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4. Después viene el trabajo real, corregir. Una vez que tengo la primera versión, puedo
hacerle al texto todas las preguntas incómodas que quiera, eliminar lo que sobre,
tensar lo que está flojo y reordenar para acercarme lo más posible a aquel estado
previo, de pureza y fluidez. Eso requiere tiempo y paciencia, dejar pasar uno o dos
meses, releer con una mirada más fresca, corregir de nuevo. Y, por último, asumir la
frustración de que nada de lo que escriba va a estar a la altura de mis expectativas.
7. No importa qué estoy contando, lo importante es cómo. Tengo que avanzar con
seguridad y sin ningún tipo de prejuicios, olvidar que estoy inventando a un narrador, a
personajes que atraviesan situaciones que estoy imaginando. Hay que habitar ese
mundo, observarlo como si fuese real y hubiese estado siempre ahí; e hilar una lógica
interna que no se explique sino que se desprenda de las acciones de los personajes,
de la causalidad del relato. La verosimilitud se construye en los detalles y las
particularidades. Si uno escribe un cuento desde el punto de vista de un monstruo,
¿qué es la monstruosidad?
9. El autor de un cuento tiene que ser invisible. No tengo que intentar lucirme con
palabras rebuscadas o juegos de ingenio, mucho menos hablar de mí mismo. Tengo
que crear un narrador que cuente lo mejor posible una buena historia, nada más. El
cuento es un objeto estético autónomo, no se completa buscando en él pistas de la
personalidad del autor, sus gustos o secretos.
10. Sentarse a escribir es un acto de fe. Por eso necesito recordarme estas cosas
todos los días. Algunas de ellas, probablemente, sean mentiras, quizás solo suenen
bien. Porque en literatura no existen las certezas, lo que me permite cambiar de
opinión, adquirir mi propia experiencia, buscar respuestas nuevas para las mismas
preguntas.