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BOB DYLAN
Todo premio es, por definición, una arbitrariedad mejor o peor fundada. En consecuencia, las
discusiones en torno de una concesión semejante deberían hacer gala de levedad. Sin embargo,
hubo gente que puso el grito en el cielo a causa del Nobel concedido a Dylan. Esos críticos se
arrogaron la defensa de la parte que se presumía ofendida, a saber –ni más ni menos–: la
Literatura.
Algunos de sus argumentos saben a bife cocinado en microondas. Para empezar, el grupo que
siempre abominó del Nobel no está calificado para arrojar la primera piedra: si el premio, como
suele decir, no es serio, la (en teoría errónea) distinción a Dylan no expresaría otra cosa que
coherencia en el desatino. No se puede criticar a un chapucero serial por haber incurrido en otra
chapuza. Se trataría de un caso de más-de-lo-mismo, donde la indignación sobraría. ¿Por qué les
preocupa tanto un premio que no valoran?
Otro grupo ensayó una crítica de índole gremial. Para ellos, Dylan incurre en el pecado de no ser
formalmente un escritor. En ese caso, se acusa al comité que concede el premio de tener mala
puntería: mientras enfocaba una categoría, le habría atinado a otra. Pero la actividad literaria no
está regida por la pertenencia a un sindicato ni la posesión de carnet habilitante.
Lo que cuenta aquí es que Dylan ha escrito –dicho esto del modo más literal– una copiosa obra,
pasible de ser analizada y valorada desde los paradigmas de lo literario. Ha experimentado y
consolidado un estilo que sin embargo recrea constantemente; tiene temas propios; reflexiona
sobre el mundo y sobre su quehacer; invita a relecturas desde múltiples disciplinas. Es prolífico y
por ende desparejo, sí; pero a los versos que consiguió colar arriba, en el firmamento, no los podés
bajar ni a cañonazos.
No se define a un escritor a partir del objeto que se fabrica con su obra terminada. Por fortuna,
escritor no es sólo aquel que publica libros. El Nobel suscribió esta interpretación en otras
oportunidades, sin despertar tanto escándalo: por ejemplo al premiar a Harold Pinter, que no
escribía tanto para ser publicado como para ser oído y representado en escena. En el futuro
próximo, no quedará otro remedio que premiar a escritores cuyas obras no respondan a los
cánones de lo que se entiende por ficción (esto ya ocurrió el año pasado con Svetlana Alexievich,
por ejemplo); y que, además, no habrán conocido nunca otro soporte que el virtual de la web.
La forma inapelable de superar estos argumentos la expuso Juan Pablo Bertazza, en este lugar y
hace una semana, al citar el artículo dos de los estatutos del galardón: al hablar de “literatura”, el
testamento de Alfred Nobel se refiere no sólo a la ficción sino “también a otros escritos que, por su
forma o modo de exposición, posean valor literario”. Nada se dice allí respecto del molde industrial
que deberían respetar esos escritos. ¿Qué importa si la obra en cuestión se reproduce en un libro,
un escenario o un soporte auditivo?
Si hay algo que ni los críticos más recalcitrantes pueden negar a los escritos de Dylan –ya sean en
forma de canción, novela o crónica–, es que poseen a raudales ese je ne sais quois que Nobel
requería. Por algo las instituciones de su país le han reconocido méritos en ese área precisa. En
2008, el jurado del Pulitzer Prize lo distinguió por “su profundo impacto en la música popular y la
cultura americana, marcado por composiciones líricas de extraordinario poder poético”. En 2013 lo
premió la American Academy of Arts and Letters.
Una línea de argumentación complementaria es la que se queja de que el Nobel a Dylan supone
una ampliación del campo de batalla. Como si el comité hubiese dicho recién ahora, cambiando las
reglas del juego en mitad de la partida: De aquí en más, no vamos a laurear tan sólo a escritores
que producen lo que hasta el lego entiende por literatura, sino también a aquellos que se
automarginan de la tradición y producen líneas de narración alternativas. Esa queja huele a
ciudadanos protestando la llegada del aluvión de inmigrantes. Hay gente que rechaza que el
concurso se abra a más candidatos, con la excusa de que eso conculca sus derechos; cuando,
más bien, lo que hace es limitar sus oportunidades en términos matemáticos. Aquí se habla de
méritos, cuando lo que se discute en verdad es el grosor de la porción de torta que codiciábamos.
El tema es que no se puede ampliar más un campo que, por definición, debería ser el más amplio
de todos. La literatura no admite regla alguna, ni códigos de propiedad o etiqueta. No otorga
pasaportes, porque no reconoce límites a su territorio. Puede vertirse sobre una pared, en una
canción o un blog. Puede ser exquisita o popular. (Y, en el mejor de los casos, ambas cosas a la
vez.) Desconfía por naturaleza de todo intento de codificarla, de fijarle un deber ser; en este
sentido, parafraseando a Groucho Marx –qué Nobel se perdieron, ahí– la literatura no sería nunca
socia de un club que la aceptase entre sus filas.
Nunca podría ofenderse, porque invita a que la ofendan. La desconfianza que expresa ante todo
tipo de reverencia –empezando por la reverencia a sí misma– es esencial a su fortaleza. Porque la
literatura no es, ni será nunca, el Increíble Arte Menguante. Muy por el contrario, sobrevivirá
cuando casi todo lo demás se haya extinguido. (En este sentido, tiene más de cucaracha que de
frágil mariposa.) Mientras exista un ser humano, habrá literatura y habrá música. Aunque se
tararee entre las ruinas, aunque se escriba con mierda sobre un muro. Porque esas formas de
expresión nos serán esenciales hasta el último segundo.
Alguien dijo, sólo a medias en broma: Lo único que falta es que el año que viene se lo den a un
historietista. Ojalá. Yo hubiese celebrado un premio a Hugo Pratt y celebraría uno para Alan
Moore. Porque considero zanjada la grieta equívoca entre la cultura excelsa y la popular. No toda
historieta es literatura, así como no lo son tampoco todas las novelas. No toda letra de canción es
literatura, así como no lo son tampoco todos los textos que se pretenden vanguardia. Pero todas
las variantes de la narrativa pueden serlo –y cuando digo todas, digo todas–, de contar el/la autor/a
con la voluntad y el talento necesarios.
Si algo sugieren los últimos premios, es que el comité del Nobel empezó a mirar por encima de los
decorados del establishment literario. En esto coinciden con la visión que Dylan expuso en
Chronicles: Volume One (2004): “Para mí, la cultura mainstream era más sosa que el demonio; una
gran estafa”.
El año pasado se lo dieron a Svetlana Alexievich, que recreó un formato que tomó prestado del
periodismo: la entrevista. Este año se lo dieron a un artista que recreó un formato tomado de la
música popular: la letra de una canción. (El premio también debe ser leído en clave política.
Ensalzar a Dylan justo antes de las elecciones que, gane quien gane, entronizarán a masters of
war en la Casa Blanca, es un gesto loable por partida doble.)
Lo único que temo es que, por culpa de este Nobel y del que le dieron hace poco a la canadiense
Alice Munro, el comité no llegue a tiempo de premiar en vida al también canadiense Leonard
Cohen. Que, por cierto, escribió varias novelas. Pero que merecería ese premio y todos los
premios por sus canciones, más bellas e imperecederas que las obras completas de tantos
papanatas.