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¿Se puede homologar la naturaleza?

En un reciente artículo de nuestros amigos de Estonoesunaescuela, se cuenta la historia de un


inspector que obligaba a una escuela a utilizar troncos “homologados” en el patio para que los niños
no se lastimaran. A raíz de ello, nos surge la eterna cuestión de la homologación de las escuelas en la
naturaleza. La homologación es el santo grial de muchas de los proyectos, en nuestra opinión, mal
llamados “alternativos”, por la connotación marginal que ese término conlleva. Desean tener ese
reconocimiento oficial que les permita operar (en caso de que trabajen con niños en edad de
escolarización obligatoria), abrir mercados (muchas familias entienden la homologación como un
sello de calidad), tener más visibilidad (aparecer en listados y bases de datos) y tener acceso a ayudas
y subvenciones. Desde Saltamontes compartimos algunas de estas razones y respetamos los criterios
que marca la ley. Estemos de acuerdo o no con ella, es la ley. Pero por suerte o por desgracia, no nos
es posible cumplir con los objetivos que ésta marca y, por tanto, no nos podemos homologar, salvo
que cambie la normativa (o su interpretación). No nos es posible cumplir con ella por la sencilla razón
de que la naturaleza no es homologable. Todo nuestro curriculum está basado en el contacto íntimo
con ella, tal cual es, y quedaría completamente desvirtuado si la adaptamos a los niveles de seguridad,
de confort o de predictabilidad que algunos burócratas buscan. Esto no quiere decir que en escuelas
como Saltamontes seamos temerarios o negligentes. El contacto con la naturaleza al natural, sí, pero
bajo un acompañamiento profesional, prepara a chicos y mayores a tener flexibilidad, resiliencia,
empatía, autonomía, autoconocimiento… en fin, una serie de valores y capacidades -de nuevo, mal
llamadas- “blandas”, que tanto se empiezan a apreciar en el mercado laboral. Amén, por cierto, de
cumplir punto por punto los objetivos que marca la ley para la etapa de infantil (pero eso sería objeto
de otro post). Pensamos que tal vez sea el momento de plantearse un nuevo modelo educativo, que se
base en la evidencia y no tanto en homologaciones rígidas y sobre el papel. Mal que les pese a algunos,
por suerte -y no por desgracia-, no se puede registrar, patentar o estandarizar la naturaleza.

¿Existe una pedagogía de la naturaleza?


Tal vez pensamos que la educación en la naturaleza es una activiad marginal, relegada a unos cuantos
grupos de familias y maestros que salimos al monte con los niños y que somos vistos como unos
excéntricos por los demás. Nada más lejos de la realidad. En la reciente conferencia internacional de
escuelas en la naturaleza que se celebró en Praga, un cálculo grosso modo arroja una cifra de más de
3.000 centros de este tipo en Europa, la mayoría de ellos homologados por sus respectivos gobiernos.
Otro mito que puede existir es la idea de que para ser una iniciativa pedagógica en la naturaleza basta
con salir ahí fuera. De nuevo, la realidad es mucho más compleja. Mientras que se coincide en el
lugar principal de permanencia (exterior), se difiere mucho en el cómo se está. En unos casos, los
niños reciben instrucción curricular, en otros, se practica el juego espontáneo con ciertos límites y en
otros, prima la autorregulación de los niños. Existen centros con enfoque Steiner; otros Montessori,
Pestalozzi, etc. Si hay una orientación “exterior” en cuanto a la manera de acompañar los procesos
de aprendizaje y desarrollo de los niños, ¿existe entonces una “pedagogía de la naturaleza” específica?
Cuando miramos allende nuestras fronteras, vemos que existe un importante corpus de
reflexión sobre la educación al aire libre, y recibe nombres tan sugerentes como pedagogía del
bosque, de la naturaleza, de la vida al aire libre, etc. Al contrario que con otros, como los arriba
mencionados, no parece haber ideólogos cuya obra haya sido seminal para los que trabajamos en la
naturaleza. Por supuesto que hay eminentes filósofos y pedagogos que han escrito e influido sobre el
aprendizaje en la naturaleza (no nos ovidemos, por ejemplo, de Giner, de sus contemporáneos del
movimiento higienista o -yendo más atrás- de los trascendentalistas de finales del XIX). Pero en la
práctica actual, la pedagogía de la naturaleza parece ser más bien fruto de un esfuerzo colectivo,
horizontal y transversal, que surge de un crecimiento orgánico y conjunto del pensamiento y la
experiencia. Al final, el trabajo pedagógico que se realiza en estos centros es coherente con su propia
esencia: el aprendizaje basado en la experiencia no solo es válido para los niños que están allí a diario,
sino también para sus acompañantes, sus educadores e incluso sus ideólogos. Percibo en los proyectos
que visito una relación íntima con el espacio en el que se encuentra, que va más allá de un simple
emplazamiento más o menos agradable, de manera que se establece un proceso de acomplamiento
conceptual, filosófico, amén de físico, al mismo. Es el espacio, es decir, la naturaleza real, tangible y
local, la que determina cómo vamos a estar en ella. Es ella la que nos enseña cómo enseñar, en la que
aprendemos tanto niños como adultos, y, si tenenos el espíritu abierto, dejaremos que sea la que hable
a nuestra razón y a nuestro corazón. La que, en fin, nos señale el camino a seguir. Es nuestra
responsabilidad ordenar esas enseñanzas fruto de la experiencia y del genius loci, y transformarlas en
un marco de referencia para el acompañamiento del desarrollo y el aprendizaje de los niños.

No creo tener, pues, una respuesta definitiva a la pregunta que encabeza este post. Pero sí pienso que
hay una pedagogía en la naturaleza, abierta y generosa, dinámica y adaptativa, que da cabida a otros
enfoques y acoge muchas miradas. Que es compatible con ortodoxias ya establecidas, pero también
con la heterodoxia del sentido común. Son en realidad muchas micropedagogías, crecidas en el
sustrato local y con una fuerte carga cultural que viene dada por la ética ambiental prevalente en cada
lugar. Con el hilo conductor común del amor y el respeto a la naturaleza, hay una humildad, tolerancia
y apertura de miras y un arraigo común a los orígenes, sean cuales sean, que son las que hacen que
este movimiento de la educación en la naturaleza sea tan enriquecedor. Creo por ello poder decir que
lo que prima en todos es un profundo agradecimiento por poder recuperar así el vínculo con nuestra
esencia, la naturaleza: viviendo, aprendiendo y compartiendo.

Katia Hueso

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