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A Luisa
INTRODUCCIÓN O ADVERTENCIA
¿Cómo es preciso acercarse a un libro? Como el sol se acerca al ocaso,
tomándose su tiempo y, en la medida de lo posible, disfrutando cómo lentamente
pasa de ser un libro abierto a uno cerrado, pero con la recurrente expectativa de
volverlo a abrir, como un nuevo día, que parece el mismo, pero no es igual.
¿La lectura de un libro implica el diálogo con el mismo? Ya lo dije antes: leer
es como escuchar a través de la vista, pero filosofar al leer es también hablar con
el que se escucha. Al leer, sucede muchas veces que dialogamos con personas
fallecidas, no de unos años a acá, sino de otras épocas, de otras regiones del
vastísimo mundo. Esta afirmación, si bien es breve, implica muchísimas
consideraciones: filosofar al leer es tener que hablar con alguien que usa otro
lenguaje, mediado frecuentemente por una cierta traducción, la cual elaboró un
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intermediario que, cargado de sus prejuicios históricos y particulares, intenta ya no
presentarnos, sino representarnos al autor original, otra manera de decirlo es
¡recreando al original! ¿Entonces sería posible acercarse fidedignamente al texto
original? Nosotros mismos, aún conociendo la lengua de tal o cual poeta, nos
volvemos nuestros propios traductores de una lengua que no nos amamantó. No
obstante, para que haya diálogo debe haber una lengua en común.
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de este ensayo señala), las repercusiones giran en torno a descubrir nuestras
potencias y prejuicios hermenéuticos en tanto que hombres modernos.
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purificación); en cambio, para el otro, era el ritual de la pasión, por medio del cual el
Dios se manifestaba a los hombres.3
LA COMEDIA EN LA ANTIGÜEDAD
Nuestra miopía llamada modernidad nos impide apreciar en su debida dimensión lo
que significó el teatro para un ateniense. Debemos usar la imaginación, conjugada
con la memoria histórica, para acercarnos a su significado.
El contexto de la comedia era, naturalmente, festivo. Pero aquí, una vez más, hace
falta aclarar la disrupción histórica con nosotros. Para nuestra época (salvo
contadas excepciones) la fiesta ha sido separada de su núcleo fundamental: lo
extraordinario, lo divino. Se ha secularizado hasta el punto de la náusea. No es que
el ateniense no estuviera ocupado todo el año en un sin fin de banquetes y
celebraciones panatenáicas, panhelénicas, tribales o de fratría, sino que en ellas,
mantenía presente el rasgo de lo divino.
Nosotros hemos banalizado la fiesta, la hemos separado de sus relaciones con los
ciclos naturales: es muy diferente la alegría festiva del campesino de la del hombre
de ciudad. Aún un espíritu trágico como el Hölderlin alcanzó a vislumbrarla en su
relampaguezco canto Como en un día de fiesta: es el hombre del campo, el hombre
antiguo, el hombre primitivo (en su mejor sentido), el hombre auténtico, aquél capaz
de sentir a los dioses de la naturaleza, de alimentarse con sus gracias y por ello, de
celebrar con gratitud la llegada de la cosecha. En cambio, nosotros, que podemos
3 Mucho, por supuesto, se puede objetar aquí; desde su polémica publicación, las críticas (como
la de Wilamowitz) florecieron enfundadas en afirmaciones como: “¡Acaso el señor Nietzsche nos
viene a explicar, mejor que Aristóteles, cómo entender el teatro griego!” A lo que también se
podría objetar: ¡Bueno!, cabe recordar que, en primer lugar, Aristóteles no fue ateniense; en
segunda, su época es posterior a la representaciones de las grandes comedias y tragedias que
conservamos; y, en tercera, y no menos importante, La Poética, ni siquiera fue escrita por
Aristóteles, sino que son apuntes de sus clases. Estando por demás referir la multitud de
indicaciones y rumores sobre una supuesta parte dedicada a la comedia, perdida ya hace
tiempo, dejemos de lado esta polémica y retomemos el hilo de nuestro discurso, advirtiendo tan
sólo que la comedia en la antigüedad no sólo es mímesis, sino también rito.
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comprar alimentos y bebidas antaño consideradas sagradas, las 24 horas del día,
los siete días de la semana; nosotros que frecuentamos los bares sólo por ser fin
de semana, nada ya nos dice la fiesta sobre la naturaleza y sobre el Dios.
No quisiera entrar en detalles, pues ni me faltan, ni son pocos, pero me parece que
hasta aquí es suficiente para recrear una idea de lo que fue la comedia en la
antigüedad: una fiesta, un ritual, un momento de interacción entre el hombre y lo
divino.
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El blasfemo lapidado, de Gérard Hoet y Abraham de Blois.
Si bien, el griego conocía la blasfemia e incluso por ella se llegaba al fatal castigo,
es a partir de una cultura basada en la exégesis de un libro, en la que el discurso
adquiría aún más el peligro de caer, no sólo en la heterodoxia, sino en la herejía.
Una cultura basada en preceptos como “no jurarás en el nombre de Dios en vano”,
o con una cosmovision que vincula lo divino con la palabra (cf. “Antes que todo lo
primero fue el verbo”); en donde la verdad, el libro y el Dios se sintetizan, y donde
es preciso hacer interpretación, concilio y argumentación para establecer cuál es la
vía correcta de interpretación de la verdad divina; en una cultura tal, había que tener
muchísimo cuidado con lo que se decía, la libertad de expresión tenía límites muy
fijos.
Sin embargo, La Comedia no sólo logró existir y surgir de ése mundo, logró además
afamarse e inmortalizarse: divina entre todas, porque tocaba sobre lo divino. Divina
como lo eran las sagradas escrituras, divina como lo eran esas colosales catedrales
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góticas. Era divina, pero era comedia, era comedia, pero era divina. Si bien para el
griego, lo cómico resulta fácil de relacionarse con lo divino, para una cultura
cristiana, estrujada por la ortodoxia, la relación era peligrosa. Dios no es asunto de
juego, ni de chiste, si se me permite la expresión.
Con Dios no se juega, Cristo no agonizó en la cruz para que hiciéramos mofa de
ello. Peor resultaba hablar enserio. ¿Dante juega o es serio? ¿Juega con lo serio?
¿O juega seriamente?
Ahora, nosotros, como público moderno, como lectores modernos, una vez que
reconocimos y advertimos la distancia que nos separa entre tantas mentalidades,
una vez que distinguimos qué tipo de texto es ¿podemos aventurarnos a
imaginárnoslo? Distinguiéndolo ya hemos comenzado a hacerlo. Al parecer, es
necesaria siempre la imaginación para la reconstrucción histórica. Y como la
imaginación trabaja con eso, con imágenes, la recreación temporal de una obra
siempre está mediada por la analogía con imágenes de nuestro tiempo.
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bagaje histórico, sino principalmente con fe. Es un texto, pese a ser cómico, divino,
por tanto, sagrado. El texto, la obra, el pensamiento plasmado entre rimas y
estrofas, nos pide, para acceder a él lícitamente, no sólo la cuenta de los pies y la
medida del número, sino ir con fe.
¿FE EN QUIÉN?
Leer La Divina Comedia sin fe, es tanto como leer un tratado aristotélico sin
razonamiento: sirve para un carajo. Como lectores modernos, tenemos que afrontar
y superar este problema, pero no aseguro el triunfo para todos. Por otro lado, es un
cierto tipo de fe la que se nos exige: la fe en el Dios cristiano. Pero eso es aún más
difícil de lo que parece pues, la noción de Dios cristiano y de lo que es
auténticamente cristiano, y lo que es auténticamente divino, es problematizada en
la misma obra.
Sin embargo, también es evidente la relación que hay entre éstas verdades y la
verdad natural. Dicha relación quedó explicitada no sólo en el libro, sino que en su
momento quedó bien justificada en La Suma Teológica al disponer la concordancia
entre la ley humana (verdad poética y moral), la natural y la divina.
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Esta relación, para la modernidad resulta extraña pues, uno de sus objetivos es
someter la naturaleza, alterando evidentemente la supuesta jerarquía ontológica
propugnada por el cristianismo. Hasta aquí, parece que el lector moderno es el peor
lector posible de la Divina, por el simple hecho de ser ateo, pragmatista, y con un
sentido de lo poético atrofiado, y por todas las demás consecuencias que se
desprenden de esto.
No obstante, usemos las ventajas que nos quedan: que el horizonte histórico de la
modernidad es incomparablemente más amplio que el de cualquier otra época, aún
y con que la antigüedad contara con las cronologías dinásticas egipcias y babilonias
perdidas en el incendio de la Biblioteca de Alejandría.
Al final de cuentas, la interpretación no sólo funciona para conocer mejor algo, sino
además, para conocernos mejor a nosotros mismos. La interpretación es entonces
como el sentimiento, el cual, a diferencia de la mera sensación, no sólo nos informa
de cómo sea el mundo, sino de cómo nosotros somos en el mundo. Visto desde
esta perspectiva, el problema del texto originario, así como de su efectivo lector
originario (es decir, aquel a quien estaba destinada primeramente la obra, el lector
idóneo), quedan, sino desvalorizadas, sí subordinadas a una cuestión mayor:
conocernos. Pues ¿qué peor ignorancia existe que el enajenamiento de nosotros
mismos? Porque aún sumergidos en el mar del mundo, en el río de la erudición y
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del autor, nuestro interior permanece completamente seco si no bebemos de
nuestros propios manantiales.
Basta recordar el libro segundo de los Macabeos, en los que la comunidad judía
ortodoxa de Jerusalén invitaba a sus hermanos heterodoxos, los judíos de
Alejandría, a que celebraran las fiestas del Janucá, en las que se conmemoraba la
victoria de Judas Macabeo, “El Martillo”, contra griegos y romanos, pueblos
perversos, que les recuerdaban a aquellos aniquilados en Sodoma y Gomorra.
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Mientras para el griego, la homosexualidad era un mecanismo social por el cual se
estrechaban los vínculos entre los ciudadanos, con el fin de evitar traiciones y
cobardía en la guerra (pues uno es más valiente si protege a quien ama), para el
cristiano, era no sólo una perversión contra la naturaleza, sino que consecuencia de
este desorden, también se echaba a perder la sociedad entera.
Para el griego, la homosexualidad era –en términos generales– una posibilidad más
en el ejercicio del placer, del erotismo. Ello en nada mermaba la progenie, pues
tenían bien diferenciadas las diversa esferas de lo social. Sexualmente hablando,
tener relaciones eróticas con un congénere no era más que ampliar el abanico de
posibilidades, no reducirlo, pues la homosexualidad no suprimía la
heterosexualidad. Además, sabían que la sexualidad no lo es todo en las relaciones
sociales.
Un ciudadano ateniense, por ejemplo, sabía que podía tener sólo tres tipos de
relación con una mujer: a través del matrimonio (para asegurar la descendencia
legítima), del concubinato o esclavitud (para realizar las labores domésticas) y de la
prostitución (para satisfacer los deseos sexuales). Sabía que a estas se limitaban
porque surgían, a su vez, de tres necesidades naturales.
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ARISTÓTELES. (2012). Política. p.2. México: Bibliotheca Scriptorum Graecorum et
Romanorum Mexicana
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al igual que la heterosexualidad, y como consecuencia, la homosexualidad carece
de fundamento natural.
En este punto quisiera señalar que apreciamos al diálogo platónico como una
exposición completa de diferentes puntos de vista en el que, no obstante, detrás de
todos se encuentra una unidad de lo que podríamos denominar “platonismo”. Dicho
de otro modo, la doctrina platónica no se encuentra sólo en la opinión del personaje
Sócrates, sino que depende de la conjugación de la totalidad de personajes.
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en la medida en que es una alteración del orden social y natural, es también un
atentado contra el orden divino.
Su comportamiento sexual no sólo atentó contra sí, sino también, contra su familia
y, en consecuencia, contra el orden social. Esto no sólo por su cobardía, sino
porque además, para cada cobarde hay un arrojado: la homosexualidad siempre
implica un agente y un pasivo, en el caso del agente, la cobardía es suplantada por
el orgullo, pues no sólo somete a su placer a las mujeres, sino también a los
hombres. Éste mismo orgullo es el compañero de la cobardía de los otros, ambos
unidos en detrimento de la decadente Florencia de Dante. Individuo, familia,
estado, tres niveles en analogía con la ley humana, natural y divina. Hasta aquí el
ejemplo. La práctica homosexual anula la virtud de la valentía, necesaria para la
conservación de la ciudad.
CONCLUSIÓN
Es pues evidente que la modernidad impone una distancia ambigua, susceptible ya
de alejarnos, ya de permitirnos conocer de otro modo, no estoy seguro si mejor, un
texto calificado de divino, y más aún, que nos sirve de pretexto para conocer
nuestros prejuicios históricos, morales y ontológicos.
Uno de los que, por cierto, no deja de llamarme la atención y que no dejaré pasar,
dada la ocasión, (aunque bien pueda verse como un apéndice del ensayo) es el
relativo a la relación entre placer y sufrimiento. Como modernos, resultamos un
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bicho raro pues, racionalmente, resulta “indignante” satisfacerse a partir del dolor
ajeno (por más que en nuestras entrañas nos regodemos). El placer de la crueldad
resulta políticamente incorrecto para una civilización que pregona la paz universal,
pese a la guerra. No obstante, Nietzsche, una vez más, nos refiere en su
Genealogía de la Moral5, cómo incluso hasta en el Quijote, queda plasmada la (no
reconocida por el moderno) tendencia natural a gozar con el sufrimiento ajeno.
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BIBLIOGRAFÍA
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