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Lutero, gran hereje

Por P. José María Iraburu

La tesis de que la decadencia moral de la Iglesia, bajo los Papas renacentistas, había llegado a
un extremo intolerable, y que Lutero encabezó a los «protestantes» contra esta situación,
exigiendo una «reforma», es falsa y ningún historiador actual es capaz de sostenerla.

Actualidad de Lutero.– El próximo 31 de octubre se cumplirá un nuevo aniversario de las 95


tesis clavadas en 1517 por Lutero en la puerta de la iglesia del palacio de Wittenberg. Son varias
las publicaciones recientes sobre Lutero, en las que se le muestra como enamorado de la Biblia y
difusor de la misma en el pueblo, reformador de una Iglesia romana corrompida en su tiempo,
etc. Parece, pues, oportuno hacer algunas verificaciones.

No fue reformador de costumbres, sino de doctrinas. – La tesis de que la decadencia moral


de la Iglesia, bajo los Papas renacentistas, había llegado a un extremo intolerable, y que Lutero
encabezó a los «protestantes» contra esta situación, exigiendo una «reforma», es falsa y ningún
historiador actual es capaz de sostenerla. Entre otras razones, porque el mismo Lutero desecha
esa interpretación de su obra en numerosas declaraciones explícitas. «Yo no impugno las malas
costumbres, sino las doctrinas impías». Y años después insiste en ello: «Yo no impugné las
inmoralidades y los abusos, sino la sustancia y la doctrina del Papado». «Entre nosotros –
confesaba abiertamente–, la vida es mala, como entre los papistas; pero no les acusamos de
inmoralidad», sino de errores doctrinales. Efectivamente, «bellum est Luthero cum prava
doctrina, cum impiis dogmatis» (Melanchton).

Reformador de la doctrina católica.– Lutero, efectivamente, combatió con todas sus fuerzas
contra la doctrina de la Iglesia Católica. Para empezar, arrasó con la Biblia, ya que dejándola a
merced de el libre examen, cambió la infalible y única Palabra divina por una variedad
innumerable y contradictoria de falibles palabras humanas. Se llevó por delante la sucesión
apostólica, el sacerdocio ministerial, los Obispos y sacerdotes, la doctrina de Padres y Concilios.
Eliminó la Eucaristía, en cuanto sacrificio de la redención. Destruyó la devoción y el culto a la
Santísima Virgen y a los santos, los votos y la vida religiosa, la función benéfica de la ley
eclesiástica. Dejó en uno y medio los siete sacramentos. Afirmó, partiendo de la corrupción total
del hombre por el pecado original, que «la razón es la grandísima puta del diablo, una puta
comida por la sarna y la lepra» (etc., así cinco líneas más). Y por la misma causa, y con igual
apasionamiento, negó la libertad del hombre (1525, De servo arbitrio), estimando que «lo más
seguro y religioso» sería que el mismo término «libre arbitrio» desapareciera del lenguaje. Como
lógica consecuencia, negó también la necesidad de las buenas obras para la salvación. En fin,
con sus «respuestas correctas», según escribe un autor de hoy, destruyó prácticamente todo el
Cristianismo, destrozando de paso la Cristiandad.

Pensamiento esquizoide.– Une la Iglesia Católica razón y fe, entendiendo la teología como
«ratio fide illustrata» (Vaticano I). Une la Biblia con la Tradición y el Magisterio apostólico
(Vaticano II, Dei Verbum 10). Une la gracia con la acción libre de la voluntad humana. Et et.
El pensamiento de Lutero, por el contrario, es esquizoide: Vel vel. Considerando que “la razón es
la grandísima puta del diablo”, concluye: sola fides. Convencido de que la mente y la conciencia
del cristiano están por encima de Padres, Papas y Concilios, dictamina: sola Scriptura. Afirmando
que el hombre no es libre, y que no son necesarias las buenas obras para la salvación,
declara: sola gratia.

El mayor insultador del Reino.– Lutero escribe que “toda la Iglesia del papa es una Iglesia de
putas y hermafroditas”, y que el mismo papa es “un loco furioso, un falsificador de la historia, un
mentiroso, un blasfemo”, un cerdo, un burro, etc., y que todos los actos pontificios están
“sellados con la mierda del diablo, y escritos con los pedos del asno-papa”. Podrían llenarse
innumerables páginas con frases semejantes o peores.

Los teólogos católicos del tiempo de Lutero rechazaron sus tesis, ganándose de su parte los
calificativos previsibles. La Facultad de París es “la sinagoga condenada del diablo, la más
abominable ramera intelectual que ha vivido bajo el sol”. Y los teólogos de Lovaina, por su parte,
son “asnos groseros, puercos malditos, panzas de blasfemias, cochinos epicúreos, herejes e
idólatras, caldo maldito del infierno”. No es de extrañar que, pensando así, rechazara Lutero la
proposición que le hizo Carlos V en Worms para que discutiera sus doctrinas con los más
prestigiosos teólogos católicos. ¿A quién puede interesarle discutir con cerdos endemoniados?

Por lo demás, los insultos de Lutero tenían una extensión universal: las mujeres alemanas, por
ejemplo, eran unas «marranas desvergonzadas»; los campesinos y burgueses, «unos ebrios,
entregados a todos los vicios»; y de los estudiantes decía que «apenas había de cada mil uno o
dos recomendables».

El perfecto hereje.– «Yo, el doctor Lutero, indigno evangelista de nuestro Señor Jesucristo, os
aseguro que ni el Emperador romano [...], ni el papa, ni los cardenales, ni los obispos, ni los
santurrones, ni los príncipes, ni los caballeros podrán nada contra estos artículos, a pesar del
mundo entero y de todos los diablos [...] Soy yo quien lo afirmo, yo, el doctor Martín Lutero,
hablando en nombre del Espíritu Santo». «No admito que mi doctrina pueda juzgarla nadie, ni
aun los ángeles. Quien no escuche mi doctrina no puede salvarse».

Duro con los pobres, débil con los poderosos. – Con ocasión del levantamiento de los
campesinos, que exigían, primero por las buenas y luego por las malas, lo que estimaban que
eran sus derechos, escribe Lutero una durísima invectiva Contra las hordas rapaces y homicidas
de los campesinos (1525). «Al sedicioso hay que abatirlo, estrangularlo y matarlo privada o
públicamente, pues nada hay más venenoso, perjudicial y diabólico que un promotor de
sediciones, de igual manera que hay que matar a un perro rabioso, porque, si no acabas con él,
acabará él contigo y con todo el país».

Muy suave fue, en cambio, Lutero con los poderosos príncipes alemanes, a fin de ganar su favor.
Cuando, por ejemplo, Felipe de Hessen, gran landgrave, casado con Catalina, de la que tenía
siete hijos, exigió la aprobación de un matrimonio adicional con una señorita de la nobleza
sajona, obtuvo la licencia de Lutero y Melanchton, a condición de que la concesión se mantuviera
secreta. Se acudió en este caso de poligamia, consumada en 1540, al precedente de los antiguos
Patriarcas judíos.

Espantado de su propia obra.– Los resultados de la predicación de Lutero fueron devastadores


en la moral del pueblo, y él mismo lo reconoce. «Desde que la tiranía del papa ha terminado
para nosotros, todos desprecian la doctrina pura y saludable. No tenemos ya aspecto de
hombres, sino de verdaderos brutos, una especie bestial». De sus seguidores afirmaba que «son
siete veces peores que antes. Después de predicar nuestra doctrina, los hombres se entregaron
al robo, a la impostura, a la crápula, a la embriaguez y a toda clase de vicios. Expulsamos un
demonio [el papado] y vinieron siete peores».

A Zwinglio le escribe espantado: «Le asusta a uno ver cómo donde en un tiempo todo era
tranquilidad e imperaba la paz, ahora hay dondequiera sectas y facciones: una abominación que
inspira lástima [...] Me veo obligado a confesarlo: mi doctrina ha producido muchos escándalos.
Sí; no lo puedo negar; estas cosas frecuentemente me aterran». Y aún preveía desastres
mayores. Un día le confiaba a su amigo Melanchton: «¿Cuántos maestros distintos surgirán en el
siglo próximo? La confusión llegará al colmo».

Así fue. Y así ha sido en progresión acelerada, hasta llegar a la gran apostasía actual de las
antiguas naciones católicas.

¿Martín Lutero tenía razón?


José Miguel Arráiz, el 9.08.16 a las 8:18 PM
Desde hace ya algún tiempo se ha hecho costumbre escuchar de altos
prelados de la Iglesia reconocimientos y elogios a la figura de Lutero. Se ha
dicho de todo, desde loas moderadas en donde se admite que pudo estar
movido por una buena y recta intención, a alabanzas desmesuradas en donde
se le sitúa como parte de la gran Tradición de la Iglesia o hasta se admite que
tuvo razón en lo referente a la doctrina de la justificación. Desde la perspectiva
de un laico quiero en este artículo compartir lo que considero acertado y
desacertado de estos elogios políticamente correctos en la época actual sobre
la figura y doctrina de Lutero.
Sobre las buenas intenciones de Martín Lutero
Conocer a ciencia cierta cuáles eran las intenciones de Lutero para actuar
como lo hizo en tiempos de la reforma protestante es imposible, pues como
todos sabemos, el fuero interno solo lo conoce Dios. Lo que sí podemos es
formarnos una opinión aproximada y falible evitando caer en juicio temerario en
base a lo que el propio Lutero admitía y el estudio objetivo de los hechos
históricos. Desde esta perspectiva en el mejor de los casos lo máximo que se
podría admitir, como mera posibilidad, es que Lutero pudo haber actuado con lo
que se conoce como conciencia recta aunque errónea.
Tal como se nos ha enseñado tradicionalmente, actúa en conciencia
recta quien juzga de la bondad o malicia de un acto con fundamento y
prudencia, a diferencia de la conciencia falsa, que juzga con ligereza y sin
fundamento serio. Actúa en cambio con conciencia verdadera aquél que
además de actuar en conciencia recta, acierta en su juicio y actúa de acuerdo
al orden moral objetivo. No debe confundirse la conciencia recta con
la verdadera. Una persona puede actuar con conciencia recta cuando con sus
limitaciones ha puesto todo el empeño en actuar correctamente
independientemente de que acierte (conciencia verdadera) o se equivoque por
algún error especulativo (conciencia errónea). Actúa en conciencia recta
invenciblemente errónea quien luego de haber hecho todo lo posible por actuar
correctamente, aún así erra pero actuando de acuerdo a lo que su conciencia
le dicta, conciencia que en este caso, estaría formada deficientemente.
En los propios escritos de Lutero le encontramos admitiendo que sufrió una
intensa lucha interior en donde le atormentaba pensar que podía haber obrado
equivocadamente, pero que finalmente quedó convencido de que actuaba para
la gloria de Dios. Escribió Lutero a este respecto:
“Una vez (el diablo) me atormentó, y casi me estranguló con las palabras de Pablo
a Timoteo; tanto que el corazón se me quería disolver en el pecho: ‘Tú fuiste la
causa de que tantos monjes y monjas abandonasen sus monasterios’. El diablo me
quitaba hábilmente de la vista los textos sobre la justificación… Yo pensaba: ‘Tú
solo eres el que ordenas estas cosas; y, si todo fuese falso, tú serías el responsable
de tantas almas que caen al infierno’. En tal tentación llegué a sufrir tormentos
infernales hasta que Dios me sacó de ella y me confirmó que mis enseñanzas eran
palabra de Dios y doctrina verdadera” (Martín Lutero, Tisch. 141 I 62-63.)

“Antes de todo, lo que tenemos que establecer es si nuestra doctrina es palabra de


Dios. Si esto consta, estamos ciertos de que la causa que defendemos puede y debe
mantenerse, y no hay demonio que pueda echarla abajo… Yo en mi corazón he
rechazado ya toda otra doctrina religiosa, sea cual fuere, y he vencido aquel
molestísimo pensamiento que el corazón murmura: ‘¿Eres tú el único que posees
la palabra de Dios? ¿Y no la tienen los demás?’… Tal argumento lo encuentro
válido contra todos los profetas, a quienes también se les dijo: ‘Vosotros sois
pocos, el pueblo de Dios somos nosotros’” (Martín Lutero, Tisch. 130 I 53-54)
Parece ser que Lutero nunca se libró de la duda y a lo largo de los años volvía
a él un persistente remordimiento de conciencia al que identificaba como
tentaciones del demonio. En el año 1535, a la ya avanzada edad de 52 años,
admite que todavía encuentra el argumento “muy especioso y robusto de los
pseudo-apóstoles”, que le impugnan de este modo: “Los apóstoles, los Santos
Padres y sus sucesores nos dejaron estas enseñanzas; tal es el pensamiento y
la fe de la Iglesia. Ahora bien, es imposible que Cristo haya dejado errar a su
Iglesia por tantos siglos. Tú solo no sabes más que tantos varones santos y
que toda la Iglesia… ¿Quién eres tú para atreverte a disentir de todos ellos y
para encajarnos violentamente un dogma diverso? Cuando Satán urge este
argumento y casi conspira con la carne y con la razón, la conciencia se
aterroriza y desespera, y es preciso entrar continuamente dentro de sí mismo y
decir: Aunque los santos Cipriano, Ambrosio y Agustín; aunque San Pedro, San
Pablo y San Juan; aunque los ángeles del cielo te enseñen otra cosa, esto es
lo que sé de cierto: que no enseño cosas humanas, sino divinas; o sea, que
(en el negocio de la salvación) todo lo atribuyo a Dios, a los hombres nada”
(WA 40,1 p.130-31)
Lo cierto es que si tal buena intención existió, la soberbia poco a poco le llevó a
alejarse cada vez más del ideal evangélico, llenando su corazón de odio y
maldiciones, como el mismo admitió:
“Puesto que no puedo rezar, tengo que maldecir. Diré: Santificado sea tu nombre,
pero añadiré: Maldito, condenado, deshonrado sea el nombre de los papistas y de
todos cuantos blasfeman tu nombre. Diré: Venga tu reino, y añadiré: Maldito,
condenado, destruido sea el papado con todos los reinos de la tierra, contrarios a
tu reino. Diré: Hágase tu voluntad, y añadiré: Malditos, condenados,
deshonrados y aniquilados sean todos los pensamientos y planes de los papistas y
de cuantos maquinan contra tu voluntad y consejo. Verdaderamente, así rezo
todos los días oralmente y con el corazón sin cesar, y conmigo todos cuantos creen
en Cristo” (Martín Lutero, WA 30,3 p.470).
El cardenal Joseph Ratzinger, antes de ser Papa a este respecto puntualizó:
“Hay que tener en cuenta no sólo que existen anatemas por parte católica contra
la doctrina de Lutero, sino que existen también descalificaciones muy explícitas
contra el catolicismo por parte del reformador y sus compañeros; reprobaciones
que culminan en la frase de Lutero de que hemos quedado divididos para la
eternidad. Es éste el momento de referirnos a esas palabras llenas de rabia
pronunciadas por Lutero respecto al Concilio de Trento, en las que quedó
finalmente claro su rechazo de la Iglesia católica: “Habría que hacer prisionero al
Papa, a los cardenales y a toda esa canalla que lo idolatra y santifica;
arrastrarlos por blasfemos y luego arrancarles la lengua de cuajo y colgarlos a
todos en fila en la horca… Entonces se les podría permitir que celebraran el
concilio o lo que quisieran desde la horca, o en el infierno con los diablos”. (Card.
Joseph Ratzinger, Iglesia, Ecumenismo y Política. Nuevos ensayos de eclesiología,
Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1987, pp. 120).
Una vez sumido en esa espiral de locura, todo aquel que difería con Lutero en
cualquier punto de doctrina o le considerase su enemigo era objeto de los
calificativos más soeces y vulgares. Al duque Jorge de Sajonia le llama
“asesino”, “traidor”, “infame” “sicario”, “derramador de sangre”, “tunante
desvergonzado”, “mentiroso”, “maldito”, “perro” “sanguinario”, “demonio”. Los
insultos al Papa siempre fueron una constante y es casi imposible
contabilizarlos: “anticristo maldito”, “borriquito papal”, “asno papal”, “obispo de
los hermafroditas y el papa de los sodomitas”, “apóstol del diablo”. No solo los
católicos eran objeto de sus oprobios, sino que ya alcanzaban a los mismos
protestantes. A Tomas Münzer le llamó “archidemonio que no perpetra sino
latrocinios, asesinatos y derramamientos de sangre”, su aliado Andreas
Karlstadt cuando diverge con él pasa a ser un “sofista, esa mente loca”, “mucho
más loco que los papistas”. Lo mismo sucede con Ulrico Zuinglio, quien cuando
niega la presencia de Cristo en la Eucaristía, pasa a ser “dignísimo de sacro
odio, ya que tan procaz y maliciosamente obra en nombre de la santa palabra
de Dios” y un “servidor del diablo”.
Es evidente que no era Lutero precisamente la persona ideal para intentar
reformar la Iglesia, y ya pasados tantos siglos de aquellos acontecimientos,
está claro que la figura del reformador protestante no tiene por qué seguir
separando a católicos y protestantes. Yo mismo, que no siento simpatía por tan
siniestro personaje, no tendría problema en admitir que pudo haber tenido al
comienzo justa indignación por los abusos en el tráfico de indulgencias, o que
estaba sinceramente convencido de estar en la verdad. Admitir esto, no veo
que sea concederle un gramo de razón.
Sobre el oscurecimiento del sentido de la gratuidad de la salvación en la
Iglesia Católica
Pero otra de las alabanzas que se suelen escuchar respecto a la figura de
Lutero, y que ya comienza a ser preocupante, es aquella donde se admite y
sostiene que durante siglos en la Iglesia Católica se perdió el sentido de la
gratuidad de la salvación divina y fue Lutero quien tuvo el mérito de
recuperarla. A este respecto, se puede mencionar concretamente la predicación
que el padre Rainiero Cantalamessa en Marzo del presente año en la Basílica
de San Pedro, donde afirmó lo siguiente:
“Existe el peligro de que uno oiga hablar acerca de la justicia de Dios y, sin saber
el significado, en lugar de animarse, se asuste. San Agustín ya lo había explicado
claramente: “La ‘justicia de Dios’, escribía, es aquella por la cual él nos hace justos
mediante su gracia; exactamente como ‘la salvación del Señor’ (Sal 3,9) es aquella
por la cual él nos salva” (El Espíritu y la letra, 32,56). En otras palabras, la
justicia de Dios es el acto por el cual Dios hace justos, agradables a él, a los que
creen en su Hijo. No es un hacerse justicia, sino un hacer justos. «Lutero tuvo el
mérito de traer a la luz esta verdad, después de que durante siglos, al
menos en la predicación cristiana, se había perdido el sentido, y es
esto sobre todo lo que la cristiandad le debe a la Reforma, la cual el
próximo año cumple el quinto centenario. “Cuando descubrí esto, escribió más
tarde el reformador, sentí que renacía y me parecía que se me abrieran de par en
par las puertas del paraíso”[Prefación a las obras en latín, ed. Weimar, 54,
p.186.]» ”
Si bien es posible que en la época de Lutero algunos predicadores de las
indulgencias pudieron dejar en segundo plano la doctrina sobre la gratuidad de
la gracia (desconozco hasta que punto), no es justo achacar esto a la
predicación cristiana de la Iglesia durante siglos. Como bien hizo notar el
sacerdote y doctor en teología, José María Iraburu en un artículo publicado
recientemente, sostener esto es hacer una gran injusticia hacia aquellos
predicadores que más prestigio e influencia tuvieron en la cristiandad de su
tiempo, tanto antes, en y después de la época de Lutero, y que enseñaron
siempre la verdadera doctrina católica de la gracia y la justificación, y estaban
libres de toda peste de pelagianismo o semipelagianismo. Entre ellos recordó a
Santa Hildegarda de Bingen (+1179), Santo Domingo de Guzmán (+1221), San
Francisco de Asís (+1226), San Antonio de Padua (+1231), Beato Ricerio de
Mucia (+1236), David de Augsburgo (+1272), Santo Tomás de Aquino (+1274),
San Buenaventura (+1274), Santa Gertrudis de Helfta (+1302), Santa Ángela
de Foligno (+1309), maestro Eckahrt (+1328), Taulero (+1361), Beato Enrique
Suson (+1366), Santa Brígida de Suecia (+1373), Santa Catalina de Siena
(+1380), Ruysbroeck (+1381), Beato Raimundo de Capua (+1399), San Vicente
Ferrer (+1419), San Bernardino de Siena (+1444), San Juan de Capistrano
(+1456), Tomás de Kempis (+1471), Santa Catalina de Génova (+1507),
Bernabé de Palma (+1532), Francisco de Osuna (+1540), San Ignacio de
Loyola (+1556), San Pedro de Alcántara (+1562), San Juan de Ávila (+1569), y
tantos otros.

¿Realmente se puede afirmar con justicia que estos santos, doctores,


predicadores y maestros espirituales desconocieron en sus predicaciones la
gratuidad de justificación del hombre por la gracia que en la fe tiene su inicio?
¿Obscurecieron en su tiempo, «durante siglos», «al menos en la predicación»
al pueblo, el entendimiento de la salvación como pura gracia concedida por el
Señor gratuitamente? Las predicaciones de todos esos maestros y doctores,
conservadas hoy día son una clara evidencia de que eso no es cierto, y aunque
tengamos el más noble deseo de mejorar las relaciones con nuestros
hermanos luteranos, la solución no puede ser lanzar injustamente a nuestros
antepasados en la fe, a las patas de los caballos.
Diferencias entre la doctrina católica y la luterana
Para comprender cuales son las diferencias reales que subsisten entre la
doctrina católica y la luterana, tenemos que resumir, aunque sea muy
brevemente, los errores del ex-monje alemán.
La concupiscencia es siempre pecado
Los católicos creemos que se comete pecado al consentir el impulso
pecaminoso, no simplemente al sentir-lo. Para Lutero en cambio, la
concupiscencia es pecado ya en sí mismo, formal e imputable. Este primer
error llevó a Lutero a una vida de tormento, porque a pesar de todas las buenas
obras que intentaba hacer, no lograba alcanzar la paz interior al sentirse
constantemente en pecado mortal y próximo a la condenación eterna. En este
estado psicológico Lutero es conducido hacia su segundo error: la negación
total de la libertad humana.
El hombre no es libre
Tal como sostiene Lutero en su obra De Servo Arbitrio, el pecado original ha
destruido totalmente el libre albedrío de la persona humana. Para el ex-monje
alemán, el hombre es ya incapaz de hacer alguna obra buena, por tanto todas
sus obras aunque sean de apariencia hermosa, son, no obstante, y con
probabilidad, pecados mortales… y si las obras de los justos son pecado,
como lo afirma su conclusión, con mayor motivo lo serán las de los que aún no
están justificados.
La doctrina católica enseña en cambio, que a raíz del pecado original el libre
albedrío se encuentra debilitado pero no aniquilado, y que aunque para
efectuar actos saludables (actos que le conducen a la salvación) es
imprescindible la gracia de Dios, aun puede realizar sin ayuda de la gracia
obras moralmente buenas.
El hombre se justifica por la sola gracia a través de la fe fiducial, o fe sola.
El tercer error de Lutero parte del anterior, pues concluye que si el hombre no
es libre, aquellos que se salvan lo hacen porque Dios les otorga la salvación de
una forma absolutamente pasiva y extrínseca. El hombre no coopera en nada
por su salvación, sino que todo se resuelve por la certeza subjetiva de haber
sido justificado por la fe gracias a la imputación de los méritos de Cristo. Basta
con aceptar a Cristo como salvador y confiar en estar salvado para asegurar la
salvación, independientemente de si se obra conforme a la voluntad de Dios o
se incumple los mandamientos.
Desde esta perspectiva el hombre sigue siendo pecador pero es declarado
justo, de forma similar a que si tomáramos un hombre andrajoso y harapiento y
lo cubrimos sin asear con una túnica espléndidamente blanca. Al mirarlo, el
juez miraría la túnica blanca y resplandeciente (que representa a Jesucristo,
que ha muerto por nuestros pecados) en lugar del harapiento que se encuentra
debajo.
Los católicos en cambio creemos que podemos cooperar a nuestra
justificación, no con nuestras propias fuerzas, sino porque la gracia nos inspira
y nos capacita para hacerlo. Creemos además que Dios no sólo nos declara
justos, sino que también nos hace justos; que nos santifica y renueva, de modo
que, por medio de la gracia somos una nueva criatura. Por consiguiente,
debemos vivir como nueva criatura. La fe debe hacerse efectiva en el amor, en
el cumplimiento de los mandamientos y las obras de caridad.
La doctrina luterana aún barnizada piadosamente, y aunque pretende dar a la
gracia la primacía, en el fondo presenta una noción deficiente de la misma, que
la cree impotente a la hora de transformar al hombre y hacerlo verdaderamente
santo, conformándose solo con declararlo justo, pero dejándolo inmundo y
pecador.
Los justificados no pueden perder su salvación
Si se concluye erróneamente que el hombre se salva por la fe sola, es
comprensible que concluya que el creyente justificado no puede perder su
salvación aunque no obedezca los mandamientos y cometa pecados graves.
De allí que en 1521, el primero de agosto, escribe Lutero en una carta a
Melanchthon:
“Si eres predicador de la gracia, predica una gracia verdadera y no ficticia; si la
gracia es verdadera, debes llevar un pecado verdadero y no uno ficticio. Dios no
salva a los que son solamente pecadores ficticios. Sé un pecador y peca
audazmente, pero cree y alégrate en Cristo aun más audazmente… mientras
estemos aquí [en este mundo] hemos de pecar… Ningún pecado nos separará del
Cordero, aunque forniquemos y asesinemos mil veces al día”.
Los católicos en cambio creemos que el creyente justificado puede caer del
estado de gracia de Dios si comete pecado mortal. El evangelio está lleno de
advertencias en este sentido. Cristo nos habla de que aquella rama (creyente)
que a dejar de dar fruto (hacer buenas obras), es cortada y echada al fuego
(Juan 15) y deja claro que no solo el que confiesa su fe en Él entrará el reino
de los cielos, sino el que hace la voluntad de Dios (Mateo 7,21). Cuando el
joven rico pregunta a Jesús que ha de hacer para salvarse, Él le responde que
cumpla los mandamientos (Mateo 19,17). La epístola de Santiago en su
capítulo 2 contiene prácticamente una refutación formal a las tesis de Lutero, al
punto de que éste intentó por todos los medios excluirla de la Escritura y la
calificó como “la epístola de paja".
Los errores derivados de la doctrina de Lutero
Pero los errores de Lutero no terminaron allí, y como una cadena de naipes
que caen en fila, se siguieron multiplicando. En tal sentido puntualizó el
cardenal Joseph Ratzinger:
“Lutero, tras la ruptura definitiva, no sólo ha rechazado categóricamente el
papado, sino que ha calificado de idolátrica la doctrina católica de la misa,
porque en ella veía una recaída en la Ley, con la consiguiente negación del
Evangelio. Reducir todas estas confrontaciones a simples malentendidos es, a mi
modo de ver, una pretensión iluminista, que no da la verdadera medida de lo que
fueron aquellas luchas apasionadas, ni el peso de realidad presente en sus
alegatos. La verdadera cuestión, por tanto, puede únicamente consistir en
preguntarnos hasta qué punto hoy es posible superar las posturas de entonces y
alcanzar un consenso que vaya más allá de aquel tiempo. En otras palabras: la
unidad exige pasos nuevos y no se realiza mediante artificios interpretativos. Si
en su día [la división] se realizó con experiencias religiosas contrapuestas, que no
podían hallar espacio en el campo vital de la doctrina eclesiástica transmitida,
tampoco hoy la unidad se forja solamente mediante variopintas discusiones, sino
con la fuerza de la experiencia religiosa. La indiferencia es un medio de unión tan
sólo en apariencia.”
(Card. Joseph Ratzinger, Iglesia, Ecumenismo y Política. Nuevos ensayos de
eclesiología, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1987, pp. 120-121).
Dicho de lenguaje simple, las diferencias existen, e ignorarlas no hará que
desaparezcan, punto que trataré a continuación.
¿Estamos hoy en día de acuerdo católicos y protestantes en lo referente a
la doctrina de la justificación?
El Papa Francisco aludiendo al acuerdo católico-luterano respecto a la
justificación de 1999 declaró en una entrevista que “hoy en día, los
protestantes y los católicos están de acuerdo en la doctrina de la justificación”.
Con todo el respeto que se merece el Papa, y comprendiendo que este tipo de
declaraciones pueden estar motivadas por la buena intención de buscar un
acercamiento entre católicos y protestantes, creo que si somos realistas
tenemos que aceptar que la situación es muy distinta. En primer lugar, había
que matizar que dicha declaración solamente fue firmada por la Iglesia Católica
y la Federación Luterana Mundial. Dicha Federación representa solo un
conjunto de iglesias luteranas, las cuales no abarcan ni al 7% del
protestantismo y ni siquiera a la totalidad del luteranismo. Es un hecho
lamentable pero cierto que el rechazo del acuerdo fue prácticamente total por el
resto de las denominaciones cristianas incluyendo las bautistas, metodistas,
calvinistas, pentecostales, etc.
Y como hizo notar acertadamente Luis Fernando Pérez en
un artículo publicado en Infocatólica, inclusive dentro del propio luteranismo
dicho acuerdo fue ampliamente rechazado por cientos de teólogos y por la
Iglesia evangélica de Dinamarca (luterana) con un argumento lleno de sentido
común: se trata un texto que el propio Lutero habría rechazado, pues se acerca
a la doctrina católica sobre la justificación y se aparta del sola fide del ex-monje
agustino alemán.
El teólogo protestante José Grau lo explicó de la siguiente manera:
“El llamado acuerdo sobre la justificación de 1999, al igual que las conversaciones
que sirvieron de prolegómenos en las dos últimas décadas del siglo XX, hacen con
la doctrina de la justificación lo mismo que hizo Trento con el agustinianismo: se
acercan semánticamente a Lutero (aunque sin condenarlo por nombre,
específicamente, ni tampoco levantar la excomunión vaticana que pesa sobre él).
Y así como en Trento la iglesia romana descafeinó a Agustín (nota nuestra: esto es
falso),ahora estos luteranos del brazo de los católicos descafeínan a Lutero.
El resultado práctico no es otro que la inutilización de la «dinamita» del mensaje
reformado, luterano, protestante y bíblico sobre todo (el Evangelio es poder
(dinamita) de Dios para salvación a todo aquel que cree…» Romanos 1:16),
anulando la espoleta de las doctrinas de la gracia mediante una terminología
teológica que parece del agrado de todos si se lee de corrido, sin profundizar en
los conceptos. Unas afirmaciones equilibran a otras de signo diferente, sin entrar
casi nunca en el meollo fundamental de la cuestión.
Como escribe Pedro Puigvert, en carta a «La Vanguardia» (5-11-99): «Los
católicos no han cedido nada. Porque eso de confesar que la
justificación es obra de la gracia de Dios lo han creído siempre,
juntamente con la cooperación humana que ahora resulta que también es fruto de
la gracia, aunque lo desmienta la Escritura cuando dice: «Al que obra no se le
cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino que cree
en Aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia» (Romanos 4:5-
6). Roma ha ganado la batalla doctrinal. ¡Si Lutero alzara la cabeza! ”
En lo personal me gustaría compartir la apreciación del Papa y creer que
verdaderamente los católicos y evangélicos hemos llegado a profesar una
misma fe respecto al tema de la justificación, pero la cruda realidad es otra, y
es que ni siquiera los propios protestantes están de acuerdo entre ellos en este
tema.
¿Tuvo razón Lutero en lo referente a la doctrina de la justificación?
Hoy está de moda dar la razón a Lutero, es políticamente correcto. ¿Creemos
católicos y evangélicos ahora que el hombre es justificado por medio de la
gracia de Dios?, sí, pero lo mismo lo hemos creído siempre. El problema está
cuando se afirma, respecto a las diferencias reales en doctrina que existieron y
existen entre la doctrina católica y la luterana, que era Lutero quien tenía razón.
Si la doctrina de Lutero, que fue condenada dogmáticamente por un Concilio
Ecuménico y dogmático, resulta que era la doctrina verdadera, mejor apaga y
vámonos, porque entonces tendrán razón los protestantes en que no
necesitamos ni Papas ni Concilios, si es que como ellos sostienen, se pueden
equivocar cuando definen aquello que es dogma de fe.
Y si todo se trata de un gesto diplomático es necesario recordar, como nos han
enseñado siempre, que un ecumenismo que no está basado en la verdad no es
un verdadero ecumenismo y por más que posemos juntos y sonrientes para la
foto no estaremos más cerca unos de otros que hace 500 años.

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