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La Huida
Durante casi tanto tiempo como era capaz de recordar, Maerad había
estado prisionera entre muros. Era esclava en El Castro de Gilman, y era la
suya la más mísera de las existencias: un ciclo sin fin de penurias,
agotamientos y tristes miedos.
El Castro de Gilman era una pequeña aldea de montaña situada más allá
de las fronteras de las amplias tierras del Reino Interior de Annar. Estaba
anidado sobre la nuca de un inhóspito valle en la vertiente oriental de las
montañas de Annova, donde la cordillera se separaba brevemente y
discurría, como si de dos garras se tratase, hasta casi llegar al extremo
norte. Su virtud, por lo menos en lo que respectaba al Caballero Gilman, era
su aislamiento: aquí podía ser el tirano de sus dominios, sin nada que le
controlase. Era un fuerte bien defendido, a pesar de que nadie venía a
atacarlo. En la parte de atrás del castro estaba el despeñadero de la
muralla exterior, un escarpado precipicio que descendía varios cientos de
metros desde el Landrost, el pico más alto de aquella parte de la cordillera.
Alrededor del castro había unos muros de piedra toscamente cubierta, que
se alzaban hasta una altura de nueve metros desde una base de unos seis
metros de ancho. Se iban estrechando hasta tener poco más de un metro de
anchura en la parte superior, espacio suficiente para que dos hombres
pudiesen caminar uno al lado del otro. En la parte delantera había unas
sólidas puertas de madera, por las que podían entrar con facilidad ocho
hombres o un carro. Las puertas estaban atrancadas por la noche y la
mayoría de los días, excepto para las cacerías o cuando los hombres de las
montañas venían con sus enormes carros para intercambiar bienes, carne
salada, quesos y manzanas secas por espadas, flechas, cubos y clavos.
Allí vivían cerca de un centenar de almas: el Caballero Gilman y su
esposa, que había quedado reducida a una sombra después de haberle dado
doce hijos, de los cuales aún vivían cinco, y sus secuaces con sus esposas y
bastardos. El resto eran esclavos como Maerad, que habían sido capturados
en algún asalto durante la juventud de Gilman, o por los que habían
regateado en la puerta, o que sencillamente habían nacido allí. Vivían en
habitaciones comunes, en unas cabañas alargadas a la sombra de las
murallas.
Los edificios eran antiguos, incluso más e lo que pensaría Gilman. Las
murallas las habían levantado en tiempos olvidados adustos hombres del
norte para mantener alejados a los lobos y cosas peores. Bajo el dominio de
Gilman, las murallas servían sobre todo para mantener a la gente en su
interior. Los pequeños prados que había dentro eran cultivados y
cosechados por esclavos; las mesas, tapetes, quesos y bebidas agrias
estaban hechas por esclavos, y Gilman no deseaba que ninguno de ellos se
escapase. Sus numerosos guardias servían para reforzar su tiranía y, de
manera no trivial, complacían la opinión que él mismo tenía acerca de su
propia autoridad. Como muchos otros que gobernaban territorios bastante
más extensos, Gilman no estaba por encima de la mezquindad que implica la
vanidad.
Si alguien conseguía escapar, no había ningún lugar hacia dónde correr: el
destino más probable sería ser cazado por alguna bestia salvaje en los
bosques que se extendían por debajo de las montañas. E incluso hasta aquel
aislado castro habían llegado rumores que estremecían al mundo exterior:
murmullos de sombras sin nombre que se aparecían en las profundidades del
bosque, o de demonios olvidados que ahora se despertaban y caminaban a
plena luz del día. Por lúgubre que fuese El Castro de Gilman, aquellas
imprecisas historias de miedo funcionaban igual de bien que cualquier
muralla, impidiendo cualquier intento de huida.
Maerad todavía era demasiado joven para haber abandonado la
esperanza de escapar, a pesar de que se acercaba a la edad adula y ya había
comenzado a comprender mejor cuáles eran sus propias limitaciones, pues
entendía que aquello era un sueño infantil. La libertad era una fantasía que
ella roía obsesivamente durante sus pocos años de recreo, como un hueso
viejo al que sólo le queda un hilillo de carne y, como todas las ilusiones, la
dejaba todavía más hambrienta que antes, solo que era consciente con más
intensidad de cómo su alma moría de hambre dentro de ella, con las alas
atrofiadas por la desesperación de no ser utilizadas.
Aquel día Maerad estaba tan despistada que tuvo suerte de escapar a
una segunda paliza. En sus tareas en el corral de la leche –batir mantequilla
o colocar la leche en cuencos para hacer bebidas agrias- apenas veía lo que
hacía. Al principio no sabía lo que sentía hacia el hombre que estaba en el
establo. Su mente, experimentada en las evasiones que necesitaba para
sobrevivir, esquivó los pensamientos relacionados con él; era, de alguna
forma, impensable. Pero de vez en cuando se le venía espontáneamente a la
cabeza una imagen de su rostro moreno, y con ella una inquietante sensación
a la que no podía poner nombre: una premonición que hacía que la piel le
picase. No era una sensación exactamente desagradable, pero tampoco era
precisamente cómoda. Si hubiera sido una niña acostumbrada a celebrar el
día de su santo, podría haberla comparado con la sensación de esperarse un
regalo, pero no conocía ese tipo de celebraciones. Al mismo tiempo, la
máscara sin expresión, impasible, bajo la que sobrevivía, parecía haber
desaparecido, dejándola al descubierto y un poco asustada. Era como si el
extranjero hubiera abierto una puerta que llevaba largo tiempo cerrada en
su mente y hubiese entrado una fría corriente de aire fresco que la había
despertado de su estupor. “¿Quién soy yo?” se preguntó, y la pregunta le
dolió.
Estaba acostumbrada a su propia extranjería. A menudo había resultado
ser una protección como una maldición. A causa de sus ojos azules y su
cabello negro, los Norteños de cabello claro la llamaban bruja, y ella había
interpretado bien su papel desde una temprana edad, haciendo una virtud de
lo que la diferenciaba de los demás. Y Maerad poseía el poder de la
maldición: si miraba a alguien fijamente, este tropezaba y caía sin razón, o
un tazón podía caerse de una estantería y rompérsele en la cabeza. Incluso
una vez había dejado a un hombre ciego durante tres días. También se le
daban especialmente bien los animales, otra señal de brujería: los que ella
cuidaba se ponían gordos y daban el doble de leche que los demás. La
mayoría de los esclavos le tenían miedo y la evitaban, y los hombres de
Gilman… bueno, los hombres del caballero también habían aprendido a
dejarla en paz.
Gilman era profundamente supersticioso e, igual que todos los matones,
era un ferviente cobarde. Creía que si Maerad fuese asesinada, su espíritu
lo llevaría a él a una muerte espeluznante: lo volvería loco hasta que saliese
corriendo a ser cazado por los lobos, quizá, o le iría clavando lentamente
cuchillos de fuego invisibles. Así que Maerad se libraba de las peores
tareas, lo cual originaba comentarios y mezquindad entre muchos de sus
compañeros esclavos. Recientemente aquel resentimiento había desatado la
violencia abierta: hacía un mes, seis mujeres la habían atacado y habían
intentado ahogarla en el estanque de los patos. Casi lo habían conseguido,
pero Gilman había salido corriendo del salón, con la cara roja por el pánico, y
la había arrastrado fuera del agua. A pesar de que a Maerad la habían
abofeteado por los problemas que había causado, las esclavas que la habían
atormentado habían sido azotadas y privadas de comida durante tres días.
¡Salvada por Gilman! Sonreía con humor ante la ironía. Había detenido la
persecución, de momento… pero ahora ya nadie la hablaba, aparte de los
idiotas como Lothar.
Si no hubiera sido por su música, se habría matado, o habría dejado que
los demonios de su cabeza la provocasen hasta la locura. O quizá se habría
vuelto de piedra y se habría convertido en lo mismo que el resto,
brutalizada de todo sentimiento. Su lira era su única posesión, la única cosa
que le quedaba de su madre. Era pequeña, se le asentaba en el brazo como si
fuese un bebé, un instrumento de madera desnuda sin ningún tipo de
decoración a excepción de unos grabados indescifrables, pero su sonido era
puro y verdadero. Uno de sus primeros recuerdos era el de su madre
tocándola, punteando las cuerdas y cantándole a Maerad; suponía que debía
ser muy pequeña, porque su madre no estaba triste.
Maerad podía tocar como un verdadero juglar: tenía el oído aguzado, y
solo necesitaba escuchar una melodía una vez para poder repetirla. Mirlad,
el Bardo de Gilman, había descubierto su talento después de que muriese su
madre. Entonces sólo tenía siete años, y él había conseguido persuadir a
Gilman para que liberase a Maerad de algunas de sus tareas matutinas para
que él pudiese enseñarle. Mirlad, brusco, taciturno, a veces cruelmente
severo, había sido su profesor hasta que cumplió trece años: entonces
Gilman había reclamado su trabajo de nuevo en los campos. Maerad
recordaba su tristeza ante aquella decisión, y la extraña respuesta de
Mirlad: “Te he enseñado todo lo que sé de la música”, le había dicho,
encogiéndose de hombros con indiferencia. “Cualquier otra cosa sería un
desperdicio aquí. Puedes tocar por las noche, de todas formas”.
Su música acrecentaba su aislamiento, pero había otra razón para que
Gilman la tolerase: Mirlad había muerto unos dos años antes, a pesar de que
quizá sólo Maerad había lamentado su muerte, y ahora era ella la única
persona en el castro que tenía habilidades para tocar en las juergas. Tocaba
para sí misma, en privado, siempre que podía, y aquellos escasos momentos
eran el único consuelo en su degradada vida.
“Milana. Mi madre. ¿Cuánto tiempo hace desde la última vez que pensé en
ti? Me trenzabas el cabello cada noche, incluso si las manos te temblaban de
cansancio, y me tocabas hermosas melodías cuando me sentía triste o
cuando alguien me pegaba, y me besabas, ahí, en la frente…” la mente de
Maerad se estremeció ante el recuerdo de la muerte de su madre, cómo
había caído enferma, consumida por la fiebre, el dolor y la pena. Había
muerto, eso era todo, y después de aquello Maerad se había quedado sola.
Durante tanto tiempo como era capaz de recordar, Maerad había soñado
con huir del Castro de Gilman. Pero los años pasaban y solo traían la
seguridad de que escapar era imposible. La esperanza se había ido
consumiendo poco a poco, hasta que, a pesar de que Maerad no lo sabía, se
había quedado con la misma belleza triste que recordaba de su madre.
Ahora, aquel Cadvan –dijo el nombre para sí sima, en privado- había surgido
de la nada, como si no existiesen muros, ni guardias ni perros.
A medida que pasaba el día, volvía a la conversación de la mañana con un a
impaciencia creciente. A veces se convencía de que había soñado lo del
extranjero, que había sido una ilusión producto de su cansancio, una
misteriosa proyección de la nostalgia que la quemaba por dentro de ella,
pero ahora se daba cuenta de que simplemente se había dormido, como
brasas de color gris ceniza que mantenían un corazón todavía brillante, al
que la más sencilla respiración le avivarían las llamas.
Las horas se le hicieron larguísimas, pero por fin llegó la noche. Justo
antes de ir al establo, movida por un súbito impulso, Maerad se deslizó
hasta su estancia y cogió la lira del lugar en dónde la guardaba, envuelta en
arpillera bajo su palé.
Cadvan continuaba allí, tumbado de espaldas en el establo, con las manos
dobladas detrás de la cabeza, aparentemente analizando el techo. Ahora ya
no tenía un rostro tan grisáceo, a pesar de que aún conservaba círculos
oscuros bajo los ojos. Le sonrió a Maerad cuando entró, pero cuando vio las
marcas recientes que tenía en las piernas de los azotes sufridos aquel
mismo día, su sonrisa se desvaneció. Ella le devolvió una mirada sin
expresión, esperando a que él hablase. Él suspiró y se puso de pie.
-Bien, Maerad, he tenido algo de tiempo para pensar –dijo-. Este lugar es
repugnante, asqueroso; aquí se trata mejor a los animales que a las
personas. Eso y a es suficientemente injusto –hizo una pausa-. ¿Deseas
marcharte?
Maerad casi se echó a reír. El castro estaba vigilado día y noche, y los
guardias eran celosos. Algunos esclavos habían intentado escapar, pero
durante toda su vida Maerad había escuchado que ninguno lo había
conseguido, aunque había visto muchos azotes salvajes y cómo los sabuesos
de Gilman despedazaban a un hombre. Era suficiente para impedir el
intento.
-¿Marcharme de este lugar?
-En serio, Maerad.
-No he soñado con ninguna otra cosa durante años –dijo ella-. Es
imposible. ¿Por qué crees que todavía estoy aquí?
-Nada es imposible –Cadvan hizo una pausa y bajó la vista la suelo.
Podrías marcharte conmigo. Pero tengo un pequeño dilema sobre qué hacer,
ya que llevarte conmigo sería lo más imprudente. Voy saltando de peligro en
peligro, y no estoy en mi mejor forma.
A Maerad se le cayó el alma a los pies de la decepción. No se había dado
cuenta, a pesar del franco escepticismo, de la resistencia de su esperanza.
Pero Cadvan continuó.
-Tampoco podría dejarte aquí, si de verdad eres la hija de Milana, y
cierto es que tú deseas marcharte. Quizás podría volver cuando tenga más
fuerzas, pero tengo obligaciones que no puedo abandonar, y no estaría libre
de ellas en varios meses. Y mi corazón me dice… -volvió a quedarse en
silencio, mirando hacia el suelo, como si estuviese valorando una decisión
difícil-. Ahora he de marcharme. Si quieres venir conmigo, puedes.
Marcharnos será tarea fácil. Otras cosas no serán tan sencillas, pero
tendremos que aceptarlas tal y como vengan.
De repente Maerad se había quedado sin respiración y no podía
responder.
-¿Si? –dijo el extranjero-. ¿O no?
-¿Por qué me preguntas esto? –dijo ella- ¡Es imposible! ¿Me estás
engañando?
Cadvan se limitó a mirarla sin responder. Ella le devolvió la mirada
obstinadamente, negándose a bajar la vista.
-Hay pocas ocasiones en la vida de una persona en las que la elección esté
clara –dijo finalmente Cadvan-. La diferencia entre una persona y otra es
cómo llevan a cabo esa elección –se produjo un breve silencio, y después hizo
un gesto impaciente-. No tengo tiempo. Ya he realizado mi oferta. Puedes
quedarte o marcharte, como desees. Te estoy preguntando qué quieres. Si
no lo sabes, no es asunto mío –se quitó unas pajas de la capa y se dio la
vuelta para salir del establo.
Una sensación similar al pánico invadió a Maerad. Durante un segundo se
sintió como si estuviera ahogándose de nuevo: solo que esta vez no habría
ninguna mano que la sacase a la orilla.
-¡Espera! –gritó-. ¡Espera!
Cadvan se volvió a mirarla.
-Iré –dijo ella.
Cadvan miró su lira empaquetada.
-¿Necesitas coger alguna cosa? –Maerad negó con la cabeza-. Bueno, eso
está bien. Entonces no svamos.
-¿Ahora? ¿Y las vacas? –y la verdad era que se estaban agachando,
pidiéndole que las aliviase d su carga de leche.
-Otra persona las ordeñará esta noche –dijo Cadvan-. No creo que Gilman
permita que sus bestias sufran, son demasiado valiosas. Y ahora, date prisa.
Ven aquí.
Maerad se acercó a él cautelosamente, y él la hizo quedarse en pie,
cuadrada ante él. Le colocó las manos sobre los hombros y habló. Las
palabras hicieron que un estremecimiento recorriese a Maerad, era como
sumergirse dentro del agua fría y fresca de una fuente que brotase ese la
mañana del mundo.
-¡Larnea il Oceanía, lembel Maerad inasfrea! –dejó caer las manos-.”Que
los ojos de los hombres se aparten de Maerad para que pueda caminar sin
ser vista” es más o menos lo que he dicho –le explicó-. Ahora ningún hombre
podrá verte, aunque estés a un palmo de su nariz. La virtud no funciona con
los objetos si los dejas caer. ¡Así que mantén tu hatillo cerca de ti! Y ahora
debemos escalar las murallas.
Cogió un paquete que Maerad no había visto y caminó hacia la puerta
baja. Mientras lo hacía, a Maerad la volvió a asaltar el pánico. De alguna
forma ya sentía que su decisión era irrevocable, aun sin saber qué era lo que
había decidido: ¿Por qué confiar en aquel hombre? No sabía nada de él. Pero
sus dudas se veían superadas por un fuerte anhelo, como si todas sus ansias
de libertad, aplastadas por la desesperanza durante tantos años, hubieran
vuelto en una única ola urgente. “No puede ser peor de lo que hay aquí”
pensó, “porque aquí estoy segura de que moriré, y ahí fuera… ¿quién sabe?”
Inspiró hondo y siguió a Cadvan hacia el exterior del establo.
-Debemos darnos prisa –dijo él-. Nada de hablar. Tampoco puedo hacer
que no se nos pueda oír.
Salieron del establo y llegaron al muro del sur. A Maerad le resultó
difícil no estremecerse en las plazas abiertas, en donde los hombres del
caballero se apoyaban contra los muros, jugueteando con sus armas: era
difícil creer en su invisibilidad cuando se sentía tan visible.
Su camino les hizo pasar por el Gran Salón. Los perros encadenados
levantaron la vista y olfatearon a modo de saludo cuando pasaron, pero los
hombres veían a través de ellos.
Se mantuvo cerca de Cadvan, caminando de puntillas sin querer, hasta
que llegaron a la zona menos vigilada, en las murallas exteriores. La muralla
no era difícil de escalar, Maerad se había planeado la logística a menudo.
Era imposible, de todas formas, bajo la vigilancia de los guardia, cuya mirada
cubría cada centímetro de muro y sabían que sus vidas estaban perdidas si
alguien se marchaba. Cadvan colocó un pie sobre el muro, y Maerad le
mostró impotente su lira envuelta en arpillera, que no se podía colgar a la
espalda. Él se detuvo pensativo, la cogió y la metió en su hatillo. Después
volvieron a empezar. Cuando llegaron a la cima, Cadvan se detuvo, echando
un vistazo a cada lado hacia los guardias que patrullaban. Tras elegir
detenidamente el momento, tomó a Maerad del brazo y la empujó por el
estrecho camino, y después bajaron juntos al otro lado.
Mientras lo hacían, Maerda escuchó como sonaba la campana –una vez,
dos, tres- antes de comenzar un largo y urgente repique. Era la señal ante
una huida. Se sobresaltó, sintiéndose horriblemente descubierta. Lothar
debía de haberse percatado ya de su ausencia, pero era demasiado pronto;
sin duda buscaba venganza por el desaire de aquella mañana, y la azotarían
por hacer saltar la alarma. Se desató una conmoción en el castro. Ella medio
gateó, medio cayó por la pared, golpeando a Cadvan hasta tirarlo al suelo.
-¡Ahora marcas tú el paso! –dijo él riendo-. ¡Creía que nunca conseguiría
sacarte de ahí!
-¡Nos enviarán a los perros! –susurró Maerad, jadeando de miedo-. No
hay manera de escapar a los sabuesos de Gilman. ¡Pueden seguirle la pista a
un venado durante una semana y son capaces de hacer pedazos a un hombre
fornido en un minuto!
-Es fácil tratar con los perros –dijo Cadvan-. No tengas miedo, Maerad.
Si los perros son lo peor a lo que nos tenemos que enfrentar, seremos
afortunados. Pero ahora debemos continuar. ¿Ves el final de este valle?
Quiero estar bien alejado de aquí antes de que amanezca. Nuestra condena
de esta noche es, me temo, una larga caminata. Después descansaremos.
Maerad miró hacia el valle en donde había estado encarcelada la mayor
parte de su corta vida. El suelo se extendía ante ella, un descenso constante
y regular lleno de piedras y unos cuantos escombros, y el extraño árbol
inclinado contra los fuertes vientos que descendían de las montañas, el
Osidh Annova, la frontera este del Reino Interior. Un rudimentario sendero
bajaba dando vueltas por el centro del valle, desparramándose por aquí y
por allí con piedras procedentes de alguna avalancha.
De repente se sintió muy pequeña y asustada. Miró al hombre que tenia a
su lado, y trago saliva. Su rostro era oscuro y cerrado, los grandes perros
que aparecían en sus pesadillas, con sus aullidos y sus largos pasos
persecutorios, a él le resultaban una pequeña inconveniencia. Sin duda sabía
de cosas mucho peores. Ahora le parecía reservado, cargado con algún
poder oculto que ella sólo podía sentir. No quería parecer tonta ante un
hombre así. Se cuadró de hombros y respiró hondo.
-Entonces caminaremos –dijo ella, volviendo la cara hacia el sendero
quebrado. A su espalda, tras el castro, se erguía de fondo el Landrost, con
la cima teñida de rojo por el sol que se ponía, y su enorme masa sumía todo
el valle en la sombra.