él solo jamás podría llegar: participará
de la misma divinidad, se endiosará ya en esta vida, y -de modo más pleno- en la otra.
Pero, ¿solo cuenta, entonces, la otra vida? No. Esta se vive con sentido. La vida
es un tiempo en el que me sumo libremente a ese proyecto de Dios. Apuntamos dos
aspectos que iluminarán la cuestión.
Procurar disfrutar del mundo, amarlo y gozarlo en la medida en que lo permita la
situación de cada uno, es una buena respuesta a Dios. Dios ha hecho un mundo
bueno y con muchas posibilidades, y damos gloria a Dios haciendo buen uso de él.
Recuerdo un amigo que tuvo que pasar una temporada fuera de su casa trabajando. A
parte del trabajo, no le interesaba nada más, allí, lejos de su familia. Pero se dio
cuenta de que en ese lugar no se encontraba solo –a pesar de que no conocía a
nadie-, sino que Dios estaba pendiente de él. Se dedicó, durante el tiempo libre, a
disfrutar de todo lo bueno que por allí había: paisajes, excursiones, arte... Y le llenaba
profundamente aquello, porque no era un ir a pasarlo bien egocéntrico, insípido o
vacío, sino que era la manifestación de su ilusionado interés por que Dios disfrutase al
verle disfrutar a él con ese mundo tan bueno que le había hecho.
Más o menos, este amigo había descubierto –en parte- lo que significa dar
gloria a Dios: descubrir lo bueno que es Dios, descubrirlo en su creación, y al
descubrirlo, hacer gozar a Dios, que ha conseguido su propósito.
El segundo aspecto sería este: que Dios pueda hacerse presente en el mundo a
través de cada persona. Dios actúa en sus hijos, y al portarse como hijos traducimos
–aunque limitadamente- lo bueno que es Dios, y queda visible su bondad a Él y a los
hombres: esto también es dar gloria a Dios.
‘El Padre me glorifica, y yo glorifico al Padre’, dice Jesucristo. Esto es vivir la
vida con sentido. Y esto es hacer de la vida una vida consentida. Consentida en modo
pleno.
Un traficante europeo llegó a una de las islas del mar del Sur. Un chico nativo se le
ofreció para llevarle el equipaje desde le bote al hotel. Durante el camino, al cruzarse
con un religioso, conversaron sobre los misioneros y su obra evangélica, y le
negociante preguntó con tono despectivo:
-Yo puedo subrayar algo bueno que le ha hecho ‘a usted’ el que yo sea cristiano
–le contestó el chico-. ¿Ve allí aquella gran piedra llana por la que pasaremos antes de
llegar al hotel? Si usted hubiese venido aquí cuando yo era pagano, le habría degollado
sobre aquella piedra y luego mis amigos y yo nos lo habríamos comido. En cambio, ahora,
le ayudo a transportar su equipaje, muy contento de servirle.
EPÍLOGO
Vivir a tope, probar de todo, buscar nuevas experiencias –aunque no se vivan,
contentándose con gastarlas-, aprovechar la vida mientras se pueda... son un pequeño
código que parece dirigir muchas vidas; mientras se tiene salud y dinero... son
prometedoras, aunque nunca dan la felicidad que el hombre busca en ellas.
Cuando el cuerpo ya no aguanta o las posibilidades se van cerrando... el vivir a
tope se va transformando en un insatisfactorio ir tirando bastante más consciente de
su vacío existencial.
Solo el hombre que sabe quién es, abierto a la trascendencia, conocedor por la
fe del Dios que es su origen y su fin, vinculado afectivamente a su Persona... es capaz
de hacer de la vida la aventura fantástica y única que es cada una de las vidas
humanas.
¿No nos estaremos portando como chiquillos con nuestra propia vida? ¿no
estaremos haciendo demasiadas travesuras con la naturaleza? ¿’vivir a tope’ no es
una forma de cerrarse al apasionante protagonismo al que me invita la vida y el
Creador? ¿no supone empequeñecer el grandioso sentido de mi vida conformarme
con un resignado ‘ir tirando’? ¿no sería una pena que tengamos que romper al hombre
para darnos cuenta de que hay cosas con las que no se juega? ¿realizar el bien
posible y luchar contra el mal real, no es un privilegio exclusivo que se me brinda, y
capaz de cargar de sentido cada uno de los minutos de mi vida? ¿no deberá consistir
mi esfuerzo en aceptar que la mano del buen Dios está detrás de cada circunstancia
que me acompaña? ¿qué más podrá hacer Dios para manifestarse a la humanidad
entera y a cada persona, si ya se ha ‘humanizado’ en Jesucristo? ¿puede ir Dios más
lejos en su acercamiento al hombre –dadas las limitaciones cognoscitivas de éste?
¿acaso vivir la vida con sentido no es algo mucho más sencillo?
“Yo buscaba una solución que mi pensamiento no me podía dar porque ella es
superior a las facultades de la mente; sólo la vida, con el conocimiento innato del bien y
del mal, podía darme la respuesta. Este conocimiento se me otorgó con el ser como a
todos los mortales; ni lo he adquirido ni me habría sido posible dar con la pista que me
permitiera llegar a él; el razonamiento no me habría demostrado jamás que debo amar al
prójimo en vez de odiarlo a muerte. Cuando me lo enseñaron siendo niño, lo creí
fácilmente porque ya lo sabía. La razón sólo nos enseña a luchar por la vida, lucha que
supone la eliminación de todo obstáculo que se oponga a la realización de nuestros
deseos. Esto es todo lo que nos proporciona la razón. En ella no hallaremos nada que
nos induzca a amar al prójimo, porque este amor no es un producto de la mente.
Al llegar a este punto de sus reflexiones, Levine recordó un incidente entre Dolly
y sus hijos.
‘Ellos –se decía Levine- razonaban así: ‘Esto se hace por sí mismo y no tiene
ninguna importancia. Siempre lo ha habido y siempre lo habrá. Lo que nosotros deseamos
es inventar algo, hacer cosas nuevas. Por eso hemos cocido las frambuesas en las tazas
y hemos bebido la leche de la jarra a chorro. Esto nos parece más divertido y menos
corriente que beber la leche en las tazas’.’
‘Pues bien, eso e lo que hacía yo, y ése es también el fundamento de las teorías
filosóficas: dirigen sus ideas por sendas complicadas y extrañas para llegar al
conocimiento de la verdad que está al alcance de todos, de ese conocimiento sin el cual
nadie puede vivir.
En todas esas teorías se evidencia que el autor conoce el sentido de la vida con
tanta claridad como Fedor y, sin embargo, se empeña en demostrar, mediante
complicadas argumentaciones, lo que está al alcance de todos.
‘Dejad que vuestros hijos tengan que procurarse las tazas y ordeñar la leche, y
veréis como ponen freno a sus travesuras, al advertir que, de lo contrario, se morirían de
hambre. Lo mismo nos ocurrirá a los hombres si nos dejan a merced de nuestras
pasiones y defectos, sin la creencia en Dios y sin la conciencia del bien y del mal. Tratad
de construir algo sin estas convicciones y veréis como es imposible. Nosotros lo
destruimos todo porque nuestros espíritus están viciados. Nos comportamos como
chiquillos’. (...)
[25]
León Tolstoy, Ana Karenina, VIII, 11.
[26]
Umberto Eco y Carlo Maria Martini, ¿En qué creen los que no creen?, Temas de hoy, Madrid 1997, pág.
96.
[27]
Cabría la posibilidad de entender que el hombre es resultado del azar. Sería una posibilidad, no
demostrable, sino objeto de un acto de fe. Nos limitamos a descartar este acto de fe en el azar con las palabras de
Guitton: “Los instintos de los pájaros migratorios, la estructura de la corteza cerebral, el código genético... Todo
esto es asombroso. Si usted gana una vez la lotería dirán: es el azar. Gana usted dos o tres veces: dirán que tiene
una suerte increíble. Si usted gana todods los domingos, nadie le creerá, está usted haciendo trampa y terminará
usted en prisión (...) El carácter contingente y coordinado del mundo implica en su origen una libertad organizadora y
una creación a partir de la nada, ex nihilo” (Mi testamento filosófico, pág. 35)
[28]
Víctor E. Frankl, El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona 1982, pág. 81.
[29]
Madre Angélica aborda esta cuestión desde la experiencia, dando la solución desde el principio, con una
imagen gráfica: “Evidentemente, puedes intentar eludir a Dios. Puedes huir de él refugiándote en las drogas, en la
bebida, en el sexo, en el trabajo, o lo que sea que hayas metido en tu alma. Pero siempre fallará algo. Si tu alma
está llena de cualquier cosa que no sea Dios, será como si hubieras metido agua en el depósito de gasolina de tu
coche. Simplemente no funcionará. Podrás decir que eres feliz, pero siempre sabrás que falta algo”. (Respuestas,
no promesas, Planeta Testimonio, Barcelona 1999, pág. 43).
[30]
Así opina el empirismo lógico y el neopositivismo –Carnap, Schlick, Popper...-, según los cuales ‘carece
de sentido aquello que no me resulta posible verificar’. Trataremos esta cuestión más detenidamente en el capítulo
V.
[31]
Jean Guitton, Mi testamento filosófico, Encuentro, Madrid 1998, pág. 134-135.
[32] Jenófanes de Colofón, fragmentos, 10, 11, 12, 14 y 15
[33] La palabra ‘invisible’ la consideramos aquí en sentido amplio, esto es, para referirnos a lo ‘no evidente’:
esa no evidencia no se refiere ni primera ni principalmente al hecho físico de no captar algo con los sentidos –en
particular con la vista-; sino que hablamos de la evidencia en cuanto categoría filosófica relacionada con el modo de
conocer las cosas de la inteligencia humana.
[34]
Luigi Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 1994, págs. 15-16.
[35]
Ibidem.
[36]
Jean Guitton, Mi testamento filosófico, págs. 31-32. En otro lugar se refiere al nihilismo en este mismo
sentido: “La nada llevaría inmediatamente una mayúscula y estaríamos en presencia de una metafísica nihilista
donde el Absoluto estaría concebido como Nada. Una Nada que no sería nada y que no sería probablemente lo
que entendemos simplemente por esa palabra”. Y sobre el escepticismo: “Ellos dudan entre varias ideas del
Absoluto. Eso demuestra que no dudan sobre el Absoluto mismo” (pág. 32).
[37] Jung Chang, Cisnes Salvajes, Circe, Barcelona 1994, págs. 160 y 302.
[38]
Platón, Fedón, c. 35.
[39]
Publicada en “Dominical” del 8.3.98, 58.
[40]
Cfr. Construir el amor, Martínez Roca, Barcelona 2001.
[41] Jean Guitton, Mi testamento filosófico, Encuentro, Madrid 1998, pág. 27.
[42] Palabra 336, II-93 (124), págs. 63-64.
[43] Juan Antonio Vallejo-Nájera, La puerta de la esperanza, Planeta, Barcelona, págs. 120-121.
[44]
Antoine de Saint-Exupéry, El principito, Alianza-Emecé, Madrid 1971, pág. 87.
[45]
Julián Ayesta, Helena o el mar del verano, El acantilado, Barcelona 2000, pág. 76.
[46]
Cfr. el estudio realizado por Henri de Lubac, en su obra El drama del humanismo ateo, Encuentro, Madrid
1997, págs. 239 y ss.
[47] Los hermanos Karamazov, Tomo I, págs. 247-249.
[48] El Idiota, tomo I, pág. 396.
[49]
Cfr. Rafael Alvira, Reivindicación de la voluntad, Eunsa, Pamplona 1988, págs. 35-38.
[50]
Jean Guitton, Mi testamento filosófico, pág. 18.
[51]
Ibidem, pág. 39.
[52] Ibidem, págs. 185-186.
[53] Éxodo, Los trabajos y los días,
[54] Italo Manzini, Tornino i volti, citado en Umberto Eco y Carlo Maria Martini, ¿En qué creen los que no creen?,
págs. 47-48.
[55]
Miguel de Unamuno, Diario íntimo, I, págs. 4-5.
[56]
Alexis Carrel, Viaje a Lourdes.
[57] Ernesto Sabato, Antes del fin, Seix Barral, Barcelona 1999, pág. 159. En la biografía de Sabato, ésta es su
primera conversión ‘de corazón’, pero todavía no su conversión total.
[58] Miguel de Unamuno, Diario íntimo, III, págs. 26-27. Esta experiencia, junto a alguna otra como la
enfermedad de su hijo, le llevaron a querer creer con todas sus fuerzas. Sin embargo, no supo desenmarañarse de
su racionalismo, no supo superar la duda (cfr. Charles Moeller, Miguel de Unamuno y la esperanza desesperada, en
Literatura del siglo XX y Cristianismo, Tomo IV, Gredos, Madrid 1960).
[59]
Juan Antonio Marina, Entrevista publicada en El semanal, 31 diciembre 2000, pág. 46.
[60]
Este error se da, por ejemplo, en el protestantismo.
[61] Citado en Jean Mouroux, Creo en ti, Editor Juan Flors, Barcelona 1964, pág. 46, cita 16.
[62] León Tolstoy, Ana Karenina, VIII, 18.
[63] Antonio Machado, Canciones.
[64]
Joseph Ratzinger, Presentación a la Declaración Dominus Iesus.
[65]
Truman Capote, Tres cuentos, Anagrama, Barcelona 1998, págs. 13-14.
[66]
Ibidem, págs. 35-36.
[67] Cfr Capítulo 3, en el que se expusieron: todo lo que hace Dios es una traducción, lo visible oculta y revela
al mismo tiempo, el lenguaje de los signos y hechos, un lugar para los misteios.
[68] César Vidal, Enciclopedia de las Religiones, Enciclopedias Planeta, Barcelona 1997, voz Mahoma, pág.
414.
[69]
Idem, voz Corán, pág. 166.
[70]
José Morales, Teología de las religiones, Rialp, Madrid 2001, pág. 73.
[71]
César Vidal, Enciclopedia de las Religiones, voz Mahoma, pág. 415.
[72] Ibidem, voz Mahoma, pág. 416.
[73] Ibidem, voz Hinduismo, págs. 301-302.
[74]
Ibidem.
[75]
José Morales, Teología de las religiones, pág. 185
[76] “Para el hinduismo no se necesita un Dios que sea autor de la revelación” (Ibidem, pág. 186).
[77] César Vidal, Enciclopedia de las religiones, voz Buda, pág. 123