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La sombra del mar

Georgina Mejía

[Publicado originalmente en el Periódico de Poesía

de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Especial de Mística y poesía II]

El mar es mi confesor, me ha visto beber vino en la taberna más oscura. Marca

el ritmo de mis silencios, un ritmo que no es orgánico como el giro de la luna

en el estanque, sino una cadencia distinta de la suya que, sin embargo, imita.

Sabe que a veces mis manos dibujan alas de cisne y capullos de loto. Conoce

cada pliegue de mi aliento y por eso pregunta con la garganta inquieta dónde ha

dejado su sombra. Respondo en silencio. Que vaya a buscarla en el vacío que

deja la luz cuando se aparta la tiniebla, o donde se alzan las columnas de

mármol, o en el valle donde las barcas se arrullan entre pescadores. En realidad

no lo sé. ¿No es la certeza la peor enemiga del agua, del hombre, de la flor?

mis pies giran a contratiempo, hacia el corazón

el vino ha embriagado mis labios

un umbral anuncia el fondo de un pozo

una lámpara. una llama

el oleaje golpea con suavidad a mis espaldas

el mar busca su sombra y yo, el sitio que me ha sido prometido

un lugar donde no encontraré ni a Dios ni al Diablo


Ser Dios es estar envenenado

atrapado en la visión de un cielo en llamas.

Dios no deja viudas sobre la Tierra:

ve bailar a sus mujeres y las cubre de música.

Tiene también a sus ángeles:

uno de ellos extingue la llama de la lámpara

y me muestra el más hermoso de sus rostros

en la hoja de un álamo que tiembla.

Necesito más vino, ese vino dulce

que he saboreado con migajas de pan.

Escucho al mar preguntando por su sombra a las esposas de Dios

y sigo al ángel que asciende por la roca con sus pies dorados.

Salimos del pozo. Una luz blanca se anuncia pálida y sonora.

El mar conoce mis silencios.

Y yo ignoro cómo responderle.

Trazo círculos con los pies. Cuando abro los ojos mis brazos miran en

direcciones opuestas: una de mis manos apunta al cielo. La otra, saluda a la

tierra, como si le devolviera sus semillas. El tiempo se detiene. ¿Dónde está el

ángel de pies dorados? Dios se acomoda en su trono, no vendrá conmigo. Sus

bailarinas danzan como flamas, llevan cascabeles en los tobillos y dibujan alas

de cisne con sus manos rojas.


Aquella fue la primera vez que el mar me habló: era una gota diminuta,

atrapada en un grano de arroz. Lo llevé a una fuente y esperé. La gotita salió

temerosa, se escurrió por la orilla hasta que se lanzó al vacío para reunirse con

el agua de la fuente sin decir adiós. El maestro, el errante, lo había visto todo y

dijo: todos somos gotas de agua que anhelan la reunión con El Más Grande.

Pero no quiero ver ese Rostro.

El Hijo de Hombre ha dicho:

“el que encuentre se estremecerá”.

Pero yo no quiero ver ese Rostro,

ninguno de mis miembros resistiría el embate.

El vino me fue escanciado en copas de barro

y en silencio abandoné al maestro.

Ahora no tengo nada que pedir.

Una hoja de álamo perdida en el viento

tiene mucho más que dar que yo.

El mar solía ser mi confesor, sí,

algunas veces,

pero perdí el sosiego y ya no reconoce mi voz.

Perdí la humildad de la hogaza de pan,

de la mesa con su jarrón bajo las tejas.

Para no morir de hambre hubiera comido la hogaza de pan

con que Satán tentó en el desierto a Jesucristo,

pero no habría satisfecho a Satán ni a Dios


y me habrían abandonado los ángeles.

¿Me duele? No lo suficiente.

Hay veces en que el mar no se oculta, dicen,

y todo es sequía sin luz, ni viñas ni agua dulce aquí dentro.

¿Me llama el mar?

Quizá.

Sigue buscando su sombra.

Recuerdo el vino, el desierto, la copa. Me perdí entre calles, mercados y

templos porque aquel día borré de mi mente todo cuanto sabía. Estuve

escuchando al maestro, el errante. Hablaba ante el estanque donde las estrellas

llegan a dormir de noche. Nos enseñó a girar y lo seguimos como parvada de

pájaros hambrientos. Fuimos flautas vacías, arrancadas del cañaveral, y lotos

blancos suspendidos en el agua.

Pero no pude seguir.

Tal vez regrese cuando deje de creer que

soy la voz que clama en el desierto.

Deberé desatarme del puño engreído y colérico del ego

y retomar la humildad de la hierba, de la gota de agua.

Solo entonces podré mirar en mí y anunciar en silencio

que he encontrado la sombra del mar.

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