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¿”Santo súbito”?
Ciertamente, una de las características evidentes de Juan Pablo II fueron sus viajes.
Y eso parecería ser bueno. Aparentemente. Pero ¿no corre eso el riesgo de transformar al
mundo en una suerte de diócesis única, en la que los obispos titulares terminaran siendo
casi como “auxiliares”, y donde el Papa dejara de ser el “obispo de Roma” para ser el
“obispo del mundo”? Porque de esa manera la comunión dejaba de ser “comunión
episcopal” para ser “comunión con el Papa”. La pérdida de fuerza de las conferencias
episcopales fue particularmente grave (como también lo fue la pérdida del sentido
consultivo y democrático de los Sínodos; pérdidas que no creo casuales sino intencionales,
ciertamente). La riqueza de las Iglesias particulares, y las diferentes miradas, se reducía así
a una “mirada única”. O a un “discurso único”. Claro que esto no es una “consecuencia no
deseada”; una Iglesia que estaba encaminada a ser cada vez más “democrática” fue
conscientemente desactivada.
Un ejemplo evidente -y preocupante- de esto fueron los sínodos regionales
convocados con motivo del año 2.000. La realización del sínodo africano, o de Asia u
Oceanía en plena ciudad de Roma, resultaba sencillamente grotesco. Y la convocatoria a la
5ª asamblea del CELAM en Roma, para que el anciano y enfermo Papa pudiera estar,
aumentaba centralidad a las Iglesias que debían ser “regionales”. Esto invita a formularnos
una pregunta teológica sobre el papado y el episcopado tal como fueron encarados;
digámoslo con palabras de un conocido teólogo:
«...la realidad Iglesia aparece ante todo y sobre todo en las distintas Iglesias locales que no son
simples partes de un conjunto administrativo mayor, sino que cada una de ellas contiene toda la
realidad "Iglesia"» y también «...el primado del Papa no puede ser entendido por analogía con el
modelo de una monarquía absoluta, como si el obispo de Roma fuera el monarca todopoderoso de
una especie de estado sobrenatural y de organización centralista que llamamos Iglesia; (...) el
primado del obispo de Roma, según su sentido originario, no se opone a la concepción colegial de
la Iglesia, sino que es primado-comunión, tiene su lugar en la Iglesia que vive y se concibe como
unidad de comunión. Significa, repetimos, la facultad y el derecho de decidir con carácter
definitivo, dentro de la red de Iglesias en comunión, dónde se da testimonio auténtico de la palabra
del Señor y dónde se encuentra, por tanto, la verdadera comunión. El primado, pues, supone la
"communio ecclesiarum" y sólo a partir de ella puede ser rectamente entendido» 1.
Pero la frecuente ausencia del Papa de “su” diócesis -Roma- implicó su ausencia de
las “oficinas” de gobierno, lo que permitió un desmesurado crecimiento del poder de los
miembros de la curia romana; y ciertamente esto plantea otro importante problema
teológico: el mismo Juan Pablo II había planteado la necesidad de repensar el primado (Ut
Unum Sint 95), y aunque sería necesario plantear o replantear el modo de ejercicio del
primado, el primado en sí mismo es difícilmente cuestionable dentro de la Iglesia católica
romana. Pero una cosa es Pedro, y otra diferente es tal o cual “Cardenal prefecto”;
particularmente mirando los nombres nada gratos de muchos de los elegidos para tales
cargos ejecutivos.
Es innegable que Juan Pablo II contribuyó a la “universalización” de la Curia
romana, y la mayoría ya no estaba formada por italianos, ni siquiera por europeos, pero
miremos este dato un poco más a fondo: si el cardenal Gantin (de Benin) se ve a sí mismo
como “romano”, y si el cardenal Arinze (de Nigeria), no insistió vehementemente en la
importancia de la inculturación en la liturgia “romana”, podemos concluir que el tema no
radica en el lugar de nacimiento sino donde está el corazón. Ambos no parecían
representantes de la Iglesia africana en el corazón de la Iglesia mundial, sino “romanos”
nacidos en el África, lo que es muy diferente. Algo semejante podría afirmarse de los
“representantes” de la Iglesia de América Latina en la Curia romana. ¿Representan a los
pobres latinoamericanos los cardenales Lozano Barragán, o López Trujillo? ¿Podría hablar
del sufrimiento de las víctimas de la Seguridad nacional el cardenal Medina Estévez, amigo
personal de Pinochet? ¿Podría hablar de la fe y la religiosidad de los pobres el cardenal
Mejía, que siempre estuvo detrás de un escritorio? Señalemos, por si hace falta, que estos
“colaboradores del Papa” no “aparecieron allí” sino que fueron los elegidos por él; y eso
significa algo.
Un ejemplo de esta “centralización” puede verse claramente en la encíclica
Centesimus Annus (1991), en la que se conmemoraban los 100 años de la Rerum Novarum,
de León XIII. Para esta encíclica, “las cosas nuevas” radicaban casi exclusivamente en la
caída del muro de Berlín, mientras que las guerras de los grandes lagos, del África, las
Cuando se hace una evaluación de la figura de Juan Pablo II, suelen señalarse su
participación en la caída del Muro de Berlín, o su activo compromiso con la Paz y contra la
guerra. Su eficaz intervención en la paz entre Argentina y Chile, cuando sus dictaduras
estuvieron a escasos minutos de la declaración de la guerra, es indiscutible; aunque no se
dirá lo mismo de la guerra de Malvinas, las guerras del Golfo, o las decenas de guerras en
el desangrado continente africano. Con respecto a la caída del comunismo, el análisis
parece más complicado, porque probablemente mucho de lo ocurrido en Europa del Este no
hubiera tenido lugar sin incluir también a L. Walesa, a M. Gorbachov, o incluso a R.
Reagan, por ejemplo; y podemos recordar que no ocurrió lo mismo en otras partes del
mundo (China, Corea, y Cuba, por ejemplo).
Por otra parte, la incapacidad de mirar sin su “ojo polaco” la realidad de América
Latina, lo llevó a tener una actitud excesivamente injusta en Nicaragua, particularmente
visible en el caso de Ernesto Cardenal, tomando una postura claramente embanderada con
el gobierno republicano de los EEUU. Ese mismo “ojo tuerto” puede verse en la mirada
sobre la Teología de la Liberación, de lo que diremos algo más adelante. La noticia de que
el gobierno de los EEUU informaba directamente por intermedio de la C.I.A. a Juan Pablo
II, quien recibía semanalmente noticias sobre Europa Oriental y Centro América, revela
claramente cuál era su mirada. Toda política o propuesta liberadora en América latina que
amagara con manifestarse o levantarse, sabía de antemano que tendría la firme oposición
del gobierno de los EEUU, sus guerrillas, y la firme oposición de Juan Pablo II.
Mancomunadamente.
Sin embargo, algo que parece importante repensar a la hora de revisar el primado, es
la actitud del Papa como “Jefe de Estado”. En los viajes papales, además de lo ya
mencionado sobre Nicaragua, fue doloroso ver al “Pastor” que debe dar “la vida por las
ovejas” al lado de Pinochet, o de Galtieri, de Bush y otros genocidas. Es probable que el
protocolo lo exigiera, pero lo cierto es que el encuentro de Jesús con Herodes o Pilatos no
fue precisamente protocolar, como tampoco lo fue el de Pedro con las autoridades judías y
-seguramente tampoco- con las romanas. Ciertamente, esta actitud de “Jefe de Estado” es
algo que a la Iglesia se le ha añadido con el tiempo y aparece como algo que contribuye
más al anti-testimonio y a mostrar una pérdida de libertad profética y evangélica que es
fundamental para la comunicación del Evangelio en nuestro tiempo y para ser signos y
sacramentos del Reino de Dios. Por eso es bueno recordar que “(p)ara la Iglesia, la
verdadera renovación consiste sólo en eliminar la carga de elementos extraños que se
acumularon en ella en determinados tiempos (y que siempre, sin que ella lo advierta,
tenderán a adherírsele), para devolver su pureza a la imagen original”2.
“...la infalibilidad es por de pronto propia de toda la Iglesia. Hay algo así como una infalibilidad
de la fe en la Iglesia universal, en virtud de la cual esta Iglesia no puede caer nunca totalmente en
el error. Esta es la participación de los laicos en la infalibilidad (...) porque la fe no es privilegio de
los jerarcas, sino de toda la esposa de Cristo, y la Iglesia entera es la presencia viva de la palabra
divina y, por tanto, no puede nunca descarriarse como iglesia universal...”3
Queda por señalar todo el temor –y sistemática oposición- que Juan Pablo II ha
demostrado por la Iglesia de los pobres. Es cierto que el término -anterior a él- adquirió
-con él- carta de ciudadanía (Laborem Exercens 8), pero eso no significa que fuera
plenamente aceptado. El cuestionamiento sistemático a toda pregunta teológica por la
“causa de los pobres”, y el firme rechazo a la teología de la liberación no pueden ser
desconocidos en una evaluación sensata.
Hablar de la Iglesia en América Latina sin hablar de la teología de la liberación es
como un diccionario de fútbol del s.XX que no mencione a Maradona. El silenciamiento de
esta teología, de la realidad del martirio y las personas de los mártires (salvo los de la
revolución mejicana, pero estos “confirman la regla” porque fueron matados por los
“malos”), y de las voces proféticas que han caracterizado la Iglesia latinoamericana no
puede pasarse por alto. Sin embargo, las voces que se han preferido escuchar son muy
otras: ya hemos hecho mención a los “representantes” de América Latina en la curia
romana. Podemos añadir a esto los cierres de casas de formación (como Recife y México,
por ejemplo), los nombramientos episcopales (los casos de Chiapas, San Pablo, Lima, El
Salvador, por ejemplo), las presiones casi militares en la Conferencia de Santo Domingo (la
ausencia -¡en los 500 años!- del General de los Franciscanos y la presencia de los
Legionarios de Cristo resultó verdaderamente patética, por no mencionar la ausencia de
Rigoberta Menchú Tum)... Todo esto nos invita a ver cuánto de ideológico y cuanta
ausencia de osadía evangélica guió la política vaticana de Juan Pablo hacia la Iglesia
latinoamericana en un primer momento, y a la Iglesia africana y asiática más tarde.
Documentos nacidos del temor antes que de la libertad, avalan estas miradas. Las actitudes
neo-inquisitoriales que renacieron con este pontificado son seriamente preocupantes; la
violencia al interno de la Iglesia, y la división que esto genera, son más nacidas del
autoritarismo que de la búsqueda de comunión; la invitación a la delación, la existencia de
denuncias anónimas y juicios que en nada se asemejan a la “corrección fraterna”, nos llevan
a concluir que bajo el nombre de “ortodoxia” se pretendió la búsqueda de una uniformidad
que impedía reconocer la riqueza de las manifestaciones del Espíritu, y todo en nombre de
la “unidad de la Iglesia”.
“El Concilio todavía no podrá producir la unión completa de la cristiandad, pero sí podrá hacer
saber nuevamente cuánto ya se tiene en común y cuánto estamos, en el fondo, ya unidos, si tan solo
nos tomamos el trabajo de verlo y, en lugar de contemplar las tumbas que nos separan, prestar
atención a lo mucho que nos une. Aquí también tendrá efecto la decisión fundamental del Concilio:
guiarse por el sí, lo afirmativo en lugar del anti, lo negativo, y así vivir de nuevo el peso de esa
unidad fundamental que ininterrumpida ha de subsistir y, en la unión concreta de los cristianos,
dejarle esa importancia que ella tiene verdaderamente y que no será superada por ninguna
separación. Por supuesto, con esto el Concilio va más allá de sus límites, porque semejante manera
de realización cristiana seguirá siendo una tarea que ciertamente fue formulada por el Concilio, pero
podrá ser hecha realidad solo por cada uno de los cristianos mediante la paciencia y el penoso
esfuerzo de todos los días”5.
5 .- J. Ratzinger, La Iglesia se renueva. Mirada retrospectiva sobre la primera sesión del Concilio Vaticano II,
ed. Paulinas, Florida, Buenos Aires 1965 (original alemán: Die Erste Sitzungsperiode des Zweiten
Vatikanische Konzils ein Ruckblick, J. P. Bachen Verlag, Köln 1963) pp.58-59.
pero nos parecen –en muchos casos- miradas más desde el “primer mundo” que desde el
“tercero”. La falta de una palabra clara y contundente sobre el neoliberalismo nos parece
más grave y urgente. No hay referencias explícitas a la responsabilidad del Fondo
Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo, por
ejemplo, en la muerte sistemática de los pobres del Tercer Mundo, y esto nos parece más
grave en el “debe” del pontificado de Juan Pablo II que lo recién mencionado; el
neoliberalismo no fue el verdadero enemigo de su pontificado; a lo sumo se limitó a criticar
lo que aparecía como “exceso” como si el mismo sistema neoliberal no fuera todo él un
exceso, como si no fuera un auténtico sistema de muerte. El visceral anticomunismo de
Juan Pablo II lo llevó a aliarse al verdadero enemigo de los pobres, y al responsable del
genocidio planificado del hambre y la pobreza.
Esta breve evaluación nos lleva a ver falencias y límites del pontificado del papa
Wojtyla; pero si algunas de las cosas que aquí aparecen como necesarias reformar o incluso
han quedado señalizadas por él mismo para hacerlo en un futuro cercano –sea con sus
palabras como con gestos-, no parece que esa pequeña ventana siga abierta en el
pontificado de aquel que el mismo Juan Pablo señaló como su sucesor.