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EL SENTIDO DE LA VIDA

‘vivir a tope’, ‘ir tirando’ y fe

José Pedro Manglano Castellary

Vivo preguntando

quién seré

pero mi espejo no me ve.

Yo no soy capaz de crear la vida

yo que sigo el rumbo como un suicida

yo que no seré nunca dios.

Viviré como un muñeco programado

viviré fotocopiándome el pasado

viviré, aunque yo no pedí vivir yo viviré

como una canción de amor que nadie cantará.

Viviré.

Por qué, por qué, por qué.

Porque no tengo más remedio;

la vida es una huida;

encadenada viviré en esta vida.


Andrea Bocelli

Amar la vida antes que la lógica,


da su sentido.
Dostoievski

Nos hiciste, Señor, para ti,


y nuestro corazón está inquieto
mientras no descanse en ti.
San Agustín

INDICE

DE QUÉ VAMOS A HABLAR 3


El ‘vivir a tope’ o ‘carpe diem’ 3
El animal problemático que es el hombre 3
Dónde no buscar el sentido 3
¿Qué es ‘el sentido de la vida’? 3
Saber mirar 3

PARA BUSCAR EL SENTIDO, APRENDER A MIRAR 3

A. Mirar adentro 3
La mirada superficial 3
La mirada adecuada 3
La mirada a los signos 3
La mirada a lo ordinario 3

B. MIRAR RECREANDO 3
El aburrimiento 3

C. mirada dialogante 3
Respuesta rebelde y respuesta agradecida 3

D. MIRAR ADMIRANDO 3
Contra la mirada posesiva 3

EN BUSCA DE UN SENTIDO 3

A. Con Sentido o sin sentido 3


B. La pieza del rompecabezas 3
Los sentidos y el sentido 3
El cansado optimismo del que vive en el ‘ir tirando’ 3
La pieza invisible 3

C. El sentido ultimo viene de fuera 3

D Los cinco escalones 3


Primer escalón: preguntas sobre el sentido de la existencia 3
Segundo escalón: preguntas últimas sobre el sentido de la existencia 3
Tercer escalón: necesidad de poner un dios en la vida 3
Cuarto escalón: la admisión de un Absoluto 3
Quinto escalón: admitir el Absoluto como Dios personal 3

LA FE ES COSA DE DOS: SALIR AL ENCUENTRO LAS DOS PARTES 3

A. Dios mueve ficha 3


Todo lo que hace Dios es una traducción 3
Lo visible oculta y revela 3
El lenguaje de los signos y los hechos 3
Un lugar para los misterios 3

B. El hombre mueve ficha 3


Un núcleo incognoscible 3
La capa de trapo prensado o el fundamento objetivo 3
La capa de cuero o el fundamento subjetivo 3

SOLO CREE EL QUE PUEDE: TRAMPAS PARA CREER 3

A. Trampas al elemento subjetivo 3


Cuando la razón se sale de su sitio 3
Cuando el hombre no sabe dudar 3

B. TRAMPAS AL ELEMENTO OBJETIVO 3


Cuando se busca una verdad y no un Ser verdadero 3
Cuando el sentimiento manda demasiado 3

C. TRAMPAS AL NÚCLEO 3
Cuando Dios es reducido a una idea 3
Cuando a Dios se le pone fuera de nuestro alcance 3

BUSCANDO EN LAS RELIGIONES 3

A. algunas grandes religiones 3


El islam 3
El hinduismo 3
Budismo 3
El caso del cristianismo 3

CRISTIANISMOS QUE NO DAN SENTIDO A LA VIDA 3

A. El dios que quita y no da: El materialismo religioso y el cristianismo burgués 3

B. El dios degradado a divinidad pagana: El paraiso en esta vida 3

C. Un dios vaciado de misterios: una religión natural 3


Eliminar lo dificil 3
Fiarse de la cuerda 3
Los misterios son ventanas al infinito 3

D. cristianismo a la carta: la fe como tinte 3

VIDA CON SENTIDO Y VIDA CONSENTIDA 3

A. Vivir respondiendo 3
La vida como relación yo-tú con Dios 3
Una importante partida de ajedrez 3
La vida es tan seria como sencilla 3

B. Dos vidas en paralelo 3

C. Vivir mirando atrás 3


Saber quién eres 3
Ojo con la acción 3

D. La gloria 3

E. Algunas últimas cuestiones 3

EPÍLOGO 3
DE QUÉ VAMOS A HABLAR

Llevábamos un buen rato charlando. Habíamos saltado de un tema a otro


caprichosa y amigablemente cuando, de forma inesperada, me comunicó su
verdadero proyecto:

-“A mí me gustaría morirme a los veintisiete años”.

Me dejó de piedra: ¡“...a los veintisiete...”! Quien así se expresaba era un chaval
simpático, de natural alegre, ilusionado con muchas cosas y metido en todas las
salsas. A una velocidad vertiginosa empezaron a desfilar por mi cabeza posibles
motivos que pudieran haberle llevado a desear tal despropósito. No los encontré. Los
estudios no le iban mal; no es que le preocupasen demasiado, pero iba sacando las
asignaturas. Era el pequeño de una familia aparentemente normal. Además, contaba
con medios económicos, y no tendría el más mínimo problema en encontrar el apoyo
necesario para abrirse camino y cualificarse profesionalmente en lo que a él más le
gustase. Se llevaba bien con el numeroso grupo de compañeros con el que salía; es
más, tenía una situación privilegiada entre ellos al ser uno de los pocos que tenía
moto, circunstancia que a esa edad le situaba en un cierto estatus favorable con
respecto a los demás. En fin, no conseguía encontrar algo que me diera la clave para
entenderle.
No es que me parase a deliberar; más bien fueron unos segundos en los que,
aprovechando una breve pausa que se tomó, la cabeza se me disparó en la búsqueda
de un porqué.
Su momento de silencio era lógico; encontrar palabras para desvelar las
confusas sensaciones íntimas no resulta siempre fácil y es algo lento:

-“Ahora no tengo problemas; la vida me va bien, me divierto y hago más o menos


lo que quiero. Pero... por lo que he visto, a partir de los veinticinco años las cosas se van
complicando, vas asumiendo responsabilidades, empiezan los problemas ... y tienes que
resolverlos, por que si no cada vez las cosas se ponen más difíciles.”

Ya estaba claro: la edad de los veintisiete años representaba la franja que


limitaba las regiones del disfrutar fácil y difícil. Aquello me tranquilizó; hasta ese
momento temía por la salud psíquica de mi interlocutor; ahora veía que se trataba, sin
más, de una de tantas víctimas de esa filosofía de la vida a la que solemos referirnos
con el carpe diem, eso que coloquialmente llamamos vivir a tope.

El ‘vivir a tope’ o ‘carpe diem’


Carpe diem, aprovechar el momento, exprimir el minuto presente sacándole
todo el jugo de disfrute que sea capaz de proporcionar, es una de las formas de
plantearse la vida. Tiene muchas versiones, y todas ellas responden a la misma
situación: la ausencia de un algo que dé sentido a la totalidad de la existencia. Como
no se es capaz de enfrentarse con la totalidad, se opta por vivir al momento.
La película ‘El club de los poetas muertos’ ya plantea esta filosofía de la vida y
algunas de sus consecuencias. Vale la pena recordar el texto ‘para ser leído al
comienzo de las reuniones del club de los poetas muertos’, por lo gráfico que resulta:

“Fui a los bosques porque quería vivir a conciencia, quería vivir a fondo y extraer
todo el meollo a la vida, dejar de lado todo lo que no fuera la vida, para no descubrir en el
momento de la muerte que no había vivido”.

Esta declaración de principios admite diversas lecturas. El espíritu del carpe


diem tiene su propia clave de interpretación. Por ‘vivir a conciencia’ se entiende ‘vivir
de acuerdo con lo que a mí me parece en cada ocasión’; por ‘vivir a fondo’ se entiende
‘vivir a tope, vivir todas las experiencias posibles –sean las que sean-’; por ‘extraer todo
el meollo a la vida’ se entiende ‘extraer todo el placer y disfrute a la vida’; por ‘dejar de
lado todo lo que no fuera la vida’ se entiende ‘dejar de lado todo lo que no es alegría y
placer’; y por ‘para no descubrir en el momento de la muerte que no había vivido’ se
entiende ‘para que cuando todo se acabe con la muerte no descubra que he sido un
pringado’. De esta interpretación resulta la propuesta siguiente:

“Dejé el mundo civilizado de los mayores porque quería vivir de acuerdo con mis
propios criterios, quería vivir a tope –mientras el cuerpo aguante- todas las experiencias
posibles, y extraer todo el placer y disfrute que es capaz de ofrecer la vida, dejar de lado
todo lo no apetecible y divertido, para no tener la impresión -cuando todo se acabe con la
muerte- de haber sido un pringado: ya que todos acabamos igual –bajo tierra- el que no
aproveche para montarse aquí su pequeño paraíso... ha hecho el tonto”.

Mi amigo había asumido estos planteamientos; su error consistía en llevar tales


planteamientos al futuro: la edad en la que se puede prever que vivir no va a ser
rentable, el momento de la vida que no va a ser capaz de ofrecer ventajas de disfrute,
el año a partir del cual la balanza del placer y sufrimiento se va a inclinar
previsiblemente por el platillo del sufrimiento...; en ese momento, no compensará
seguir adelante. De forma también gráfica y sintética lo expresaba la anónima pintada
que parecía gritar con sus marcados rasgos rojos sobre el fondo blanco de una gran
pared junto a la estación de metro que frecuento:

“Disfruta de la vida y muere joven”.

Mi amigo y la pintada eran congruentes, pero también es verdad que visto


desde otro ángulo no lo eran: vivir al momento se contradice con hacer planes de
futuro. Por eso esta filosofía de la vida no suele presentarse con rasgos trágicos. Sus
versiones más frecuentes son pacíficas y seductoras.
“¿Por qué haces todo esto?”, cuando he hecho esta pregunta, sin referirme a
nada concreto, sino en general -porqué vives así, porqué te esfuerzas en esta línea,
porqué te comportas habitualmente de este modo determinado, porqué estás
haciendo lo que haces...- en muchas ocasiones he recibido una respuesta de este
tipo: “-Pues... no lo sé; por nada en concreto; la verdad es que igual que vivo así,
podría hacer casi lo contrario”.
Esta es otra versión del carpe diem, como lo es el vivir pendiente casi
exclusivamente en la inmediatez del fin de semana siguiente, o el estúpido vivir al día
–el estúpido, no el sabio vivir en el presente-, o el alocado hacer las cosas porque me
resultan divertidas ahora sin pensar en las consecuencias –ni siquiera en las del día
siguiente-, o tantas otras vidas en las que se esquiva enfrentarse con la totalidad de la
existencia, en las que se evade la pregunta por su sentido.
Algunos pensadores contemporáneos afirman que estamos viviendo un
momento de decadencia cultural, como lo fue, por ejemplo, el fin del imperio romano.
No sé si será cierto, pero lo que sí es verdad es que una característica de la
decadencia cultural es la pérdida del sentido de la existencia, y hoy día es ésta una
situación más frecuente de lo que sería deseable: son muchos los que no saben para
qué viven, los que se sienten extraños en este mundo, extraños o... como de sobra.
Cuando he mantenido conversaciones sobre estas cuestiones con grupos de
gente joven, en ocasiones me han planteado: ‘Pero... no vamos a vivir con todo el peso
de la vida encima, agobiados por el futuro, plateándonos ahora todos los problemas
que puedan surgirnos a lo largo de la vida’. Y tienen razón. Pero la alternativa al carpe
diem no es esa. Vivir agobiados no es sano, y es el que lleva al característico
escepticismo del humor de Mafalda: en cierta ocasión, cuando ve un niño recién
nacido acostado en su cochecito de paseo, reflexiona que es lógico que los niños
nazcan y vivan acostados, porque no hay quien aguante de pié el porvenir que les
espera en esta vida.
La verdadera alternativa no es una aburrida prudencia adulta, sino
sencillamente vivir sabiendo quién soy y qué es el mundo, quién quiero ser y qué se
espera de mí, cuál es el sentido de que yo esté aquí, qué me va a hacer
verdaderamente feliz. Quien vea en estas cuestiones algo agobiante, en vez de ver en
ellas lo que son –camino de libertad- es que no las ha entendido.
En mis años de universidad me contaba un amigo de Ciencias el experimento
que acababan de realizar en su facultad. Tratando de probar no sé qué principios,
habían instalado en unas jaulas un dispositivo que al contacto con un ser vivo soltaba
una ligera descarga eléctrica. Uno de los efectos de estas descargas era el placer que
producía al animal en cuestión. Las ratas encerradas en aquella jaula se acercaban al
dispositivo una y otra vez. Al mismo tiempo, las descargas iban matando su
organismo: el estado de las ratas se deterioraba ostensiblemente tras cada serie de
descargas, y el malestar en ellas iba en aumento. A pesar de todo, era inevitable que
las ratas siguiesen acudiendo a tomar sus descargas, hasta morir electrocutadas
todas ellas. Es un ejemplo del carpe diem del animal irracional. Por supuesto que el
carpe diem de los seres humanos no es exactamente igual, ya que la ventaja de ser
racional le permite calcular. Pero, en el fondo, ¿no se mueven en un nivel similar de
sinsentido? ¿No es la vida mucho más que un calculo inteligente de placeres y
apetencias?

El animal problemático que es el hombre


Ser perro es muy fácil, tanto como ser vaca, golondrina o avestruz. No es
problemática la vida canina. Podríamos decir que su vida está quasi programada. Su
vida transcurre de forma lineal, su acción se limita a ser reacción a los estímulos que
le afectan en cada momento. Sin quererlo, el perro vivirá como perro; sin proponérselo,
actuará como perro; sin haberse marcado ninguna meta, morirá como perro.
El caso del hombre es distinto. Su vida sí es problemática. La problematicidad
surge de que su vida está en sus manos, y él puede aceptarla o no, y en caso de
aceptarla puede realizarla de muchos modos distintos; aceptarla y realizarla sólo es
posible dando respuesta a una serie de preguntas que inevitablemente se le plantean.
El problema básico es de identidad: ¿qué soy yo? ¿quién soy? A estas
preguntas le siguen estas otras referidas a su acción: ¿qué hago? ¿para qué existo?
¿hacia donde oriento mi vida?
La identidad y la acción suscitan las preguntas del qué y del para qué. Al
hombre se le plantea todavía un tercer grupo de preguntas, las preguntas del porqué:
¿por qué existo? ¿por qué soy lo que soy? ¿por qué actuar? ¿por qué me pasa lo que
me pasa? ¿por qué esforzarme, o sufrir, o luchar? ¿qué pinto yo en este mundo?
Las preguntas de este tercer grupo apuntan al sentido, esa incómoda cuestión
que evita quien se instala en el carpe diem, y de la que precisamente trataremos en
estas páginas.
El hombre es problemático, sí; y lo es porque es un ser con preguntas que
necesita repuestas. Tanto es así que, cuando las encuentra, todo lo demás pasa a ser
secundario, hasta el punto que –como decía Nietzsche- “quien tiene un porqué para
vivir, encontrará casi siempre el cómo”. Y a la inversa: quien no tiene un porqué, no
sabrá cómo vivir ya que ninguna forma de vida acabará de satisfacerle.
Dónde no buscar el sentido
No hay nada mejor para no encontrar algo que buscarlo mal, donde no está.
Eso es lo que ocurre a quienes buscan el sentido de la vida dentro de sí, como si
fuese una especie de sensación o sentimiento que vuela en el aire del interior de uno
mismo.
Un personaje de León Tolstoy, sumido en un profundo desasosiego, expresa
sus inquietantes pensamientos con estas palabras:

“No puedo vivir sin saber lo que soy y por qué existo, y, sin embargo, no logro
saberlo, lo que es lo mismo que no vivir”[1].

Vueltas y revueltas por su interior no le han servido para dar con una respuesta
capaz de tranquilizarle; no logra encontrar nada, nada seguro, absolutamente nada.
Cuando hablamos del sentido de la vida, solemos cometer el error de pensar
que es dentro de nosotros mismos donde deberíamos encontrar un sentimiento que
nos diese la respuesta. Es ésta una búsqueda mal orientada.
El sentido no es algo que ‘nace’ en uno mismo, no es una huérfana ilusión, hija
de nadie, que por generación espontánea habite en nuestro interior, dándonos gusto
por lo que hacemos. No es el sentido un hada caprichosa, que infla o vacía el ánimo
según le da, incapaz de mostrar su identidad.
Entonces, ¿de dónde viene el sentido? ¿dónde lo encontraremos? Veamos
primero qué es, y sabremos entonces dónde encontrarlo.

¿Qué es ‘el sentido de la vida’?


El diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, entre las muchas
acepciones que da a la palabra ‘sentido’, recoge la siguiente:

“Inteligencia o conocimiento con que se ejecuta algo”.

Esta acepción, aplicable a diversas actividades –como, por ejemplo, leer o


hablar con sentido- expresa también algo de lo que queremos decir al hablar del
“sentido de la vida”.
Del mismo modo que leer con sentido exige la inteligencia o el conocimiento de
la ciencia y el arte de leer, así vivir con sentido exige la inteligencia o conocimiento de
la ciencia y el arte de vivir.
Vivir con sentido exigiría, entonces, el conocimiento de unas claves de
interpretación que fuesen capaces de dar sentido a cada circunstancia de la vida
–trabajo, sufrimiento, enfermedad, diversión, amistad...-; del mismo modo que
entender una película –piénsese, por ejemplo, en Matriz- exige conocer las claves de
interpretación de los signos y palabras que van saliendo en el argumento.
Esta acepción nos da una pista importante: el sentido no tiene que ver tanto con
el sentimiento como con la inteligencia o conocimiento, pero no nos ha dicho todavía
qué es el sentido de la vida. Hay otra acepción que se acerca más a lo que
normalmente entendemos por la palabra sentido aplicado al hecho de vivir. Es el
sentido como razón de ser de algo; en nuestro caso, razón de ser de la vida.
Esto es el sentido: la razón de ser. Añadamos dos matices.
Por un lado, que la vida en general no existe; lo que existe es esta o aquella vida
en concreto. Por lo tanto, tampoco existe el sentido de la vida en general, sino que
cada vida concreta tiene un sentido concreto que hace que la persona en cuestión viva
la vida con su sentido, cada vida tiene su razón de ser específica, individual, propia y
distinta.
Por otro lado, señalar que falta algo, ya que la experiencia nos dice que un
conocimiento teórico de algo que puede ser la razón de la existencia no es suficiente
para vivir ésta con sentido. No se trata, por así decirlo, de una fría y lejana razón de
ser, sino de su razón de ser; una razón de ser que es suya, que tiene que ver con él,
una razón de ser con la que se establece una relación. Es preciso que haya una cierta
vinculación o dependencia afectiva con eso que constituye la razón de ser, una
dependencia personal con respecto a eso que en sí mismo es la razón de la propia
existencia.

sentido ¹ sentimiento
sentido de la vida = razón de ser + vinculación afectiva

En la búsqueda del sentido, por lo tanto, es importante dar el salto desde el


sentimiento a la mirada inteligente. Aunque la palabra ‘sentido’ parece tener la misma
raíz que la palabra ‘sentimiento’, no tiene que ver con éste; se trata, más bien, del
sentido como lógica. Toda vida tiene sentido, lo que a cada uno toca es descubrirlo y
realizarlo.

Saber mirar
En principio no tendría porqué ser problemático encontrar esa razón de ser por
la que vivir, pero sin embargo es un hecho que en tantas ocasiones echamos de
menos un algo que sea el motivo de los propios actos.
¿Por qué? Pueden ser muchas las causas, pero –a nuestro entender- en la
base de todas ellas se percibe un no saber vivir, que se traduce en un no saber mirar.
Víctor Frankl, famoso psiquiatra judío, pasó unos años en un campo de
concentración nazi. Las condiciones de vida de los presos eran durísimas; el trato
deshumanizado al que estaban sometidos les llevaba a perder las ganas por seguir
viviendo. Cuenta un hecho:

“Recuerdo que un día un capataz me dio en secreto un trozo de pan que debió
haber guardado de su propia ración del desayuno. Pero me dio algo más, un ‘algo’
humano que hizo que se me saltaran las lágrimas: la palabra y la mirada con que aquel
hombre acompañó el regalo”[2]

Cuando Frankl recibe el chusco de pan, no solo ve el chusco de pan, sino que
ve más: ve algo inmaterial, algo específicamente humano. El pan le dará energía a su
organismo para poder tirar adelante por un tiempo. El algo humano le dará energía a
su espíritu. El pan porque tiene calorías. El algo humano porque alimenta su espíritu.
A lo largo de estas páginas nos ocuparemos de la búsqueda de esta razón de
ser; en el primer capítulo, sin embargo, queremos detenernos en las actitudes
requeridas para que resulte posible conocer la razón de ser, y las actitudes para saber
vincularse. Con otras palabras, vamos a tratar cómo deberá ser nuestra mirada para
que, sin problemas, cada uno encuentre la razón de ser de su vida y sepa vincularse a
ella.

CAPÍTULO 1

PARA BUSCAR EL SENTIDO, APRENDER A MIRAR

Es preciso distinguir, antes de nada, dos verbos que con frecuencia se usan
indistintamente en castellano: ver y mirar. Los ojos captan los objetos que reflejan luz,
y a eso lo llamamos ver. Ven los animales; el ciego no ve. Mirar es otra cosa: mirar es
asomarse desde el interior de uno. Solo miran los hombres; también los ciegos miran,
mientras que el animal, por enormes y expresivos ojos que tenga, no es capaz de
mirar. El mirar es propio y exclusivo del ser humano con consciencia.
El hombre mira el mundo, y el mundo no le mira al hombre. Este hecho,
aparentemente insignificante, sitúa al hombre en una posición privilegiada.
Vivir con sentido requiere mirar. Aprender a mirar es imprescindible para
aprender a vivir. Veamos algunas características de la verdadera mirada humana.

A. MIRAR ADENTRO
Marianela –Nela le llaman todos en el pueblo- es el nombre de la pequeña niña,
feúcha y escuálida, que da nombre a una de las novelas de Pérez Galdós. Ella dedica
su tiempo a acompañar a Pablo, un chaval de su edad que es ciego. El trato
continuado les lleva a conocerse, en un aprecio recíproco que crece día a día:
mientras ella le va contando cómo es el mundo, él capta el profundo ser de su valiosa
cicerone. En un momento determinado, surge la posibilidad de realizar una
intervención quirúrgica a Pablo. Cuando las expectativas de alcanzar la vista son
próximas, surge esta conversación:
“-Sí; que te quiero mucho, muchísimo –dijo la Nela, acercando su rostro al de
su amigo-. Pero no te afanes por verme. Quizá no sea yo tan guapa como tú crees.
Diciendo esto, la Nela, rebuscando en su faltriquera, sacó un pedazo de cristal
azogado, resto inútil y borroso de un fementido espejo que se rompiera en casa de la
Señana la semana anterior. Miróse en él; mas por causa de la pequeñez del vidrio,
érale forzoso mirarse por partes, sucesiva y gradualmente, primero un ojo, después la
nariz. Alejándolo, pudo abarcar la mitad del conjunto. ¡Ay! ¡Cuán triste fue el resultado
de su examen! Guardó el espejillo, y gruesas lágrimas brotaron de sus ojos.
-Nela, sobre mi frente ha caído una gota. ¿Acaso llueve?
-Sí, niño mío, parece que llueve –dijo la Nela, sollozando.
-No, es que lloras. Pues has de saber que me lo decía el corazón. Tú eres la
misma bondad; tu alma y la mía están unidas por un lazo misterioso y divino; no se
pueden separar, ¿verdad? Son dos partes de una misma cosa, ¿verdad?
-Verdad.
-Tus lágrimas me responden más claramente que cuanto pudieras decir. ¿No
es verdad que me querrás mucho, lo mismo si me dan vista que si continúo privado de
ella?
-Lo mismo, sí, lo mismo –afirmó la Nela, vehemente y turbada.
-¿Y me acompañarás?...
-Siempre, siempre.
-Oye tú –dijo el ciego con amoroso arranque-: si me dan a escoger entre no ver
y perderte, prefiero...
-Prefieres no ver... ¡Oh! ¡Madre de Dios divino, qué alegría tengo dentro de mí!
-Prefiero no ver con los ojos tu hermosura, porque la veo dentro de mí, clara
como la verdad que proclamo interiormente. Aquí dentro estás, y tu persona me
seduce y enamora más que todas las cosas. (...)
-Veré tu hermosura, ¡qué felicidad! –exclamó el ciego, con la expresión
delirante, que era su expresión más propia en ciertos momentos-. Pero si ya la veo; si
la veo dentro de mí, clara como la verdad que proclamo y que me llena el alma.”[3]
Como era de esperar, Pablo obtiene la vista. Es dramático el día en el que ve a
Nela por primera vez: la niña de sus amores le espanta. Aquella hermosura interior
que hasta entonces había fascinado a Pablo, quedó oculta repentinamente. En el
mismo momento en el que el cuerpo de la pobre Nela se convertía en pantalla, en
limitada superficie física donde dirigir la mirada buscando a su persona, Pablo ya no
consiguió verla.
“Aquí dentro estás”, “veo tu hermosura dentro de mí”. Aprender a mirar exige
saber mirar dentro de uno mismo. No se mira con los ojos, se mira desde dentro. Y,
en ocasiones, ver con los ojos dificulta mirar.
Es este un tema recurrente en la literatura y en el cine; se puede pensar en
tantos cuentos de Príncipes y Princesas encantadas -como ‘La Bella y la Bestia-. La
película ‘El hombre elefante’, por ejemplo, muestra magistralmente el absoluto
contraste entre la fealdad mayúscula de un cuerpo humano que alberga un espíritu de
una belleza y finura extraordinarias; quienes se quedan bloqueados ante su
deformidad física, no son capaces de mirarle, y no le conocen.

La mirada superficial
La verdadera mirada humana es una mirada desde dentro, que se dirige al
adentro de lo que mira. Se contrapone a ésta la mirada superficial. Recuerdo un viaje
con adolescentes a un bonito pueblo francés, San Juan de Luz. Pasados dos minutos,
aquellos jóvenes turistas ya habían visto todo lo que –a su juicio- había que ver: era
suficiente un rápido vistazo para dar por conocido un pueblo tan pequeño; y el mar...
era el mismo mar de siempre: eso ya lo tenían visto. La mayor parte de ellos pasaron
el resto del día en un enorme supermercado –Carrefour-. Y es que... la mirada
superficial es muy rápida, no se detiene, no sabe contemplar. La mirada superficial
mide por la superficie: si es muy grande tardará mucho en verlo; si es pequeño,
tardará poco.
Lo mismo ocurre, por ejemplo, con la lectura. Se pregunta Leclercq:

“¿Habéis visto alguna vez a un estudiante que toma un tren al día siguiente de
haberle dado su padre unas monedas en un arrebato de buen humor? Para un viaje de
media hora se compra tres periódicos, dos revistas y un semanario o dos. Cuando llega a
su destino ya se lo ha leído todo. Claro que no sabe nada; cuanto más lee, menos sabe;
del mismo modo que cuanto más corre, menos ve”[4].

¿Quién no se ha cruzado, en algún museo, con turistas que van por las salas
casi a paso de footing? Sin embargo, también tenemos experiencia de otro tipo de
turistas que emplean una mañana entera en una pequeña sala. Y es que todo
depende de cómo se mire.
Quien mira adentro ve mucho más de lo que muestra la superficie. La
composición, la expresividad, la carga trágica, el lirismo, los contrastes, los relieves, la
intención del artista, el vanguardismo, las tonalidades... todo eso está allí, en el
cuadro. Mirar adentro es mirar el cuadro, que es bien distinto a ver un lienzo salpicado
por pegotes de oleos de distintos colores.
Quien sabe mirar la vida puede vivirla; el superficial sencillamente la gasta. Con
una expresividad genial lo dice Unamuno:

“Me dices en tu carta que, si hasta ahora ha sido tu divisa ¡adelante!, de hoy en
más será ¡arriba! Deja eso de adelante y atrás, arriba y abajo, a progresistas y
retrógrados, ascendentes y descendentes, que se mueven en el espacio exterior tan
sólo, y busca el otro, tu ámbito interior, el ideal, el de tu alma. Forcejea por meter en ella al
universo entero, que es la mejor manera de derramarte en él... En vez de decir, pues,
¡adelante!, o ¡arriba!, di: ¡adentro! Reconcéntrate para irradiar; deja llenarte para que
reboses luego, conservando el manantial. Recógete en ti mismo para mejor darte a los
demás todo entero e indiviso.

‘Doy cuanto tengo’, dice el generoso; ‘Doy cuanto valgo’, dice el abnegado; ‘Doy
cuanto soy’, dice el héroe, ‘Me doy a mí mismo’, dice el santo; y di tú con él, y al darte:
‘Doy conmigo el universo entero’. Para ello tienes que hacerte universo, buscándolo
dentro de ti. ¡Adentro!”[5]

Hay muchos tipos de superficialidad:

“-¿Para qué sirven las floristerías?”, me preguntaba un joven. “Cantidad de gente


trabajando en algo que no sirve para nada, que no produce nada, que no fabrica nada útil
para el hombre.”

Es este otro ejemplo de mirada superficial, como es la mirada de aquellos que


preguntan a todo ‘para qué sirve’: para qué subir el monte, si luego lo tienes que bajar;
para qué leer una novela, si aquello se lo ha inventado el autor; para qué estudiar algo
de lo que no te van a examinar; para qué hacer un favor si nadie te lo va a agradecer;
para qué pensar en Dios si vivo bien sin él, etc.
La mirada superficial solo mide el valor de las cosas por su utilidad. La filosofía
distingue distintos tipos de bondad: el bien honesto o bien en sí mismo, el bien útil o
práctico, el bien placentero o deleitable. Hay muchas cosas buenas que no son útiles,
entre otras las flores. La mirada pragmática y utilitarista es propia de un espíritu
superficial.
La mirada adecuada
Mirando adentro, el espíritu puede adecuarse a lo mirado. No todo requiere la
misma mirada. Para disfrutar y apreciar una película hay que comenzar por verla como
lo que es: una película. Pero incluso eso no es suficiente. La mirada debe adecuarse
al tipo de película de que se trate: quien viese ‘El Zorro’ o las aventuras de Indiana
Jones esperando encontrar en ellas una historia real, quedaría defraudado, y no podría
evitar pensar que le habían tomado el pelo. Cada cosa requiere su mirada. Las fábulas
y cuentos tienen su verdad, verdad que se desvela -¡solamente!- ante la mirada
ingenua característica del niño interior que todos llevamos dentro.
La persona requiere una mirada muy particular. Una persona es una persona,
algo muy distinto a cualquier otro objeto de nuestra mirada. Y si mirar
inadecuadamente una película puede no tener mayor trascendencia, mirar a la
persona de modo superficial puede tener consecuencias perversas.
Me decía un amigo:
“-No entiendo la desigualdad de oportunidades entre unos y otros. Nacer en un
país o en el país vecino implica unas condiciones de vida completamente distintas. Nacer
en una calle o en otra cinco manzanas al sur es una circunstancia que, en ocasiones,
determinará poder estudiar una carrera o tener que contentarse con ganarse los cuartos
para sobrevivir desde la primera edad. Nacer en una familia u otra será decisivo a la hora
de desenvolverse en un ambiente de alta cultura y educación o, por el contrario, vivir
limitado en estrechos y bastos modos de entender.”

Es verdadero el juicio de este buen amigo, pero también es falso; y es falso por
superficial. ¿Por qué es superficial decir que es injusto que cada uno nazca con
circunstancias tan desiguales? No nos estamos refiriendo ahora a determinadas
condiciones de vida que son objetivamente inhumanas y, por lo tanto, injustas. Para
responder, no vamos a detenernos en el valor y grandeza de cualquier persona;
bastará con recordar que lo que le constituye como persona y le da su dignidad no son
las posibilidades de estudio de una carrera universitaria o del aprendizaje artesanal; no
mide a la persona el poder acceder a deportes elitistas como el esquí o el golf, o que
sus posibilidades se limiten a deportes llamados de masas, o a otros más
elementales como el footing. Las verdaderas posibilidades de la persona son el poder
amar y ser amados, poder realizar la propia vida, poder ejercitar el propio espíritu. Y en
esto... sí se da una igualdad radical.
Me viene a la cabeza el comentario repetido de un compañero de aventuras de
montaña; siempre que pasamos por algún pueblucho de cinco casas perdido en el
monte, comenta:

-“Pobre gente... vivir siempre aquí. ¡Aquí no pueden hacer nada!”

Habría que ver quién es realmente el pobre: la riqueza del hombre es interior.
Qué duda cabe que las condiciones materiales y las posibilidades culturales son
importantes, pero lo son en la medida en que permitan desarrollar más plenamente
una verdadera vida humana, en la medida en que posibiliten la vida del espíritu en un
nivel más pleno.
No resulta fácil mirar adecuadamente a una persona. El dicho popular dice que
‘la cara es reflejo del alma’; pero no sólo la cara: todo aquello que es material y físico
en el hombre -desde su forma de hablar, andar, gesticular, vestir...-, todo puede ser
reflejo del alma. Ver el alma a través de su corporeidad... no es fácil. Es más: a veces
despista.
En este sentido, las poesías de Pedro Salinas van muy lejos. Propugna que el
verdadero conocimiento de la persona exige quitar todo hasta quedarse únicamente
con el pronombre, con el tú:

“Para vivir no quiero

islas, palacios, torres.

¡Qué alegría más alta:

vivir en los pronombres!

Y para lograrlo, se propone hacer abstracción de todo lo que la oculta y disfraza:

Quítate ya los trajes,

las señas, los retratos;

yo no te quiero así,

disfrazada de otra,

hija siempre de algo.

Te quiero pura, libre,

irreductible: tú.

Sé que cuando te llame

entre todas las gentes

del mundo,

sólo tú serás tú.

Y cuando me preguntes

quién es el que te llama,

el que te quiere suya,

enterraré los nombres,

los rótulos, la historia.

Iré rompiendo todo

lo que encima me echaron


desde antes de nacer.

Y vuelto ya al anónimo

eterno del desnudo,

de la piedra, del mundo,

te diré:

‘Yo te quiero, soy yo’.”[6]

La verdad es que todo lo que vemos de la persona nos la manifiesta, y al mismo


tiempo nos la oculta. Mirar adecuadamente a la persona exige un cierto desnudar a la
persona que tenemos enfrente de todo lo que no es el tú de ella, su verdad más
íntima; debemos estar atentos para que lo accidental de la persona nos lleve a su
verdad, y que no nos obstaculice dirigirle la mirada adecuada para encontrarla.
Es Robert Spaemann quien ha desarrollado brillantemente que sólo si
pensamos que el otro es un cierto absoluto, una cierta realidad existencial, podemos
tomarnos en serio la relación con él[7].

La mirada a los signos

No me extrañaría que en el ánimo de alguien que haya leído las páginas


anteriores se dibujara un despectivo suspiro que viniese a decir: “¡Vah, poesía!” No es
poesía vacía y hueca; nos estamos refiriendo a la dimensión más propiamente
humana de la vida. Como decía el zorro al Principito:

“He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo


esencial es invisible a los ojos”.[8]

La mayor parte del mapa de lo real es invisible a los ojos. Por eso, así como el
mundo del animal es muy pequeño, el mundo de la persona es inmenso. Hay poco
que ver y mucho que mirar.
Como los hombres sabemos que no todos son capaces de mirar bien,
buscamos también modos de hacer ver lo que queremos que miren. De esta inquietud
es de donde surgen expresiones como:

“No sé que hacer para hacerle entender que...”, “No acaba de enterarse de
que...”, “Se lo he dicho de mil modos pero no se da cuenta de que...”

Este esfuerzo del hombre por hacer manifiesto lo invisible es el que ha llevado a
desarrollar un rico y abundante lenguaje de signos. No saber leer en los signos es una
gran limitación. En la relación entre las personas y en el conocimiento de los hombres,
los signos gozan de un enorme protagonismo. Es un signo el beso, el abrazo, el
silencio, la espera, la mirada, el aplauso, la inclinación....:
“Estrechar la mano derecha es al mismo tiempo ofrecer la mano del juramento y
dejar la espada en la vaina. Felicitar a alguien es decirle que se es feliz con él. ¿Es acaso
un progreso el negarse, con el pretexto de abolir toda ceremonia, a asociar a los demás
en las alegrías de uno? Arrodillarse tiene un sentido infinitamente profundo (...): tocar la
tierra con la rodilla (o con la cabeza en la prosternación grata a los musulmanes, o con
todo el cuerpo en la ordenación de los sacerdotes) es atestiguar que no se es más que
un hombre: homo-humus, salido de la tierra y que volverá a la tierra... Lo creado ante el
Creador.

Seguramente esas formas pueden variar. Se puede olvidar su sentido. Se pueden


inventar otras nuevas...”.[9]

El lenguaje de los signos es muy elocuente. A propósito del agradecimiento, por


ejemplo, el profesor Alvira se detiene a considerar que “una persona con finura interior
se ve siempre indigna de él, y por eso cuando alguien le agradece se muestra
azarada. Ese azaramiento o conturbación es constitutivo de esa circunstancia y no se
puede quitar”:

“Por eso resulta tan extraña la actitud –ahora tan común- de aplaudir al que te
aplaude, de aplaudir al público. El que aplaude al público ha roto toda la infinita finura y
misterio de la relación de agradecimiento. Parece como si quisiera pagar con la misma
moneda, devolver el trato. Ante el que agradece no se puede aplaudir, hay más bien que
inclinarse, al menos interiormente. Pues en la inclinación se simboliza la sensación de
indignidad ante la grandeza de un agradecimiento.”[10]

Saber mirar los signos es uno de los caminos para aprender a mirar adentro.
Pero no siempre es fácil. Como decía alguien, cuando el sabio señala las estrellas,
son muchos los tontos que se quedan mirando el dedo.

La mirada a lo ordinario
Aprender a vivir, aprender a mirar, mirar adentro. Este aprendizaje nos hace
capaces de encontrar la grandeza de lo ordinario.
Entablé conversación con una anciana gallega, sentada a la puerta de su
caserío. Lo hice intencionadamente, pues imaginarla allí, en la misma silla, en la
misma puerta, en el mismo entorno, horas y horas cada día, durante años y años... me
parecía que podía suponer un aburrimiento tan único que me parecía también única la
oportunidad de hablar con ella. Mi sorpresa fue grande:

-“No me acostumbro a oír el canto de los pájaros, siempre iguales y siempre


distintos. Y el sonido del agua –pasaba un pequeño arroyo junto a la casita- es una
maravilla. Me pasaría así todo el tiempo del mundo”.

No trato de poner como paradigma de la felicidad la vida de esta buena


anciana, pero sí subrayar su gran sabiduría, pues solo un espíritu sabio puede
encontrar la permanente novedad y belleza en algo tan monótono e insignificante en
apariencia.

“Avanza, pues, en las honduras de tu espíritu –aconseja Unamuno-, y descubrirás


cada día nuevos horizontes, tierras vírgenes, ríos de inmaculada pureza, cielos antes no
vistos, estrellas nuevas y nuevas constelaciones. Cuando la vida es honda, es poema de
ritmo continuo y ondulante. No encadenes tu fondo eterno, que en el tiempo se
desenvuelve, a fugitivos reflejos de él. Vive al día en las olas del tiempo, pero asentado
sobre tu roca viva, dentro del mar de la eternidad; el día en la eternidad, es la eternidad,
es como debes vivir.”[11]

Se trata, por tanto, de maravillarse no solo con lo externamente novedoso o


extraordinario, sino más bien, de saber mirar con el espíritu lo extraordinario escondido
en lo común.
José Antonio Marina se refiere a esta creadora forma de mirar el mundo con los
términos ‘estética zoom’. El zoom dirige la atención a un objeto o un suceso
aislándolo. Tras lamentarse de que nos enseñen a ver al por mayor, resbalando sobre
los tesoros que continuamente nos ofrece la realidad, afirma:

“La poesía zoom descubre lo sorprendente en lo cotidiano. Alvaro Pombo, en un


poema que es una cálida oración zoom, dice: ‘Te rogamos Señor que la jarra contenga el
agua’. Sólo al necio le parecerá necio pedir una cosa así. Sólo al necio le parecería necio
que alguien dijera: ‘Te ruego Señor que la persona que me quiere me quiera’. O ‘Te ruego
Señor que esté en este instante donde estoy’. O sea, que em permita doblar la realidad
con la luz del darme cuenta. Esta es, sin embargo, la gran sabiduría. ¡Vivimos siempre tan
distraídos!”[12]

Lo que supone ‘mirar admirando’ queda bien expresado, a modo de resumen,


en la invitación de Guitton:

“He aquí al mundo ante ti, joven, ¿y qué le falta para que tú comprendas?
Simplemente, falta que te admires. Para hacer el mundo más maravilloso, más habitable,
sólo falta transformar los ojos que lo contemplan. No es el universo el que se esconde,
ahí está: siempre ahí; silencioso, mudo, no es el universo el que se escapa y se desnuda:
es a ti a quien se le escapa el universo.”[13]

B. MIRAR RECREANDO

En uno de los últimos viajes largos en coche, mi compañero se ocupaba de la


música:
-Ahora voy a poner una cinta muy especial, me dijo.
-¿Y eso?
Empezamos a escucharla; era un popurrí de canciones tomadas de los más
variados géneros musicales. Por mi parte, para compartirla, trataba de encontrar un
‘algo’ que hiciera especial aquel conjunto de canciones. No lo conseguí. Le pregunté,
y entonces entendí:

- Cada canción tiene relación con un momento de mi vida con Begoña. La primera
es la música del concierto en el que nos conocimos. La segunda es la que sonaba en el
bar la primera ocasión en la que salimos. La otra...

Así fue recorriendo, paralelamente, la historia de su noviazgo con las músicas


de aquella cinta. Se la sabía de memoria. Cada una le hacía revivir un momento
determinado.
Esta es una de las características más propias del amor: recrear. Cualquiera de
esas canciones la había escuchado mi amigo muchas veces antes de conocer a
Begoña. Pero a partir de un momento determinado, aquella música quedaba ligada a
un encuentro con ella. La misma canción era recreada, recreada como ‘nuestra’ –de
Begoña y él-.
Cada canción es la que es, pero el amor la recrea, la crea de nuevo para
nosotros y significa un momento en nuestra historia. Esta es una forma de mirar de un
modo nuevo lo ya conocido. Tal parque, ese tren, la luna llena, tales flores, esa bebida
determinada... y tantas cosas que no son tan solo el parque de la plaza de Colón, ni el
tren de la RENFE que hace el recorrido de la Costa del Sol, ni la flor amarilla que
crece muy bien en primavera, ni la bebida refrescante con una exacta mezcla... No.
Cada una de esas cosas son lo que son, pero desde que han sido recreadas son
–sobre todo- algo que habla de un amor, de la historia con tal persona.
Aprender a vivir es aprender a mirar recreando la realidad. Aunque hemos
comenzado con el modo en que ocurre de forma espontánea en el enamoramiento, es
un fenómeno mucho más universal. Recrear la realidad es posible –como dice el
Principito- creando lazos con la realidad.
El Principito tenía una rosa, y estaba feliz con ella. Pero un día descubrió unos
viveros en los que había miles de rosas, todas iguales a la suya. Ver tantas rosas
iguales a la suya le desilusionó en un principio, pero pronto recibió una lección del
zorro:

“-Ve y mira nuevamente a las rosas. Comprenderás que la tuya es única en el


mundo. Volverás para decirme adiós y te regalaré un secreto.

El principito se fue a ver nuevamente a las rosas:

-No sois en absoluto parecidas a mi rosa: no sois nada aún –les dijo-. Nadie os ha
domesticado y no habéis domesticado a nadie. Sois como era mi zorro. No era más que
un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el
mundo. Y las rosas se sintieron bien molestas.

-Sois bellas, pero estáis vacías –les dijo todavía-. No se puede morir por vosotras.
Sin duda que un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es
más importante que todas vosotras, puesto que es ella la rosa a quien he regado. Puesto
que es ella la rosa a quien puse bajo un globo. Puesto que es ella la rosa a quien abrigué
con el biombo. Puesto que es ella la rosa cuyas orugas maté (salvo las dos o tres que se
hicieron mariposas). Puesto que es ella la rosa a quien escuché quejarse, o lavarse, o
aún, algunas veces, callarse. Puesto que ella es mi rosa.”[14]

Es esta una gran verdad. Aprender a vivir es aprender a mirar recreando la


realidad. Recreamos la realidad, la hacemos diferente, la hacemos nuestra y valiosa
para nosotros cuando la domesticamos, cuando establecemos lazos con ella, cuando
nos atamos a ella. La realidad, cualquier realidad, es vacía si no la he recreado. La
realidad, cualquier realidad, resulta plena de significado y sentido –es digna de morir
por ella- en el momento en el que la he hecho mía, la he recreado dándome a ella de
alguna manera. Tanto es así que podríamos decir que el sentido es lo que me
devuelve la realidad cuando recibe mi entrega; esto es, la realidad solo me da sentido
cuando yo me he dado a ella, cuando me he atado y gastado por ella.

El aburrimiento
Si uno no da, la realidad no le da nada, no tiene nada que ofrecerle. Puede
parecer exagerada la afirmación, pero en su verdad profunda es cierta. Una realidad
no mía –en el sentido en el que estamos hablando- puede distraerme, divertirme un
rato, satisfacerme en algún sentido, pero no me da sentido, no me dice más. La
relación entre esa realidad y uno mismo será una relación entre extraños, una relación
que deja indiferente.
En ocasiones reflejamos esta situación con expresiones de este tipo:

“Tal asunto me da igual”, “nada me apetece”, “eso me deja indiferente”, “me


aburro”, “tal trabajo no me dice nada”, “tal asunto me pilla cansado antes de empezar”...

Es entonces cuando debemos adentrarnos en nosotros y revisar cómo es


nuestra relación con aquello: si uno no se entrega a algo, ese algo no se le entrega a
uno. No dice nada aquello a lo que no se le ha dado nada.
“El que se aburre es alguien que rechaza, es decir, un crítico en un cierto
sentido de esta palabra. Aburrirse significa no aceptar: Ab-horrere, aborrecer, o, en
otras lenguas, con otro matiz, in-odiare (ennui, noia, annoyance). Aburrirse es, así, no
interesarse, no practicar el inter-esse, no estar metido dentro. Inicialmente, pues, y ese
era el sentido clásico, el aburrimiento iba dirigido hacia fuera, a objetos, a personas. El
problema está en que, tanto más lo rechazamos, tanto más nos quedamos solos con
nosotros mismos, solos con nuestra propia vida”[15].
Lo aburrido es lo vacío, lo que no nos da sentido, lo que no nos saca de
nosotros mismos, lo carente de contenido. El final del egoísta es el aburrimiento.
¿Por qué nos aburrimos? “Porque deseamos algo que pudiera llenar nuestras
aspiraciones, nos diera la paz, el entretenimiento, la aventura feliz y perpetua, y todo
ello en plenitud y sin esfuerzo. Pero de antemano sabemos –en el fondo de nuestro
corazón- que eso no es posible. Entonces nos dejamos caer, nos deprimimos, nos
ponemos melancólicos, nos aburrimos.”[16]
* * * * *
Vivir la vida con sentido supone encontrar la razón de ser de la vida, razón con
la que se encontrará vinculado afectivamente. Para establecer una relación afectiva
con mi razón de ser, es preciso aprender a mirar recreando.
Normalmente la vida transcurre en unos ámbitos que son los ordinarios: el
trabajo habitual, las mismas personas, los mismos itinerarios; las actividades que
llenan un día y otro suelen ser muy parecidas. Quien no sabe mirar recreando vive a la
expectativa de lo extraordinario, buscando aquello que se salga de lo habitual: lo de
siempre le cansa, le resulta insípido, no le dice nada. Es entonces cuando se tiene la
sensación de vivir en un tubo largo y gris –‘mi vida es un tubo’- que no le ofrece
alicientes. Sí le atan lazos a todo aquello, lazos que le obligan desde fuera y muy a su
pesar. Pero los lazos que recrean la realidad no son esos: se recrea la realidad
cuando se establecen lazos desde el interior de la persona, cuando uno se entrega
gustosa y libremente a aquello, cuando se convierte la realidad que sea en mi
realidad, cuando lo que hago lo he convertido en vida mía.
La clave de la felicidad y del sentido no se encuentra en realizar una actividad u
otra, sino en el modo en que uno se relaciona con esa actividad, en el modo en el que
se realiza y se entrega a ella. Dar una clase, poner gasolina en una estación de
servicio, estar de peluquera o vender pescado... puede ser un trabajo mío –el modo en
el que yo sirvo a los demás, el lugar desde el que desarrollo mi creatividad, el medio a
través del que yo me hago y me doy a los demás...- o puede ser un trabajo ajeno,
realizado por mí, sí, pero en el que mi yo ha estado ausente.
Este es el motivo por el que cualquier vida –cualquiera- puede ser apasionante,
y esa misma vida puede ser insufriblemente aburrida. Solemos decir que todo
depende del color del cristal con el que se mire; aquí queremos apostar en concreto
por mirar las cosas con el cristal que recrea. Pero insistimos: no es cuestión de algo
accidental; se trata de mirar desde la entrega, porque el sentido es lo que me
devuelve la realidad cuando recibe mi entrega.
Me contaban esta experiencia. Una chica había estado una semana atendiendo
niños en una especie de campamento. Lo había pasado francamente bien y se
encontraba muy a gusto. A su vuelta, fue a recogerle a la estación su hermano.
Cuando alegremente ella le cuenta lo que ha hecho durante esos días, su hermano
exclama: “¡Qué pringada!, menudo plan”. La valoración de su hermano le sorprende,
pero al pensar fríamente lo que había hecho esos siete días ella se da cuenta de que
realmente tenía razón su hermano: lo que había hecho no era nada del otro mundo, y
en realidad ella era una pringada, tan pringada que encima con aquel aburrido plan se
lo pasaba bien.
¿Qué había ocurrido? ¿Era ella una infeliz que se emocionaba con cualquier
cosa? No. Sencillamente, ella se había entregado a aquella actividad, a aquellos
niños, y esos días –por lo tanto- habían estados cargados de sentido. Ella había
establecido una vinculación afectiva con aquello, lo había recreado. Cuando ella se
distancia y lo ve fríamente, como su hermano, aquello dejaba de tener sentido.

C. MIRADA DIALOGANTE
El hombre es el único ser que mira el mundo. Aunque la realidad que nos rodea
puede muchas veces superarnos por su poder material, sin embargo, por el simple
hecho de que la miramos y ella no puede hacerlo, podemos tener proyectos sobre ella
y ella no puede tenerlos sobre nosotros, y, por eso, tenemos frente a ella la posición
de sujetos, mientras ella asume la de objeto. Pero, ¿qué es lo que ocurre? Que el
hombre también puede ser mirado. Entonces, cuando el hombre se da cuenta de que
también él es mirado, descubre que no es el centro del mundo, que no ocupa de
forma absoluta la posición central del universo. El mundo es también de otros, y en
cierto sentido, ni siquiera uno se posee a sí mismo, porque uno mismo es objeto del
mundo de otros.[17]
Es entonces -cuando la mirada de otro ser se fija sobre nosotros y nosotros nos
sabemos mirados- cuando podemos comenzar a saber quiénes somos, y podemos
comenzar a saber el sentido de nuestra existencia; en la mirada de otro sobre nosotros
encontramos nuestro valor y riqueza.
Levine, el protagonista de Tolstoy al que nos referíamos líneas atrás, encuentra
una pista decisiva para salir de su angustia por la falta de sentido de su existencia
cuando repara en lo siguiente:

“Antes, casi desde su infancia, la idea de realizar una buena acción por la
humanidad, por Rusia o por los campesinos le procuraba una dulce alegría; pero cuando
la ponía en práctica sufría una decepción.

Ahora, desde que se había casado y se limitaba a cumplir los deberes familiares,
trabajaba sin alegría pero también sin vacilaciones, y observaba que los resultados eran
satisfactorios. Iba por la vida como el arado que abre un profundo surco en la tierra: en
línea recta y sin interrumpir su marcha. Vivir siguiendo el ejemplo de sus antepasados, sin
descender de su altura cultural, y educar a sus hijos, le parecía tan indispensable como el
pan de cada día. Y para ello necesitaba hacer trabajar la tierra de modo que le produjese
y que pudiera legarla a sus hijos en tales condiciones, que ellos le sacaran provecho y le
agradecieran sus fatigas. (...) Sabía, además, que debía prestar su ayuda a sus
hermanos y a los campesinos que en gran número iban a consultarle. (...) Comprendía
que, tanto su mujer como su cuñada, y los niños de las dos, tenían derecho a aprovechar
su tiempo a su manera.

Todo esto llenaba por completo la existencia de Levine, aquella existencia cuya
explicación él buscaba inútilmente.”[18]

¿Qué significa todo esto? Que el hombre, cuando mira a su interior, halla en sí
mismo un movimiento que le lleva a hacer el bien, y encuentra la satisfacción y
felicidad en realizarlo. Pero el bien que debe realizar le viene señalado en el exterior:
debe mirar afuera preguntado, preguntando a aquellos que le miran –las personas con
las que está relacionado-.
En este contexto, podemos decir que para vivir con sentido es imprescindible
saberse mirado, ya que vivir es responder, y el sentido se haya en la respuesta. La
respuesta requerida por la vida constituye la misión de cada uno. La respuesta que
exigen las circunstancias a cada uno, esa respuesta es la razón de ser que constituye
el sentido. ¿Cómo se conoce a qué debo responder? Mirando con mirada dialógica,
preguntando a los que me miran -el mundo, la humanidad, los que tengo al lado,...-
qué es lo que esperan de mí, qué es lo bueno que puedo hacer yo. Realizar el
privilegio que le corresponde a cada uno es lo que constituye ‘ser uno mismo’, ‘ser fiel
a la vida’, ‘realizar mi propio yo’, ‘cumplir con el deber’, o mejor, ‘entregarnos a nuestro
deber’.
Detengámonos en dos notas de esta respuesta.

Respuesta rebelde y respuesta agradecida


Dar la respuesta que se espera de cada uno no es fácil, ya que comportarse
rectamente como hombre, venciendo las sugestiones que nos invitan a claudicar,
supone un alto grado de esfuerzo. Quien desea responder, es preciso que esté atento
a ir contra corriente cuando la corriente no vaya en la dirección que él estime como
buena. Moda, cultura, costumbres... pueden narcotizar, como narcotiza el
encerramiento en uno mismo que se hace insensible a las miradas que se le dirigen.
Quien no está atento, fácilmente acaba en un aborregamiento que incapacita para dar
la respuesta adecuada.
Es Gregorio Marañón quien lo expone con singular fuerza:
“Y ahora nos toca comentar la juventud y su deber fundamental: que es la
rebeldía. A muchos sorprenderá –tal vez escandalizará a algunos- que consideremos
la rebeldía como un deber. Lo cual equivale a considerarla como una virtud de esas de
orden supremo a las que acabamos de referirnos, en las que hay, tal vez, que
contrariar, por voluntario amor al bien, las propias conveniencias. (...) Y el modo más
humano de la virtud juvenil es la generosa inadaptación a todo lo imperfecto de la vida
–que es casi la vida entera-; esto es, la rebeldía.
Al buen burgués suele erizársele el cabello –el escaso cabello, ya que una de
las características de la morfología burguesa es la calva- cuando oye hablar de
rebeldía. Rebeldía suena en sus oídos como algo personificado en un ser frenético,
con la cara torva y las armas en la mano, que se agita contra la paz social. Es una
palabra que suena a tiros, a revuelta, a incendios y, finalmente, a patíbulo. Rebelde
–dice de un modo taxativo el Diccionario de la Academia- es aquel que se subleva o
rebela, faltando a la obediencia debida.
Pero la misma Academia –tranquilicemos, pues, al lector con el mismo texto
oficial- añade: Rebelde se llama también al indócil, duro, fuerte y tenaz.
¡Gran locura la de los que no lo comprenden así! El hombre ha nacido para ser
un miembro de la sociedad y contribuir –cada cual dentro de su categoría- a la marcha
unánime del organismo colectivo. Mas para ser la pieza justa de un engranaje es
preciso que la pieza sea forjada de antemano y que no sea utilizada mientras no
adquiera la forma y el tamaño justos y el temple suficiente. Y este temple, que hará
perfecto y durable el rendimiento gregario del hombre maduro, es la personalidad.
Parece paradoja, pero es lo cierto que cada ser humano será tanto más útil a la
sociedad de que forma parte cuanto más fuerte sea su personalidad y, por tanto, su
incapacidad primaria de adaptación.
Ahora bien: la juventud es la época en que la personalidad se construye sobre
moldes inmutables. Y, además, la única ocasión en que esto puede realizarse. Toda la
vida seremos lo que seamos capaces de ser desde jóvenes. Podrá llenarse o no de
contenido eficaz el vaso cincelado en estos años de la santa rebeldía; podrá ese vaso
llenarse pronto o tardíamente, pero el límite de nuestra eficacia está ya para siempre
señalado por condiciones orgánicas inmodificables cuando llegamos al alto de la
cuesta juvenil y con el cuerpo y el espíritu equilibrados y las primeras canas en las
sienes entramos en la planicie de la madurez.”[19]
Otro tipo de aborregamiento es el que resulta del perezoso acostumbramiento.
La primera de las rebeldías debería dirigirse, quizá, contra esa enorme capacidad de
adaptación que tenemos con respecto a lo ordinario. ¡Qué fácilmente nos
acostumbramos ante lo de cada día!:

“Hace muchos años me impresionó leer un relato de un misionero en África.


Contaba la fascinación que producían en los niños las hojas de papel. Desearía introducir
en mi vida la estética zoom, que sería el núcleo de una ‘poética de lo cotidiano’. ¡Ojalá
fuera capaz de no dejar escapar ningún gesto de amor, ni la gracia de una mirada o de un
movimiento! (...) Para ello es preciso combatir la mortal confabulación de la rutina y la
pereza. Y mantener, como una rebelde y creadora forma de vida, la clara decisión de no
acostumbrarse. Que así sea.”[20]

Otra nota característica de la buena mirada que busca responder será el


agradecimiento. El agradecimiento como respuesta es el resultado de salir de uno
mismo, de romper el estado que nos sitúa a nosotros mismos como única referencia.
Quien agradece se da cuenta de todo lo recibido –que es casi todo-, y lo valora. La
vida es un regalo, y se agradece. La oportunidad de intervenir en las circunstancias es
un privilegio que se da a cada uno en exclusiva, y debe ser agradecido.

D. MIRAR ADMIRANDO

Admirar tiene su raíz en la palabra latina ‘Mirari’, verbo que significa


originalmente asombrarse, extrañar. Con el paso del tiempo, en el siglo XIII, se
traduce también como contemplar. Convertir el fenómeno de ver algo en una
experiencia de asombro y extrañeza, de admiración, es todo un arte, arte propio del
sabio, y camino seguro que conduce al vivir con sentido.
¿Cómo aprender a admirarse? Antes de nada, parándose. Para mirar hay que
pararse. No es corriendo, en medio de un vivir atropellado, donde puede surgir una
mirada interior que nos desvele la verdad y la belleza de las cosas. La soledad, el
silencio, la lentitud, el reposo, son necesarios para que nuestra vida y nuestra mirada
sean propiamente humanas.
“Sí; la paz, el silencio y no tener prisa. El libro del que se lee una página y que
se deja caer para oír cantar la canción interior, y el lienzo ante el que uno se detiene,
se sienta y se olvida de seguir adelante. Y el paisaje, (...) todo esto que se apodera de
nosotros y nos impregna lentamente, y se dilata, es como nuestro ser que se extiende.
Pero no es solamente eso lo que penetra en nuestro interior; otras cosa también
asciende de algo muy profundo en nuestro fondo; sube, canta, se dilata, nos invade y
se apodera de nosotros; son todos los sueños de infinito, todas las nostalgias de
pureza, todas las aspiraciones a un no sé qué total y pleno, perfecto, absoluto, al
Todo, a lo Inefable, que desafía a la palabra y al pensamiento, y que es, sin embargo,
el verdadero subsuelo del hombre y que es lo que únicamente vale la pena vivir...” [21]
En segundo lugar, comprendiendo que no se comprende. Jean Guitton dedica
unas páginas a ilustrar sobre este arte:

“Y no sería paradójico afirmar que la primera virtud de la inteligencia es tener la


impresión de que no comprende. Al igual que es útil para un profesor contar en su
auditorio con un alumno inteligente y que no entiende lo que uno dice. Jules Lemaitre
decía: ‘Mi mejor alumno es aquel que no está de acuerdo conmigo’. Mejor aún quizás
aquel que comprende que no comprende.

La mayor parte del tiempo, nos imaginamos que comprendemos. Y cuando


queremos explicarnos, sentimos apuro. En realidad, nos habíamos hecho la ilusión de
comprender; las palabras reemplazaban las cosas; una cierta emoción ficticia nos hacía
creer que habíamos penetrado el sentido de las fórmulas. Pero el contacto del espíritu
con la cosa no había ocurrido.

Por consiguiente, captamos la diferencia entre aquél que no piensa y aquel que
piensa. Incluso delante del misterio el primero siempre dice: ‘Pero, si es bien evidente’.
Incluso delante de lo evidente, el último se dice: ‘No comprendo nada’. El primer paso del
pensamiento es una especie de no-inteligencia ante lo que el mundo cree
comprender”[22].

Cuando explicamos algo a alguien y éste asiente a todo con una pasmosa
facilidad, cuando con dificultad tratamos de hacernos entender y el interlocutor no
pestañea ante nuestra explicación, en seguida nos damos cuenta de que no nos está
comprendiendo.
¿Por qué piensa el mal alumno que entiende todo? Por que no se ha planteado
verdaderamente el problema; mejor dicho, porque quizá no ve el problema en lo que
se le plantea. Piensa que lo que se le propone se corresponde con lo que ya sabe,
piensa que aquel contenido ya lo poseía. El mal alumno reduce el nuevo contenido al
continente, es decir, en vez de agrandarse él enriqueciéndose con algo nuevo, reduce
lo nuevo simplificándolo, haciéndolo coincidir con lo que ya sabía. Por eso, esta forma
de mirar –es casi un ‘ver’- no es buena para aprender.
¿Dónde se encuentra la raíz de la extrañeza característica de la admiración?
Surge de la comparación establecida entre lo ya vivido interiormente por uno y las
nuevas sensaciones que se le presentan.
Por eso, sólo entendemos algo cuando –de alguna manera- tenemos una
experiencia personal de ese algo. Entiende al desesperado quien ha probado algún
tipo de desesperación; entiende al enamorado quien ha probado algún tipo de éxtasis;
entiende al adicto quien ha sufrido algún tipo de adicción; y así con todo lo demás.
Mirar desde la propia experiencia interior crea en el espíritu aquella actitud
socrática del ‘Solo sé que no sé nada’. Sé cosas, pero ante la grandeza de la realidad
que encuentro a cada paso, ante la novedad que se me presenta en cualquier
situación, soy consciente de que no es nada lo que sé. De este modo, mirar
admirando supone un estilo de vida que se caracteriza por estar siempre aprendiendo:
en todo encuentra algo que aprender. Se entiende entonces que la verdad –acerca del
universo, de la historia, de la vida, etc- debe descubrirse; su conquista será lenta, y
–sobre todo- será interior.

Contra la mirada posesiva


Hay actitudes que manifiestamente se oponen a esta forma de vivir. En cierto
modo, fotografiar es un engaño. Ante un bello monumento, un paisaje espectacular,
una escultura artística... quien no sabe contemplar –mirar admirando- parece sustituir
su capacidad contemplativa por la máquina fotográfica: todo le dice que está ante algo
grande. Como no es capaz de llevárselo en su interior –no se enriquece-, por lo menos
se lo lleva impreso en su carrete.
Hoy día abundan los eruditos y escasean los sabios. El erudito es un
coleccionista de información, un acumulador de datos y conocimientos vacíos. No se
nos escapa que quien almacena fotografías no es más que un pretencioso y cómodo
erudito. Otras versiones de erudición frecuentes son la de aquellos que son movidos
por un afán desmedido por coleccionar, o por sacar fichas, o por tachar ciudades en
las que se ha estado, o por ampliar la lista de libros que se han leído, o por acumular
direcciones de Internet.
“Ya sabéis cómo se viaja hoy en día –comenta irónicamente Jacques Leclercq-.
Los jóvenes que se respetan han visto, antes de cumplir los veinte años, la mitad de
Europa, y la mayor parte de ellos incluso han cruzado los mares. La Bretaña requiere
ocho días; Austria, diez; tres semanas para Italia ya es mucho; las orillas del Rin son
cosa de un fin de semana. Se hacen trescientos kilómetros diarios... (...)
La gente civilizada no dedica más de un día a visitar París, por supuesto en
autocar, con una especie de ser mugiente al lado del chofer, que detalla a voz en grito,
ayudándose incluso a veces de un megáfono, las obras de arte, de gracia y de
delicadeza acumuladas por los diez siglos de civilización francesa... (...)”
Y continúa proponiendo como contraste: “Cuando yo era niño tenía una tía
anciana –la tía Amelia-; mejor dicho, una tía abuela, una de esas tías solteronas
-¿existe aún esa raza?-, muy digna, rígida, que nunca hubiera consentido sentarse en
un sillón, sino sólo en una silla de respaldo rectilíneo; una de esas tías solteronas de
las que se decía muy bajito que habían tenido más de una ocasión de casarse, pero
que eran ellas las que no habían querido, y cuya misión especial parecía ser la de
conservar los recuerdos de la familia y mimar a sus sobrinos-nietos.
Nos hablaba a menudo del gran viaje a Italia que había hecho con su madre
después de morir mi bisabuelo; debía de ser por 1870. El viaje había durado seis
meses; se habían quedado dos meses en Roma. Hoy, el que dispone de seis meses y
de algunos recursos, se cree obligado a dar por lo menos una vez la vuelta al mundo.
Pero cuando se corre durante seis meses a lo largo del planeta, se ha visto
menos de lo que yo veo en el mismo tiempo, aspirando los olores de mi tierra.
¿Conocéis algo más decepcionante que unos jóvenes que vuelven de viaje? Sus
impresiones se reducen poco más o menos al precio de la gasolina en los distintos
países, a algunas opiniones de cocina comparada, a veces a una vista rápida de algún
paisaje”.[23]
En todos estos casos se puede observar que la mirada, lejos de estar marcada
por la contemplación, tiene una importante carga posesiva, utilitarista. Es lógico. El
bien honesto –como son la verdad y la belleza- no dice nada a quien no sabe admirar.
Ante cualquier realidad, tales personas no pueden hacer nada más que convertirlo en
bien útil... poseyéndolo, pisándolo, usándolo o gastándolo.
Dos efectos negativos de la erudición en cualquiera de sus versiones: uno, que
no se vive la vida y el mundo, solo se gastan; otro, que no hace feliz ni lleva a la
Verdad. Resultado: mirar sin admirar cansa.
Pero la mirada posesiva no se dirige solamente a la realidad material, como
ocurría en los que casos que hemos tratado. También existe una mirada posesiva en
un nivel más espiritual. Este es el caso de la mirada racionalista: pretender poseer
todo con la razón.
Quien sistemáticamente desprecia algo (ya sea un cuadro, un comportamiento
bueno o ético, una honesta forma de proceder comúnmente aceptada, un criterio de
actuación, una verdad rica y difícil...) porque no lo entiende, porque no la posee
racionalmente, porque no la domina, no sabe admirar.
Este comportamiento es característico de la adolescencia. Son muchos los que
con buena voluntad, pero con una actitud poco socrática, preguntan asuntos de difícil
respuesta: ¿por qué no quitar la vida a quien sufre y no podrá dejar de sufrir? ¿por qué
existe el mal? ¿por qué la injusticia? ¿por qué la clonación de hombres se dice que no
es ética? ¿por qué no se le ve a Dios? Si no se les da una contestación clara, corta y
evidente, si no pueden poseer cómodamente la solución... nada les satisface.
El problema no está en las preguntas; el problema está en la actitud con la que
se pregunta: no saben preguntar. Este tipo de personas se resisten a admitir lo que les
supera, lo que es más grande que ellos, lo que excede sus posibilidades. Hay muchas
cuestiones que no encuentran una respuesta en una argumentación concluyente. Hay
muchas preguntas que son contestadas a cada uno, personalmente, en el interior; y
son contestadas desde el interior de la realidad. La mirada que admira es la que irá
encontrando respuestas en cada caso.
La mirada posesiva pretende reducir la realidad a su capacidad de conocer. No
es respetuosa; mirar con respeto supone la incómoda situación de admitir que todavía
no estoy preparado para asimilar algo que –de momento- es superior a mi
capacidad [24].
Cuando lo que queremos conocer es la verdad, hemos de partir de que ‘sólo sé
que no sé nada’; que la verdad es accesible, pero he de conquistarla. El ‘no lo
entiendo’ es muy sabio cuando a continuación decimos ‘pero ya entenderé si lo sigo
buscando’. Pero cuando el ‘no lo entiendo’ lleva a concluir que si no se me demuestra,
no lo acepto... se ha olvidado algo tan básico como que la razón cognoscitiva –la
posesión racional- no basta para captar la realidad. Hay que aprender a mirar
admirando, haciéndose cada vez más capaz de comprender existencialmente –de
interior a interior- lo otro.
¿Qué tiene que ver todo esto con vivir la vida con sentido? Es fundamental
llevarse bien con un mundo que –al mismo tiempo- desvela y oculta su verdad. Las
grandes cuestiones del hombre –entre otras, la razón de ser que es el sentido de la
vida- se nos van desvelando poco a poco, en la medida en que lo buscamos con una
mirada adecuada. Es preciso aprender el arte de admirarse, que es tanto como
aprender el arte de preguntar, de saber vivir sin respuestas inmediatas, de saber mirar
no solo con la razón.
Mirar admirando es la mirada de los sabios, y es ésta la mirada que desvela lo
más interesante y apasionante de la vida.

* * *

-“¿Cuál es el sentido de la vida? ¿dónde está la felicidad? “

-“¡Buff! No sé; todo eso es muy complicado. De momento vamos a hacer cosas, y
ya veremos después qué pasa.”

Esta forma de vivir es miope; un dejarse llevar por lo inmediato de forma ciega
no satisface al hombre inteligente. Sabe a poco, y en seguida ya no sabe a nada.
Hay que aprovechar la vida, sí. Pero para aprovecharla... hay que saber mirar.
Sin una verdadera mirada humana, se es víctima de un montón de confusiones. Se
quiere aprovechar la vida, pero ¿no confundimos muchas veces la vida intensa con la
vida agitada? Y no es lo mismo intensidad y agitación. Se pretende una vida feliz, y se
confunde ésta con la vida cómoda y divertida. Se busca ser importante, y se confunde
con ser famoso y tener poder o riqueza. Se quiere lo bueno, y solo se aprecia como
bueno lo que es útil. Se busca la fecundidad, y se mide solo por la eficacia.

Intensidad Agitación
Felicidad Comodidad y diversión
Ser importante Fama, poder y riqueza
Lo bueno Lo útil
Fecundidad Eficacia

Vivir la vida con sentido requiere saber mirar. Hemos considerado en este
primer capítulo la forma de instalarse en la existencia, la forma de establecer contacto
con la realidad de modo adecuado. Mirar así hará posible superar el carpe diem y
encontrar el verdadero y profundo sentido del vivir. Quien adopte estas posturas en su
mirar, podrá alcanzar la realidad firme sobre la que apoyar su existencia. Pero, ¿cómo
conocer esa realidad? Los capítulos siguientes los dedicamos a esa búsqueda.
CAPÍTULO 2

EN BUSCA DE UN SENTIDO

Cuentan que este testamento, escrito con cuidada caligrafía y encerrado en


sobre blanco, se encontró junto al cadáver de un buen hombre que acababa de
quitarse la vida:

“Señor Juez:

Tuve la desgracia de casarme con una viuda; ésta tenía una hija; de saberlo,
nunca me habría casado.

Mi padre, para mayor desgracia, era viudo; se enamoró y se casó con la hija de mi
mujer, de manera que mi esposa era suegra de mi padre; mi hijastra se convirtió en mi
madre... y mi padre al mismo tiempo era mi yerno.

Al poco tiempo, mi madrastra trajo al mundo un varón, que era mi hermano, pero
era nieto de mi mujer, de manera que yo era abuelo de mi hermano.

Con el correr del tiempo mi mujer trajo al mundo un varón, que como hermano de
mi madre, era cuñado de mi padre y tío de su hijo.

Mi mujer era suegra de su propia hija; yo, en cambio, padre de mi madre; y mi


padre y su mujer son mis hijos, mis padres y mis hermanos; mi mujer es mi abuela ya que
es madre de mi padre, y además yo soy mi propio abuelo.

Ya ve, señor Juez. Me despido de este mundo porque no sé ni quién soy.”

Aunque es muy probable que esta historia de tristes tragicómicos tenga ‘más’
de pesadilla que de realidad, es innegable que lo absurdo de la situación descrita
pone de manifiesto lo necesario que resulta a la persona vivir su existencia
conociendo su verdadera identidad.
La pregunta por el sentido acompaña a todo ser humano inteligente. ¿Quién soy
yo? ¿Qué es el hombre? ¿Para qué vivo? La cuestión del sentido es fuente de
inquietud para el hombre, y el primer nivel en el que se presenta es en el nivel del ser.
A éste le sigue necesariamente el nivel del obrar. Algo bastante normal, por otra
parte. De la misma manera que si alguien nos regala un objeto extraño, que no se
parece a ninguna cosa que hayamos visto antes, lo primero que haremos será
preguntarle, con cierto aire de curiosidad mal disimulada: “Oye, ¿qué es esto?” Es de
suponer que nos responderá con el nombre que lo designe. Pero también es de
suponer que ahí no terminarán las preguntas. Una vez conocido el nombre de tan
enigmático objeto, enseguida volveremos a la carga: “Pero... ¿para qué sirve?”,
“¿cómo se usa?”, “¿cómo funciona?”. Lo mismo ocurre al hombre consigo mismo. En
el nivel del obrar o del hacer, en lo que se refiere a lo que el hombre realiza o ejecuta,
también surge la pregunta por el sentido.
León Tolstoy recoge estas preguntas tan humanas en el soliloquio de uno de
sus protagonistas. Se trata de Levine, marido de una joven relacionada con Ana
Karenina, que “abrumado por aquellos dolorosos pensamientos” se dirige al campo
donde trabajan sus campesinos:

“De pie en el terreno de trabajo, Levine dirigía su mirada ya a las golondrinas que
giraban en el espacio, ya a los obreros ocupados en la trilla, ya a los dorados rastrojos
que brillaban al sol.

‘¿Para qué hacemos todo esto? –se preguntaba entre tanto-. ¿Con qué fin les
obligo a trabajar de ese modo? ¿Por qué se fatiga esa pobre anciana?’

Se refería a una escuálida vieja que andaba con los pies descalzos sobre la tierra
endurecida, rastrillo en mano, y a la que él había cuidado al resultar herida en un incendio
por caerle encima un poste.

‘Entonces se curó, pero pronto la enterrarán. Y lo mismo ocurrirá, un día u otro, a


aquella joven que lleva una chaqueta roja y que con tanta agilidad remueve la paja para
separar el grano. También morirá el viejo caballo que hace girar la noria. Y Fedor, que
dirige el trabajo, ese Fedor de barba negra y rizada. Y no sólo irán a pudrir tierra todos
ellos, sino que el mismo camino seguiré yo. ¿Para qué, pues, todos estos afanes?”[25]

Muchas otras preguntas podríamos añadir a las de Levine, preguntas que en


ocasiones descargan con violencia sobre cualquiera de nosotros, con su sabor
amargo y su efecto inquietante, especialmente en momentos de esfuerzo, cansancio,
dificultad, aburrimiento o rutina. ¿Para qué hago todo lo que hago?
Todavía podemos buscar el sentido en otro nivel: el nivel de lo que le sucede al
hombre. El día dos de noviembre de 1993 moría Severo Ochoa, prestigioso científico
galardonado con el premio Nóbel por sus conocimientos e investigaciones. A los dos
días, el cuatro de noviembre, un diario publicaba este artículo de Pilar Urbano bajo el
título de ‘Una insólita confesión de Severo Ochoa’:
“Iba por esos aeropuertos y por esas carreteras y por esas estancias
alfombradas, con la mirada perdida, como un suicida in pectore. Quería morirse. Lo
decía. A mí, desde luego, me lo dijo. Que sin ella, sin Carmen, la vida le era
desabrida. Y, golpeándose las costillas a la altura del corazón: “¿por qué no se me
rajará éste, cualquier noche, estando yo dormido?”. Se extrañaba ante le misterio de
su duración. Igual que Tarradellas y Dalí y Dolores Ibarruri y Enrique Tierno Galván y
Don Juan de Borbón... que, como él, vivían ya desarraigados.
Sin embargo, ha estado valiente. Le ha echado coraje a su sobredosis de
soledad y a la orfandad de amor y a la abulia infinita que le subía por las piernas hasta
lamerle el pecho. Ha resistido, entero, como un hombre, hasta que el Capitán tocó el
silbato y dijo que era la hora de zarpar.
No quiero ir al archivo, ni fuchicar los papeles. Tengo bien espabilado el
recuerdo. Fue una tarde muy larga, en su casa, en Madrid. Sonaba Schumann.
Hablábamos de todo. Me enseñaba fotos. Me invitaba ¡a yogur! Yo le hacía preguntas
y preguntas. En éstas, llegamos a las ‘fronteras éticas de la ciencia’.
Me dijo que él se hubiera negado a fabricar la bomba atómica. Quise saber,
‘supongamos, profesor Ochoa, ¿intervendría en el proyecto centauro?’. Alzó el
supuesto de una manipulación genética: esperma de caballo, fecundando un óvulo de
mujer. Se echó a reir. ‘Je, je, je... Sería muy divertido. Un hombre, galopando a la
velocidad de un caballo...’. Le completé la estampa: ‘Un caballo, de frac, tocando el
violín... Schumann.
El público arrebatado. Y, de pronto, el violinista centauro, de pie en el escenario,
cagando boñigas’. Lo reconozco, fue un golpe de efecto. Se me puso muy serio, muy
serio. Y, a partir de ese momento, no sé bien por qué, comenzó a reclinar la altivez
profesoral, el pavonado científico, la suficiencia de personaje supremo. Se enfrascó en
su segundo yogur.
Yo, entonces, empecé a preguntarle cosas más ‘abstractas’: ¿por qué es la
vida? ¿cuál es el origen? ¿qué es la muerte? ¿qué hay después? ¿sabe usted dónde
está el amor de su esposa? ¿me podría explicar sobre una pizarra por qué, al
atardecer, se pone usted tan triste? Severo Ochoa escuchaba. Pensaba un rato.
Después, por sus carnosos labios dejaba caer un lacónico ‘no lo sé’. Y así, entre ‘no lo
sé’ y ‘no lo sé’, pasamos un lago rato. Al fin, se puso en pie, altísimo como era. Dio
una vuelta por la sala. Volvió. Me miró desde arriba, en contrapicado. Y soltó su
tremenda confesión: ‘No tengo ni una sola respuesta para nada de lo que de verdad
me interesa. Puedes escribir bien grande que te he dicho que soy un extraño sabio...
un sabio que no sabe nada’.”

A. CON SENTIDO O SIN SENTIDO

No hace ninguna falta ‘demostrar’ que la persona humana busca naturalmente


encuadrar su existencia dentro de un marco que responda al porqué de su existir. Si
hemos ejemplificado, ha sido con el objeto de explicitar los tres niveles en los que se
mueve esta búsqueda: el nivel del ser, el del hacer y el nivel de lo que le sucede.
Existen dos posibilidades: que la vida tenga sentido, o que no lo tenga.
Supongamos que vamos por un camino de montaña y encontramos unas
huellas. Nos fijamos en ellas, y observamos que miden alrededor de cuarenta
centímetros, y que se extienden longitudinalmente. No hemos visto nada, y querríamos
saber a qué se debe aquel fenómeno. Inmediatamente nos pondríamos a hacer
conjeturas, en busca de alguna explicación.
Este hecho admitiría diversas interpretaciones: es posible que la nieve haya
caído de forma irregular, y que se haya dado la coincidencia de que cada medio
metro, por el azar del viento o de la formación de las nubes, hubiese caído un poco
menos de nieve produciendo aquellos huecos en la nieve. Otra explicación podría ser
que la nieve hubiese cubierto de forma regular aquel camino de montaña, pero que por
un fallo de las leyes físicas y químicas se hubiese fundido la nieve en aquellos puntos
de cuarenta centímetros que se extienden a lo largo del camino.
A medida que voy redactando estas hipótesis, crece en mí el temor de que el
lector se enfade, pues parece poco serio considerar posibilidades tan rebuscadas
–coincidencias, fallos de las leyes- cuando aparece como inmediata la intuición que
interpreta aquello como huellas del calzado de una persona que ha recorrido el
camino un tiempo antes en esa misma dirección. Solo en el caso de que tuviésemos
la seguridad, avalada con datos positivos que confirmasen que de ninguna manera
podrían ser aquello huellas humanas, sólo en ese caso, comenzaríamos a buscar
otras hipótesis con el fin de no dejar sin respuesta lógica aquel fenómeno.
Soy consciente de lo simplón que resulta el caso propuesto líneas atrás;
también es verdad que si, en vez de exponerlo con ese lenguaje coloquial, lo hubiese
tratado con un sugestivo lenguaje científico –saberes desconocidos para mí-, podría
incluso haber alcanzado cierto grado de verosimilitud.
No obstante, la verdad de nuestro razonamiento es menos obvia de lo que
parece: si no se dan elementos que positivamente me niegan lo que una recta y
universal intuición me propone como interpretación de un hecho, deberé suponer
pacíficamente que esa recta y universal intuición me marca el camino de la verdadera
interpretación.
¿Por qué todo esto? Umberto Eco, intelectual italiano, autor de conocidas obras
de literatura como El nombre de la rosa, persona que se declara no creyente, mantuvo
correspondencia pública sobre cuestiones de fe con Carlo Maria Martini, arzobispo de
Milán. En la cuarta carta escribe Eco:

“Intente, Carlo Maria Martini, por el bien de la discusión y del parangón en el que
cree, aceptar aunque no sea más que por un instante la hipótesis (...) de que el hombre
aparece sobre la Tierra por un error de una torpe casualidad, no sólo entregado a su
condición de mortal, sino condenado a ser consciente de ello y a ser, por lo tanto,
imperfectísimo entre todos los animales (y séame consentido el tono leopardiano de esta
hipótesis). Este hombre, para hallar el coraje de aguardar la muerte, se convertiría
necesariamente en un animal religioso y aspiraría a elaborar narraciones capaces de
proporcionarle una explicación y un modelo, una imagen ejemplar”.[26]

Me parece atrevido comparar las interpretaciones sobre las huellas de nieve


–fallos de las leyes físicas y químicas- con la interpretación de por qué el hombre
busca un sentido –el hombre es el resultado de un fallo, y la búsqueda del sentido no
es más que una huída de la limitada ‘realidad sin sentido’ en la que vive-. -. Me parece
atrevido, pero -salvando las distancias- mantienen cierto paralelismo. ¿No pide mucho
Umberto Eco? Postular que el origen de la vida humana es un fallo, o el azar[27],
significa afirmar que no existe un trasfondo lógico en el universo, que la vida no forma
parte de un todo lógico sino que resulta del error o de la casualidad, y por lo tanto la
vida del hombre no tiene lógica
En realidad, lo que está haciendo Umberto Eco es lo siguiente: pide a un
hombre de fe que renuncie por un momento a su fe religiosa y que haga otro acto de
fe no menor; pide que sustituya la fe en una causa, por la fe en la casualidad. Ambas
posturas son, en un principio, susceptibles de ser verdaderas, ambas exigen un acto
de fe –ya que ninguna de las dos es demostrable-. Hay que ver cuál de las dos es más
razonable, pues mientras que si en el origen hay una causa el mundo sí tiene sentido,
si en el origen hay un fallo el mundo es un sinsentido.
¿No exige un gran esfuerzo tener que aceptar gratuitamente la fantasiosa
interpretación acerca del modo en que aparece el hombre que propone Eco? A no ser
que haya algo que positivamente muestre que el hombre es el resultado de un fallo
casual, lo lógico será interpretar que todo sí tiene un sentido.
¿La existencia humana tiene sentido, o es toda ella un sinsentido? Nos
encontramos ante una pregunta que para ser contestada exige el ejercicio de un acto
de libertad, ya que no hay nada que exija al hombre que necesariamente se incline por
una de las dos posibilidades. Aceptar el sentido o el sinsentido de la existencia
responde a un acto de libertad que está en la base de la propia existencia, y es
determinante en su posterior conformación.
¿Con sentido o sin sentido? Pues... con sentido, a no ser que algo me diga
positivamente que sin sentido. Pensamos que es razonable elegir esta respuesta
porque el sinsentido no se muestra positivamente nunca. Lo que sí puede ocurrir con
frecuencia –sobre todo en ciertas ocasiones- es que no se vea el sentido por ninguna
parte. Pero ¿acaso es lo mismo que aparezca oculto el sentido que no tener sentido?
¿es suficiente no tener evidencia del sentido para afirmar que no hay sentido?
Además, para declarar razonablemente y con un mínimo de rigor que no hay
sentido, sería preciso que se diesen dos condiciones en el sujeto pensante: que tenga
todos los elementos para conocerlo, por un lado; y después, no encontrarlo. Si falla la
primera condición –como es el caso del hombre, con su limitada capacidad de
conocer-, nunca podré afirmar que no existe sin dar un salto... arriesgado.
Pero, ¿no es cierto que la aceptación de un sentido es igual de arriesgada que
la de un sinsentido? El salto libre que sitúa a cada hombre en una u otra opción no se
realiza sobre la evidencia en ninguno de los dos casos. Sin embargo, al observar la
lógica del mundo que le rodea, y la necesidad -esencial al hombre- de orientar su
existencia hacia ‘algo’ con el fin de obtener repuestas, hace que sea más razonable –y
menos arriesgado- el salto que apuesta por el sentido.

B. LA PIEZA DEL ROMPECABEZAS


Hasta ahora hemos omitido, de forma intencionada, un adjetivo: lo que
caracteriza al hombre no es la búsqueda de un sentido para vivir, sino de un sentido
último. Este adjetivo es fundamental.
Hay sentidos, y sentidos últimos. Para vivir –para encontrar una razón para
seguir viviendo, para ‘ir tirando’- basta cualquier sentido. Sin embargo, para vivir con
plenitud y alto grado de satisfacción en cualquier situación y de modo definitivo, es
preciso un sentido último.

Los sentidos y el sentido


¿Qué realidades pueden ser suficientes para dar cierto sentido a la vida, y
desear seguir viviendo? Muchas, pero fundamentalmente las que ponen de manifiesto
la unicidad de la persona; esto es, aquellas realidades que en la vida sólo puede hacer
uno mismo.
Un ejemplo lo pone el prestigioso psiquiatra Víctor E. Frankl. Estando prisionero
en el campo de concentración, dos compañeros comentaron su intención de
suicidarse, pues en aquellas condiciones ya no esperaban nada de la vida más que
sufrimiento.

“En ambos casos, comenta el doctor, se trataba por lo tanto de hacerles


comprender que la vida todavía esperaba algo de ellos. A uno le quedaba un hijo al que
adoraba y que estaba esperándole en el extranjero. En el otro caso no era una persona la
que le esperaba, sino una cosa, ¡su obra! Era un científico que había iniciado la
publicación de una colección de libros que debía concluir. Nadie más que él podía realizar
su trabajo, lo mismo que nadie más podría nunca reemplazar al padre en el afecto del
hijo”[28].

El amor y la creatividad –la realización de un algo que sacar adelante en la vida,


aportar lo realizado a la sociedad o a la humanidad- nos hacen únicos e
irreemplazables, y son capaces de conferir un significado y sentido a la vida. El amor y
la creatividad son realizaciones personales que bastan para dar un porqué al vivir la
propia existencia, y –con las palabras de Nietzsche- “quien tiene un porqué para vivir,
encontrará casi siempre el cómo”.
Ahora bien, estos sentidos son tan dignos como provisionales, contingentes,
temporales o inseguros. ¿Y si ese hijo resulta que ha muerto, o que es ingrato y se
independiza? Y con respecto al segundo caso, ¿y si no resulta posible continuar
aquella línea de investigación científica, pues ya la ha realizado otra persona, o más
adelante se ve que seguía una orientación errónea, o nadie quiere financiarla y no la
puedo llevar a cabo? Es manifiesto el carácter precario de cualquiera de estos
sentidos. La precariedad de estos sentidos que podríamos llamar ‘intramundanos’ no
es capaz de sacar definitivamente al hombre de las tierras movedizas de la
inseguridad, no le permite establecerse sobre un pacífico y firme suelo, y en algún
momento llevará a plantearse: ‘¿Realmente... vale la pena vivir para esto?’ Estos
sentidos intramundanos no dan, pues, verdadera respuesta a la pregunta sobre el
sentido último del ser humano.
Esta forma de vivir es muy común: es la forma de vida que asume todo aquel
que no se ha cuestionado acerca del sentido último de su vida (por eso es muy
frecuente, por ejemplo, durante la adolescencia). Pero es la experiencia la que nos
dice que vivir así es agotador: a toda ilusión le sigue –tarde o temprano- una cierta
desilusión; nunca se cumplen verdaderamente las altas expectativas que uno se había
proyectado. Con estos sentidos se puede ‘ir tirando’, en el mejor sentido de la
expresión, pero nada más [29].
Pero, ¿por qué no es suficiente para ser feliz cualquier sentido, si se está atento
a sustituirlo por otro cuando el que me sostenía deja de ser válido? Porque esta forma
de vivir encierra un error: de hecho, se crea una relación de dependencia total de la
persona con respecto a situaciones, realidades o hechos que no son estables y
definitivos. De este modo se está dando carácter de sentido último a realidades que
en absoluto son últimas. Y este error tiene un precio. Es el caso de las crisis
existenciales que se abren cuando un amor es infiel, un equipo de fútbol no va como
se esperaba, un negocio se hunde, la salud se pierde de forma irreversible, unas
oposiciones no se sacan, una familia se divide... El precio es la desilusión, el
cansancio de vivir, el escepticismo con respecto a la vida, el envejecimiento espiritual,
a parte de las anomalías psíquicas consecuencia de cada experiencia de frustración.
El hombre necesita establecer una relación de dependencia total con respecto a
algo. Si no hay nada más último que estas cosas pasajeras y contingentes... y éstas
desaparecen, el hombre queda desnortado, desorientado, como perdido y sin
referencia. Esta forma de vivir es lo que se llama “idolatría”, y cada realidad
contingente a la que se le da carácter de última es un “ídolo”. Es decir, el ídolo es
aquella realidad no última que el hombre trata como si fuese última. La idolatría es
agotadora por necesidad: ya que es consciente de que toda su vida la ha colgado de
una realidad que se le puede caer en cualquier momento: esta tensión e inseguridad
es insana e inhumana.
¿Qué se opone a la idolatría? Si ésta es la que establece una relación de
dependencia total con algo no definitivo, su contrario es el que establece una relación
de dependencia total con respecto a algo definitivo, último: esto es la religiosidad. Por
eso, el hombre religioso no se contrapone al hombre ateo, como piensan muchos,
sino al hombre idólatra. Pero sobre esto volveremos más adelante.

El cansado optimismo del que vive en el ‘ir tirando’


Para avanzar en nuestro discurso quiero traer un recuerdo. Un verano me invitó
un amigo a subir un tresmil en los Pirineos. La propuesta me pareció interesante, y
también me lo pareció el verdadero motivo que le hizo pensar en mí como
acompañante. El asunto era que iba a hacer esa excursión con sus tíos, un
matrimonio de unos cincuenta años; los dos eran no creyentes, y mi amigo quería que
conviviesen durante un día con una persona con fe, tratando de que –aunque fuese de
manera remota- aquella experiencia les acercase al mundo de los creyentes. Allí
fuimos. Me sorprendió desde el primer momento que esas dos personas eran muy
gratas, alegres, buenas, con muchos detalles que evidenciaban una categoría humana
poco común; se les veía felices. La excursión era larga y dura, pero resultó serlo más
debido al error que tuvimos a mitad del trayecto, error que supuso un par de horas más
de las previstas.
Cuando acometíamos la última etapa de la ascensión, la mujer empezó a
ralentizar la marcha. Yo iba algo adelantado con su marido, y en una espera le
comenté la buena forma física en la que se encontraba su mujer, ya que a su edad no
era normal tener esa resistencia. Me dijo que había perdido mucho, que estaba en un
momento muy bajo, no por problemas de salud, sino por sufrimientos de carácter
moral; su hijo había tenido serios reveses afectivos, mezclado con otros económicos,
a los que se sumaban otros profesionales...; cuando se solucionaban unos, surgían
otros, y todo aquello había minado la moral de su mujer. Me contaba aquello con
ciertos detalles, para concluir al final con una exclamación que le salió del alma y que
transcribo a pesar de su marcada carga coloquial:

“¡Es que... la vida es una mierda!”

En seguida llegó su mujer con su sobrino y cambió de tercio, pero un tercio del
tenor del mantenido hasta ese receso confidencial: buen humor, ánimo positivo y
optimista.
Aunque el suceso no tiene nada de extraordinario, lo relato porque puede
resultar elocuente: para quien la existencia no tiene más sentido que el de vivir lo que
le toca, y hacerlo tratando de ser buena persona y de amar –que no es poco-, la vida
puede acabar siendo un continuado esfuerzo por hacer de la necesidad virtud, y sacar
con violencia un optimismo que no nace de la vida misma, de la verdad de lo que la
vida es, del sentido que tiene, sino de un resignado ‘esto es lo que hay’, ‘a aguantarse
y a tirar p’alante’: un esfuerzo que, antes o después, trae consigo un sentimiento de
frustración, de desencanto como el presente en esa exclamación coloquial antes
transcrita: “Es que la vida es una...”.
He señalado la falta de fe de esas personas intencionadamente, ya que ese
modo de vivir la vida suele tener como telón de fondo la ausencia de algo trascendente
en lo que poder encontrar el sentido. No queremos decir que la misma expresión no
pueda salir de la boca de un creyente, pero así como en el caso de un creyente
coherente con su pensamiento no pasaría de ser un desahogo circunstancial sin
fundamento, en la boca de un no creyente sí podría expresar la sensación existencial
en la que está instalado.
La primera ocasión en la que expuse este hecho acompañado de la reflexión
que acabo de hacer, una universitaria de cuarto de medicina me interrumpió: ‘Estoy en
completo desacuerdo’. Comprendo su reacción: es normal reaccionar así ante una
descalificación de un sistema de vida. Pero ojo: me parece muy respetable la persona
que elige vivir así. Lo único que estamos diciendo aquí es que es una postura muy
limitada. La filosofía existencialista se ha dado cuenta: si no hay nada por encima del
hombre, su vida -marcada por el dolor y abocada a la muerte- es trágica. La
experiencia –en mayor o menor grado según las personas, y siempre con el paso del
tiempo- lo confirma.

La pieza invisible
He relatado este suceso para decir gráficamente que la vida sin sentido último
está coja; a una vida así planteada le falta algo. ‘Ir tirando’ con pequeños sentidos no
es suficiente. Vivir la vida con sentido requiere un algo último, la existencia de un algo
con respecto al cual se establezcan unos lazos de dependencia, que marquen el
porqué estable y definitivo del vivir.
El ser humano, desde sus orígenes, ha traducido la búsqueda del sentido último
de la existencia en la búsqueda de algo trascendente –algo fuera de él y superior a él-,
en la búsqueda de la divinidad, con la pretendida esperanza de encontrar en ella algo
que diese respuesta a sus preguntas.
Entonces, ¿sería la aceptación de esta divinidad el simple resultado de su
debilidad y de su limitación? No tiene por qué ser así, ni muchísimo menos. Más bien
se trata de lo siguiente.
El mundo y la propia existencia se pueden interpretar como un complejo
rompecabezas. El hombre ha ido colocando las piezas de forma inteligente aquí y allá,
pero resulta que la única manera de que casen todas es disponerlas de tal manera
que queda un hueco vacío. Después de haber ido montando el puzzle según las
adecuadas correspondencias de las distintas piezas, advirtiendo que no se puede
completar, se acepta que falta una. Hay un hueco, un hueco bien definido, tanto es así
que sabe perfectamente las características de la pieza que allí debería encajar –¿la
divinidad?-, pero no dispone de ella. Sin ella, el resto de piezas no representa nada
completo y no pasan de ser un montón de piezas amontonadas que no logran
representar un algo coherente y con sentido; pero si se respeta el hueco, el
rompecabezas es perfecto y unitario.
Pero esto no es todo. Cabe la posibilidad de que la pieza ausente no sea en
realidad ausente, sino invisible. Si la pieza del rompecabezas tuviese que ser
necesariamente invisible, ya estaría todo arreglado: estaría completo, con su pieza
invisible incluida. ¿Tiene que ser invisible la pieza?
Antes de contestar a esta pregunta, queremos subrayar que la aceptación de la
divinidad no sería una salida cobarde por la puerta trasera, un acto irracional o propio
de menores de edad. Se trataría, más bien, del resultado de un estudio inteligente del
rompecabezas de la existencia. No tengo datos positivos que resulten de una
experiencia directa con la divinidad, pero eso no es razón suficiente para negar su
existencia [30].
Platón, por ejemplo, un pensador sabio y concreto, cuando habla de los mitos
reconoce que esas narraciones no son verdaderas, pero también afirma sabiamente
que ‘algo habrá de todo eso’, como diciendo:
‘no tengo nada cierto para hablar de la divinidad, pero la sabiduría del mundo me
lleva a contar con ella: la divinidad es una pieza que tiene su sitio en el rompecabezas’.

Jean Guitton lo expresa gráficamente. En un fingido diálogo con Blondel, éste le


dice: “Es un hecho real, Jean: el hombre apunta al más allá. No es una observación
arriesgada. Es una estructura esencial del ser humano. Puede que la más
fundamental. Por eso un hombre sin destino de ultratumba parece inconcebible”. Jean
Guitton contesta:

“Inconcebible, Blondel, tal vez no, pero extrañamente absurdo. Igual de absurdo
que lo más absurdo, como podría ser un sexo masculino en una naturaleza sin hembras;
igual de absurdo que un estómago en un universo donde no hubiese nada comestible;
igual de absurdo que un ojo en un universo sin luz, ni colores, ni nada visible.”[31]

C. EL SENTIDO ULTIMO VIENE DE FUERA


Retomamos la pregunta que nos hicimos líneas atrás: ¿Tiene que ser invisible
la pieza del rompecabezas de la que no disponemos?
El hombre y la cultura pagana siempre buscaron esa pieza. Pero todas las
divinidades paganas –elementos de la naturaleza, zaherís, lares, tótems, dioses
mitológicos, autoridades políticas divinizadas...- tenían un rasgo común: de alguna
manera trascendían al individuo, pero se encontraban siempre dentro del cosmos. Son
elocuentes a este respecto las palabras de Jenófanes:

“Los hombres imaginan que los dioses vienen al mundo como ellos, con las
mismas costumbres, el mismo lenguaje, la misma conducta... Han atribuido a los dioses
sus indignidades, robos, adulterios y engaños...”

“Si los bueyes, caballos y los leones tuvieran manos y, como los hombres,
pudieran pintar con ellas, los caballos pintarían figuras de dioses en forma de caballos y
los bueyes con figura de buey”.[32]

Por decirlo de otro modo: si el mundo universo fuese la mesa sobre la que estoy
trabajando ahora, las divinidades paganas serían seres que de alguna manera se
encontrarían dentro de la mesa, en algún lugar de ella; pero de ninguna forma serían
ajenos a lo que se puede encontrar en la mesa.
Eran estos dioses asequibles al ser humano, pero eran dioses ‘puestos’ por el
hombre. Mejor dicho, eran seres divinizados por el hombre, seres ‘declarados’ dioses
por el hombre. Lógicamente, tampoco eran estos capaces de dar respuesta a todas
las preguntas del hombre acerca de la existencia, aunque sí cumplían su limitada
misión: el hombre tenía algo relativamente trascendente con lo que contar. Pero
aquello no era capaz de satisfacer a la razón humana. Venía a ser lo que podríamos
calificar como un ‘remedio casero’ no satisfactorio.
Y es que la pieza del rompecabezas buscada no puede encontrarse dentro del
cosmos: es preciso que sea trascendente. Pero no solo trascender al propio individuo,
sino al mismo cosmos. No recuerdo bien cómo era un chiste que me contaron; lo que
sí recuerdo es que el protagonista, en un momento en el que se encuentra en un
autobús atiborrado de gente, le dice a su amigo: ‘Espera, voy a ver si hay sitio libre por
delante’. En ese momento se quita el ojo de cristal, lo lanza al aire, se lo vuelve a
colocar y le dice: ‘Vamos, que allí a la izquierda tenemos un hueco’. De alguna
manera el hombre necesita trascender, elevarse por encima de su nivel, para poder
alcanzar una visión del mundo y de la existencia que le otorgue un sentido completo
acerca de ésta.
Por lo tanto, si la pieza que buscamos, para ser la pieza que buscamos, debe
ser trascendente en el sentido más propio -no perteneciente al mundo-,
necesariamente esa pieza deberá ser superior, corresponderá a otro orden de cosas,
será por propia naturaleza no asequible al hombre. La pieza del rompecabezas será
naturalmente ‘invisible’ en el sentido más amplio de la palabra: supravisible, por
encima del orden de las cosas visibles y sensibles, y, por lo tanto, no evidente[33].
Todo esto es tanto como decir que el sentido de la existencia y del mundo
deberá venir de fuera, de fuera de la propia existencia y del propio mundo. Que es
tanto como decir que el mundo, si tiene sentido, deberá ser un mundo abierto, no
cerrado.
Un mundo cerrado sería un mundo que en sí mismo debería encontrar su
propio porqué; al ser un rompecabezas incompleto, sólo cabe concluir que sea
resultado de un error, con la única esperanza de ‘que haya suerte’; en su antes y en su
después no encuentra más que la nada. La filosofía existencialista de los dos últimos
siglos se ha dado cuenta con toda claridad de esta situación. Nietzsche declara que
‘Dios ha muerto’, y reconoce que lo que le queda al hombre es una nada insuperable.
Sartre postula que, tras la muerte de Dios, la vida queda privada de un fundamento
trascendente, y entonces la nada reemplaza a Dios en la vida del hombre.
Un mundo abierto, por el contrario, tiene por delante la tarea, difícil tarea, de
establecer contactos, relación, con esa realidad trascendente. Eso es lo que
trataremos en el capítulo siguiente.

D LOS CINCO ESCALONES


No es nuestro propósito hacer una demostración de la existencia de Dios. Más
bien, tomando como punto de partida ese ‘instinto’ del hombre por vivir la vida con
sentido, hemos ido dando pasos hacia una respuesta satisfactoria. De modo implícito
hemos avanzado en una dirección en la que podemos distinguir cinco escalones, que
ahora explicitamos.

Primer escalón: preguntas sobre el sentido de la existencia


¿Para qué vivo? ¿Vale la pena vivir? ¿Cuál es el sentido de la existencia? ¿Por
qué el mundo? ¿Para que hago lo que hago? ¿Qué significado tiene lo que me ocurre,
el dolor, el sufrimiento, la diversión? Independientemente de su voluntad, el hombre
busca la respuesta al sentido, tanto a nivel del ser, como del hacer, como de lo que le
ocurre o sucede.

Segundo escalón: preguntas últimas sobre el sentido de la existencia


Esas preguntas tienen un carácter absoluto, buscan una respuesta de fondo,
última: ¿Para qué vivo realmente? En el fondo, ¿vale la pena vivir? ¿Cuál es el sentido
último, global, total de la existencia? ¿Cuál es la respuesta exhaustiva al por qué del
mundo? ¿Qué busco en el fondo al hacer lo que hago? ¿Qué significado definitivo y
último tiene lo que me ocurre? En última instancia, ¿de dónde vengo? ¿Hacia dónde
voy?
Estas preguntas son inevitables en la vida del hombre. Se dan en todos ellos,
en todos los tiempos y en todos los lugares. Corresponden al mismo hombre por el
hecho de ser hombre. No son generadas voluntariamente. No es iniciativa suya
preguntárselas. Estas preguntas responden, por lo tanto, a la misma estructura del ser
del hombre.
Estas preguntas responden a una disposición del ser del hombre, a una fuerza
nacida en su interior, a una energía o movimiento que lleva al hombre a orientar sus
acciones y su vida en una dirección. Por eso le acompañan siempre. Esa fuerza es
–por así decirlo- innata, natural. De ahí el empeño en la búsqueda de una respuesta a
los enigmas de la existencia y la insatisfacción cuando no la encuentra. De ahí la
necesidad de una respuesta para actuar. La apatía y la acedia que despierta el hecho
de no tener un porqué vivir, hacen la vida insoportable, ‘invivible’.
A esta fuerza o energía se le llama en antropología sentido religioso. De ahí que
se designe al hombre como animal religioso. Ahora bien, conviene no confundir los
términos: que el hombre tenga un innato sentido religioso no es lo mismo que afirmar
que sea naturalmente creyente. Lo único que se afirma es que tiene una energía por la
que necesita un algo último por el que vivir, y se siente inevitablemente impulsado a
buscarlo. El carácter de ese algo, y el grado de carácter último que se le dé, depende
de cada uno.

Tercer escalón: necesidad de poner un dios en la vida


Los dos primeros escalones son comunes a todos los hombres: todos se hacen
la pregunta por el sentido, y necesitan un sentido que de algún modo polarice, oriente
y dirija su actuar.
La respuesta que cada hombre dé a esa búsqueda entra en el ámbito de la
libertad: cada ser humano elegirá aquello que considere. Pero siempre,
necesariamente, elegirá algo. “Por consiguiente, la actitud religiosa se da tanto en el
marxista convencido como en el católico; no existe ateo que pueda quitarse de encima
esta implicación. Sea cual sea el principio o valor que se afirme como respuesta a
estos interrogantes, es expresión de una religiosidad y afirmación de un dios: de
hecho el hombre otorga a este principio, cualquiera que sea, una devoción
incondicional. No hay ninguna necesidad de que se teorice ni tampoco de que se
exprese en un sistema: se puede encontrar en la vida más normal. Puede ser la novia,
los amigos, el trabajo, la carrera, el dinero, el poder, la política, la ciencia; pero, sea
cual sea el motivo último que la conciencia humana afirme por el hecho de vivir, se
está expresando una religiosidad y afirmando un dios. Quizá el dios de un instante, de
una hora, de una etapa”[34].
Por lo tanto, el hombre necesariamente busca un sentido, y necesariamente da
una respuesta. Esa respuesta, sea cual sea, viene cubierta por algo que orientará
todas las acciones del hombre en esa dirección, creando una dependencia del
hombre con respecto a ese algo elegido. A ese algo le llamamos dios –en sentido
amplio- pues tiene la noble misión de iluminar la existencia y de hacer depender de él
la vida del hombre (entendemos que el término dios incluye tanto los ídolos, como el
Absoluto, como Dios).
Conviene añadir dos notas. Por un lado, no es necesario que en cada caso la
afirmación del dios en cuestión sea plenamente consciente y teóricamente defendida;
en ocasiones no pasa de ser una cuestión meramente vital: la vida se lleva en ese
sentido. Por otro lado, “el sentido religioso conlleva inevitablemente el sentido del
pecado. También existe el pecado para el ateo, teórico o práctico. Para un marxista
convencido, para quien el partido lo es todo, es pecado toda desviación o traición, toda
actitud que no esté al servicio de sus programas; para uno que considere la salud por
encima de todo, será pecado lo que de alguna manera no ponga a salvo ese quid, al
que como ídolo se entrega por completo.
“En la historia de la religiosidad se denomina pecado, en el sentido más
explícito, a la incoherencia de una persona que afirma en teoría un determinado quid
como sentido último de la realidad, y luego en su vida práctica, de hecho, sin que se lo
diga a sí mismo, desarrolla su acción según otra referencia última: desarrolla su
acción de tal modo que, si se examina con atención, implica un quid último diferente
del afirmado en teoría. En términos tradicionales, nos referimos a la incoherencia
entre la fe y las obras”[35].

Cuarto escalón: la admisión de un Absoluto


El escalón anterior, por el que todo hombre pone –de hecho- un diosen su vida,
es una manifestación del sentido religioso del hombre. Pero no es más que eso: una
manifestación de la necesidad del hombre de afirmar un algo que oriente su
existencia, un porqué vivir. Es un hecho que el hombre vive así.
Pero se nos impone subir un peldaño más, ya que es evidente que no todos los
dioses que de modo práctico puede afirmar el hombre tienen la capacidad de dar un
sentido realmente pleno y auténtico a la existencia, y es eso lo que estamos
buscando.
Lógicamente, el hombre ha buscado la respuesta en algo trascendente. Algo
que le trascendiese a él mismo, sabiendo que la verdadera respuesta la encontraría
en un trascendente Absoluto. Por Absoluto entendemos el absolutamente primero, el
fundamento primero del ser, el origen fundamental de la vida y del espíritu, superior en
el tiempo a la caducidad del hombre; aquel que da razón de sí mismo y de su ser.
En este sentido, podemos afirmar con Guitton que todo el mundo admite un
Absoluto:

“Coja una tras otra las diversas escuelas de pensadores que podemos considerar
ateos y vea cómo admiten el Absoluto. Los materialistas conciben la materia como un
Absoluto no engendrado e imperecedero o como un Devenir eterno o como una Muerte
inmortal o también como una Vida universal o una Naturaleza infinita, pero siempre como
un principio primero, radical e irreductible en ninguna otra cosa: el Absoluto. En cuanto a
los idealistas, reducen la materia a ser nada más que un correlato del espíritu y,
entonces, para ellos el Espíritu o el Yo o la Razón son como el Absoluto”[36].

Si esto es así, podríamos decir que en sentido amplio nadie es ateo; o mejor
dicho, todo el mundo es ateo con respecto a algún dios o absoluto: el materialista es
ateo del Espíritu Absoluto y del Dios cristiano; el cristiano es ateo del Devenir eterno; y
el idealista lo es de la materia como Absoluto, etc.

Quinto escalón: admitir el Absoluto como Dios personal


Conviene distinguir entre Absoluto y Dios. Mientras el primero habla de un ser
primero y origen radical de la realidad, el segundo –Dios- habla del Absoluto como
Alguien, Alguien que conoce, quiere, ama... Cuando líneas atrás hablamos de la
invisible pieza del rompecabezas que daría un sentido pleno a la vida del hombre,
queríamos hacer referencia a un Dios, más que a un Absoluto impersonal.
En todas las filosofías que afirman la existencia de un Absoluto que no es Dios,
el hombre es un pequeño elemento de algo que le trasciende y le da sentido. En todos
ellos el hombre no vale por lo que vale, no tiene valor en sí mismo, sino que no pasa
de ser una parte de un todo, más o menos reemplazable por otro elemento similar, y
en todo caso subordinable al Todo. Podríamos decir que quien tiene sentido es el
Absoluto, no el hombre, ya que todo en el hombre se reduce a ser una parte del todo
universal.
Esta cuestión no es algo que se pierda en altas filosofías. La historia del siglo
XX nos ofrece ejemplos interesantes que ponen de manifiesto cómo queda relegada
la persona humana cuando se afirman Absolutos no personales. Como han puesto de
relieve pensadores contemporáneos, tras el fenómeno del nazismo se encuentra la
filosofía hegeliana; tras el comunismo está la filosofía marxista. Como botón de
muestra bastará el relato autobiográfico de Jung Chang, referido a la revolución
comunista llevada a cabo por Mao en China:
“El continuo entrometimiento del Partido en las vidas de las personas constituía la
base fundamental del proceso conocido como’reforma del pensamiento’. Mao no sólo
perseguía una absoluta disciplina externa sino también el total sometimiento de los
pensamientos del individuo, ya fueran profundos o no. Todas las semanas, aquellos que
se encontraban ‘en la revolución’ celebraban una reunión destinada al ‘examen del
pensamiento’. Todos habían de criticarse a sí mismos por haber concebido pensamientos
incorrectos y eran posteriormente criticados pro los demás. (...)

Las reuniones representaban un importante medio de control para el Partido.


Consumían el tiempo libre de la gente y eliminaban la esfera privada. La mezquindad que
las dominaba se justificaba aduciendo que la investigación de los detalles personales
proporcionaba un modo de asegurar una limpieza espiritual profunda. De hecho, la
mezquindad constituía una de las principales características de una revolución en la que
se estimulaban el entrometimiento y la ignorancia,, y la envidia se vio incorporada al
sistema de control. (...) Mi padre lo había atravesado y lo había aceptado como parte de
las exigencias necesarias para ‘unirse a la revolución’. (...)

La gente ha perdido sus derechos básicos y su protección.[37]

La estudiante de medicina a la que me refería antes, después de decirme que


“por no creer en dios, no pienso que mi vida deje de tener sentido; sí lo tiene, pero es
otro sentido que el del creyente”, añadía:

“Se trata de un acto de humildad; el mundo, la vida, el planeta no es para nosotros,


sino que nosotros somos parte de él”.

La elección del Absoluto es absolutamente decisiva a la hora de determinar el


sentido de la vida del hombre. Esa es la gran decisión del hombre. Conviene saber
que solo un Dios personal, que conozca y ame al hombre, será capaz de dar un valor
máximo a la vida del hombre, al acontecer y al ser de la persona humana. Sólo si hay
un Dios personal la persona tiene sentido por sí misma, y no se subordina a nada. Un
Dios personal sí puede haber creado un mundo para el hombre; un Absoluto no
personal no es más que un absoluto integrador de todo lo existente: el hombre, como
todo lo demás, no es más que una parte, con un valor y un sentido relativo. Todas los
demás Absolutos implican, tarde o temprano, un alienamiento esencial del ser
humano.
* * *
Pasemos a ver la posibilidad de contactar con la trascendencia: de existir un
Dios que dé sentido a la existencia humana –es lo que más plenamente llevaría al
hombre a vivir la vida con sentido-, cómo podríamos conocerlo y relacionarnos con él.

CAPÍTULO 3

LA FE ES COSA DE DOS: SALIR AL ENCUENTRO LAS DOS PARTES

Un gran filósofo de la antigüedad como Platón –vivió varios siglos antes de


Cristo-, que buscó durante mucho tiempo y seriamente una respuesta a las grandes
cuestiones del hombre, razona de este modo:

“A mí me parece, Sócrates, y quizá también a ti, que en la vida presente la verdad


sobre estas cosas no puede alcanzarse en modo alguno o sólo con grandísima dificultad,
pero pienso que es una vileza no estudiar con respeto todo lo que se ha dicho a este
propósito y abandonar la búsqueda antes de haber probado todos los medios. Porque en
estas cosas, una de dos:

o se consigue conocer su naturaleza, o si esto no se logra,

o se consigue aplicarse al mejor y más seguro entre los argumentos humanos y


con éste, como sobre una barca, intentar la travesía del piélago;

a no ser que se pueda con más sosiego y menor peligro hacer la travesía con un
transporte más sólido, es decir, con la ayuda de la palabra revelada de un dios”[38].

Platón, como otros pensadores y filósofos después de él, estaba pues abierto a
la posibilidad de una revelación divina como modo de llegar a esas respuestas últimas
sobre el mundo y el hombre. El sentido religioso evita que el hombre cierre
precipitadamente el mundo a la trascendencia. Pero esta apertura es seria. No se trata
simplemente de rellenar de cualquier manera el hueco del puzzle que la existencia
humana encuentra cuando necesita dar respuesta a sus grandes cuestiones. No sería
razonable admitir la religión como un consuelo vacío, puramente sentimental, carente
de respuestas, sin un contenido objetivo y verdadero que responda a esa necesidad
del hombre.
El hombre debe estar abierto a la posibilidad de que se le revele un ser que se
encuentre más allá del mismo hombre, un ser trascendente causa y conocedor de los
enigmas del hombre. Encontramos en el hombre una fuerza que constantemente le
impulsa, desde su interior, a buscar una verdad trascendente; esta fuerza es a la que
nos referimos con el término ‘sentido religioso’.
Ahora bien, ¿resulta posible al hombre conocer esa verdad trascendente?
Platón ha contestado: “estudiar con respeto todo lo que se ha dicho a este
propósito”, y no “abandonar la búsqueda antes de haber probado todos los medios”,
pues es posible que podamos “hacer la travesía con un transporte más sólido, es
decir, con la ayuda de la palabra revelada de un dios”.
Eric Clapton, el mítico guitarrista, cantante y compositor,[39] habla en una
entrevista de sus experiencias profundas, y de sus éxitos primeros:

“Fue abrumador. Con 22 años era como un millonario. Tenía todo lo que pensaba
que había que tener para ser feliz: una casa, una novia preciosa, una carrera, dinero, un
montón de gente que me admiraba. Pero no me sentía feliz, y eso me confundía, porque
significaba que todo lo que me habían dicho hasta entonces era mentira. Sigue siendo
así. La publicidad te dice que si tienes este coche, esto, lo otro, un montón de cosas
materiales, incluso una mujer bella, una familia, hijos, serás feliz. Es mentira. La felicidad
viene, por lo que ahora he comprendido, de entenderte a ti mismo, de saber quién eres,
de quererte y sentirte cómodo con tu propia existencia. Pero cuando era joven no lo
sabía. De hecho, me ha costado toda la vida aprenderlo”.

Clapton tiene razón, pero ¿cómo entenderte a ti mismo y saber quién eres,
cómo entender tu propia existencia, si no te dice alguien trascendente a ti la verdad de
estas cuestiones? Para dar una respuesta válida al sentido de la existencia, es preciso
que el hombre pueda entenderse con la trascendencia.
De ahí que debamos dar un paso más y plantearnos ahora el problema de la
posibilidad de una comunicación del hombre con el ser Absoluto trascendente, con
Dios. Vamos a afrontar esta posibilidad, en un principio, teóricamente, es decir: en
caso de que pudiese haber una comunicación, cómo debería ser esta.
Por un lado se encuentra Dios, por otro lado el hombre. La comunicación entre
los dos requeriría que ambos saliesen al encuentro, que uno y otro ‘moviesen ficha’
buscando el encuentro.
Ahora bien, si Dios se encuentra fuera del mundo, al hombre le resulta
imposible contactar con él por sus propios medios, por sí solo. ¿Cómo podrá el
hombre ir al más allá? Esto es, el hombre deberá buscar, pero para que le resulte
posible dar con Dios, es preciso que Dios tome la iniciativa.

A. DIOS MUEVE FICHA

Antes de empezar, es conveniente subrayar que vamos a exponer, de forma


abstracta –esto es, sin referirnos a ninguna religión en concreto-, cómo debería ser
una hipotética puesta en contacto de Dios y el hombre. Empezamos por la supuesta
iniciativa de Dios: Dios tendría que hacer algo para hacerse asequible al hombre.
Quizá nos ayude a situarnos imaginar por un momento que proyectamos la
realización de una película de fantasía. En ella queremos poner en relación dos
mundos distintos. Uno es el nuestro, y el otro mundo sería uno superior, mucho más
perfecto, en el que no habría materia ni tiempo, en el que la vida sería una vida no
biológica –en ese mundo no hay biología- sino solo espiritual, en el que la relación
entre los habitantes no sería con el cuerpo –en ese mundo no hay cuerpos-, ni con
idioma –en ese mundo tampoco hay gramática-. El desarrollo de tal argumento se
presentaría problemático, pero no tardaríamos en hallar la única solución posible: los
personajes del mundo superior tendrían que rebajarse a las condiciones de los
personajes del mundo nuestro, asumir nuestras formas y nuestras leyes, entrar en el
tiempo y adoptar formas visibles; necesariamente tendrían que ‘hacerse’ a nuestro
mundo para poder relacionarse con nosotros.
Algo así como cuando una persona madura quiere relacionarse con un niño: al
niño no le puede pedir que vea las cosas con su madurez; si quiere entenderse, será
él quien deberá meterse en el mundo del niño, adoptar su lógica, entrar en su
psicología, y –una vez estén al mismo nivel- establecer una relación.
¿Adónde queremos ir? Recapitulemos. Si la existencia del hombre tiene
sentido, y el sentido resulta del conocimiento de la verdad total y de su puesto en la
totalidad; si esa totalidad no es solo el mundo, sino también el ser trascendente –Dios-
que está fuera del mundo –por lo que el mundo está abierto-; si es éste Dios superior y
trascendente quien debe dar a conocer al hombre la verdad de su existencia...si todo
esto es así, será necesario que Dios ‘entre’ en el mundo del hombre para poder
entenderse con él.
Dios tiene que hacer algo para darse a conocer al hombre. Dios tiene que ser el
primero en mover ficha. Su movimiento de ficha deberá consistir, si quiere explicarse
al hombre, en ‘rebajarse’ a la forma de entender propia del hombre, por lo que el
‘lenguaje’ de Dios tendrá algunas características que condicionan –limitándolo- su
actuar. Veamos, por tanto. de qué manera quedaría condicionado Dios si quisiese
rebajarse para darse a conocer al hombre.

Todo lo que hace Dios es una traducción


Partimos de que se da una desproporción tremenda entre Dios y nosotros.
Decimos tremenda, pues será una desproporción de un nivel muy superior a la
desproporción que pueda haber entre una mosca y el hombre. Ya que Dios, de suyo,
está muy por encima de las posibilidades del conocimiento del hombre, debe
automanifestarse si pretende entrar en contacto con él. Dios, para darse a conocer, se
‘traduce’, se adapta a las posibilidades humanas, se desvela ante éste. Más que
desvelarse –quitarse un velo-, en realidad, lo que tendrá que hacer es ponerse un velo
acorde con el modo de conocer del hombre. Es lo que conocemos con el nombre de
revelación.
Si el hombre es un ser que vive en el tiempo, Dios deberá entrar en la historia.
Si el hombre solo entiende un mensaje expresado con palabras, Dios deberá hablar
con palabras humanas. Si el hombre solo ve a través de la materia, Dios deberá
expresarse a través de materia. Dios tendrá que manifestarse a lo humano. Dios no es
así, pero deberá traducirse así.

Lo visible oculta y revela


Volvamos a la suposición con la que comenzamos éste capítulo. Si en la
película que nos hemos propuesto, el personaje superior sin materia entrase en una
ciudad de nuestro mundo, con el fin de hacerse ver podría ponerse vestidos sobre su
inmaterialidad: así, cuando los humanos viesen sus vestidos, le verían a él.
Es verdad, pero a nadie se le escapa que los vestidos le harían visible por un
lado, pero por otro también es verdad que lo ocultarían, que ocultarían su verdadero
ser inmaterial. Dios se automanifestaría así, recurriendo a una revelación que le
hiciese visible, pero esa revelación, al mismo tiempo, le ocultaría. Es decir, lo que el
hombre alcanzaría a ver directamente de ese Dios manifestado, sería lo que ese Dios
usase para manifestarse, pero nunca alcanzará a ver directamente el Dios que se
quiere manifestar.
Esto quiere decir que el conocimiento que podríamos tener de Dios sería
siempre mediado, no directo. Y al ser mediado, nunca podríamos tener evidencia de
él. En nuestro mundo, nadie podría ver a Dios. No podrá verlo, no porque Dios se
esconda, sino porque no es visible a la forma de ver que tiene el hombre. El hombre
puede tener la experiencia de conocer algo si ese algo reúne una serie de
características; como Dios no reúne esas características, Dios no resulta cognoscible
para el hombre con evidencia. Sí podría, sin embargo, tener evidencia de las
manifestaciones que ese Dios emplease para darse a conocer.

El lenguaje de los signos y los hechos


Habitualmente, los hombres comunicamos las realidades inmateriales
mediante signos. Por ejemplo, el amor –inmaterial- lo expresamos mediante el signo
del beso, que es un acto físico, un comportamiento. El beso significa que amo. Y el
beso tampoco es suficiente: como solemos decir, obras son amores; esto es, los
hombres manifestamos lo inmaterial también mediante obras, mediante un
comportamiento que sea expresión segura de una realidad invisible. Dios, para
comunicar realidades inmateriales, también debería recurrir y rebajarse a nuestro
lenguaje de signos y de obras.
Esto también presenta una limitación. El signo no significa nada por sí mismo,
no guarda una lógica en sí mismo. Sólo tiene lógica como idioma, como forma de
relacionarse con otra persona. Esto es, el beso, el hecho físico de poner los labios
sobre la cara de otra persona, no tiene lógica en sí mismo; por sí mismo es un hecho
sin sentido; si un hombre de otra cultura observase un beso, se extrañaría de un
movimiento tan absurdo, y por más que pensase tratando de encontrarle una lógica,
no lo conseguiría.
Del mismo modo, si Dios quiere automanifestarse al hombre y explicar la
verdad de las cosas y su querer recurriendo a nuestro lenguaje de signos, para
entenderlos no habría que buscar la lógica en cada hecho aislado, sino leer ese
conjunto de signos como un idioma unitario para explicar verdades inmateriales.
Habría que leerlos como gestos o hechos con los que quiere comunicarse.

Un lugar para los misterios


Recurramos de nuevo a la fantasía, pero en el sentido inverso al que lo hicimos
antes. Imaginemos que somos invitados a un país canino. Nuestra presencia
resultaría extraña, pero si con ronroneos, movimientos de orejas y ladridos
consiguiésemos hacernos entender, podríamos transmitirles alguna experiencia de la
vida de los hombres, pero lo propiamente humano nunca. Habría cosas que nunca
conseguiríamos hacerles entender. Si quisiésemos, por ejemplo, hablarles del placer
de la lectura de una buena novela, no encontraríamos el modo. No porque no sea
verdaderamente placentero leer, ni porque no sean reales los libros de novelas, sino
porque ni la gramática, ni la estética, ni la fantasía se dan en el nivel de vida inferior
que es el propiamente animal.
Por eso, a pesar de todo el esfuerzo y recursos que pudiese poner Dios en
revelarse, no sería de extrañar que algunas zonas de la verdad fuesen tan
desproporcionadas para la comprensión del hombre, que no encontrase forma de
hacérselas comprensibles. Esto quedaría en el misterio. Pero no misterio entendido
como absurdo, sino como superabundancia de verdad. La capacidad del hombre no
lograría llegar a alcanzar una verdad tan rica, tan desproporcionadamente rica.
De todas formas, el misterio, sin dejar de ser una zona oscura, sí puede
presentar al hombre cierta luz en cuanto que el hombre sí puede captar el sentido
hacia el que apunta aquella realidad misteriosa. Si le es revelada, claro.

* * *

Dios mueve ficha. Nos estamos planteando lo siguiente: en el caso de que


hubiese un Dios que pretendiese o hubiera pretendido revelarse al hombre, cómo
sería esa revelación. Por ahora hemos llegado a que la iniciativa tendría que ser suya,
él tendría que salir al encuentro del hombre. Y, por otro lado, que esa
automanifestación suya quedaría condicionada a la forma de ser y conocer del
hombre. Y hemos hecho estas consideraciones para resaltar que, por muy Dios que
sea Dios, el hombre sigue siendo hombre. Por lo tanto, el movimiento de ficha de Dios
está muy condicionado a la realidad y capacidad del hombre. Dios, si toma la iniciativa
de revelarse al hombre, tiene que hacerlo pensando en el hombre. El hombre que
busque a Dios deberá tener en cuenta estas limitaciones que él mismo impone a la
iniciativa de Dios, para -como dice el refrán- no ‘pedir peras al olmo’.

B. EL HOMBRE MUEVE FICHA

El hombre también tiene que hacer algo para conocer a Dios; o mejor, para
reconocer a Dios en lo que éste pudiese hacer para automanifestarse.
Pongamos por caso que asistimos a un museo de escultura. Vamos
acompañados de un hombre dedicado a los negocios; si su mirada para lo
específicamente financiero le absorbiese totalmente, no sería capaz de advertir el arte
de aquella estatua. Lo mismo ocurriría a quien solo fuese capaz de fijarse en el peso
de la talla y las dificultades de transporte de aquella pieza. Y lo mismo, aunque en otro
sentido, a quien solo fuese capaz de alcanzar una mirada técnica advirtiendo
exclusivamente el tipo de labranza de la piedra en cuestión. Lo más verdadero de
aquella obra de arte quedaría velado a quienes se acercasen a la escultura con una
mirada inadecuada. Cada verdad, para ser conocida, requiere ser mirada con la
mirada adecuada.
Cuando el hombre mueve ficha para salir al encuentro de Dios, si quiere tener
éxito en su búsqueda, deberá estar atento a que su mirada sea la adecuada. ¿Cuál es
la mirada adecuada para dar con Dios? Algunas características serán las que
tratamos en el primer capítulo: mirar desde su interior, mirar adentro de las
manifestaciones, mirar admirando, abriéndose a la verdad que pueda encerrar cada
cosa, rectitud, estar dispuesto a ir más allá de uno mismo.
Más en concreto, salir al encuentro, por parte del hombre, significará un
movimiento hacia lo incognoscible, hacia aquellas realidades que por no guardar
proporción con nuestra limitada capacidad de conocer, el hombre por sí solo no podrá
alcanzar. No es que esas realidades que llamamos incognoscibles sean
incognoscibles en sí mismas, sino que al hombre le resultan incognoscibles.
Así como la luz la captamos con el ejercicio del órgano que es el ojo, el olor lo
captamos con el ejercicio del olfato... lo que escapa o supera la capacidad de conocer
del entendimiento humano lo captamos mediante el ejercicio de la persona entera que
llamamos fe. La fe, por tanto, es una de las formas naturales de conocer del hombre;
en concreto, es la forma que tiene de conocer aquello que no puede afirmar por sí
mismo con la seguridad de la evidencia.

¿Qué es la fe? Si en otro trabajo buscamos una representación gráfica del amor
en un container con dos compartimentos[40], ahora queremos también buscar una
representación gráfica del acto de fe. Y lo haremos con algo tan vulgar como puede
ser una pelota, una pelota de cuero. Quien haya ‘desarmado’ una de estas pelotas,
habrá advertido que tiene tres capas: en el centro una bola de madera, envuelta en
trapo bien prensado, cerrada por una capa de cuero cosido.

En el acto simple de fe alcanzamos también a ver esta triple estructura, que a


continuación desglosamos. En la estructura interna del acto de fe, encontramos que
se hace referencia a un núcleo incognoscible que en nuestra comparación ocupa el
lugar de la bola de madera que se halla en el centro; ésta se encuentra revestida de
toda una capa de signos cognoscibles por los que se da a conocer, que llamaremos el
fundamento objetivo del acto de fe, envuelto todo ello a su vez en una tercera capa –el
cuero- que lo encierra, el acto libre de la voluntad, que llamaremos el elemento
subjetivo del acto de fe. Veamos cada uno por separado.

Un núcleo incognoscible
En el acto de fe se hace referencia a un algo trascendente, desproporcionado a
nuestras capacidades; no a algo que se nos esconde, sino a algo tan distinto y
superior que nos imposibilita un acceso directo a su realidad. No se trata de un algo
superior ideado por mí, sino a algo independiente de mí, que existe aunque yo no lo
piense.
Ese núcleo incognoscible nunca lo conoceré directamente, jamás podré
alcanzar evidencia de él.
En un fingido diálogo de Guitton con Pascal, éste le pregunta por qué cree en
Dios.
“-¿Por qué? ¡Por que me cuesta creer en él!

-A ver si le entiendo. ¿Dice usted que cree en Dios porque le cuesta creer en él?

-Sí. Y a esto añadiré, Pascal: si no me costase creer en él, pienso que no creería
en él.

-Es curioso.

-Pero, sin embargo, es así.

-Supongo, Guitton, que ésta no es su única razón.

-No, pero sí es una de ellas. Si Dios fuese fácil, estaría al alcance de la mano. No
sería trascendente y no sería Dios. Pero si Dios es Dios, hay una desproporción entre él
y nosotros. No es de extrañar que, para verlo, tengamos que ponernos de puntillas sobre
la punta del espíritu.”[41]

La capa de trapo prensado o el fundamento objetivo

Ese núcleo incognoscible se encuentra envuelto en otra capa que lo oculta, en


la que encontramos todo aquello que Dios habría hecho moviendo ficha. Es decir, los
signos y hechos objetivos en los que Dios se habría automanifestado traduciéndose,
desvelándose, explicándose.
El hombre que honradamente pretenda conocer si ha habido un núcleo
incognoscible que haya pretendido darse a conocer, deberá buscarlo. Y ¿dónde
buscarlo? En lo que hay: el hombre llega a un mundo hecho, con una historia de la
humanidad. Una verdadera actitud de búsqueda de la verdad llevará al hombre a
buscar en la historia si se han dado iniciativas por parte de Dios dándose a conocer al
hombre, desvelándose o revelándose a él.
A este respecto, sirve como ejemplo –aunque hace referencia a una religión en
concreto, puede servirnos- el caso de Jeremías Amós, judío hijo y nieto de rabinos:
“Llegamos al año 1962, que sería decisivo en mi vida. Atravesé una crisis de fe
y me alejé de la religión. Sin embargo, no me dirigí hacia el ateísmo, el marxismo o no
sé qué ismo, sino hacia la Biblia. Comencé a releer los Salmos y los profetas, que
conocía de memoria desde mi infancia.
En cada uno de estos libros descubrí una Persona, con datos y alusiones
concretas sobre su vida: Belén, un nacimiento virginal, la pasión, la muerte. Llegué a
la conclusión de que se trataba de Jesús de Nazaret. Pero, me preguntaba, ¿es
posible que Isaías, que vivió 750 años antes de Jesús, escriba su vida? Pues así es.
Durante meses viví con el Antiguo Testamento en las manos. Así, sin ayuda de
hombre alguno, encontré a Jesús en mi Antiguo Testamento. Y entonces quise
conocer el Nuevo.
Nosotros los judíos no cogemos el Nuevo Testamento. No porque esté
prohibido, sino porque es un ‘libro enemigo’. Nada más empezar a leer, en el primer
versículo del primer evangelio, unas palabras me llamaron la atención: ‘Libro de la
generación de Jesucristo, Hijo de David’. Mi asombro fue grande, pues no sabía que
Jesús era de la estirpe de David. Según fui estudiando el libro, me quedé
avergonzando por mi falta de conocimiento de esta Escritura en la que los judíos
tienen tanto que ver”[42].

¿Qué buscar? La policía se sirve de foto-robots en su trabajo de búsqueda de


delincuentes: ojos castaños, frente pequeña, enormes orejas puntiagudas, altura
aproximada de un metro ochenta... También disponemos de la foto-robot del Dios
invisible que se da a conocer al hombre. Los cuatro rasgos fundamentales vienen
definidos por las cuatro limitaciones que el limitado ser del hombre impone a Dios: la
iniciativa de Dios será una traducción a lo humano de algo muy superior. Por otro lado,
nunca se mostrará directamente, sino oculto bajo realidades de carácter espacio
temporal. Empleará signos y realizará hechos, no inteligibles cada uno por separado,
cada uno en sí mismo, sino con una lógica de conjunto: los signos tienen sentido si se
les ve como un lenguaje por el que alguien oculto quiere darse a conocer. Revelará, a
su vez, zonas de verdad misteriosas para el hombre.

Entonces, ¿hay algo que buscar fuera de mí? En este punto queremos llamar
la atención. Cuando una persona busca la fe, parece que el movimiento instintivo o
primero es el de buscar dentro de sí mismo, de su experiencia, de su cabeza, a ver si
encuentra algo que le pueda hacer creer en Dios. Actuar así es prescindir de un
fundamento objetivo, es decir, prescindir de algo objetivo, algo que se encuentra fuera
de mí; como si en la fe todo fuese subjetivo. No es así. Si fuese así, no sería posible
alcanzar certeza alguna. Creer sería tener la opinión de que Dios existe, y no creer
sería mantener la opinión contraria. No. Creer, para ser un acto razonable, requiere
encontrar un fundamento objetivo, fuera de mí, constatable por mí y por muchos otros
a la vez.

La fingida conversación de Pascal con Guitton que reproducíamos líneas atrás


continúa de este modo:

“-Pero, ¿en qué sentido le cuesta creer?

-Me gustaría poder deducir su existencia a partir de mí. Compruebo que es


imposible. En este sentido, me duele. Pero si creyese así, no creería en él, y el Dios al
que me adheriría no sería Dios. Así, pues, no poder creer de esa manera me ayuda a
creer.

-Pero, ¿si pudiese deducir a Dios?

- Estaría a mi nivel y no sería Dios.”

La capa de cuero o el fundamento subjetivo


Un núcleo incognoscible envuelto en unos signos y hechos objetivos. Además,
en el acto de fe sí que entra el sujeto; por supuesto. Lo que corresponde al sujeto, a la
persona que realiza el acto de creer, es algo así como unir los dos elementos
anteriores, la bola de madera y el trapo prensado, el núcleo incognoscible y el
elemento objetivo de que se trate. Nos explicamos.
Voy conduciendo y llego a un cruce en el que no tengo ninguna visibilidad: no
sé si vendrá alguien por la izquierda o no. El edificio que se encuentra a mi izquierda
me oculta todo lo que ocurre tras él. Pero resulta que en esa esquina se encuentra un
semáforo, un semáforo con la luz verde encendida. Lo único que puedo ver es la luz
verde del semáforo. Como esa luz es un signo que, en el lenguaje de la circulación,
quiere decir que no viene nadie –y si viene se detendrá y no pasará-, ¿qué haré? Si el
mundo de los conductores ‘funcionase’ siempre bien, podría decir que estoy seguro de
que no viene nadie y pasaría. Tengo un conocimiento seguro de algo no evidente para
mí, pero por la evidencia de la luz verde alcanzo con seguridad el conocimiento
indirecto de algo. Ahora bien –y este es el punto que nos interesa subrayar-: unir el
color verde al hecho de que no pasará ningún coche no lo hace el conocimiento
directo de que no viene ningún coche –no lo puedo ver-, sino que lo une la voluntad:
decido libremente reconocer en esta luz verde un signo que me dice que puedo pasar.
Aunque todo ejemplo es imperfecto, puede servirnos para ilustrar lo que ocurre en el
acto de fe.
El núcleo incognoscible es incognoscible porque nunca se podrá tener un
conocimiento evidente de él. Lo único que resultará cognoscible será el conjunto de
signos y traducciones que el ser incognoscible haya realizado para poder ser
conocido. Los signos cognoscibles harán cognoscible el núcleo incognoscible, sí, pero
de forma mediata, esto es, indirectamente. Unir unos y otro, unir los signos al núcleo,
no se presenta como algo que necesariamente se tenga que realizar, no resulta
obligatorio relacionarlos entre sí. Y es aquí donde entra el sujeto. Y el sujeto entra con
un acto de la voluntad: si quiere los une, si no quiere no los une.
Pero, ¿la voluntad hace lo que quiere? ¿es una decisión totalmente arbitraria, o
decide razonablemente, tomando base en algo seguro? La voluntad, como siempre,
hará lo que quiera. Pero si quiere conocer y actuar de acuerdo con la verdad, actuará
razonablemente. Si considera que los hechos y signos de que se trate pueden ser un
lenguaje por el que un núcleo incognoscible se puede estar queriendo manifestar a los
hombres, entonces puede aceptar todos esos hechos como signos. En caso contrario,
no lo hará.
* * *
A la luz de esta triple estructura del acto de fe, queda claro que:
- el acto de fe corresponde a la voluntad libre;
- es un acto que es razonable, aunque lo afirmado supere a la razón;
-es un acto que está seguro de lo que afirma, aunque no tenga evidencia de
ello;
- la seguridad la encuentra en la evidencia de un conjunto de hechos y signos
que –según entiende- son forma de expresión de Algo superior.

a) Características del elemento subjetivo del acto de fe


Adjudiquemos rápidamente algunos adjetivos al acto de creer. Partimos de
cuatro y sus contrarios:

claridad oscuridad/confusión
certeza duda
evidencia no evidencia
seguridad temor
Volvamos al ejemplo del conductor y el semáforo; en un supuesto mundo de
conductores perfectos:
- puedo tener un conocimiento claro de que si yo tengo el semáforo en color
verde, no pasará nadie. Esa claridad convive con otras oscuridades: no sé si el hecho
de que no pase nadie se debe a que no viene nadie, o si el que venía está parado; si
están un coche o cinco, o si era una moto la que iba a pasar, o...;
- tengo la certeza de que no viene nadie;
-no tengo la evidencia directa de que no venga nadie. La única evidencia que se
puede tener es la evidencia del signo: es evidente para mí la luz verde del semáforo;
-tengo la seguridad de que no pasa nadie.

En el caso de la persona que cree, se dan las mismas características: claridad


(compatible con cierta oscuridad), certeza, no evidencia (sólo evidencia de los signos
y hechos), seguridad.

(((poner en un recuadro los cinco puntos siguientes)))


1.- En el acto de creer no todo es objetivo, ni todo es subjetivo.
2.- El acto de creer es un acto razonable, aunque supera a la razón.
3.- No es sólo un acto desde mí, en el que yo doy explicación por mí mismo.
4.- Es un acto mío que resulta de una búsqueda en lo que hay fuera de mí: llego
a un mundo puesto, y miro qué me dice mi realidad, la historia y el mundo.
5. Creer es un acto libre de aceptación de una verdad incognoscible, que resulta
de un movimiento y disposición a admitir unos testimonios y signos que dan respuesta
a las cuestiones sobre mi verdad y mi sentido, sobre la verdad del mundo y su sentido.

CAPÍTULO 4

SOLO CREE EL QUE PUEDE: TRAMPAS PARA CREER

Juan Antonio Vallejo-Nájera, meses antes de morir, va de cacería a la finca de


su amigo torero Luis Miguel Dominguín. Este cuenta el siguiente suceso:

“Cuando las cacerías eran en domingo, Juan Antonio andaba con la preocupación
de oír la misa.

Tenía que madrugar mucho para subir al Santuario a una misa que tienen los
frailes muy temprano. Yo le decía: No te preocupes. ¿A qué hora quieres la misa? Y
entonces la celebrábamos aquí, para todos los cazadores. Bajaba un cura del Santuario y
poníamos el altar ahí, contra ese muro. Y señala la fachada principal de la casa,
adornada con numerosos trofeos de caza, en su mayoría cornamentas de venados.

-Y procuraba -continúa impertérrito- que los cuernos de algún ciervo coincidieran


con la cabeza del cura.

Se puso serio y dijo:-Yo daría los dos brazos por poder creer.”[43]

Poder creer. Esa es la cuestión que ahora abordamos. La exclamación de


Dominguín es tan expresiva como acertada, ya que creer no puede hacerlo todo el que
quiere, sino solo aquél que puede. Esta afirmación puede parecer cargada de
prepotencia en boca de un creyente, y ofensiva en oídos de alguien que no lo sea. Me
parece que no tiene porqué ser así, sino que se ajusta a la naturaleza de las cosas.
Veamos por qué.
Dios y hombre mueven ficha, cada uno por su lado, estableciendo un puente
que pueda unirles. Dios puede hacer tanto como le permita la limitada condición
humana. El hombre tratará de realizar un acto de fe. De acuerdo. Pero al hombre que
intenta hacer un acto de fe se le tienden muchas trampas: si cae en ellas, no podrá
creer o –en el mejor de los casos- alcanzará una pseudofé.
Representábamos gráficamente la estructura del acto de fe como una pelota de
tres capas; buscaremos ahora las trampas que se tienden en cada uno de esos tres
elementos –núcleo, fundamento objetivo y elemento subjetivo-. Esta vez avanzaremos
en orden inverso: de fuera a dentro, de lo subjetivo a lo nuclear.

A. TRAMPAS AL ELEMENTO SUBJETIVO


El hombre es un ser racional, y para estar a gusto necesita que su forma de
pensar y actuar sea razonable. También creer debería ser razonable. El problema está
en cómo usar la razón en este tema. Dijimos que el elemento subjetivo es el acto libre
y racional por el que el hombre une la bola de madera y el trapo prensado; pero ese
acto no se hace de cualquier manera; o mejor, hay modos de usar la razón que llevan
a no poder creer.

Cuando la razón se sale de su sitio

“-Adiós –dijo el zorro-. He aquí mi secreto.

Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón.

Lo esencial es invisible a los ojos.

-Lo esencial es invisible a los ojos –repitió el principito, a fin de acordarse.”[44]

Como las imágenes, también los chistes dicen más que mil palabras.
Recordaré aquel caso de un hombre que, con mala cara y ceño fruncido, entra en una
farmacia y se dirige al farmacéutico:

-Tú, idiota, dame pastillas para hacer amigos.

Por mucho fármaco que ingiera nuestro protagonista, no es posible augurarle un


buen resultado en su intento: a parte de las pastillas... hace falta algo más. La amistad
no es cuestión de pastillas. Las pastillas, en el mejor de los casos, pueden ser
convenientes para lograr unas condiciones que faciliten la amistad (como podría ser,
por ejemplo, eliminar síntomas que le lleven al mal humor, a no querer tratar con
nadie, etc). Pero la amistad no es cuestión de pastillas.
Es de chiste comportarse así. Pero ¿no son frecuentes comportamientos
similares? Tendría un comportamiento similar quien pensase que creer es cuestión,
no de fármacos, pero sí de razonamientos. Los razonamientos pueden ser
imprescindibles para lograr algo anterior a la fe, que la haga posible. Pero la fe no es
cuestión de razonamientos.
Presencié la conversación entre dos jóvenes estudiantes de medicina, una
creyente y la otra no. Una y otra intentaban convencerse. Al despedirse, le decía la
primera a la segunda:

-Te dejaré un artículo para que leas, a ver si te convence.

La respuesta fue:

-Vale. Ya pensaré más argumentos.

Una y otra estaban planteando mal la conversación. Una por pretender


convencer con razonamientos, y la otra por plantear su ateismo como una trinchera a
defender echando mano de la más sofisticada munición argumentativa.
A una y otra les diría las palabras de Saint-Exupéry:

“¿Crees que voy a determinarme por argumentos? Encontraré mejores contra ti.
Sostendré que el espíritu conduce el mundo y no la inteligencia”.

Y es que un debate acerca de la fe ha caído en una trampa en el mismo


momento en el que se plantea desde la inteligencia, entendida ésta –como hace toda
la filosofía racionalista- como mera razón argumentativa.
La filosofía europea lleva varios siglos sufriendo una fuerte tendencia a reducir
la capacidad de saber del hombre al ejercicio del razonamiento puro y duro. Como si
el hombre solo pudiese llegar a saber aquello que logra poseer intelectualmente con la
investigación, con el ejercicio del intelecto. Todo comenzó con Descartes, en el siglo
XVI, cuando redujo el pensar a la razón misma. Con su ‘pienso, luego existo’ estaba
diciendo que el pensamiento es el que decide la existencia.
Esta postura presenta la doble ventaja de ser cómoda y segura, ya que al
afirmar solamente aquello que se posee intelectualmente, aquello que se puede
apresar con el entendimiento, se puede estar seguro de todo lo que se acepte.
Ahora bien, es innegable que al mismo tiempo se presenta incómoda y
arriesgada; incómoda porque el que sabe es el hombre y no la razón, y al hombre no
se le deja saber; arriesgada, pues al mirar la realidad por un canuto –el canuto de la
argumentación-, es seguro que se quedará privado de ver grandes zonas del mapa de
la realidad.
Cuentan –claramente se trata de una broma- que un vasco le dijo a otro:

-Oye, dicen que hay culturas superiores.

-¿Y cuánto levantan?, le contestó el otro.

Del mismo modo que reducir la cultura a los kilos que se es capaz de levantar
es un claro reduccionismo, reducir la sabiduría a lo que se es capaz de demostrar con
silogismos es un claro reduccionismo.

* * *
No queremos decir que haya que ir a la lógica del absurdo, o moverse en el
mundo de lo irracional, pero sí decir que a quien le corresponde saber –la sabiduría-
es al hombre. Y que hay muchas verdades que el hombre alcanza más allá de la
razón. En concreto, gran parte de las realidades son transempíricas, esto es,
realidades que se encuentran más allá –‘trans’- de lo experimentable por los sentidos
–‘empírico’-. La mayor parte de las realidades que el hombre puede conocer se
encuentran por debajo de los accidentes. Cuando el hombre se pone frente a ellas
queriendo conocerlas... la razón no llega más que a las puertas.
Todos tenemos mil experiencias al respecto. En una novela recientemente
reeditada, dice el protagonista:

“¡Qué larga se hace la quietud con una chica al lado! Y más si es como Helena.
Porque Helena sabe hablar sin abrir la boca y provocar horriblemente con una insufrible
media sonrisa”[45].

No es preciso extenderse en este punto, aunque sí remitimos a las obras de


Dostoievski. En todas sus novelas, el escritor -sirviéndose de sus personajes- se
debate con las filosofías racionalistas y positivistas. Parece que cada protagonista es
una creación suya hecha para gritar que las personas que solo aceptan lo que
demuestran y rechazan todo lo que no es ‘seguro’, dejan al margen un dato, olvidan un
elemento; este elemento, este dato, es el hombre mismo, lo que constituye el fondo
de su ser y que escapará siempre a las determinaciones de la ciencia, como escapará
eternamente a la captación de la razón [46].
Solo apuntamos dos botones de muestra. Al conocer el mundo, todos
aceptamos las coordenadas de lo ancho, lo largo y lo alto: las tres dimensiones
espaciales. Dostoievski reconoce una cuarta dimensión en el conocer del hombre, la
dimensión del espíritu. Quien no sea capaz de conocer más allá de los sentidos y de
la razón, quien no se mueva en al cuarta dimensión, no alcanzará un conocimiento
completo de la realidad. En este sentido, escribe en los Hermanos Karamazov:

“¿Qué bienes trae el querer resolver lo que no es de este mundo? Te aconsejo


que no te calientes nunca los cascos por este problema, Aliocha. ¿Existe Dios o no?
Preguntas de esta naturaleza caen fuera de los alcances de un espíritu que no tiene
noción más que de tres dimensiones”[47].

En otra de sus novelas –El Idiota-, el Príncipe protagonista relata su experiencia


al tratar acerca de Dios con alguien que no conoce el espíritu:
“Sin embargo, añade el príncipe, una cosa me impresionó: al discutir este
problema de la existencia de Dios me dio la impresión de que él estaba siempre al
margen de la cuestión. Y esta impresión la había experimentado siempre que encontré
incrédulos o había leído libros suyos. Me producían la impresión de que esquivaban el
problema que pretendían tratar. Esta observación se la expliqué a S..., pero debí
expresarme mal, pues no me comprendió”[48].

* * *
¿Cuál es, entonces, el papel de la razón? Conocer la verdad. La razón debe
velar para que lo que acepte el hombre sea razonado o razonable. Reducir toda la
verdad a lo razonado, constituiría un lamentable error. El mapa de la realidad es
completo cuando la razón suma todas las verdades razonadas que encuentra, y todas
aquellas que –aunque no es capaz de dominar racionalmente- se le presentan como
razonables. Pero ahí se acaba su papel. Sería salirse de su sitio pretender dominar la
región entera de lo verdadero. Si para aceptar la existencia de Dios y conocerle fuese
un requisito indispensable poseerlo intelectualmente, nunca podría aceptarlo, pues por
la misma noción de Dios, Dios sería aquello que me trasciende y que, por lo tanto,
nunca poseeré –ni siquiera intelectualmente-.
Sin embargo, la razón se comporta razonablemente cuando acepta verdades
que no puede poseer totalmente. El hombre puede saber en zonas donde la razón
deja de hacer pie.
Sócrates adopta una postura sabia. El que se autodefine como ‘amante de la
sabiduría’ reconoce expresamente: “Sólo sé que no sé nada”. Esta postura apunta
acertadamente la actitud propia de aquel que pretenda poder creer.
El verdadero sabio no es el mero ejercitador del intelecto, sino el amante de la
sabiduría:
a) ‘Sólo sé’ habla de una capacidad de conocer, y de una claridad, que convive
con la oscuridad, pues sé que mi conocimiento es parcial y, por lo tanto, es ‘no saber’.
b) ‘No sé nada’ expresa la oscuridad.
La sabiduría es esa oscura claridad en la que el hombre se mueve. El sabio se
introduce en algo que le supera, se mete en la verdad; no la posee, pero
introduciéndose en ella, confía en ir conociéndola cada vez más, pues lo poco que
sabe no es más que un principio que generará más conocimientos, una mayor
participación de la verdad. Por eso, el saber es un continuo dar a luz, el saber es un
conocimiento que progresa, que está siempre en gestación, en crecimiento.
Sócrates admite, pues, que el verdadero saber supone la fe, en la medida en
que no puede ser más que una claridad (sólo sé) que es oscura (que no sé nada). Una
oscura claridad es la descripción que han dado siempre de la fe los grandes místicos
de la tradición cristiana[49].
* * *
Creer es algo mucho más sencillo de lo que pueda parecer; se complica
mucho, sin embargo, cuando se quiere hacerlo exclusivamente con la razón, porque la
razón no puede hacerlo todo. La razón tiene su papel. Veamos.
En todo acto de fe, de acuerdo con los movimientos de ficha tratados en el
capítulo anterior, se da esta cadena de cuatro momentos:
Dios incognoscible------manifestación--------testigos-----------yo[·1]

El Dios incognoscible se manifestaría de alguna manera. Esa manifestación


consistiría en unos hechos y signos verdaderos, que pasarían a ser una verdad
histórica. Algunas personas serían testigos de esos hechos y los dirían al resto de los
hombres, darían testimonio de lo que ellos habrían presenciado. Yo podría tener
noticia de ese testimonio. Por lo tanto, esa cadena también se podría escribir así:

Dios incognoscible-----verdad histórica-------testimonios--------yo

A una verdad histórica –ya sea el descubrimiento de América y la existencia de


Cristóbal Colón, ya sea la existencia y los hechos de Napoleón, Mahoma o Jesús de
Nazaret- no se puede llegar más que a través de testimonios. Por lo tanto, yo, a través
de unos testimonios, alcanzo una verdad histórica acaecida en el pasado. Esos
hechos no son objeto de fe; se llega a ellos como se llega al resto de verdades
históricas.
Ahora bien, ¿cómo dar el último paso, el paso que desde alguna verdad
histórica me lleve a la afirmación de un Dios incognoscible? ¿cómo afirmar que tras
un hecho determinado está queriéndose desvelar un Dios necesariamente oculto? Ahí
está el salto, el salto que no puede dar la razón sola. Afirmar que esas verdades
históricas son la manifestación del Dios incognoscible supone dar un salto, porque la
razón no puede demostrar que tal hecho sea una manifestación de Dios. Ahora bien,
la razón sí debe velar por que ese salto sea razonable: es decir, estudiar si tiene
sentido afirmar que aquellos hechos y signos puedan ser movimientos de un Dios que
quiere darse a conocer.
Vale la pena llamar la atención sobre el hecho de que el único salto que exige
hacer un acto de fe sería tan necesario al testigo directo de aquellas hechos históricos
como a aquellos que lo escuchan contado por otros
* * * * *
El elemento subjetivo del acto de fe es el acto libre de unir unos signos y
hechos objetivos a un núcleo incognoscible. La razón no se verá nunca obligada a
realizar esa unión, pues esa unión no se nos muestra evidente ni necesaria. Por eso,
no es posible convencer a nadie para que sea creyente. Ni a la inversa: nadie podrá
demostrar que no hay ninguna relación entre algunos hechos y signos con un núcleo
incognoscible.
Y es que el lenguaje de los signos es transempírico. Lo que sí puede hacer es:
-mostrar lo razonable de la postura
-mostrar la existencia de unos signos y hechos, y la fiabilidad histórica de los
testimonios a través de los cuales nos ha llegado
-mostrar la lógica del lenguaje de signos como una forma de manifestación de
iniciativa divina
-ver si el espíritu de las personas que viven de acuerdo con las creencias es
humano, bueno para el hombre, si lleva al hombre a la plenitud.

Cuando el hombre no sabe dudar


A un hombre razonable, en la situación de tener que unir dos hechos que no se
le muestran con evidencia, puede surgirle la duda –es más, debe surgirle la duda-:
“-Pero... ¿seguro que es así? ¿seguro que los signos expresan algo y no son
meros hechos aislados sin significación alguna?; las interpretaciones que damos a
ciertos hechos ¿no serán una manipulación de la historia? ¿no estaremos forzando los
acontecimientos para que sirvan como confirmación a ciertos intereses religiosos
previamente fijados? ”

La duda es razonable, y es buena. Pero, una vez más, puede tenderse una
trampa a quien se encuentre en esta situación.
Recuerdo una radio-tertulia en la que se estaba hablando del mal de las vacas
locas vivido en Europa en el cambio de siglo. Un tertuliante afirmó que la duda
siempre había sido el motor de la ciencia, y que él tenía por sistema dudar de todo y
siempre, por lo que él sospechaba del gobierno, de los veterinarios, de los ganaderos
y de los carniceros.
Es innegable que la duda tiene un papel importante en el desarrollo del conocer
humano. En los muchísimos casos en los que no tenemos un conocimiento
absolutamente cierto de algo, siempre se presentará una duda mayor o menor, pero
duda; es lógico que al no tener una base en la evidencia, se pase por la fase de la
duda buscando la credentidad o credibilidad de aquello. Pero, en este caso, la duda es
un estado pasajero, una fase para alcanzar una verdad no evidente. Esta duda es
razonable.
Otra cosa muy distinta es la duda del radio-tertuliante al que nos referíamos, la
duda como sistema, como método. Y esta duda no es razonable, ya que se convierte
a la razón en instrumento, de forma que –y volvemos al apartado anterior- la razón es
el único instrumento que puede decirme qué es verdad y qué no: solo es verdad lo
razonado. Esta duda paraliza, no lleva a ningún lado. Es como quien, ante cada
semáforo, dudase –por sistema- si pasar o no pasar y se parase.
Dudar es bueno, pero siempre que se esté atento a dudar bien. Una cosa es
dudar bien y otra, muy distinta, es dudar mal.
Un supuesto interlocutor pregunta a Guitton:

“-Porque dudar forma parte del método racional para llegar a la verdad y la duda
hace tabla rasa. Así nace la libertad de espíritu. Y esta libertad, Guitton, excluye su fe.

-Hay que dudar, pero dudar bien. ¿Está usted seguro de dudar bien? Cree usted
dudar de todo, pero no duda usted de esa duda misma sobre la duda. Un espíritu
realmente crítico incluiría una crítica de la crítica. Vea usted, querido amigo-enemigo, así
es como soy crítico o intento serlo. Ésta me parece racionalmente superior. Y esa duda
no hace tabla rasa y presenta una libertad más sustancial, que no está reñida con mi
fe.”[50]

Este dudar bien, con sentido crítico de la duda, le lleva a afirmar en otra
ocasión:

“-Perdone que le haga otra pregunta. ¿Nunca ha tenido dudas sobre Dios y el
destino?
-No, porque siempre las tengo.”[51]

Y en otra ocasión:

“-Entonces, Guitton, ¿por qué hacemos tantas preguntas?

-Porque no ponemos nunca nuestras dudas en tela de juicio. Dudamos de la


moral, nos parece falsa. Si dudamos también de esa duda, no dudaríamos más de
nuestro deber. Seamos más críticos, estaremos más seguros. Dudemos más aún y nos
volveremos totalmente seguros.”[52]

* * *

Dudar es también un acto de libertad. Pero dudar puede tender su trampa.


Quien duda mal ha caído en una trampa que no le permitirá poder creer. Dudar mal es
dudar por sistema. Dudar bien es dudar hasta que es razonable dejar de dudar.
Superar la duda –dudando bien- es ejercicio de sabiduría.

“El ser sabio con la cabeza de otro, es menos que el ser sabio por uno mismo,
pero es infinitamente de más peso que el orgullo estéril de aquél que no llega a consumar
la independencia de quien verdaderamente sabe y, al mismo tiempo, desprecia la
dependencia del que cree.”[53]

* * *
La duda se presenta, en muchos casos, como una tela de araña en la que uno
se encuentra atrapado. Suele ocurrir a personas que querrían alcanzar el
conocimiento del Dios verdadero a partir de sí mismos y dentro de sí mismos. Eso no
es posible. Se requiere levantar la mirada, sacarla de la propia interioridad y del propio
mundo lógico, y buscar algo objetivo, externo a uno mismo. En uno mismo se
encuentra la tendencia hacia algo trascendente que dé sentido a la vida; pero esa
tendencia me dirige hacia un Ser externo a mí, que podré encontrar en lo que él haya
podido hacer para darse a conocer. La seguridad se encontrará ahí.

B. TRAMPAS AL FUNDAMENTO OBJETIVO


Cuando el hombre busca el sentido de la vida en un ser trascendente, no sería
lógico que buscase ese ser en sí mismo. Se trata más bien, como vimos, de buscar
en el universo y en la historia si Dios ha movido ficha. En esta búsqueda de algo
objetivo externo a mí que sea razonablemente creíble también puede caer el hombre
en trampas que le lleven a no poder creer. En concreto nos fijaremos en dos de ellas:
cuando el hombre busca algo en lugar de alguien, y cuando el hombre pone el
fundamento objetivo en el sentimiento, es decir, cuando busca sentir algo que le
confirme.

Cuando se busca una verdad y no un Ser verdadero


Italo Manzini –autor de la famosa novela ‘Los novios’- escribe en uno de sus
últimos libros:
“Nuestro mundo, para vivirlo, amar, santificarnos, no nos viene dado por una
neutra teoría del ser, no nos viene dado por los eventos de la historia o por los
fenómenos de la Naturaleza; nos viene dado por la existencia de esos inauditos centros
de alteridad que son los rostros, rostros para mirar, para respetar, para acariciar.”[54]

Estas palabras nos parecen del todo ciertas: el sentido de nuestro mundo viene
dado por los rostros. Y nos parece también que es perfectamente aplicable al tema
que nos ocupa. Buscando el sentido de la vida, éste nos ha remitido a la existencia de
un ser trascendente. De un ser, aunque bien podríamos decir... de un rostro, o mejor,
de un Rostro.
La trampa se hallaría en pretender resolver la cuestión de la fe buscando una
verdad –de nuevo se oculta en esta trampa el racionalismo-, y no una Persona que
realiza una serie de hechos y signos para salir al encuentro del hombre. Esta trampa
es la que refleja Unamuno en su Diario:
“Con la razón buscaba un Dios racional, que iba desvaneciéndose por ser pura
idea, y así paraba en el Dios Nada a que el panteísmo conduce, y en un puro
fenomenismo, raíz de todo mi sentimiento de vacío”.[55]

La pregunta sobre la existencia de Dios no es solo una pregunta del


entendimiento, sino una pregunta existencial, del hombre entero, de la persona. Es
una pregunta de la persona por otra Persona. La fe solo puede entenderse
correctamente como búsqueda-encuentro interpersonal, en la que se busca una
relación interpersonal.
La fe está bien planteada cuando se vive como la búsqueda de una Persona, no
de una verdad. En esa relación del yo-Tú, relación dialogal, el hombre busca en el otro
un Alguien que –de alguna manera- le complete. ¿...que le complete? Sí, que le
complete. ¿En qué completar al hombre? Completarle en la necesidad más radical del
ser humano. ¿Cuál es la necesidad más básica y elemental del hombre para ser feliz?
Ser amado, ser considerado valioso e irremplazable a pesar de ser como es, ser
querido incondicionalmente. Esa es la necesidad del hombre que solo un
Dios-Persona puede satisfacer.
No es la fe, por lo tanto, una mera adhesión de la inteligencia a un principio
abstracto, a una serie de silogismos y procesos lógicos sin contenido.
“Ya me gustaría creer en algo, en un Dios. Todo me resultaría más fácil. Pero no:
me parece una salida cobarde, algo así como aceptar un invento para vivir más feliz”.

Así se expresaba una buena madre de un joven con cáncer, sumida en una
agria resignación. A mi modo de ver, ha caído en la trampa. Toda su persona clama
por otra Persona que le daría lo que ella está necesitando, pero como lo que quiere
ella es una verdad poseída y demostrada, una verdad sin misterio... lo rechaza.
Escribe Alexis Carrel:

“Yo, en un principio, fui católico sincero; después estoico; más tarde, kantiano; y a
continuación caí en el escepticismo absoluto y en el diletantismo. Cada vez he sido más
desgraciado. El catolicismo, que por desdicha no comprendí, es lo que más me satisfacía.
Mas ahora me encuentro solo en la oscuridad. Los sistemas puramente intelectuales no
existen. ¿Qué importan todas las teorías ante la vida y la muerte? Para nuestra verdadera
vida, no necesitamos ciencia, sino alma y creencias.[56]

El caso de Ernesto Sabato resulta singularmente expresivo. Este prestigioso


físico abandona el mundo de las ciencias. Desde su ateismo, quiere dedicarse de
forma más comprometida al mundo de las ideas. Durante una temporada vive en la
filosofía marxista. En toda su búsqueda racional de la última verdad acerca del
hombre, Dios no aparecía; no lo había encontrado con sus razonamientos. Hay un
hecho en su vida que le llevará por otros derroteros: es la muerte de su hijo Jorge.
Cuando cuenta cómo “quedó suspendido en un vacío desgarrador”, apunta:

“En mi imposibilidad de revivir a Jorge, busqué en las religiones, en la


parapsicología, en las habladurías esotéricas, pero no buscaba a Dios como una
afirmación o una negación, sino como a una persona que me salvara, que me llevara de
la mano como a un niño que sufre. Lo que antes había leído con juicio crítico, ahora lo
absorbía como un sediento.”[57]

Y encuentra a Dios. Lo acepta. Se convierte.


Se convierte cuando sale de la trampa, cuando deja de buscarlo como una
verdad –“como una afirmación o una negación”-, y pasa a buscarle como a una
persona con quien necesita relacionarse, de la que necesita recibir. Encontró motivos
de credibilidad, y decidió aceptarle.
Son muchas las personas que descubren a Dios en situaciones límites. No es
esto un acto de cobardía, un resignado intento de afirmarle ‘por si acaso’; es
simplemente una consecuencia de la desnudez e indigencia que en esas situaciones
se experimenta. En efecto, en las situaciones límite, todo lo accidental, todo lo
irrelevante, lo que carece de auténtico peso específico, desaparece del horizonte vital,
haciéndose entonces patente esa necesidad radical de la que antes hablábamos: la
necesidad de ser amados, de ser queridos incondicionalmente. Son pues situaciones
que imponen a la persona –es decir, la “ponen ante”- la búsqueda de otra Persona,
que pueda satisfacer esa necesidad. Son situaciones que facilitan el Encuentro, con
mayúsculas. Es el caso de Unamuno. En marzo de 1897, por la noche, sufre una
angina de pecho. Cree morir. Esa experiencia le lleva a hablar del ‘parto de la muerte’:

“Vivía dormido, sin pensar en tales cosas, perdido en mis proyectos y en mis
estudios, confiando en la razón, como viven otros. Vivía alegre y animoso, sin pensar en
la muerte más que como se piensa en una proposición científica y sin que su
pensamiento me diera más frío ni calor que el que me da el de que el Sol se apagará un
día. He vivido como viven los más de mis amigos, dejándome vivir y soñando en dejar
algo y en aportar mi partecilla a la obra del progreso. He vivido discutiendo de filosofía,
arte y letras y como si todo esto fuera eterno. He vivido como viven los más que se
llaman sanos de espíritu, fuertes de él, equilibrados y normales, considerando a la muerte
como a una ley natural y necesaria condición de la vida. Y he aquí que ahora no puedo
vivir así, y veo esos años de ánimo, de bríos, de lucha, de proyectos y de alegría como
uno años de muerte espiritual y de sueño. Pero no puedo impedir cierta tristeza por ellos.
He creído vivir feliz, y me veo arrancado a esa felicidad. (...) La crisis venía incubándose
lentamente, y no he comprendido su incubación hasta que ha estallado. Me encuentro en
otro país, con otros horizontes, con otra vida. Parece que ha variado en todo la
perspectiva.”[58]
Cuando el sentimiento manda demasiado
“La religión ha tenido tradicionalmente tres funciones: explicar la realidad,
ayudar a soportar emocionalmente las experiencias trágicas y sin sentido y
proporcionar normas de conducta. La primera la ha ocupado la ciencia y la última la
ética. Queda sólo la ayuda emocional, lo que hace que las nuevas formas de religión
sean fundamentalmente emocionales y se conviertan casi en formas de terapia.
Interesa ver hasta dónde puede recuperarse la función cognoscitiva de la religión.” [59]
Es un error descargar a la religión de contenido cognoscitivo, y reducirla a una
mera función sentimental.

“Es que no puedo creer. No siento a Dios ni nada por ningún lado. Antes, de
pequeño, me alegraba al pensar en él, y sentía algo. Pero ahora... nada”.

Un razonamiento así –por otro lado, nada inusual- supone desconocer en qué consiste
el acto de creer. Supone olvidar que el sentimiento no forma parte –por decirlo así- de
la pelota del creer. Quien busca el fundamento de su creencia en si siente o no a Dios,
ha caído en una trampa: el fundamento objetivo, aquello en lo que uno se basa para
creer, no son los sentimientos, sino hechos, signos y realidades ajenas a mi
persona.[60]
No cabe ninguna duda de que la persona que cree puede vivir unos
sentimientos como consecuencia de su creer, pero estos son ajenos a la estructura
misma del creer. Por eso, podríamos decir que en el creer no tiene parte el
sentimiento, aunque sí que tiene sentimientos la persona que cree.
Es frecuente encontrar personas para quienes todo encuentro con Dios, para
ser auténtico y real, debe ir necesariamente acompañado de un sentimiento –que
quizá en determinadas circunstancias de su vida han experimentado con particular
intensidad-; estos sentimientos serían la garantía de la autenticidad –algo así como
una especie de control de calidad espiritual- de su fe. De este modo ‘reducen’ a Dios a
determinados momentos de ‘subidón’. Y eso es un error importante.
Me llamó la atención escuchar a varios jóvenes que argumentaban su ateismo
diciendo que Dios era una creación psicológica de la persona. Después caí en la
cuenta de la casualidad de que casi todos ellos eran estudiantes de medicina. Entendí
entonces a qué se debía su postura. Tenían razón en que el ‘subidón’ o bienestar
anímico es química: eso es un fenómeno de carácter más bien fisiológico, unos
neurotransmisores que actúan sobre unos receptores en todo el organismo, con
efectos como la taquicardia, sudoración, aumento de la frecuencia respiratoria...:
adrenalina; solamente eso: adrenalina. Eso no es la fe: Dios no es adrenalina, ni un
neurotransmisor. Dios es un ser independiente a mi persona, y creer es un acto
razonable de la persona. El sentimiento es otra cosa, que puede acompañar al acto de
creer, pero que no forma parte de él.
¿Cómo acompaña el sentimiento? De todas las formas posibles. Además, de
forma muy variable, sin que se pueda decir que a tal grado de fe le acompañe
necesariamente una forma determinada de sentir. Una persona puede sentir mucho y
no tener fe, y otra no sentir nada y tener una gran fe.
Ponemos dos ejemplos de modos de sentir. El primero siente aversión; el
segundo, libertad interior.
Claudel, intelectual converso, cuenta así los sentimientos que encontró en su
interior tras la aceptación de la fe:

“Mis convicciones filosóficas estaban intactas. Dios las había dejado


desdeñosamente donde estaban. No veía nada que cambiar, la religión católica me
seguía pareciendo el mismo conjunto de anécdotas absurdas. Sus sacerdotes y fieles me
inspiraban la misma aversión que llegaba hasta el odio y el disgusto. El edificio de mis
opiniones y mis conocimientos (que eran ateos hasta ese momento) permanecía en pie, y
no le veía ningún defecto. Lo único que había pasado es que me había salido de él.
Acababa de revelarse un ser nuevo y formidable, con terribles exigencias para el joven y
artista que yo era, y no sabía cómo conciliarlo con nada de cuanto me rodeaba. El estado
de un hombre a quien se arrancase de un solo golpe de su piel, para plantarlo en un
cuerpo extranjero, en medio de un mundo desconocido...”[61]

Evidentemente, se trata de una confesión algo extrema, pero real; conviven en


Claudel la aceptación libre de unas verdades, la aceptación de la fe, con un
distanciamiento afectivo con respecto a esa misma fe. Siente aversión, odio y
disgusto, pero –por encima de esos sentimientos- ejerce un acto de libertad por el que
acepta a Dios, hasta entonces desconocido para él, y lo que Dios revela.
El otro ejemplo al que nos referíamos lo tomamos, de nuevo, de una de las
grandes obras de la literatura rusa. Levine –uno de los personajes de Ana Karenina-
se debate acerca de la cuestión de la fe y, cuando finalmente decide aceptarla, un
nuevo sentimiento se hace presente en su alma:

“Este nuevo sentimiento, contra lo que yo creía, no me ha cambiado, ni


deslumbrado, ni hecho feliz, del mismo modo que no me sentí otro hombre al saber que
era padre. Pero es un sentimiento que ha nacido en mi alma del dolor y que ha echado
raíces. Y esto no es otra cosa que la fe, sea cual fuere el nombre que yo quiera darle.

Seguramente seguiré indignándome contra el cochero, discutiendo en vano,


expresando inoportunamente mis ideas; seguramente veré durante toda mi vida que se
levanta una barrera entre el santuario de mi alma y el alma de los demás, incluso de mi
mujer, a la que seguiré echando las culpas de mis zozobras para arrepentirme al instante.
Seguiré rezando sin comprender por qué rezo. Pero es lo cierto que mi vida íntima posee
hoy una libertad de movimientos que no tenía antes. Ahora ya no será un juguete del azar;
cada minuto de mi existencia tendrá desde este momento un profundo sentido que podré
imprimir a todos mis actos: el sentido del bien”[62].

C. TRAMPAS AL NÚCLEO

Por último, veamos algunas trampas que hacen referencia al núcleo. Creer es
afirmar algo oculto, una realidad que no está al alcance de los sentidos. Dos posibles
trampas son la de reducir el objeto de creencia a una idea, y la de degradar al Ser que
se halla en el núcleo.

Cuando Dios es reducido a una idea


Desconozco el nombre del cantante que, en una entrevista radiofónica,
argumentaba con estas palabras:

“Dicen que cuando se acaba la fuerza, tira el alma. Para mí no hay alma, sino
que...”

Ya no seguí escuchando; aquel ‘para mí’ me absorbió toda la atención. Para mí.
Es respetable cualquier para mí, pero no se puede pretender que todos los para mí
sean verdad. Una cosa es respetar las opiniones y conciencias, y otra muy distinta es
afirmar que todas las opiniones sean verdad por ser dichas con buena intención.
Ya lo dijo el insigne poeta castellano:

“¿Tu verdad? No, la Verdad.

Y ven conmigo a buscarla.

La tuya, guárdatela”.[63]

¿Qué tiene que ver esto con el núcleo incognoscible que es afirmado en el acto
de fe? Tiene mucho que ver, y es lo siguiente: lo que afirma aquel que cree no es una
idea suya, sino que lo que afirma el que cree es un ser, la existencia de un ser
determinado.
Caería en una trampa aquel que redujera a Dios a una fabricación de su mente.
Cuando alguien afirma “Es que... necesito creer en alguien”, debe estar atento y darse
cuenta de que creer en alguien no es fabricar una idea que me viene bien para estar
tranquilo. Creer en alguien es afirmar que hay un Ser independiente de mí, superior a
mí, que tiene una vida y es.
Es fácil caer en esta trampa de creer en un dios que no tiene más existencia
que la que yo le doy al pensarlo, dios idea que no remite a ningún Ser real, con su
naturaleza propia, con su vida y su ‘historia’.
* * *
En el mundo y en la historia de la humanidad se ha hablado de muchos dioses;
entonces, ¿por qué vamos a afirmar que uno es verdadero y los demás no? ¿quién es
‘el guapo’ que puede decir que el suyo es el único? Esta cuestión no es, en principio,
fácil de contestar. Querer resolverla no tiene porqué llevar a afirmar que todos los
dioses afirmados por los hombres son verdaderos -que es lo mismo que decir que
ninguno es el verdadero-, y así son todos iguales. No. El hombre no tiene que
renunciar a conocer la verdad. Reducir todos los dioses al rango de ideas,
arrebatándolos del nivel de la realidad, llevaría al hombre a renunciar definitivamente a
encontrar respuesta a sus grandes cuestiones. Si Dios se ha dado a conocer, es
seguro que el hombre que quiera conocer la verdad podrá alcanzarlo razonablemente.
Una cosa es respetar todas las creencias, y otra muy distinta es renunciar a la
capacidad del hombre a conocer la verdad. Y es fácil caer en esta trampa porque el “el
principio de la tolerancia y de respeto a la libertad es manipulado hoy y sobrepasado
indebidamente cuando se amplía al aprecio de los contenidos, como si todos los
contenidos de las diversas religiones y también de las concepciones arreligiosas de la
vida se pudieran colocar en el mismo plano, y no existiese ya una verdad objetiva y
universal, puesto que Dios o Lo Absoluto se revelaría bajo innumerables nombres,
pero todos estos nombres serían verdaderos.
“Esta falsa idea de tolerancia va unida a la pérdida y a la renuncia de la cuestión
de la Verdad, que, efectivamente, hoy es sentida por muchos como una cuestión
irrelevante o de segundo orden. Sale así a la luz la debilidad intelectual de la cultura
actual: al llegar a faltar la demanda de verdad, la esencia de la religión no se
diferencia ya de su ‘no esencia’, la fe no se distingue de la superstición ni de la
experiencia de la ilusión”.[64]
* * *
Otra forma de vestirse esta trampa es la que hace de Dios una idea sublime y
omnipresente, o mejor, una especie de pastel panteísta, algo vago e impersonal. Se
trata de una postura que, por ser tolerante, está muy de moda. Veamos un ejemplo.
Uno de los cuentos de Navidad del norteamericano Truman Capote presenta a
dos niños encantadores. Cada año van ahorrando dinero para comprar lo necesario
para hacer unas magníficas tartas de frutas que regalan a los personajes más
variopintos. El cuento es enternecedor. Los protagonistas también. Como botón de
muestra servirá este breve comentario de uno de ellos:
“Mi amiga no ha ido jamás al cine, ni tiene intención de hacerlo:

-Prefiero que tú me cuentes la historia, Buddy. Así puedo imaginármela mejor.


Además, las personas de mi edad no deben malgastar la vista. Cuando se presente el
Señor, quiero verle bien.”[65]

Pues bien, el cuento acaba con una despedida definitiva por motivos familiares.
A ésta le precede una gran conversación, en la que se encuentran estas palabras:

“-¡Ahí va, pero qué tonta soy! –exclama mi amiga, repentinamente alerta, como la
mujer que se ha acordado demasiado tarde de los pasteles que había dejado en el
horno-. ¿Sabes qué había creído siempre? (...) Siempre había creído que para ver al
Señor hacía falta que el cuerpo estuviese muy enfermo, agonizante. Y me imaginaba que
cuando Él llegase sería como contemplar una vidriera baptista: tan bonito como cuando el
sol se cuela a chorros por los cristales de colores, tan luminoso que ni te enteras de que
está oscureciendo. (...) Pero apuesto a que no es eso lo que suele ocurrir. Apuesto a
que, cuando llega a su final, la carne comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que las
cosas, tal como son –su mano traza un círculo, en un ademán que abarca nubes y
cometas y hierba, y hasta a Queenie (el perro), que está escarbando la tierra en la que ha
enterrado su hueso-, tal como siempre las ha visto, eran verle a Él.”[66]

Estas líneas admiten dos lecturas. Una, según la cual se afirma que la belleza
del Dios incognoscible está presente en la creación. Pero cabe otra lectura según la
cual parece que el pensamiento que el autor pone en boca de su inocente
protagonista –pensamiento cargado de belleza y ternura, como todo en cada página
del cuento-, encierra una idea confusa acerca del Dios que afirma. El Dios del que
habla viene a ser una idea sublime, presente en todo y que se confunde con todo, a la
que niega una realidad objetiva e independiente. Reduce Dios a una bella idea; bella y
sublime, pero idea al fin y al cabo.
* * *
La filosofía occidental de los últimos siglos ha reducido a Dios a una idea. Kant
es un filósofo creyente cristiano, pero dentro de su filosofía entiende que Dios es una
idea necesaria en el hombre para que exista una moral; el evangelio es solo una forma
concreta de vivir con ética; y Cristo no es más que el arquetipo del hombre bueno que
todos estamos llamados a ser porque es inherente a nuestra estructura moral, es una
propuesta de un modelo de lo que el hombre debería y –en el fondo- querría ser. Dios,
por lo tanto, no existe como hecho.
Algunos dicen que la fe es un consuelo de tontos. Si Dios fuese solo una idea,
tendrían bastante razón.

Cuando a Dios se le pone fuera de nuestro alcance


Pero aun en el caso de que se acepte en el núcleo del acto de fe la existencia
de un ser real, independiente de mí, se tiende otra trampa. Esta consistiría en aceptar
que Dios sí, pero que por mucho que exista, siempre será un Dios inalcanzable, un
Dios tan lejano que nunca permitirá realizar un proyecto cara a él. Dicho de otro modo,
el hombre es incapaz de hacer nada con respecto a Dios.
A esta postura se puede llegar por distintos caminos. Uno de ellos, más
cercano, sería el de alejarlo intencionadamente. Ya que la aceptación de Dios exigiría
una sumisión a él, sometimiento de la criatura hacia su Creador, y le llevaría a
importantes exigencias, mejor dejarlo fuera del nivel existencial. No pasaría de ser un
Dios inactivo y ajeno a este mundo.
Otro camino, más filosófico, hunde sus raíces en Escoto: el conocimiento no
une al hombre que conoce con el objeto conocido, sino que es como un espejo que
dobla al objeto conocido; por lo tanto, aunque conociésemos la existencia de Dios, no
sería posible establecer relación con él.

CAPÍTULO 5

BUSCANDO EN LAS RELIGIONES

Ya sabemos cómo tendría que ser la escalera que nos diera acceso a una
óptica trascendente, a ver las cosas desde arriba, a tener conocimiento de la verdad
acerca de nosotros mismos y del mundo. Si lográsemos encontrar esa escalera
y levantarnos trepando sus peldaños, nos resultaría ya muy sencillo entender la lógica
y el sentido de nuestra vida. Es, pues, razonable que indaguemos si a lo largo de la
historia de la humanidad, Dios ha hecho algo por manifestarse, si Dios ha movido
ficha.
Muchos piensan que si existiese un Dios debería ser fácil conocerle: un Dios
que jugase al escondite sería absurdo. En mi opinión, quienes así piensan tienen
razón en que no sería lógico un dios jugando al escondite, un dios que se escondiera
intencionadamente con el fin de mantenerse oculto a sus criaturas.
Pero, ¿qué es jugar al escondite? Debemos estar atentos: sería una ingenuidad
pensar que las ondas sonoras se le esconden al hombre de la calle. No se le
esconden, lo que ocurre es que las ondas tienen una naturaleza tal que el hombre no
las detecta a simple vista. Por ejemplo, ¿juegan al escondite el miope y la lentilla? No.
Todos hemos visto algún miope en apuros buscando su lentilla, y a veces crea
situaciones tan trágicas como cómicas. ¿Se esconden las lentillas? ¿Por qué no son
las lentillas gordas, tan gordas que puedan ser localizadas a palpo por el miope? ¿No
será que fabrican así las lentillas -delgaditas y transparentes- adrede, para que los
miopes no puedan encontrarlas sin dificultad? Pues no: una lentilla del grosor de un
vidrio no puede ser una lentilla. Las características que deben reunir las lentillas son
tales que necesariamente resultan difíciles de localizar por un miope. Tampoco Dios
juega al escondite.
También estoy de acuerdo en que ‘debería ser fácil conocerle’. Está claro que
ser fácil no significa ser evidente: no es posible que un ser inmaterial y trascendente
resulte evidente al hombre, que conoce por los sentidos. Aunque ya lo dijimos
expresamente, no nos importa insistir: el hombre es limitado, y sus límites condicionan
a Dios; esto es, aunque Dios quiera manifestarse, no puede hacerlo de cualquier
forma; tendrá que hacerlo de acuerdo a como es el hombre.
Dicho de otra manera: ¿puede Dios hacer un círculo cuadrado? Pues no: Dios
lo puede todo y no puede hacer un círculo cuadrado. ¿Por qué? Porque el círculo tiene
una naturaleza propia, y si Dios empezase a cuadrar el círculo al mismo tiempo
empezaría a destruirlo. Esto es, Dios puede cuadrar un círculo solo si destruye el
círculo. Lo mismo ocurre cuando quiere darse a conocer al hombre. Si hay un Dios,
ese Dios habría hecho al hombre, y ha hecho al hombre tal como es. A la forma como
ha sido hecho el hombre le resulta imposible tener una experiencia evidente de una
realidad puramente espiritual y trascendente. La forma de ser y de conocer del hombre
impone a Dios aquellas cuatro limitaciones[67]. Si Dios se las saltase, no podría
hacerlo sin destruir al mismo hombre. Por eso, a Dios no le ha visto nadie jamás,
porque no puede ser visto por el hombre, no porque Dios se esconda.
Dios debería ser, sin embargo, fácil de conocer. ¿Qué podría hacer un Dios que
quisiese contactar con el hombre? Podría hacer una perfecta traducción de su
Persona –la más perfecta de las posibles-; quedaría oculto al desvelarse, pero
arrojaría toda la luz posible a esa oscuridad; tendría que usar signos, hechos y
realidades que tuvieran peso y que resultasen constatables para un grupo de personas
suficientemente amplio que pudiesen dar testimonio fiable de ellos; dejaría ocultos
unos misterios, no por ser cosas inexplicables, sino por ser partes de la realidad que
no nos resultan accesibles, pero nos señalaría -al mismo tiempo- el sentido de esos
misterios.
Es decir –y esto es de una importancia capital- el movimiento de ficha de Dios
debería ser perfecto, de tal manera que lo que exigiese al hombre –el movimiento de
ficha por parte del hombre que es el acto de fe- fuese algo razonable. No sería lógico
hacer al hombre racional y exigirle un acto irracional para dar con él. La forma de
conocer del hombre y la forma de ser de Dios impiden un contacto evidente. Que Dios
y hombre establezcan contacto, necesariamente implicará que el hombre dé un cierto
salto, sí, pero no un salto en el vacío, sino un salto razonable; por decirlo
gráficamente, un salto que se da con el visto bueno de la razón.
Lo que toca ahora es ver si en la historia de la humanidad ha ocurrido algo que
podamos interpretar como el movimiento de ficha de Dios; o si, por el contrario,
deberemos seguir esperando a ver si Dios toma alguna iniciativa. En el caso de que
Dios ya hubiese tomado la iniciativa para darse a conocer al hombre, es seguro que
habría tenido su repercusión en el mundo: no podría fallar Dios en su intento. Si Dios
es el ser perfecto e infinito, la forma de darse a conocer al hombre deberá ser también
perfecta. Sólo puede tener las limitaciones que le imponen los límites del hombre.
¿Dónde podemos dirigirnos para ver si Dios ha tomado alguna iniciativa?
Lógicamente, a las religiones. Sería muy largo analizar el caso de cada una de las
religiones, viendo si se cumplen y el modo en el que se cumplen cada uno de los
movimientos de ficha, si caen o no en alguna de las trampas, etcétera. No resulta
posible introducir aquí un estudio en profundidad. Pero sí vamos a ver, de forma más
rápida de lo que nos gustaría, cómo se dan los movimientos de ficha en las grandes
religiones.

A. ALGUNAS GRANDES RELIGIONES

El islam
El Islam es la religión universal más reciente. Su fundador, Mahoma
(Muhammad) -reconocido como el enviado de Dios- presenta un claro problema a la
hora de reconocerle cierta credentidad, es decir, a la hora de aceptarle
razonablemente. ¿Por qué?
Mahoma nace en La Meca hacia el año 570, hijo póstumo, huérfano a los cinco
o seis años. Tenemos pocos datos de su infancia y juventud. A los veinticinco años se
casó con una viuda rica, circunstancia que le permitió retirarse con relativa frecuencia
a la cueva de un monje para meditar. Hacia los cuarenta años se le presentó un ser
angélico que le ordenó recitar lo que actualmente encontramos en la sura 96 del
Corán. “Habiendo insistido su esposa Jadiya en que se trataba de una experiencia
procedente de Dios, Mahoma la aceptó como tal, aunque es indiscutible que,
originalmente, abrigó dudas. Esta revelación se produjo en medio de una situación de
malestar espiritual y psicológico que estuvo acompañado, ocasionalmente, de
tentaciones de suicidio. Se ha intentado explicar este episodio como un producto de la
insania mental, la epilepsia o algún tipo de desarreglo psicológico, pero las pruebas
no parecen concluyentes. Por otro lado, resulta difícil dudar de la sinceridad de
Mahoma”[68].
Mahoma proclama a Allah como único Dios, y el Corán es el libro sagrado:
“aunque se afirma que contiene el conjunto de revelaciones recibidas por Mahoma y
comunicadas por éste a sus contemporáneos, su compilación definitiva se produjo”
años más tarde, con “el abandono de algunos textos originales de Mahoma y la
alteración de otros”[69]. Contiene sabiduría y orientaciones básicas para la vida
terrena, así como severas advertencias respecto al juicio último y al más allá, pero –a
diferencia de la revelación judeo-cristiana- no contempla promesas divinas,
intervenciones de Dios en la historia de los hombres que puedan ser criterio objetivo
de su veracidad.
“El Credo musulmán profesa e inculca una concepción estrictamente
monoteísta y lejana de lo divino. El Dios del Corán es un Ser que inspira más
sobrecogimiento que amor, y está para muchos occidentales más cerca del Motor
inmóvil de Aristóteles que de la divinidad trascendente y antropomórfica del Antiguo
Testamento. Mahoma se presenta como el último y definitivo de una serie de profetas
(Adán, Noé, Abraham, Jesús), restaurador de una religión antigua y pura, que se
habría degradado en el transcurso de los siglos”.[70]
La limitación que presenta el Islam es que Dios dejaría todo pendiente de una
revelación privada, se desvela únicamente a una persona –Mahoma-, y esa revelación
es dudosa incluso para él mismo: es su mujer la que le sugiere y convence que su
sueño es una revelación. En el Islam, por tanto, Dios se traduciría en un sueño,
exclusivamente en el trance extático de una única persona.
¿Cuál es el elemento objetivo, lo correspondiente a la capa de trapo prensado,
en el islamismo? Un sueño, nada más; no hay signos y hechos históricos, obras
objetivas para cualquiera, que lo acrediten. En este sentido decíamos que presenta
ciertas limitaciones para ser admitido razonablemente. En cualquier juicio humano se
exige la presencia de algún testigo o la presentación de pruebas: en el caso del Islam
no hay testigos ni pruebas; solo el sueño de Mahoma.
Por otro lado, el Corán también podría ser una traducción de Dios, pero
presenta la misma limitación: el Corán es desvelado en exclusiva a Mahoma, y no hay
nada objetivo –hechos, obras- que lo avalen. Además, el Corán es defectuoso, en el
sentido de que pretende coincidir con las Escrituras anteriores –el Antiguo y el Nuevo
Testamento judío y cristiano-, pero –como critican los judíos- “resulta evidente que
Mahoma conocía mal e insuficientemente el Antiguo Testamento, con el que el Corán
presenta contradicciones importantes como sustituir a Isaac por Ismael en lo relativo a
las promesas; el identificar a María, hermana de Moisés, con la madre de Jesús,
etc.”[71]
Podríamos decir que en la religión del Islam, Dios mueve ficha muy
deficientemente: creer en Dios es creer en un hombre, Mahoma, portador de todo, y
ningún testigo más. El salto que implicaría el acto de fe se hace tanto más difícil en
cuanto que la vida de este hombre, además, está sometida a ciertas incoherencias
que lo hacen, al menos, discutible: “la utilización de la guerra con fines religiosos; su
pasión por las mujeres, que le llevó a superar el máximo permitido a sus seguidores, a
desposarse con una niña de ocho-nueve años y a tomar como mujer a la esposa de
un familiar; su recurso político a la violencia casi ilimitada, como en el semiexterminio
de algunas de las tribus judías de Arabia o en las órdenes de dar muerte a algunos de
sus enemigos políticos o a los apostatas del Islam; y su tendencia al
engrandecimiento personal.”[72]

El hinduismo
El caso del hinduismo es bien distinto. En él no se da ningún movimiento de
ficha por parte de Dios. Esta antigua religión –inicia en torno al 1500 antes de Cristo-
es una síntesis de muchas otras religiones antiguas de la India, religiones naturales,
inventadas por hombres con la buena intención de ayudar a los pueblos a vivir bien y
con respeto y sumisión a la desconocida divinidad.
En su origen, pues, el hinduismo se limita a recoger diversas iniciativas que el
sentido religioso de aquellos pueblos antiguos había canalizado de distintas formas
tratando de establecer una relación con la divinidad.
No hay, por tanto, ninguna revelación por parte de Dios; solo hay búsqueda del
hombre. Se trata más bien de una religión fuertemente sincrética en la que confluyen
influencias diversas. Por otro lado, es por naturaleza politeísta y multiforme, con una
amplia variedad de dioses, en los que a veces se dan aspectos contrapuestos.

“Así, junto a los dioses Shiva, Vishnú y Brama son venerados centenares de
divinidades que para sus adeptos tienen una importancia esencial (...)

Así, Shiva es a la vez dios de los ascetas y divinidad fálica; o Vishnú es un dios
casi omnipresente y creador, y, al mismo tiempo, un ser que desciende en avataras no
pocas veces muy degradados. Junto con Brama, estos dioses constituyen la gran tríada
del hinduismo que sustituyó a los dioses védicos primeros como Indra, Agni y Soma, cuyo
culto pervivió pero de manera muchos menos relevante. Además de los citados, son
divinidades masculinas de cierta importancia el hombre león Narasimha; el Buda; Rama;
Kalki o Krishna, siendo identificados estos últimos con avataras de Vishnú. De entre las
diosas destacan Devi; Durga; Kali (estas dos últimas identificadas a veces con Devi);
Radha, la consorte de Krishna; Lakshmi, la esposa de Vishnú; Parvati, esposa de Shiva;
Ganga, la gran diosa del río (el Ganges); Sarasvati, etc. Entre las divinidades menores
destacan Hanuman (el dios mono); Skanda (el general de las fuerzas armadas de los
dioses), hijo de Shiva y de Parvati; o Ghanesa (el dios con cabeza de elefante).”[73]

Como corresponde a cualquier elaboración humana, ese sentido religioso va


modificando sus creencias con el tiempo, y se enriquece con el contacto con otras
culturas y con las nuevas sensibilidades actuales. En ocasiones, estas modificaciones
no se limitan a cuestiones accidentales. A partir del siglo XIX , “a diferencia del
hinduismo anterior, en estos colectivos existía un interés por adaptar a la India algunas
de las reformas sociales de origen occidental, suprimiendo, por ejemplo, el maltrato
social de los parias o el asesinato ritual de las viudas”. [74]
Originariamente, las religiones del hinduismo se expresan en los vedas, sabios
inspirados de la antigüedad de los que no se tiene ningún dato, que “habrían
escuchado en su interior y memorizado la palabra divina eterna, que viene a
identificarse con una sabiduría perenne, y la han comunicado por tradición oral. Solo
al cabo de siglos ha conseguido el Hinduismo vencer su innata resistencia a consignar
por escrito las enseñanzas sagradas, y ha producido los libros védicos.”[75]
En el hinduismo, por tanto, no hay un Dios que se desvele, y, en consecuencia,
no hay una clara traducción de éste, ni signos ni hechos[76]. Ni siquiera misterios,
entendidos estos como zonas de la realidad a las que se apunta pero inalcanzables:
todo está sumido en una oscura oscuridad.

Budismo
El caso del Budismo, desde la perspectiva que nos ocupa, tiene algo de las dos
religiones anteriores. En su origen tiene una cierta conexión con el hinduismo.
Buda es un príncipe nacido en el actual Nepal –cerca de la frontera India- hacia
el año 563 antes de Cristo. “Se casó muy joven y tuvo un hijo, Rahula, pero
insatisfecho con su vida lo abandonó al igual que a su esposa y comenzó a vivir como
un asceta, no tardando en reunir cinco discípulos. Cansado de esta forma de vida, la
abandono, lo que tuvo como consecuencia que perdiera a sus discípulos.
“Sobre los treinta y cinco años fue iluminado mientras estaba sentado bajo un
árbol bo en Buddha Gaya, en lo que hoy es el estado de Bihar. Según la leyenda,
durante una noche fue asaltado por los ejércitos demoníacos de Mara, señor de la
ilusión, que se retiraron al no poder quebrantar su concentración. Buda logró conocer
sus vidas anteriores, el ojo divino capaz de seguir la reencarnación de todos los seres
y las Cuatro Verdades Excelentes (toda existencia es sufrimiento, todo sufrimiento es
causa de la ignorancia y el deseo, se puede vencer el sufrimiento superando la
ignorancia y el deseo, y para lograrlo hay que seguir el Sendero de las Ocho Grandes
Verdades). Así iluminado, Buda se habría visto libre del ciclo de la reencarnación. No
tardó en reunir una comunidad monástica y poco después predicó su primer sermón
en las cercanías del parque Deer, una pieza esencial para comprender el
budismo.”[77]
La doctrina liberadora de Buda “se presenta como un sistema (ético) basado en
la razón y en la naturaleza humana, con amplias repercusiones morales y
psicológicas”[78].
En el Budismo, por tanto, Dios no se revela. “El Budismo no se basa en una
revelación, sino en el esfuerzo de introspección personal y en la sabiduría de Sidarta
Gautama (Buda), que consiguió la iluminación al comienzo de su carrera
religiosa.”[79] El origen de todo sería una iluminación personal a Buda. De Dios
apenas se sabría nada, por lo que algunos han dicho que es más una mística, un
proceso religioso, una forma de vivir que evitaría posteriores reencarnaciones... más
que una religión, en el sentido que ésta tiene de conocimiento y relación con Dios.

El caso del cristianismo


Para el Cristianismo, Dios mueve ficha miles de años antes de nuestra era.
Todo el Antiguo Testamento recoge la historia de un Dios que sale al encuentro del
hombre. Elige un pueblo -el pueblo judío-, interviene en su formación, hace alianzas
con él, le da una Ley, y le va desvelando la verdad progresivamente, a medida que va
estando preparado.

La historia de Israel muestra cómo Dios actuó en la historia humana haciendo


surgir el pueblo de Israel, y enseña la respuesta que el pueblo debía dar a Dios. Al mismo
tiempo muestra la historia del conocimiento progresivo del Dios por parte del hombre. La
Biblia enseña que Dios actúa en la historia humana eligiendo a un pueblo para ser
instrumento de salvación respecto a los demás. Esta ‘elección’, fundada en el amor
gratuito, constituye la clave para comprender el desarrollo de la historia que presenta.
Comienza con la elección de un hombre, Abraham, y alcanza a todo el pueblo de Israel
bajo la mediación de otro elegido, Moisés.

La elección va acompañada de la ‘promesa’. A Abraham y los patriarcas se les


promete la tierra de Canaán y una descendencia numerosa. Al pueblo, rescatado de
Egipto, se le vuelve a prometer la tierra, e incluso a toda la descendencia de Adán se le
promete la liberación y la victoria frente al mal (Génesis, 3, 15).

Elección y promesa se ratifican en la ‘alianza’. El centro lo constituye la Alianza de


Dios con su pueblo por mediación de Moisés. Pero en esa Alianza viene a culminar una
historia de alianzas que comienza con Adán en el paraíso, y continúa con Noé, Abraham
y los patriarcas hasta Moisés.

La Alianza lleva consigo la ‘Ley’, que viene a ser como el conjunto de


estipulaciones que el pueblo, por su parte, ha de cumplir para mantener su pacto con
Dios. La ley es un don: el pueblo la acepta libremente, y su cumplimiento representa el
deseo de conseguir el don de la promesa.

Sin embargo, toda esa historia con el pueblo judío no será más que la
preparación previa a su completo desvelarse, que se realizará en Jesús de Nazareth.
Todo lo que el Dios incognoscible -al que nadie ha visto jamás- quiere decir, lo dice
por su Hijo Jesucristo.
Si recordamos las cuatro limitaciones que el hombre impone a la iniciativa de
Dios, vemos que se cumplen: a) Dios se traduce en Cristo. b)La humanidad del Hijo
de Dios desvela a Dios, pero al mismo tiempo lo oculta. c) Hay signos y hechos, el
más fundamental es que, después de morir y ser sepultado, resucitó; había profecías
que anunciaban este hecho y muchos otros hechos de su vida, y todas ellas se
cumplieron; además, los milagros de los que muchos fueron testigos evidenciaban su
poder; habla mediante muchos otros signos que solo se entienden en su conjunto,
teniendo en cuenta toda la historia anterior del pueblo judío. d) Hay zonas de verdad
que quedan sumergidas en la oscuridad del misterio, aunque se entiende el sentido al
que apuntan.
Por parte del hombre, el acto de fe: a) El núcleo incognoscible lo ocupa el Dios
del que habla Cristo –un Dios que es presentado como Padre- y toda la verdad
revelada por él; b) el fundamento objetivo en el que descansa su acto de fe son toda la
historia del pueblo judío, la vida de Cristo, la congruencia de su mensaje, la vida de
aquellos que han vivido fiándose de lo dicho por Jesús, la plenitud que el hombre
alcanza a la luz del evangelio...; c) el elemento subjetivo es el acto libre de aceptación
de la persona y de la vida de Jesús de Nazaret como la manifestación de Dios a través
de su Hijo.
Por lo tanto, no es fácil explicar lo que es la fe cristiana sin conocer la Biblia, ya
que Dios se ha manifestado interviniendo en la historia de un pueblo; y en esa historia
ha realizado un gran conjunto de signos y ha revelado un gran número de verdades
que solo se entienden en su unidad a la luz de la clave de Cristo.
* * *
Personalmente pienso que todas las religiones y creencias son merecedoras,
en principio, de un profundo respeto; pero eso no significa que todas deban ser
colocadas en un plano de igualdad. El breve estudio que hemos hecho en este
capítulo, aunque parcial e incompleto, sirve para comprender que no se puede hablar
de las religiones en general, y el cristianismo como una más entre ellas. El
cristianismo es radicalmente distinta a las demás, y lo es, fundamentalmente, a causa
de la revelación. Es la única que afirma un Dios que se revela objetivamente, la única
en la que hay un fundamento objetivo en el que uno puede apoyarse para creer,
aquélla en la que el creer es sumamente razonable por presentar una serie de hechos
y signos objetivos que hacen creíble lo que debe afirmarse por la fe.
No quiere decir esto que sea evidente. No. Todos esos signos y hechos son
hechos históricos. Ahora bien, afirmar que esos hechos son manifestación de un Dios
incognoscible, eso es lo que corresponde al acto libre del hombre que llamamos creer.
Ese salto hay que darlo. Lo da el que quiere. Pero quien lo da, hace algo razonable.
Es valioso el testimonio de San Agustín, pensador inquieto que
interesadamente buscó la Verdad en muchas direcciones. Al relatar el proceso de su
búsqueda en sus ‘Confesiones’, escribe:

“Porque me parecía que en ella (en la fe cristiana) se explicaban las cosas con
más honradez y equilibrio en la aplicación del mandato de creer en lo que no se ha
demostrado, porque a veces no hay pruebas o porque si las hay no son accesibles a
todos. Empezó a parecerme más criticable la postura de los que no creen en los libros
sagrados, que la de los que creen en ellos. Decidí no prestar oídos a los que me decían:
‘¿Cómo te consta que esos libros han sido dados al hombre por el Espíritu de Dios?
Exactamente eso es lo que yo tenía que creer”.

CAPITULO 6

CRISTIANISMOS QUE NO DAN SENTIDO A LA VIDA

La experiencia dice que la fe no siempre da sentido a la vida del cristiano.


Pongamos un caso. Una familia cristiana que practica los sacramentos, lleva a sus
hijos a colegios de inspiración cristiana... y todo lo demás. Tienen un imprevisto en la
familia: su hijo, de ocho años, muere en un accidente fatal o víctima de una leucemia.
La familia, desconsolada, llora la separación. El dolor es grande, lógicamente. Pero lo
que extraña es que, a parte del dolor, hay desconsuelo.
Un viejo amigo me describía una situación de este tipo. Él no era creyente; la
familia que había perdido el hijo, sí. Y me decía:

-Cuánto comprendo a estos padres, pero ¿sabes qué? Que lloran como lloraría
yo. Su fe, ¿no es capaz de darles algún consuelo? Su Dios, ¿no les da ninguna razón? Si
confiasen en un Dios, si tuviesen esperanza en algo... pienso que su reacción no sería
tan desesperada, amarga, oscura y humana.

Este conocido no hablaba con ánimo cruel, ni mucho menos. Pero sí con cierto
desencanto, y pudiera no faltarle cierta razón. Me decía que esa familia había
intentado olvidar las cosas realizando colectas solidarias por los niños que vivían en
malas condiciones: el consuelo lo buscaban en una actitud solidaria, no en el Dios de
su religión.
Junto a casos como éste, también es frecuente encontrar otros en los que la fe
cristiana sí logra dar sentido a situaciones tremendas similares a ésta. ¿Por qué? Esto
es lo que nos proponemos en el presente capítulo: en Europa, hay ‘cristianismos’
–seudo cristianismos, podríamos decir- que no son capaces de dar sentido a la vida.
Amputan parte de su verdad.
A. EL DIOS QUE QUITA Y NO DA: EL MATERIALISMO RELIGIOSO Y EL
CRISTIANISMO BURGUéS
Lo explica de forma gráfica Guitton, en forma de conversación con distintos
interlocutores. Entresacamos algunos fragmentos:

“-El hombre es al mismo tiempo un animal religioso y un animal materialista. Es


naturalmente religioso y naturalmente materialista. Por lo que tiene tendencia a fabricar
materialismos religiosos y religiones materialistas.

-¿Este animal religioso se ve conducido, pues, a materializar su religión?

-Exactamente. Y a sacralizar sus materialismos. Curación de una enfermedad,


éxito de una empresa, éxito en los exámenes, etc. Sólo le pide a Dios y espera de Dios
beneficios materiales.

-A veces se da el caso.

-Mejor diga usted, Pascal, que el caso se da a menudo y hasta muy


frecuentemente. Poco a poco, el hombre limita su religión a esta práctica materialista e
interesada. Vea, en tiempo de guerra, las iglesias llenas de fieles que olvidan el camino
una vez la paz está de vuelta.

-Hay verdad en lo que usted dice, Guitton. ¿Pero no cree usted que habría que
matizar?

-Con cien años[80], Pascal, ya no tengo edad para matizar. Hay que aceptarme
con mis exageraciones y equilibrar unas con las otras.

-Años atrás recé por la curación de mi hermana. Era algo más que una necesidad
médica o psicológica. Dios es un Padre y le gusta dar. ¿Por qué quiere usted impedirnos
pedirle cosas?

-No impido nada. No es la práctica lo que critico, sino el abuso. (...) Richelieu tenía
migrañas. Rezaba a Dios para que le liberara del dolor. ¿Cree usted que rezaría por otra
cosa?

-Lo espero por su bien.

-Yo también, Pascal. Pero supongamos, como hipótesis, que sólo hubiera rezado
por eso. ¿Qué idea podría tener sobre Dios?

-Supongo que la de una aspirina celestial. ¿Qué tiene que ver esto con la
indiferencia religiosa?

-Invente la aspirina y Richelieu dejará de rezar.

-Ya veo. ¿Dejaría, por lo tanto, de ser un animal religioso?

-No, pero su Dios estaría ocioso; un Dios ocioso, Pascal, como los hay tantos en
tantas religiones, un Dios que se sabe que está allí, pero al que no se le deja sitio o papel
alguno en nuestra vida. Un Dios al que ya no se reza nada o casi nada. (...) Desde que ha
aumentado sus medios técnicos, el hombre pide a los técnicos muchas cosas que hasta
entonces le pedía a dios. De resultas, ya no se ocupa de Dios. Cree que ya no lo
necesita para su vida de todos los días.”[81]

Efectivamente. Una auténtica vida religiosa, y en concreto, una auténtica vida


cristiana, no es una depurada forma de egoísmo. No busca el interés material
solamente. Cristo explica que viviremos eternamente, y viene a ayudarnos a vivir esta
vida y a pasar el puente hacia la otra, que es en la que alcanzaremos la felicidad
definitiva y plena. El puente es él. Y los ‘bienes de arriba’ son los definitivamente
importantes, a los que debemos aspirar. Todo esto no significa que el tiempo y lo
terreno no le importen a Dios ni deban importar al cristiano. Pero sí significa que la
vida terrena es provisional, y que debe ser entera para Dios. La definitiva y eterna es la
otra vida. De esta forma, rezar significa amarle y dejarnos amar por él. Su voluntad es
siempre buena. Rezar es, ante todo, decirle: ‘Hágase tu voluntad’.
* * *
Hemos hablado hasta ahora solamente de la búsqueda del bienestar material.
Pero tampoco es el cristianismo el camino para alcanzar un bienestar psicológico:
tener la conciencia tranquila, hacerse bueno, lograr emociones o sensaciones
interiores extrañas –generalmente pasajeras y superficiales-, modos de satisfacer
curiosidades fantásticas. Tampoco es una forma de satisfacer el atractivo del morbo
por lo esotérico o por algo parecido a la magia.
Todo esto no es más que materialismo religioso también, aunque un
materialismo más psicológico. Pero, al fin y al cabo, materialismo.
Esta concepción instrumental y egoísta del cristianismo no da sentido a la vida,
aunque mientras exista sí pueda dar falsamente algunos consuelos. Pero como Dios
no es una ‘aspirina celestial’, ni un gran distribuidor de beneficios materiales, tarde o
temprano se ve que ‘el invento no funciona’, y que por lo tanto, el cristianismo no es
rentable.
¿Que ser cristiano... no les resulta rentable? Efectivamente. Como los criterios
de este materialismo cristiano son de rentabilidad, el balance es claro: Dios me quita
–vienen a la cabeza una retahíla de obligaciones y de prohibiciones- y no me da nada
–ninguna ventaja material en comparación con los no cristianos -que a veces tienen
una vida más cómoda y mejor avenida-; por lo tanto, Dios no compensa.
Sobre todo entre jóvenes, y de modo especial entre jóvenes con una aceptable
calidad de vida, es frecuente la pregunta : “¿Para qué sirve ser cristiano?” Y la
respuesta sincera, a alguien que exclusivamente busca satisfacer sus intereses
materialistas y egocéntricos, sólo puede ser una: “-Para nada”.
El fin de la vida del cristiano es la unión con Dios, en esta vida de forma
limitada, y en la otra de manera plena. No lo es, sin embargo, el bienestar material y
psicológico. No será posible encontrar el sentido de la vida cristiana al margen de su
verdadero fin.

B. EL DIOS DEGRADADO A DIVINIDAD PAGANA: EL PARAISO EN ESTA VIDA


El huracán Mich hizo estragos en El Salvador en 1999. Los datos de los
desastres materiales y humanos, acompañados de relatos e imágenes
sobrecogedoras, dieron la vuelta al mundo. La conmoción causada suscitó muchas
preguntas en hombres de fe. Y –porqué ignorarlo- este suceso puso un importante
interrogante a Dios en muchos cristianos también: si Dios es bueno, ¿cómo permite
estas cosas?
Pasado un año, cuando el pueblo salvadoreño estaba rehaciéndose de la
catástrofe, un terremoto actúa de nuevo en sus tierras. El Dios bueno y Padre de
todos, que ya estaba sentado en el banquillo de los acusados, para muchos perdió la
credibilidad: si Dios existe, ¿cómo no evita que tantas personas sufran de una manera
tan cruel?
No todas las preguntas tienen contestación fácil y directa. Pero, además, si las
preguntas están planteadas sobre presupuestos erróneos, la respuesta es imposible.
¿Presupuestos erróneos? Sí, erróneos desde la perspectiva cristiana.
Esa concepción de Dios confunde a Dios con una Administración Pública
Celestial: el hombre se dirige a Él exigiéndole que vele para que en este mundo todo
vaya bien, y para que defienda el bienestar de los ciudadanos. Éste modo de entender
las cosas tiene una extraña mezcla de cristianismo y paganismo.
El hombre pagano antiguo, ante la incapacidad de superar su limitación y
precariedad, se remite a una divinidad con la pretensión de que le supla. El hombre
pagano considera que la creación es mala, y por eso suceden esos acontecimientos
fatales. No le preocupa tanto el sentido de esos desastres, como el de alcanzar la
protección: que esos sucesos perversos no le afecten a él. La cosecha, la victoria en
la guerra, y acontecimientos por el estilo son encomendados a las divinidades para
que la suerte esté con ellos. Esta motivación es la que le mueve a dirigirse a los
dioses.
En esta perspectiva, se acepta que el hombre es una criatura mortal, mientras
que dios es inmortal. Pero las divinidades paganas son criaturas también. Lo que
diferencia a los dioses es que son inmortales; la inmortalidad les hace superiores a los
hombres, y por eso los hombres buscan el favor de los dioses.
¿Qué ocurre? Que según la visión pagana, el mundo es un mundo cerrado. No
hay nada fuera de él. Y la vida... es esta vida: no hay más. Si las cosas son así,
cuando ocurre una catástrofe, es lógico encararse con los dioses y reaccionar:
abandonarlos y buscar otros, o sacrificar más cosas por ellos con el fin de tenerles
contentos para evitar ser víctimas en el futuro de nuevas calamidades, de nuevas
desgracias.
Aunque resulte difícil de creer, algo similar sucede también en nuestros días.
En occidente es frecuente encontrar cristianos cuya visión del mundo y de Dios se
diferencia bien poco, al menos en la práctica, de las divinidades paganas. Dicen
confesar al Dios de Jesucristo, pero viven y actúan como si el mundo fuese un mundo
cerrado, en el que no habría más vida que ésta. Olvidan que hay una vida eterna... y
acaban atribuyendo a Dios –mejor, a un pseudodios que han modelado a su medida-
los males de esta vida. Y así no es raro escuchar, por ejemplo, de la boca de niños y
adolescentes cristianos:

“Estoy enfadado con Dios”

Los motivos son de lo más variados: “porque se me ha muerto el perro”, “porque


mis amigas no me hacen caso”, “porque se me ha roto el brazo y no puedo jugar a
baloncesto”... Estas reacciones, ¿no serán consecuencia del concepto de Dios tan
pobre –pagano- que se les ha transmitido?
Un cristianismo que afirma la existencia de la vida eterna en un credo recitado
de carrerilla, pero que, de hecho, se olvida de ella, que no la valora, que no afecta al
modo de instalarse en la existencia... en el fondo piensa que la vida verdadera es
ésta. Por lo tanto, que Dios está para esta vida: si ocurren cosas ‘malas’ en esta vida...
es que Dios está fallando; y como teóricamente Dios no puede fallar, concluye que
Dios no está. Consecuencia: enfadarse con él y abandonarlo buscando otra cosa, o
interpretar que es un castigo –‘es un castigo de Dios’, se oye a veces- y procurar
sacrificarle cosas buscando su favor. La misma reacción, exactamente la misma, que
la del pagano con su dios.
Pero este modo de entender a Dios no es fiel a lo explicado por Cristo. El
cristianismo, a diferencia del paganismo, afirma la bondad de la existencia y del
mundo. Y afirma la bondad de un Dios Padre de todos. Pero afirma también que ese
Dios es trascendente, y que el hombre –si quiere- vivirá con él fuera del tiempo una
vida verdadera, plena y eterna. Todo lo que ocurre durante nuestra vida mortal, aunque
no lo entendamos, ocurre en función y al servicio de esa vida eterna.
Todo esto lleva consigo una diferencia con respecto a la actitud del pagano.
Mientras que la oración de éste la ocupaban las cosechas y las guerras, la oración
cristiana tiene oraciones de alabanza, pide que venga su espíritu, pide la salud del
cuerpo y del alma, y reconoce que esta vida es un ‘valle de lágrimas’. Y, a pesar de las
apariencias, que en ocasiones nos pueden abrumar, reza:

“El Señor es mi pastor, nada me puede faltar. Por verdes praderas me conduce”
(Salmo 22).

Entiende que Dios no evita males, pero sí que acompaña para que esos males
sean buenos para el espíritu[82]. Acompaña -¡que no es poco!-; a no ser que no se le
conozca, o que se sea pagano de corazón y solo se espere el paraíso en la tierra:
entonces... que me acompañe sí que es poca cosa.

C. UN DIOS VACIADO DE MISTERIOS: UNA RELIGIóN NATURAL

“Cuando sobrevolamos la historia del pensamiento de los últimos siglos, podemos


comprobar lo siguiente, por lo que toca al concepto de Dios: se halla en marcha un
incesante esfuerzo por hacer del mundo la realidad determinante, la única realidad.
Quiere mostrarse que lo único que hay es el mundo. Todo lo que pueda existir es un
elemento del mundo, un estrato de él, una relación con él. En consecuencia, se intenta,
asimismo, hacer de Dios un elemento de este mundo; bien sea de carácter psicológico,
como algo que procede de las necesidades internas del hombre; bien sea de carácter
metafísico, como fundamento originario, origen o fin último de este mismo mundo; todo lo
cual no puede ser separado de él (...)”.[83]

‘Sapere aude’, ‘atrévete a saber’. Es innegable que la cultura occidental ha


hecho vida esta máxima, y no nos resulta fácil aceptar cosas ‘porque sí’. La agotadora
etapa del niño que pregunta el porqué de todo, se ha extendido a toda la vida del
hombre. Es innegable también que este estímulo a la razón ha sido muy beneficioso
para el hombre, pero es preciso conocer los límites de la razón.

Eliminar lo dificil
Los cristianos, en su vida como creyentes, están inmersos en esta cultura.
Parece que todo debe ser entendido; lo contrario se interpreta como un
comportamiento indigno del hombre. A todo se le exige que se muestre como lógico a
primera vista, o por lo menos, que quede claro con una breve explicación de dos
minutos:
¿Por qué existe el mal? ¿por qué no la clonación?, ¿por qué no manifestar el
amor con la sincera espontaneidad de mi cuerpo?, ¿por qué no van a ser igualmente
salvíficas todas las religiones?, ¿por qué Dios permite que haya hambre en el
mundo?, ¿por qué no quitarse la vida cuando ya solo se espera sufrimiento?
Los cristianos no quedan libres de la fuerza con que la cultura actual hace del
mundo la realidad determinante y la única realidad, ni quedan libres de esa tendencia
a dar respuesta a todo desde el mundo, desde la ciencia y la lógica humana. En
consecuencia, ante la oscuridad o complejidad de muchas respuestas a tantas
cuestiones, no es difícil que el cristiano acabe inmerso en una situación interior llena
de resignación y sospecha: ‘qué difícil que las cosas sean así: un mundo recreado al
final de los tiempos; qué difícil o raro, extraño o fantasioso, un Dios que sea uno y tres
al mismo tiempo...’ y mil asuntos más.
La tentación es clara: aceptar el cristianismo, pero vaciándolo de los misterios;
o, al menos, de algunos misterios.
Pretender un cristianismo que no llame la atención en sus afirmaciones, con el
fin de no pedir creer cosas demasiado difíciles para un hombre culto del siglo XXI,
termina por eliminar demasiadas cosas: Dios creador -con los pasajes de la creación
del mundo en siete días, y de Adán y Eva- se deja de lado por temer los problemas
que pueden surgir entre la fe y las ciencias naturales –y más en concreto, con las tesis
evolucionistas-; la Iglesia se limita a su carácter de sociedad; el matrimonio es poco
más que una ‘boda’; el sacramento de la penitencia pasa a ser una descarga
psicológica de la conciencia; se tiende a evitar que las normas morales sean muy
concretas, pues aceptar cada una de ellas supone aceptar verdades misteriosas como
que el cuerpo es templo del Espíritu, que la base de la dignidad humana es ser hijo de
Dios, etc.

Fiarse de la cuerda
Un cristianismo así, o mejor, un pseudocristianismo de estas características,
tampoco da respuesta al sentido de la vida.
Recuerdo un universitario, creyente aunque con una fe abandonada, a quien se
le moría su madre. No podía entender cómo le ocurría aquello. La verdad es que la
situación era muy dura, y se presentaba como incomprensible. Sentía un fuerte
rechazo y enfado con Dios: no quería ni siquiera oír hablar de él. Pero al mismo
tiempo me decía:
-Ya lo sé: es cuestión de humildad, de que acepte que es un misterio, de que me
someta y diga ‘hágase tu voluntad, que siempre es buena’. Pero no quiero, no puedo.
Someterme así... no.

Es verdad que los misterios, si nos ‘pillan’ lejos, no ofrecen mucho


inconveniente para ser aceptados. Pero cuando nos tocan de cerca, cuando nos
afectan a la vida de forma dura y determinante, no resultan tan fáciles de aceptar.
C. S. Lewis, cuando muere su mujer, lo experimenta. Lo expone con esta
acertada imagen:

“Nunca sabe uno hasta qué punto cree en algo, mientras su verdad o su falsedad
no se convierten en un asunto de vida o muerte. Es muy fácil decir que confías en la
solidez y fuerza de una cuerda cuando la estás usando simplemente para atar una caja.
Pero imagínate que te ves obligado a agarrarte a esa cuerda suspendido sobre un
precipicio. Lo primero que descubrirás es que confiabas demasiado en ella. Pues con la
gente pasa igual. Durante muchos años yo habría jurado que tenía una confianza
absoluta en B. R. (un amigo). Pero llegó un día en que tuve que plantearme si confiaba o
no un secreto realmente importante. Eso arrojó una luz totalmente nueva sobre lo que yo
llamaba "fiarme de él". Me di cuenta de que no existía tal confianza. Solamente un riesgo
real atestigua la realidad de una creencia. Seguramente la fe -creo que será fe- que me
permite rezar por los otros muertos me ha parecido fuerte sólo porque no me ha
importado en realidad, o al menos no de una forma desesperada, que existieran o no.
Aunque creyera que me importaba.”[84]

Sin embargo, ahora que la que había muerto era su mujer, rezar por los muertos no lo
hacía tan fácilmente.
Los momentos de la vida en los que uno se encara personalmente con el
misterio, son momentos de crisis: de crecimiento en la fe, de descubrir realmente lo
que significan las verdades afirmadas; o, por el contrario, momentos en los que, no
dispuestos a confiar en ‘esa cuerda’, uno prefiere vivir en su oscuridad y prescindir de
la fe.
Aunque resulte chocante, aceptar el misterio puede ser, en algunos casos,
cuestión de humildad, en el siguiente sentido: quien ha cultivado una actitud
propiamente religiosa, de aceptación de un ser realmente superior -no a nuestra
medida-, quien ha alcanzado la persuasión de esta desproporción enorme entre él y
Dios, se entregará más pacíficamente a vivir en el misterio que en un momento
determinado toque a su puerta.

Los misterios son ventanas al infinito


Empezábamos haciendo referencia a la fuerza racionalista de la cultura
occidental. La tentación, en este sentido, es la de un pseudocristianismo que, en un
intento de hacerse más creíble, se vacíe de misterios, que prescinda de ellos. De
nuevo es Guitton quien lo expresa magistralmente:

“-¿No se ha dado usted cuenta, Bergson, cómo el cristianismo, una vez quitado lo
sobrenatural real, se vuelve anodino? ¿Qué queda? Un moralismo respetable y bastante
constriñente; un humanitarismo que parece que busca excusar a Dios de no haber
suprimido las miserias humanas; un solidarismo simpático; una esperanza vaga en la
mejora de los asuntos del siglo. Todo esto no es sólido, todo esto no es profundo. ¿Hay
que desplazar a Dios en persona para enseñar esas banalidades virtuosas? Quite lo
sobrenatural, el cristianismo es vacuidad.

-Estoy de acuerdo con usted, Guitton. Cuando el clero se vuelve racionalista,


vacía las iglesias y enriquece las sectas.

-Si uno ya no tiene fe, hay que despedirse de una creencia difunta. Si Cristo no
resucitó, dejemos de lloriquear en las sacristías rebajando el misterio.”[85]

Comportarse así sería un error. Un Dios sin misterios no puede ser Dios.
Necesariamente deberá presentar realidades –referentes al mundo, al hombre y a Él
mismo- que nos sobrepasen. El cristianismo está lleno de misterios: desde el origen
del hombre que le da su dignidad, hasta la resurrección de Jesús y la nuestra con él,
pasando por tantos otros. El cristiano vive tranquilo con los misterios, vive a gusto con
ellos.
Y la razón última radica en el misterio mismo de Dios; Chesterton, en su obra
‘Ortodoxia’ lo expresa con una imagen llena de poesía:

“La única de todas las cosas creadas que no podemos mirar libremente –se
refiere al sol- es al mismo tiempo aquella a cuya luz vemos todas las demás. Como el sol
al mediodía, así el misterio de Dios ilumina todas las demás cosas con la claridad de su
propia y triunfal invisibilidad. En cambio, el entendimiento que se apoya en sí mismo es
comparable a la luz de la luna. Es una claridad sin calor, una luz secundaria, reflejo de un
mundo muerto”.

Los misterios se expresan en dogmas, y, por eso, el hombre no puede mirar


cara a cara al dogma, no puede penetrarlo con su razón. Sin embargo, sí lo afirma; es
más, no solo lo afirma, sino que lo toma como punto de partida para entender al
mundo y entenderse a sí mismo. Continuando con la imagen de Chesterton, el sol del
dogma lo tiene a sus espaldas, y su luz ilumina las cosas que el hombre contempla: el
hombre se mueve acertadamente entre las cosas y en la vida gracias a cómo se las
muestra cuando son iluminadas por la luz del misterio.
Los dogmas –como acertadamente se ha dicho- no son, pues, murallas que
nos impiden ver, sino, muy al contrario, ventanas abiertas al infinito. “Se es creyente
–escribe Guardini- desde el momento en que se reconoce la revelación y se intenta
obedecer su palabra; por el contrario yo entiendo que se tiene conciencia cristiana
cuando el hecho de la revelación se convierte en el punto de partida y su orden
espiritual en el orden del pensamiento (...) Nunca he visto el dogma como una
limitación, sino como un sistema de coordenadas de mi conciencia”[86].
Por eso, ante el misterio, ante lo que no se capta con la razón, la actitud
correcta del corazón cristiano será aquella que pasa del

“’Yo no creo ésto... ¡Demuéstramelo!’ a decir: ‘Señor, no entiendo esto.


Enséñame.’”[87]

D. CRISTIANISMO A LA CARTA: LA FE COMO TINTE


Si el hombre moderno siente la tentación de rechazar el misterio en lo que
afecta a su cabeza –el modo de entender las cosas-, con más fuerza puede sentir la
tentación de rechazar lo que afecta a su vida –el modo de vivir-. Lo mismo que antes:
sobre todo cuando le afectan a su comportamiento.
Aquí se presenta de nuevo la sombra de las divinidades paganas. Aquellos
dioses dejaban al hombre en paz, no se metían en su vida. Habita hoy día en
occidente un pseudocristianismo que también entiende –quiere entender- así a su
pseudodios cristiano.

“¿Qué le importará a Dios que yo haga esto o lo otro? ¿Qué más le dará que me
comporte así, si no le hago mal a nadie?”

A estas preguntas les sigue una selección de directrices de comportamiento,


una moral cristiana a la carta, a gusto del consumidor. De este modo se propone una
moral laica, de hacer el bien y evitar el mal, decidiendo mi propia conciencia en
solitario qué será bueno y qué será malo.
Lo que se admite no estará iluminado por lo que Jesús ha enseñado acerca de
lo que es el hombre, el amor, el fin de la vida y demás enseñanzas, sino sencillamente
por lo que la cultura propone después de pasarlo por un bienintencionado y superficial
‘filtro de color cristiano’.
Lo que no se alcanza a entender es que al Dios cristiano no le soy indiferente, y
que él quiere -¡tiene mucho interés!- en que yo sea bueno, en que sea como él -que es
bueno-.
Messori -intelectual italiano, hijo de marxista activo, converso al cristianismo-,
declaraba en una entrevista:

“En la década de los ochenta se ha producido el redescubrimiento de lo ‘religioso’.


Pero este redescubrimiento, muchas veces ignora, ‘pasa’ de las iglesias oficiales, del
cristianismo. Y se ha convertido en una especie de religiosidad self service. Uno va al
supermercado de lo religioso, con su carrito, y de los estantes escoge lo que le gusta, un
cóctel de espiritualismo, gnosticismo, new age, religiosidades orientales, de yoga,
budismo, zen”.

Algo parecido ocurre en algunos cristianos occidentales. Un pseudocristianismo


que tampoco logrará dar realmente un sentido pleno a la vida.
Podríamos marcar como seis pasos en este proceso[88]:
1) la cultura en la que el cristiano vive ignora, ridiculiza o está en contra de lo
que afirma la fe o la Iglesia;
2) el cristiano acepta las verdades de la fe solo parcialmente, solo aquellas que
parecen más creíbles o menos chocantes con el sentido común forjado por su cultura;
3) se ve que cada esfera del mundo funciona según sus propias leyes
autónomas: la economía con las leyes económicas, la sociología con las sociológicas,
la biología con las biológicas, la política con las leyes políticas, la medicina con las
científicas, etc; las leyes de cada esfera de la vida son autónomas;
4) el único estilo de vida que parece normal es el que se rige por las leyes
autónomas de la actividad que desarrolle en cada momento;
5) la religión pasa a ser otra esfera de la vida con sus propias leyes autónomas,
y se circunscribe a lo estrictamente religioso, perdiendo su referencia a la vida
concreta; se desgaja de la vida profesional y social;
6) en consecuencia, el contenido de la religión se reduce, para muchos, a dar
un tinte religioso a algunos momentos de la vida, como el nacimiento, la primera
comunión, el matrimonio y la muerte.

CAPÍTULO 7
VIDA CON SENTIDO Y VIDA CONSENTIDA

Conocer la trascendencia no significa, simplemente, algo psicológico, ni se


limita a ser una manera de pensar. Creer es, fundamentalmente, estar referido a un
Ser, reconocer la existencia de un vínculo real y decisivo con respecto a Alguien. Y es
esta vinculación la que dará respuesta plena a la cuestión del sentido. Podríamos
tratar muchos aspectos de cómo queda configurada la vida tras el acto de fe. Nos
fijaremos solamente en cuatro claves que iluminan más directamente la cuestión del
vivir la vida con sentido una vez aceptada la escalera cristiana como acceso al ser
divino.

A. VIVIR RESPONDIENDO
Cuando cojo el teléfono es porque quiero llamar o porque alguien llama; porque
tomo yo la iniciativa o porque algo –alguien- me interpela. Como ya vimos en el primer
capítulo, la vida se parece a una llamada que recibimos y que pide respuesta. No soy
yo quien llama –no he tomado yo la decisión de existir-, sino que es mi propia
existencia la que me interpela. El primer movimiento es de otro; o mejor -a estas
alturas del libro-, es de Otro, de Alguien acerca del cual algo sé, aunque no le haya
visto.
Es verdad básica, primera y fundamental –en su sentido propio de ‘fundamento’
sobre el que se asentará todo lo que venga después- lo afirmado por San Juan: “Él
nos amó primero”. Ya vimos que a la hora de salir al encuentro el hombre y Dios, a
éste le tocaba por necesidad ser el primero en mover ficha. El primer movimiento es el
desvelarse de Dios. Pero ahora añadimos que también en la vida de cada uno el
primer movimiento corresponde a Dios: el primero en mover ficha en mi propia vida es
Dios, que me pone en la existencia, me crea. Esto quiere decir que en mi vida, lo
primero que yo realice –aceptarla- es un segundo movimiento. El primer movimiento
mío, pero el segundo movimiento en mi vida: primero me crea Dios, después acepto
yo la existencia. Yo no llevo la iniciativa. Lo mío es responder a una decisión no mía:
acepto o rechazo la vida que se me ha decidido.
Ratzinger cuenta que

“durante una breve conversación con un taxista, éste me hizo la observación de


que cada vez era más la gente joven que le decía: nadie me ha preguntado si yo quería
haber nacido. Y me contaba también un profesor que al tratar de hacerle ver a un niño el
agradecimiento que les debía a sus padres, diciéndole: “¡tienes que agradecerles que
vives!”, éste le había contestado: “por eso no les estoy nada agradecido”. No veía ningún
premio en la existencia humana. Y de hecho -continuaba así sus reflexiones- si solamente
es la ciega casualidad la que nos ha arrojado en el mar de la nada, entonces existen
motivos más que suficientes para considerarlo una desgracia. Sólo si sabemos que
existe alguien que no nos ha arrojado a un destino ciego, y sólo si sabemos que no
somos casualidad sino que procedemos de la libertad y del amor, sólo entonces podemos
nosotros, los no necesarios, estar agradecidos por esta libertad y saber, agradeciéndolo,
que no es sino un don el ser hombre”.
La vida es respuesta en su primer movimiento consciente y libre, y a partir de
ese momento ya queda estructurada así: como respuesta. Agradecimiento y
resignación son los dos tipos de respuesta básicos que se le ofrecen al hombre. Pero
además, la cuestión no se acaba aquí, limitada a la aceptación o rechazo de la vida
globalmente considerada. Cada hombre llega al mundo como a una película ya
empezada: la película se desarrolla en un lugar y en un tiempo determinado, ya tiene
su argumento, y cada uno está invitado a desempeñar un papel. Quien llegue a una
película de vaqueros queriendo ir de Blancanieves, difícilmente encontrará su sitio. Por
eso, la aceptación de mi existencia no es aceptar algo genérico, vago y sin contenido,
sino que es la aceptación de ésta existencia, en medio de este argumento e invitado a
desempeñar este papel determinado. Lo primero, por tanto, será aceptar mirando
dónde estoy.
Si no hubiese una lógica que rigiese el acontecer del mundo, y este no fuese
más que el resultado del azar, el grito que debería regir la vida humana sería el de
‘sálvese quien pueda... ¡y suerte!’. Pero si Dios es el Creador bueno, y el mundo es
efecto de su poder y su saber, el mundo y cada una de nuestras vidas tendrá un
sentido; es más, un sentido para el bien –el bien suyo y el nuestro son el mismo,
coinciden-. Esto quiere decir tanto como que el mundo no es neutro; no puede ser
neutro. Cada una de las circunstancias del mundo no es indiferente; por el contrario,
es permitida, intencionada, está cargada de sentido.
El Dios que se nos revela en Cristo, por tanto, es un Dios que influye en la
existencia del hombre. Y tiene sus implicaciones.

La vida como relación yo-tú con Dios


El hombre existe en una relación yo-tú con Dios. Esto ocurre de forma radical:
con independencia de que el hombre responda o no, acepte esa relación o la ignore,
el hombre vive relacionado con Aquel que le ha hecho ser. La existencia del hombre
está constituida así, está configurada como una existencia puesta por Dios, deseada
por Dios, una existencia en la que el hombre se encuentra capacitado para dirigirse a
Él y ser oído por Él, capacitado para responderle y ser respondido.
Pedro Salinas, en una de sus primeras cartas escritas desde Madrid a su novia
Margarita, le dice:
“Haré versos, sí, porque nuestra vida será bella, pero ‘Les plus beaux vers sont
ceux qu’on n’écrira jamais’. Los más hermosos versos míos no se escribirán nunca: los
sabrás tú, tú sola, los sabrán nuestra casa, los paisajes que miremos, los lugares por
donde crucemos. Estarán en todos nuestros momentos, llenarán nuestra vida, pero no se
podrán escribir. Porque son demasiado inefables, porque las palabras no pueden
expresarlos. Así seré yo y serás tú poeta. Margarita, recuerda las palabras de Platón,
aquel hombre que tanto sabía y que, sin embargo, llegado el momento de condensar sus
conocimientos dijo: ‘Yo sólo sé una exigua disciplina de amor’. Contentémonos con esta
disciplina de amor que es la más alta sabiduría.”[89]

Sería correcto aplicar estas mismas palabras al Dios que se revela en Jesús de
Nazareth, Dios amoroso y padre de cada criatura. Los mejores versos de Dios no se
escribirán nunca. Estos son su actuar ordinario, el cuidado cotidiano de sus criaturas.
Podríamos decir que cada circunstancia es amor cosificado de Dios hacia cada
hombre, son amor hecho circunstancias, son amor vestido de casualidad, son amor
hecho vida.
García Morente, filósofo no creyente, se convirtió al darse cuenta de esta
realidad: “Mi vida, los hechos de mi vida, se habían realizado sin mí, sin mi
intervención (se refiere al trabajo que tenía, las amenazas que recibió, que le obligaron
a emigrar dejando a su familia...). Yo los había presenciado pero en ningún momento
provocado. Me pregunto, entonces: ¿Quién, pues, o qué era la causa de esa vida, que
siendo mía, no era mía? Lo curioso era que todos esos acontecimientos pertenecían a
mi vida pero no habían sido provocados por mí; es decir, no eran míos. Entonces, por
un lado, mi vida me pertenece, pero, por otro lado, no me pertenece, no es mía,
puesto que su contendido viene en cada caso producido y causado por algo ajeno a
mi voluntad”. Solo encontraba una solución para entender la vida: algo o alguien
distinto de mí hace mi vida y me la entrega.
Todo lo que forma parte de la vida del hombre -su propia vida, los demás
hombres, las cosas y lo que ocurre, el mundo-, todo es puesto por Alguien. Dios, por
lo tanto, no es ajeno a mi existencia, sino que entra en relación conmigo a través de
cada circunstancia que conforma mi existencia. Nada es neutro, anónimo, sin firma.
No se encuentra el hombre con un ‘Algo’ impersonal, con la mala suerte ni con el
destino.
Así, Dios sale al encuentro del hombre en cada una de las circunstancias. Su
iniciativa es bienintencionada y bienrealizada. Al hombre le corresponde responder..
Ver a Dios en cada situación, las carga de sentido.
La respuesta depende de la libertad de cada uno. ¿Cómo saber la respuesta
que Dios espera? Es muy sencillo: la respuesta más adecuada, siempre, es hacer el
bien.
El personaje de Tolstoy, tras encontrar la fe, encuentra dentro de sí mismo un
gran cambio:

“Pero es lo cierto que mi vida íntima posee hoy una libertad de movimientos que no
tenía antes. Ahora ya no será un juguete del azar; cada minuto de mi existencia tendrá
desde este momento un profundo sentido que podré imprimir a todos mis actos: el sentido
del bien”[90].

Una importante partida de ajedrez


Una relación yo-tú con Dios que, a veces, puede tomar un cariz de batalla que
expresamos con este cuento:

“Extraña partida de ajedrez es esta que dura toda la vida. Comienzo dotado de
una generosa escuadra de peones y alfiles, capacitado de una saltarina caballería de tres
en tres, y custodiado a ambos flancos por poderosos torreones que, con sus lineales
movimientos, abortan cualquier intento de incursión ajena en lo que son mis derechos y
mis feudos.

Pienso tranquilo en mis dotes. Confío en sus posibilidades. Las defiendo. Las
potencio. Son mi seguridad.

Enfrente, un rey con afán expansionista, que maneja sus hilos y mueve sus piezas
con el tozudo interés de conquistarme, de obligar a caer a ese reyezuelo que llevo en mis
adentros.

Sus movimientos de piezas -¡cada día danzan y danzan a mis alrededores!- son
amenazas que me obligan a estar en vela.

No entiendo esta partida. De manera inconsciente, movido por el amor natural y


obligado a mí mismo, empleo mis energías todas en salir adelante.

Una voz misteriosa grita alguien en mis ultratumba: “¿Qué buscas con todo esto?
¿qué buscas en la vida cuando pretendes imponerte o sacar tus planes adelante? ¿qué
estás tratando de conseguir con tus esfuerzos? ¿por que lo pasas mal con lo que lo
pasas mal?”

Un día le presto atención, y reconozco que llevaba tiempo gritando. Más atención.
Distingo mejor las palabras. Escuchaba mal. La voz dice ‘¿a quién buscas?’

Quiero saber si dice más. Esa voz intrusa solo habla a veces, cuando no oye
ruidos. Busco el silencio. Quiero dejarle hablar. Nos familiarizamos.

Sí. El intruso habla. Pero habla como a golpes de luz. No usa palabras. Sus
palabras son intuiciones. Son discursos instantáneos, descargas contundentes. Su
sintaxis... Sus leyes...

Si lo traduzco, su mensaje viene a decirme: ‘Madurar, madurar, madurar. El rey


que tienes enfrente juega contigo. Quiere liberarte, quiere acabar con lo tuyo para que
vivas tú. Déjale ganar, y ganarás tú. Deja que te conquiste todo, y contarás con todo lo
que tiene el Rey de las Conquistas.

No quiere que caigas tú. Quiere que te rindas, para que tu reines con él. La vida
es así: gana quien consigue que gane Él.

Aciertas: hay una mente que dirige los movimientos, pero no frente a ti, sino
contigo’.[91]

La vida es tan seria como sencilla


Aceptada la revelación cristiana, resulta que no es que la existencia tenga un
sentido, sino que lo tienen cada uno de los minutos que la componen. En
consecuencia, cada minuto que gasta el hombre en libertad está cargado de igual
trascendencia: cada decisión libre hace referencia a Dios. A este propósito, ironiza
Guitton:

“Estoy muy enfadado con la conducta de Dios. No le pedía yo tanto. Hace


demasiado. No se queda en su sitio. No juega su papel”[92].

Dios se impone en cada momento. Esta realidad confiere a la vida dos


características: sencillez y seriedad.
La vida es sencilla: todo ocurre sencillamente, como porque sí. Los hechos
vienen vestidos por los ropajes de la casualidad y de la necesidad.
Al mismo tiempo es seria: resulta que lo que en cada momento me encuentro,
eso mismo es amor de Dios, la Palabra, lo de Dios, que tiene escrito mi nombre.
Así fue condenado el hijo de Dios, sencillamente. Nadie quería. No es fácil
encontrar un responsable de la muerte del Hijo de Dios. Solo encontramos gente
huyendo de la verdad, ambición de poder, juegos políticos, miedos, dudas...
Sencillamente. Pero detrás de todo esto tan común, tan ordinario, tan sencillo como la
huída de la verdad, la ambición, la decisión política, el miedo o la duda... se está
respondiendo a Dios, actuando con respecto a Él.
La vida es tan seria como sencilla.

B. DOS VIDAS EN PARALELO

Una misma fiesta es vivida por dos personas de forma muy diversa. La
preparación y el desarrollo de la fiesta es más o menos el mismo para muchos
invitados: distinto, pero básicamente el mismo. Los hechos que la preceden serán
similares: se recibió la invitación, se decidió ir, se preparó una forma de vestir, se
compró un regalo... En la fiesta se habrá saludado al resto de invitados, se habrá
charlado con unos y con otros, se habrá bailado, comido, etc. Ahora bien, a esos
hechos de la vida exterior les han acompañado toda una serie de hechos, más ricos y
numerosos, en el interior de cada persona. Así, la adhesión personal al motivo de la
fiesta, las pretensiones que llevan a elegir esa determinada forma de vestir, lo
buscado a nivel personal con el tipo y valor del objeto que se regala, los encuentros
que intencionadamente se provocan con determinadas personas, la intención con la
que se dice o se calla tal cosa..., es solo un pequeñísimo botón de muestra de la
enorme vida interior, realmente distinta, que puede acompañar al mismo hecho
externo de asistir a una misma fiesta.
Cada persona vive cada acontecimiento de su vida doblemente, en su exterior y
en su interior al mismo tiempo. Esta vida doble se da en toda actividad humana. Un
mismo hecho externo se vive interiormente de muy diversas maneras. Es gráfico el
análisis que lleva a cabo uno de los dos protagonistas de ‘Retorno a Brideshead’,
refiriéndose al distinto modo de emborracharse, uno por amor a la vida, el otro como
huída:

“Fue durante ese trimestre cuando empecé a darme cuenta de que Sebastián era
un borracho totalmente distinto a mí. Yo me embriagaba a menudo, pero por exceso de
alegría, para vivir el instante más intensamente, para prolongarlo y enaltecerlo; Sebastián
bebía para evadirse. Al hacernos mayores y más formales, yo bebía cada vez menos y él
cada vez más.”[93]

A cada hecho externo le acompaña una actividad interior. Llevamos dos vidas
en paralelo. Lo que vamos viviendo por fuera, lo vamos viviendo por dentro. Los
mismos hechos, pero en planos distintos. Vida externa y vida interior: dos vidas en
paralelo.
Todos tenemos, por tanto, vida interior, y es en ella donde el hombre encuentra
el sentido de su actuar. Pues bien, ¿qué diferencia a la persona que acepta por la fe al
Dios cristiano? Su paralela vida interior está poblada por ese Dios en el que se cree y
que no es ajeno al acontecer.
Sería contradictoria una vida cristiana que viviese su vida para adentro en una
intimidad solo habitada por uno mismo, en una intimidad solitaria, vacía de Dios, de
manera que solo le diese entrada en unos momentos determinados, aquellos
dedicados en exclusividad a Él: ‘Con Dios en la iglesia..., y en la vida yo solo’.
Cuando se habla de tener vida interior cristiana, con frecuencia se concibe ésta
como un islote, como un algo aparte. Por ese camino resultará difícil encontrar el
sentido a la vida. La vida interior es la vida interior de todo ser humano. Lo que
diferenciará al cristiano es que en su vida interior está presente Dios: se le tiene en
cuenta –se cuenta con él-, se busca su estilo como inspiración, se le deja influir en las
elecciones, se contrastan con él los juicios que se formulan, se le ve presente en las
circunstancias en las que uno se encuentra, se sabe que espera mi respuesta... Se
trata de desarrollar la capacidad de ver que él quiere salirme al encuentro en aquello
que me ocurre, y me pide que responda.
La vida interior cristiana vive como en un subterráneo lo que va viviendo
externamente. Esto, como todos los humanos. Lo que le distingue es que en ese
subterráneo no está él solo: éste se encuentra habitado por el yo y por su Dios.
Un fantástico ejemplo. Isabel de la Trinidad, joven religiosa contemplativa,
escribe a su madre –“Mi querida mamita”- un 13 de agosto desde el Carmelo. Casi al
final, después de tratar de consolarle por no vivir con ella, le dice:

“Me levanté en cuanto me llamaron, a las cinco menos cuarto. Tenía miedo de no
prepararme en un cuarto de hora. Y ¡piensa mi alegría cuando al llegar al coro vi que era
la primera!...

Soy la camarerita de Jesús. Todas las mañanas, antes de misa, preparo el coro.
Hoy he adornado un altarcito de la Virgen que está en el antecoro. Mientras colocaba las
flores a los pies de esta buena madre del cielo, le hablaba de ti. Le he pedido que recoja
todas estas flores, haga un hermoso ramillete y te lo lleve de parte de tu Isabel.”[94]

Preparar sobre el altar los objetos necesarios para celebrar una misa, o poner
unas flores ante una imagen, no dejan de ser unos trabajos de lo más vulgares o
anodinos. Al mismo tiempo, como siempre, son vividos en la vida interior, admitiendo
una enorme variedad: ‘qué pesadez’, ‘soy una víctima’, ‘con lo que me cuesta’, ‘a ver si
ven que siempre lo hago yo’, ‘a ver si queda bien’, ‘qué suerte... con lo que me gusta
hacer esto’, etc. Y también puede ser vivido –como lo hace Isabel- con una vida interior
habitada por Dios, en la que aquello hace referencia directa a él, y que le hace
describir de forma tan gráfica lo que ella está viviendo: ser la camarera de Dios.
Esta vida subterránea, en paralelo, es la que permite cargar de sentido
trascendente cada acto, por anodino e insignificante que pueda resultar a los ojos de
cualquier observador. Vividos por dentro, son actos enormemente bellos, pues son
actos que siempre tienen que ver con aquél que me ama y a quien amo o querría
amar.

C. VIVIR MIRANDO ATRáS

Hay verdades grandes, verdades que afectan de manera global a nuestra


existencia. Estas nos envuelven de tal modo que resulta difícil que nos las acabemos
de creer. Es el caso, por ejemplo, de aquellos que, después de tener un hijo,
comentan con cierta perplejidad hacia ellos mismos, como mirándose desde fuera, sin
lograr reconocerse:
“No me lo acabo de creer: soy padre. No me hago a la idea, no me entra en la
cabeza que esa criatura sea hija mía.”

Ante una situación así, no hay que inquietarse: acabarán cayendo en la cuenta
de esa nueva verdad que –de alguna manera- redimensiona ya su vida y que acabará
por transformar su existencia entera: la paternidad[95].
“No me entra en la cabeza”, solemos decir. Y es una expresión cargada de
sabiduría. Es que hay verdades que no entran en la cabeza, o mejor, que no entran en
nosotros por la cabeza. La cabeza las acepta y las afirma: ‘soy padre’. Son verdades
que admitimos desde el primer momento porque son un hecho, pero que solo con el
paso del tiempo terminarán por influir y determinar nuestra vida. Decimos ‘con el paso
del tiempo’ porque el camino que lleva a poseer enteramente estas realidades no es la
afirmación teórica de la verdad –no entran por la cabeza-, sino que accedemos a ellas
por la vida. Este tipo de verdades que de algún modo nos superan, no pasan a
configurar nuestra existencia por la cabeza: entra por la cabeza el saberlo, pero no el
caer en la cuenta. Estas verdades nos las acabamos de creer por la vida; quiero decir,
viviendo como padre de tal niño, ejerciendo la paternidad, es como uno va
transformando su existencia de acuerdo con esa nueva dimensión. Con el paso del
tiempo, ejerciendo de padre, una persona termina por cambiar su mirada hacia sí
mismo: acabará por reconocerse espontáneamente como padre, y su actuar quedará
configurado por el hecho de su paternidad.
Nos conviene repasar el proceso: con la venida de un hijo se da una realidad
verdadera y nueva en la vida del nuevo padre. Esta nueva realidad es, y punto. Pero es
sólo en el ser de las cosas: soy padre. No lo es, sin embargo, en la vida real: hace
falta un tiempo de transformación, hasta que uno, espontáneamente, piense, obre,
ame y se conciba como padre. El sentido de la vida de esa persona queda
determinado por una verdad –el nacimiento de su hijo- que le hace padre desde el
primer momento, pero que requerirá un tiempo hasta ir configurando su ser y su obrar
hasta su perfecta transformación.
¿A qué vienen estas consideraciones? Algo similar ocurre con otra gran verdad
que afecta globalmente a nuestra existencia: la filiación con respecto a Dios. Podría
ocurrir lo mismo con la filiación humana –ser hijo de fulano-: no ocurre porque desde
antes de ser conscientes vivimos como hijos, y desde el primer momento nos
entendemos como hijos.
Jesucristo nos revela que somos hijos con respecto a Dios, pero esa verdad, o
bien se recibe hecha vida desde el nacimiento -hasta el punto de que la persona
crezca entendiéndose así-, o bien se admite en un momento de la vida teóricamente,
pero resultará difícil de asimilar: ‘Dios es mi Padre; yo soy hijo de Dios’. La verdad
teórica de que Dios es Padre llegará a dar sentido a la existencia, no por la cabeza,
sino por la vida: durante un tiempo se deberá pensar y obrar esforzadamente como
hijo, hasta que uno, espontáneamente, piense, obre, ame y se conciba como hijo de
Dios.
En el pasado de cada uno, por lo tanto, se encuentra la verdad que deberá
determinar o configurar la existencia: ser hijo del Dios Creador. Por eso, la alegría del
que vive con sentido requiere mirar atrás, mirar a la verdad que es el auténtico origen
de su existencia: para estar alegres, solemos mirar hacia delante, ver qué nos espera,
pero para estar alegres hay que mirar atrás, ver de dónde vengo”.
Saber quién eres
La gran tragedia del hombre de hoy es que no sabe quién es. En una conocida
revista semanal española aparecía, no hace mucho, la historia de Ana, contada por
una psicóloga.
Ana es una chica que se siente un poco harta e incómoda. Le gustaría irse lejos
y romper con todo. ¿Pero por qué? ¿De qué o de quién huye? ¿Qué pretende? Ana lo
tiene todo: una pareja estupenda y un buen trabajo. Pero, en el fondo, se aburre. Le
parece, muchas veces, que nada de lo que le rodea le importa de verdad. Siente su
vida como una vida programada. “Lo que Ana necesita es buscar su verdadero yo;
necesita huir para encontrarse a sí misma”, afirma la psicóloga. Por lo visto, desde
que ha decidido ser madre, en parte movida por los deseos de su pareja, no se
encuentra a gusto. En realidad, los problemas de Ana nacen de una identificación con
su hermana mayor, a la que inconscientemente ha idealizado. Ana en su adolescencia
no pudo tener por modelo a su madre, que era una mujer desdichada, y, por eso, se
fijó siempre en su hermana. Ahora, cuando va a ser madre, ese precario modelo se
tambalea. No quiere ser como su madre, pero tampoco desaparecer en la
personalidad de su hermana.
Ana quiere -concluía el artículo-, crear su propio modelo, y para eso busca en sí
misma. Por eso, el viaje que quiere emprender no es más que el reflejo de un deseo
profundo de autoconocimiento; reflejo de ese otro viaje que desea hacer al interior de
sí. Conocerse mejor hace sentirse dueños de la propia vida, y ayuda a decidir qué se
quiere hacer, con quién se quiere estar y a luchar por lo que realmente se desea
conseguir.
No entro al caso concreto, ni a la psicología aplicada al caso. Lo traigo a
colación porque me parece fundamental la tesis que proclama la necesidad de
encontrarse a uno mismo, de saber uno quién es, la necesidad de conocernos y de
ser dueños de nuestras vidas. Sin embargo, conviene señalar que el ser humano
nunca podrá realizar verdaderamente todos estos proyectos desde sí mismo,
encerrado en sí mismo, tratando de resolver estas cuestiones sin referencias
trascendentales. Saber quién soy requiere saber de dónde vengo. Encerrado en uno
mismo, no es posible encontrar ninguna respuesta. Sencillamente porque el origen de
cada uno no es uno mismo: el hombre es un ser referencial, referido desde su mismo
origen a quien le ha dado la existencia –a parte de otras referencias secundarias
presentes en cualquier vida-.
Encontrar la propia identidad significa mirar al origen de uno mismo, mirar atrás.
Saber quién es obliga a echar una mirada a esas grandes verdades que están en el
origen del propio ser. A la luz de la revelación cristiana, sabemos que así como Jesús
de Nazaret se autodefine como el Hijo de Dios, nuestra definición más propia y radical
es la de hijos de Dios –‘Cuando oréis decid: Padre nuestro’-.

Ojo con la acción

¿Para qué vive el hombre?

Y piensan en cosas de fuera y de futuro.

¿No estará el fin, más bien, por dentro y en el pasado?


Postulo que el hombre vive para ser transformado en dios,

divinizado, por la acción de Dios y la acción suya

La suya, a través de lo de fuera.[96]

Mirar esforzadamente hacia atrás es la propuesta para encontrar el sentido. La


acción –la actividad en este mundo, en el trabajo, con la familia y amistades, el
deporte y la diversión- es buena e importante. Cada una de esas actividades tiene su
fin inmediato, que le da sentido y ahí se acaba. Pero cada pequeña acción con su
pequeño sentido pueden ir envueltos en un sentido más global. Ninguna acción es
indiferente. Cada una puede estar integrada en el conjunto; es más, solo tienen pleno
sentido integradas en este conjunto.
¿Y cuál es ese sentido global que puede envolverlos? Según hemos dicho
hasta ahora, ese sentido lo encontramos en nuestro origen. Entonces, ¿qué hacemos
con el futuro? No es incompatible referirse al propio origen y, al mismo tiempo,
referirse al futuro. Veamos.
¿Es correcto decir que mirar a nuestro origen es mirar atrás? Si nos miramos a
nosotros mismos, nuestro origen está atrás, ciertamente. Pero si vemos el origen en sí
mismo, caemos en la cuenta de que lo que constituye el origen nuestro no está atrás,
sino –por continuar hablando espacialmente- arriba: el origen de cada ser humano
está en Dios, en el amor de Dios, en el amor de un padre que quiere tener un hijo para
compartir todo con él. Su amor me pone en la existencia. Cada uno empieza a existir
en este mundo porque un Amor -que no habita en este mundo- le pone en la
existencia. Por lo tanto, mi origen radical, al estar en el amor de Dios, se encuentra
fuera del mundo y fuera del tiempo.
Siento mucho lo abstracto del discurso. Se parece a lo que ocurre con el
círculo. Si uno parte de un punto determinado y se va desplazando en un recorrido
circular, su origen queda atrás, y su futuro –lo que está por delante- le llevará de nuevo
hasta aquel punto inicial que era su origen. El mismo punto es el origen del círculo y
su final. Algo similar sucede con la existencia. Parte de un punto, y el futuro le llevará
a ese mismo punto de partida. Pero esto no significa que el principio y el final sean,
entonces, exactamente iguales. Al final se llegará al punto de partida, sí, pero con todo
el recorrido transitado, con todo un camino realizado.
Y ¿en la vida? Uno parte del amor de Dios sin participar en absoluto en ese
proyecto. Su vida es una respuesta: si quiere, libremente, camina esta vida
respondiendo a ese amor de Dios, viviéndola con él, de tal manera que –solo el que
quiera- continuará libremente el resto de su existencia –ya fuera del tiempo, tras la
muerte- viviendo con Dios, en Dios, transformado en Dios, participando de la vida de
Dios.
Es decir, la actividad de esta vida, a parte de la finalidad propia de cada uno de
los actos, es ocasión mediante la que cada uno se transforma -interior y libremente-
en Dios, camino por el que se acerca a Dios al obrar de forma divina –con el espíritu
de Dios, de hijo suyo- haciendo el bien.
Para cerrar este apartado, volvamos a preguntarnos: ¿qué hacemos con la
acción? Vivirla con toda la intensidad que queramos, pero:
a) no buscar en ella el auténtico fin (además, tenemos experiencia de que en
ninguna de sus formas -fama, dinero, diversión, filantropía- da un sentido plenamente
satisfactorio a la vida);
b) actuar mirando atrás y adelante, esto es, al amor por el que existo;
c) tratar de que cada obra sea respuesta libre al amor de Dios –responder como
él quiere en cada situación, con el estilo de hijo, realizando el bien-;
d) estar atento para que cada acto me transforme ya en esta vida en más hijo,
me divinice, para que mi final me devuelva – pero esta vez libremente- a mi origen.
Y queda la otra pregunta: ¿qué hacer con el futuro? Más o menos queda
contestada con lo anterior. Solo añadiremos: esperarlo sabiendo que –aunque lo
desconozca- será bueno, porque no es neutro.

D. LA GLORIA
Como se desprende de todo lo anterior, una concepción cristiana de la
existencia no centra el sentido de ésta en la propia persona, en un yo aislado o
solipsista. Ni la centra en un altruismo de hacer el bien a los demás sin más, por
generosa y heroica que sea esta entrega. El sentido de la vida cuenta con una
dimensión trascendental, que lleva a que el cristiano busque su sentido más allá de
este mundo y de su limitada vida biológica.
Vivir la vida con sentido, iluminada ésta por la creencia cristiana, supone contar
con Dios, y mucho. No significa esto que el hombre quede anulado, ni mucho menos,
pues el hombre llegará a una plenitud a la que él solo jamás podría llegar: participará
de la misma divinidad, se endiosará ya en esta vida, y -de modo más pleno- en la otra.
Pero, ¿solo cuenta, entonces, la otra vida? No. Esta se vive con sentido. La vida
es un tiempo en el que me sumo libremente a ese proyecto de Dios. Apuntamos dos
aspectos que iluminarán la cuestión.
Procurar disfrutar del mundo, amarlo y gozarlo en la medida en que lo permita la
situación de cada uno, es una buena respuesta a Dios. Dios ha hecho un mundo
bueno y con muchas posibilidades, y damos gloria a Dios haciendo buen uso de él.
Recuerdo un amigo que tuvo que pasar una temporada fuera de su casa trabajando. A
parte del trabajo, no le interesaba nada más, allí, lejos de su familia. Pero se dio
cuenta de que en ese lugar no se encontraba solo –a pesar de que no conocía a
nadie-, sino que Dios estaba pendiente de él. Se dedicó, durante el tiempo libre, a
disfrutar de todo lo bueno que por allí había: paisajes, excursiones, arte... Y le llenaba
profundamente aquello, porque no era un ir a pasarlo bien egocéntrico, insípido o
vacío, sino que era la manifestación de su ilusionado interés por que Dios disfrutase al
verle disfrutar a él con ese mundo tan bueno que le había hecho.
Más o menos, este amigo había descubierto –en parte- lo que significa dar
gloria a Dios: descubrir lo bueno que es Dios, descubrirlo en su creación, y al
descubrirlo, hacer gozar a Dios, que ha conseguido su propósito.
El segundo aspecto sería este: que Dios pueda hacerse presente en el mundo a
través de cada persona. Dios actúa en sus hijos, y al portarse como hijos traducimos
–aunque limitadamente- lo bueno que es Dios, y queda visible su bondad a Él y a los
hombres: esto también es dar gloria a Dios.
‘El Padre me glorifica, y yo glorifico al Padre’, dice Jesucristo. Esto es vivir la
vida con sentido. Y esto es hacer de la vida una vida consentida. Consentida en modo
pleno.

E. ALGUNAS úLTIMAS CUESTIONES


En este último epígrafe queremos responder a algunas preguntas relativamente
frecuentes.
1. ¿Hace falta ser cristiano para ser bueno?
Por supuesto que no
2. ¿En qué se diferencia un cristiano de un ateo?
De forma sencilla y gráfica podríamos decir que el cristiano cuenta con un
diccionario, un mapa y un motor distintos.
a) en primer lugar, un diccionario de sentidos:
Hablamos el mismo lenguaje, pero otro idioma. El cristiano y el no-cristiano son
personas que viven las mismas realidades; para referirse a esas realidades
empleamos unos y otros las mismas palabras: cuando alguien muere, unos y otros
hablan de muerte; cuando alguien hace algo que le perjudica, unos y otros hablan del
mal; etc. Pero mientras que, en muchos casos, el ateo ve esa realidad ‘plana’, sin
más, el cristiano ve esa misma realidad con otro sentido, ve esa misma realidad con
volumen.
Todos hablan de muerte: mientras unos ven en ella el final de todo, para el
cristiano se trata tan solo de un cambio de vida. Todos hablan de suerte o mala suerte:
mientras unos ven la fortuna, el cristiano ve la providencia divina. Todos hablan de
destino: mientras unos ven la fuerza del azar, los cristianos ven la vocación o plan de
Dios. Todos hablan de la divinidad: mientras unos ven en ella alguna realidad
trascendente sin más, el cristiano ve en ella un Padre. Todos hablan de seres
humanos: mientras unos ven hombres como uno mismo, los cristianos ven hermanos.
Todos hablan de actos de autodestrucción: mientras unos ven tan solo un acto malo,
el cristiano reconoce en ellos un pecado. Todos sufren injusticias: mientras unos ven
en ella una ocasión de resignarse, resentirse o vengarse, los cristianos ven una
ocasión de perdón. Y así con tantas otras realidades.
b) en segundo lugar, un mapa:
Todos los hombres vamos a lo mismo, pero de distinta manera. El mapa es el
lugar donde se indican los lugares y los itinerarios por los que ir hasta ellos, los
caminos. El cristiano y el ateo se dirigen a las mismas metas en la vida, pero mientras
el ateo ve unos caminos, el cristiano conoce otros caminos distintos para alcanzar
esos mismos objetivos.
El cristiano quiere, como todo hombre, ser rico, pero sabe que lo alcanzará
siendo, no teniendo. Quiere ser feliz, pero sabe que lo alcanzará con una vida
enamorada, no con una vida cómoda. Quiere ser libre, pero sabe que alcanzará la
libertad a través de la entrega, no del egoísmo. Quiere ser justo, pero sabe que la
justicia se alcanza con la caridad, no con el cálculo matemático. Quiere ser
importante, pero sabe que lo consigue mediante la filiación –ser buen hijo de Dios-, no
por el camino de la fama y el poder. Quiere el desarrollo, pero sabe que se alcanza
fundamentalmente por la consecución del desarrollo de lo más propiamente humano,
y no solo a través de un alto nivel económico.
c) por último, un motor.
El cristiano sabe que puede más que un hombre: Dios (la gracia) actúa él.
3. ¿Para qué sirve ser cristiano?
Para nada... y para todo. Para lo mismo que le sirve a uno saber quién es su
padre.
Uno puede vivir sin saber quién es su padre; en ese sentido, saber quien es mi
padre no me sirve para nada. Pero saber quién es mi padre, sin embargo, sí me sirve:
saber de dónde vengo, contar con alguien que me protege, que me enseña, que está
dispuesto a todo por mí, que me acepta independientemente de lo que haga, alguien
de quien aprender, en quien confiar... El cristiano sabe que tiene un Padre, y sabe
bastante de cómo es –Cristo nos enseñó muchas cosas acerca de Él-: no sirve para
nada porque puedo ser buena persona sin Él, pero sirve para todo pues la vida es
distinta si se sabe que Él está ahí.
Sirve para tener el diccionario, el mapa y el motor de los que hemos hablado.
Estas tres cosas solo las tiene el cristiano, pues hace falta creer en Jesús para saber
que son así.
Sirve para alcanzar mayor nivel de felicidad. Más fácilmente se alcanza mayor
felicidad, pues sabemos los caminos que nos llevan a lo que como hombres
queremos alcanzar; tenemos la suerte de poder vivir sin que nos engañen las
apariencias: para eso las enseñó Jesús.
Por último,

‘a usted le ha servido para que no le robe y le mate’

Un traficante europeo llegó a una de las islas del mar del Sur. Un chico nativo se le
ofreció para llevarle el equipaje desde le bote al hotel. Durante el camino, al cruzarse
con un religioso, conversaron sobre los misioneros y su obra evangélica, y le
negociante preguntó con tono despectivo:

-¿Qué bien le ha hecho a usted ser cristiano?

-Yo puedo subrayar algo bueno que le ha hecho ‘a usted’ el que yo sea cristiano
–le contestó el chico-. ¿Ve allí aquella gran piedra llana por la que pasaremos antes de
llegar al hotel? Si usted hubiese venido aquí cuando yo era pagano, le habría degollado
sobre aquella piedra y luego mis amigos y yo nos lo habríamos comido. En cambio, ahora,
le ayudo a transportar su equipaje, muy contento de servirle.

4. ¿Cuál es la clave del cristiano?


Cristo.

EPÍLOGO
Vivir a tope, probar de todo, buscar nuevas experiencias –aunque no se vivan,
contentándose con gastarlas-, aprovechar la vida mientras se pueda... son un pequeño
código que parece dirigir muchas vidas; mientras se tiene salud y dinero... son
prometedoras, aunque nunca dan la felicidad que el hombre busca en ellas.
Cuando el cuerpo ya no aguanta o las posibilidades se van cerrando... el vivir a
tope se va transformando en un insatisfactorio ir tirando bastante más consciente de
su vacío existencial.
Solo el hombre que sabe quién es, abierto a la trascendencia, conocedor por la
fe del Dios que es su origen y su fin, vinculado afectivamente a su Persona... es capaz
de hacer de la vida la aventura fantástica y única que es cada una de las vidas
humanas.
¿No nos estaremos portando como chiquillos con nuestra propia vida? ¿no
estaremos haciendo demasiadas travesuras con la naturaleza? ¿’vivir a tope’ no es
una forma de cerrarse al apasionante protagonismo al que me invita la vida y el
Creador? ¿no supone empequeñecer el grandioso sentido de mi vida conformarme
con un resignado ‘ir tirando’? ¿no sería una pena que tengamos que romper al hombre
para darnos cuenta de que hay cosas con las que no se juega? ¿realizar el bien
posible y luchar contra el mal real, no es un privilegio exclusivo que se me brinda, y
capaz de cargar de sentido cada uno de los minutos de mi vida? ¿no deberá consistir
mi esfuerzo en aceptar que la mano del buen Dios está detrás de cada circunstancia
que me acompaña? ¿qué más podrá hacer Dios para manifestarse a la humanidad
entera y a cada persona, si ya se ha ‘humanizado’ en Jesucristo? ¿puede ir Dios más
lejos en su acercamiento al hombre –dadas las limitaciones cognoscitivas de éste?
¿acaso vivir la vida con sentido no es algo mucho más sencillo?

La magistral pluma de Tolstoy desmenuza los pensamientos de Levine de


forma que sintetiza las intenciones perseguidas en el libro que cerramos:

“Yo buscaba una solución que mi pensamiento no me podía dar porque ella es
superior a las facultades de la mente; sólo la vida, con el conocimiento innato del bien y
del mal, podía darme la respuesta. Este conocimiento se me otorgó con el ser como a
todos los mortales; ni lo he adquirido ni me habría sido posible dar con la pista que me
permitiera llegar a él; el razonamiento no me habría demostrado jamás que debo amar al
prójimo en vez de odiarlo a muerte. Cuando me lo enseñaron siendo niño, lo creí
fácilmente porque ya lo sabía. La razón sólo nos enseña a luchar por la vida, lucha que
supone la eliminación de todo obstáculo que se oponga a la realización de nuestros
deseos. Esto es todo lo que nos proporciona la razón. En ella no hallaremos nada que
nos induzca a amar al prójimo, porque este amor no es un producto de la mente.

Al llegar a este punto de sus reflexiones, Levine recordó un incidente entre Dolly
y sus hijos.

Los niños se habían quedado solos y se divertían cociendo frambuesas en tazas


sobre las llamas de las velas y echándose de vez en cuando en la boca un chorro de
leche de una jarra. La madre les sorprendió y les sermoneó severamente. Les dijo que
estaban maltratando cosas que se habían elaborado para su bien a costa de grandes
esfuerzos; que si rompían las tazas no tendrían nada para tomar el té, y que si
derramaban la leche se quedarían sin alimento y morirían de hambre.
Levine, que estaba presente, observó la expresión de tedio e incredulidad que
mostraban los rostros infantiles. Por una parte, les molestaba que hubieran
interrumpido sus juegos; por otra, no creían ni una palabra de lo que les decía su
madre. No le creían, porque no podían comprender la importancia que tenía aquello
que estaban maltratando, a pesar de que lo necesitaban para vivir.

‘Ellos –se decía Levine- razonaban así: ‘Esto se hace por sí mismo y no tiene
ninguna importancia. Siempre lo ha habido y siempre lo habrá. Lo que nosotros deseamos
es inventar algo, hacer cosas nuevas. Por eso hemos cocido las frambuesas en las tazas
y hemos bebido la leche de la jarra a chorro. Esto nos parece más divertido y menos
corriente que beber la leche en las tazas’.’

Y Levine, continuando aquellas reflexiones en que trataba de descubrir por


medio de la razón el sentido de la vida, se dijo:

‘Pues bien, eso e lo que hacía yo, y ése es también el fundamento de las teorías
filosóficas: dirigen sus ideas por sendas complicadas y extrañas para llegar al
conocimiento de la verdad que está al alcance de todos, de ese conocimiento sin el cual
nadie puede vivir.

En todas esas teorías se evidencia que el autor conoce el sentido de la vida con
tanta claridad como Fedor y, sin embargo, se empeña en demostrar, mediante
complicadas argumentaciones, lo que está al alcance de todos.

‘Dejad que vuestros hijos tengan que procurarse las tazas y ordeñar la leche, y
veréis como ponen freno a sus travesuras, al advertir que, de lo contrario, se morirían de
hambre. Lo mismo nos ocurrirá a los hombres si nos dejan a merced de nuestras
pasiones y defectos, sin la creencia en Dios y sin la conciencia del bien y del mal. Tratad
de construir algo sin estas convicciones y veréis como es imposible. Nosotros lo
destruimos todo porque nuestros espíritus están viciados. Nos comportamos como
chiquillos’. (...)

Entonces suspendió momentáneamente sus meditaciones y se abandonó a las


voces misteriosas que murmuraban a su corazón palabras de paz y alegría.
-¿Es esto la fe? –se preguntó no pudiendo creer tanta felicidad. Y exclamó con
voz ahogada por los sollozos-:

¡Gracias, Dios mío!

Se puso en pie y se enjugó los ojos, llenos de lágrimas.”[97]

[1] León Tolstoy, Ana Karenina, VIII, 9.


[2]
Víctor E. Frankl, El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona 1992, pág. 86.
[3]
Benito Pérez Galdós, Marianela, Cátedra, Madrid 1992, págs. 117-118.
[4]
Jacques Leclercq, Elogio a la pereza, en De la vida serena, Patmos, Madrid 1965, pág. 27.
[5] Miguel de Unamuno, ¡Adentro!, Obras selectas, Plenitud, 5ª edición, Madrid 1965, págs. 183-189.
[6]
Pedro Salinas, Para vivir no quiero, en La voz a ti debida.
[7]
Robert Spaemann, Felicidad y benevolencia.
[8] Antoine de Saint-Exupéry, El Principito, Alianza Editorial, Madrid 1971, pág. 87.
[9] Andre Piettre, Carta a los revolucionarios bien pensantes, Rialp, Madrid 1977, págs. 47-48.
[10] Rafael Alvira, Filosofía de la vida cotidiana, Rialp, Madrid 2000, pág. 90.
[11]
Miguel de Unamuno, Obras selectas, Plenitud, Madrid 1965, págs. 183-189.
[12]
José Antonio Marina, Jardines en las grietas, El Semanal 1 abril 2001, pág. 98.
[13]
Jean Guitton, Nuevo arte de pensar, Encuentro, Madrid 2000, pág. 38.
[14] Antoine de Saint-Exupéry, El Principito, idem, págs. 86-87.
[15] Rafael Alvira, Filosofía de la vida cotidiana, Rialp, Madrid 2000, págs. 62-63.
[16] Ibidem, pág. 64.
[17]
Cfr. Rocco Buttiglione, La persona y la familia, Palabra, Madrid 1999, págs. 72 ss.
[18]
León Tolstoy, Ana Karenina, VIII, 10.
[19]
Gregorio Marañón, Ensayos liberales, Austral, Madrid 1966, pág. 79.
[20] José Antonio Marina, Jardines en las grietas, El Semanal 1 abril 2001, pág. 98.
[21] Jacques Leclercq, Elogio a la pereza, en De la vida serena, Patmos, Madrid 1965, pág. 30-31.
[22] Ibidem, pág. 22.
[23]
Jacques Leclercq, Elogio a la pereza, en De la vida serena, Patmos, Madrid 1965, págs. 22-27.
[24]
En el terreno científico, el hombre suele ser más respetuoso; y cuando no lo es, la naturaleza le pasa
factura. Ahí tenemos las plagas de las vacas locas, la fiebre aftosa... y tantas otras consecuencias de la
manipulación no respetuosa de la verdad de la naturaleza. En el terreno del espíritu, de las realidades no materiales,
la tentación de no respetar la verdad de las cosas es más sutil: por supuesto que una pareja puede vivir de hecho
como un matrimonio, pero la naturaleza del matrimonio no es la de la pareja de hecho; por supuesto que uno puede
cambiar de sexo o tener relaciones homosexuales, pero la naturaleza sexuada del ser humano es la que es, y
manipularla irrespetuosamente no puede dejar de pasar factura a la sociedad.

[25]
León Tolstoy, Ana Karenina, VIII, 11.
[26]
Umberto Eco y Carlo Maria Martini, ¿En qué creen los que no creen?, Temas de hoy, Madrid 1997, pág.
96.
[27]
Cabría la posibilidad de entender que el hombre es resultado del azar. Sería una posibilidad, no
demostrable, sino objeto de un acto de fe. Nos limitamos a descartar este acto de fe en el azar con las palabras de
Guitton: “Los instintos de los pájaros migratorios, la estructura de la corteza cerebral, el código genético... Todo
esto es asombroso. Si usted gana una vez la lotería dirán: es el azar. Gana usted dos o tres veces: dirán que tiene
una suerte increíble. Si usted gana todods los domingos, nadie le creerá, está usted haciendo trampa y terminará
usted en prisión (...) El carácter contingente y coordinado del mundo implica en su origen una libertad organizadora y
una creación a partir de la nada, ex nihilo” (Mi testamento filosófico, pág. 35)
[28]
Víctor E. Frankl, El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona 1982, pág. 81.
[29]
Madre Angélica aborda esta cuestión desde la experiencia, dando la solución desde el principio, con una
imagen gráfica: “Evidentemente, puedes intentar eludir a Dios. Puedes huir de él refugiándote en las drogas, en la
bebida, en el sexo, en el trabajo, o lo que sea que hayas metido en tu alma. Pero siempre fallará algo. Si tu alma
está llena de cualquier cosa que no sea Dios, será como si hubieras metido agua en el depósito de gasolina de tu
coche. Simplemente no funcionará. Podrás decir que eres feliz, pero siempre sabrás que falta algo”. (Respuestas,
no promesas, Planeta Testimonio, Barcelona 1999, pág. 43).
[30]
Así opina el empirismo lógico y el neopositivismo –Carnap, Schlick, Popper...-, según los cuales ‘carece
de sentido aquello que no me resulta posible verificar’. Trataremos esta cuestión más detenidamente en el capítulo
V.
[31]
Jean Guitton, Mi testamento filosófico, Encuentro, Madrid 1998, pág. 134-135.
[32] Jenófanes de Colofón, fragmentos, 10, 11, 12, 14 y 15

[33] La palabra ‘invisible’ la consideramos aquí en sentido amplio, esto es, para referirnos a lo ‘no evidente’:
esa no evidencia no se refiere ni primera ni principalmente al hecho físico de no captar algo con los sentidos –en
particular con la vista-; sino que hablamos de la evidencia en cuanto categoría filosófica relacionada con el modo de
conocer las cosas de la inteligencia humana.
[34]
Luigi Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 1994, págs. 15-16.
[35]
Ibidem.
[36]
Jean Guitton, Mi testamento filosófico, págs. 31-32. En otro lugar se refiere al nihilismo en este mismo
sentido: “La nada llevaría inmediatamente una mayúscula y estaríamos en presencia de una metafísica nihilista
donde el Absoluto estaría concebido como Nada. Una Nada que no sería nada y que no sería probablemente lo
que entendemos simplemente por esa palabra”. Y sobre el escepticismo: “Ellos dudan entre varias ideas del
Absoluto. Eso demuestra que no dudan sobre el Absoluto mismo” (pág. 32).
[37] Jung Chang, Cisnes Salvajes, Circe, Barcelona 1994, págs. 160 y 302.
[38]
Platón, Fedón, c. 35.
[39]
Publicada en “Dominical” del 8.3.98, 58.
[40]
Cfr. Construir el amor, Martínez Roca, Barcelona 2001.
[41] Jean Guitton, Mi testamento filosófico, Encuentro, Madrid 1998, pág. 27.
[42] Palabra 336, II-93 (124), págs. 63-64.
[43] Juan Antonio Vallejo-Nájera, La puerta de la esperanza, Planeta, Barcelona, págs. 120-121.
[44]
Antoine de Saint-Exupéry, El principito, Alianza-Emecé, Madrid 1971, pág. 87.
[45]
Julián Ayesta, Helena o el mar del verano, El acantilado, Barcelona 2000, pág. 76.
[46]
Cfr. el estudio realizado por Henri de Lubac, en su obra El drama del humanismo ateo, Encuentro, Madrid
1997, págs. 239 y ss.
[47] Los hermanos Karamazov, Tomo I, págs. 247-249.
[48] El Idiota, tomo I, pág. 396.
[49]
Cfr. Rafael Alvira, Reivindicación de la voluntad, Eunsa, Pamplona 1988, págs. 35-38.

[50]
Jean Guitton, Mi testamento filosófico, pág. 18.
[51]
Ibidem, pág. 39.
[52] Ibidem, págs. 185-186.
[53] Éxodo, Los trabajos y los días,
[54] Italo Manzini, Tornino i volti, citado en Umberto Eco y Carlo Maria Martini, ¿En qué creen los que no creen?,
págs. 47-48.
[55]
Miguel de Unamuno, Diario íntimo, I, págs. 4-5.
[56]
Alexis Carrel, Viaje a Lourdes.
[57] Ernesto Sabato, Antes del fin, Seix Barral, Barcelona 1999, pág. 159. En la biografía de Sabato, ésta es su
primera conversión ‘de corazón’, pero todavía no su conversión total.
[58] Miguel de Unamuno, Diario íntimo, III, págs. 26-27. Esta experiencia, junto a alguna otra como la
enfermedad de su hijo, le llevaron a querer creer con todas sus fuerzas. Sin embargo, no supo desenmarañarse de
su racionalismo, no supo superar la duda (cfr. Charles Moeller, Miguel de Unamuno y la esperanza desesperada, en
Literatura del siglo XX y Cristianismo, Tomo IV, Gredos, Madrid 1960).
[59]
Juan Antonio Marina, Entrevista publicada en El semanal, 31 diciembre 2000, pág. 46.
[60]
Este error se da, por ejemplo, en el protestantismo.
[61] Citado en Jean Mouroux, Creo en ti, Editor Juan Flors, Barcelona 1964, pág. 46, cita 16.
[62] León Tolstoy, Ana Karenina, VIII, 18.
[63] Antonio Machado, Canciones.
[64]
Joseph Ratzinger, Presentación a la Declaración Dominus Iesus.
[65]
Truman Capote, Tres cuentos, Anagrama, Barcelona 1998, págs. 13-14.
[66]
Ibidem, págs. 35-36.
[67] Cfr Capítulo 3, en el que se expusieron: todo lo que hace Dios es una traducción, lo visible oculta y revela
al mismo tiempo, el lenguaje de los signos y hechos, un lugar para los misteios.
[68] César Vidal, Enciclopedia de las Religiones, Enciclopedias Planeta, Barcelona 1997, voz Mahoma, pág.
414.
[69]
Idem, voz Corán, pág. 166.
[70]
José Morales, Teología de las religiones, Rialp, Madrid 2001, pág. 73.
[71]
César Vidal, Enciclopedia de las Religiones, voz Mahoma, pág. 415.
[72] Ibidem, voz Mahoma, pág. 416.
[73] Ibidem, voz Hinduismo, págs. 301-302.
[74]
Ibidem.
[75]
José Morales, Teología de las religiones, pág. 185
[76] “Para el hinduismo no se necesita un Dios que sea autor de la revelación” (Ibidem, pág. 186).
[77] César Vidal, Enciclopedia de las religiones, voz Buda, pág. 123

[78] José Morales, Teología de las religiones, pág. 58.


[79] José Morales, Teología de las religiones, pág. 187.
[80]
El autor hace referencia aquí a los 98 años que tiene cuando escribe el libro.
[81]
Jean Guitton, Mi testamento filosófico, págs. 21-23.
[82]
Esto no significa, en modo alguno, que el cristianismo ofrezca una respuesta simplista y facilona al
problema del mal. Al contrario, reconoce toda su hondura y complejidad. Sirva como botón de muestra estas
autorizadas palabras: “Si Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de todas
sus criaturas, ¿por qué existe el mal? A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como
misteriosa no se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta
pregunta: la bondad de la creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que sale al encuentro del
hombre con sus Alianzas, con la Encarnación redentora de su Hijo, con el don del Espíritu, con la congregación de
la Iglesia, con la fuerza de los sacramentos, con la llamada a una vida bienaventurada que las criaturas son invitadas
a aceptar libremente, pero a la cual, también libremente, por un misterio terrible, pueden negarse o rechazar. No hay
un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal." (Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 309).
[83]
Romano Guardini, La existencia del cristiano, BAC, Madrid 1997, págs. 62-63.
[84] C.S. Lewis, Una pena en observación, Anagrama, Barcelona 1994, págs. 36-37.
[85] Jean Guitton, Mi testamento filosófico, pág. 61.
[86] Romano Guardini, Apuntes para una autobiografía, Encuentro, Madrid 1992, págs. 174-175.
[87]
Scott y Kimberly Hahn, Roma duclce hogar, Rialp, Madrid 2000, pág. 173.
[88]
Este tema se trata detalladamente en Romano Guardini, El fin de la modernidad, PPC, Madrid 1996, págs.
121 y ss.
[89] Pedro Salinas, Cartas de amor a Margarita, Alianza Editorial, Madrid 1986, Carta IV, págs. 38-39.
[90] León Tolstoy, Ana Karenina, VIII, 18.
[91] José Pedro Manglano, El intruso.
[92]
Jean Guitton, Mi testamento filosófico, pág. 49.
[93]
Evelyn Waugh, Retorno a Brideshead, Tusquets, Barcelona 1993, pág. 133.
[94]
Isabel de la Trinidad, Obras completas, Editorial de Espiritualidad, Madrid 1986, pág. 555.
[95] Esta sensación es más propia del padre que de la madre, debido al distinto protagonismo de uno y otro
durante los meses de embarazo.
[96]
José Pedro Manglano, El intruso.
[97]
Ana Karenina, VIII, 13.
[·1]estas cuatro palabras van unidas por flechas de izquierda a derecha; abajo, las otras cuatro de abajo
van unidas por flechas de derecha a izquierda. Quizá poner en recuadros grises sin borde.

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