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De lo popular a lo populista o el incierto devenir de la plebs.

Para una
crítica del neorromanticismo postfundacional

Gerardo ABOY CARLÉS (CONICET-IDAES/Universidad Nacional de San Martín)

Email: gerardoaboy@hotmail.com / gacarles@unsam.edu.ar

Área: Teoría Política

Subárea: Dependencia, populismo y nuevas perspectivas de análisis

Mesa: El populismo y las identidades populares

Trabajo preparado para su presentación en el


VI Congreso Latinoamericano de Ciencia Política,
organizado por la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política (ALACIP)
Quito, 12 al 14 de junio de 2012
Página |1

RESUMEN

Se ha identificado al populismo con la “construcción de un pueblo”, entendiendo a la


misma como un proceso de articulación de los sectores subalternos en un campo
identitario común. El trabajo que estamos presentando cuestiona esta interpretación a la
luz de la experiencia de los populismos clásicos latinoamericanos de la primera mitad
del siglo pasado. Se demostrará que los populismos suponen un devenir particular entre
otros posibles de los procesos de constitución de identidades populares, resultando la
confusión entre ambos niveles un obstáculo para la comprensión de las tendencias
contradictorias que caracterizan la especificidad del fenómeno.
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1. Introducción:

El agotamiento del modelo de reformas pro mercado y la recomposición de


cierta centralidad estatal tanto en la asignación de los recursos como en la definición de
un modelo de desarrollo ha estado en la base de nuevas experiencias de polarización
política en la región. Este fenómeno, iniciado en los albores del nuevo milenio, ha
distado de ser homogéneo a lo largo de la geografía latinoamericana. Como si una
frontera imperceptible ubicada en el Darién distanciara día a día el devenir de la región,
dicho proceso, con notorias diferencias entre los distintos países, ha estado
principalmente localizado en la parte meridional del subcontinente.
Aun cuando las diferencias con las experiencias del pasado son enormes, el
proceso de recuperación de capacidades estatales en el marco de una nueva relación
Estado – masas que contrastaba fuertemente con la impronta tecnocrática de los años 90
condujo a una reactualización de un viejo tópico de las ciencias sociales
latinoamericanas prácticamente inexplorado desde hacía varias décadas. Si bien en los
primeros años 90 el término neopopulismo había sido utilizado por diversos autores1
para caracterizar aquello que casi simultáneamente Guillermo O’Donnell2 definía como
“democracia delegativa”, la relación de estas nuevas realidades con los procesos
clásicos de las décadas del 30, el 40 y el 50 del pasado siglo siempre resultó forzada:
así, cuando Juan Carlos Portantiero3 fijaba la continuidad entre el primer peronismo y la
experiencia menemista en “un modo de hacer política, un tipo de relación con las
instituciones”, era plenamente consciente de que la agenda de los 90 resultaba
antagónica con los programas de los populismos clásicos de la primera mitad del siglo
pasado. El pragmatismo político, los liderazgos personalistas y la debilidad del
elemento típicamente republicano, aspectos presentes en alguna medida en las
experiencias de gobierno de Yrigoyen, Cárdenas, Vargas y Perón, eran tomados sin más
como una muestra de continuidad en una pseudoconceptualización que confundía la
parte con el todo, la supervivencia de algunos aspectos particulares, tan claramente
señalados por O’Donnell, con la reedición de un fenómeno mucho más vasto.
El grueso error de los teóricos del neopopulismo en los años 90 fue desatender
en su análisis la relación Estado – masas. Una larga serie de prejuicios sedimentados
pretendieron ver a partir del fenómeno del clientelismo, noción típicamente clasista y

1
Sin ánimo de ser exhaustivos, podemos mencionar entre los trabajos que intentaron nominar como
neopopulista a la conjunción de liderazgos personalistas y prácticas clientelísticas las contribuciones de
Denise Dresser (1991), Kenneth M. Roberts (1995), Marcos Novaro (1995 y 1996) y Kurt Weyland (1999
y 2004). Para una crítica a estas aproximaciones desde una concepción tradicional y socio-estructural del
populismo, ver el artículo de Carlos M. Vilas “¿Populismos reciclados o neoliberalismo a secas? El mito
del ‘neopopulismo’ latinoamericano”.
2
Guillermo O’Donnell, “¿Democracia delegativa?” (1992).
3
Juan Carlos Portantiero, “Menemismo y peronismo: continuidad y ruptura”, pág. 107.
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denigratoria4 cultivada por el sentido común de periodistas y cientistas sociales,


continuidad donde había ruptura. Como procesos de expansión de dimensiones centrales
de la ciudadanía en la región, los populismos clásicos latinoamericanos se
caracterizaron antes por el impulso jacobino de una asignación universal de derechos
tendente a homogeneizar el campo social que por el intercambio de beneficios
particulares por votos. Era todo un proceso de democratización, con sus tensiones,
contradicciones y efectos colaterales no deseados, el que una visión sesgada arrojaba a
un cono de sombras.
Es entonces claramente con el declive de la ola pro reformas de mercado que
cubrió a la mayor parte de las región cuando el viejo tópico del populismo es
cabalmente reactualizado por sectores minoritarios de las ciencias sociales
latinoamericanas, pretendiendo arrancarlo de una deriva polisémica a la que tanto el
saber profano como el especializado habían conducido a dicha nominación. Si la
primera etapa del debate sobre el populismo latinoamericano5 en los años 60 y 70
estuvo enmarcada en el tránsito que va de la sociología de la modernización a la
sociología de la dependencia, identificando a las experiencias populistas con
determinado set de políticas públicas característico de una fase del desarrollo, así como
con un particular sistema político afín a la consecución del mismo; el relanzamiento del
debate tres décadas más tarde ha tenido en la historia, la teoría política y el estudio de
las identidades políticas6 su núcleo principal de interés. Más que reintroducir un antiguo
término para caracterizar a fenómenos presentes (como había ocurrido con los teóricos
del mal llamado neopopulismo) esta nueva ola del debate sobre el populismo miraba al
pasado, a los populismos clásicos, desde una perspectiva interdisciplinaria, intentando
conceptualizarlos, para recién luego explorar las distancias y las persistencias que
hibridan en los complejos procesos políticos que siguieron al ocaso neoliberal.

4
En su amplia mayoría, las aproximaciones a la temática del clientelismo por parte de los politólogos
latinoamericanos no ha estado exenta de una mirada clasista que denigraba la calidad moral de los
sectores menos privilegiados o los consideraba paternalmente al entender a la autonomía política como la
antítesis de la necesidad (en una interpretación del republicanismo que acentuaba sus rasgos más
patrimonialistas). En este tipo de aproximaciones paradójicamente no eran considerados como
clientelares fenómenos simultáneos de apropiación particular de bienes públicos, como ser la diferente
calidad de los servicios de agua, sanidad, seguridad, alumbrado, acceso al crédito, de distintos sectores
sociales.
5
Cualquier referencia a esta primera ola pecaría de ser incompleta. Como ejemplos ilustrativos de la
misma señalamos los trabajos de Gino Germani, Política y sociedad en una época de transición (1962) y
Autoritarismo, fascismo y populismo nacional [1978](2003); de Francisco Weffort “El populismo en la
política brasileña” [1969](1998); de Octavio Ianni, La formación del estado populista en América Latina
(1975) y la monumental y tardía obra de Alain Touraine que recoge sus distintos trabajos alrededor de los
sistemas nacional-populares, Le parole et le sang. Politique et société en Amérique Latine, aparecida en
1988 y de la que previamente se conocieron distintas versiones parciales preliminares.
6
En un antiguo trabajo hemos definido a las identidades políticas como el “conjunto de prácticas
sedimentadas, configuradoras de sentido, que establecen a través de un mismo proceso de diferenciación
externa y de homogeneización interna, solidaridades estables, capaces de definir, a través de unidades de
nominación, orientaciones gregarias de la acción en relación a la definición de asuntos públicos. Toda
identidad política se constituye y transforma en el marco de la doble dimensión de una competencia entre
las alteridades que componen el sistema y de la tensión con la tradición de la propia unidad de
referencia.” (Gerardo Aboy Carlés, Las dos fronteras de la democracia argentina, pág. 54).
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Como décadas atrás, el debate no ha estado exento de una anárquica variabilidad


en los usos de un término marcado, que está lejos de conformar una polifonía. Sin
embargo, un rasgo predominante de la segunda ola de estudios sobre el populismo en la
región ha estado dado por el paulatino declive de las dimensiones económicas evocadas
por el primer debate y la creciente centralidad de los aspectos estrictamente políticos a
la hora de definir el fenómeno.
Entre las reconceptualizaciones más sugerentes está aquella que alejada de la
crítica denigratoria ha identificado al populismo con la “construcción de un pueblo”,
entendiendo a la misma como el proceso de articulación de sectores subalternos en un
campo identitario común que se escinde de la naturalización y el acatamiento del orden
hasta entonces vigente. La producción de Ernesto Laclau7 y su reapropiación y
formalización del concepto gramsciano de hegemonía8 ha constituido una referencia
ineludible en este tipo de aproximaciones.
El presente trabajo cuestiona las interpretaciones del populismo como proceso
de “construcción de un pueblo” a la luz del estudio de las ya mencionadas experiencias
sobre las que hay un consenso en considerar como “populismos clásicos” en la región.9
Se demostrará que si de una parte los populismos suponen un devenir particular entre
otros posibles de los procesos de articulación de identidades populares, la asimilación
sin más entre una y otra identidad, la popular y la populista, oblitera la comprensión del
fenómeno populista en toda su complejidad.

2. De las formas diversas de las identidades políticas populares

Entendemos por “identidad popular” a aquel tipo de solidaridad política que


emerge a partir de cierto proceso de articulación y homogeneización relativa de sectores
que, planteándose como negativamente privilegiados en alguna dimensión de la vida
comunitaria, constituyen un campo identitario común que se escinde del acatamiento sin
más y la naturalización de un orden vigente. Nótese dos aspectos de particular
importancia: no es necesario que dichos sectores sean mayoritarios dentro de la
sociedad, aunque muchas veces su potencialidad estará íntimamente vinculada a su
capacidad de universalizar sus demandas, ni tampoco es preciso que objetivamente se
encuentren en una situación de subalternidad, sino que de esta forma sea percibida al
menos por sus integrantes y posible, pero no necesariamente, por otros observadores

7
Nos referimos básicamente a los trabajos de Ernesto Laclau “Hacia una teoría del populismo” y La
razón populista, publicados en 1978 y 2005 respectivamente.

8
La reapropiación del concepto de hegemonía es desarrollada por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en
su libro Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, publicado
orginalmente en el año 1985.

9
Como indicamos anteriormente, nos referimos principalmente a las experiencias del yrigoyenismo y el
peronismo argentinos, el cardenismo mexicano y el varguismo brasileño.
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externos. El dato central aquí es el espíritu de escisión que denota su emergencia


contraponiéndose a un poder político, social, étnico o económico, nacional o extranjero,
hasta entonces vigente. No es entonces una determinada posición social (negativamente
privilegiada para un observador, por ejemplo) lo que nos permite hablar de una
identidad política popular sino una gramática de construcción identitaria que en muchos
casos puede sí ser interpretada como el proceso de “construcción de un pueblo”. Esta
observación es central en nuestro argumento porque precisamente uno de los
inconvenientes fundamentales que atraviesan los estudios sobre el mundo popular
radica en el prejuicio sociológico que considera a lo popular como una categoría
objetiva y preexistente a la conformación identitaria misma que le da forma.
Tomaremos un ejemplo ilustrativo de la historia: me refiero a la monumental obra de
Edmund S. Morgan publicada en 1988 La invención del pueblo, dedicada al estudio del
surgimiento de la soberanía popular en Inglaterra y Estados Unidos. Cómo se recordará,
Morgan parte de la aseveración de que el éxito de un gobierno y su acatamiento
dependen de una suspensión voluntaria de la incredulidad que permite la aceptación de
cierta ficción política (por ejemplo que el pueblo gobierna a través de sus representantes
en los gobiernos representativos). Ahora bien, cuando Morgan estudia el desafío del
Parlamento al poder divino del monarca en la Inglaterra de mediados del siglo XVII (la
ficción hasta entonces en uso) da cuenta de un desdoblamiento que progresivamente
permite a los representantes en la Cámara de los Comunes, súbditos del monarca,
apoyar su enfrentamiento con el Rey en la ficción de una soberanía popular por ellos
representada. Morgan ve en esta nueva ficción del pueblo soberano un mecanismo de
los Comunes para alzarse por sobre el resto de los súbditos. Hasta allí el razonamiento
es correcto, pero inmediatamente Morgan concluye con un anacronismo en toda regla
sobre la distancia abierta entre el pueblo ficcional (evocado por la soberanía popular) y
el pueblo real o de las comunidades, sobre el que los representantes se abrían
encaramado. Si hasta entonces había súbditos, la aseveración acerca de la existencia de
un pueblo real e independiente del ficcional no se sostiene, lo que dicho de otra manera
supone en nuestra perspectiva que ese pueblo del que habla Morgan no puede sino ser
un resultado diferido de la invocada soberanía popular.
La oposición al poder es un elemento central en la constitución de la solidaridad
popular, aunque el mundo popular nunca puede definirse como lo opuesto puro del
poder10, entre otras cosas porque la misma identidad es una forma dada de poder. De
igual manera, debemos estar atentos a no realizar una cartografía que coloque a las
identidades populares sin más en oposición al poder del Estado. Los movimientos
populistas, así como diversas formas de afirmación de una identidad nacional de corte
antiimperialista, al igual que los movimientos de descolonización, son ejemplos de
identidades populares cuyo antagonista elude el lugar de un Estado que muchas veces
las cobija para identificar ese poder con un sector socioeconómico, un grupo étnico o
una potencia extranjera.

10
Así, en un pasaje de La razón populista Laclau afirma que “el ‘pueblo’ siempre va a ser algo más que
lo opuesto puro del poder” (pág. 191). Si el pueblo se define por su oposición al poder desde la
percepción de un desvalimiento, ello nos permite reformular la frase en términos ligeramente distintos:
“el pueblo nunca va a ser plenamente ‘el pueblo’”.
Página |6

Llegados a este punto es claro que las identidades populares suponen una amplia
variedad de solidaridades políticas, muchas veces completamente diferentes entre sí.
Con el objeto de distinguir las peculiaridades del populismo dentro de este campo más
amplio es que nos permitiremos esbozar las características de tres formas diferenciadas
de identidad política popular. Nuestro afán no es el de construir una tipología general de
las mismas: ni nuestras fuerzas, ni la complejidad del tema en cuestión nos permiten
esbozar una de esas taxonomías linneanas a las que se ha vuelto tan afecta la ciencia
política en nuestros días. Más modestamente intentaremos distinguir tres formas
distintas a través de las cuales las identidades políticas populares se constituyeron y
procesaron su relación con la comunidad política en su conjunto. Distinguiremos
entonces entre las identidades totales, las identidades particulares y las identidades con
pretensión hegemónica. Cabe destacar que aunque no escatimaremos ejemplos
empíricos (siempre sujetos a una controversia interpretativa) para ilustrar nuestro
argumento, la distinción misma entre estas tres categorías se sustenta en una
construcción típica ideal, esto es, en una síntesis paradigmática de rasgos sobresalientes
cuya encarnadura en casos empíricos concretos siempre es imperfecta. Más aún, el
estudio de casos históricos concretos muchas veces nos puede colocar bien ante
experiencias híbridas que se sitúan en zonas intermedias o puede revelarnos la
transición de una identidad entre una y otra forma de la identidad popular.
El principio de escisión podrá ser más o menos acentuado en cada caso. Podrá
constituir la negación absoluta de un Otro que amenaza la existencia de la identidad
emergente o podrá en cambio fijar la imprescindible separación que permita constituir
un espacio relativamente independiente del poder para plantear demandas a aquel.

2.1 Las identidades totales

El gran teórico del espíritu de escisión fue sin duda Georges Sorel, de su obra
recibió Antonio Gramsci las claves de su desarrollo de la constitución de una voluntad
nacional popular. Fascinado por la ideología de las escisiones del cristianismo primitivo
que quería traducir a la estrategia del sindicalismo revolucionario, escribió el teórico
francés hacia 1906:

“La ideología se ha construido por razón de unos hechos un tanto singulares,


pero muy heroicos: no era preciso que los mártires fueran numerosos para
demostrar, mediante su sacrificio, la verdad absoluta de la nueva religión y
el error absoluto de la antigua, para de ese modo establecer que había dos
caminos incompatibles entre sí, para hacer comprender que el reinado del
mal tendría un término.”11

11
Georges Sorel, Reflexiones sobre la violencia, pág. 256.
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La cita dibuja la forma de una plena consumación de la escisión que atraviesa a


algunas identidades populares. No sería difícil encontrar paralelismos con el papel que
los mártires de Chicago, entre tantos otros, cumplieron en el ideario de sectores del
movimiento obrero revolucionario durante buena parte del siglo XX. Más aún, quien
hoy emprenda la lectura de un libro como Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon,
encontrará en su repetitivo solaz en el papel de la violencia los extremos a los que puede
llegar el espíritu de escisión en el marco una guerra colonial como la de Argelia. Una
radicalidad en la que la positividad toda del mundo colonizado es producto de una
relación de opresión con el colonizador y es precisamente ese común rechazo de un otro
que amenaza la propia existencia el cemento que unifica a la solidaridad que
simultáneamente emerge a partir del desdoblamiento que supone la conmoción del
orden policial vigente por la aparición de una voz que hasta entonces no contaba, una
voz que en términos de Rancière, cuando evoca los escritos decimonónicos de Pierre-
Simon Ballanche sobre el relato hecho por Tito Livio de la secesión de los plebeyos
romanos en el Aventino, sólo puede ser entendida como ruido en el orden de lo sensible
que organiza la dominación hasta entonces vigente.12 Llevada al extremo, como es el
caso de Fanon, la profundización de la escisión no permite ningún tipo de intercambio
entre los contendientes, ya que en sus palabras:

“La impugnación del mundo colonial por el colonizado no es una


confrontación racional de los puntos de vista. No es un discurso sobre lo
universal, sino la afirmación desenfrenada de una originalidad formulada
como absoluta.”13

Es esta una, entre otras formas posibles, de concebir en sentido fuerte una noción de
diferencia14 o desacuerdo en política. Fórmula muy cara al universo intelectual francés
que rememora una concepción abrupta o catastrófica del cambio. Recordemos que el
mismo Rancière recuerda una y otra vez que la imposibilidad del intercambio
lingüístico y la ausencia de reglas y códigos para la discusión no radica en el
empecinamiento de los dominadores ni en un enceguecimiento ideológico sino que

12
Las reflexiones de Jacques Ranciére sobre los escritos de Ballanche se encuentran en su libro El
desacuerdo. Política y filosofía (págs. 37 y ss). Pierre-Simon Ballanche (1776-1847) fue un escritor y
filósofo contrarrevolucionario francés que hacia 1829 publicó en la Revue de Paris una serie de artículos
con el título “Formule générale de l’histoire de tous les peuples appliquée à l’histoire du peuple romain”.
13
Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, pág. 35.
14
Recordemos que en su célebre texto de 1983 La diferencia Jean-François Lyotard afirmaba: “Me
gustaría llamar diferencia al caso en que el querellante se ve despojado de los medios de argumentar y se
convierte por eso en una víctima. Si el destinador, el destinatario y el sentido del testimonio quedan
neutralizados , entonces es como si no hubiera habido daño (…) Un caso de diferencia entre dos partes se
produce cuando el ‘reglamento’ del conflicto que los opone se desarrolla en el idioma de una de las
partes, en tanto que la sinrazón de que sufre la otra no se significa en ese idioma.” (pág.22).
Página |8

responde al orden de lo sensible que es idéntico a la dominación misma. 15 La extrema


realización de la escisión supone entonces la ausencia de toda posibilidad de
intercambio entre los espacios identitarios que separa un antagonismo en sentido fuerte,
entendido como límite de toda objetividad.16 Es a esta emergencia, a esta interrupción
del orden y suspensión de la cuenta de las partes hasta entonces existentes, a lo que
Rancière llama política: la misma es inescindible del blaberon, aquél término que en las
etimologías fantásticas del Cratilo de Platón17 significa “lo que detiene la corriente”y
que el posestructuralismo ha reintroducido en términos de dislocación o falla
estructural para denotar la interrupción de un orden espacial de las repeticiones. Toda
escisión supone un blaberon, una puesta en suspenso del orden y los lugares hasta
entonces existentes. Desde el momento en que aquello que no tiene voz ni parte en un
orden comunitario es admitido, se produce para Rancière el eclipse de la política y el
retorno a un orden policial.
Ahora bien, el blaberon propio de la escisión no necesariamente alcanza la
forma excluyente y segregacionista que Fanon plantea en la irreductibilidad de una
impugnación a cualquier formulación en términos universales. No hay en las palabras
de Fanon ninguna posibilidad de intercambio o de regeneración del antagonista y sólo
cabe su aniquilación y expulsión del mundo colonizado.
Ciertamente, hemos abusado de la obra de Rancière para desarrollar la
afirmación de Fanon en torno a la irreductibilidad a un lenguaje universal de la
impugnación del colonizador. Redordemos que Rancière cultiva una visión
emancipatoria de la política como aquella actividad que tiene por principio la igualdad y
este principio se transforma en la constante puesta en cuestión de las partes de la
comunidad. Sin embargo, la obra del discípulo de Althusser nos permite ir aún más allá:

“La masa de los hombres sin propiedades se identifica con la comunidad en


nombre del daño [tort] que no dejan de hacerle aquellos cuya cualidad o
cuya propiedad tienen por efecto natural empujarla a la inexistencia de
quienes no tienen ‘parte en nada’. Es en nombre del daño [tort] que las otras
partes le infligen que el pueblo se identifica con el todo de la comunidad.”18

15
Ranciére, op. cit, pág 38.
16
La idea del antagonismo como forma de presencia discursiva del límite de toda objetividad es
desarrollada por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (op. cit.) en el tercer capítulo de su libro, págs. 141 y
ss.
17
La voz blaberon es introducida por Sócrates en su diálogo con Hermógenes y definida como “lo
dañoso” o “lo que impide el curso de las cosas”. De allí es tomada por Rancière. Platón, Cratilo, págs.
428 y 429.
18
Jacques Rancière, op. cit. Págs. 22 y 23.
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Es precisamente por esta razón que Rancière no considera al pueblo como una clase
entre otras, sino como la clase de la distorsión que perjudica a la comunidad, que la hace
una comunidad dividida, litigiosa, “comunidad de lo justo y lo injusto”19 en la que la
cuenta de sus partes es conmovida por esa disputa.
El tema aquí introducido por Rancière es de particular importancia: se trata de la
clásica doble valía del término “pueblo”. Entendido como plebs el pueblo es una parte
de la comunidad (o la parte de los sin parte, quienes no entran en la cuenta, la multitud,
los pobres). Existe en cambio otra acepción del pueblo, distinta a la aquí sostenida por
Rancière y expresada por el término latino populus que refiere no ya a una parcialidad
sino al conjunto de los miembros de una comunidad dada. La productividad de esta
distinción clásica ha sido explorada en tiempos cercanos por autores como Pierre-André
Taguieff y más recientemente Ernesto Laclau en sus intentos de aproximación al
fenómeno populista.20
La característica definitoria de las identidades populares totales radica en el
hecho de que en las mismas la plebs emergente apunta a redefinir los límites de la
comunidad convirtiéndose en único populus legítimo y expulsando de sus límites al
campo adversario sin que procesos de negociación de su promesa fundacional den lugar
a fenómenos de hibridación o regeneración de los actores enfrentados a través de una
atenuación de las fronteras que separan a la plebs de sus enemigos. Generalmente, las
identidades totales operan una reducción violenta del populus a plebs. Se trata de una
suerte de realización de la concepción schmittianana –de inspiración rousseauniana- de
la democracia como homogeneidad. Escribía hacia 1926 el jurista alemán:

“Toda democracia real se basa en el hecho de que no sólo se trata a lo igual


de igual forma, sino, como consecuencia inevitable, a lo desigual de forma
desigual. Es decir, es propia de la democracia, en primer lugar –y en caso de
ser necesaria- la eliminación o destrucción de lo heterogéneo.”21

Este postulado es plenamente compatible con la estrategia delineada por Fanon22


respecto a los colonizadores, cuyo exterminio o expulsión postula a través de su libro.

19
Ibid.
20
En el caso de Pierre-André Taguieff nos referimos a su texto de 1994 “Las ciencias políticas frente al
populismo: de un espejismo conceptual a un problema real”. Para ver la aproximación de Ernesto Laclau
al tema nos remitimos a su libro La razón populista, publicado en 2005.
21
Carl Schmitt, “Sobre la contradicción del parlamentarismo y la democracia”, pág. 12. En los años 50
del siglo pasado, autores liberales como Isaiah Berlin y Jacob Talmon ya habían señalado que entre la
tradición democrática de inspiración rousseauniana y el totalitarismo existía no una ruptura, como la que
más tarde postularía Lefort, sino una relación de continuidad. En términos de Laclau podríamos indicar
que si la tradición democrática se define en el eje equivalencial de las articulaciones hegemónicas, el
totalitarismo puede ser definido como una saturación equivalencial (lo que es idéntico a postular un orden
plenamente diferencial).
22
Frantz Fanon, op.cit.
P á g i n a | 10

Legados a este punto, consideramos imprescindible apartarnos de la


interpretación en clave emancipatoria del desacuerdo en Rancière. Aún subsisten en el
autor francés improntas que identifican a la parte no contada con una carencia o
privación definida objetivamente. Su visión de la política como igualdad marca un
litigio que pone en duda lo común de la comunidad pero que a través de sus ejemplos
apunta a un horizonte en el que la suma será siempre el desenlace posible que
estructure un nuevo orden policial. La resta de partes de la comunidad, algo que también
supone un blaberon, una ruptura del orden espacial de las repeticiones, no ingresa en su
teorización de la política.
Desprendidos de estos postulados normativos podemos recurrir a otros ejemplos
de identidades populares totales, de plebs que buscaron intransigentemente convertirse
en populus y construyeron los medios para realizarlo. Casos bastante menos simpáticos
aun que los excesos del anticolonialismo de Fanon.
El nazismo construyó la ficción de un pueblo honrado, puro y trabajador que era
expoliado por una minoría judía y por las potencias Occidentales a su servicio. El
stalinismo supuso siempre una frontera irreductible respecto a los enemigos a destruir:
ciertamente esta frontera sufrió numerosos desplazamientos a lo largo de las tres
décadas de ejercicio absoluto del poder, pero esos desplazamientos no hicieron sino
extender progresivamente el terror hacia el conjunto de la población soviética.23 De
igual forma, las operaciones de limpieza étnica llevadas a cabo en la antigua Yugoslavia
en la primera mitad de los años 90 constituyen un ejemplo de la violenta reducción del
populus a plebs.

2.2. Las identidades políticas parciales

Las identidades políticas parciales se definen no por una necesaria ausencia del
recurso a la violencia (esta puede ser un mecanismo en su constitución y sostenimiento
o por el contrario puede estar ausente casi por completo). Tampoco lo hacen porque
supongan necesariamente una cierta domesticación del antagonismo y la conversión del
enemigo en adversario garantizando un cierto marco de convivencialidad (ella puede o

23
Un análisis de las 53 desviaciones ideológicas penadas y perseguidas apenas entre los miembros del
Partido pueden darnos una idea de la implacable homogeneización violenta instalada por el stalinismo:
anarquismo (pequeño burgués) , antibolchevismo, aventurerismo, blanquismo, bonapartismo,
capitulacionismo, centrismo, conciliacionismo, cosmopolitismo, culto de la personalidad, cultura de
camarillas, derrotismo, desviación de derecha, desviación de izquierda , diletantismo, economismo,
entrismo, falta de principios, formación de bloques, formalismo, fraccionalismo, golpismo,
individualismo (burgués), liberalismo, liquidacionismo, nivelación de clases, oportunismo de izquierda,
oportunismo de derecha, renegacionismo, revisionismo, sectarismo, sionismo, socialdemocracia,
socialfascismo, socialpatriotismo, trotskismo, trotskismo de derecha, vanguardismo, ambiguo, bundista,
confidente, contrarrevolucionario, elemento hostil, enemigo de clases, enemigo del pueblo, incendiario,
menchevique, parásito del partido, parásito del pueblo, provocador, subversivo, saboteador,
ultraizquierdista. Paradójicamente, tan exhaustiva enumeración no pertenece a un académico sino a Hans
Enzensberger en su sugestivo libro Hammerstein o el tesón, págs. 204 y 205 (H.M.Enzensberger,
Hammerstein o el tesón, Barcelona, Anagrama, 2011).
P á g i n a | 11

no estar presente)24. El rasgo distintivo de las identidades particulares es que en ellas el


propio espacio no aspira a saturar el campo comunitario: no hay conversión de la plebs
en populus y en este sentido se definen como la contracara de las identidades populares
totales. En casos extremos, las identidades parciales coexisten más que conviven con las
comunidades que las albergan, marcando cierta tendencia hacia el encierro endogámico
y la segregación.
Veamos algunos ejemplos: en sus orígenes, el naciente Partido Socialista
argentino constituyó una identidad de este tipo. Así puede leerse en su primer
manifiesto electoral del año 1896:

“Fundamentalmente distinto de los otros partidos, el Partido Socialista


Obrero no dice luchar por puro patriotismo, sino por sus intereses legítimos;
no pretende representar los intereses de todo el mundo, sino los del pueblo
trabajador contra la clase capitalista opresora y parásita;”.25

Cierto es que muy rápidamente los socialistas argentinos transitaron el camino a


convertirse en una identidad popular con pretensiones hegemónicas apelando a un
discurso de corte más universalista y ciudadano. Pero el de los socialistas argentinos no
es un caso aislado: numerosas articulaciones obreras, étnicas, sindicales y campesinas,
en lo que es una variedad imposible de enumerar, han constituido solidaridades estables,
esto es, identidades en disputa con el poder que no aspiran a representar más que su
propio espacio. Partidos étnicos como el Wallmapuwen de los mapuches chilenos, la
Roma Unión de Serbia de los gitanos de ese país o el SVP de la minoría alemana de
Bolzano, son algunos ejemplos entre decenas posibles.
Es claro que una identidad definida como parcial en el orden nacional puede
aparecer con las características de una identidad total o de una identidad con pretensión
hegemónica en espacios locales más restringidos, pero esta construcción de tipos apunta
a la relación establecida entre identidad popular y comunidad política nacional, no a
determinar el grado de pluralismo de cada una: es tan claro que podrá haber algunas
identidades particulares que desarrollan una convivencia pluralista con otras, como que
pueden existir muchas que no lo hagan, y aun en el primer caso, nada indica que esa
identidad particular no ejerza un despotismo absoluto sobre su propio espacio.

24
Sobre el “modelo adversarial” como propuesta de llegar a una forma de compatibilidad entre el
formato nosotros/ellos de constitución identitaria y el pluralismo, resulta ilustrativo el libro de Chantal
Mouffe En torno a lo político (ver especialmente págs. 15-28). Con todo, la idea de Mouffe de una
domesticación del antagonismo que seguiría cumpliendo toda la productividad política atribuida a este
término, no termina de satisfacernos. En nuestra opinión, de lo que se trata es de la sobredeterminación
entre unos antagonismos y otros: es la persistencia de un antagonismo en toda su potencialidad, que
expulsa a los enemigos del pluralismo de la comunidad política legítima, la que permite y sustenta un
modelo adversarial que necesariamente remite a esa exclusión primigenia que sobredetermina cualquier
conflictividad entre los ahora adversarios.
25
Partido Socialista, “Primer Manifiesto Electoral”, (1896). En Natalio R. Botana y Ezequiel Gallo, De la
República posible a la República verdadera (1880-1910), pág. 316.
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Uno de los principales errores de la asimilación entre conceptos de distinto nivel


de generalidad como son los de identidad popular y populismo fue proyectar en toda
articulación de solidaridades populares la matriz jacobina de construcción de un pueblo.
Existen también formas de identidad popular particular especialmente
segregativas y muy distantes del ejemplo de los socialistas argentinos que desarrollamos
más arriba. Un caso singular es el del Black Panther Party norteamericano constituido
hacia 1966 en California y muy influido por las ideas de Malcolm X, asesinado el año
anterior. En sus orígenes fue una organización creada para la autodefensa del pueblo
negro que promovía que la población afroamericana ejerciera su derecho constitucional
a portar armas. En su Programa de los Diez Puntos pueden leerse una serie de
reivindicaciones concernientes a la población afroamericana: autodeterminación para las
comunidades negras oprimidas (punto 1), empleo para nuestra gente (punto 2), fin del
robo a las comunidades negras por parte de los capitalistas (punto 3), liberación de los
negros encarcelados porque no tuvieron un juicio justo (punto 9), junto a otras
demandas como el acceso a la salud (punto 6), a la educación (punto 5) y el reclamo del
fin de la brutalidad policial contra los negros (punto 7). La organización colapsaría en
pocos años debido a operaciones ilegales de contrainteligencia del FBI. Lo que aquí nos
interesa es marcar la distancia de los Panteras Negras con otro tipo de solidaridades
populares que buscaban llevar adelante las reivindicaciones de la población
afroamericana como el Civil Rights Moviment de Martin Luther King. La gramática de
este último era asimilable a la inclusión de los hasta entonces excluidos en los derechos
civiles vigentes en el Estado pero circunscriptos a los blancos, y, en este sentido, su
discurso se planteaba en términos de alcanzar la igualdad para todos, marcando una
vocación universalista que apuntaba a una clara pretensión hegemónica dirigida hacia el
conjunto de la sociedad. En el caso de los Panteras Negras, ampliamente influidos por la
obra de Fanon, demandas generalmente muy similares eran procesadas en forma
radicalmente distinta: como derechos específicos y diferenciales que la población negra
merecía en virtud del daño sufrido a lo largo de una historia de expoliación.
El caso de los Panteras Negras nos revela una de las incongruencias mayores del
planteamiento de Laclau en La razón populista. Allí, la política aparece reducida al
populismo y este es identificado sin más con la construcción de un pueblo. Para Laclau,
las demandas que no consiguen establecer vinculaciones con otras distintas
construyendo una frontera respecto del poder, esto es que no consiguen cierto nivel de
universalización, escapan al campo de la política. Son consideradas “demandas
democráticas” (por contraposición a las politizadas “demandas populares”) siendo
susceptibles de ser ignoradas o resueltas por vía administrativa.26 Está claro que para
nosotros la fijación de cualquier tipo de identidad supone la presencia de operaciones
hegemónicas y que aun una identidad que se reivindica como particular y que no aspira
a abarcar al conjunto de la comunidad supone la puesta en juego de una lógica de
equivalenciación entre distintas demandas (como es el caso de los Panteras Negras) o
incluso, la extensión de una misma demanda entre distintos sectores (que es ya una
forma de la equivalencia), así como fronteras de algún tipo. El error de Laclau es

26
Ernesto Laclau, La razón populista, pág. 97 y ss.
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reducir en buena medida la equivalencia a su extensión, vinculando la politicidad a la


pretensión de una plebs de convertirse en verdadero populus, esto es, al número y su
pretensión hegemonista. Ello es contradictorio con la centralidad y productividad
otorgada por Laclau al antagonismo en la estructuración de lo político a lo largo de toda
su obra. Es como si la causalidad postulada se invirtiera para sostener que el
antagonismo es una función de la extensión de la equivalencia entre demandas que
comprenden cada vez a más amplios sectores de la comunidad. Lo que no comprende la
perspectiva de Laclau es que la equivalencia no es sólo extensión sino también
intensidad, esto es, la fuerza que cohesiona a una identidad, o, lo que es lo mismo, cuán
fuertemente están sujetos los momentos que constituyen una cadena equivalencial. Es la
fuerza del antagonismo la que puede hacer que una identidad particular, sin aspiraciones
a representar a la comunidad en su conjunto, pueda convertirse en algo más que una
curiosidad destinada al aislamiento corporativo y despreciable para la política.27

2.3. Las identidades con pretensión hegemónica

Las identidades populares con pretensión hegemónica son quizás las más
comunes en el orden democrático liberal (aunque no sean exclusivas de éste) y es tal
vez debido a que son parte de nuestra cotidianeidad política que las hemos naturalizado
al punto de hacérsenos imperceptible su “pretensión hegemónica”. Por esta misma
razón se han convertido en una suerte de patrón normativo acerca del “deber ser” de las
identidades populares frente al que tanto las identidades totales como las parciales
aparecen como mórbidas desviaciones. Pertenecen a este tipo, la mayor parte de los
partidos políticos competitivos así como ciertos movimientos sociales que plantean en
términos universalistas sus demandas.
A diferencia de las identidades parciales que reafirman su propia especificidad,
las identidades con pretensión hegemónica aspiran como las identidades totales a cubrir
al conjunto comunitario, o al menos a una porción lo más amplia posible del mismo. La
diferencia para nada insignificante estriba en el hecho de que si las identidades totales
operan esta reducción a la unidad mediante la expulsión o la destrucción de lo
heterogéneo, en el caso de las identidades con pretensión hegemónica, el camino será el
de la asimilación mediante desplazamientos moleculares que suponen tanto la
negociación de su propia identidad como la conversión de los adversarios a la nueva fe.
En última instancia, un límite indiscutido entre las identidades totales y las identidades
con pretensión hegemónica está dado por el hecho de que si las primeras excluyen
constitutivamente la tolerancia a la diversidad característica del pluralismo político, las
segundas suponen un rango extremadamente variado de tolerancia del mismo.

27
Hemos desarrollado la distinción entre las dos dimensiones comprendidas en la noción de lógica
equivalencial en nuestro artículo: “Populismo, regeneracionismo y democracia”.
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Todas las identidades con pretensión hegemónica despliegan ese juego


inconmensurable entre la particularidad de la plebs y la universalidad del populus, pero
sus fronteras serán particularmente porosas y extrañas a la rigidez segregativa propia de
las identidades totales. No obstante ello, las identidades con pretensión hegemónica
pueden coexistir con altísimos niveles de polarización política.
En un marco competitivo, toda identidad emergente supone el planteamiento de
una diferencia específica. Esta diferencia es aquella que le otorga entidad, que permite
distinguirla en un campo como una particularidad distante, unida por relaciones
disímiles al conjunto de identidades presentes. Así, los socialistas argentinos, como
muchos otros en Occidente, pretendían inicialmente representar los intereses de los
trabajadores y no el de otros sectores de la sociedad que prosperaban en virtud de la
postergación de éstos. Poco a poco, aunque manteniendo el horizonte de una defensa de
los sectores del trabajo, los socialistas fueron saliendo de su encierro corporativo,
articulando un discurso más amplio, un discurso en el que la idea de ciudadanía y la
apelación universalista permitió cierto crecimiento de su espacio político al postular los
derechos del trabajador en esa clave más amplia que aspiraba a un horizonte donde
todos compartieran similares derechos.
La actitud de los socialistas contrasta fuertemente con lo que fue la política de
los partidos comunistas a fines de los años 20 del siglo pasado. Como todas las fuerzas
políticas de inspiración marxista, los comunistas se habían planteado desde el inicio la
cuestión de la relación entre la parte y el todo, entre la plebs y el más vasto populus. La
ficción del proletariado como clase universal, cuya emancipación supondría la
emancipación humana, derivó en un juego de sustituciones, de la Humanidad a la clase
obrera y de ésta al Partido (hasta aquí un rasgo compartido con el marxismo ortodoxo
de socialdemócratas como Kautsky). Lukács y Lenin llevaron al extremo este juego de
sustituciones al postular al Partido como encarnación de la “verdadera consciencia del
proletariado” y con ello fundamentar la dictadura del partido. Fue en este marco que el
comunismo soviético se transformó rápidamente en una identidad total. Más tarde y
muerto ya Lenin, en pleno auge de los fascismos europeos, el VIº Congreso de la
Internacional Comunista reunido en Moscú entre julio y septiembre de 1928 aprobó la
consigna “clase contra clase”, postulando que se había abierto un “tercer período”
revolucionario y calificando a los socialdemócratas como “socialfascistas”. Execraron y
castigaron, por tanto, cualquier tipo de acción conjunta con ellos. El aislamiento sectario
de los comunistas fue un elemento más que contribuyó al ascenso del nazismo en
Alemania.28 Aunque la Internacional revisaría sus anteriores postulados en 1935
impulsando la política de los “frentes populares” que llegarían al poder en Francia,
España y Chile, el aislamiento convertiría por años a muchos partidos comunistas en
híbridos que representaban identidades parciales con impotentes aspiraciones a
convertirse en identidades totales. Sólo el ocaso del stalinismo permitió a algunos
partidos comunistas europeos –y el caso más notorio es el del Partido Comunista

28
Sobre el encerramiento clasista del movimiento obrero europeo y el papel de los comunistas es
particularmente ilustrativo el libro de Arthur Rosemberg Democracia y socialismo.
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Italiano de la posguerra- transitar el camino hacia una identidad con pretensión


hegemónica.
Las identidades con pretensión hegemónica, claro está, no se caracterizan por la
ausencia de fronteras que las delimitan frente a sus adversarios. Sin embargo, estas
fronteras son radicalmente distintas de aquellas que caracterizan a las identidades totales
y a muchas identidades parciales. Se trata de límites porosos, que no sólo se desplazan
sino –y esta es su diferencia específica- que permiten una importante movilidad a través
de ellos. No hay en ellas un enemigo completamente irreductible ni un espacio
identitario completamente cerrado e impermeable a su ambiente. Estas identidades
políticas toman mucho más la forma de manchas, con variados espacios de
superposición con otras identidades adversarias, que la alineación regimentada que
muchas veces es atribuida a otro tipo de identidades.
Llegados a este punto, es necesario introducir la figura de un tipo particular de
identidad con pretensión hegemónica que ha sido muy característico de América Latina,
aunque no sólo de ella. Nos referimos, claro está, a las identidades populistas. Las
mismas poseen algunas características específicas que nos permiten recortarlas dentro
de aquel tipo más general.29
El populismo emerge bajo un aspecto muy similar al que aquí hemos
desarrollado para las identidades totales y es por esta razón que no pocos análisis que se
concentran en este momento preliminar tienden a considerarlo sin más como una
ruptura excluyente. Las contraposiciones binarias entre pueblo y oligarquía del
peronismo evocan el fenómeno mucho más vasto de identidades que emergen
reclamando para sí la representación de un supuesto “verdadero país”, hasta entonces
expoliado por una minoría que aparece como una mera excrecencia irrepresentativa. El
mismo dispositivo puede advertirse en el yrigoyenismo, el varguismo o el cardenismo.
Fue el intelectual peruano Manuel González Prada quien en su célebre discurso del
Politeama de Lima pintó con mayor claridad esta ruptura fundacional:

“Hablo señores de libertad para todos, y principalmente para los más


desvalidos. No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y
extranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico y los Andes;
la nación está formada por las muchedumbres de indios diseminadas en la
banda oriental de la cordillera. Trescientos años ha que el indio rastrea en
las capas inferiores de la población, siendo un híbrido con los vicios del
bárbaro y sin las virtudes del europeo: enseñadle siquiera a leer y escribir, y
veréis si en un cuarto de siglo se levanta o no a la dignidad de hombre. A

29
Como hemos dicho más arriba, en los últimos años se ha abierto una segunda oleada de trabajos sobre
el populismo. Nuestro interés radica principalmente en un conjunto de producciones que han dialogado
críticamente con la formulación de Ernesto Laclau: me refiero principalmente a las líneas de
investigación y los trabajos de Emilio de Ípola, Francisco Panizza, Benjamín Arditi, Sebastián Barros,
Julián Melo, Alejandro Groppo, Julio Aibar y Eduardo Rinesi.
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vosotros, maestros de escuela, toca galvanizar una raza que se adormece


bajo la tiranía embrutecedora del indio.”30

Las palabras de González Prada evocan esa tajante dicotomización característica de la


emergencia del populismo en la que la plebs parece serlo todo frente a un orden residual
e irrepresentativo destinado a perecer. Quien pronto se convertiría en discípulo de
Renan en Paris esbozaba así las líneas constitutivas de lo que cuatro décadas más tarde
sería el APRA peruano.
Sin embargo, los populismos latinoamericanos nos revelan rápidamente que esa
apariencia totalizante está lejos de constituir su marca definitoria. Su aspiración a que la
plebs cubra rápidamente el espacio comunitario se ve rápidamente desmentida por la
presencia de fuertes oposiciones que demuestran su irrevocable carácter de parcialidad.
Sólo Lázaro Cárdenas llegó al poder con la aplastante mayoría de un 98% de los
sufragios en virtud del particular sistema mexicano de restricción de la competencia.
Aun así, debió enfrentar poderosas oposiciones tanto dentro como fuera de su partido.
La situación resultó aun más compleja para Yrigoyen, Vargas y Perón, quienes en 1916,
1946 y 1950, recibieron en elecciones el rechazo de un 48, un 45 y un 51%
respectivamente y pese a resultar triunfadores. Las sociedades demostraron una menor
plasticidad para el cambio que la postulada por la ficción de un país expoliado y
relegado que se impondría arrasadoramente tan pronto como pudiera expresarse
libremente.
Ante esta situación, los populistas no rompieron con un marco de competencia
plural que muchas veces habitaron conflictivamente. Ciertamente intentaron crear su
propia institucionalidad y forzaron muchas veces el marco legal vigente, pero este
siempre coexistió con fuertes componentes del previamente heredado. Las instituciones
del populismo reprodujeron esa tensión entre la representación de una parcialidad y la
representación de la comunidad en su conjunto. Así, la expansión de los derechos
sociales que es un elemento central de su impronta, supuso que estos derechos eran de
una parte marcas de una pertenencia comunitaria, y, de otra, conquistas a expensas de
un adversario que había prosperado en una anterior situación de expoliación de las bases
del movimiento.
El sueño de una representación unitaria del pueblo de los populismos
latinoamericanos se convirtió en una promesa siempre diferida a futuro. La aspiración
hegemonista se renovaba a través de una específica forma de gestionar ese desnivel
entre la representación de la parte y la representación del todo comunitario, encarnando
al mismo tiempo la ruptura y la integración de la comunidad política. Consiguieron
hacerlo a través de un mecanismo pendular que a veces alternativa, a veces
30
Manuel González Prada, Páginas Libres, págs. 45 y 46. En 1888 se organizó en el Teatro Politeama de
Lima un acto con el objeto de alentar una gran colecta nacional impulsada por las escuelas para rescatar
las provincias de Tacna y Arica, entregadas por diez años a Chile por el Tratado de Ancón. González
Prada fue invitado a hablar en el mismo, redactando su discurso que hizo leer por un niño. Las palabras de
González Prada deben entenderse en el contexto que siguió a la Guerra del Pacífico (1879-1883) como
una reflexión acerca de las causas de la derrota peruana.
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simultáneamente, excluía al campo opositor del demos legítimo. Es allí donde deben
buscarse las tensiones entre el populismo y la democracia liberal.
Los populismos latinoamericanos fueron experiencias regeneracionistas,
proclives a negociar muchas veces su propia ruptura fundacional. La plebs del
populismo, nunca fue idéntica a sí misma: no es la misma en el peronismo de 1945 que
en el de 1948 o en el de 1954. La evocación de la ruptura fundacional no respondió a
una significación definitiva fijada de una vez y para siempre. Será constantemente
resignificada conforme al devenir del proceso político. Como contracara, el adversario
que impugnaba su representación unitaria de la comunidad tampoco fue inmóvil para
los populismos: esa porción de entre un tercio y la mitad de la población que los
rechazaba era “la que aun no entendía” pero que en un futuro siempre diferido se
convertiría a la nueva fe.
En este marco, los populismos mostraron fronteras extremadamente permeables.
Si ciertamente forzaron y deformaron muchas características de lo que hoy definimos
como un orden democrático liberal, no menos cierto es que nunca alcanzaron a suturar
excluyentemente el espacio comunitario y mantuvieron un inerradicable elemento
pluralista que es característico de su gestión pendular entre la ruptura y la integración,
entre la representación de la plebs y la representación del populus. Una y otro, jamás
acabarían por fundirse.
Como movimientos de fuerte homogeneización política que navegaron las
turbulentas aguas de la polarización, los populismos latinoamericanos constituyeron
poderosas fuerzas reformistas y son actores centrales de la democratización en América
Latina.

3. Palabras finales

A lo largo de estas páginas hemos desarrollado algunas diferencias prototípicas


entre modos diversos de conformación de las identidades populares. Frente a quienes
sostienen que el populismo es la identidad popular por excelencia o la única forma de
constitución de un pueblo (cuando no la forma de la política tout court como sostiene
Laclau), creemos que hemos aportado elementos de peso para ubicar al populismo como
una forma particular de negociar la inconmensurabilidad entre la representación de una
parte y la representación del conjunto de la comunidad. En nuestra óptica, el populismo,
lejos de monopolizar las identidades populares, constituye apenas una subvariedad de
las mismas.
Paradójicamente, distintas formas de identidad popular que surgieron en
competencia con los movimientos populistas latinoamericanos quedaron en la mayor
orfandad interpretativa por parte de los estudios especializados, independientemente de
su simpatía o rechazo del fenómeno. Como en el estudio de Morgan, “el pueblo real”
debía estar en algún lado y la sola idea de pensar en articulaciones populares en
competencia era descartada in limine.
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Tanto la romántica imagen de la batalla victoriosa de una plebs que se convierte


sin más en populus de los exégetas del populismo, como la simétrica condena de los
populismos como variedades de lo que aquí hemos llamado “identidades totales” han
constituido fuertes prejuicios que han obstaculizado por años la conceptualización de
experiencias históricas concretas.

Buenos Aires, abril de 2012


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