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D) LA EUCARISTÍA, ¿ES UN SACRIFICIO?

(Concilium 24, abril 1967)

1. PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA: EL PROPOSITO DE LUTERO

El problema del carácter sacrificial de la eucaristía no se encuentra actualmente en el primer


plano del diálogo teológico interconfesional; perteneció, en cambio, al número de aquellas
divergencias más importantes que, en el siglo de la Reforma, marcaron su impronta en la división
de la Iglesia comunicándole su hondura espiritual y teológica. Es en este punto donde adquiere
toda su concreción y toda su fuerza el problema de la justificación, en el que Lutero, basándose
en su experiencia inédita, centraba la esencia de la fe cristiana mientras se veía forzado a
considerar la forma católica de la fe como una desviación de su verdadero centro. Mientras el
debate se mantenga en el plano de la discusión en tomo a la fe y las obras, el sentido de la
cuestión resulta difícilmente comprensible para el cristiano ordinario, que tiene que vivir de la fe
de todos modos, es decir, que sólo puede realizar en la fe la llamada de Dios, y que además tiene
que realizada en la misma fe. En cambio, es en el plano concreto en el que se decide la forma de
adoración cristiana donde alcanzan las realidades su comprensión inmediata. Para Lutero, la misa
-es decir, la eucaristía entendida como sacrificio- constituye una idolatría, una abominación,
porque supone una reincidencia en la estructura sacrificial pagana anterior al cristianismo. Para
los católicos, la misa es la forma cristiana de glorificar a Dios por medio de Cristo en la Iglesia.
De hecho, para Lutero, la discusión en tomo a la misa constituye una aplicación práctica del
problema fundamental de la justificación. Lutero ve en la misa la perversión de la esencia
auténtica de la fe cristiana, destruyendo al cristianismo en su mismo centro e invirtiendo su
propio ser. De este modo, encuentra aquí su expresión definitiva el esfuerzo por lograr aquella
inteligencia básica de la fe en torno a la cual gira siempre su teología. En última instancia, para
Lutero sólo existen dos formas fundamentales de relación con Dios: el camino de la ley y el
camino de la fe. El camino de la ley supone que el hombre pretende reconciliarse con Dios por
propia iniciativa, ofreciéndole sus obras y sus méritos, con lo cual hace lo suficiente (satis-facit)
y busca procurarse la salvación. Por el contrario, el acontecimiento de Cristo anunciado por el
Nuevo Testamento significa que Dios pone fin a todos estos intentos, en definitiva funestos, al
regalamos por su propia iniciativa divina la salvación a través de Cristo; salvación que el hombre
no podría jamás merecer por sus propias obras y sacrificios. De este modo, la orientación de la fe
sigue una dirección contraria a la de la ley: consiste en recibir la benevolencia divina, no en
ofrecer los propios dones. El culto cristiano ha de ser, por tanto, esencialmente un mero recibir,
no un dar; es una aceptación agradecida de la suficiente acción salvífica de Dios realizada de una
vez para siempre en Jesucristo. Esto significa, a su vez, que el culto cristiano sólo fue adulterado
en su naturaleza, sino pervertido, hasta hacer de él lo contrario de lo que debía ser al introducirse
la oblación en lugar de la acción de gracias. Así, la ley ocupa el lugar de la gracia, es negada la
acción salvadora de Jesucristo y el hombre cae nuevamente en la tentación de redimirse a sí
mismo por sus propias obras y merecimientos. Desde esta perspectiva hay que comprender la
tentativa de Lutero, que veía en la idea del sacrificio eucarístico la negación de la gracia, la
rebeldía del hombre autónomo, la caída desde el plano de la fe al plano de la ley; aquello contra
lo que Pablo luchó con todas sus fuerzas(1).

No es posible ignorar el peso teológico de estas reflexiones, sobre todo habida cuenta de que
sería posible deducir consecuencias parecidas, aun prescindiendo de Lutero, si partimos del
mismo Nuevo Testamento, sobre todo de la epístola a los Hebreos. En ella se acentúa claramente
la unicidad irrepetible del sacerdocio y del sacrificio de Jesucristo contraponiéndolos a los
sacrificios incesantemente repetidos del Antiguo Testamento. Por ello una teología del sacrificio
de la misa no puede pasar por alto, de un modo superficial, estos problemas. Por lo demás, no es
una solución desplazar tímidamente la cuestión hacia un segundo plano, limitándose a destacar el
carácter de banquete propio de la eucaristía. El silenciar los problemas no contribuye en nada al
avance de la teología ni ayuda a la plena realización existencial de la fe. ¿Qué podremos hacer
entonces? No es fácil, ciertamente, hallar una respuesta, y será necesario todavía realizar un
esfuerzo en el terreno de una sincera discusión con objeto de aproximamos por ambas partes un
poco más a la solución auténtica.
Creo que el camino hacia la solución está en comenzar adquiriendo conciencia de que la
polémica apasionada de Lutero -cuyo contenido he intentado presentar de un modo esquemático-
contiene no sólo elementos negativos, sino también decisiones positivas. Estas últimas podrían
formularse en las siguientes proposiciones:
a) La acción salvadora de Cristo constituye un sacrificio suficiente, realizado de una vez para
siempre. En él, Dios nos ofrece a nosotros -en contraposición a la inutilidad de nuestro culto- la
verdadera víctima propiciatoria: esta gran idea.central de la epístola a los Hebreos es la base de
la tesis de Lutero.
b) El culto cristiano no puede, por tanto, consistir en el ofrecimiento de los propios dones,
sino que, por su propia esencia, es la aceptación de la obra salvífica de Cristo que nos fue
dispensada una vez. Es, pues, acción de gracias: eucaristía.
Ahora podemos afirmar, sin caer en una falsa apologética, que en estas dos tesis, rectamente
consideradas, se encierra un doble punto de partida para llegar a un concepto de sacrificio
auténticamente cristiano y para una inteligencia de la eucaristía como sacrificio que sea
teológicamente legítima y que se apoye en la realidad de la fe neotestamentaria.
a) Queda excluida en absoluto la idea de la misa como un sacrificio autónomo e
independiente. Pero entonces se impone con mayor insistencia el pensamiento de si la eucaristía,
por ser aplicación del don de Cristo a los suyos, no debería implicar de algún modo una
presencia de este don, una presencia de la acción salvífica de Jesucristo. Precisamente la teología
de Lutero, que tanto destaca el «para mí» como contenido de la fe, que no reduce la acción
salvífica a un mero «en sí» propio de la historia ya pasada, sino que la considera en su relación
conmigo, como imputada y sólo entonces como realidad que ha adquirido su sentido, ¿no debería
sentirse impresionada por esta afirmación? Lutero dice, en efecto: « ... mientras no me sea
imputado es como si no hubiese sucedido para mí... Pues sólo entonces es derramada para mí,
cuando me es imputada...»(2). Aquí se perfila muy claramente la idea de que aquello que sucedió
una vez «en sí» se hace presente «para mí» en la celebración sacramental. El acto de recibirlo no
se refiere a algo que es absolutamente pasado, sino que lo pasado es recibido como un regalo
presente.
b) A partir de lo dicho se impone la idea de que la recepción, unida a la acción de gracias,
constituye la estructura cristiana del sacrificio en cuanto éste significa la presencia del sacrificio
de Cristo y nuestra consumación por él. De hecho, Melanchton había iniciado los primeros pasos
hacia esta concepción, pero luego se retrajo de tal manera, a causa de la polémica, que Trento no
encontró en sus afirmaciones ningún principio válido para una formulación suficiente del
carácter sacrificial de la misa(3).
Al llegar a este punto interrumpiremos nuestras reflexiones con objeto de estudiar
directamente el testimonio de la Sagrada Escritura.

2. EL TESTIMONIO DEL NUEVO TESTAMENTO


a) Los textos

Toda teología de la Cena eucarística encuentra su norma inmutable en las palabras de la


institución pronunciadas por el Señor, que deberán ser siempre el centro de toda afirmación y de
todo pensamiento en torno a este problema. Su riqueza inagotable ha ofrecido tema suficiente
para innumerables monografías científicas; por ello creemos oportuno valorar aquí,en pocas
líneas, estos textos en relación con nuestro problema. Sin embargo, en este artículo hemos de
limitarnos a presuponer todo ese trabajo exegético más amplio, que requeriría un estudio más
profundo. Intentaremos reducirnos a su último estadio, recogiendo de una forma sintética el
núcleo principal de aquello que nos importa para la problemática de la cena eucarística y el
sacrificio(4).
Partimos del hecho siguiente: las cuatro narraciones de la Cena que nos han sido transmitidas
por el Nuevo Testamento (Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,15-20; 1 Cor 11,23-26) se dividen
en dos tipos, uno de los cuales está representado por Mateo y Marcos y el otro por Lucas y
Pablo. Las diferencias principales entre estas dos formas de la tradición consisten, por una parte,
en la omisión del mandato de la anamnesis -en Mateo y Marcos-, y por otra, en la distinta
fórmula del cáliz. En Mateo y Marcos la fórmula dice: «Esto es mi sangre de la alianza»,
mientras que en Lucas y Pablo reza: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre.» Si se analizan
estas dos fórmulas se podrán constatar dos diferencias fundamentales por las que, a pesar de su
extremo parecido, se distinguen claramente. En uno de los casos (Mateo y Marcos) el don es
designado in recto como «sangre»; en el otro, el don como tal es «la alianza» (Lucas y Pablo). A
ello hay que añadir que en Mateo-Marcos se habla de «alianza» sin más, mientras que en el tipo
paulino se hace mención de la «nueva alianza».

b) La tendencia de Marcos: teología sacrificial veterotestamentaria

La auténtica profundidad de estas distinciones -que, a primera vista, se presentan como una
mera diferencia de formulación- aparece si tenemos en cuenta que ambos grupos de textos
pretenden expresar de esta manera una concepción veterotestamentaria distinta en cada caso,
ofreciéndonos -por así decirlo- una teología neotestamentaria (diversa en cada uno de los tipos)
del Antiguo Testamento. La extraordinaria riqueza de las palabras de la institución se basa en el
hecho de que conservan amplias resonancias de la tradición veterotestamentaria de tal modo que,
junto con el acorde que pulsan, evocan simultáneamente en la memoria toda una sinfonía
colocándola bajo un nuevo signo que le ha dado antes su configuración definitiva. Detrás de la
expresión «sangre de la alianza» tomada de Ex 24,8 se encuentra toda la teología de la alianza
del Exodo, y con ella también la teología del sacrificio, la idea del culto en los libros de Moisés.
La contraposición «cuerpo» y «sangre» que se contiene en esta redacción de las palabras de la
Cena responde a la terminología sacrificial del Antiguo Testamento. El verdadero centro de la
Torah, la idea de la alianza y su realización cúltica, desembocan así en las palabras de la
institución, recibiendo de ellas un nuevo sentido. La Cena se presenta en paralelismo con el
acontecimiento de la alianza en el Sinaí y con su confirmación en el culto que, desde aquel
momento, acompaña toda la historia de Israel; si bien ahora con un nuevo sentido: el nuevo
Moisés -Jesús es quien ofrece al mismo tiempo la sangre del pacto en esta nueva liturgia de la
alianza. No es preciso que nos detengamos aquí a reflexionar sobre las amplias perspectivas que
resultan del paralelismo entre el acontecimiento del Sinaí y la Ultima Cena, la cual aparece así
como la conclusión de la alianza, y por ello, como la fundación del pueblo de Dios. Lo que ahora
nos interesa es el hecho de que, a través del concepto «sangre de la alianza» entra
necesariamente en el acontecimiento eucarístico la idea de sacrificio: la liturgia de la vida y la
muerte de Jesucristo es interpretada como sacrificio de la alianza que, recogiendo el dinamismo
iniciado por Moisés, lo sitúa en un plano superior y lo conduce a su auténtico sentido.

c) El tipo paulino: crítica del culto por los profetas

Una atmósfera totalmente distinta nos rodea cuando dirigimos nuestra atención al trasfondo
veterotestamentario que sirve de base a las palabras de la institución tal como aparecen en Pablo.
Si hemos podido constatar que las raíces veterotestamentarias del texto de Mateo-Marcos se
encuentran en la Torah, es decir, en los libros de la Ley, Lucas y Pablo enlazan con la otra gran
corriente de la tradición del Antiguo Testamento: la teología de los profetas. La expresión
«nueva alianza» nos recuerda sobre todo la promesa contenida en Jeremías: «Vienen días,
palabra del Señor, en que yo haré una alianza nueva con la casa de Israel y la casa de Judá; no
como la alianza que hice con sus padres... Yo pondré mi ley en ellos y la escribiré en su
corazón...» (Jr 31,31ss). Detrás de esta promesa está toda la teología profética de la alianza y su
discrepancia de la concepción sacerdotal de la alianza tal como se refleja en la Torah. Si para la
Torah la alianza y el culto constituyen una unidad -el concepto de alianza es concebido de un
modo cúltico y viceversa-, la teología de la alianza en los profetas se basa en una crítica enérgica
e inaudita que pone en cuestión por principio la autosuficiencia de las funciones cúlticas:
«Prefiero la misericordia al sacrificio» (Os 6,6; cf. 1 Sm 15,22; y también Mt 9,13). El verdadero
culto está constituido por una vida que nace de la fe en Yahvé y por el amor a los hermanos, sin
lo cual el culto exterior se convierte en una farsa vacía y repulsiva (cf. Sal 40 [39],7ss; 50
[49],8ss; 51 [50],18s; Is 1,11ss; Jr 6,20; 7,22s). Con la fórmula «nueva alianza», en la que la
palabra de Dios deberá ser cumplida y no utilizada para una ostentación hueca e indiferente,
vuelve a hacerse oír toda esta línea de pensamiento veterotestamentario; la enérgica antítesis que
se opone a la teología cúltica de la Torah se incorpora a las palabras de la institución dejando
aparecer su sentido en una luz totalmente nueva: la Cena del Señor se presenta ahora como la
culminación de esta línea espiritual, así como antes había sido interpretada como la plenitud de
la Ley. Aparece como la superación del culto y de las instituciones sacrificiales a través de aquel
que no ofrece toros y machos cabríos, sino que se ofrece a sí mismo: «No deseas tú el sacrificio
y la ofrenda, pero me has dado oído abierto» (Sal 40 [39],7), o según la cita de la epístola a los
Hebreos: «No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo...» (10,5). En
lugar del sacrificio de las cosas aparece la oblación de la misma persona de Jesucristo. La crítica
del culto ha alcanzado su meta; el templo resulta ya inútil.

d) El centro común: la idea de la sustitución

¿Significa todo esto que entre el aspecto cúltico de Mateo-Marcos y el profético de Lucas-
Pablo se abre un abismo infranqueable? La respuesta nos viene dada en una nueva proyección de
la teología veterotestamentaria que es común a los cuatro textos, aunque su configuración sea
distinta en cada uno. Según Mateo-Marcos, la sangre de la alianza será derramada «por
muchos». Lucas actualiza esta universalidad -ilimitada en principio-, que se halla contenida en el
concepto veterotestamentario de los muchos, refiriéndola a la asamblea cúltica presente. Y así,
partiendo de la certeza contenida en aquella universalidad, dice refiriéndose concretamente a la
comunidad: «por vosotros». Esto no significa, como acabamos de decir, la negación de la
universalidad, sino su aplicación práctica hic et nunc. Pablo conserva el ««por vosotros»» en
relación con la fórmula del pan (cosa que también sucede en Lucas, quien la repite dos veces),
mientras que lo omite en la fórmula del cáliz. Esta expresión del servicio «por muchos»
introduce en las palabras de la Cena los sentimientos más íntimos de los cantos del Siervo de
Yahvé, del Déutero-Isaías. Del Siervo de Yahvé se afirma que llevará los pecados de muchos
(53,12), librándolos así de la culpa (53,11). La idea del siervo de Yahvé que se presenta de este
modo en la teología de la Cena eucarística se encuentra íntimamente vinculada en Isaías a la
noción de alianza (Is 42,6; 49,8). El concepto de alianza en los profetas adquiere por esta
vinculación una mayor profundidad: la alianza futura no aparece ahora basada sobre una mera
interiorización de la Ley, sino sobre el amor -dentro de una sustitución vicaria- de aquel que
actúa por todos. La idea del «por» comunica al mensaje profético un nuevo centro que adquirirá
su dimensión más honda en los cantos del Siervo de Yahvé. Demos un paso más para
preguntarnos por la conexión existente entre este conjunto de cosas y la duplicidad de culto y
crítica del culto a que ya hemos aludido. Entonces podremos constatar que la figura del Siervo
de Yahvé es expresión de una teología que nace en Israel en la época del exilio, cuando el pueblo
carecía de templo y de culto. En este período, en el que parece que Dios ha abandonado a su
pueblo, en el que el culto se ha extinguido y por ello es superflua la crítica del mismo, comienza
a madurar la idea de que Israel en cuanto tal, en su destierro, en su destino de pueblo maltrecho
y expulsado, representa el sacrificio de la humanidad ante la presencia de Dios. Es la historia de
la pasión del propio pueblo, y no un rito cualquiera, lo que constituye el culto y el sacrificio ante
Dios. Israel aprende así a conocer una forma de sacrificio nueva y más profunda que la que tenía
lugar en el templo: el martirio, que representa la superación del sacrificio ritual sustituido por la
oblación que el hombre hace de sí mismo(5). H. Schürmann ha hecho notar que las fórmulas
«dar su cuerpo», «dar su alma» son términos técnicos para expresar la muerte del mártir. «En
este caso, pues, Jesús caracteriza probablemente su muerte próxima como la muerte de un
mártir»(6). Jesús se sirve de la idea del Siervo de Yahvé, y explica desde esta idea el sentido de
su vida y de su muerte, dando así al concepto del culto su sentido definitivo. El se caracteriza a
sí mismo como el Siervo de Yahvé en el que se compendia y se manifiesta definitivamente aquel
destino. Pero esto significa que todas las teorías rituales del sacrificio han sido superadas y que
la nueva alianza es realizada y sellada por un sacrificio verdaderamente nuevo: se hace patente
que Jesús, el hombre que hace la oblación de sí mismo, representa el verdadero culto y la
auténtica glorificación de Dios. En la confesión de este único culto, que no consiste en ritos, sino
en la total oblación de aquel que se ha entregado al Padre por los hombres, convienen las cuatro
perícopas de la institución. La idea del Siervo de Yahvé es el centro unificador que concilia
ambas cosas, la Ley y los Profetas. Con Johannes Betz podemos afirmar, resumiendo, que la
oblación de Jesús no ha de ser «considerada primariamente en el sentido técnico de culto
sacrificial..., sino como martirio, como oblación total de la persona»(7).
De este modo llegamos al verdadero núcleo central del concepto sacrificial neotestamentario
que se oculta tras las palabras de la institución. En este concepto, la Ley y los Profetas, el culto y
la crítica del mismo, han alcanzado simultáneamente su objetivo, han sido «cumplidos». Es
nuevamente la epístola a los Hebreos la que del modo más profundo elabora y desarrolla
teológicamente la magnífica síntesis conseguida, en este caso no partiendo de conceptos, sino de
la realidad de la pasión de Jesús. En el testimonio de la vida y la muerte de Jesús se ha recogido
la tendencia del culto veterotestamentario que -como todo culto- descansa sobre la idea de
sustitución: el sacrificio humano es declarado indigno e inadecuado ante Dios, y por ello
excluido; entonces el hombre se hace representar por dones, pero reconociendo siempre que
ninguna cosa hay que baste para sustituirle, que por muchos sacrificios solemnes de animales y
frutos que ofrezca éstos siempre serán considerados insuficientes. El hombre no puede rescatarse
a sí mismo (cf. Mc 8,37 y paralelos). De este modo parece insoluble la situación del hombre, que
no puede entregarse a sí mismo ni puede tampoco encontrar algo que le sustituya. El culto en su
conjunto se presenta como algo inútil. En el hombre Jesús -que se coloca a sí mismo en el
platillo de la balanza- ha llegado a su cumplimiento el sentido del culto, siendo suprimido al
mismo tiempo el culto anterior: él mismo es el culto, y en esta concepción, la Cena es un
sacrificio que nosotros recibimos agradecidos, que en nuestro recuerdo aparece verdaderamente
entre nosotros.

e) El problema de la representación

Con esto se inicia un último paso: el problema de la presencia como característica de la


Cena. Habremos de contentarnos aquí con una ligera alusión. Esta cuestión ha sido tocada
también en las mismas palabras bíblicas de la institución: en el mandato «haced esto en memoria
mía» (Lc 22,19; 1 Cor 11, 24.25.26). H. Lietzmann creyó en un principio haber encontrado en
estas palabras la clave del origen helenístico de la Cena sacramental; partiendo de dichas
palabras, juzgaba poder demostrar que la Cena era una institución paulina en conexión con los
banquetes helenísticos conmemorativos de los difuntos(8). Hoy es para nosotros evidente -sobre
todo por las investigaciones de J. Jeremias, reelaboradas totalmente por M. Thurian- que
tenemos que habérnoslas, en este caso, con un tema fundamental de la teología
veterotestamentaria(9). La «memoria» es una categoría esencial de la institución sacrificial del
Antiguo Testamento; este concepto vincula nuevamente la Cena a aquellas realidades
espirituales a las que nos hemos referido anteriormente, esclareciéndolas aún más. La
«memoria» es sobre todo (e independientemente de lo dicho) una categoría de actualización:
cuando Israel recuerda la historia de salvación, la recibe como presente, entra en esa historia y se
hace partícipe de su realidad. Podría llegar a afirmarse que la diferencia decisiva entre el culto de
Israel y el de los demás pueblos en torno suyo está constituida por la noción del recuerdo y por
la subordinación de todo el culto bajo la idea de «memoria»: mientras el culto de los pueblos
limítrofes se centraba en el «morir y renacer», incesantemente repetido, del cosmos -es decir, en
la transposición del mito del eterno retorno a la estructura ritual-(10), el culto de Israel dice
relación a la obra histórica de Dios con los padres y con el mismo Israel, es una inserción en esta
historia y por ello esencialmente una «memoria» que crea una presencia. El culto cósmico y la fe
histórica se distinguen mutuamente por el concepto de memoria. Finalmente desearíamos añadir
que la «memoria» no sólo tiene que ver con el presente y el pasado, sino también -y sobre todo--
con el futuro: es recuerdo, por parte del hombre, de la acción salvífica de Dios; pero
precisamente por ello es también recuerdo, por parte de Dios, de aquello que aún no se ha
cumplido: el clamor de la esperanza y de la confianza con vistas al futuro(11).
En la misma dirección señala el pasaje con que Pablo completa y explica el mandato de la
institución: «Cuantas veces comáis de este pan y bebáis de este cáliz, proclamad la muerte del
Señor hasta que él venga» (1 Cor 11,26). La «proclamación» a que aquí se alude es algo más que
un mero discurso, que una comunicación teórica sin contenido real; se trata, por el contrario, de
un anuncio y de una proclamación que, en la palabra del recuerdo y del kerigma, crea una
realidad(12). Esto es muy importante, porque así aparece la íntima conexión entre el
acontecimiento de la palabra y el sacrificio, y se hace patente cómo el sacrificio cristiano en
cuanto «memoria» acaece también en la proclamación, que es, al mismo tiempo, acción de
gracias y confesión de una esperanza. Ese principio demuestra igualmente que no puede hablarse
de antítesis entre palabra y sacramento; antítesis que, posteriormente y con demasiada
frecuencia, ha servido para desfigurar la naturaleza de ambos. Los Padres de la Iglesia habrían
partido precisamente de esta realidad y habrían desarrollado el concepto de sacrificio eucarístico
desde la idea de un «sacrificio de la palabra»; el sacrificio eucarístico se halla vinculado más a la
palabra que a los elementos sacramentales. De este modo venimos a parar nuevamente al punto
de partida. Creemos, en todo caso, que ha quedado bastante claro cómo, en la perspectiva del
Nuevo Testamento, la acción de gracias y el sacrificio no se hallan en mutua oposición: por el
contrario, se definen mutuamente.
Con todo lo expuesto, naturalmente, no puede decirse que hayamos ofrecido una teoría
dogmática completa acerca de la eucaristía como sacrificio. Pero quizá hemos logrado presentar
un punto de arranque del que podría y debería partir aquel estudio y en el que quizá los
cristianos separados pudieran llegar a comprender.

J. RATZINGER

notas:

1 No es posible citar aquí en detalle la copiosa bibliografía acerca de Lutero. Cf. una
presentación sintética del problema en R. Seeberg, Lehrbuch der Dogmengeschichte) IV /1,
Darmstadt, 51953,396-407, sobre todo 405ss; P. Althaus, Die Theologie Martin Luthers,
Gütersloh, 1962. La reciente investigación de H. Meyer, Luther und die Messe, Paderborn, 1965,
se centra únicamente en la historia de la liturgia. Acerca de la actual situación del diálogo
teológico interconfesional en torno al carácter sacrificial de la eucaristía, cf. P. Meinhold-E.
Iserloh, Abendmahl und Opfer, Stuttgart, 1960, y sobre todo el trabajo de W. Averbeck, Der
Opfercharakter des Abendmahls in der neuer evangelischen Theologie, Paderborn, 1966.
Además, por parte católica, cf. W. Breuning, Die Eucharistie in Dogma und Kerygma: «Trierer
Theol. Zeitschr.», 74 (1965), 129-150; por parte protestante, G. Voigt, Christus sacerdos:
«Theol. Literat. Zeit.», 90 (1965), 482-490. A todo ello añadiremos el bello trabajo de M.
Thurian, al que haremos referencia en la nota 9.
2 WA 18,205; cf. R. Seeberg, op. cit., 404; Meinhold-Iserloh, op. cit., 53.
3 Apología de la Confesión de Augsburgo, XXIV, 19, en Die Bekenntnisschriften der
evangel.-lutherischen Kirche, Gotinga, 1952, 354. Convendría hacer una comparación, respecto
a nuestro problema, con todo el artículo XXIV, «acerca de la misa». Sobre la recusación, por
parte del Tridentino, de la idea de un mero sacrificio de acción de gracias, cf. DS 1753.
4 De toda la abundantísima bibliografía sólo citaremos aquí a J. Jeremias, Die
Abendmahlsworte Jesu, Gotinga, 1960; P. Neuenzeit, Das Herrenmahl, Munich, 1960; J. Betz,
Die Eucharistie in der Zeit der griechischen Vater, 11/1, Friburgo, 1961; H. Schürmann, Der
Abendmahlsbericht Lukas 22,7-38, Leipzig, 1960 (recopilación de otros trabajos más extensos
del autor); F. Leenhardt, Le sacrement de la Sainte Cene, Neuchâtel-París, 1948; P. Benoit, Le
récit de la cene dans Luc XXII, 15-20: «Rev. bibl.», 48 (1939).
5 Cf. J. Ratzinger, art. Stellvertretung, en H. Fries, Handbuch der theologischen
Grundbegriffe, II, Munich, 1963,566-575 (hay traducción española bajo el título Conceptos
fundamentales de la teología, Madrid, Ediciones Cristiandad, 1966).
6 H. Schürmann, op. cit., supra nota 4, 35.
7. Ibid., 40.
8 H. Lietzmann, Messe und Herrenmahl, Bonn, 1926, 223; cf. también el comentario de
Lietzmann a la primera carta a los Corintios.
9 J. Jeremías, op. cit., supra nota 4, 229-246 (extensa confrontación con la obra de
Lietzmann); M. Thurian, Eucharistie, Neuchâtel, 1959 (hay traducción castellana).
10 M. Eliade, Der Mythos der ewigen Wiederkehr, Düsseldorf, 1953 (original francés: Le
Mythe de l'eternel retour) París, 1949).
11 El carácter de memorial orientado hacia el futuro ha sido elaborado por J. Jeremias, op.
cit.
12 Cf. H. Sch1ier, Die Zeit der Kirche, Friburgo, 21958, 249s; ídem, Wort Gottes,
Wurzburgo, 1958, 65ss; J. Schniewind, artículo Katangéllô, en Theol. Worterb. z. N. T., I, 70s.

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