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Mitchi Samandu

La mujer en la máscara

NOVELA

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Primera edición: noviembre de 2016
Título original: De vrouw in het masker
© 2010 Mitchi Samandu
Traducción al español © 2016 Jur Schuurman
Revisión: María Alejandra Domínguez Sánchez
Diseño de la portada: Tavo Bernal Bernal - garavato
Diseño del interior: Bruno Braakhuis

ISBN 978 90 826696 3 3 / NUR 340

www.mitchisamandu.com
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Capítulo 1

–¡Tu tía es una postal! –exclamó Mathilde, frustrada, mientras


salía a grandes pasos de la cocina. Arrojó la tarjeta, que
aterrizó debajo de la calefacción con un breve ¡plop!
Desde la mesa del comedor, Frederica la miraba fijamente.
–¿Tengo una tía? –susurró la niña de seis años. Ya no le
interesaba el arco iris que estaba tomando forma en su hoja
de dibujo.
Se levantó, vacilante. ¿Qué podía decirle a esta mujer
caída del cielo y retratada en un pedazo de cartón? Llena
de dudas se le acercó. Un temblor agradable recorrió sus
pequeños brazos. Inexpresivamente, una máscara dorada le
devolvía la mirada. No había nada en la mujer que indicara un
parentesco, pero era innegable que su mamá le había dicho
que esta era su tía.
Se arrodilló y la levantó del piso. Le acarició la mejilla
con cautela. Un mar de azulejos verdiblancos en el fondo le
atrevesaba las órbitas vacías. La tía parecía querer despegarse
del papel para saludar a Frederica con un beso, si no fuera
que un pulgar inclinado le tapaba la boca. Frederica suspiró:
su tía era una princesa. La besó suavemente.
–Hola tía, soy Frederica. –No esperaba respuesta–. No sé
bien qué decir. Eres tan linda –dijo impulsivamente. Y volvió,

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levemente agitada, a la mesa, en la que depositó a su tía. Se
sentía responsable de continuar la conversación; le habló de
su joven vida en Ámsterdam, con las mujeres que la tía conocía
aún mejor que ella, de su color favorito que lamentablemente
no había encontrado en ningún sabor de helado, y de Linda,
su mejor amiga que agregaba una dimensión indispensable
a su vida. No hizo preguntas: no le parecía correcto, aunque
ardía de curiosidad.

El descubrimiento de una tía mágica, que le había llegado


en solo dos dimensiones y a través del buzón, despertó
en Frederica unas ganas enormes de saber más. La tía
era hermana de Mathilde e hija de Bernadette, o sea que
probablemente ambas mujeres tenían dones mágicos y,
cosa no menor, la propia Frederica podría ser un producto
de hechicería. Su madre y su abuela le habían ocultado la
existencia de la tía. Tenía que haber una razón de peso por la
cual no querían que ella se enterara del misterio.
Todos los sábados, Mathilde iba a la feria de la calle
Albert Cuyp, y mientras tanto dejaba a Frederica con su
abuela. Juntas almorzaban en la cocina. Bernadette ponía la
mesa con un mantel colorido, el que mejor reflejara su ánimo
de ese día, y dejaba a Frederica elegir la vajilla.
Todos los colores y formas estaban representados en la

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alacena de Bernadette. Coleccionaba lo que se le cruzaba, y
más que nada aquellos objetos que, para ella, eran capaces
de iluminar cualquier día oscuro. Por esa razón había en casa
una menorá que, siempre que estaban juntas, sacaba de su
cajón con algo de pompa. El candelabro lo había descubierto,
machucado y opaco, en una pequeña manta dispuesta en
la calle Beethoven, en la Feria Libre* del Día de la Reina de
1975. Bernadette se encandiló con él y lo compró por un
precio simbólico. Una vez en casa arremetió con sus artículos
de limpieza, y lo hizo relucir como si fuera de latón bruñido.
A Bernadette, quien no estaba para nada interesada en el
significado religioso, le encantaba ver los destellos de luz con
los que el candelabro enriquecía su mesa.
Sumergida en el fulgor de los objetos que coleccionaba,
Bernadette no paraba de hablar de sus hermanas distanciadas.
Frederica agudizó sus cinco sentidos: encerrada en su propio
monólogo, Bernadette se olvidó de su nieta, y eso a la niña
le dio la posibilidad de observarla para ver si podía percibir
una transformación en su abuela. Esta forma de magia debía
ser algo característico de la familia: por algo su tía podía
transformarse en una postal. Frederica fijó su mirada en cada
uno de los movimientos de Bernadette.

*
Un evento anual en Holanda, en el que se autoriza a la gente a vender toda clase
de objetos, dispuestos en mantas en las calles y los parques.

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La frase ”era para estrangularla” inundó la cocina hasta que
el eco de sus propias palabras alcanzó los oídos de Bernadette,
y dejó su monólogo para hacerle una pregunta a Frederica.
–Y la maestra, ¿es buena contigo?
–Sí abuela, en general sí.
–¿Ajá? ¿O sea que no siempre?
–No, de vez en cuando se queja de que hablo mucho con
Linda.
–¡Obvio! Igual que Agaath, que tampoco soporta que otra
persona tenga algo que contar –dijo, retomando fluidamente
el tema de la discordia entre hermanas.
Mirar sin interrupción a Bernadette causó un problema:
la sopa se derramó como una catarata en la camiseta de
Frederica. A modo de servilleta, Bernadette le anudó una
toalla mientras suspiraba: “si no cierras nunca los ojos se te
van a acartonar como si fueran pasitas”, pero dos semanas
después Frederica seguía igual, y a Bernadette le dio un
ataque de nervios.
–Mathilde, creo que tu hija es autista –le susurró a su hija
antes de poner las compras en el piso–. La hija de Marjan es
autista y actúa igual.
En voz más alta que la de Bernadette:
–No le pasa nada a Frederica, mamá. No es autista ni sorda.
–Puede ser algo mental, ¿no? –dijo Bernadette con

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cautela–. A lo mejor extraña al vago de su padre.
Con gesto de fastidio, Matilde dijo:
–Bájale, mamá. El médico dijo que está sana y lo más
probable es que esté pasando por una fase de terquedad
infantil, nada más.
Bernadette exclamó:
–¡Pero me da no sé qué que me mire todo el tiempo! Ni
siquiera mira su plato cuando come. ¡Siempre esos ojos,
acechándome!
–Probablemente eres más interesante que tu sopa –dijo
Mathilde, dando pauta para otra discusión de horas.
Frederica nunca vio a Bernadette transformarse en un
tulipán o una montaña rusa. Después de un mes se dio por
vencida y volvió a dar paso a las hermanas de la abuela, que,
en un regreso triunfal, estaban más peleadas que nunca.
Sin embargo, la fascinación de Frederica con su pariente
no menguó. Mathilde nunca había demostrado ningún tipo
de agilidad espiritual ni física, o sea que el único recurso que
quedaba era el ADN de la misma Frederica. Por supuesto,
tenía rasgos de Olivia la de Popeye, como Bernadette llamaba
al papá de Frederica con ella presente –los insultos habituales
de Bernadette eran muy vulgares–, pero el hombre había
desaparecido de la vida de Frederica cuando ésta tenía menos
de un año, o sea que en la práctica era una Van Veen de pura

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cepa. Una mañana otoñal, Frederica se apostó solemnemente
delante del buzón. Susurró una fórmula mágica que había
inventado y respiró hondo antes de meter el brazo en la
ranura. El buzón no cedió nada, y sonó ¡crac! justo debajo
de su hombro: terminó con un enyesado de color rosa y la
triste conclusión de que no era portadora del gen mágico.
Sólo su tía. El tiempo curó su fractura; su tristeza por no tener
facultades mágicas no desaparecería hasta la llegada de una
nueva postal.

‫۝‬

La tía se llamaba Dora y llegaba por correo cuando le convenía,


en forma de tarjeta o paquete postal, y siempre acompañada
de un enfrentamiento entre Bernadette y Mathilde.
La ausencia de Dora provocaba un dolor fantasma que
dominaba la relación entre las dos mujeres. La hija Dora y la
hermana Dora eran dos personas diferentes, cada una con
su idioma y alejándose cada vez más una de la otra. Cuando
llegaba un paquete postal confluían. Y por unos breves
momentos, Dora era una pariente amada, hasta que se abría
el envoltorio.
Para Bernadette, la ausencia de Dora era consecuencia de
su forma de ser como madre. Había fracasado en el amor por

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su hija y por eso Dora la había rechazado y abandonado; para
ella no había otra explicación. Confrontado con la realidad,
el dolor de la “inepta madre buscaba una salida a través de
un enojo. Los objetos típicos que Dora enviaba, a menudo
iban acompañados de una breve explicación sobre su
significado; ni una sola carta comenzaba diciendo “Querida
mamá“. Bernadette estallaba de furia al leer banalidades
sobre muñecos “de alguna selva por ahí“ que representaban
la fertilidad. Exasperada, alzaba la voz y le cobraba sus penas
a Mathilde.
Mathilde era la hija que no se fue, y tenía que aguantarse
la amargura de su madre. Trataba de hacerle comprender las
señales de vida de Dora y sus actitudes. Hacía lo que todas
las hermanas deben hacer: proteger a su hermana menor,
pero ¿quién defendía a Mathilde? ¿Quién había estado ahí
para ella y su proyecto de vida, cuando el amor prometido se
había esfumado poco después de nacer Frederica? ¿Dónde
estaba Dora para apoyarla o devolverle la voz que había
perdido? Bernadette echaba de menos a Dora porque no
estaba; Mathilde la extrañaba porque sólo así podría volver a
su propia identidad.

Tanto Mathilde como Bernadette querían ocultarle a Frederica


la existencia de Dora: Frederica era muy chica como para

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poder comprender estos vínculos familiares. Por su parte,
Dora, que no sabía nada de los dramas que su existencia
desencadenaba, enviaba sus postales a Frederica.
Mathilde censuraba las aventuras de Dora. Si bien
Frederica ya sabía leer cuando tenía seis años, formalmente
no tenía permiso para leer las postales de su tía por su cuenta
hasta dos años después. El pretexto de Mathilde era la letra
de Dora, que se parecía a las huellas de una víbora en agonía.
Con algo de reticencia, Mathilde hacía lo que podía para
transmitir las palabras de Dora. Muchas veces inventaba una
historia más conveniente; y a menudo, cuando se le agotaban
las ideas, escondía las tarjetas postales.
Frederica aprendió a reconocer estampillas selladas y
tintas de lugares con nombres impronunciables: olían a
caminos misteriosos. A escondidas se llevaba su tesoro a su
cuarto, donde podía revisarlo a fondo con Linda, su cómplice
de toda la vida. Pasaba la postal por sus manos, buscando
mínimas irregularidades, mensajes secretos de su tía. Dora
se manifestaba en imágenes que superaban la fantasía de
las niñas: niñitos morenos, panzones y chimuelos, y mujeres
desnudas y pintadas, cuya falta de pudor hacía que ellas se
murieran de risa.
Ningún niño en el patio escolar tenía una pariente
que llegaba a casa por el buzón, en forma de palmeras

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bamboleantes. Eso de por sí ya era algo especial que tenía
que ser protegido por Frederica contra los malvados;
especialmente los adultos.
Frederica empezó a revisar la casa, en busca de la tía Dora
que, así le decía su intuición, no le dejaban ver. Hurgando en
cajones y armarios en aquellos momentos que Mathilde no
la tenía en la mira, encontró muchas cosas asombrosas que
tenían que ver con su tía.
Un día encontró un tubo del tamaño de su brazo,
simplemente detrás de la puerta del cuarto de Mathilde. La
letra en la etiqueta era inconfundible. Frederica se escabulló
con el tubo, escondido atrás suyo, a su cuarto. Le costó
bastante a sus dedos pequeños sacarle el contenido: una
hojita de papel de media cuartilla. El rollo de papiro era
hermoso: estaba pintado de colores brillantes y la escena
representada no era exactamente anticuada: dos mujeres
en perfil, sentadas al borde de una rayita negra y besándose.
Ambas iban vestidas de túnicas blancas casi transparentes,
mientras que los ojos azules y cristalinos, pintados al estilo El
Fayum, evidenciaban que las mujeres eran ciegas. El conjunto
se encontraba en un marco verde en el que también se veía
una serie de jeroglíficos negros. Frederica no sabía ni dónde
mirar: la pintura era agradablemente escandalosa. Linda
tenía que ver esto, ¡era fantástico! Lanzó “mamá, me voy

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a jugar afuera con Linda“, antes de cerrar la puerta detrás
suyo. Bajó la escalera corriendo, salió del hall y se topó con
Mathilde, que justo volvía de “unos mandaditos“ como había
anunciado hacía veinte minutos. Concentrada como estaba
en el rollo de papiro, Frederica no la había oído.
–¿Qué tienes ahí?
Mathilde tuvo que hacer un esfuerzo para no estallar.
La respuesta de Frederica era innecesaria. Sin decir nada,
Mathilde ordenó a su hija que diera vuelta atrás. Una vez
adentro, sólo extendió su mano, indicando que Frederica
tenía que devolver el tubo, y en un abrir y cerrar de ojos,
el contenido despareció en el bote de basura debajo del
fregadero:
–¡Ese es su lugar!
El sermón que siguió no dejaba ningún espacio para un
pero. Frederica escuchó temerosa todas la prohibiciones que
Mathilde le enumeraba, así como las sanciones respectivas:
si seguía así, ya no iba a leerle nada de lo que enviaba Dora.
Frederica la miró con ojos inocentes para dar a entender que
las palabras de su madre surtían efecto; en realidad, sabía que
un nuevo sermón no se haría esperar más de una semana.
Las mujeres que se besaban, el indígena que lloraba,
el búho de dos caras: todo eso y más encontró Frederica
recorriendo la casa en los años que siguieron, hasta que

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Mathilde se dio por vencida y puso los paquetitos en la
mesa de la cocina y ahí estaban, esperando que Frederica los
abriera.
Frederica les dio refugio en su cuarto, algunos eran
clandestinos y terminaron debajo de su cama. A cada objeto
le daba una historia con voz y cara únicas; Linda escuchaba
atentamente. Juntas construían un universo nuevo con la
riqueza de su imaginación.

Los talentos lingüísticos de Frederica no pasaron


desapercibidos en la escuela. En cuarto grado le tocó la
señorita Ans, una amazona-maestra, que estimulaba a los
chicos a ser como eran. Frederica encontró en ella una lectora
ávida de sus cuentos. Los elogios de la maestra, breves y
poéticos, le dieron legitimidad a las aventuras de Dora y
confirmaron que la voz de Frederica importaba.
Al terminar el año escolar se hacía, como siempre, la
entrevista final entre maestros y padres, algo que Mathilde
siempre quería terminar pronto. Desde que nació Frederica,
Mathilde había tenido la idea de que su hija era “distinta“. Las
conversaciones con los maestros eran una serie interminable
de elogios y visiones de futuro que Mathilde, sin decirlo,
escuchaba llena de amor, pero no sabía dónde acomodar.
Guiñándole el ojo, la maestra le dijo a Mathilde:

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–Para la edad que tiene, su hija tiene muy buen vocabulario,
y una gran imaginación. –Le habían impresionado el dominio
del lenguaje y la cultura general de Frederica–. Tiene el talento
y la capacidad para usar frases evocativas. Una y otra vez me
sorprende cómo sabe atraparme en sus cuentos cortos, y
llevarme a otro mundo.
La señorita Ans sacó algunos de los cuentos de Frederica
de una carpeta. Mathilde miró con desgano las páginas en
manos de la maestra.
–Señora Van Veen, Frederica relata con mucha atención
al detalle. Es notable para una niña que tiene diez años. ¿Le
suena lo que le digo?
Mathilde quería sonreír y aceptar todo con amabilidad,
pero se sintió desnuda, como si la hubieran atrapado en un
acto que no había cometido.
–Es cierto que Frederica observa muy bien su entorno.
–Por ejemplo, este cuento en que habla de una niña que
quiere ir a una boda en su burro, pero no sabe el camino.
Mathilde alzó una ceja: esa trama le resultaba familiar.
–¿Un burro con un sombrero de paja, adornado con
girasoles?
–Exactamente, ese es el cuento –La maestra Ans
desbordaba de entusiasmo–. Frederica lo presenta como un
cuento de hadas moderno, usando hermosas metáforas que

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le dan un carácter mágico.
Mathilde contuvo su irritación: ¿por qué la mujer no decía
simplemente que le gustaban los cuentos? ¿Y por qué ese
burro le era familiar? Un segundo después le cayó el veinte:
¡Dora! Hace unos meses había llegado la enésima postal. Era
una imagen grotesca de una niña que se reía, mugrienta, de
la cabeza hasta los pies, y parada al lado de un burro que tenía
puesto un sombrero vistoso. Dora había escrito una historia
absurda: el burro era el hermano de la niña, tenían la misma
madre. Mathilde había leído el cuento para estar segura de que
no hubiera partes que su hija no debería leer, y luego se lo dio
a Frederica sin prestarle más atención. A Mathilde le parecía
que era un cuento tonto, y que por eso se le esfumó antes de
que pudiera asentarse en su memoria, pero aquí reapareció,
en la forma de una historia que Frederica pretendía haber
concebido. ¿O sería que la imagen la había inspirado a dar
rienda suelta a su imaginación? Mathilde tenía la sensación
de haber caído en una trampa, que era una mala madre y no
sabía nada de su hija.
–No estoy segura de haber leído este cuento –dijo
Mathilde. La maestra le entregó las dos páginas escritas a
mano.
–En mi opinión, Frederica tiene un talento especial, y si se
la acompaña bien, puede llegar lejos –Mathilde escuchaba

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a medias–. Pero es importante que sepa distinguir entre su
imaginación y la realidad, que no las confunda.
Mathilde asentía, distraída; todavía estaba en un estado
de asombro total.
–Por ejemplo, Linda –dijo la maestra. Mathilde volvió al
presente.
–¿Se refiere a Linda, su amiga?
Hacía mucho que Mathilde no oía ese nombre.
–Claro, su amiga
La señorita Ans la miró expectante, pero Mathilde no la
comprendía.
–¿Qué pasa con Linda? –preguntó Mathilde. La maestra
vaciló.
–Pero señora Van Veen, sabe quién es Linda, ¿no?
–Claro, es lo que digo, es su amiga desde hace varios años.
–La señorita Ans la miró, esperando que dijera más–. Pero si
no me equivoco, se mudó. Frederica me contó algo así, hace
un tiempo. ¿No era que su papá fue enviado a trabajar en
Indonesia? Es químico de profesión, ¿no?
Mathilde tenía la sensación de que le estaban tomando
una prueba.
–Señora Van Veen, alguna vez ha visto a Linda?
La pregunta desconcertó a Mathilde. ¿Pero qué se creía
esta mujer? ¿Que Mathilde no sabía quiénes eran las amigas

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de su hija? ¿Que no se sentía comprometida con la vida
de Frederica? ¿Qué clase de preguntas eran estas? ¿Qué
quería demostrar esta mujer? Para sus adentros repitió la
pregunta…“¿Alguna vez he visto a Linda?“ Rápidamente repasó
las imágenes de los últimos años. “Mamá, salgo a jugar con
Linda“, “Mamá, ¿puede venir a jugar Linda?“. Claro, siempre
podía. ¿O, a ver...? Mathilde escarbó en su memoria, pero en
ningún recuerdo surgía la cara de Linda.
Controlando su impaciencia, la maestra Ans dijo:
–Señora Van Veen, Linda es la amiguita imaginaria de
Frederica.

Frederica salió de primaria con una recomendación para


ir al liceo y elegir un área en el que iba a poder desarrollar
su talento para la escritura y los idiomas. Mathilde estuvo al
teléfono por tres horas. Todo el mundo tenía que enterarse de
que su hija tenía el privilegio de poder estudiar. Desde lejos,
Frederica gritaba “mamá, ¡es sólo el liceeeeo!“ y Mathilde le
hacía gestos irritados para que no se metiera. Para Mathilde
esto era un hito en la historia familiar. Su propio papá había
sido uno de los últimos recolectores de desechos vegetales
en Amsterdam*. Su historia laboral había empezado a los siete

*
Una típica profesión holandesa del siglo XX (y antes), cuya función era juntar
peladuras de frutas y verduras para la alimentación del ganado.

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años. Cada día tenía por lo menos catorce horas de trabajo.
A Bernadette todavía le quedaban dudas con respecto a la
salud mental de Frederica. Para ella era más bien preocupante
que su nieta tuviera un desempeño por arriba de la media,
pero al mismo tiempo también creía en las perspectivas que
Mathilde le presentaba. Y, cariñosa a su manera, Bernadette
decía:
–Sí, me la imagino así, de profesora excéntrica en bata...…

A la hora de comenzar sus estudios de liceo, Frederica había


recibido más de ochenta tarjetas y doce “regalos“ de la tía
Dora, pero su mundo secreto se había convertido en dominio
público. Después de que la maestra había desenmascarado
a Frederica sin saberlo, Mathilde exigió transparencia total.
Bajo protesta, Frederica había entregado sus cuadernos rojos
y hojas sueltas, e, incapaz de parar a Mathilde, vio cómo su
madre hurgaba en su mundo, inclinada sobre la mesa de la
cocina.
La creatividad de Frederica se convirtió en el puente entre
Mathilde y Dora. Mathilde no sentía mucha comprensión por
Dora ni iba a sentirla; para ella su hermana era una egoísta,
sólo interesada en su propia felicidad, pero sí le venía bien
toda la atención que le daba a Frederica. Con las idioteces
que había escrito durante tantos años, Dora le había abierto

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–¿quizás sin querer?– la puerta de la imaginación a Frederica,
algo de lo que Mathilde no habría sido capaz.
Cada dos por tres Mathilde se hacía presente en el cuarto
de Frederica. Se sentaba en su cama y preguntaba si había
escrito algo últimamente. Sus visitas se iban haciendo más
prolongadas a fuerza de querer conocer la vida interior de su
hija. En primera instancia, Frederica no sabía cómo reaccionar,
aunque igual la atención de su madre era una revelación:
estaban compartiendo más que la mera vida cotidiana.
Invisible, Dora estaba ahí, en el centro de sus vidas.
En las clases de historia del profesor Freek, Frederica había
descubierto algo asombroso: los cuentos de Dora no eran
puro invento. Aludían a la historia mundial, hablaban de
traumas sociales y personajes reales.
En la página sesenta y ocho de su “Manual de Historia
Moderna“, encontró el hombre que antes había rebautizado
como “la rana“, porque a su juicio se parecía a Kermit. No
era otro que Salvador Allende. Frederica sentía un profundo
amor por el hombre que era su héroe. Dora había escrito
que Salvador había rescatado un pato y sus pichones de la
sartén. Y a los verdugos reponsables, rechonchos y ávidos de
más y más comida, los castigó haciéndoles comer su propio
calzado, sin sal.
Las palabras de Dora fueron ganando derecho de piso en

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la realidad, una sensación que a Frederica le daba ganas de
desentrañar cada vez más cuentos y personajes que estaban
debajo de su cama. El mundo y la historia fueron su campo de
juego; y la biblioteca pasó a ser su segunda casa.
Junto con su pasión por la historia, Frederica desarrolló
sus preferencias en cuanto a los chicos: ojos azules, pelo
moreno, alto y flaco y que no fueran verborrágicos. La historia
y el querido de turno eran fáciles de combinar.
Siempre que llegaban noticias de Dora, Frederica arrastraba
a su noviecito a la bilbioteca para escarbar juntos en libros,
revistas y la internet. Frederica buscaba pruebas, material
en blanco y negro para cotejar las palabras de Dora con la
realidad. Se metía de lleno en las pistas que encontraba, y sin
hacer mucho esfuerzo, daba con historias que aún no conocía.
Como no todos estaban tan encantados de revolver
el pasado como ella, rodeados de libros, a veces un amor
terminaba en la puerta de la biblioteca. Sonaba un escueto
“cortamos“ por parte del amado, una suerte de no simbólico
ante la propuesta de pasar horas entre libros de tapa dura.
Por unos momentos se le humedecían los ojos a Frederica,
no tanto por mal de amores cuanto por orgullo herido, que
sin embargo se volvía a erguir como un resorte ni bien oía
cómo se cerraba la puerta de vidrio detrás de ella. Frederica
tenía una inocencia natural que era irresistible para el sexo

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opuesto, y nunca pasaba mucho tiempo hasta que acudiera
un nuevo pretendiente. Frederica no estaba obsesionada
con el amor ni con los hombres. Claro, no estaba mal eso de
besarse, pero para ella no era tan mágico como cuando lo
hacían en las películas.

‫۝‬

Una noche de invierno de 1992 tuvieron la primera señal de


que Dora había dejado el viejo continente. Un desconocido
tocó el timbre en la casa de Mathilde. Bernadette abrió. En
primera instancia le cerró la puerta en la cara al hombre,
que traía un regalo de parte de Dora. Bernadette no hablaba
inglés y él no sabía holandés, pero una vez que Bernadette
vio la estatuilla de madera se armó la gorda.
Bernadette buscó justificarse con Mathilde:
–Imagínate que un desconocido de piel oscura, a quien no
podés entender, se te aparece de noche en la puerta.
–Pero mamá, si mencionó a Dora.
–A mí no me vengas con cuentos –prosiguió Bernadette,
irritada–. Un extraño en la puerta dice el nombre de mi hija
desaparecida, y me muestra una cosa que ni siquiera sé lo
que es.
–Dora no ha desaparecido, si hasta te envía un regalo –

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suspiró Mathilde.
–Aunque fuera una cartita, con cuatro renglones me
bastaría –prosiguió Bernadette, revolviendo enojada el agua
en que lavaba los platos–. ¿Qué me interesa esta porquería?
¿Acaso puede explicarme cómo está mi hija o dónde se
encuentra?
Mathilde, muy tranquila:
–Argelia, mamá. Dice en la estampilla.
Después de ocho cambios de dirección, Bernadette le
había perdido el rastro al domicilio de su hija. Cuando le
tocaba tachar otra dirección en su agenda, refunfuñaba
“como si no conociera a nadie más cuyo nombre empieza
con D”.
Mathilde era más terca: no quería que Dora pudiera
reprocharle a ella que se habían distanciado. Sin decirle nada
a Bernadette y Frederica, le enviaba fotos y noticias frescas
a Dora. Esta nunca contestaba, pero enviaba paquetitos
con objetos que en la opinión de Mathilde lucirían mejor
en la vidriera de un bazar. No obstante, estoicamente siguió
confiando al papel sus afanes diarios.

El mito llamado Dora terminó el día que Bernadette cambió


su vida terrenal por el más allá.
La cena le había arruinado el estómago, y decidió

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recostarse un ratito, “lo suficiente como para poder hacer
espacio para el postre”, según le dijo a Mathilde. En realidad, el
ácido gástrico le negaba el lujo de siquiera pensar en postres;
sentía los pasos de la muerte acercándose. Bernadette quería
encontrarse con ella en la intimidad de su cuarto.
A la media hora, el apartamento se había silenciado por
completo, dejando un agujero negro. El vacío subía por las
piernas de Mathilde. Cuando llegó a su corazón, se apropió de
su ritmo y desactivó la red de su mente. La parálisis anunció
lo inevitable. El plato se le cayó y se hizo añicos. Gracias al
estruendo, su cuerpo salió de su estado catatónico: corrió al
cuarto de su madre y abrió la puerta de par en par.
Bernadette estaba acostada como si ella misma hubiera
preparado su velorio: sus manos cruzadas, las piernas
estiradas y la cabeza levemente inclinada sobre la almohada.
En sus manos tenía el rosario. Por más atea que fuera, todos
esos años Bernadette lo había guardado en un lugar secreto,
para sus últimos momentos en esta vida. “Sin esperanza no se
vive”, había dicho.
Dora no asistió a la cremación de su madre, y a Mathilde la
ausencia de su hermana le partió el alma.
Desesperada, había escrito cartas a la última dirección
conocida: de la tienda de abarrotes con el cartel de la Coca
Cola 700 al sur, 300 al oeste, la tercera puerta de rejas rojas,

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San José, Costa Rica. Cuando fue evidente que su madre
estaba grave, Mathilde le rogó a Dora volver pronto a casa.
Más que cualquier otra cosa, Mathilde habría querido que
Bernadette hubiera podido despedirse de la hija que en vida
no tuvo, pero en la funeraria el asiento al lado del suyo no fue
ocupado.
Nueve semanas más tarde, con la sensación de despertarse
de un sueño, a Frederica le llegó un cuento espectacular sobre
una joven mujer en la Amazonía profunda que había decidido
no dormir nunca más: estaba despierta desde hace sesenta
años. Dora nunca había recibido las cartas de Mathilde.

‫۝‬

Frederica siempre esperaba con impaciencia los meses de


verano. En la hamaca del balcón releía las últimas postales, y
sin reparos reinterpretaba los cuentos de Dora; escribía hasta
que los dedos se le acalambraban. Según Dora, el tejido de la
hamaca se había hecho con el alma del viento. “Te transporta
en el tiempo“, había escrito. Frederica se recostaba en ella por
horas.
Frederica se había convertido en una excelente
observadora, gracias a todos esos veranos en que Bernadette
la había llevado de cafetería en cafetería. A Bernadette

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nunca le pareció necesario pasar las vacaciones en un país
remoto: Ámsterdam era un destino fantástico y ellas tenían el
privilegio de vivir ahí. ¿Qué más querían?
Frederica siguió en sus pasos y disfrutó de su ciudad,
atrincherada en su tercer piso. Creó historias que conectaban
a los hombres y mujeres que se cruzaban en la calle. En su hoja
de papel, aquellos desconocidos se convertían en amantes,
aferrados el uno al otro, y más de una vez pasaban al mundo
de Dora. Para Frederica, esto era la gloria.
Al cabo de las seis semanas de libertad, tenía un diario
lleno de vidas nuevas. Para los mejores cuentos compró papel
de arroz fino y los transcribió caligráficamente. Mathilde les
puso marcos como si fueran obras de arte; si alguna vez se
incendiaba la casa, esto era lo primero que pondría a salvo.
Las últimas vacaciones de verano que Frederica tuvo como
escolar fueron diferentes. A mediados de agosto saldría para
Thessaloniki, a pasar un año con su padre.
Tino había dejado a Mathilde y Frederica antes de que
ésta cumpliera un año. No lograba arraigarse en Holanda,
y arrastraba a todo el mundo en su desdicha. Admitió su
debilidad y volvió a Grecia. Después de siete años volvió a
casarse. No se había olvidado de su hija, pero se resignó a
que viviera con Mathilde porque se sentía culpable: no tenía
derecho de exigir nada.

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Después de la muerte de Bernadette, Mathilde se perdonó
el dolor al que se había aferrado todos esos años, y admitió
otra vez a Tino en la vida de Frederica. Aceptó la urna que Tino
había hecho para Bernadette, una vasija redonda de caoba
oscura, bicolor. Respetando la estética de Bernadette, había
pulido y barnizado la urna hasta que el mismísimo sol sintió
envidia. Con este homenaje a la mujer con la que jamás se
llevó bien, finalmente Tino quedó en paz con ella.
La idea de pasar un año en Thessaloniki era de Frederica,
pero Mathilde no se lo creía. Su hija no la abandonaba, sólo
Dora hacía eso.
Le reclamó a Tino por teléfono:
–¡Tú provocaste esto! ¡Pero no vas a quitármela! ¡Aunque
tenga que enviarte mi madre para que noche tras noche se
siente en tu cama y te cante su ópera favorita desde el cielo!
¡Hasta el amanecer!
Tino se calló, pero no podía negar que la imagen de su
ex suegra muerta le causaba pavor. Por todo un año escolar,
lo impensable quedó en pausa. Tino apoyaba a su hija, pero
no manifestaba su inmensa alegría cuando tranquilizaba a
Mathilde y le decía que no tenía nada que temer por el hecho
de que Frederica iba a vivir en su casa por un tiempo: le
prometía que Frederica iba a volver a Holanda aunque tuviera
que hacer imposibles. Y claro, quedaba descartado que su

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hija iba a andar de novia. Le garantizó a su ex que de ninguna
manera se repetiría la historia.
Era el momento más caluroso del día cuando el cartero
tocó el timbre. Por el portero eléctrico resonó el anuncio:
“Carta certificada para la señora Van Veen“. Mathilde bajó
la escalera. Había pedido dos semanas de vacaciones para
ayudar a Frederica a preparar su viaje, pero en realidad lo que
quería era soldar a su hija a su propia piel y no dejarla partir
nunca más.
Frederica dio un brinco y miró por sobre el pasamanos del
balcón. Alcanzó a ver cómo su mamá estampaba su firma. El
anuncio de un paquete postal no podá significar otra cosa
que un nuevo envío de Dora. Esta vez no había ningún Juan
ni Ismael, simplemente era el cartero. Pero el suspenso era
el mismo. Frederica corrió al encuentro de Mathilde para
arrebatarle lo que traía. Desde el rellano gritó:
–¡Mamá, apúrate!
No podía creer que Mathilde fuera tan indiferente. Era
capaz de haber ido a sacar la basura antes de subir. A Frederica
la curiosidad la mataba. ¿Qué habría enviado? Frederica
esperaba ansiosamente que al menos hubiera una tarjeta.
Dora debía de haber presentido que Frederica iba a irse por
bastante tiempo. No sabía qué pensaba Dora de Tino, y por
eso prefirió no mencionar el plan, pero después de llegar a

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Grecia le enviaría una postal. Esta vez sería Frederica la que iba
a compartir con Dora sus aventuras en el extranjero, aunque
sabía que no era seguro que sus noticias llegarían hasta su tía.
La larga espera concluyó con unos pasos que se acercaban
lentamente, arrastrando los pies. Frederica recalcó:
–Mamá, a mí sí me importa saber que hay en el paquete.
Era como si Mathilde lo hiciera a propósito. Primero
apareció su coronilla, luego sus rulos rubios que parecían
haber perdido toda su vitalidad. No levantaba la vista. Parecía
una película muda que al no tener el sonido, agigantaba la
imagen. Con la cabeza gacha alcanzó el marco de la puerta,
y cuando levantó la mirada, una mano atravesó con fuerza el
pecho de Frederica. Se quedó sin aliento y los pulmones no
ayudaban. Los brazos firmes de Mathilde aislaron a Frederica
de la noticia que había llegado. Lágrimas calientes caían
lentamente en la cara de su hija. Frederica comprendió el
mensaje sin necesidad de que hablaran. El último regalo de
Dora había llegado hace meses. Dora había muerto.

La mujer que se había precipitado al mundo, que había


vaciado su alma para poder acoger la última verdad en la
tierra, sucumbió a la picadura de una garrapata.

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La fiebre drenó sus tejidos, y finalmente fue el corazón el
que aceptó el fin. El territorio de los indígenas Emberá de
Colombia fue el último hogar de Dora.
Juntas, Mathilde y Frederica se habían vuelto huérfanas.

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