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En un grabado de la serie Los Caprichos del pintor español Francisco de Goya se lee: el
sueño de la razón produce monstruos. Carlos Pérez se atreve a seguir esta ironía, refiriéndose a
la modernidad como “una de las épocas más soñadoras de la historia” (2012, p. 75). Y es que el
frenesí de la defensa de la razón a toda costa justifica actos atroces. Todos quienes se alejasen
de la norma son considerados una amenaza. Es el caso de los locos. Pero, ¿por qué son
perseguidos?, ¿por qué la modernidad le teme a los locos?, ¿qué ve la modernidad en ellos?,
¿cuáles son las consecuencias de este temor?.
En El orden psiquiátrico, Robert Castel (1980) se refiere a la condena social que pesa
sobre el loco, quien no transgrede ninguna ley… pero puede violarlas todas. Más (o menos) que
humano, es pura animalidad. El loco es patético, sin embargo, sumamente peligroso, pues ha
perdido el atributo más precioso: la razón.
La valoración de la razón por sobre todo -incluso lo divino- conlleva una serie de
apreciaciones que surgen en esta época. En la modernidad cobran vital importancia nociones
tales como el control, el orden, la predicción, la estabilidad, lo normal que cobran fuerza al
unísono bajo la bandera de los ideales ilustrados. El loco, en la modernidad, es temido porque
transgrede estos principios con su conducta, presentando alteraciones del comportamiento
respecto de lo considerado normal. Es su conducta lo que resulta aberrante para el mundo
moderno, porque genera desorden -en lo- público de manera directa o indirecta, al oponerse en
sí misma a estos principios. El loco es en sí mismo el némesis del discurso de la modernidad,
siendo una de sus principales amenazas.
En la modernidad, se considera que el principal atributo del ser humano, que nos separa
de los animales, es la razón, que con el discurso cartesiano se torna el elemento decisivo de
nuestra existencia vital humana. Es decir, se es persona en tanto se cumpla con ser racional. Es
más, la única forma de racionalidad con la que se cumple este criterio es aquella aceptada por el
racionalismo moderno (Pérez, 2012). Entonces, la modernidad no halla justificación en tratar a
los locos como personas, ni tampoco lo hace. El loco ha perdido su humanidad, lo que justifica
su cosificación, es decir, ser tratados como cosas. Las consecuencias de esto son su
persecución, el aislamiento, la segregación, el trato inhumano.
Hoy por hoy, los locos siguen siendo perseguidos. Hay trampas en todos lados: los test
psicológicos se usan incluso para la selección de personal laboral o selección de alumnos en
instituciones educacionales. Todo se justifica en que representan un peligro para sí mismos y
para los demás. En una actitud despreciablemente paternalista, acaso nadie se detiene a pensar
que el ser considerado así puede ser motivo suficiente para entrar en grave conflicto consigo
mismo e incluso odiarse por ser culpable en cierta forma de las penurias que les ocasionan a sus
seres queridos (que son tales solo debido a la manera en que la locura “funciona” en la sociedad,
no tendría por qué ser así). Es más, frente a una sociedad que no es sutil en señalar una a una
las formas en que eres una anomalía, que te despoja de tu autonomía, fácil es resentirla. Es un
círculo vicioso. Este círculo vicioso lleva a suministrar medicamentos agresivos a quienes caigan
dentro de las clasificaciones diagnósticos o que incluso presenten síntomas conocidos como
prodrómicos o “alertas”. Esto es una falta ética, una violación a la libertad de los seres humanos,
que lamentablemente es aceptada por el mismo pueblo como válida. Es tiempo de educar, de
enseñar, de comunicar, de denunciar estos crímenes atroces. No existe otra manera para
remediar la situación. No son unos pocos los que sufren estas atrocidades, actualmente las
enfermedades mentales son una pandemia. Hace unos meses leí una entrevista a Allen Frances
(http://sociedad.elpais.com/sociedad/2014/09/26/actualidad/1411730295_336861.html), quien en
su momento fue el coordinador del DSM-IV, actualmente crítico de la industria médica en lo
mental y de la medicalización de lo cotidiano. En ella se refería al DSM-V, mencionando varias
cosas interesantes con las que me encuentro completamente de acuerdo. Hacía un mea culpa,
“convertimos problemas cotidianos en trastornos mentales”. Al construir la cuarta versión del
manual diagnóstico, considerado la biblia de la psicopatología, considera que no fueron lo
suficientemente precavidos al no prever los intereses con que la industria médica junto a las
farmacéuticas utilizarían los criterios diseñados. El modo en que se ha construido el DSM-V,
versión que entró en vigencia en octubre del año antepasado, se organiza en torno al afán de
que ningún paciente se escape de las garras de la psiquiatría, lo que se traduce inevitablemente
en un fenómeno peligrosamente cada vez más común: el sobrediagnóstico. Los efectos de ello,
considero, son espeluznantes. El sobrediagnóstico afecta a millones de personas, usuarios de
los sistemas de salud a los que se les genera la necesidad errónea de medicación. Es
lamentable, pero las consecuencias no se limitan al “simple” hecho de tomar una pastilla, que ni
ha sido cuidadosamente validada para su uso y cuyos efectos nocivos confirmadísimos superan
a los posibles beneficios (Pérez, 2012), sino que impacta sobre la esfera total de la persona, que
pasa a ser un “nuevo caso”. Las consecuencias a nivel social y emocional son devastadoras. La
consecuencia última del sobrediagnóstico es la pérdida de la libertad humana.
REFERENCIAS
Castel, R. (1980). El orden psiquiátrico: la edad de oro del alienismo. Madrid: Las
Ediciones de la Piqueta.