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LA_EDUCACION_COMO_PROBLEMA

En filosofía suele hablarse de problemas, en la medida en que el pensamiento racional


(el filosófico, pero, en rigor, también el científico) no puede ofrecer respuestas
cerradas que clausuren definitivamente el objeto que esté sometido a estudio.

Por su propia naturaleza, la racionalidad ofrece un intento por clarificar en la medida


de lo posible los términos del problema, eliminando la confusión que sobre él se
proyecta desde las ideologías y el lenguaje común. Pero nunca podrá garantizar una
respuesta que convierta en solución lo que antes parecía un problema. La realidad
misma es, desde esta perspectiva, siempre problemática, siempre sujeta a una
incesante discusión racional, que no concede descanso ni consuelo nunca. Por eso,
nos vemos obligados a hablar del “problema de la educación”, como hablamos del
“problema de la libertad”, del “problema de la existencia de Dios”, del “problema de la
Historia” o del “problema de la Playstation”, que no deja de ser un problema.

Me propongo, por tanto, tratar la educación como problema, como problema filosófico
e histórico, y hacerlo con instrumental técnico y teórico, esto es, no ideológico.

Conviene, antes de nada, recordar el impacto que el problema tiene en el conjunto de


la sociedad, por lo que cuestiones de corte filosófico apuntan, sin embargo, a una
situación que es de emergencia social en estos momentos en las sociedades
desarrolladas, y en España especialmente.

Suele concederse desde distintos ámbitos que existe cierta preocupación por la
educación, incluso un “compromiso con la educación”. Para empezar, habría que
precisar qué se concibe exactamente bajo esa fórmula. Hay palabras que por el peso
de una hegemonía terminológica determinada están revestidas de una aureola casi
taumatúrgica que produce el consenso y la aceptación incondicional en el espectador
en el momento mismo de ser pronunciadas, sin necesidad de más precisiones.
Compromiso es una de estas palabras mágicas. Basta con adjetivar a alguien o a uno
mismo como “comprometido” para ganarse la admiración y el respaldo del que
escucha sin la molestia del trabajo conceptual (“El esfuerzo del concepto”, que diría
Hegel) ni coste argumental alguno. Pero no estaría de más contraponer al empleo
acrítico del término la pregunta filosófica, es decir, mostrar lo vacío que el vocablo está
en el discurso hegemónico y transformar el compromiso, como respuesta cerrada, en
problema abierto, huyendo de su carácter catártico, ése que consiste en generar
aceptación masiva (pletórica). De modo que preguntamos: ¿qué tipo de compromiso?
Y, aun más, ¿compromiso con qué educación? Así pues, no es aceptable la mera
fórmula “compromiso con la educación” sin definir educación.
Remito a mi libro El profesor en la trinchera y a otros textos en los que he precisado la
definición de educación. Pero, atendiendo a lo que en la historia reciente de España se
ha entendido por tal, puede establecerse una tríada axial que ha atravesado, con
diferencias de relieve que habrá que ir acotando, los sistemas educativos triunfantes.
Esa tríada axial (hablamos de tríada porque estos tres ejes se encuentran
necesariamente conectados en función de relaciones que tendremos que precisar y
justificar) estaría formada por el antiintelectualismo, el igualitarismo y la efebolatría.

Entiendo por antiintelectualismo la corriente pedagógica que sitúa lo intelectual o


académico bajo sospecha o, en todo caso, como factor secundario en el proceso de
enseñanza, subordinado a lo ideológico y a lo afectivo, en tanto que ámbitos que se
alimentan mutuamente.

Entiendo por igualitarismo la tendencia a privilegiar una igualdad final (como resultado)
por encima de una igualdad inicial (como punto de partida).

Entiendo por efebolatría la utilización retórica de la mera circunstancia cronológica que


denominamos juventud como valor en sí mismo.

Si se opta por situar lo académico en segundo plano, y dado que todo individuo
psicológico está igualmente dotado de (sometido a) afectos (sentimientos, deseos,
etc.), se tenderá, consecuentemente, a facilitar un igualitarismo, esto es, una igualdad
en los resultados (o indiferencia con respecto a los mismos), una imposición de lo
relativo en la que nadie puede destacar por su esfuerzo e intelecto. Si, además, se
fomenta el componente psicológico sin una formación intelectual que permita una
maduración del sujeto, los alumnos son condenados a una infantilización perpetua en
la que el joven es el protagonista, incluso el agente, del cambio.

En España, la historia de la educación sigue un movimiento pendular de reacción.


Pero, como el péndulo, aunque oscile de un extremo a otro, cuelga de un solo punto
(la tríada axial que acabamos de dilucidar), en la medida en que esas tres
características están vinculadas entre sí, como ya hemos adelantado. La educación en
España ha adoptado, retóricamente al menos, en sus documentos legislativos y
doctrinales, diversas formas, pero ha sido, en general, antiintelectual e ideológica, sin
perjuicio de que los distintos planes de estudios, independientemente del componente
doctrinal, ofrecieran condiciones de formación y exigencia académica muy distintas en
cada caso, si bien también responden a una tendencia paulatina a la reducción del
peso de lo académico (con una significativa pero imparable prolongación progresiva de
la etapa obligatoria y la correspondiente reducción del bachillerato o etapa
postobligatoria). Y, en tanto que pedagogías revolucionarias, han sido efebolátricas. La
actual, en su condición de relativista y demagógica, es igualitaria no selectiva (sí lo
fueron las primeras leyes de la república y del franquismo) y efebolátrica.
Es seguramente el segundo eje de la tríada (el igualitarismo) el que más ha oscilado,
ya que, propiamente, sólo la Logse (aunque con precursores, como la ley del 70, con
Franco aún en vida) ha sido igualitaria, según hemos definido igualitarismo, esto es, la
decisión de desterrar, como un tabú, cuanto pudiera sospecharse próximo a cualquier
tipo de selección.

El hecho que parece decisivo en este asunto es el tránsito de la instrucción a la


educación, entendiendo, en principio, por instrucción la transmisión de conocimientos y
por educación la subordinación de los conocimientos a la formación moral e ideológica
del alumno. Este paso podría situarse históricamente entre las primeras medidas en
materia educativa tomadas por el primer gobierno republicano, a partir de abril de
1931, y el primer plan de estudios del franquismo, en septiembre de 1938, de la mano
de Pedro Sainz Rodríguez, primer ministro de Educación del régimen de Franco. De
hecho, la propia denominación del ministerio cambia en este momento. Pasa a
denominarse Ministerio de Educación Nacional, en sustitución de la denominación de
Ministerio de Instrucción Pública, vigente desde su creación, en 1900. Sin embargo,
conviene recordar que, al menos en el terreno de la aportación teórica, ese paso (de
instrucción a educación) aparece ya formulado por la Institución Libre de Enseñanza,
fundada en 1876 por Francisco Giner de los Ríos:

Como también se comprende al punto que, por su virtud vivificante, haya ido
despertando en las inteligencias la idea de que la educación, no la mera instrucción,
ha de ser siempre el fin de la enseñanza (Discurso inaugural del curso 1880-81 en la
Institución Libre de Enseñanza, por Giner de los Ríos; en Ensayos sobre educación,
Ediciones de la Lectura, 1916, Madrid, Iª parte, pág. 22).

Y Giner es un referente para los responsables pedagógicos del primer gobierno de la


Segunda República, según sus propias palabras. Rodolfo Llopis, director general de
Primera Enseñanza del primer gobierno de la Segunda República, cuenta cómo el
retrato de Giner de los Ríos presidía su despacho en la Dirección General, junto al de
Pablo Iglesias y al de Cossío, discípulo de Giner:
Ya estaba instalado en la Dirección General. Coloqué en el sitio de honor un retrato de
Pablo Iglesias. A su lado, el de don Francisco Giner de los Ríos y el de don Manuel
Bartolomé Cossío. (...) Yo me complacía en decir a todo el mundo lo que significaba
aquel modesto homenaje que me permitía rendir a los tres grandes educadores que
tanto habían contribuido a forjar la conciencia revolucionaria del país. Por eso un
sagaz cronista de Le Populaire, de París, pudo decir, con razón, que en el despacho
de la Dirección General advertía una doble iluminación: la que entraba a raudales por
el ancho ventanal que se abría a la calle de Alcalá y la que constantemente irradiaban
las nobles figuras de Iglesias, Giner y Cossío (Rodolfo Llopis, La revolución en la
escuela. Dos años en la Dirección General de Primera Enseñanza, Biblioteca Nueva,
Madrid, 2005, capítulo I, pág. 21).
Además, otro institucionista, Fernando de los Ríos (sobrino lejano de Giner de los
Ríos), fue ministro de Instrucción Pública desde diciembre del 31 hasta junio del 33.

Y si bien la República conserva el término instrucción en la denominación del


ministerio, explícitamente apuesta por la educación:

El maestro no olvidará nunca que si tiene ante sí en cada niño a un ser a quien ha de
instruir, tiene sobre todo ante sí a un ser a quien ha de educar. El maestro ha de ser
fundamentalmente un educador. Ha de llegar hasta el fondo íntimo de la personalidad
infantil, favoreciendo, ayudando, contribuyendo a que esa personalidad alcance
libremente su plenitud (Rodolfo Llopis, “Circular acerca de la promulgación de la
Constitución de 1931”, en op. cit., capítulo X, pp. 220-222).
También lo hacen el franquismo:
Yo espero que la nueva España sabrá formar hombres con cultura moral y con cultura
intelectual; pero hemos de conceder la prioridad a la formación moral de los elementos
docentes de la juventud (Pedro Sainz Rodríguez, La escuela y el Estado Nuevo, Hijos
de Santiago Rodríguez, Burgos, 1938, p. 13).
Y la Logse:
En esa sociedad del futuro, configurada progresivamente como una sociedad del
saber, la educación compartirá con otras instancias sociales la transmisión de
información y conocimientos, pero adquirirá aún mayor relevancia su capacidad para
ordenarlos críticamente, para darles un sentido personal y moral, para generar
actitudes y hábitos individuales y colectivos, para desarrollar aptitudes, para preservar
en su esencia, adaptándolos a las situaciones emergentes, los valores con los que nos
identificamos individual y colectivamente (Ley de Ordenación General del Sistema
Educativo, Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre de 1990, Preámbulo).
Y, sin embargo, a pesar de que parece vislumbrarse una tendencia general, común a
los tres casos ejemplificados, a coordinar políticamente los sistemas educativos dentro
del engranaje de sistemas gubernativos desarrollados y con un sesgo ideológico muy
acentuado, particularmente en los momentos más críticos (inestabilidad política,
antagonismo social, incluso, guerra civil), hay similitudes significativas en los dos
primeros que no se dan en el tercero, lo cual nos lleva, por decirlo ya, al tránsito de la
educación ideológica o doctrinal al relativismo Logse.

La base teórica de la pedagogía Logse es el constructivismo. Esta corriente consuma


un desplazamiento que conduce a un error conceptual. Este error consiste en trasladar
al ámbito de lo moral y de lo ideológico lo que pertenece al campo de las condiciones
técnicas de la enseñanza. La enseñanza, como técnica que permite la formación
intelectual (y humana, porque lo distintivo del ser humano es su carácter racional),
requiere, como cualquier técnica, unas condiciones materiales sin las que tal actividad
no es posible. Esas condiciones de posibilidad no son, por tanto, morales o
ideológicas, sino técnicas. El silencio en un aula nada tiene que ver con autoritarismo
o despotismo alguno, sino con la imposibilidad material de aprender nada en un
ambiente de ruido, algaradas y frenesí.

Este paso del adoctrinamiento al relativismo se produce porque es el movimiento más


fácil, frente a los obstáculos que representa la filomatía como artificio, del mismo modo
que en física se impone el modelo de Einstein sobre el de Newton, porque el
movimiento elíptico es el más sencillo en un universo curvo y prescinde por tanto de
intrincadas explicaciones de corte más metafísico que físico (como la justificación
kepleriana de la órbita elíptica en función de la imperfección consustancial a la materia
o el recurso newtoniano al éter). En nuestro caso, una normativa concreta ejemplifica
este argumento modélicamente: ante la imposibilidad de repetir más que una vez por
ciclo (Logse, capítulo 3º, art. 22; Proyecto, parte III, §8.13, p. 20), el movimiento más
sencillo es no hacer nada. Así, como en Física, no hay que explicar por qué no se
estudia. Ahora lo que hay que explicar es por qué hay individuos que sí estudian, ante
la evidencia de que no hace falta para aprobar. La dicotomía clásica reaparece en toda
su crudeza: la enseñanza como naturaleza (el optimismo antropológico de Rousseau)
o como artificio (Platón, Locke, el pesimismo antropológico). El resultado patente de
este marco jurídico y social es la tiranía de la adolescencia, ese invento de las
sociedades desarrolladas y de la teología postmoderna (la psicopedagogía), tiranía
que tiraniza al que la padece y a los demás, y, en consecuencia, la infantilización
social o generacional, que deja expuestas a la indefensión a huestes de sujetos sin
más formación que la suministrada por los medios de masas.

Esta confusión que traslada a lo ideológico las cuestiones técnicas tiene como
correlato necesario la confusión que traslada a la enseñanza parámetros políticos que
no pertenecen a ese ámbito: así, se pretende construir una supuesta escuela
democrática en lugar de una escuela técnicamente preparada para propiciar una
sociedad democrática. En este punto, la clave aparece en la forma del mito de una
democracia natural o espontánea, que anidaría en los jóvenes por el mero hecho de
serlo (como en ellos reside también la semilla de la revolución socialista o
nacionalcatólica: efebolatría):
Así, Rusia, desde el primer momento, en medio de sus convulsiones y dificultades,
lanza un grito de guerra, que es su bandera pedagógica. Ese grito perdura a lo largo
de la revolución e informa toda la vida escolar del pueblo ruso. Es el grito de Zinovief,
que dice: “¡Cueste lo que cueste, hay que apoderarse del alma de los niños!” (Rodolfo
Llopis, op. cit., p. 12);
El alma de un niño de la España de hoy, es, pues, más sagrada que el alma de un
hombre y más sagrada que nunca (M. Domingo, La escuela en la República. La obra
de ocho meses. Aguilar, Madrid, 1932, pról., pág. 11);

Radica aquí uno de los hechos más sorprendentes del actual momento histórico-
universal, que consiste, esquemáticamente, en que los hijos han de convertirse en
educadores, en conductores de los padres, porque éstos no alcanzan a percibir las
exigencias providenciales de la nueva época. (...) La juventud es siempre promesa
fecunda, simiente prolífica de nuevas y más justas formas de vida lo saben bien
porque lo dicta el corazón, que no engaña jamás (Adolfo Maíllo, inspector de primera
enseñanza y pedagogo del franquismo, Educación y revolución. Los fundamentos de
una educación nacional, Editora Nacional, Madrid, 1943, pp. 82-83).
Del mismo modo se formula una supuesta igualdad de derechos (no de deberes)
frente a una igualdad de oportunidades (o igualdad de partida).

Si se parte de la base de que se pretende una escuela para una sociedad


democrática, además de definir educación y democracia, habría que preguntarse
cómo es posible, si es que es posible, una enseñanza de calidad que sea
simultáneamente democrática, es decir, no discriminatoria, universal:
La escuela única atiende a estas dos finalidades: extiende la enseñanza a todos y
posibilita la selección por el mérito.
Y:
Una democracia subsiste por las aristocracias del espíritu que ella misma forja, y la
producción de estas aristocracias es imposible y, por consiguiente, imposible la
democracia, si ella no impulsa, facilita y ampara la selección. (...) Instruidos todos, la
selección es un derecho del inteligente y un deber en el Estado que cifre en la
inteligencia la jerarquía (M. Domingo, op. cit., p. 17; cap. III, pp. 97-98).
En este contexto, el papel del profesor (que encarna la función de la sociedad en la
escuela) ha quedado reducido a una función de orden público, por lo que la labor
docente (filomática) ha sido vaciada, imposibilitada, desactivada.

En una escuela pública con semejantes características son los sujetos sin recursos
económicos (condenados a la enseñanza estatal) los que se ven reducidos a mano de
obra barata o sin cualificación, mientras que aquellos con posibilidades materiales
optarán por la escuela privada. Bajo la retórica del progreso, la igualdad y la
solidaridad se condena a los individuos de las clases menos desahogadas a la
ignorancia, la dependencia y la miseria intelectual, humana y social.
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La educación como
problema
En filosofía suele hablarse de problemas, en la medida en que
el pensamiento racional (el filosófico, pero, en rigor, también el
científico) no puede ofrecer respuestas cerradas que clausuren
definitivamente el objeto que esté sometido a estudio.
José Sánchez Tortosa
2009-06-30

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Por su propia naturaleza, la racionalidad ofrece un intento por


clarificar en la medida de lo posible los términos del problema,
eliminando la confusión que sobre él se proyecta desde las
ideologías y el lenguaje común. Pero nunca podrá garantizar una
respuesta que convierta en solución lo que antes parecía un
problema. La realidad misma es, desde esta perspectiva, siempre
problemática, siempre sujeta a una incesante discusión racional,
que no concede descanso ni consuelo nunca. Por eso, nos vemos
obligados a hablar del "problema de la educación", como
hablamos del "problema de la libertad", del "problema de la
existencia de Dios", del "problema de la Historia" o del "problema
de la Playstation", que no deja de ser un problema.

Me propongo, por tanto, tratar la educación como problema, como


problema filosófico e histórico, y hacerlo con instrumental técnico
y teórico, esto es, no ideológico.

Conviene, antes de nada, recordar el impacto que el problema


tiene en el conjunto de la sociedad, por lo que cuestiones de corte
filosófico apuntan, sin embargo, a una situación que es de
emergencia social en estos momentos en las sociedades
desarrolladas, y en España especialmente.

Suele concederse desde distintos ámbitos que existe cierta


preocupación por la educación, incluso un "compromiso con la
educación". Para empezar, habría que precisar qué se concibe
exactamente bajo esa fórmula. Hay palabras que por el peso de
una hegemonía terminológica determinada están revestidas de
una aureola casi taumatúrgica que produce el consenso y la
aceptación incondicional en el espectador en el momento mismo
de ser pronunciadas, sin necesidad de más
precisiones. Compromiso es una de estas palabras mágicas. Basta
con adjetivar a alguien o a uno mismo como "comprometido" para
ganarse la admiración y el respaldo del que escucha sin la
molestia del trabajo conceptual ("El esfuerzo del concepto", que
diría Hegel) ni coste argumental alguno. Pero no estaría de más
contraponer al empleo acrítico del término la pregunta filosófica,
es decir, mostrar lo vacío que el vocablo está en el discurso
hegemónico y transformar el compromiso, como respuesta
cerrada, en problema abierto, huyendo de su carácter catártico,
ése que consiste en generar aceptación masiva (pletórica). De
modo que preguntamos: ¿qué tipo de compromiso? Y, aun más,
¿compromiso con qué educación? Así pues, no es aceptable la
mera fórmula "compromiso con la educación" sin
definir educación.

Remito a mi libro El profesor en la


trinchera y a otros textos en los que he
precisado la definición de educación. Pero,
atendiendo a lo que en la historia reciente
de España se ha entendido por tal, puede
establecerse una tríada axial que ha
atravesado, con diferencias de relieve que
habrá que ir acotando, los sistemas educativos triunfantes. Esa
tríada axial (hablamos de tríada porque estos tres ejes se
encuentran necesariamente conectados en función de relaciones
que tendremos que precisar y justificar) estaría formada por el
antiintelectualismo, el igualitarismo y la efebolatría.

Entiendo por antiintelectualismo la corriente pedagógica que


sitúa lo intelectual o académico bajo sospecha o, en todo caso,
como factor secundario en el proceso de enseñanza, subordinado
a lo ideológico y a lo afectivo, en tanto que ámbitos que se
alimentan mutuamente.

Entiendo por igualitarismo la tendencia a privilegiar una igualdad


final (como resultado) por encima de una igualdad inicial (como
punto de partida).

Entiendo por efebolatría la utilización retórica de la mera


circunstancia cronológica que denominamos juventud como valor
en sí mismo.
Si se opta por situar lo académico en segundo plano, y dado que
todo individuo psicológico está igualmente dotado de (sometido
a) afectos (sentimientos, deseos, etc.), se tenderá,
consecuentemente, a facilitar un igualitarismo, esto es, una
igualdad en los resultados (o indiferencia con respecto a los
mismos), una imposición de lo relativo en la que nadie puede
destacar por su esfuerzo e intelecto. Si, además, se fomenta el
componente psicológico sin una formación intelectual que
permita una maduración del sujeto, los alumnos son condenados a
una infantilización perpetua en la que el joven es el protagonista,
incluso el agente, del cambio.

En España, la historia de la educación sigue


un movimiento pendular de reacción. Pero,
como el péndulo, aunque oscile de un
extremo a otro, cuelga de un solo punto (la
tríada axial que acabamos de dilucidar), en
la medida en que esas tres características
están vinculadas entre sí, como ya hemos
adelantado. La educación en España ha adoptado, retóricamente
al menos, en sus documentos legislativos y doctrinales, diversas
formas, pero ha sido, en general, antiintelectual e ideológica, sin
perjuicio de que los distintos planes de estudios,
independientemente del componente doctrinal, ofrecieran
condiciones de formación y exigencia académica muy distintas en
cada caso, si bien también responden a una tendencia paulatina a
la reducción del peso de lo académico (con una significativa pero
imparable prolongación progresiva de la etapa obligatoria y la
correspondiente reducción del bachillerato o etapa
postobligatoria). Y, en tanto que pedagogías revolucionarias, han
sido efebolátricas. La actual, en su condición de relativista y
demagógica, es igualitaria no selectiva (sí lo fueron las primeras
leyes de la república y del franquismo) y efebolátrica.

Es seguramente el segundo eje de la tríada (el igualitarismo) el


que más ha oscilado, ya que, propiamente, sólo la Logse (aunque
con precursores, como la ley del 70, con Franco aún en vida) ha
sido igualitaria, según hemos definido igualitarismo, esto es, la
decisión de desterrar, como un tabú, cuanto pudiera sospecharse
próximo a cualquier tipo de selección.

El hecho que parece decisivo en este asunto es el tránsito de la


instrucción a la educación, entendiendo, en principio, por
instrucción la transmisión de conocimientos y por educación la
subordinación de los conocimientos a la formación moral e
ideológica del alumno. Este paso podría situarse históricamente
entre las primeras medidas en materia educativa tomadas por el
primer gobierno republicano, a partir de abril de 1931, y el primer
plan de estudios del franquismo, en septiembre de 1938, de la
mano de Pedro Sainz Rodríguez, primer ministro de Educación del
régimen de Franco. De hecho, la propia denominación del
ministerio cambia en este momento. Pasa a denominarse
Ministerio de Educación Nacional, en sustitución de la
denominación de Ministerio de Instrucción Pública, vigente desde
su creación, en 1900. Sin embargo, conviene recordar que, al
menos en el terreno de la aportación teórica, ese paso
(de instrucción a educación) aparece ya formulado por la
Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876 por Francisco
Giner de los Ríos:

Como también se comprende al punto que, por su virtud


vivificante, haya ido despertando en las inteligencias la idea de
que la educación, no la mera instrucción, ha de ser siempre el fin
de la enseñanza (Discurso inaugural del curso 1880-81 en la
Institución Libre de Enseñanza, por Giner de los Ríos; en Ensayos
sobre educación, Ediciones de la Lectura, 1916, Madrid, Iª parte,
pág. 22).

Y Giner es un referente para los responsables pedagógicos del


primer gobierno de la Segunda República, según sus propias
palabras. Rodolfo Llopis, director general de Primera Enseñanza
del primer gobierno de la Segunda República, cuenta cómo el
retrato de Giner de los Ríos presidía su despacho en la Dirección
General, junto al de Pablo Iglesias y al de Cossío, discípulo de
Giner:
Ya estaba instalado en la Dirección General. Coloqué en el sitio de
honor un retrato de Pablo Iglesias. A su lado, el de don Francisco
Giner de los Ríos y el de don Manuel Bartolomé Cossío. (...) Yo me
complacía en decir a todo el mundo lo que significaba aquel
modesto homenaje que me permitía rendir a los tres grandes
educadores que tanto habían contribuido a forjar la conciencia
revolucionaria del país. Por eso un sagaz cronista de Le Populaire,
de París, pudo decir, con razón, que en el despacho de la Dirección
General advertía una doble iluminación: la que entraba a raudales
por el ancho ventanal que se abría a la calle de Alcalá y la que
constantemente irradiaban las nobles figuras de Iglesias, Giner y
Cossío (Rodolfo Llopis, La revolución en la escuela. Dos años en la
Dirección General de Primera Enseñanza, Biblioteca Nueva,
Madrid, 2005, capítulo I, pág. 21).

Además, otro institucionista, Fernando de los Ríos (sobrino lejano


de Giner de los Ríos), fue ministro de Instrucción Pública desde
diciembre del 31 hasta junio del 33.

Y si bien la República conserva el término instrucción en la


denominación del ministerio, explícitamente apuesta por la
educación:
El maestro no olvidará nunca que si tiene ante sí en cada niño a un
ser a quien ha de instruir, tiene sobre todo ante sí a un ser a quien
ha de educar. El maestro ha de ser fundamentalmente un
educador. Ha de llegar hasta el fondo íntimo de la personalidad
infantil, favoreciendo, ayudando, contribuyendo a que esa
personalidad alcance libremente su plenitud(Rodolfo Llopis,
"Circular acerca de la promulgación de la Constitución de 1931", en
op. cit., capítulo X, pp. 220-222).

También lo hacen el franquismo:


Yo espero que la nueva España sabrá formar hombres con cultura
moral y con cultura intelectual; pero hemos de conceder la
prioridad a la formación moral de los elementos docentes de la
juventud (Pedro Sainz Rodríguez, La escuela y el Estado Nuevo,
Hijos de Santiago Rodríguez, Burgos, 1938, p. 13).

Y la Logse:
En esa sociedad del futuro, configurada progresivamente como
una sociedad del saber, la educación compartirá con otras
instancias sociales la transmisión de información y conocimientos,
pero adquirirá aún mayor relevancia su capacidad para
ordenarlos críticamente, para darles un sentido personal y moral,
para generar actitudes y hábitos individuales y colectivos, para
desarrollar aptitudes, para preservar en su esencia, adaptándolos
a las situaciones emergentes, los valores con los que nos
identificamos individual y colectivamente (Ley de Ordenación
General del Sistema Educativo, Ley Orgánica 1/1990, de 3 de
octubre de 1990, Preámbulo).

Y, sin embargo, a pesar de que parece vislumbrarse una tendencia


general, común a los tres casos ejemplificados, a coordinar
políticamente los sistemas educativos dentro del engranaje de
sistemas gubernativos desarrollados y con un sesgo ideológico
muy acentuado, particularmente en los momentos más críticos
(inestabilidad política, antagonismo social, incluso, guerra civil),
hay similitudes significativas en los dos primeros que no se dan en
el tercero, lo cual nos lleva, por decirlo ya, al tránsito de la
educación ideológica o doctrinal al relativismo Logse.

La base teórica de la pedagogía Logse es el constructivismo. Esta


corriente consuma un desplazamiento que conduce a un error
conceptual. Este error consiste en trasladar al ámbito de lo moral
y de lo ideológico lo que pertenece al campo de las condiciones
técnicas de la enseñanza. La enseñanza, como técnica que permite
la formación intelectual (y humana, porque lo distintivo del ser
humano es su carácter racional), requiere, como cualquier técnica,
unas condiciones materiales sin las que tal actividad no es posible.
Esas condiciones de posibilidad no son, por tanto, morales o
ideológicas, sino técnicas. El silencio en un aula nada tiene que ver
con autoritarismo o despotismo alguno, sino con la imposibilidad
material de aprender nada en un ambiente de ruido, algaradas y
frenesí.

Este paso del adoctrinamiento al relativismo


se produce porque es el movimiento más
fácil, frente a los obstáculos que representa
la filomatía como artificio, del mismo modo
que en física se impone el modelo de
Einstein sobre el de Newton, porque el
movimiento elíptico es el más sencillo en un
universo curvo y prescinde por tanto de intrincadas explicaciones
de corte más metafísico que físico (como la justificación
kepleriana de la órbita elíptica en función de la imperfección
consustancial a la materia o el recurso newtoniano al éter). En
nuestro caso, una normativa concreta ejemplifica este argumento
modélicamente: ante la imposibilidad de repetir más que una vez
por ciclo (Logse, capítulo 3º, art. 22; Proyecto, parte III, §8.13, p.
20), el movimiento más sencillo es no hacer nada. Así, como en
Física, no hay que explicar por qué no se estudia. Ahora lo que hay
que explicar es por qué hay individuos que sí estudian, ante la
evidencia de que no hace falta para aprobar. La dicotomía clásica
reaparece en toda su crudeza: la enseñanza como naturaleza (el
optimismo antropológico de Rousseau) o como artificio (Platón,
Locke, el pesimismo antropológico). El resultado patente de este
marco jurídico y social es la tiranía de la adolescencia, ese invento
de las sociedades desarrolladas y de la teología postmoderna (la
psicopedagogía), tiranía que tiraniza al que la padece y a los
demás, y, en consecuencia, la infantilización social o generacional,
que deja expuestas a la indefensión a huestes de sujetos sin más
formación que la suministrada por los medios de masas.

Esta confusión que traslada a lo ideológico las cuestiones técnicas


tiene como correlato necesario la confusión que traslada a la
enseñanza parámetros políticos que no pertenecen a ese ámbito:
así, se pretende construir una supuesta escuela democrática en
lugar de una escuela técnicamente preparada para propiciar una
sociedad democrática. En este punto, la clave aparece en la forma
del mito de una democracia natural o espontánea, que anidaría en
los jóvenes por el mero hecho de serlo (como en ellos reside
también la semilla de la revolución socialista o nacionalcatólica:
efebolatría):
Así, Rusia, desde el primer momento, en medio de sus
convulsiones y dificultades, lanza un grito de guerra, que es su
bandera pedagógica. Ese grito perdura a lo largo de la revolución e
informa toda la vida escolar del pueblo ruso. Es el grito de
Zinovief, que dice: "¡Cueste lo que cueste, hay que apoderarse del
alma de los niños!" (Rodolfo Llopis, op. cit., p. 12);

El alma de un niño de la España de hoy, es, pues, más sagrada que


el alma de un hombre y más sagrada que nunca (M. Domingo, La
escuela en la República. La obra de ocho meses. Aguilar, Madrid,
1932, pról., pág. 11);

Radica aquí uno de los hechos más sorprendentes del actual


momento histórico-universal, que consiste, esquemáticamente, en
que los hijos han de convertirse en educadores, en conductores de
los padres, porque éstos no alcanzan a percibir las exigencias
providenciales de la nueva época. (...) La juventud es siempre
promesa fecunda, simiente prolífica de nuevas y más justas
formas de vida lo saben bien porque lo dicta el corazón, que no
engaña jamás (Adolfo Maíllo, inspector de primera enseñanza y
pedagogo del franquismo, Educación y revolución. Los
fundamentos de una educación nacional, Editora Nacional, Madrid,
1943, pp. 82-83).

Del mismo modo se formula una supuesta igualdad de derechos


(no de deberes) frente a una igualdad de oportunidades (o
igualdad de partida).

Si se parte de la base de que se pretende una escuela para una


sociedad democrática, además de definir educación y democracia,
habría que preguntarse cómo es posible, si es que es posible, una
enseñanza de calidad que sea simultáneamente democrática, es
decir, no discriminatoria, universal:
La escuela única atiende a estas dos finalidades: extiende la
enseñanza a todos y posibilita la selección por el mérito.

Y:
Una democracia subsiste por las aristocracias del espíritu que ella
misma forja, y la producción de estas aristocracias es imposible y,
por consiguiente, imposible la democracia, si ella no impulsa,
facilita y ampara la selección. (...) Instruidos todos, la selección es
un derecho del inteligente y un deber en el Estado que cifre en la
inteligencia la jerarquía (M. Domingo, op. cit., p. 17; cap. III, pp. 97-
98).

En este contexto, el papel del profesor (que encarna la función de


la sociedad en la escuela) ha quedado reducido a una función de
orden público, por lo que la labor docente (filomática) ha sido
vaciada, imposibilitada, desactivada.

En una escuela pública con semejantes características son los


sujetos sin recursos económicos (condenados a la enseñanza
estatal) los que se ven reducidos a mano de obra barata o sin
cualificación, mientras que aquellos con posibilidades materiales
optarán por la escuela privada. Bajo la retórica del progreso, la
igualdad y la solidaridad se condena a los individuos de las clases
menos desahogadas a la ignorancia, la dependencia y la miseria
intelectual, humana y social.
3-
TRIBUNA:

La educación como problema


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ADELA CORTINA

28 MAY 2008

El problema número uno de cualquier país es la educación. Y en el


nuestro el asunto anda revuelto desde instancias diversas que afectan a
todos los niveles educativos, incluida la Universidad. Es tiempo de pensar
la educación y pensarla a fondo.

La LOE deja la puerta abierta para que las comunidades autónomas


recorten horas de materias como la Filosofía, apertura que aprovechan
algunas comunidades como la valenciana para reducir su horario; los
enfrentamientos por la Educación para la Ciudadanía recuerdan el Motín
de Esquilache; Bolonia va a traer una Universidad adocenada, en la que,
por mucho que se diga, la calidad acaba midiéndose por la cantidad.

El número de alumnos se ha convertido en decisivo para determinar la


calidad de una materia o un postgrado, con lo cual no hay lugar para la
especialización. Una cosa es saber mucho de poco, saber cada vez más de
menos y acabar sabiéndolo todo de nada; otra cosa muy distinta, saber
sólo generalidades, porque eso -se dice- es lo que prepara para adaptarse
a cualquier necesidad del mercado.

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Acabamos limitando escuela y Universidad a


desempeñar tareas, no a asumir la vida

Éste es el mensaje de Bolonia, asumido con inusitado fervor por carcas y


progres, y después nos quejaremos del neoliberalismo salvaje.

Los nuevos aires insisten en preparar a los alumnos para desarrollar


competencias tanto en los estudios técnicos como en las ciencias y las
humanidades. El viejo debate sobre si educar consiste en formar o en
informar ha pasado de moda, porque ya sabe cualquier maestro o
profesor que lo suyo es preparar chicos y chicas competentes.
¿Competentes, para qué? Para desempeñar ocupaciones asignadas por el
mercado laboral, claro está.

Por eso, si usted tiene que diseñar un plan de estudios de cualquier nivel
educativo o un postgrado, el apartado más largo y complicado será, no el
que se refiere a los contenidos de las materias, sino el que se relaciona
con las "competencias". ¿Para qué ha de ser competente el egresado?

Competencia es, al parecer, un conjunto de conocimientos, habilidades y


actitudes, necesarios para desempeñar una ocupación dada y producir un
resultado definido. Consulté a un compañero de Pedagogía, excelente
profesional, y, con una buena dosis de ironía, me puso un ejemplo muy
ilustrativo: alguien es competente para hacer una cama cuando sabe lo
que es un somier, un colchón, lo que son las sábanas, se da cuenta de
cómo es mejor colocarlas y además le parece algo lo suficientemente
importante como para intentar dejarlas bien, sin arrugas y sin que el
embozo quede desigual. Era sólo un ejemplo, por supuesto, pero
extensible a actividades más complejas, como construir puentes y
carreteras, elaborar productos transgénicos, hacer frente a una denuncia,
plantear un pleito, curar una enfermedad y tantas otras actividades que
corresponden a quien tiene un puesto de trabajo. Preparar gentes para
que ocupen puestos de trabajo parece urgente.

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Sin embargo, sigue pendiente aquella pregunta de Ortega sobre si la


preocupación por lo urgente no nos está haciendo perder la pasión por lo
importante. Si en la escuela hay que enseñar a hacer tareas como manejar
el ordenador o conocer las señales de tráfico, cosa que los estudiantes van
a aprender de todos modos por su cuenta y riesgo, o si hay que incluir en
el currículum materias de Humanidades, que preparan para tener sentido
de la historia, dominio de la lengua, capacidad de criticar, reflexionar y
argumentar. Que no son competencias para desempeñar una ocupación,
sino capacidades del carácter para dirigir la propia vida. Nada más y nada
menos.

Por otra parte, se insiste, con razón, en que el conjunto de la educación se


dirige a formar buenos ciudadanos, y hete aquí que eso no es ninguna
ocupación, sino una dimensión de la persona, aquella que le permite
convivir con justicia en una comunidad política. No tanto vivir en paz, que
puede ser la de los cementerios o la de los amordazados, sino convivir
desde la justicia como valor irrenunciable. Y para eso hace falta aprender
a enfrentar la vida común desde el conocimiento de la historia
compartida, la degustación de la lengua, el ejercicio de la crítica, la
reflexión, el arte de apropiarse de sí mismo para llevar adelante la vida, la
capacidad de apreciar los mejores valores. Cosas, sobre todo estas
últimas, que no pertenecen al dominio de las competencias, sino a la
formación del carácter.

No es una buena noticia entonces que se quiera reducir la Filosofía en el


Bachillerato, ni lo es tampoco que se pretenda eludir la ética cívica o esa
Educación para la Ciudadanía que debería ayudar a educar en la justicia,
no sólo a memorizar listas de derechos, constituciones y estatutos de
autonomía, que son por definición variables, sino a protagonizar con
otros la vida común.

Por fas o por nefas, acabamos limitando la escuela y la Universidad a


preparar presuntamente para lo urgente, no para lo importante, para
desempeñar tareas y no para asumir con agallas la vida personal y
compartida.

4-

El problema de la educación es el
problema de la sociedad
Justo en estos momentos en que los profesores y las profesoras ponen en la
palestra cómo afecta el proyecto de carrera docente en su tarea educacional y en
sus condiciones laborales, resurgen diversas explicaciones desde los rincones
más apartados de la academia, de las escuelas e instituciones gubernamentales.
Algunos señalan que el problema es técnico, otros dicen que es pedagógico, otros
señalan que el asunto es administrativo, otros que no es más que laboral o
salarial. Teniendo cada una de estas apreciaciones una cuota de razón, a mi
parecer no dan en la centralidad que conecta a todos estos problemas, por lo que
impide reconocer su origen e importancia, imposibilitando ver coherentemente lo
que podemos llamar “una crisis sistemática de la educación”.
Si, porque todo lo anterior es muestra de que la educación está enferma, pero a su
vez denota que nuestra sociedad también lo está. Lo que podemos señalar al
respecto es que el trasfondo de las protestas estudiantiles y de los trabajadores y
trabajadoras de la educación responde a que las actuales propuestas de gobierno
no vienen más que a profundizar el modelo neoliberal expresado, en este caso, en
la educación. Es sabido pero sin ser divulgado masivamente hasta la explosión de
las movilizaciones estudiantiles de 2006 y 2011, que los problemas de la
educación fueron inducidos para desmantelar la educación pública para así
abrirle el paso a la empresa privada, al lucro y la corrupción tal y como la
conocemos hoy en día, mismo proceso que vivimos cada día también en la salud,
las jubilaciones, etcétera.

Por lo mismo, el problema no es sólo de la educación, sino que es mucho más


gran que eso; el problema es de la actual sociedad en donde los derechos sociales
son un negocio, en donde quien posee mayores recursos tiene mejores
expectativas de vida o en fin, evidencia que hoy en día existe un Chile para ricos
y otro Chile para pobres, en donde quien posee más dinero tiene mayores
probabilidades de adquirir mejores “servicios”, olvidando que tanto la salud, la
educación, la vivienda, etcétera no sólo son un derecho, son una obligación social
que hoy no es correspondida.

Esto puede tener diversas explicaciones, pero lo que sí es cierto es que los
problemas sociales que llevan a multitudes a manifestarse en las calles de Chile
no son mera casualidad; hoy existen pobres, endeudados y marginados por que
existen ricos y éstos basan su riqueza en el robo y abuso hacia quienes trabajan
día a día para sostener nuestro país, es decir, hacia los trabajadores y trabajadoras
de Chile, y ante esto ninguna profesión u oficio se salva. Por lo mismo, la lucha
de los profesores y profesoras también es la lucha de los asistentes de la
educación, también es la lucha del padre o madre de cada estudiante de Chile, los
que a su vez son trabajadores y trabajadoras muchas veces explotados, con malos
sueldos, pensiones indignas, abusos patronales, agobio laboral etcétera.
Justamente, estas problemáticas que azotan a los profesores y profesoras y que se
han evidenciado en los últimos meses son los mismos problemas que aquejan a
todas las trabajadoras y todos trabajadores de Chile.

Por lo tanto, el problema de fondo no radica (sólo) en la educación, radica en la


sociedad y en el sistema en que vivimos, en sus desigualdades impuestas por
quienes gobiernan, en sus objetivos políticos, en sus condiciones económicas y
en sus valores negativos que justifican, reproducen y potencian la desigualdad
social que vemos reflejada todos los días en el aula, en las calles y poblaciones
de nuestros territorios. Por lo mismo, futuros y futuras colegas, como estudiante
de pedagogía y futuro profesor, insisto en que hoy sigue vigente esa vieja pero
visionaria frase la que señala que necesitamos “una nueva educación para una
nueva sociedad y una nueva sociedad para una nueva educación”. Esta es la tarea
que tenemos de ahora en adelante: Si queremos cambiar la educación, tenemos
que cambiar la sociedad.
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