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LA MODERNIDAD, LA RAZÓN Y EL MIEDO A LA LOCURA

Ximena González Torres

La modernidad se legitima empapada en sangre. La era moderna se fundamenta en el


racionalismo, en la excesiva confianza en el pensamiento humano, antes depositada en manos
divinas. Es la llamada era de la razón. Tal como nos invita a contemplar Tomás Ibañez:

Veamos ahora la dimensión cultural de la modernidad, o, si se quiere, el discurso de la


modernidad. Es un discurso que encuentra en la figura del filósofo René Descartes uno de
sus puntos de arranque más potentes. El famoso "pienso, luego soy" encierra un elemento
clave del discurso de la modernidad. En el "pienso, luego soy" vemos cómo la
fundamentación última del ser, de mi ser, radica en mi facultad de razonar y de ser
consciente, de este proceso de razonamiento. Con Descartes, con el "pienso, luego soy",
se empieza a instituir la razón como el elemento clave del discurso moderno (1996, p. 63).

Toda la Filosofía de la Ilustración se esmera en acentuar cada vez más la centralidad de


la razón, estructurándose como el elemento central cartesiano decisor del yo hasta impregnarse
del sublime discurso que la establece como condición sine qua non de las ideas e ideales
ilustrados: libertad, progreso y emancipación (Ibañez, 1996). Es la razón el pilar fundamental de
toda la estructura moderna, pues articula su discurso:

La razón conlleva, en sí misma, estos otros elementos o por lo menos su condición de


posibilidad. La razón es la condición de posibilidad de la libertad, del progreso, de la
emancipación. El incremento de racionalidad acarrea consigo, de forma intrínseca, un
incremento de libertad. El incremento de la racionalidad, trae consigo la posibilidad y la
manifestación del progreso social, la razón es, sencillamente, emancipadora, y esto va a
ser una pieza clave del discurso de la modernidad o del discurso legitimador de la
modernidad (Ibañez, 1996, p. 64).

En un grabado de la serie Los Caprichos del pintor español Francisco de Goya se lee: el
sueño de la razón produce monstruos. Carlos Pérez se atreve a seguir esta ironía, refiriéndose a
la modernidad como “una de las épocas más soñadoras de la historia” (2012, p. 75). Y es que el
frenesí de la defensa de la razón a toda costa justifica actos atroces. Todos quienes se alejasen
de la norma son considerados una amenaza. Es el caso de los locos. Pero, ¿por qué son
perseguidos?, ¿por qué la modernidad le teme a los locos?, ¿qué ve la modernidad en ellos?,
¿cuáles son las consecuencias de este temor?.
En El orden psiquiátrico, Robert Castel (1980) se refiere a la condena social que pesa
sobre el loco, quien no transgrede ninguna ley… pero puede violarlas todas. Más (o menos) que
humano, es pura animalidad. El loco es patético, sin embargo, sumamente peligroso, pues ha
perdido el atributo más precioso: la razón.

La valoración de la razón por sobre todo -incluso lo divino- conlleva una serie de
apreciaciones que surgen en esta época. En la modernidad cobran vital importancia nociones
tales como el control, el orden, la predicción, la estabilidad, lo normal que cobran fuerza al
unísono bajo la bandera de los ideales ilustrados. El loco, en la modernidad, es temido porque
transgrede estos principios con su conducta, presentando alteraciones del comportamiento
respecto de lo considerado normal. Es su conducta lo que resulta aberrante para el mundo
moderno, porque genera desorden -en lo- público de manera directa o indirecta, al oponerse en
sí misma a estos principios. El loco es en sí mismo el némesis del discurso de la modernidad,
siendo una de sus principales amenazas.

En la modernidad, se considera que el principal atributo del ser humano, que nos separa
de los animales, es la razón, que con el discurso cartesiano se torna el elemento decisivo de
nuestra existencia vital humana. Es decir, se es persona en tanto se cumpla con ser racional. Es
más, la única forma de racionalidad con la que se cumple este criterio es aquella aceptada por el
racionalismo moderno (Pérez, 2012). Entonces, la modernidad no halla justificación en tratar a
los locos como personas, ni tampoco lo hace. El loco ha perdido su humanidad, lo que justifica
su cosificación, es decir, ser tratados como cosas. Las consecuencias de esto son su
persecución, el aislamiento, la segregación, el trato inhumano.

Los estigmas de la locura en respuesta al temor se relacionan tanto con el escalamiento


diagnóstico como con la medicalización preventiva. En la actualidad, existe en medicina lo que
se consideran los síntomas prodrómicos. Estos son indicadores “alerta” sobre un posible cuadro
que está en sus fases iniciales o que, concretamente, ocurrirá en “un futuro”. Esto es transversal
a varias áreas de la medicina, entre ellas la salud mental. Es tal el ansia de controlar las
manifestaciones de la locura que estos síntoma prodrómicos de enfermedades mentales sirven
como justificación –incluso socialmente aceptada- de una medicación preventiva. Esto ocurre,
sobre todo, en niños. Las familias de estos niños, en una búsqueda por su bienestar,
lamentablemente llegan a ser cómplices ingenuos de estas atrocidades, tal como confiesa Carlos
Pérez: “los bien intencionados errores de sus padres” (2012, p. 3). Está de más decir que los
fármacos que se utilizan para tratar la epilepsia son los mismos del tratamiento del trastorno
bipolar o incluso esquizofrenia… ¡los mismos! Exactamente los mismos compuestos solo que en
distintas dosis. Todas estas atrocidades se resguardan bajo el alero del control, abominable
principio moderno. Esto ha llevado a la construcción de todo un sistema de salud mental injusto
para quienes supuestamente debe auxiliar, desde que la medicación sea la técnica estándar de
primer uso en trastornos psiquiátricos sin considerar otras posibilidades, hasta la elaboración de
manuales diagnósticos que fomentan el sobrediagnóstico al incluir criterios de manera “ingenua”
o descuidada, sin considerar la influencia de las industrias farmacéuticas ni el modo en que
funciona la industria médica actualmente (Frances en Pérez, 2014).

Hoy por hoy, los locos siguen siendo perseguidos. Hay trampas en todos lados: los test
psicológicos se usan incluso para la selección de personal laboral o selección de alumnos en
instituciones educacionales. Todo se justifica en que representan un peligro para sí mismos y
para los demás. En una actitud despreciablemente paternalista, acaso nadie se detiene a pensar
que el ser considerado así puede ser motivo suficiente para entrar en grave conflicto consigo
mismo e incluso odiarse por ser culpable en cierta forma de las penurias que les ocasionan a sus
seres queridos (que son tales solo debido a la manera en que la locura “funciona” en la sociedad,
no tendría por qué ser así). Es más, frente a una sociedad que no es sutil en señalar una a una
las formas en que eres una anomalía, que te despoja de tu autonomía, fácil es resentirla. Es un
círculo vicioso. Este círculo vicioso lleva a suministrar medicamentos agresivos a quienes caigan
dentro de las clasificaciones diagnósticos o que incluso presenten síntomas conocidos como
prodrómicos o “alertas”. Esto es una falta ética, una violación a la libertad de los seres humanos,
que lamentablemente es aceptada por el mismo pueblo como válida. Es tiempo de educar, de
enseñar, de comunicar, de denunciar estos crímenes atroces. No existe otra manera para
remediar la situación. No son unos pocos los que sufren estas atrocidades, actualmente las
enfermedades mentales son una pandemia. Hace unos meses leí una entrevista a Allen Frances
(http://sociedad.elpais.com/sociedad/2014/09/26/actualidad/1411730295_336861.html), quien en
su momento fue el coordinador del DSM-IV, actualmente crítico de la industria médica en lo
mental y de la medicalización de lo cotidiano. En ella se refería al DSM-V, mencionando varias
cosas interesantes con las que me encuentro completamente de acuerdo. Hacía un mea culpa,
“convertimos problemas cotidianos en trastornos mentales”. Al construir la cuarta versión del
manual diagnóstico, considerado la biblia de la psicopatología, considera que no fueron lo
suficientemente precavidos al no prever los intereses con que la industria médica junto a las
farmacéuticas utilizarían los criterios diseñados. El modo en que se ha construido el DSM-V,
versión que entró en vigencia en octubre del año antepasado, se organiza en torno al afán de
que ningún paciente se escape de las garras de la psiquiatría, lo que se traduce inevitablemente
en un fenómeno peligrosamente cada vez más común: el sobrediagnóstico. Los efectos de ello,
considero, son espeluznantes. El sobrediagnóstico afecta a millones de personas, usuarios de
los sistemas de salud a los que se les genera la necesidad errónea de medicación. Es
lamentable, pero las consecuencias no se limitan al “simple” hecho de tomar una pastilla, que ni
ha sido cuidadosamente validada para su uso y cuyos efectos nocivos confirmadísimos superan
a los posibles beneficios (Pérez, 2012), sino que impacta sobre la esfera total de la persona, que
pasa a ser un “nuevo caso”. Las consecuencias a nivel social y emocional son devastadoras. La
consecuencia última del sobrediagnóstico es la pérdida de la libertad humana.

REFERENCIAS

Castel, R. (1980). El orden psiquiátrico: la edad de oro del alienismo. Madrid: Las
Ediciones de la Piqueta.

Ibáñez, T. (1996). Fluctuaciones conceptuales: en torno a la postmodernidad y la


psicología. Caracas: Universidad Central de Venezuela.

Pérez, C. (2012). Una Nueva Antipsiquiatría. Santiago de Chile: LOM Ediciones.

Pérez, M. (28 de septiembre de 2014). Entrevista Allen Frances: “Convertimos problemas


cotidianos en trastornos mentales”. El País. Disponible en
http://sociedad.elpais.com/sociedad/2014/09/26/actualidad/1411730295_336861.html

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