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¿Qué tan racistas somos los mexicanos?

La inquietud que nos ronda a muchos desde hace unos días es hasta qué punto los insultos
racistas de Carlos Treviño son un síntoma o una excepción. Hay muchas preguntas
derivadas de ese parlamento bochornoso. ¿Es México otro país racista que se ha negado
a encarar su patología, o el racismo es, en el peor de los casos, una disfunción menor de
nuestra sociedad? ¿Somos racistas o clasistas? ¿Son separables el clasismo y el racismo,
o más bien se parecen a las dos cabezas del dragón? ¿Qué tan arraigados en la historia
antigua están nuestros prejuicios?

1. ¿Clasistas o racistas?
Alejandro Rosas. Historiador.
La sociedad mexicana es intolerante y discriminadora, pero no racista. O bien su “racismo”,
como una ironía, no tiene que ver con la raza, sino con la estratificación social. México
padece un clasismo permeado de soberbia, autoritarismo e impunidad presente en todas
las épocas y que prevalece en pleno siglo XXI. Es el México de las ladies de Polanco y de
Lady Chiles; es el México del desprecio por lo que nos parece diferente o la abominación
de quienes nos parecen distintos; es el México del “Qué naco” o del “Eres un indio”. No
somos racistas, pero la discriminación clasista en la que vivimos es igualmente deplorable.
A lo largo de la historia mexicana ha imperado la intolerancia política, social, religiosa,
sexual e ideológica y hemos acuñado verdaderas joyas para referirnos con desprecio al
otro: pelado, lépero, naco, chusma, gato, guarro, puto y desde luego indio. Término este
último que por desgracia ya no podemos utilizar porque en ese puritanismo conservador
tan de moda actualmente, decir “indio” es políticamente incorrecto. En cambio hay que decir
“indígena” para tener contentas a las buenas conciencias, a la Conapred y a la CNDH.
¿De dónde proviene esta forma del desprecio?
A grandes males, ¿grandes remedios?
El mestizaje impidió el racismo, pero no el clasismo. Hay episodios que parecerían surgidos
de una novela surrealista. Al comenzar el siglo XVIII, el virrey Juan Ortega y Montañés quiso
deshacerse de los vagos y viciosos –“léperos”, les llamaban– que se encontraban en las
calles de la Ciudad de México e impuso multas y cárcel a quienes mendigaran. De poco
sirvió su luminoso remedio: el problema no era castigarlos sino procurar que tuvieran trabajo
y medios para sobrevivir.
Cualquiera podría pensar que, bueno, al fin y al cabo era el siglo XVIII, el del México virreinal
marcado por la desigualdad. Pero dos siglos después, en el México independiente aunque
no menos desigual, ocurrió algo similar. Durante las fiestas del Centenario de la
Independencia en 1910, en plena modernidad porfirista, se llegó a discutir la propuesta de
retirar a los pobres de las calles para que lucieran esplendorosas frente a los visitantes
extranjeros que llegaron a México para mirar las grandezas del régimen.
El asunto indígena es más profundo. Ningún régimen ha sabido cómo entrarle al problema
y es el sector que más ha resentido la discriminación de parte de la sociedad, pero
nuevamente por un principio clasista, no racista. Durante la segunda mitad del siglo XVI,
las autoridades españolas se percataron de que las grandes epidemias y la
sobreexplotación de los conquistadores habían disminuido drásticamente a la población
indígena. Para protegerla optaron por una solución poco humanitaria: ¿por qué no traer
esclavos negros a la Nueva España? Y como les pareció una buena idea, varias compañías
introdujeron esclavos para trabajar en las haciendas azucareras de Veracruz.
No era personal, sólo negocios
Las guerras contra los indios yaquis y los mayas, en el siglo XIX y principios del XX, no
tuvieron tampoco su razón en el odio racial. Su persecución obedeció a cuestiones
económicas –la modernización del país–, lo cual también es, desde luego, absolutamente
abominable. La gran paradoja es que si por un lado los indígenas eran rechazados por no
querer integrarse a la modernidad, a partir del Porfiriato los distintos gobiernos enarbolaron
la bandera del indigenismo como prenda de orgullo para mostrar al mundo lo que es México.
La Exposición Universal de París de 1889 –organizada para conmemorar el centenario de
la Revolución Francesa– permitió toda clase de libertades. México llevó al viejo continente
una premisa novedosa para su propia modernidad, justificada en todos los niveles del
régimen porfiriano –y cuya importancia sería permanente incluso para los gobiernos
revolucionarios del siglo XX: venerar al indio muerto.
El positivismo liberal porfiriano creyó encontrar las raíces más profundas de la identidad
nacional en el periodo precortesiano. Era necesaria la reivindicación social, moral e histórica
del indio muerto, porque con los indios vivos no había cuartel si no se sometían. El anhelado
progreso, sin embargo, no se entendía sin el reconocimiento de ese lejano pasado y así lo
expresó Justo Sierra: “Un país que, aunque poseído de la fiebre del porvenir, una fiebre de
crecimiento… no ha perdido un átomo del apego religioso a su historia. Todo ese mundo
precortesiano... es nuestro, es nuestro pasado, lo hemos incorporado como un preámbulo
que cimienta y explica nuestra verdadera historia nacional”.
Y la “verdadera historia nacional” llevó a París el magno Palacio Azteca, vistoso pabellón
que albergó en su interior muestras de arte mexicano –pintura, escultura, cerámica–;
ejemplos de la riqueza minera del país, cartas geográficas y geológicas, al igual que una
variedad de productos agrícolas, como las frutas tropicales; pero sobre todo, libros sobre
reliquias arqueológicas y estudios antropológicos y etnográficos.
El único caso que podría ejemplificar un odio racial en México –con razones económicas:
“Nos quitan el trabajo” – fue la matanza de chinos en Torreón, en mayo de 1911. En un
arranque de locura social y colectiva, la gente arremetió contra “los amarillos”, como les
llamaban con desprecio, por gozar de una buena posición económica en la región. Ni
siquiera el sentimiento antiespañol generado en los años inmediatos a la Independencia se
atrevió a tanto, no obstante que hubo leyes de expulsión, las cuales, de nuevo, no
respondieron a un odio racial, sino a un ajuste de cuentas con la historia luego de 300 años
de dominación.
Las grandes diferencias sociales que prevalecen en el país producto de la desigualdad, la
pobreza y la falta de oportunidades, así como el conservadurismo mental en que se
encuentra inmersa la mayor parte de la sociedad, han generado una profunda
discriminación de clase que, al final, es tan dañina como el racismo y se convierte en un
obstáculo más para la construcción de un país moderno.

2. Memín Pinguín y el desconocimiento del otro


Bernardo Fernández Bef - Novelista gráfico y no gráfico.
Apenas hace unos días se anunció que durante la FIL de Guadalajara se entregará el
premio de La Catrina a don Sixto Valencia, galardón que honra a distinguidos caricaturistas
y dibujantes de cómics por sus trayectorias.
El premio, sin duda, es otorgado por su obra más conocida, la serie Memín Pingüín,
personaje de la historieta popular mexicana escrito por Yolanda Vargas Dulché e ilustrado
por Valencia desde 1963.
De acuerdo a investigaciones de Luis Gantus, Memín fue creado por el historietista Alberto
Cabrera en los años 40 y retomado por el equipo creativo de doña Yolanda y el maestro
Sixto en 1963. Desde entonces se ha convertido en un personaje emblemático de la cultura
popular de nuestro país.
La historia, un melodrama urbano, se centra en las peripecias de un grupo de niños que
estudian en una primaria oficial, siendo Memín el protagonista.
El trazo de Memín es sumamente simpático. De grandes ojos y labios enormes, sus rasgos
semejan los de un simio de caricatura en medio de un dibujo realista. Evidentemente su
creador se inspiró en las caricaturas populares de los afroamericanos que llenaron los
medios norteamericanos de la primera mitad del siglo XX. Véanse, por ejemplo, los
prodigiosos Negro Drawings de Miguel Covarrubias.
No quisiera abundar aquí sobre el valor historietístico de Memín Pingüín. Me interesa más
el fenómeno extraliterario (sí, los cómics son, pueden ser literatura, ¿sabían?).
Las aventuras de Memín proceden de un mundo muy diferente al nuestro, un entorno social
en el que las nociones de corrección política y tolerancia eran inexistentes. Durante años,
el humor nacional se ensañó con todo aquel que fuera diferente: negros, orientales e
indígenas eran el blanco del cruel humor de una nación mestiza que, en palabras de Octavio
Paz, reniega de su herencia española y se avergüenza de la indígena.
Puestos en perspectiva, Memín y sus andanzas son un documento casi ingenuo, una visión
idealizada de las clases populares de una ciudad de México que se debatía entre sus
orígenes provincianos y su consolidación como una urbe moderna.
La sencillez de los guiones siempre deja espacio para todo tipo de situaciones racistas de
las que son víctimas el protagonista y doña Eufrosina, su Ma' Linda.
¿Es Memín Pingüín una historieta racista? Sí. No obstante, detrás de este racismo no hay
un odio ciego a la otredad sino un desconocimiento de la misma, casi una negación de la
llamada tercera raíz de nuestra cultura, aquélla que llegó del África.
Y sin embargo, durante medio siglo se publicaron y republicaron las historietas de Memín
sin que nadie expresara públicamente su indignación. El problema vino cuando en 2005 el
Servicio Postal Mexicano emitió una estampilla con la imagen del personaje y ésta llegó a
los Estados Unidos, donde asociaciones de afroamericanos protestaron por lo que
consideraron una caricatura burda y ofensiva.
El propio Jesse Jackson elevó su voz de indignación. El asunto escaló hasta el grado de
que el propio canciller Luis Ernesto Derbez tuvo que pronunciarse públicamente, aduciendo
el desconocimiento que los norteamericanos tienen sobre nuestra cultura, cultura en la que
el bullying, la cábula, fueron moneda corriente y aceptada hasta hace muy poco.
Una cultura que engendra frases como "Chino, chino, japonés, come caca y no me des",
una cultura que sistemáticamente ridiculizaba a los indígenas a través de personajes
televisivos como Chano y Chon, el indio Maclovio o Régulo y Madaleno.
Una cultura que en los años 80 engendró un programa llamado Chispas de chocolate,
protagonizado por el cubano Jorge Zamora, Zamorita, en el que un elenco de actores
afromexicanos pasaban media hora a la semana haciendo chistes racistas sobre sí mismos.
Una cultura en donde el color de la piel es un contundente indicador económico.
La distinción a don Sixto Valencia me llena de júbilo. Me alegro que se le reconozca su
distinguida trayectoria en la historieta popular mexicana a un artista de primer nivel.
Lamento que sea por una historieta tan políticamente incorrecta.
"Usted no conoce nuestra cultura. Es un muñequito. Una broma. Somos desmadrosos,
cabulillas."
Sí, y también sumamente racistas.

3. Un racismo consciente
Rosario Aguilar - Autora de “Los tonos de los retos democráticos: color de piel y raza en
México”. Catedrática del CIDE.
La discriminación racial en México parecía ser un fenómeno ausente. Después de todo, si
la mayoría de los mexicanos pertenecemos al mismo “grupo racial”: el mestizo, no había
manera de ser racista. En realidad, el racismo nos ha acompañado a lo largo de nuestra
historia, y en la actualidad varios estudios de opinión muestran que somos más conscientes
de ello. Hablar de racismo en México es hablar de la discriminación basada en nuestra
apariencia racial independientemente de si nos consideramos mestizos o no.
El concepto de raza en sí no es natural; más bien es social. La idea de la existencia de
distintas razas surge en el siglo XV como consecuencia del expansionismo europeo en
África y América. Al conquistar nuevas tierras, los europeos instituyeron un sistema
jerárquico ligando diferencias biológicas y de comportamiento que justificaban mantener el
control y la supremacía sobre los grupos que consideraban inferiores al suyo. Ahora existe
una amplia evidencia biológica de que no hay una conexión clara entre la genética y los
grupos raciales establecidos. En otras palabras, hay más variación genética entre miembros
de un grupo racial (p.ej. los africanos) que entre miembros de los que se consideran varios
grupos raciales (p.ej. europeos nórdicos y africanos). Estos estudios demuestran, pues, que
el concepto de raza es una categoría social, no biológica. Así, argumentar que un grupo de
personas comparte ciertas características, ya sean positivas o negativas, por ser miembros
de un grupo racial es un error, un estereotipo. Los estereotipos son generalizaciones
erróneas que usamos al evaluar a una persona o un grupo de personas. Por ejemplo, si en
algún lugar leímos que las personas indígenas eran flojas y entrevistamos para un trabajo
a una persona de ese origen, al usar el estereotipo la descartaremos porque, sin evidencia
empírica, asumiremos que es una persona floja.
Los estereotipos asociados a la apariencia racial se producen y perpetúan de distintas
maneras:
En primer término, a través del lenguaje y las interacciones sociales. El lenguaje que
usamos en nuestra vida diaria y consideramos aceptable es rico en términos relacionados
a nuestra apariencia racial. Por lo general, cuando queremos insultar a alguien lo llamamos
“indio”, “negro” o “naco” (el “naco” ideal suele percibirse como una persona de tez oscura y
rasgos indígenas); mientras que llamar a alguien “güera/o” le confiere un cierto estatus
social. La permisividad con la que contamos para usar términos raciales como insultos en
nuestra sociedad explica, en parte, el que Carlos Treviño haya considerado aceptable
publicar en redes sociales la referencia que hizo de Ronaldhino como un simio.
En segundo término está el efecto de los medios de comunicación. Los medios promueven
una idea de lo que es la belleza que poco tiene que ver con nuestra apariencia racial. Sólo
es necesario evaluar la apariencia racial de los presentadores de los programas televisivos,
de los modelos en los comerciales, de los actores en televisión, etcétera, para darnos
cuenta de que, en su mayoría, son personas de color de piel morena clara o blanca.
Una buena noticia es que los ciudadanos mostramos estar conscientes de que existe
discriminación racial en nuestro país. En el estudio de opinión realizado como parte del
Informe país sobre la calidad de la ciudadanía en México a cargo del INE en 2013, en el
que colaboré con otros académicos, hicimos preguntas a los ciudadanos sobre los factores
que ellos percibían como importantes al momento de discriminar en México
(www.ine.mx/archivos2/portal/DECEYEC/EducacionCivica/informePais/). Asimismo, les
preguntamos si habían experimentado algún tipo de discriminación. Los resultados
muestran que una mayoría de la población piensa que existe discriminación basada en el
color de la piel de las personas (75%), mientras que una minoría dice haber sufrido en carne
propia tal discriminación (11%). Este porcentaje podrá parecer bajo. Sin embargo, este tipo
de preguntas tienden a subestimar el nivel de actos discriminatorios sufridos por los
encuestados, ya que éstos pueden no reportar esos actos al sentirse avergonzados por
haberlos sufrido.
El estudio incluyó una medición del color de piel de los encuestados. Si bien no hay relación
entre el hecho de percibir que existe discriminación con base en el color de piel en México
y el tono de piel del encuestado, sí encontramos una alta relación entre reportar haber sido
víctima de un acto discriminatorio y el tono de piel. Las personas de tono de piel más oscuro
tienden a reportar que sufrieron discriminación por su tono de piel 30% más veces que las
personas de tonos de piel más claro.
Los estudios de opinión del Barómetro de las Américas (http://www.vanderbilt.edu/lapop-
espanol/index.php) han incluido desde 2010 la medida del tono de piel usada en el estudio
del INE. Esta medida fue diseñada por un académico de la Universidad de Princeton,
Edward Telles, quien se enfoca al estudio de grupos raciales y étnicos en Latinoamérica
(https://perla.princeton.edu/). En 2010 el Barómetro de las Américas preguntó a los
encuestados si habían sufrido un acto de discriminación con base en su tono de piel y si
habían sido testigos de tal acto discriminatorio en contra de otra persona. En México, el
14% dijo haber sufrido un acto de discriminación basado en su color de piel, pero un 54%
reportó haber presenciado un acto discriminatorio contra alguien más por ese motivo.
Ese mismo estudio demuestra que, independientemente del nivel educativo, sexo y edad
de la persona, el ingreso de una persona de piel oscura es menos de la mitad del ingreso
de una persona de tez clara. Este dato demuestra las consecuencias económicas de la
discriminación en nuestro país.
En México nuestra apariencia racial importa: los estereotipos asociados a personas de
apariencia más europea y más indígena son perpetuados dentro de nuestras familias,
círculos sociales y por los medios de comunicación. Si la buena noticia es que somos más
conscientes de que este fenómeno se da en nuestro país, también es cierto que nos falta
concientizarnos de las consecuencias negativas de dicha discriminación y luchar por acabar
con ellas dentro de nuestra sociedad. Como individuos podemos comenzar a ser más
conscientes sobre los estereotipos y el lenguaje que usamos al interactuar con personas
de distintas apariencias raciales.

4. Un secreto a voces
Beatriz Urías Horcasitas - Autora de “Historias secretas del racismo en México (1920-
1950)”. Investigadora de la UNAM.
La sociedad mexicana no se reconoce a sí misma como una sociedad racista, y, de hecho,
se habla poco acerca del tema. Sin embargo, desde el inicio de la época moderna, el
racismo –una forma de discriminación social basada en un criterio tanto biológico como
cultural– ha moldeado las relaciones sociales, e intervenido sobre la manera de concebirlas.
La comprensión de esta problemática en el momento actual puede entenderse mejor a la
luz de las ideas sobre la superioridad y la inferioridad de razas que han estado presentes
en la historia de México. Delinearé algunos de los rasgos generales de este panorama
histórico.
Los siglos XIX y XX estuvieron marcados por diversos proyectos de crear una raza
homogénea, de cuya formación se hizo depender el progreso o el retroceso del país. El
tema de la unidad racial acompañó y estuvo en el centro de las discusiones en torno a la
construcción de la nación. A través de estas discusiones comenzaron a circular nociones
como las de evolución biológica, desarrollo de las poblaciones y progreso. Es por ello que
a partir de la última parte del siglo XIX, pero sobre todo en el XX, la cuestión racial llegó a
convertirse en un objeto de estudio –y en una verdadera obsesión– para muchas
generaciones de médicos, antropólogos, criminólogos, psiquiatras, sociólogos y
demógrafos. La mayor parte de ellos coincidió en que en el origen del atraso del país había
factores hereditarios que podían ser erradicados o revertidos por medio del mestizaje y la
educación.
Durante el siglo XIX, el tema de la unidad racial inspiró reflexiones antropológicas y médicas
muy influidas por el evolucionismo y por las teorías de la degeneración social que
inicialmente fueron formuladas en Europa o en los Estados Unidos. El núcleo ideológico de
estas reflexiones fue que la heterogeneidad racial constituía la raíz de muchos de los
problemas que aquejaban al país, y que su solución representaba la clave del progreso. La
Revolución de 1910 no hizo desaparecer las fuertes desigualdades que dividían a la
sociedad mexicana, ni tampoco la dificultad de insertar la diferencia racial dentro del nuevo
proyecto de nación. Esto permite entender que, a partir de 1920, corrientes de pensamiento
como el indigenismo, la vasconceliana y la eugenesia lanzaran una nueva propuesta de
integración nacional que recuperaba los planteamientos que habían circulado en la última
parte del siglo XIX en el sentido de que la homogenización racial sería la solución a los
problemas del país. Más allá de las diferencias que pueden ser identificadas entre el
Porfiriato y el periodo posrevolucionario, ambos compartieron un amplio proyecto de
reforma social estructurado en torno a la educación y al mestizaje.
En el México contemporáneo es posible observar una población predominantemente
mestiza con una estructura de clases muy polarizada y desigual. En este sentido, una
reflexión acerca del racismo actual no puede ser desvinculada de una observación acerca
de la manera en que los prejuicios raciales se entrelazan con situaciones de marginación
económica, cultural y social, así como de un análisis de la manera en que el sistema político
refrenda o hace caso omiso de las prácticas discriminatorias.
En suma, considero que el racismo no es una mera ideología sino una práctica que cobra
sentido en la estructura de una sociedad fuertemente escindida entre elites y amplios
grupos marginales. Profundizar en el examen de esta problemática arrojaría una mirada
inédita acerca del presente y permitiría cuestionar la permanencia de un conjunto de ideas
y de prácticas discriminatorias que históricamente han conjugado criterios biológicos y
culturales.

http://www.milenio.com/tribunamilenio/que_tan_racistas_somos_los_mexicanos/racismo-
sociedad_racista-raza_homogenea-evolucionismo-Beatriz_Urias_13_376892309.html

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