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El punto que pretendo ilustrar con todo lo anterior, es que al momento de hacer
un reconocimiento del otro como persona diferente, inexpugnablemente la
tendencia siempre ha sido hacerlo partiendo desde la propia superioridad o
debilidad subjetiva, determinadas ambas por los constructos morales y culturales
en los que dichos sujetos que se intentan reconocer, fueron formados.
Esta forma de reconocimiento del otro como diferente, pero viciada por la
necesidad de ser más que el otro, o el complejo de ser menos que el otro, es la
que ha hecho que en muchas de las sociedades actuales latinoamericanas, las
dinámicas de poder sean de carácter cíclico, concentrándose éste en su
ejercimiento por parte de un grupo selecto de personas, de carácter elitista y
genealógicamente destinadas a gobernar. Del mismo modo que ha provocado
la particular segmentación del resto de los habitantes hoy llamados ciudadanos,
educados para ser gobernados (…)
La respuesta a estos interrogantes parece no tener otro horizonte lógico mas que
el de la escuela y lo que allí suceda en pro de la formación crítica de los
individuos. Y esto va tomando sentido en tanto se va comprendiendo que la
educación en las instituciones escolares, como la vida en cualquier otro ámbito,
en tanto que espacio de concurrencia de individualidades y de grupos diversos,
se encuentra de manera natural con la diversidad entre los sujetos, entre grupos
sociales y con sujetos cambiantes en el tiempo. Cuantas más gentes entren en
el sistema educativo y cuanto más tiempo permanezcan en él, tantas más
variaciones se acumulan en su seno.