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ÁNGELES VICENTE

LOS BUITRES
(CUENTOS)

MADRID
LIBEEEÍA 3DE3 ZE’TTZE'Y’O
io, Mesonero Romanos, 10
PROPIEDAD LITERARIA RESERVADA

Madrid.—Imp. de Fortanet, Libertad, 39.—Telef.’ 091


A Francisca y Segunda Elormendi,
como testimonio de afecto.
A. V.
Los buitres
LOS BUITRES

Le seguimos en silencio, cogidos déla mano,


y penetramos en un cuartucho vacío, con las
paredes desconchadas y grandes ventanas sin
vidrios ni maderas.
Despuntaba el alba.
Una vez dentro, el Doctor, que nos guiaba,
se volvió hacia nosotros:
—Comprendo—nos dijo—que esta peregri­
nación al través del sueño, os aterrorice. El
poder escudriñar todo aquello que piensan los
hombres de bueno y de malo, el poder prever
lo que urdirán mañana en defensa de sus ideas
ó de sus preocupaciones, tiene algo de espan­
tosamente extraordinario.
—¿Y dónde estamos?—pregunté intranquilo.
]o ÁNGELES VICENTE

—Os lo explicaré. ¿Pero tembláis? ¿Sentís


trío? ¿Tenéis miedo?
En efecto, temblábamos, dando diente con
diente, y en la cara de mis compañeros se re­
flejaba el mismo temor, la misma inquietud que
yo sentía.
—¿Dónde estamos?—insistí.
—Pronto lo sabréis, pero ante todo quiero
demostraros que soy superior á los demás
hombres, quiero enseñaros lo que sois y lo que
deberíais ser. Figuraos que con mi descubri­
miento, podremos ver al través de los muros,
podremos penetrar lo impenetrable. Yo hago lo
que quiero con la materia: he descubierto la
fuerza superior que todo lo gobierna, por una
ley de transformaciones y evoluciones. Sobre
mí, ya no hay nada, no ignoro nada.
Por un momento creí que el Doctor estaba
loco. Mis compañeros callaban y se miraban
asombrados.
Un miedo supersticioso se apoderaba de nos­
otros al vernos aislados ante aquel hombre ex­
travagante, en aquella casa, lejos de poblado,
LOS BUITRES 11

sólo frecuentada de innumerables buitres, que


entraban y salían por las ventanas.
—¿Me comprendéis? ¿Os dais cuenta de la
importancia de mi descubrimiento? — continuó
el Doctor.—Ni más ladrones, ni más asesinos, ni
más castigos. Las enfermedades serán elimina­
das, porque se conocerá su causa, y evitada la
causa no existirán los efectos. Las anormalida­
des psicológicas y nerviosas cederán discipli­
nadas, de manera que tendremos un aumento
notable de buen sentido y de perfección. ¿Os
parece poco?
Evidentemente, —pensé — el Doctor padece
una monomanía. Hace quince días que me
persigue con el cuento y con la pertinaz osten­
tación de su descubrimiento maravilloso. ¡Si eso
fuera posible! Es cierto que...
Interrumpió mis pensamientos. Abrió una
puerta casi escondida en el muro, y con el tono
más inocente del mundo, nos dijo:
—Entrad...
Obedecimos, y nos encontramos en un pasa­
dizo, lóbrego y húmedo. Animales raros y
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hediondos dormitaban en jaulas que cubrían las


paredes.
Ln olor desagradable de algo selvático nos
obligó á contraer la cara con repugnancia.
Adelante...—insinuó el Doctor hipócrita­
mente, y abriendo otra puerta nos introdujo en
una especie de laboratorio, lleno de aparatos é
instrumentos extraños. Alineados en perfecto
orden, á lo largo de los muros, se destacaban
numerosos frascos de vidrio que contenían, con­
servados en alcohol, abortos misteriosos, de to­
das formas y dimensiones, violáceos, amarillos,
blancos...
—Ahora oídme.—continuó después de cerrar
satisfecho la puerta—El cerebro del hombre
es el mayor, el más terrible foco de infección de
la misma humanidad. El cerebro de la bestia,
con relación al sistema cerebral humano, ofre­
ce la ventaja de que aunque piense no traduce
en actos filosóficos sus pensamientos. En cam­
bio, el hombre tiene necesidad de esta transfor­
mación de su fuerza activa en fuerza expansi­
va... Entonces... ¿Comprendéis?
LOS BUITRES 13

Y clavaba en mí sus ojillos grises, metáli­


cos, como si quisiera leer en mi interior todo
cuanto yo pudiese pensar de él, de su descubri­
miento, de su casa, de sus bichos, de sus abor­
tos y de sus ideas. Parecía mirarnos con lásti­
ma y con desprecio al mismo tiempo. Sus pa­
labras me producían una impresión extraordi­
naria. De pronto me preguntó:
—¿En qué piensas?
—En... nada...
—Dilo con franqueza.
__Pero... No sé... Estoy atontado... Pen­
saba...
Se sonrió. Comprendí que se burlaba de mí,
pero no me importaba: mi único deseo era
plantarlo cuanto antes, sustraerme á su domi­
nio, á su fascinación diabólica y absorbente.
Mis compañeros callaban y observaban.
—¿Veis esos frascos?—prosiguió el Doctor-—-
En ellos guardo el producto de mis experimen­
tos, la comprobación de que el cerebro del hom­
bre es un terrible foco de infección, porque pre­
cisamente de él han salido todas las miserias
’4 ' ÁNGELES VICENTE

de la tierra, todas las maldades, todas las tira­


nías, todas las iniquidades humanas; él lo ha
infestado todo pensando las cosas más absur­
das, combinando mil disparates, atribuyéndose
todo poder, tomándose como término de paran­
gón de cuanto existe y de cuanto no existe, ca­
minando de desatino en desatino al pretender
remediar con su alocada fantasía las miserias
por él creadas, la fatiga cotidiana de tener que
obedecer y bajar la cabeza para no ver más que
el suelo y vivir siempre entre los mismos ob­
jetos y hs mismas personas, sin llegar siquiera
á entenderse con ellas. Vosotros sois para mí
una cosa cualquiera, como el primer cachiva­
che que encuentro á mano, desde el momento
en que, como á él, os puedo manejar á mi anto­
jo. Sí, todos sois iguales, con los mismos de­
fectos y las mismas virtudes. ¡Dios nos libre de
las virtudes de los hombres!...
Calló un momento.
—Sin embargo...-—advirtió—¿Quién puede
negar una excepción?... Tal vez vuestro cere­
bro... Dejad que satisfaga una curiosidad...

*
LOS BUITRES IS
Necesito vuestro cerebro... El vuestro... pu­
diera ser...
Retrocedí asustado. Mis compañeros se mira­
ron unos á otros sin decir palabra.
—No tengáis miedo.—añadió—Es cosa de
un momento. No padeceréis y recobraréis en
seguida vuestro actual ser y estado. Ven aquí,—
me dijo—tiéndete en esta cama. Así, ¡valiente!
No temas. Te sometes voluntariamente, ¿no es
cierto?
Contra mi voluntad, pero sin podérmelo ex­
plicar, obedecí á aquel verdugo científico. El
continuó mirándome y me cogió la cabeza en­
tre las manos:
—No tengas miedo.
¡Tac! Sentí un golpe rápido: me había des­
cubierto el cráneo con un bisturí. No padecía,
en efecto. Oía su voz. Sentía sus manos. Por
último, percibí una impresión de frío, y la san­
gre fué hielo en mis venas...
Entonces vi que se inclinaba hacia mí exa­
minando con afán mi cerebro y que su rostro
se contraía con expresión de cólera:
16 ÁNGELES VICENTE

—¡Todos lo mismo!—gritó.—¡Todos la mis­


ma roña! ¡Es una maldición!...
Intenté incorporarme.
Imposible.
—¿Qué haces?—rugió al darse cuenta de mi
intento.—¡Estúpido! ¡Cretino!
Permanecí inmóvil.
Me extrajo los ojos suavemente y cortó los
nervios con un golpe brusco.
Quedé en tinieblas. Un sudor frío bañó todo
mi cuerpo. Sentí un nudo en la garganta y no
acerté explicarme cómo yo podía pensar aún,
por qué había de ser pasivamente juguete de
aquel hombre que me descomponía á su antojo
como á una máquina cualquiera, después de
haberme atraído sagazmente á aquella carni­
cería.
Me acarició y me enjugó el sudor.
Después me dejó en paz, y repitió la misma
operación con mis compañeros. Ninguno se
opuso ni dijo una palabra.
De pronto nos vimos transformados: ya no
éramos hombres, éramos buitres, nos sentíamos
LOS BUITRES r7
dotados de una ligereza especial, con un deseo
de comunicarnos, de hablarnos sinceramente,
con una necesidad de volar, de extender unas
alas enormes por una inmensidad maravillosa...
Ya no pensábamos; nos dejábamos llevar de
nuevos sentidos más perfectos que se desperta­
ban en nosotros bruscamente... Nos elevába­
mos á lo alto, muy alto, altísimos...
—¡Qué felicidad! Respirar aquel aire de li­
bertad, atravesar la capa de plomo que pesa
sobre nosotros oprimiendo nuestras cabezas...
Desde allí arriba, nuestra carcasa se nos apa­
recía más miserable aún, abandonada en aque­
lla habitación repugnante.
Por último, extendimos nuestras alas negras
y puntiagudas; parecía que una voz interior
nos gritaba: «¡Adelante! ¡Adelante! ¡Siempre
adelante! ¡No miréis atrás! ¡No bajéis la cabeza!
¡Adelante!»
Pero el Doctor nos llamó con un gesto
imperioso de tirano. Obedecimos y descen­
dimos.
Me arrancó las alas, me acomodó los ojos en
2
18 ÁNGELES VICENTE

las órbitas, y después de coserme el cráneo me


ayudó á levantarme y me dijo:
—-¡Mira! Tu cuerpo es una máquina, nada
más que una máquina. Cuando tu espíritu le
abandone te volverás un buitre, un ratón, un
animal cualquiera... La modificación material
no tiene importancia. Lo esencial está en el es­
píritu, y tu espíritu es una fuerza adaptable á
cualquier motor, como el vapor ó la electrici­
dad... Puedes irte.
Me acompañó hasta la puerta, y una vez allí,
me miró con aire de compasión:
—¡Todos sois iguales!—exclamó—Tu liber­
tad está muy lejos. Sigue tu camino, y si al­
guien se interpone en él, piensa que puedes
luchar con los dientes, que no sólo para comer
el pan sirven...
La risa de la vida
LA RISA DE LA VIDA

ARTURO CLAVEROL, millonario, solterón recalci­


trante, alegre y rumboso, ha reunido en su «villa»,
lejos de poblado, á sus amigas DIANA, JULA,
ÇLOISA y ELENA, y á sus camaradas ALBERTO
LAURIA, ENRIQUE WHEELER y LEOPOLDO
PAGHECO. Son las tres de la tarde, la comida ha
terminado, y los comensales, congestionados por la
pesada digestión, vacían en un cenador del jardín,
á la orilla del mar, las últimas botellas de cham­
pagne.

—Iula (con sarcasmo)—¡Oué bufonesca es la


vida! ¡jal ¡ja! ¡ja!...
■»- Claverol.—¿Por qué?
Tula.—¿Y me lo preguntas? ¿No es la vida
una comedia?
Claverol.—¡No te entiendo!
Pula.—¡Pues nadie mejor que tú debería
entenderme!
22 ANGELES VICENTE

Lauria (con énfasis)—Tiene razón Tula: la


vida es una farsa... afortunadamente.
Claverol.—Ahora lo entiendo menos.
Diana (sarcástica)—A estos los entiendo
yo...
Eloísa (en secreto á Elena)—¿Qué tiene
Tula?
Elena.—No sé... Rarezas suyas.
Eloísa.—¿Celos de Diana?
Elena.—Tal vez. La verdad es que Cla­
verol...
Pacheco.—¡No se permiten secretos!
Wheeler (riendo maliciosamente)—¡Dejarlas
solas!
Eloísa (indignada)—¡No hay para qué! (á
Wheeler).—No somos de esas...
Lauria (conciliador)—Haya paz... ¡Vengan
las copas! (Sirve champagne) ¡Tula! ¡á tu sa­
lud! (Bebe)
( Tzila bebe maquinalmente. Parece abatida. Sus
miradas se fijan inquietas en Diana y Claverol,
que ríen por lo bajo.)
Tula (después de encender un khedive que le
LA RISA DE LA VIDA 23

ofrece Lauria)—... «Divine Mort où tout rentre


et s’efface—affranchis nous du temps, du nom­
bre et de l’espace—et rends nous le repos que
la vie á troublé!...»
Lauria.—¿De Leconte de Lisle?
Tula (displicente)—Creo que sí.
Claverol.—¿Estás invocando á la muerte?
Diana.—¡Por mal lado te da!
Tula.—... «Morir... dormir...»
Pacheco.—¡Vivir! ¡reir!
Lauria.—¡Vivir! Eso digo yo, Tula. Cuando-
se tienen unos ojos lánguidos y soñadores como
los tuyos y una boca rebosante de risas y de
besos ¿quién piensa en morir?
Claverol.—¡Naturalmente! ¡Que piensen en
la muerte los viejos ó los desesperados!
Pacheco.—Y aun los viejos, en pleno nau­
fragio, se aferran al escollo del propio des­
engaño, quisieran prolongar la vida aunque
sólo fuese un mes, un día, una hora...
Eloísa (levantándose y cogiendo tina copa)—
¡Señores! ¡dejémonos de filosofías fúnebres!
¡Tiene razón Leopoldo! ¡Vivir es reir!
24 ÁNGELES VICENTE

Elena.— ¡Esol (A Diana) Tú, alégranos un


poco...
Diana (levantándose de zzn saltó)—¡Sí! ¡ale­
grémonos! ¡basta de ideas lúgubres! ¡Hoy soy
feliz porque pienso en la juventud, en el amor,
en besos apasionados, en caricias delirantes!
¡Dadme champagne! ¡alzad conmigo vuestras
copas! ¡Quiero vivir! ¡Quiero reir en vuestros
brazos, sentir el calor de vuestros labios! ¡Viva
la vida!
Todos (menos Tula, levantándose y rodeán­
dola)—¡Bravo! ¡bravo!...
(Se agrupan clamorosos en torno de Diana
que permanece inmóvil, sonriente, complacida en
su arte de posturas, como si estuviese en el esce­
nario de la ópera.)
Pacheco (á Elena rodeándole el talle)—¿Y
tú, eres feliz?
Elena.—¡Lo dudas!
Eloísa (á Wheeler)—¡Dame tu vidal
Wheeler (besándola estrepitosamente)—¡Cien
vidas que tuviera!
Claverol (á Diana suspendiéndola por el
LA RISA DE LA VIDA

talle y colocándola encima de la mesa')—¡Diana!


¡deja que te admiremos! ¡que aplaudamos tu
arte! ¡Cantaremos todos, á falta de orquesta!
Todos (menos Tula)—¡Bravo! ¡Sí! ¡Magní­
fico!
Diana (sobre la mesa, en aptitud coreográfica)
—¡Soy vuestra!
Tula (irónicamente)—Ja! ¡ja! ¡ja!... Voici—
ton portrait véritable...
Diana (enojada)—¿Te has propuesto dar un
mal rato?
Tula.—¿Por qué te alteras?
Diana.—¡Demasiado te entiendo! ¡Mas vale
que hables claro y te dejes de mojigangas!
Tula (exaltada)—¿Que hable claro? ¿Lo quie­
res más claro? ¡Que estoy cansada de la vida,
porque todo es mentira, porque en el mundo
no hay ni cariño, ni amistad, ni nada!
Claverol (sonriendo')—¿Pues qué hay?
Tula (con cólera)—¡Traidores como tú!
Diana.—¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡Chica, qué romántica
eres!
Tula.—Yo soy romántica, pero tú eres...
2Ó ÁNGELES VICENTE

Diana (sin dejarla terminar')—¡Cuidado con


lo que dices! ¡Ya se me acabó la paciencia!
¡A qué tantas historias! Bien te corteja á ti
Alberto, (irónicamente') ¡el señor de Lauria!, y
yo no me enojo... ¿Es que los quieres á pares?
Lauria.—¡No enredes la madeja!
Diana.—¡Claro está! ¡Buen tonto el que no
toma la vida tal cual es! ¿Que todo es mentira?
¡Noticia fresca! ¿Quién miente? ¡Cualquiera lo
sabe! ¡Todos! ¡Y el que no mienta... peor para
él! ¡Basta de hipocresías! ¿Que me llaman loca?
¡Encantada de mi locura!
Tula.—Yo no te llamo loca, te llamaría...
Diana (saltando de la mesa en actitud agre­
siva)—¡Mira, niña... que tu romanticismo va á
terminar en algo muy prosaico!...
( Tzila se levanta., encarándose con Diana. To­
dos se interponen. )
Tula.—¡Sí! ¡esto es una infamia! ¡sois unos
canallas, unos traidores... unos degenerados!...
por eso me dais asco, y por eso al verme entre
vosotros se me hace aborrecible la vida!...
Diana.—Pues si tantos deseos tienes de mo-
LA RISA DE LA VIDA 27

rir, es bien fácil: con tirarte de cabeza al mar


(señalándole un ángulo del jardín que da sobre
un acantilado) quedan cumplidos tus deseos.
Pero qué... |ja! ¡ja! Ya sabemos lo que signifi­
can esos desahogos...
Tula (con desesperación)—¿Lo que signifi­
can?... Eso lo vais á ver... ¡Adiós! ¡adiós todos!
(Corre desatinada hacia el mar. La siguen
todos, asustados.)
Lauria (sujetándola á duras penas en sus
brazos)—¡Tula! ¿Estás loca?
Elena.— ¡Si te queremos!
Pacheco.—¡Aquí todos somos buenos amigos!
Eloísa.—¡Sí, todos!
Diana (conmovida)—¡Chica, perdona!...
Lauria.—¡Vamos á ver si esto termina con
una nota alegre! ¡Qué diablo! ¡Vivir es reir!
Tula, Claverol es un traidor, tienes razón, y
Diana, ya lo ves, no lo es menos... ¿Y qué nos
importa? ¿Vas á matarte por eso? ¿No estoy
yo loco por ti? ¿Tan poco valgo?... ¡Este es mi
primer beso! (Forcejea con ella y la besa.)
(Aplausos y aclamaciones.)
28 ÁNGELES VICENTE

Lauria (levantando á Tula en brazos)—¡Ya


es mía!... ¡Hay del que se atreva á enojarla!...
¡Paso! ¡Al cenador!... ¡Traed flores! ¡Llenad
vuestras copas, y bebed â nuestra salud!... ¡Hoy
son nuestras bodas!
(Se dirige al cenador, llevando en brazos á
Tula, qzie ríe estrepitosamente. Los demás los
siguen gritando alborozados. )
La trenza.
LA TRENZA

A Luis de Terán.

La puerta se abre suavemente y una co­


rriente de aire frío penetra en la habitación,
una habitación humilde de estudiante bohemio.
Sobre la mesa de noche se ve la mitad de un
cráneo, y sobre el pupitre, en revuelto mon­
tón, libros y papeles, restos de esqueletos, cla­
vículas, falanges, una tibia gigantesca...
Atilio ha estudiado hasta tarde. Después,
rendido, casi extenuado, se ha tendido en el
lecho, que en estos momentos de cansancio es
su paraíso terrestre.
Algún rumor llega desde la calle: son los
últimos trasnochadores que se retiran á sus vi -
ÁNGELES VICENTE
32
viendas. Reina en la casa profundo silencio.La
lámpara se apaga...
Y he aquí que de la puerta abierta, cual de
esa puerta eterna y misteriosa por donde pasan
todos los sueños, se precipitan multitud de ne­
gros fantasmas; uno, otro, otro más... Pronto
está llena la habitación. Se oyen voces tenues
como suspiros:
—Duerme.
—Dejémosle estar.
—Está cansado.
—Si pudiéramos vengarnos...
—No, dejadle.
—Pero si me ha deshecho, me ha cortado,
me ha descarnado.
—A mí también.
—Mientras tenía mi cráneo entre sus manos
pálidas y nerviosas, le vi temblar. Por largo
rato tuvo fija su mirada en mis descarnadas ór­
bitas, como si quisiera penetrar el misterio de
mi vida y de mi muerte...
Una voz más dulce, más tenue, más velada,
como un suave murmullo, se impone á las demás:
LA TRENZA 33
—También á mí me ha profanado... y le
perdono...
Al sonar esta voz, las sombras negras se des­
vanecen. En tanto, una sombra vaga, informe,
blanquecina, como un jirón de niebla, se apro­
xima al lecho y se inclina al oído del estudian­
te, que duerme profundamente. Le habla:
—Atilio... Soy yo, tu Elena... ¿No me re­
conoces?... Hace pocas horas me tuviste en tus
manos, indiferente y cruel... ¿no me reconocis­
te?... Estaba tan desfigurada... tan cambiada...
Has descarnado mis pobres huesos, has fatiga­
do tu vista, has puesto toda tu voluntad de
operador en mi materia mortal... Y pensar que
tendrías miedo de ti mismo si...
La voz se dulcifica:
—Sí, habrías tenido miedo... ¿No me cono­
ces aún? ¿Por qué tiemblas?... Sí, soy yo, Ele­
na, tu Elena... ¿Quieres saber lo que fué de
mi durante tu ausencia?... ¿Para qué?... ¡La vida!
La vida es sólo un tránsito... ¡Qué ridiculas me
parecen ahora mis penas de entonces, y qué
infantiles mis alegrías!... ¿Para qué quieres sa-
3
ÁNGELES VICENTE
34
ber lo que fué mi vida lejos de ti?... No vale la
pena de relatar aquel suplicio... Imagínate las
mayores humillaciones, las más grandes mise­
rias... Fui presa de codicias brutales, de explo­
taciones inicuas, de infamantes vilezas... Ah,
tampoco entonces hubieras tú reconocido á tu
Elena, degradada y caída... La muerte, tan
estúpidamente temida, me redimió al fin y me
trajo á tu lado, dejó â mi espíritu que volase
libre á tu encuentro y te entregó mi cuerpo,
mi pobre cuerpo inerte y lacerado, en una sala
anatómica, delante de unos arrogantes escépti­
cos... No me reconociste, me viste lívida, des­
nuda, tendida sobre una mesa, cerrados los
ojos, los miembros casi descompuestos, y no
sospechaste siquiera que aquel cuerpo había
sido incentivo de todas tus ilusiones... ¿no que­
daba en él nada de aquella ideal belleza que te
deslumbraba?... Un profesor flaco, huesudo, de
voz estridente, me mostraba á sus alumnos,
describiendo las impurezas de mi piel, las de­
formidades de mis miembros enfermos. Luego
empezó á seccionarme con un bisturí... Pero
LA TRENZA 35
¿sufres? ¿tehorrorizas?... Tranquilízate: no sigo...
Olvidaba que tú vives aún vida material y he
alterado tus nervios...
El fantasma vacila y enmudece. Otros fan­
tasmas se acercan y rodean el lecho, fundién­
dose y compenetrándose con fluidez mara­
villosa.
El primero se reanima por ñn y habla de
nuevo al dormido, inclinándose sobre el lecho
con solicitud maternal:
—Nada temas: yo velaré por ti. Antes de
morir, ¿sabes?, quise escribirte. Te escribí una
carta larga, llena de lágrimas. Después me hice
cortar el cabello, aquella trenza de oro que
tanto habías amado en otro tiempo, y la dejé,
con la carta á tu nombre, encargando que te
buscasen. Guárdala, porque su influencia será
beneficiosa á tu vida... Despiértate, querido...
Afilio se despierta nervioso, inquieto. ¿Había
soñado? ¿Era un alucinado? ¿Oué historia era
aquélla? ¿Quién era aquella Elena que se le
aparecía en sueños?...
De pronto, un recuerdo y una duda terrible
ÁNGELES VICENTE
36
le hacen estremecerse: Elena... sí, Elena se
llamaba su primera novia, la compañera de su
infancia allá en su pueblo natal. ¿Pero cómo se
había olvidado de ella? ¡Si la había querido
tanto!...
Se apodera de él el terror. En la obscuridad
tropieza, haciendo caer el cráneo que está sobre
la mesa de noche. El ruido que éste hace al
caer, aumenta la intensidad de su miedo y per­
manece inmóvil esperando el alba. Llueve
en la calle insistentemente... Un reloj, escon­
dido en alguna casa vecina, da las horas incan­
sable y monótono.
Al primer rayo de luz que penetra por los
vidrios de la ventana, se viste Atilio, sale pre­
cipitadamente á la calle sin cuidarse siquiera
de cerrar la puerta da la casa y corre al hos­
pital.
La sala anatómica está cerrada.
—¡El guardián! ¿Dónde está el guardián?
La puerta se abre al fin sin ruido...
El interior está vacío como un sepulcro aban­
donado.
LA TRENZA 37

Atilio titubea unos instantes y por fin se


lanza á la calle...
Cuando vuelve á su casa, encuentra sobre la
mesa una carta y una trenza de cabellos ru­
bios.
Historia de un automóvil.
HISTORIA DE UN AUTOMÓVIL

Reinaba en el lugar de la catástrofe profundo


silencio, interrumpido tan solo por el viejo
automóvil que, hundido en el polvo, medio
deshecho, soplaba, jadeaba, como poseído de
un sufrimiento interior:

—¿Que os cuente mi historia? ¿La de ellos?...


¿Cómo fué, qué?...

Se calló un momento. Luego continuó con


violencia:

—[Ah! Ellos son la causa de mi ruina, de mi


dolor. Yo era feliz, no anhelaba nada y tolera-
42 ÁNGELES VICENTE

ba con paciencia los amores de los hombres


cuando se acogían á mí y me tiranizaban, con­
virtiéndome en dócil auxiliar de sus placeres. A
pesar de que nuestra voluntad es pasiva y su­
jeta á un dominio superior, nosotros, máquinas,
tenemos cuerpo y alma como los hombres. Día
vendrá, al fin, en que tengamos también vo­
luntad libre y activa. Ya hoy nos rebelamos
alguna vez contra nuestro tirano cuando, per­
dida la razón, en la embriaguez satánica de la
velocidad, nos arrastra al más allá ignorado,
fuera del confin de toda prudencia... Este anta­
gonismo latente y feroz, entre la máquina po­
derosa y el tiranuelo jactancioso que la guía, se
manifiesta harto frecuentemente: ¡nuestras víc­
timas son innumerables!... Cierto es que muchas
veces caen confundidos y deshechos la máqui­
na y el mecánico...
Somos como los hombres. Yo he tenido siem­
pre instintos agresivos. Al pasar por mi lado un
coche á gran carrera, con alegre sonar de cas­
cabeles y trotar de piafantes caballos, se apo­
dera de mí un sobresalto indefinible, mis en­
HISTORIA DE UN AUTOMÓVIL 43

granajes se contraen como los castañeteantes


dientes de un furioso y ardo en deseos de des­
trucción, que sólo se aplacan cuando en audaz
carrera paso al lado de mi competidor y lo
dejo atrás envuelto en una nube de humo y de
polvo...

Pareció recogerse un instante en un recuerdo


terrible. Después prosiguió:

—Ahora escuchad el relato de esta aventura


angustiosa. ¿Queréis saber la verdad?... ¡Los he
matado!... Fué en un momento de ira irresisti­
ble... Los transportaba comoá tantos otros ena­
morados que confiaron sus secretos á la rumoro­
sa condescendencia de mi soledad, y se mecían
entre mis brazos como niños demasiado inge­
nuos que hacían de su ingenuidad un arma de
doble filo por la ironía y el egoísmo. ¿Adonde
los conducía? No lo sé. Corríamos á toda pre­
sión. Delante de mí no había obstáculos, me
parecía volar, y llegué á perder el sentido de
la dirección y la noción del tiempo; mi alma se
•44 ÁNGELES VICENTE

volatilizaba en un sueño incorpóreo de energía


y velocidad. Era una carrera loca, desespera­
da, irrefrenable, entre una nube de polvo, al
través de los campos, bajo la luz del sol pri­
mero, envueltos luego en la melancólica pe­
numbra del crepúsculo, después bajo la lluvia
que lo envolvía todo en un velo ceniciento de
llanto y tristeza, al resplandor de la luna por
último, deslizándonos como un huracán entre
árboles añosos que parecían gigantes creados
por una extraña fantasía... Iban solos. Él casi
no hablaba. Ella tenía en su voz un no sé qué
de musical que fascinaba. Primeramente se sa­
ciaron de miradas y de besos, complaciéndose
en una especie de frenesí extático que los hacía
vibrar como cuerdas sonantes de un arpa; era
el ímpetu de una pasión tranquila y vehemen­
te, que no tenía esas explosiones que hacen del
amor un vértigo. Largo rato transcurrió de
este modo. Luego hubo como una crisis, iban
preocupados y casi se huían, absortos y ner­
viosos. Ella rompió al fin aquel silencio abru­
mador:
HISTORIA DE UN AUTOMÓVIL 45
-Hector, tú no me amas.
—¿Por qué dices eso?
—¡Ah! ¿Crees que no me doy cuenta? Si lo
veo en tu proceder conmigo, lo adivino en cada
gesto, en cada palabra, en cada pensamiento
que sé sorprender en tu alma por esta extraña
sugestión, por esta especial simpatía que me
arrastra hacia ti.
—Te engañas. ¿Qué proceder es el mío? Te
dejas alucinar por una falsa interpretación de
mis ¡deas ó de mis sentimientos.
Las ideas y los sentimientos del hombre son
como esos vidrios que se tiñen de un color dis­
tinto, según la luz y según la hora.
—Sí, tu proceder conmigo, ¿te parece leal?
Esa displicencia, ese abandono, esa falta á tu
palabra á cada momento, ¿no confirman tu
traición? Si no me quieres, sé por lo menos
franco. ¿Temes causarme un disgusto? No lo
creas: la verdad no me ofende por amarga que
sea, el desengaño no me hace sufrir, porque
quien no me aprecia no. me merece y mi vo­
luntad es tan íuerte, que me basta un pequeño
46 ÁNGELES VICENTE

esfuerzo para ver con indiferencia á la persona


que momentos antes causaba mi dicha. Créeme,
sé franco.
—Pero si lo soy, si te quiero.
Hubo otra larga pausa.
Era una noche magnífica. Bajo el gran arco
lunar alguna nube se arrastraba, se unía con
otras y juntas se alejaban como en un encanto
de libertad. Los árboles se sucedían rápida­
mente á ambos lados del camino, cual si se
persiguiesen en huida vertiginosa y fantástica.
— ¿De modo que me juzgas tonta?—Es la
liase de todos los amantes que se creen no co-
í respondidos y se vuelven por un momento
fuertes, con fuerza inconsciente y temeraria,
olvidando su debilidad pasada y no pensando
en lo que sucederá al fin del amor.
—Pero ¿por qué te voy á juzgar tonta? Si yo
te amo...
—¡Cómo mientes!
No sé qué decirte para probarte que te
engañas y que me mortificas injustamente.
—¿No sabes qué decirme?
HISTORIA DE UN AUTOMÓVIL 47
—Concreta tus cargos.
—Uno solo tengo que hacerte: que me has
engañado vilmente, al apoderarte de mi alma
fingiendo un amor que no sientes ni has senti­
do nunca.
—Pero si te repito que te quiero...
—¿Y no puedes demostrármelo?
—¿Qué quieres que haga?—sonrió maliciosa­
mente.
—Eso, que te burles de mí, no merezco otra
cosa por tonta, por no haber visto que eres
como todos los hombres, como todos los otros;
[bastaría decir que eres hombre! Vosotros no
conocéis más que vuestro egoísmo, no buscáis
más que la satisfacción de vuestro capricho,
sin ver que podéis herirnos en el fondo del
alma y ocasionar nuestra desgracia. No com­
prendéis siquiera esta fineza, esta sinceridad de
un alma sensible, que, porque os juzga dignos,
se abandona á vosotros, sin ideas preconcebi­
das, con noble espontaneidad, libre de toda cla­
se de convenciones, y si comprendéis esto,
abusáis por ser unos brutos, y entonces la
ÁNGELES VICENTE
48
villanía consiste en no prever los efectos...
Se calló como absorta. No lloraba ya y se
esforzaba en ostentar una tranquilidad y san­
gre fría que no tenía.
Continuó:
—Sí. Yo fui una tonta al entregarme con
toda el alma â ti, sin representar esa comedia
que hacen previamente todas las mujeres, a
pesar de tener resuelto desde el primer mo­
mento el sí ó el no. Es necesario hacerse desear,
haceros sufrir, porque vosotros sois también
como esas pobres mujeres que necesitan ser
golpeadas para sentir intensamente el placer
de la posesión. La necesidad de esa humillación
es prueba de vuestra propia vileza.
Héctor callaba, y atento al camino, parecía
no prestar atención.
—Sí. Fui una alucinada cuando creí ver en
tus miradas un alma gemela que me compren­
día, cuando vi en ti un espíritu amplio, cuando
creí haber encontrado mi ideal... mi único...
Si al menos fueras franco, yo te quedaría agra­
decida. Dime la verdad, ¡dímela!, la duda es
HISTORIA DE UN AUTOMÓVIL 49

Jo único que me preocupa, que me atormenta,


que me enloquece. Fuera de eso, estoy por
encima de todo. ¡Un desengaño más en la vida!
¡qué importa! Dime que sólo he sido para ti un
juguete, un capricho, pero dime algo, te lo
ruego, tu silencio me desespera y no sé qué
pensar. ¿Qué pretendes demostrarme con tu si­
lencio? ¿Tu desprecio? ¿Tu traición? ¿Por qué
no tienes siquiera una palabra de disculpa, ó
un ímpetu de rebelión? ¿Por qué me ofendes
de esa manera mortal? ¿No te digo que me seas
franco? ¡Si yo te perdono! Sufriré la consecuen­
cia de mi error, y te dejaré libre... pero ante
el insulto de tu desprecio no respondo de mí.
¡Habla! ¡pero habla! ¡dime algo!
—¡Qué hermosa noche!,—exclamó él des­
viando la conversación—¿no es cierto?...
Entonces ella se abalanzó á él con resolución
heroica, premeditada sin duda desde hacía
tiempo, y yo, abandonado á mí mismo, me
sentí dominado por la ira terrible de aquella
mujer, por un ansia loca de destrucción, en ca­
rrera frenética, desesperada... Fué cosa de unos
ÁNGELES VICENTE

segundos: delante de nosotros se abrió un abis­
mo espantoso... se oyó un grito, luego un cho­
que estridente, y me sentí deshacer en mil
pedazos entre una nube de humo...

El viejo automóvil se calló. La brisa de la


noche soplaba dulcemente, tenue y apacible...
Una extraña aventura.
UNA EXTRAÑA AVENTURA

A Emilio Fernández Vaamonde,


mi mejor amigo.

Octavio estaba en el balcón de su cuarto


contemplando absorto las estrellas, como si-qui­
siera descifrar en ellas el enigma de sus proble­
mas sentimentales.
El silencio de la calle solitaria, las sombras
misteriosas de la noche, el perfume de las flo­
res que adornaban los balcones, todo contri­
buía á ensimismarle en una sensación de lan­
guidez nostálgica y extraña.
Una comparsa de jóvenes que desfiló bajo
su balcón tañendo guitarras y bandurrias, inte­
rrumpió su ensueño. Fué un brusco despertar,
una revelación de su soledad, ante la alegría
ÁNGELES VICENTE
54
bulliciosa que pasaba indiferente á su lado...
Por largo rato persistieron en sus oídos las vi­
braciones melancólicas de aquellas notas perdi­
das. Al fin apoyó la frente en las manos y lloró
con la tranquilidad estoica de un resignado.
¡No era la primera vez que lloraba de amor
por el amor!
Sabía también lo que es sufrir, lo inútil que
es luchar contra las ironías crueles del destino.
¿Y ahora qué le sucedía? ¿Por qué suspiraba?
Atravesaba por uno de esos estados de ánimo
que él calificaba humorísticamente de «andante
poético...»
¿Pero por qué sufría?
Ya repuesto, alzó la cabeza y permaneció
inmóvil contemplando las estrellas, mientras su
imaginación vagaba de nuevo por los mundos
impalpables de la fantasía.
Los músicos pasaron de regreso, parándose
á tocar delante de una ventana.
Todas las puertas y balcones permanecieron
cerrados. Nadie parecía haber oído la serenata.
Los rondadores se alejaron.
UNA EXTRAÑA AVENTURA 55
Una extraña impaciencia se apoderó enton­
ces de él. Se entró en la habitación y paseó en
ella á largos pasos. Volvió á salir al balcón. En­
cendió un cigarrillo y lo arrojó á la primera
chupada.
Hizo un esfuerzo para dominar sus nervios y
volvió á quedarse absorto, con la vista fija en
un punto, como quien pretende escrutar lo in­
escrutable.
De pronto le pareció que una procesión infi­
nita de mujeres se delinease á lo lejos, una pro­
cesión de figuras blancas, veladas, armónicas,
que se tangibilizaban al pasar delante de él, y
desaparecían en silencio.
Eran visiones multiplicadas de todas las mu­
jeres que le habían amado y que él había
amado.
¿Adónde iban? ¿Qué significaba aquella alu­
cinación? ¿Por qué venían ahora á aumentar su
tristeza?
Las había reconocido á todas, y por todas
conservaba un sentimiento de amistad, porque
Octavio, que no era malo, era constante en su
56 ÁNGELES VICENTE

inconstancia, era un soñador que buscaba el


descanso de su espíritu y que jamás lo encon­
traría, atormentado por la nostalgia de un ideal
imposible.
Sus ideas, asociadas á la visión del cortejo
silencioso, despertaron en él un mundo de re­
cuerdos que acrecentaron su angustia, reavi­
vando insistentemente afanes y emociones de
otros tiempos.
Salió á dar un paseo para distraer su imagi­
nación y vencer aquella obsesión melancólica y
desesperada.
Largo rato vagó calmosamente por la ciudad
dormida, complacido entonces en su soledad,
escuchando con extraño deleite el resonar so­
lemne de sus pasos en las calles sombrías y
medrosas.
De pronto, una mujer se le paró delante.
¿Quién era? ¿Cuándo la había visto?... Nunca.
Ella le habló con voz fresca y primaveral,
sofocada por suspiros de un dolor extraordi­
nario:
—¡Ah! ¡Malo! ¡Abandonar así á esta pobre
58 ÁNGELES VICENTE

No tuvo valor para resistir. Después de todo,


¿qué perdía yendo con ella? Era cierto que
nunca la había visto; pero era una mujer como
tantas otras, ni linda, ni fea, ni vieja, ni joven,
que Je hablaba de amor en aquellos momentos
de tristeza...
Su espíritu gozaba con esta nueva aventura
que se le presentaba en un momento de des­
aliento, y cuando menos la esperaba. La mujer
continuó su súplica:
—¡Sil... Vente conmigo. Sufro extraordina­
riamente... ¡porque tengo celosl...
—¿Pero de quién?
—... ¡Yo no quiero que vivas con otra mu­
jer! Tú eres la carne de mi carne, el alma de
mi alma; no debes abandonarme... Hace mu­
cho tiempo que te busco. He vagado por toda
la ciudad sin ver más que tu imagen, sin sentir
más que tus pasos, sin oir más que tu voz... tu
voz tan dulce, tan cariñosa... ¡Ah! ¿No sabes,
amor mío? Me he perdido en un laberinto de calle­
juelas negras y fangosas. Me han insultado, me
han hecho proposiciones vergonzosas. ¡Una mu­
UNA EXTRAÑA AVENTURA 59

jer solaá estas horas!... ¡Dios mío! ¿Pero qué me


importa, si te he encontrado?... Ven conmigo...
Y tirándole del brazo, sin violencia, le obli­
gaba á seguirla, con la súplica de sus palabras,
de sus gestos y de sus miradas:
—¡Ven! ¡Ven!
—¿Pero adónde? Yo quiero saber adonde
me llevas.
Quería ir, atraído por la súplica dulcísima,
pero le inquietaba aquella insistencia apasiona­
da é imperiosa.
—¿P'inges no saberlo? A nuestra casa...
—¿A nuestra casa?
—A nuestra casita que nos espera... ¡Malo!
¡Cuánto tiempo hace que no vienes! ¿Qué te he
hecho yo? ¡Si tú vieras! Los rosales han floreci­
do, y las rosas que se enredan por la baranda
del balcón parecen manchas sanguíneas con
reflejos de púrpura y de oro. ¡El mirlo está más
bonito!... ¡Hasta él te esperal ¡Verás cómo te
saluda con su canto en cuanto llegues!...
Por fin se dejó persuadir y siguió á la desco­
nocida.
ño ÁNGELES VICENTE

Cuando Octavio se despertó, las campanas


sonaban alegremente y el sol filtraba sus ra­
yos deslumbrantes por las rendijas del balcón
mal cerrado.
La nocturna compañera le acariciaba ahora
como á un niño, y él se le abandonaba cual un
prisionero dócil.
Por fin ella se incorporó para mirarle á la
cara, y, de repente, se quedó como petrifica­
da y coin la boca abierta para dar un grito que
no llegó á salir de su garganta. Cuando pudo
reaccionar, cogió á Octavio por los brazos, sa­
cudiéndole con violencia.
__¿Ouién eres? ¡No eres tú! ¡Dios mió! ¿Qué
he hecho? ¡El amor me ha cegado! ¡Qué horror!
¡Estaba loca! ¡No vela más que á él en cada
figura de hombre! ¡Tú te pareces á éll ¡Tu voz
es como la suya! ¡Dios mió! ¡Dios mío!
Temblaba como la hoja en el árbol y gemía
con frenesí casi grotesco.
Octavio, confuso, estupefacto, la escuchaba
sin tener el valor de moverse. No sabía qué
hacer ni qué decir.
TJNA EXTRAÑA AVENTURA DI

—(Contéstame!... ¿Y ahora qué haremos. ¿Y


él qué dirá?...
—No comprendo nada...
__'¡Pero por qué te has aprovechado de mi
ceguedad? ¿Quién eres?
El no contestó. La idea de la equivocación
le hacía reir, pasada la primera impresión de
estupor; pero el dolor de la pobre mujer para­
lizaba su conato cómico, haciéndole temer algo
trágico.
Ella continuaba hablando como una loca:
—¡Si él lo supiera! ¡Pero tú debías haber vis­
to que no me conocías! ¡Tú debías haber com­
prendido mi locura! ¿Eres un caballero?... ¡Y te
aprovechas así de una pobre mujer!... ¡Ah! ¡Tú
no sabes el mal que me has hecho! Yo sufría
el frío y el hambre; me veía reducida á la si­
tuación más miserable por que puede atravesar
una criatura; mi pobre cuerpo enfermo, desfi­
gurado, envilecido, se arrastraba por las calles
pidiendo la limosna de una sonrisa, mientras
el alma se me escapaba por la boca con an­
gustia desesperada... Un día el dueño de la
Ó2 ÁNGELES VICENTE

casa me echó de mi miserable cuartucho, por


no haber podido pagar. Me encontré en la ca­
lle. ¿Qué debía hacer? Iba peregrinando como
una perdida maldita, con el corazón destrozado
y la fiebre en las venas... Por fin, encontré á un
hombre que tuvo compasión de mí y me reco­
gió, me dió de comer y me puso en una casa
limpia y bien arreglada. Me pareció que se había
producido un magnífico milagro: estaba en mi
casa, nadie podía echarme... ¡tenía al fin mi
nido como una golondrina! ¡era feliz!... Com­
prenderás que yo amo á ese hombre, como no
se ha amado nunca á nadie. Soy su esclava.
No tengo ni el valor de mirarle á la cara, por
temor â que pueda leer en ella mi miseria pa­
sada y contrariarle. Me pregunto continuamen­
te: ¿habré merecido esta suerte?... ¡Quién sabe!...
El caso es que yo ya no sufro, y que hay al­
guien que tiene piedad de mí... Hace varios
días que ese hombre, que es mi Dios, no viene.
Ayer tuve la alucinación de que otra mujer
me robaba su cariño y salí ciega, desesperada
en su busca. Y tú... tú... ¡te dejas tentar por
UNA EXTRAÑA AVENTURA 63
mi locura y te aprovechas de mi ceguedad!...
¿Por qué? ¿ Con qué idea ¿ Dime con qué
idea?...
Volvió á exaltarse, á temblar desesperada­
mente, sacudiendo á Octavio con violencia:
—¡Contesta! ¿Por qué has hecho esto? ¿Por
qué has profanado esta casa, que es mi santua­
rio? ¿Por qué? ¿Por el sólo placer del amor?...
¡Ah!... ¿Sí?... ¡Pues maldito sea el amor!
¡Mald...!
Y se retorció, presa de una convulsión ner­
viosa, que Octavio aprovechó para vestirse
apresuradamente y abandonar la casa, dudando
aún si lo que le ocurría era realidad ó sólo una
angustiosa pesadilla.
En marcha.
NOBLEZA OBLIGA

Terraza de un hotel de baños, en una playa de moda.


LUISA, marquesa de la Asunción; CLARITA, con­
desa de Anselmi; LINA, vizcondesa de Giralt;
LOLA, marquesa de Valverde, y CARI, baronesa de
Alvar-Sainz, toman el té en animada charla. .

Lina.—-¿Es verdad que Purita se casa?


Cari.—Sí, creo que es un hecho...
Luisa.'—[Pobre Pura! No le alabo el gusto.
Clarita.—¿Pobre... con un marido de veinte
millones y un palacio en París?...
Luisa.—¿Y tú crees que eso basta para ser
feliz? El le lleva cuarenta años...
Lina.—Sí, será todo lo viejo que quieras,
pero pocas personas verás tan bien recibidas
en todas partes.
68 ÁNGELES VICENTE

Aquel ojo que en la penumbra de la habitación


reflejaba la claridad de la ventana, me produ­
cía una sensación de miedo. Guardó silencio un
momento. Yo estaba atolondrado, no sabía qué
decir, me había cansado de suplicarle, había
agotado el repertorio de mi elocuencia en to­
dos los tonos. Por fin agregué:
—Vea, señor; realizará usted una obra bue­
na... Mire que no sé lo que podré hacer... Soy
capaz de todo... Mis hijos tienen hambre...
—¡Poca cosa! ¡Déjeme en paz! ¡Ya le he di­
cho que no! [Es inútil que insista! Siga su ca­
mino, busque trabajo y no venga á molestar á
la gente.
Dejé al ricacho refunfuñando en su sillón de
cuero viejo, descolorido por los años.
—¿Adónde iré?—me dije.—Ya es tarde. A
esta hora nadie querrá recibirme. Esta era la
última prueba... Y ahora, ¿qué hacer? ¿Suici­
darme? Es lo único que me queda. ¡Estoy can­
sado de esta vida de lucha y de miseria!
Bajé temblando aquella escalera, perdida en
esa semiobscuridad triste del crepúsculo, que
EN MARCHA 6g

aterroriza á las almas débiles. Me sentía opri­


mido por la angustia y la desesperación:
—¿Qué hacer? ¿Qué hacer?...
La lógica apremiante de la necesidad me
proponía resoluciones aceptadas y desechadas
en un relámpago.
Después cruzaban por mi imaginación los
años felices de la infancia:
—¡Ah, madre mía! ¿Si tú estuvieras conmi­
go? ¿Al fin, qué quiero? Diez pesetas para co­
mer diez días. ¿Por qué quien tiene no puede
dármelas?... Ese hombre que gasta á miles en
orgías, entre mujeres perdidas, ¿no puede dar­
me diez á mí, para que no mueran de hambre
en diez días unos pobres inocentes?... ¡Que tra­
baje! ¿Y si no me dan trabajo? ¡Que ande, que
busque! ¿Y si todos me reciben como él?
Me paré inconscientemente delante de un
escaparate. La luz vacilante de una lámpara de
gas me hirió en la cara é interrumpió mis pen­
samientos. Vi que la gente me miraba y me
asusté al comprender la sorpresa que suscitaba
mi cara alterada por mi afanosa rebusca.
7° ÁNGELES VICENTE

Comprendí que no era el mismo de antes.


—¿Y ahora, adónde voy?... Es extraño, pero
¿por qué no tengo ninguna preocupación de la
vida?... ¿no me importa morir? Yo no sé... En
realidad, soy otro.
Un carruaje me rozó un brazo y desapareció.
Miles de personas que iban y venían tropeza­
ban conmigo. Tuve la sensación de estar para­
do como un estorbo, en el cual todos hubieran
de tropezar. No pensaba ya.
Por fin, emprendí de nuevo la marcha.
—Buenas noches—oigo que me dicen de
pronto.-—¿No me conoces? ¿No te acuerdas?
Buenas noches.
-—Buenas noches.
Mi interpelante me miró á la cara y se echó
á reir.
—No, no me caigo—dije al ver que quería
sostenerme.—Tengo bien las piernas. Puedo
andar solo. No tiemblo. ¿Si he comido? ¡Ya lo
creo que he comido! Podría ofrecer á ustedes...
El que me había sostenido para que no me
cayese me oprimió más fuerte el brazo:
EN MARCHA 7r

—Dime la verdad, Pablo.


—¡Ahí ¿Eres tú?
—¿Has comido?
—Sí.
Me sentí héroe.
—Entonces, ¿qué tienes? ¿Te sientes mal?
—No.
—¿Necesitas algo?
—No.
—¿Quieres que te acompañe á casa?
—No. No tengo casa.
—¿Dónde duermes?
—No duermo.
■—He comprendido. Adiós.
Y me dejó. Debió creer que me burlaba.
Sentía que todos me miraban, pero no veía
á nadie. Me notaba más pequeño á cada minu­
to... Reaccioné y seguí la marcha.
Me encontré frente á un individuo. Le inter­
pelé:
—Buenas noches. Si no me equivoco conoz­
co á usted. Le he visto... ¿No se acuerda? ¡Ah,
buenol Ni yo tampoco. Adiós...
72 ÁNGELES VICENTE

Me paré en medio de la calle. Llovía. Una


llovizna fina que me mojaba hasta los huesos.
—¿Quién me regalará un paraguas?—excla­
mé á pesar mío.—¡Nadie! ¡Ah!...
Noté que la gente me rodeaba:
—¿Ustedes dicen que estoy loco? ¿Loco, eh?
No os engañáis, estoy loco. ¿Hay algo más que
decir? Creía... ¡Tú!—grité á un cochero, que
pasó á mi lado en su vehículo—¡castiga más
fuerte á ese caballo!
El cochero me miró á la cara:
—¿No será usted de la sociedad protectora
de animales?
—¿Yo? No. ¡Quisiera volverme animal para
tener una sociedad que me protegiese! ¡Pero
tengo la desgracia de ser hombre!...
Y la multitud, que se agolpaba, me empuja­
ba. Me asaltaban mil presentimientos:
—¡Ea!—grité.—¡Largo todos! ¡Quiero estar
solo! ¡Todos me han repudiado! Ninguno ha
tenido misericordia de mí. ¡Quiero estar solo he
dicho! Sí, sí. Hacéis bien en llamar á la policía.
Soy un ser peligroso... ¿La policía? ¿La cárcel?
EN MARCHA 73
¿Es eso todo lo que podéis darme? ¡Tenéis ra­
zón! ¿Acaso merezco otra cosa? ¡No! ¡Soy un
cobarde! ¡Soy un cretino, porque marcho con
la cabeza baja!... Hay que marchar, sí, hay que
marchar siempre adelante, pero con la cabeza
levantada. ¡Ah, pobre madre mía! ¡qué tonta
eras cuando me enseñabas y me inculcabas la
humildad! ¡Si tú supieras lo que sufro! ¡Si pol­
lo menos te tuviese á mi lado!... No creáis que
es por vosotros por lo que lloro. Estad seguros...
Mi debilidad aumentaba. Se apoderaba de mí
una sensación extraña, indescriptible, como si
el cuerpo estuviera separado del alma, como si
mis miembros se moviesen independientes los
unos de los otros.
—¿Qué me queda que hacer?—exclamé.—
Me olvidaba: me mato. ¡Largo! ¡Largo! Voy á
matarme. ¡Les digo que me mato! ¿No lo creen?
Oí algunas voces que gorgoriteaban sofoca­
das por la risa. Una dijo:
—Dejadlo estar. ¿No véis que es un pobre
zanahoria borracho?
—¿Borracho yo? Me maravillo. Zanahoria sí,
74 ÁNGELES VICENTE

porque no llevo botines de charol. ¡Pobres de


espíritu! ¡Qué tontos sois! ¿No sabéis que el día
que os faltase el cuellito planchado, limpio, y el
flamante traje á la moda, seríais tan zanahorias
como yo? ¿Qué queréis decir con esa palabra?
¿Es el repollo que tenéis por cerebro el que os
inspira?
Otro agregó:
—-Es un pobre estúpido.
—¿Yo?—grité—¿Yo? ¿Yo?...
Me dejaron, asustados. Tuve la certeza de
mi liberación. A lo lejos avanzaba hacia mí al­
go informe y fragoroso.
—¿Qué es? ¡Ah! ¡La Providencia! ¡Un tran­
vía! Me tiro debajo.
Esperé á pie firme, no temblaba ya:
—¡Adiós casa! ¡Adiós todos! ¡Adiós! ¡Adiós!
El ojo inmenso, ciclópico, del reflector, me
cegaba de lejos, me hipnotizaba. Sonó el tim­
bre varias veces.
—¿No se mueve?—gritaron.
—¡No!
—¿Quiere perecer debajo? ¡Fuera!
EN MARCHA 75
Fué una lucha sorda, sofocada, sin gritos, una
de esas luchas que surgen y se desenlazan en
la sombra. Me lo jugaba todo. Me sentía enlo­
quecer de veras, los ojos se me velaban de san­
gre. De nuevo la multitud que me había ro­
deado me empujaba... De pronto, llegó hasta
mí un grito, casi un sollozo:
—¡Pablo!... Vuelve á casa. Nuestros hijos
tienen hambre. ¿Qué has hecho, Pablo?
Me recobré al oirla. Era ella, mi compañera.
—Es cierto—exclamé.*—Es cierto. Tienen
hambre. Pero yo también la tengo. Quería mo­
rir. ¿Lo sabes? Llámame ¡canalla! ¡cretino! ¿No?
Entonces no vuelvo á casa. ¡Dímelo! ¡Dímelo!
Te lo ruego. ¿Que no soy el mismo?... Bueno,
dímelo una sola vez... una sola. Me contento
con una sola...
Abrió los labios con sonrisa infantil de cria­
tura buena:
—Todo lo que quieras... Vuelve á casa...
—¡No! debes decírmelo. Es para sentirme
perdonado. ¿No sabes, alma mía, cómo he sufri­
do? Te lo ruego... La gente nos mira. ¿Se ríen?
j6 ÁNGELES VICENTE

¡Qué importa! Tú haz lo que te digo, si no...


¡te pego!
Y mi mano cayó sobre su cara.
—¡Canalla! ¡Cretino!—gritó desolada.
—1 Ajajál ¡Tienes razón! Pero te quiero con
toda el alma... ¡Y ahora á casal
La así de un brazo y huí con ella, dejando
asombrados á los que nos contemplaban.
Nobleza obliga
La sorpresa.
8o ÁNGELES VICENTE

CARi.—Sobre todo en casa de la Rodriguito.


Clarita.—¡Tanto mejorl Eso da derecho... á
estar á la recíproca.
Lina.—A tener un administrador joven, por
ejemplo.
Clarita (picada.)—Mira, no seas mordaz, y
si quieres serlo, di á quién aludes, porque me
imagino que no pretenderás medir con un mis­
mo rasero á todas las que tenemos fincas, y
por lo tanto administradores más 6 menos jó­
venes.
Lina.—¡Está claro! Me refería á... Leonor
Bélmez.
Luisa.—Eso habíamos comprendido todas...
Lola.—Callaos, que ahí viene...
Leonor (acercándose risueña)—¡Queridas!...
Lina.—De ti hablábamos.
Leonor (escamada)—¿Bien ó mal?
Lina.—¡Qué pregunta!
Luisa.—Hablábamos de tu toilette del domin­
go. ¡Chica diste golpe!
Leonor.—¿Pero no sabéis el escándalo?... ¿y
la novedad?...
NOBLEZA OBLIGA 8l
Todas. —¿Qué? ¿Qué es ello? ¡Habla! (La ro­
dean.)
Leonor.—El amigo Gonzálvez ha sorprendi­
do á Luchi... ¡in fraganti!
Cari.—¡Luchi! ¿Con quién?
Leonor.—Con Bofarull, el banquero.
Lina.—¿Lo veis? Se casó por amor... con
Gonzálvez que no tiene un cuarto...
Clarita.—Y buscó en Bofarull... una com­
pensación.
Lola.—¿Hay lance?
Leonor.—No lo creo, Bofarull es un hombre
demasiado práctico. Además no se trata de un
escándalo... público. Yo lo sé por Laurita, á la
cual se lo contó la miss, que es íntima amiga
de la gobernanta de Luchi.
Clarita.—Entonces... una separación amis­
tosa, bajo el mismo techo... Y el honor habrá
quedado1^ salvo.
Lina.—Y con el honor, la situación finan­
ciera.
Clarita.—Lo que yo digo, chicas: la ley de
las compensaciones. Por eso aplaudo á Pura
6
82 ÁNGELES VICENTE

que quiere asegurarse ante todo una buena


renta; las compensaciones del corazón se en­
cuentran más fácilmente que las del bolsillo (á
Leonor) ¿No opinas tú lo mismo?
Leonor (nerviosa)—«No me preguntéis á mí
que soy ignorante...» Si tú no lo sabes... pre­
gúntaselo á Cari que te sabrá responder.
Cari (candorosamente)—¿Yo?... Pues sé tan­
to como tú. ¿Pero sabes á quién se lo podría­
mos preguntar? A... Julita Viedma...
Luisa.—|Buena hipócrita está hecha!
Lina.—¡Pero se confiesa todas las semanas!
Clarita.—¡La compensación, queridas!...
Leonor.—¿Qué quieres decir?...
Clarita.—Quiero decir que Julita busca tal
vez la compensación de... sus faltas, en la ab­
solución de un buen confesor...
Luisa.—¡Joven y guapo!...
CARi.—Me hace gracia Clarita conlu ley de
compensaciones... ¿Qué compensación le en­
cuentras á Ester Faries?
Clarita.—Esa... es harina de otro costal. Ya
sabes que desde el colegio...
NOBLEZA OBLIGA 83

Leonor.—Bueno. Ya hemos hablado del es­


cándalo. ¿Quéreis que os cuente la novedad?...
Todas.—¡Sí! ¡Es cierto! ¡Cuenta!
Leonor.—Pues la novedad es... ¿Os acordáis
de Margarita Pomán?
Lina.—Margarita... ¡Ah! sí.
Cari.—Sí, la hija del barón de Pomán que se
suicidó, después de haber perdido su fortuna
en el juego.
Clarita.—Ha sido compañera mía de co­
legio.
Lola.—Bien, ¿y que hay?
< Leonor.—Que ha venido á baños y se hos­
peda en este mismo hotel...
Luisa.—¿Cómo es posible?... Si después que
murió el padre se quedaron en la calle... Sé yo
cosas de la tal Margarita... Stromer, el agre­
gado á la Embajada de Austria, podría daros
detállenle ella y de cierta casa de la calle de
Ferraz...' •
Lola.—¡Qué enterada estás!
Leonor.—Le habrá dado detalles el agre­
gado.
84 ÁNGELES VICENTE

Luisa (un tanto sofocada)—Lo chica, no le


conozco.
Clarita.—¿Y qué casa es esa de la calle de
Ferraz?...
Luisa (malhumorada)—Clara, no seas im­
pertinente.
Leonor.—Lo que os digo es que Margarita
está en el Hotel Palais, y que os la encontra­
réis hasta en la sopa...
Luisa.-—Y tendrá la pretensión de alternar
con nosotras.
Lina.—¡Eso no puede ser!...
Cari.— ¡Naturalmente! ¿Pero qué haremos?
Clarita.—Yo... ¡no la conozco!
Cari.—Eso es, no la conocemos. ¡No faltaba
más! Nobleza obliga.
Lola.—¿Ha venido sola?
Luisa.—Lo dudo.
Cari (irónicamente)—Una muchacha soltera
no debe ir sola á baños.
Lola.—Pero dejad que cuente Leonor... (La
rodean de nuevo.)
Leonor.—Margarita, después que se murió
NOBLEZA OBLIGA 85

la madre, se fué al extranjero, alistada en una


compañía de teatro..., y ahora, cuando nadie
se acordaba de ella, se presenta casada con un
príncipe alemán...
Todas (sorprendidas)—¿Con un príncipe?...
¿Estás segura?...
Leonor.—Segurísima. Casada con un prínci­
pe millonario, joven, guapo... y muy bien reci­
bido en todas las cortes de Europa.
Cari.—Pero chica, bien podías haberlo dicho
antes...
Luisa.—[Eso es otra cosal ¡Casada!...
Lina.—Pero y lo que tú decías de Stromer...
y de la calle de Ferraz...
Luisa.—¿Y eso qué importa?... Si está casa­
da... Comprenderás que una mujer casada no
es lo mismo que una muchacha soltera.
Clarita. —Tiene razón. Además ha sido
compañera mía de colegio, como os he dicho,
y la he querido mucho.
Cari.—También es amiga mía.
Luisa.—[Y míal
Lola.—Y mía.
86 ÁNGELES VICENTE

/ Lina.—Y mía.
~ Lola.—¿Y cuando han venido?
s Leonor.—Hoy, á la una. Llegaron en un
automóvil.
. Cari.—¿Qué tal está Margarita?
Leonor.—Preciosa, chica, y elegantísima.
/ Clarita.—En eso ha sido siempre insuperable.
Leonor.—¡Chisl Ahí viene....
(Se vuelven todas vivamente hacia la entrada
de la terraza.)
Cari.—¿Es ella?... |Está desconocida!...
Lina.—¡Monísima!...
Lola.—La toilette es irreprochable...
Clarita.—Juraría que el traje es de Doucet...
Cari.—Y el marido es una gran figura.
Leonor.—Creo que debemos acercarnos...
Clarita.—¡Sin duda alguna!
Cari.—¡Nobleza obliga!
/ Luisa (dirigiéndose á Margarita que no se ha
-fijado en el grupo)— ¡Querida!... (La besa y la
abraza.)
(La siguen todas y rodean á la recién llegada,
colmándola de agasajos.)
NOBLEZA OBLIGA 87

Clarita (después de besarla)—¡Tanto tiem­


po sin verte!...
Lina (abrazándola)—Sigues irreprochable.
Cari (reteniéndole ambas manos)—Supongo
que vendrás á casa. Pepe se encantará al verte.
Lola (cogiéndole la barbilla)—¿Queréis co­
mer hoy con nosotros?
Luisa (cortando el diálogo)—Pero, ante todo,
mujer, haz el favor de presentarnos...
Margarita (aturdida y nerviosa)—¿A quién?
Cari.—¡A tu marido!
Margarita (después de vacilar un momento,
presentando con sorna á su acompañante)—El
príncipe Otto de Schewelgenhof, mi... empre­
sario.
El Príncipe (aparte)—Tableau! (Sonríe y se
inclina gallardamente.)
La sorpresa.
LA SORPRESA

El carcelero ha entrado esta mañana en mi


celda más borracho que de costumbre, y me ha
contado todas las charlas de la prisión. Me ha
dicho que las presas se quejan del mal trata­
miento, de la cama dura y del agua sucia y ver­
minosa. Después, dejándose caer en el suelo
como un caballo viejo y cansado, se puso á sus­
pirar.
—¿Qué tiene usted, Paco?—le dije.
—¿Yo? Nada... el aguardiente que me ataca
á la cabeza.
Guardó silencio, pero siguió suspirando.
Yo miraba sus manos. Las manos de un car­
celero tienen siempre algo de imponente: de
92 ÁNGELES VICENTE

ellas depende nuestra libertad, no sólo la liber­


tad material, sino también la libertad de nuestro
espíritu; el solo rumor de su manojo de llaves,
que suenan como instrumentos infernales, es una
amenaza y paraliza las ideas más arriesgadas.
Volví á interrogarle:
—¿Pero qué tiene, viejo? Cuénteme.
Mi insistencia le enterneció, y el buen hom­
bre me contó una historia terrorífica que nunca
me habría imaginado pudiera tener cabida en
aquel cerebro.

—Hoy ha vuelto—terminó.—Aún la veo,


allí, en mi departamento. Entró por la ventana
dejando un rastro de flores, y se me acercó
hasta tocarme y me tiró de la barba, dicién-
dome: «¿Cuándo acabarás, bruto, animal inco­
rregible?» Y su voz parecía que se quejaba y sus
ojos me miraban con expresión de amenaza que
no puedo olvidar.
—¿Pero quién?
Me miró frunciendo las cejas con un gesto
terrible, y exclamó:
LA SORPRESA 93

—¿Quién? ¿Lo sé yo acaso? ¿Lo sabrías tú?


No, no y no. Es Ella, Ella simplemente. ¿Cómo
podríamos llamarla? ¿Acaso es su voz, voz de
mujer? ¿Tiene su persona apariencia de forma
humana? No... No... ¡Esto será mi muerte!
Se irguió y salió de la celda sacudiendo su
mazo de llaves.
Durante unos minutos le sentí alejarse por
el corredor, tosiendo como un tísico, y aun oí
á ratos el rumor de su bozarrón avinado.

He golpeado el muro, llamando á una com­


pañera de prisión:
—¿Sabes que Paco está nervioso... el viejo
Paco, nuestro amo y guardián?
Ella se rió á carcajadas:
—-Lo sé, lo sé. Ha andado toda la mañana
de celda en celda, contando una historia impo­
sible. Creo que se ha vuelto loco. Es necesario
protestar, porque si nos dejan en sus manos,
nos moriremos de hambre. Esta noche iré á ha­
certe compañía.
El día ha pasado como tantos otros, un día
94 ÁNGELES VICENTE

de prisión, largo, eternamente largo, infinita­


mente largo, lleno de tedio y de malos pensa­
mientos.
Por la noche ha vuelto Paco, y me ha dicho
tranquilamente:
—Vengo á dormir aquí, porque tengo miedo.
Mi celda estaba á obscuras. Paco dejó su lin­
terna en un rincón, proyectando la luz contra
la pared, y se sentó en mi banco. Su actitud
era serena, pero le temblaba la voz.
Yo no sabía qué hacer. Si esta noche—pen­
saba—Petrona encuentra la manera de venir,
como me ha dicho, á hacerme compañía y á
hablar de nuestros planes revolucionarios, Paco
la verá y estamos perdidas...
Busqué el modo de comunicarme con ella.
¡Imposible! Al fin me resigné con lo que pu­
diera acaecer, pero no pude dominar mi inquie­
tud y permanecí con el oído atento al me­
nor ruido, al tic-tac del maldito reloj del to­
rreón, á los pasos de la ronda, que de cuando en
cuando cruzaba los patios vacíos y silenciosos.
—Tal vez no venga—me decía.—Tal vez sí.
LA SORPRESA 95
Y para distraerme y no pensar interpelé á
Paco:
—Cuénteme algo de ella.
—No. Es inútil—me contestó.—Tú no po­
drías comprenderme...
Y se encerró en un hosco mutismo como en
una coraza impenetrable.

La proximidad de aquel hombre misterioso,


que no quería hablar, que tenía miedo y pedía
protección como un niño, excitaba aún más mis
nervios.
De pronto se levantó del banco, y se puso
en acecho.
—Es Petrona que viene—pensé.—Ahora la
descubrirá y estamos irremediablemente per­
didas.
Retuve la respiración. Las sienes me marti­
lleaban, como si fuesen á estallar.
Me pareció oir un leve ruido... No había
duda, alguien se acercaba: en el corredor cru­
jía el piso tenuemente bajo el paso furtivo y
lento de alguno que no quería ser oído... Al fin
96 ÁNGELES VICENTE

todo quedó en silencio... ¿Habría sido una alu­


cinación?... Pero no, ¡una llave acaba de pene­
trar en la cerradura!... ¡la puerta cruje!... ¡se
abre!...
En el negro hueco aparece una sombra larga,
blanca, misteriosa... No habla y permanece in­
móvil, tratando tal vez de orientarse en las ti­
nieblas. Es Petrona. Mi ansiedad no tiene lími­
tes: ¡estamos descubiertas! Mas no es así: Paco
ha retrocedido asustado, corriendo de un lado
á otro con desesperación, tentando las paredes
como si buscara un hueco donde esconderse, y
se ha guarecido lleno de espanto en el ángulo
más lejano y obscuro, suplicando por todos los
santos y por todos los demonios que lo dejen
en paz, que no lo torturen más, que él no ha
hecho mal á nadie...
Mi compañera de prisión, que se había dete­
nido aterrorizada, se recobra al darse cuenta de
la situación, avanza un paso resueltamente,
coge la linterna y enfoca en un círculo de luz
vivísima al aterrorizado guardián, que temblo­
roso, suplicante, con la faz desencajada y los
LA SORPRESA 97

ojos desmesuradamente abiertos, arroja las lla­


ves y gana la puerta de un salto, desaparecien­
do en las negruras del corredor.
Petrona me abraza nerviosamente, y reco­
giendo las llaves me arrastra consigo:
—No hay tiempo que perder.—me dice—
Acechaba la ocasión de apoderarme de estas
llaves. ¡Ven! ¡Nos esperan! ¡Somos libres!
V nos alejamos en la obscuridad...

7
Historia de árboles.
HISTORIA DE ÁRBOLES

Era una familia como existen hace muchos


siglos: padre, madre é hijos...: un macho, una
hembra y toda la corte de parientes, unos gru­
ñones y otros bromistas. Los abuelos, viejos
álamos rugosos y apergaminados, habían muer­
to bajo la segur de los leñadores.
La familia vegetaba mansamente, según el
viento, el tiempo y la gracia de Dios, gracia
muy relativa porque, en opinión de los fisiócra­
tas, la Naturaleza sabe siempre lo que se hace...,
aunque esto no sea cierto.
Vegetaban tranquilos. Después vinieron los
amores.
Un día, la hija, una alamita, lozana y gigan­
102 ÁNGELES VICENTE

tesca, de tronco desnudo y esbelto como de


plata, se encontró llena de retoños en su alegre
despertar primaveral.
El amante fué otro álamo, viejo bonachón,
rugoso y calvo, de esqueleto huesudo y algo
contrahecho; una especie de Don Juan, barbu­
do y panzón.
El idilio entre el álamo libertino y la bella
alamita, floreció bajo los mejores auspicios. De
noche, al sereno, á la luz de las estrellas, se en­
viaban los ruiseñores mensajeros, éstos gor­
jeaban, y ellos susurraban cariñosamente como
si se desflorasen; parecían cambiar mutuamen­
te largas sonrisas, de esas sonrisas que sabemos
conceder á los que queremos bien, en las cua­
les se esconden tantos deseos más ó menos
culpables.
La culpa es una atribución exclusivamente
humana; en el lenguaje alamesco la culpa no
es más que una frase sin sentido.
De modo que ellos se amaron. Por lo demás,
¿quién podía impedirlo? ¡Aquella unión resulta­
ba tan simpática, que hasta los añosos árboles
HISTORIA DE ÁRBOLES IO3

ajenos á la familia los alentaban con el rumo­


roso ondulamiento de sus venerables cabelleras!
Era una especie de incesto ideal entre un
viejo y una criatura llena de gracia. Pero otro
día, un mirlo negro como la noche plantó su
nido en la alamita.
Tan encantada quedóella de la gracia con que
el mirlo se abandonaba, de la elegancia con que
volaba, que se enamoró de él perdidamente.
El álamo libertino lloró en silencio. El vien­
to se encargó de enjugarle las lágrimas; por­
que el viento es para los árboles consolador y
verdugo.
La alamita también sufría inenarrablemente.
Cada día se hacía más esquelética, se despojaba
de sus hojas, se consumía, pues no encontraba
un lenguaje preciso con el cual poder hablar á
su enamorado. Se contentaba con mecerlo en
sus cien brazos lánguidamente, y lo protegía
del mejor modo posible entre el ropaje de sus
hojas, mientras lloraba desconsolada de verse
incomprendida.
Los días pasaban. Los álamos vivían en un
104 ÁNGELES VICENTE

continuo cuchicheo. Parecían haberse vuelto


seres humanos: quien murmuraba, quien refe­
ría los dichos y las charlas, y no faltaba hasta
quien calumniase.
Una noche el álamo libertino dijo á la alagaita:
—Alamita linda, ¿por qué quieres hacerme
sufrir así? ¿No ves cómo me consumo en lágri­
mas silenciosamente? Los alamitos que han na­
cido de nuestra unión se lamentan sin descanso
de tu abandono... ¿Por qué no quieres volver al
antiguo afecto? Yo te daré todo lo que tú quie­
ras. Te cederé mi parte de sol. Me contentaré
con adorarte en silencio, con no vivir más que
por tus dulces miradas, con poder apenas des­
florarte la cabellera fugazmente sin que tú lo
adviertas, así... como he hecho tantas veces...
Escúchame, alamita linda.
Pero la alamita permanecía impasible y se
derretía cada vez más al canto del mirlo, que
por la mañana saludaba al sol apenas aparecía.
Hasta que un día un cazador cruel mató al
cantarín.
La alamita quedó inconsolable. Y el álamo
HISTORIA DE ÁRBOLES IO5

libertino, entonces que el obstáculo había des­


aparecido, comenzó de nuevo sus lamentos
sentimentales y sus platónicos discursos, de día
y de noche, infatigablemente.
La alamita estaba cansada de oirlo, y para
substraerse al suplicio angustioso de todos los
días condescendió en volver al antiguo afecto;
pero reservándose, como hacen todas las mu­
jeres, el derecho de traicionarlo con el primer
imbécil que la ocasión le presentase, y ésta,
naturalmente, no faltó.
Ahora el álamo libertino callaba y pensaba:
—¡Llegará la hora!
Mientras tanto extendía sus raíces más y más
hacia la alamita, movía el terreno con diligencia
y excavaba con cuidado para poderla abarcar.
Pasáronlos días, los años tal vez, y una noche
espantosa de viento, de huracán, á la entrada
del invierno, el álamo libertino ahogó entre
sus raíces á la alamita... lo mismo que un ma­
rido celoso te habría ahogado á ti, Santa Inge­
nuidad de los cabellos blondos y de los senos
duros como los de Venus Callipigia...
Cuento absurdo.
CUENTO ABSURDO

El problema social fué definitivamente re­


suelto por Guillermo Arides, el anarquista más
terrible y genial de los tiempos pretéritos, pre­
sentes y futuros.
Cultivador apasionado de las ciencias físicas,
había ideado la manera de destruir la humani­
dad en un segundo, utilizando para ello ignora­
dos flúidos interplanetarios, acumulados y diri­
gidos con precisión admirable, mediante un
complicado aparato de su invención. En un
momento determinado oportunamente, queda­
rían aniquilados los hombres y cuantos ani­
males son á él semejantes en su constitución
física. Nadie podría salvarse, á no ser él, Ari-
XIO ÁNGELES VICENTE

des, y los por él elegidos entre sus más adictos


correligionarios de ambos sexos.
Como Arides no había hecho misterio de sus
trabajos, fué detenido y llevado ante el juez.
Pero cuando expuso tranquilamente su proyecto
de aniquilar el mundo, se burlaron de él, le cre­
yeron rematadamente loco y, calificada su lo­
cura de inofensiva, le dejaron en libertad. Sus
mismos amigos llegaron á dudar de su razón,
tal era la magnitud de la empresa. Sin em­
bargo, le secundaban y obedécían, sugestiona­
dos por su persuasiva elocuencia de iluminado.

En tal estado de cosas, llegó el día magno, y


el apóstol y sus elegidos se congregaron en el
amplio laboratorio.
—Hermanos—dijo Arides á sus adictos,—
os he llamado porque ha llegado la hora de
concluir con la tiranía existente, con todos
los privilegios, con todas las infamias. En un
segundo será destruida la obra maléfica de
tantos siglos, y sobre este planeta no quedarán
más habitantes que nosotros, los reunidos en
CUENTO ABSURDO III

este recinto aislado convenientemente. No ten­


dremos ya más leyes que nuestros instintos. A
vosotros quedará encomendada la alta misión
de fundar una nueva humanidad. Nuestra liber-
tad será nuestra dicha...
Todos le escucharon en silencio. Las mujeres
Sentían miedo. Los hombres se mantenían á la
expectativa, incrédulos, pero tampoco exentos
de temor.
Arides continuó su discurso, yendo al mis­
mo tiempo de un lado á otro de su laboratorio
para dar la última mano á sus aparatos. Luego
se volvió á los circunstantes:
—¿Estáis dispuestos?—preguntó—¿Os sentís
desligados del resto de los hombres? ¿Deseáis,
como yo, su destrucción, para que de entre sus
cenizas surja una nueva humanidad libre y
perfecta?
—¡Sí!—contestaron todos, subyugados.
—¡Cúmplase nuestro deseo!—exclamó Ari­
des á su vez, sonriendo beatíficamente, y apro­
ximándose al aparato propulsor, movió una pe­
queña palanca.
112 ÁNGELES VICENTE

Un grito de espanto se escapó entonces á


todos los que le circundaban: la atmósfera se
había inflamado con resplandor vivísimo, y una
violenta sacudida estremeció la tierra.
Arides se volvió á sus camaradas con gesto
triunfante:
—¡Consummatum est!—gritó alzando los
brazos.
Sus compañeros, ya repuestos, le miraron
con estupor. Estaban conmovidos, inquietos,
pero la duda se reflejaba en sus semblantes: ¿era
admisible que la humanidad pudiese ser des­
truida tan fácilmente, en un instante?
Arides lo advirtió:
—¿Dudáis de mi obra?—les dijo;—¿no os in­
dica nada ese silencio absoluto? ¡Escuchad! ¡La
vieja humanidad ha muerto!
En efecto, un silencio de muerte los rodeaba,
no turbado siquiera por el rumor del viento en
aquel día apacible. El rodar de coches y tran­
vías, las voces de los vendedores ambulantes,
el canto de los pájaros, los ruidos todos, armo­
nía complicada de la vida, que momentos antes
CUENTO ABSURDO “3

llegaban en confusión hasta el amplio recinto,


habían cesado.
Un calofrío de terror estremeció á todos.
— ¡Venid á recorrer la ciudad — prosiguió
Arides—y os convenceréis!
Le siguieron consternados.

Las calles y las plazas estaban sembradas de


cuerpos rígidos, inertes. Los tranvías habían
descarrilado por falta de dirección, un automó­
vil se había estrellado contra un muro, otro
había volcado y las ruedas seguían girando al
aire vertiginosamente... Algunos transeúntes se
mantenían de pie, inmóviles. Ismael, el más jo­
ven de los sobrevivientes, tocó á uno de estos
cadáveres, y lanzó un grito de horror al verle
desplomarse pesadamente.
Arides se sonrió y los animó á continuar la
marcha.
Entraron en las tiendas y en las casas que en­
contraron al paso. La escena se repetía: por
todas partes aparecían cuerpos rígidos, inertes,
unos que habían caído y otros que conserva-
8
II4 ÁNGELES VICENTE

ban la posición en que los sorprendiera la ca­


tástrofe. En las tiendas, comerciantes y vende­
dores, se mantenían agrupados en actitudes di­
versas, sonrientes unos, otros graves y flemáti­
cos, como si se dispusiesen á continuar su
charla. En las casas, los moradores parecían
entregados á sus ocupaciones domésticas. A no
ser por los cadáveres que se habían desploma­
do y por la rigidez de los que se mantenían en
actitud vital, se podría aún dudar del cataclis­
mo. Una sirviente se inclinaba ante el fogón.
Una joven planchaba á su lado. En un gabinete
aparecía un señor grave que leía repantigado
en un sillón. En otra estancia preparaba su to­
cado íntimo una dama elegante...
Vueltos á la calle, un cortejo fúnebre, cuyos
acompañantes habían caído unos encima de
otros, les impidió el paso obligándoles á dar
un rodeo:
—¡Son muertos que acompañan á un muer­
to!-—exclamó Arides irónicamente.
No faltaban gentes asomadas á los balcones,
ni manos extendidas de mendigos que pedían
CUENTO ABSURDO “5

limosna sentados contra los muros ó en el qui­


cio de las puertas. Aquí y allá se veían perros
inmóviles en la aptitud de la carrera, avecillas
muertas, coches parados como si el cochero se
hubiera caído del pescante por un resbalón
del caballo... En la puerta de una peluquería
el dependiente del barbero se apoyaba contra
el marco, sonriendo á una modistilla que yacía
tendida sobre la acera...
Al desembocar en una plaza, se vieron for­
zados á detenerse ante una compacta masa de
cadáveres allí agrupados, muchos de ellos de
pie y en actitud expectante como si aún escu­
chasen á un orador silencioso que extendía los
brazos desde un gran balcón.
—Ahí están los huelguistas—observó Arides
—el del balcón es el Alcalde.
Tuvieron que volver sobre sus pasos, y al
doblar una esquina se encontraron con un
grupo de soldados que tal vez se dirigían á la
plaza para reprimir la demostración de los
obreros. Yacían en tierra, fusil en mano, se­
mejantes á un grupo de heroicos combatientes
116 ÁNGELES VICENTE

muertos bajo el fuego enemigo. El oficial que


los mandaba aparecía recostado sobre sus sol­
dados con la cabeza erguida y la espada en la
diestra.
A alguna distancia se levantaba una iglesia
y á ella se dirigieron, penetrando decididos en
el recinto. Un sacerdote se erguía ante el altar.
La luz oscilante de los cirios iluminaba vaga­
mente las caras estáticas y compungidas de
los fieles en plegaria. Arides y sus acompañan­
tes permanecieron allí un rato, curioseándolo
todo. Se habían acostumbrado al espectáculo y
se sentían fuertes ante la general mortandad:
__¿Has visto ese viejo?—dijo uno de los
hombres á su compañera.
__¡Parece un santo!—contestó ella.
__Por eso está mejor en el otro mundo ex­
clamó Arides.—V amos.
Salieron y continuaron su marcha. Calles y
calles se sucedían, y por todas partes se repro­
ducía el mismo espectáculo.
CUENTO ABSURDO II7

—¿Estáis ya convencidos del éxito de mi


obra?—preguntó al fin Arides á sus acompa­
ñantes.
—Si— contestó uno—ya no cabe duda. Pero
ahora lo malo será cuando estos cadáveres se
descompongan. Tendremos una epidemia.
—Todo está previsto. Podría incendiarlo
todo en un momento, pero no es preciso: me
basta mandar la misma corriente por espa­
cio de unos minutos para que todos esos cuer­
pos queden'reducidos á polvo. Vamos á mi la­
boratorio y lo veréis.
Efectivamente, agrupados todos en el labo­
ratorio, hizo Arides funcionar su aparato du­
rante unos minutos. Después volvieron á reco­
rrer la ciudad.
El aniquilamiento era completo. Allí, donde
habían estado los cuerpos, sólo quedaban mon­
tones de trapos.
Arides dirigió entonces á sus camaradas un
largo discurso, diciéndoles que se instalasen
donde quisieran é hicieran lo que les diera la
gana, de acuerdo con sus doctrinas; que todo
118 ÁNGELES VICENTE

era de ellos, y que á ellos les tocaba iniciar


una nueva generación libre y feliz.
—Aprovechad cuanto encontréis á mano—
terminó- -pero no amontonéis dinero, pues que
ya no ha de serviros para nada. |La tierra es
nuestral
El grupo se disgregó después de breve deli­
beración, husmeando cada cual un acomodo,
con arreglo â sus gustos, y Arides se volvió
satisfecho á su casa, llevando consigo á la com­
pañera elegida.

La nueva sociedad se había instalado y mul­


tiplicado á su gusto, no sin algunas contiendas
por el reparto de las cosas y por las mujeres,
aun cuando Arides había procurado evitar
disgustos.
Las luchas más serias se suscitaron cuando
tuvieron que comenzar la fatiga de labrar la
tierra en vista de que las provisiones se iban
acabando. No tardaron, por último, en apare­
cer la ambición y el orgullo con su séquito de
CUENTO ABSURDO Hg

envidias y rencores, y como consecuencia la


lucha del hombre por tiranizar al hombre, en
la cual llevaron la peor parte los humildes y
los débiles. Parecía que la Naturaleza se com­
placía en imponerse á aquellos rebeldes que ha­
bían querido burlarla.
Las doctrinas de Arides ya no tenían eco.
Había luchado Arides para establecer la
nueva sociedad con arreglo á su ideal, pero es­
taba cansado: veía lo inútil del empeño; presen­
ciaba apenado el resurgir de los instintos más
brutales entre aquellas criaturas libres que no
comprendían que al pretender tiranizarse se
convertían en esclavos; había tenido necesi­
dad de imponerse y sabía que le obedecían
por miedo, que ya no era un hermano para sus
compañeros sino un enemigo, y que él mismo
veía otro enemigo en cada uno de ellos... y se
arrepentía de su obra.

Una noche, reunidos todos en torno de Ari­


des, discutían como de costumbre:
—Yo ya no os aconsejo nada.—decía Ari-
120 ÁNGELES VICENTE

des, contestando â una interrogación — Vos­


otros pretendéis establecer de nuevo las pasa­
das costumbres, no queréis vivir en paz, estáis
llenos de ambiciones, rompéis con nuestra tra­
dición empezada ayer, restablecéis la propie­
dad, hacéis que nuestras ansias de perfección
sean vanas, continuáis la historia bárbara y
despiadada de cien siglos de servidumbre y
de mando, y deseáis transmitirla á vuestros
hijos...
—La culpa la tiene éste—exclamó uno—
pues se empeña en apropiarse todo lo bueno
que encuentra á mano. ¡Como que se ha insta
lado en un palacio y no deja entrar á nadie!
—¡Ese palacio es mi casa!—repuso el incul­
pado.—¡Me lo he apropiado como tú te has
apropiado otras cosas, y allí no entrará nadie
porque tengo perfecto derecho á vivir en paz
y como me acomode!
—Yo protesto—manifestó otra.—de las mo­
lestias que me impone Manlio. Se empeña en
que yo he de ser su criado, todo porque él es
más ilustrado y más inteligente que yo.
CUENTO ABSURDO 121

—¿Y qué harías tú, bruto imbécil, si yo no


te guiase?—gritó Manlio.
—Lo malo está—dijo Ismael—en que el tra­
bajo se reparte mal, porque no todos tienen la
misma voluntad de trabajar. ¡Si yo produzco
diez, quiero mis diez!
__S¡ tú produces diez—contestó Manlio
debes conformarte con uno y recoger los otros
nueve de la producción de los demás.
__Pero si los otros no producen como diez ó
la producción es inferior ó á mí no me hace fal­
ta, siempre saldré yo perdiendo en el reparto
porque produzco más. Ahí está Sixto que le
da ahora por ser poeta: ¿voy yo á darle parte
del producto de mi trabajo á cambio de unos
versos, que á mí no me sirven para nada y que
ni siquiera sé, ni me importa, si son buenos ó
malos? ¡Eso no es trabajo!
—Yo, por mi parte—interrumpió Esther, la
más bella y codiciada de las sobrevivientes—
deseo separarme de mi compañero Honorio.
__^Por qué!...—exclamó Honorio con mirada
centelleante.
122 ÁNGELES VICENTE

—En uso de mi derecho. Arides ha dicho que


todos somos libres.
—[Di que has perdido la cabeza al verte tan
obsequiada por todos!
—¡Eso es verdad!—asintió Aciscla con ira.—
A mi hombre lo has trastornado, pero chasco
te llevas si crees que yo lo voy á consentir...
—Tiene razón Esther—observó otro—ella
es libre, y si quiere separarse de Honorio na­
die tiene por qué impedírselo.
—Se separará de Honorio—gritó una voz
varonil—pero no para irse contigo...
—|Eso lo veremos!
—¡Ni con el uno ni con el otro!—exclamó
otra voz.—Esther me ha prometido ser mi
compañera si se separa de Honorio.
—¿Y crees que yo te voy á permitir que me
dejes plantada?...—chilló una voz femenil, vi­
brante de ira.
—¡Soy muy dueño de hacerlo!
—[Aquí no hay derecho sobre nadie!
—¡Pero hay deberes!
—¡Es que Esther parece que se ha propuesto
volvernos locos á todos! ¡Querrá ser la reina!
CUENTO ABSURDO 123

—¡Lo es por su belleza! —gritó Sixto.


—¡Ya viene éste con sus ínfulas de poeta!
—¡No admitimos reyes ni reinas!
—¡Será de quien se la gane!...
—¡Mía! ¡A ver si hay quien se atreva á dis­
putármela!
—¡Yo!
— ¡Y yo!
—¡Y nosotros!...
La confusión fué espantosa, los puños caye­
ron como mazas sobre los rostros irritados, y
las bocas profirieron toda clase de imprecacio­
nes y denuestos.
Arides se impuso con gesto irritado y voz
amenazadora, y los contendientes se fueron
cada uno por su lado, refunfuñando como fie­
ras que sólo esperan la ocasión de destrozar al
domador.

Aquella noche se retiró Arides á su casa más


abatido y desengañado que nunca. ¿De qué le
habían servido tantos años de sacrificio y estu­
dio? ¿Qué esperar de aquellas criaturas tan
brutalmente egoístas? ¿Qué hacer?... Es verdad
124 ÁNGELES VICENTE

que él podía ser el árbitro, el rey, el tirano, lo


que quisiera, imponiéndoseles por el terror,
pero antes que volver al estado de cosas que
tanto había odiado, prefería acabar con todo.
La nueva generación se presentaba con instin­
tos atávicos y tan poco podía confiar en ella.
Su misma compañera le había abandonado...
Se acostó, pero no pudo dormir: con el des­
engaño se había apoderado de él la desespera­
ción, sus nervios estaban crispados y un deseo
insaciable de destrucción lo poseía y lo infla­
maba.
—¡No hay duda!—exclamó al fin saltando del
lecho—el egoísmo, lá crueldad, la ira, la envi­
dia, el odio, los instintos bestiales, son fatal­
mente ingénitos en la naturaleza humana. Debí
pensar en transformar, no á la sociedad, sino
al hombre... ¿Pero está esto en mi mano?... ¿Y
vale la pena de que subsista ese montón de se­
res que sólo piensan en explotarse, oprimirse
y despojarse unos á otros?... ¿No puedo yo ani­
quilarlos? ¿Y puesto que puedo, no tengo dere­
cho á hacerlo?...
CUENTO ABSURDO 125

Se irguió con gesto irritado y mirada iracun­


da, abrió la ventana, contempló durante largo
rato el paisaje á la luz de la luna, como si qui­
siera dar un postrer adiós á la vida, y se dirigió
al fin, á tientas, al laboratorio.
Al penetrar en la amplia estancia se le opri­
mió el corazón: allí estaban sus máquinas mis­
teriosas, los dóciles aparatos á los cuales él ha­
bía considerado como sus más fieles amigos,
pero que también le habían hecho traición: ha­
bía soñado destruir para edificar después, y sólo
le era dado lo primero...
En las sombras, con la certera seguridad del
que maneja instrumentos que le son habituales,
afianzó poleas, ajustó engranajes, estableció
contactos, y asiendo resueltamente la manivela
de un volante lo hizo girar con la energía de
un frenético.
El aire se incendió entonces cqmo si fuese
un gas inflamable, violentas sacudidas agitaron
el suelo con el estridor de monstruoso terre­
moto y la ciudad quedó convertida en inmensa
hoguera...
La derrota de Don Juan.
LA DERROTA DE DON JUAN

Gabinete elegante en una casa-pensión de lujo.—RA­


QUEL, artista célebre por su talento y por su be­
lleza, está sentada frente á la chimenea, al amor del
fuego, cuyas llamas la envuelven en sus reflejos de
oro, y departe con ADOLFO SANTORI, cuarentón
donjuanesco, presumido y jactancioso.

SantoRi.-—¡Es usted una mujer extraordina­


ria! A su lado me siento insignificante, peque­
ño, tan pequeño... que quisiera que usted me
dominase, que hiciese de mí un esclavo... el
instrumento de sus caprichos... no sé... no pue­
do explicarme...
Raquel (irónicamente) — ¿Cómo se entiende
que usted, hombre avasallador, quiera ser do­
minado?
9
ÁNGELES VICENTE
i3°

Santori.—¡Por usted, sí! Otra mujer cual­


quiera ni sería capaz, ni yo lo toleraría... pero
por usted... lo ansio, lo deseo...
x Raquel. — ¿Ha dominado usted á muchas

mujeres?...
Santori [con fingida modestia)—No... ¿Por
qué me hace usted esa pregunta?
Raquel.—Por una curiosidad... me han dicho
que es usted... ¡terrible!
Santori (halagado)—¡Exageraciones!...
, Raquel.—Vamos... me han contado cosas...
* te
que si son verdad... Usted debe haber destro­
zado muchos corazones... y francamente... le
tengo miedo.
Santori [sonriendo)—Todo eso que le ha­
brán contado... son fantasías... bromas de
amigos.
„ Raquel.—No... le estoy leyendo en el alma
que son verdades, de las cuales está usted muy
satisfecho...
Santori [en tono suplicante, acariciándole una
mano)—Raquel... no hablemos de eso... Idable-
mos de usted... de usted sola... Déjeme decirla
LA DERROTA DE DON JUAN I3I

cuánto la amo... cuánto la admiro... cuánto la


adoro...
^Raquel.—¡Ja! ¡jal ¡ja!
Santori.—¿Por qué se ríe usted? ¿Por qué
es tan cruel conmigo? ¿Por qué me hace su­
frir?...
^ Raquel.—Hace un rato deseaba usted que
yo le dominase, ser mi juguete, mi esclavo...
no sé cuántas cosas, ¿y ahora... se queja porque
me río?...
Santori (mirándola apasionadamente y aca­
riciándole el cabello')—No, no me quejo, ríase
de mí si quiere, pero déjeme contemplar esos
ojos de cielo, profundos como el mar, acariciar
estos cabellos, suaves como la seda y relucien­
tes como el oro... Daría la mitad de mi exis­
tencia porque usted me permitiese soltarlos,
esconder mi cara entre ellos, y llorar... ¡llorar!...
pasar así toda una noche... usted dormida, y yo
llorando...
^Raquel.—¿Llorando por sus víctimas? (Ríe.)
Santori.—¡Qué mala es usted!...
X Raquel (soltándose el cabello)—Vamos á ver,
132 ÁNGELES VICENTE

¡llore! ¿A que no es capaz? ¡No le creo á usted


tan artista!...
Santori (desconcertado'}—¡Es usted dema­
siado cruel!
S Raquel.—¿Cruel... porque le complazco?
Santori (tristemente')—Pero de qué manera...
anonadándome con la burla...
Raquel.—No, amigo mío, haciéncroíe^ver lo
ridículo del procedimiento...
Santori (ofendido, pero tratando de disimu­
lar)—¿Ridículo?... ¡No sé por qué! ¿Le parece
á usted ridículo el amor?
«Raquel.—Manifestado en esa forma, sí, no
sólo ridículo, sino vulgar, tonto... (Sonriendo
graciosamente) No se enoje ¿eh?
Santori.—¿Enojarme?... ¡Oh!...
Raquel.—¡Me placel Así podré serle franca.
De otra manera, me obligaría á seguirle la co­
rriente, como hago cuando las convenciones ó
las necedades ajenas me lo imponen, y para
mis adentros me río...
Santori.—¿De modo que hasta ahora se ha
burlado usted de mí?
LA DERROTA DE DON JUAN 133

Raquel.—¿Y qué otra cosa podía hacer, mi


terrible amigo? Ha empleado usted conmigo,
el mismo sistema que emplearía probablemente
para seducir á una modista... ¿Cree usted que
á una mujer de talento se la conquista de esa
manera? Es decir, ni de esa, ni de ninguna.
Una mujer de talento, consciente de sus actos,
se entrega á un hombre porque sí, porque así
le place... en un momento de... aburrimiento,
de... curiosidad... Por cualquier razón, menos
por haber sido conquistada. El conquistado es
él, el hombre, siempre el hombre, que en su
afán de tiranizar se convierte en el más infeliz
de los esclavos, no bien tiene que habérselas
con una mujer medianamente avisada.
Santori.—Tiene usted unas ideas... descon­
certantes.
Raquel.—Serán desconcertantes... pero son
verídicas. ¿Cree usted que llamándome guapa,
y diciéndome que está loco de amor... va usted
á conquistarme?... ¡No se haga ilusiones!... En
primer lugar, la hermosura es una de tantas
cosas puramente convencionales. Yo, por ejem-
ÁNGELES VICENTE
13+

pío, puedo ser para usted un ídolo de belleza,


y en cambio para un mogol, un monstruo de
fealdad... ¡Ya ve usted si la cosa es convencio­
nal!... ¡Como todo!... Además, conozco el \ alor
de las palabras, tengo criterio propio, y... es­
pejos.... Por otra parte, me han dicho tantas
veces que soy guapa... que ya, aunque lo fuese,
me tendría sin cuidado, no me interesaría...
por falta de novedad. En cuanto al amor, creo
que es lo único en que estoy de acuerdo con
Schopenhauer: el hombre no es más que un
instrumento de la Naturaleza, y lo único que
ésta le deja libre es la fantasía...
Santori.—¿Entonces usted cree que en el
hombre no hay más que instinto? Vea que eso
está en contradicción con sus ideas casi espiri­
tistas...
^Raquel.—No, no hay tal contradicción. Ante
todo, le diré que yo no soy espiritista... ni dejo
de serlo. Ese afán que tiene el hombre por
propinar calificativos, me hace mucha gra­
cia. Yo... no soy nada, y lo soy todo... En cuan­
to á Schopenhauer, estoy de acuerdo con él
LA DERROTA DE DON JUAN 135

sólo en lo que á la materialidad del amor se


refiere.
Santori.—¿Entonces usted no cree en un
amor sincero... desinteresado... del alma?...
x Raquel.—¡Hombre! desinteresado, no. Más
ó menos sincero... del alma... habría mucho
que hablar...
Santori.—¿Y si yo le probase á usted que
la amo con todo el alma?
x Raquel.—¿Y cómo?
Santori.—¿Cómo?... Dígame usted cómo po­
dría demostrárselo... Pídame usted lo que quie­
ra... el mayor sacrificio... el disparate más gran­
de... Estoy dispuesto á todo...
x Raquel.—También conozco ese registro... ya
desacreditado... de puro conocido. Suele dar
resultado con las burguesas poco ¡lustradas.
Santori.—¿Y no concibe usted que puedan
existir dos almas grandes predestinadas á amar­
se y comprenderse... como las de Eloísa y
Abelardo?..
x Raquel.—¡Las almas predestinadas!... Otro
registro desacreditado... Ese es de efecto sin
136 ÁNGELES VICENTE

embargo con las niñas románticas, lectoras de


novelas por entregas.
Santori (desesperado)—Entonces... enton­
ces... ¿Qué hacer para ser interesante á los ojos
de usted?...
X Raquel.—¿No cae usted en ello? Una cosa
muy sencilla.
Santori (con afán)—¿Cuál?
¿ Raquel.—¿Cuál?... Ser interesante.
"Santori (casi con ira)—¿Y... y yo no lo
soy?
Raquel.—¡Mucho!
Santori (satisfecho)—Ah... ¿y por qué soy
á usted interesante?
xRaquel.—¿Vale ser franca?
Santori.—Desde luego.
vE aquel.—Pues bien, sí, es usted interesan­
te... el más interesante resumen de todas las
vulgaridades amorosas....
Santori (ofendido, poniéndose en pie)—Ra­
quel...
•^Raquel.—No se enoje usted... ¿No le han
dado nunca calabazas?
LA DERROTA DE DON JUAN 137

Santori (después de •vacilar un momento')—


¿Me llamará usted fatuo?
\ Raquel.—|En manera algunal
Santori.—Pues bien, no.
\ Raquel.—Ya veo que soy la primera mujer
inteligente que se ha cruzado en su camino.
Santori (abatido)—¿Es eso desprecio?...
-^ Raquel (compasiva, tendiéndole la mano)—
No, Santori...
Santori (cogiéndole la mano y cayendo de ro­
dillas)—Raquel... pues si usted me aprecia,
si es usted una buena amiga mía, si está us­
ted por encima de las convenciones vulgares
y hay en usted un corazón bondadoso, tenga
usted un rasgo, un arranque, algo en que yo
pueda ver la grandeza de su alma... Y a lo ve
usted, estoy á sus pies, rendido y humillado, y
no es mentira que hay lágrimas en mis ojos...
-v Raquel.—¿Lágrimas? Ese es el último regis­
tro, la última trinchera, pero tampoco da resul­
tado... á no ser con las jamonas sensibles...
Santori.—¡No tiene usted corazón! Sólo así
puedo explicarme su conducta. Dice usted que
x38 ÁNGELES VICENTE

me aprecia, hemos llegado en brevísimo espacio


de tiempo al mayor grado de intimidad, me
acoge usted en su casa á solas, á deshora, sa­
biendo cuánto la quiero... ¿Haría usted esto si
yo no le fuese agradable? Y si yo le soy agra­
dable y nadie le impide quererme ¿cómo expli­
car su resistencia? No, usted no tiene corazón.
Es usted una mujer reflexiva, fría, indiferente...
i Tanto mejor! Yo actuaré de Pigmalión. Ya que
usted no puede amar, no se niegue usted á ser
amada. Torpes han debido ser hasta hoy sus
amadores, honestos tal vez, de esos que creen
que no debe haber diferencia alguna entre el
amor del hombre culto y refinado y el amor del
gañán brutal y tosco... Usted ignora segura­
mente lo que es el amor á la moderna... Yo seré
su iniciador, yo haré estremecerse á la estatua.
—'Raquel.—¡No es usted poco vanidoso!
Santori.—¿Vanidoso? Déjese usted querer y
se convencerá usted de lo contrario; soy de los
que no regatean una caricia... de los que no va­
cilan en bajar la frente ante la mujer á quien
adoran...
LA DERROTA DE DON JUAN I39

__ Raquel (riendo)—¡Nihil novum sub sole'....


Pero en fin... Si es usted tan humilde... Ya que
no en calidad de conquistador... en calidad de
súbdito... (Tendiéndole la, mano) Hasta mañana.
Es tarde.
Santori (incorporándose).—¿Será usted más
generosa?...
— Raquel.—-¿Será usted obediente?...
Santori. -—¿Puede usted dudarlo?
— Raquel.—-Adiós...
Santori.-—Plasta mañana. (Le besa la mano
y sale)
- Raquel (sola, riendo estrepitosamente)—¡A
esto han descendido nuestros burladoresl ¡Po­
bre humanidad!... ¡El feminismo se impone!
El cadáver.
EL CADÁVER

Gerardo estaba recostado entre almohado­


nes, sobre una chaisse-longue.
Era éste un joven de veinticuatro años, del­
gado, pálido. El cabello negro y abundoso le
caía en mechones sobre la frente. Sus ojazos
sombríos, melancólicos, tenían esa expresión
desolada que delata á los enfermos incurables.
Hablaba lentamente con el criado mientras
éste sacaba unas maletas de la habitación:
—Es inútil que metas las medicinas.
—Las dejé sobre la mesa.
—Te recomiendo mis cartas.
—No tema. Las he guardado en la caja de
hierro.
—Dame la llave. ¿Cuánto falta para las siete?
144 ÁNGELES VICENTE

—Veinte minutos.
—El tiempo apremia: salimos á las siete y
cincuenta. ¿Lo has arreglado todo?
—SI, señor.
—Apaga la luz que ya es de día. ¿No habrás
olvidado algo?
—No, señor.
—Abre el balcón. Tengo calor.
—¿No le hará mal, señor?
—No. ¿Me crees tan enfermo?
__¡Oh! No, señor; al contrario; me parece
que ahora está usted mucho mejor.
—Bueno. Vete á buscar un coche y haz que
el cochero te ayude á bajar las maletas. ¿Has
oído?
—Sí, señor.
—Cierra esa puerta. ¡Es extrañol Tenía ca­
lor y ahora tengo frío.
Tosía violentamente y su cara se había cu­
bierto de mortal palidez. Los primeros rayos
de sol penetraban por el balcón.
—Cierra bien todo, y empuja la chaisse-lon-
gue al sol.
EL CADÁVER r45
—¿Así?
—Sí; está bien. Ve adonde te dije.
El sirviente salió, y Gerardo se acomodó nue­
vamente entre los almohadones. Tosía lenta­
mente, á intervalos.

Una puerta se abrió con precaución, y en su


marco apareció una hermosa joven. Vestía una
elegante bata de casa:
—¡Gerardo!...
—¡Lola! ¿Por qué has vuelto?
—¡Calla! ¡Calla! ¡Que no te oigan! He dejado
á Luis durmiendo. No me ha oído salir. Tuve
que trasladar la cama del nene á nuestra habi­
tación, porque no se sentía bien. También duer­
me. ¡Aunque esa criatura tiene un sueño tan
ligero que temo que se despierte!
—¿Por qué no me lo has traído?
—Tuve miedo de Luis.
—¡Pobre Lola! Es una tontería que hayas
vuelto. Podría él... darse cuenta.
—¿Qué quieres? Comprenderás que no po­
día estar en la cama. Hace rato que estoy dan­
10
146 ÁNGELES VICENTE

do vueltas sin poderme dominar. Luis ronca


como una bestia, y esto aumenta mi nervo­
sidad.
—Ven aquí. Siéntate cerca de mí. Dame la
mano. Quiero que seas franca, que me digas la
verdad: ¿amas de veras á este pobre cadáver?
Lola le miró como extrañada de aquella pre­
gunta, y con una voz dulce y velada por la
emoción, le contestó:
—¿Si te amo? ¿Te parece esa una pregunta
para tu Lola? ¡Calla! Tú sanarás para mí y por
mí. Tú no eres un cadáver que anda, como tú
dices, sino un enfermo que se cuidará y que sa­
nará. ¿No es cierto?...
Gerardo sonrió dolorosamente, y Lola, aca­
riciándolo, agregó:
—No te rías de ese modo. Tú te cuidarás y
sanarás. ¿Me lo juras? Porque yo te quiero sano
y fuerte... aunque así, enfermo, te amo más.
—¿Por qué?
—Porque estoy más segura de que eres mío,
completamente mío... Bueno. Ahora te vas por­
que así lo exige tu salud. Nadie sabe nada de
EL CADÁVER 147

nuestro cariño. Luis nada sospecha. Tú me es­


cribes todos los días con la dirección que sabes,
y cuando estés sano... ¡largo! ¡nos vamos lejos!
¡bien lejos! ¡donde nadie sepa de nosotros!
¡donde podamos estar siempre juntos, sin pre­
ocupaciones, sin miedos! ¿Quieres, amor mío?
—¿Si quiero?
—Lo sé, querido. El dudarlo sería...
Gerardo no la dejó terminar la frase, hacien­
do un gesto en que reflejaba su desaliento, su
desesperación por la convicción que teníá de
que todo aquello que Lola le decía era pura
ilusión. Sabía que le quedaba poco tiempo de
vida.
Lola, sorprendida, exclamó:
—¿Qué quieres decirme con ese gesto? ¿Es­
tás loco? ¿Qué te pasa?
—Nada. ¡Es que temo no verte más!
—¿No verme más? ¿Por qué? ¡Vamos, no seas
niño! ¡No digas esas tonterías! ¡Mírame á la
cara! ¡Abrázame, ahora que nadie nos ve! ¡Así!...
¡Bien fuerte! ¡Yo desearía que la vida se detu­
viese en este momento para quedarme siempre
148 ANGELES VICENTE

en este estarlo de beatitud! ¡Ahí ¡Tú no sabes


cómo me sofoca y me fastidia la compañía de
Luis! No le puedo soportar. Cada día le odio
más. Su positivismo me horroriza. Se ha acos­
tado á las tres. Estuvo toda la noche en su es­
tudio; le sentí ir y venir y hablar solo, como un
loco, en alta voz. Apenas se acostó, se durmió
como una bestia satisfecha.
- —¿Qué quieres? Es un hombre estudioso y
se debe á la ciencia.
—|Qué me importa su ciencia!... cuando no
es nadie para mí... Así me obliga...
Gerardo la rechazó como sacudido por una
corriente eléctrica:
—Es decir que me has amado porque... Sin
esta circunstancia... á estas horas... ¡Déjame!
¡Déjame!
—No. No. ¿Qué te he dicho? ¿Estás loco? Soy
tuya porque... soy tuya.
Quedó inmóvil sin saber qué decir.
Gerardo continuó en tono doloroso y de re­
proche:
—Hace mucho tiempo que en esos momen­
EL CADÁVER 149

tos de tregua, en los cuales hago una síntesis


de mi vida y analizo en mí mismo los senti­
mientos que suscito en los otros, pienso en este
sacrificio tuyo, espontáneo, voluntario. Tú has
amado en mí al ser en disolución. ¿No serás
una pervertida? ¿Por qué me has abierto tus
brazos? Tal vez porque comprendiste que en
ellos me harías vibrar á tu antojo... me senti­
rías morir poco á poco... Dime... ¿por qué me
has matado?
— ¡Basta! No te permito decir esas cosas.
—Otra pregunta... ¿es mío tu hijo?...
—¡Si te oyeran!
—¡Ah! ¿Si me oyeran? ¡Pero, habla! ¡Sácame
de estas dudas que me martirizan, que aceleran
mi muerte!
—¡Te he amado, Gerardo, por ti! ¡Por tu ge­
nio, por tu amor, me has poseído toda! ¡Mi
hijo es tuyo!
—¿Sí? Pues bien, vente conmigo y nos lleva­
mos al nene.
—¿Irme contigo? ¿Y no piensas?... ¿Qué dirán?
¿Y Luis?
ÁNGELES VICENTE
15°
__Lo ves como sólo representas conmigo
una comedia de compasión... 1 odo te preocupa
menos yo...
—No, Gerardo. No es compasión.
__Sí, no es otra cosa. Ahora te repugno con
esta tos que repercute en la habitación como
en un sepulcro. Has venido porque sabías que
estaba peor y sentirías un remordimiento...
_He venido porque te amo desesperada­
mente.
_¡Cómo mientes! ¡Di la verdad! ¡Dímela de
una vez! Necesito hablar claro, ya que sé que
me queda tan poco tiempo de vida, tal vez ho­
ras solamente; quiero que sepas que lo com­
prendo todo, que no me voy enganado como
un niño, sino con la convicción de toda la ho­
rrible verdad. Pronto te quitaré el tormento de
mi existencia que te pesa en el alma como una
maldición...
__¡Ah! No. No digas eso, Gerardo. T. ú te ol­
vidas de lo que yo he hecho por ti. Tú me
echas en cara mi amor, desfigurado en una fic­
ción ridicula.
EL CADÁVER

Lola se echó â llorar. Gerardo cambió de


tono ante las lágrimas de ella, y continuó:
—No. No olvido nada. ¡Si eso fuera asíl...
¡Quítame este peso del alma! ¡No llores! Sabes
que no resisto á tus lágrimas. Yo creo que Luis
sospecha algo...
—No.
—¿Y por qué no me ha querido inocular su
suero? ¿Por qué me manda fuera, lejos... cuando
yo me muero... cuando yo siento que por mo­
mentos me faltan las fuerzas? Estoy preparado
á todo, sé mi ñn, sólo me rebelo á la idea
de deberme ir. ¡Sin embargo!...
Un golpe de tos convulsiva le cortó la pa­
labra.
Lola le presentó cariñosamente una taza de
leche que él rechazó, siguiendo en su idea:
—¿Por qué no me quiere inocular su suero,
si está seguro de la eficacia de su descubri­
miento?
—Espera el resultado de sus experimentos.
—¿Y acaso puedo yo esperar? ¿No me estoy
muriendo?
ÁNGELES VICENTE
i52
—¿Pero no te acuerdas que te lo inoculé yo?
No recuerdas en qué momentos de dicha...
Aquella noche... que te desmayaste en mi bra­
zos...
—[No me lo recuerdes! ¿No habrá sido un he­
roísmo inútil? ¿Si no hubiera sido aquél?
—No pude equivocarme. Lo cogí de su es-

critorio, donde sé que no tenía otros sueros.
—He conservado el tubo como una reliquia.
Lo tengo en el bolsillo. Pero ya no tengo fe en
nada. Quisiera que todo terminase conmigo.
¿Soy egoísta?... Pero los otros son felices. Los
otros viven, yo muero...
— ¡Tú vives y vivirás! ¡Por nuestro amor! Por­
que yo te quiero... sano. Porque tengo la obse­
sión de tu carne, de tu aliento, necesito respi­
rar el aire que tú respiras, quiero todo tu ser...
Te perdono todos tus insultos, porque sé que
el amor no reflexiona... Sé que eres mío, y vi­
virás para mí...
— ¡Ah! ¡Si dependiese de mi voluntad! [Si pu­
diera mandar en mí mismo!...—[Vuelve á tu
fuerza!¡Lejos de ti esa enfermedad!...—¿Pero no
EL CADÁVER I53

ves mi cara? ¿no oyes mi tos? ¿No ves que me


moriría en tus brazos si...
—¡Es una manía la tuya!
—¿Una manía?... Pero Lola, vuélvete á tu
habitación, no te comprometas ya que no quie­
res seguirme. Luis podía despertarse y llamar­
te. ¡Tendría derecho!... En tanto que yo no soy
nadie para estar aquí contigo tan temprano,
habiéndonos despedido anoche. ¡Corre, que me
parece que siento pasos! ¡Adiós! ¡Besa al nene!
—No, te engañas, no viene, seguirá roncando
como un caballo. ¡Dame un beso!
—¿No te doy asco? ¡Pero vete, por favor, que
oigo á Luis!
— le digo que no. Abrázame así... ¡bien
fuerte!
—¡Ah! ¡Me haces daño!

La puerta se abrió con violencia, y Luis pe­


netró en la habitación bruscamente.
Lola con un movimiento rápido se despren­
dió de Gerardo, que quedó como desmayado.
Luis, cruzados los brazos, en medio de la habita-
ÁNGELES VICENTE
354

ción, con calma aparente y sonrisa irónica, dijo:


—¿Estorbo vuestra despedida? ¿Cómo está el
primito querido?
Lola, con voz temblorosa, contestó:
—Mal. Ya lo ves...
—¿Por eso te ha llamado? ¿Eh? Contesta...
—No me ha llamado.
—¿Y tú,—dirigiéndose á Gerardo — no te
vas? ¿Qué haces? ¿Dónde está tu criado? ¿Quién
le dió orden de dejarte solo? ¡Ah! ¡Ah! ¡Te
aprovechas de los momentos oportunos!...
¡Parece que te sientes con coraje!... Te per­
mites...
Lola implorando:
—¡Luis! ¡Por piedad! ¡Piensa en su estado!
—¡Ah! ¿Aún está usted aquí, señora? ¿Quie­
re usted defenderlo? ¿Pretende usted imponer­
me silencio por consideración á su estado? ¿Y
qué consideración se ha guardado él, que cono­
ce su mal, la proximidad de su fin y que no lo
puede eludir, que sabe que usted es madre,
en fin, dígame usted, qué consideraciones ha
guardado él? Vaya, señora, retírese usted á su
EL CADÁVER 155

habitación á cuidar á su hijo y á dar gracias á


Dios porque he sabido dominarme, si no... ¡Va­
ya, vaya! ¡Déjeme usted con éll
Lola se retiró con la cabeza baja, sin decir
una palabra. Luis se quedó mirándola hasta per­
derla de vista, y después de breve pausa se di­
rigió á Gerardo:
—¿Parece que te haces concesiones superio­
res á tus fuerzas?
Gerardo tuvo un acceso de tos, y no pudo
articular una palabra. Luis continuó:
—¿No respondes? ¿Te aprovechas de tu mal
para venir á esta casa á sembrar la desgracia?
¡Eres un miserable! Llevas contigo la ruina, la
putrefacción que viertes gota á gota en tus
novelas; tu obra es una obra lenta de disolución
moral... Pero yo me río de tu arte, de tu enfer­
medad, de tu tos, de ti, de todo... Ya no te
compadezco. Hiciste morir á tu madre á fuerza
de disgustos... ¿Para qué? Para comerte tu he­
rencia en medicinas. ¡Ya ves!
—¡Ah! ¡Luis! ¿Qué cosas dices? ¡Por piedad,
no hables así!
lijó ÁNGELES VICENTE

—¿ Te disgusta la verdad? |Es extraño en una


serpiente como tú!...
—|Ah, Luis! En este momento eres tú la
serpiente...
—¿Yo?—con sonrisa malvada—Y bueno,
sí, y te voy á ir picando despacito hasta que
te acabes de morir, porque tú ya estás medio
muerto. Escucha: tú no conoces la gratitud, no
tienes respeto ni á ti mismo, crees que después
de tu yo no existe nada más, que todos deben
obedecer á tu capricho...
Gerardo, pálido, descompuesto, temblando,
exclamó:
—¡No es cierto! No es...
—Déjame hablar. Sabías que Lola, como to­
das las mujeres, se dejaría ofuscar por un tipo
como tú. Yo lo sospechaba. Ahora tengo la
prueba tangible. Y dime, ¿la quieres mucho tú
á tu primita? Ella debe quererte... desde el mo­
mento en que es una...
—¡No la insultes!
—¿Por qué? Sería gracioso, no puedo decir...
—¡No!
EL CADÁVER !57

—¿Qué derecho tienes para impedírmelo?


¡Vamos á ver!... ¿Qué derecho tienes sobre mi
mujer? ¿Sobre la madre de mi hijo que mañana
podría envenenármelo con los besos que tú le
has dado?...
—¡Basta! ¡Basta! ¡Mátame! No me hagas su­
frir de este modo.
—¿Que te mate? No lo he hecho antes cuan­
do me pude haber dejado llevar por un momen­
to de irreflexión... Sabes que soy frío calcula­
dor, que conozco la responsabilidad y el Códi­
go... ¿Y quieres que lo haga ahora que logré
dominarme, que sé que te estás muriendo, que
te faltan pocos minutos para acabar de una vez?
¿No sabes que ya eres un cadáver que habla,
que mueves la boca porque los músculos se
contraen por sí solos, y emites la voz porque
tus cuerdas vocales tendrán que contar aún
quién sabe cuantas infamias?... Fíjate ya no
puedes moverte... ya empiezas á sentir el frío
de la muerte...
—¡Basta, Luis!
IS» ÁNGELES VICENTE

—No, no basta. Tú debes morir ahora, en


seguida... ¡Muere!...
Gerardo se sentía morir en realidad, las fuer­
zas le abandonaban, un sudor frío corría por
todo su cuerpo.
Comprendía el propósito de Luis, y querien­
do sustraerse á la sugestión de aquella terrible
mirada que le ordenaba morir, exclamó con un
ímpetu de llanto:
—¡No! ¡No quiero morir! ¡No me mates así!
—Sí. Sí, quieres morir, es inútil que te rebe­
les. ¿Por qué lloras? ¿Te sientes ya sin fuerzas?
Es natural. ¡Muere! ¡Muere!
—¡Cobarde! ¡Conoces tu poder y mi debi­
lidad y me matas así para no afrontar el
castigo!
—Sí. ¿Y no te parece que sería estúpido ir á
presidio por un canalla como tú? ¿No te parece
que mi existencia vale más que la tuya? ¡Yo
podría salvarte si quisiera! Pero no quiero, [quie­
ro que mueras en seguida!
—¡Ah! ¿El suero?
—Sí. Mi suero. Me da los mejores resultados:
EL CADÁVER '59

aquel muchacho al que se lo inoculé hace tres


días, está salvado...
—¿Estás seguro? ¿No te engañas?
—No. ¿Por qué esa pregunta?
—Porque yo también sanaré.
—¿Cómo, tú también?...
—Sí, porque me lo inoculó Lola...
—¿Lola? ¡No puede ser! Mi suero lo tengo
siempre bajo llave, te habrá inoculado el suero
antirrábico que tenía en mi escritorio. ¡Ja! ¡Ja-
Asi sanará tu bilis...
Gerardo sacó del bolsillo, temblando, el tubo
que conservaba como una reliquia y se lo dió á
Luis. Este lo miró, y con su sonrisa sarcástica
le dijo:
—Sí. Sí, lo reconozco, es Pasteur; lo tenía
para la hermana del jardinero. ¿Te creías en
salvo? ¡Te engañas! Soy tu amo, te tengo en
un puño como á una mosca. Puedo hacer de ti
lo que quiera. ¡Y por eso morirás, porque yo
quiero que mueras!
—¡Luis! ¡Luis! ¡Sálvame desde el momento
i6o ÁNGELES VICENTE

que lo puedes! Sálvame, para ser más noble en


tu venganza.
—¿Es tu egoísmo el que habla?
—¡Sálvame! ¡Sé más noble!...
—¿Tienes aún el valor de pedirme la vida?
¡Ja! ¡Ja! Ja! ¿Para qué la quieres? ¡No! Gerardo,
¡muere de una vez! ¡Es mejor para todos!...
—¡Qué terrible eres! Te pido que me dejes
vivir unos días solamente para arreglar unas
cosas y publicar un libro que deberá glorificar
mi memoria... Después yo mismo te entregaré
mi existencia...
—Lo haría sólo por amorá la ciencia, pero no
lo hago por el placer de la venganza... Es más
fuerte que yo... ¡Ya ves que prostituyo á la
ciencia! Me sirvo de ella como de una venga­
dora.
Gerardo quedó sin aliento, tosía á pequeños
intervalos, la cara se le volvió aún más pálida,
los ojos se le velaron y continuó hablando
como por una potencia interior:
—¡Ah! ¡Cómo me arrancas el alma! ¡Siento
la muerte en las venas! ¡Te suplico que me
EL CADÁVER l6l

dejes vivir unos días! ¡Sólo por unos días!


Piensa que ante la muerte todos somos iguales.
Olvida un momento que eres hombre. Deja las
miserias humanas á un lado. Piensa que te
debes á la ciencia, que hay un moribundo
que debes arrancar â la muerte, que debes
salvar...
—No, ahora no puedo pensar en eso. Pienso
que al despertarme me encontré solo, que Lola
no estaba á mi lado, que el nene, sentado en su
camita, me dice:—Mamá se ha ido.—¿Tú no
dormías?—le pregunté. — ¿La has visto irse?
¿Por qué no la llamaste? ¿Dónde fué?... Y el nene
me contesta:—Estará con papá Gerardo—por­
que por ironía te llama á ti también papá.—
Me levanto en seguida y vengo aquí, y lo que
hasta entonces era sospecha y por lo cual te
alejaba, se convierte en realidad. Pienso que
amo á Lola, que sin ella no podría vivir y
que después de lo sucedido, los dos no podéis
estar en el mundo; que dejarte vivir ahora
para matarte después y exponerme á ir á la
cárcel, sería estúpido. Así que, ya ves, es inútil,
ii
IÓ2 ÁNGELES VICENTE

debes morir ahora, que ya estás con un pie en


el otro mundo.
—¡Luis! ¡Perdóname! En nombre de tu hijo...
— ¡No le nombres! ¡No eres digno!
Gerardo, con un movimiento de desespera­
ción, exclamó:
—¡Porque no es tuyo!...
Luis le agarró por una muñeca dando un
grito de angustia:
-—¿Que no eS mío? ¡Explícate!
—¡No! No es tuyo. ¿No te has dado cuenta
de que tiene mi mal? ¡Es hijo mío! ¡Y Lola fué
siempre mía! ¡Sólo te pertenece por esa ley
infame del matrimonio indisoluble!... ¡Como si
fuera posible someter el amor á las leyes!...
¡Como si el hombre fuera capaz de dominar
los afectos que mueven su alma!... Como si...
Cayó pesadamente al suelo. El esfuerzo que
acababa de hacer, le había aniquilado total­
mente.
Luis, fuera de sí, hablaba como un loco:
—¿Conque es tuyo?... ¿Conque tiene tu mal?
¿Es posible que yo haya estado ciego, que
EL CADÁVER 163

seas tú el que me devuelve la vista? ¿Y no


quieres morir? ¡Ah! ¡Sí! ¡Ahora mismo! ¡Mue­
re! ¡¡Muere!!
Gerardo hizo un esfuerzo para levantarse,
pero no pudo. Un grito ronco le salió del pe­
cho que parecía estar hueco, luego se puso
rígido. Luis palideció, le cogió por los brazos
y le llamó:
—¡Gerardo! ¡Gerardo!

El criado entró diciendo:


—¡Señor! Es hora.
Luis recobró la calma y dijo al sirviente:
—Ven aquí. Ayúdame â poner á tu amo en
la cama y ve y díle á mi mujer que su primo
acaba de expirar.
INDICE

Pigs.

Los buitres......................................-.................... 9
La risa de la vida................................................... zi
La trenza................................................................. 31
Historia de un automóvil...................................... 4> •
Una extraña aventura.......................................... S3
En marcha.............................................................. 67
Nobleza obliga....................................................... 79
La sorpresa............................................................ 91
Historia de árboles............................................. 101
El absurdo.............................................................. >°9
La derrotade Don Juan. . .................................... 129
El cadáver.............................................................. >43

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