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El mito de la creación de los mayas

El mito de la creación de los mayas


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El Popol Vuh, o Popol Wuj en el idioma quiché, es la historia de la
creación de los mayas. Los miembros de los linajes reales quiché que
gobernaron las tierras altas de Guatemala registraron la historia en el
siglo 16 para preservarla bajo el reino del imperio colonial. El Popol Vuh,
que significa “Libro de la comunidad”, narra el relato de la creación maya,
los cuentos de los Héroes gemelos y las genealogías y derechos de tierra
quiché. En esta historia, los Creadores, Corazón del cielo y otras seis
deidades incluyendo la Serpiente Emplumada, querían crear seres
humanos con corazones y mentes que pudieran “llevar la cuenta de los
días”. Pero sus primeros intentos fracasaron. Cuando estas deidades
finalmente crearon humanos usando maíz blanco y amarillo que podían
hablar, ellos quedaron satisfechos. En otro ciclo épico de la historia,
los Señores de la muerte del Inframundoconvocaron a los Héroes gemelos
a jugar un memorable juego de pelota donde los Gemelos derrotaron a
sus contrincantes. Los Gemelos subieron a los cielos, y se convirtieron en
el Sol y la Luna. A través de sus acciones, los Héroes gemelos prepararon
el camino para la siembra del maíz, para que los seres humanos vivieran
en la Tierra y para la Cuarta Creación de los mayas.
“Nuestra historia de la creación nos enseña que los primeros abuelos de
nuestra gente fueron hechos de maíz blanco y amarillo. El maíz es sagrado
para nosotros porque nos conecta con nuestros antepasados. Alimenta
nuestro espíritu al igual que a nuestros cuerpos”. Juana Batz Puac, maya
quiche, contadora del tiempo.
Tláloc, el dios azteca de la lluvia
Tláloc es el dios azteca de la lluvia y esposo de la diosa del agua y
del amor Chalchiuhtlicue, siendo ambos los padres de numerosos
hijos conocidos como los tlalocas (nubes). Tal y como se narra en el
Códice Aubin, cuando la profetizada ubicación de Tenochtitlan fue
encontrada mediante la vista de un águila sobre un cactus devorando
una serpiente, el sacerdote Axolohua se sumergió en las aguas de la
laguna y un día después volvió a surgir de lago trayendo consigo el
relato de su visita al propio Tláloc, quien le reveló que aquella sería
la morada de su hijo Huitzilopochtli. La voluntad de Tláloc fue que los
hombres vivieran unidos como hermanos sobre aquel lugar elegido
por los dioses.

Tláloc habita en Tlalocan, un mundo subacuático al que viajan los


espíritus de todos aquellos que fallecen por causas relacionadas con
el agua, ya sea en inundaciones, por enfermedades como la
hidropesía o incluso quienes fuesen alcanzados por un rayo durante
una tormenta. En este reino submarino la comida crecía en
abundancia y por doquier se podían encontrar árboles frutales de
todas clases y fértiles cosechas de maíz y otros productos.

La caída o ausencia de la lluvia en una sociedad que vivía


fundamentalmente de la agricultura era una cuestión de vida o
muerte, y no es de extrañar que su culto fuese de los más extendidos.
Su importancia (así como la de su hijo) que en la ciudad de
Tenochtitlan, en el Templo Mayor, hay dos capillas, una al norte para
el culto a Tláloc y otra al sur dedicada a las ceremonias en honor a
Huitzilopochtli. Como otros dioses de la Mitología azteca Tláloc era
honrado por los creyentes con sacrificios de varias clases, ya fuera
mediante ofrendas de comida o sacrificios de animales y personas.

Generalmente se le representa con el cuerpo decorado con pinturas


negras, verdes y amarillas, y decora sus ropajes con plumas de garza
y quetzal así como numerosos adornos de jade en sus orejas y cuello,
elemento estrechamente asociado al agua en la cultura azteca.
Protege su pecho con un pectoral forjado en oro y porta un báculo o
cetro con forma de serpiente, objeto con el que puede invocar al rayo
durante las tormentas.
Leyenda de los pieles rojas

Cuentan los pieles rojas que cuando la tierra fue creada era muy hermosa
con sus montes, valles, ríos y mares. Lo único que faltaba en ella era quién
la habitara.
Una mañana, el Dios de los antiguos pobladores de la región noroeste de la
América del Norte, Manitú, se levantó de excelente humor y decidió crear al
hombre. Tomó un poco de barro y modeló un hermoso muñeco con cabeza,
tronco, brazos y piernas. ¡Era una maravilla! Después encendió un horno y
lo metió allí para que se cociese. No quería a un hombre crudo y sin sabor.
Ese día hacía mucho calor. Cansado por el trabajo que le había dado hacer
ese hombre de barro, Manitú se recostó un ratito a la sombra de un árbol
mientras el horno hacía su trabajo. Pero estaba tan fatigado que se quedó
dormido y no se despertó a tiempo para sacar su creación del horno.
Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que olía a quemado y corrió al
horno. ¡Qué horror! Cuando sacó al muñeco estaba tan cocido que parecía
hecho de carbón.
Manitú, a quien no le gustaba reconocer sus errores, dijo:
–Será la raza negra.
Y lo mandó a vivir al centro de África.
Preocupado por su descuido, al día siguiente decidió hacer otro muñeco y se
dispuso a cocerlo con gran cuidado. Sin embargo, por temor a que volviera
a quemarse, metió poca leña en el horno y se quedó esperando.
Impaciente, sacó el muñeco antes de tiempo.
¡Otro desastre! Estaba mal cocido y era más pálido, todo blanco.
Manitú se rascó la cabeza y como nadie adivinaba sus propósitos dijo:
–Será la raza blanca –y se fue a descansar; no había sido un buen día.
Pero Manitú no suele darse por vencido. Como quería algo distinto, modeló
un nuevo muñeco.
Para que no se quemara ni pareciera crudo, buscó una solución muy
original:
–Voy a untarlo bien de aceite, así quedará a punto.
Sin embargo, otra vez fracasó. Al fin y al cabo solamente había cocido tres
hombres, por lo tanto Manitú era todavía un cocinero inexperto. Puso
demasiado aceite en la masa y el muñeco resultó amarillo.
Miró para los costados y, sin perder el ánimo, decidió:
–Será la raza amarilla.
Dicen que después le puso una pequeña coleta en la cabeza y lo mandó en
barco a Asia.
Al cuarto día, Manitú se levantó muy decidido. Amasó bien el barro, le puso
el aceite necesario, metió en el horno la leña conveniente, atizó bien el
fuego y sacó el muñeco a tiempo.
El dios, ahora sí, quedó contento. En su mano tenía un hermoso hombre
color bronceado... ¡Tal como lo había imaginado!
–Será la raza roja, mi raza preferida –decidió Manitú.
Y le puso sobre su cabeza un gran penacho de blancas plumas.
Así fue como nacieron los pieles rojas, que forman la raza más bella del
mundo. Al menos eso dicen ellos y Manitú.

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