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A manos del inglés Robert Boyle se había desarrollado una química mecanicista,
vigente a principios del siglo XVIII. Dentro de la filosofía mecánica, la química se redu-
cía a la física, pues el cambio químico no se consideraba más que el resultado de in-
teracciones mecánicas entre partículas de una materia homogénea y universal, dota-
das de diverso tamaño y figura. Siendo tales partículas inaccesibles a la observación,
dichas configuraciones e interacciones tenían necesariamente un carácter conjetural,
algo de lo que eran bien conscientes sus proponentes. Las configuraciones de las par-
tículas se inducían a partir de las correspondientes propiedades macroscópicas de las
distintas sustancias, y las explicaciones de los cambios químicos eran siempre a pos-
teriori, careciendo de valor predictivo.
Frente a esta conceptualización, estéril a la hora de sugerir nuevos progresos, la
doctrina de Stahl supuso el retorno a la consideración de diversas especies de mate-
ria, distintas desde el punto de vista químico. No se trataba tanto de un rechazo fron-
tal al atomismo, pues los elementos se consideraban formados por partículas indivisi-
bles, cuanto de una especie de cambio de escala: tales partículas nunca se podían en-
contrar aisladas, sino unidas a otras en combinaciones a un nivel químicamente signi-
ficativo o, lo que vendría a ser lo mismo, empíricamente significativo: tales combina-
ciones, y no sus impalpables constituyentes elementales, serían el objeto de indaga-
ción. De ahí, como se ha subrayado en alguna ocasión, el carácter composicional de la
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gran mayoría de definiciones de química en el siglo XVIII. Así, las principales operacio-
nes del químico residirán en el método del análisis y de la síntesis: analizar un com-
puesto resolviéndolo en sus partes, y partir de dichas partes para constituir el com-
puesto (cuadro 21.1).
En esta línea, en la última parte del siglo, Lavoisier definirá al elemento químico
como el último resultado del análisis químico. Como se ha visto en otras áreas del sa-
ber, el análisis constituirá el método de descubrimiento; el de síntesis, el de prueba.
Pero aunque se pudiera decir que la química comparte la metodología de otras disci-
plinas que han alcanzado un alto grado de abstracción, por otra parte se halla entre
aquellas otras más jóvenes que se integran en la física experimental del momento.
Como sucede en estas, hay que recoger y organizar los datos de la experiencia antes
de formar sistemas, hay que determinar qué medir antes de aplicar los métodos cuan-
titativos. No es una simple coincidencia el que Lavoisier introdujese escritos pondera-
bles en el momento en que la física experimental se tornaba cuantitativa —
matemática—.
El método de Lavoisier fue, básicamente, el de la física experimental, consistente
en repetir los experimentos para, probablemente, obtener resultados diferentes, siendo
estas diferencias en los resultados una de las dificultades de la filosofía experimental.
Al mismo tiempo que la escuela inglesa de química declinaba hacia finales del siglo
XVII, la escuela iatroquímica alemana revivía, produciendo la teoría del flogisto. Los
iatroquímicos habían supuesto que las sustancias químicas contenían tres esencias o
principios: azufre, el principio de la inflamabilidad, mercurio, el principio de la fluidez
y volatilidad, y sal, el principio de la fijeza e inercia. Joachim Becher, profesor de me-
dicina en Mainz, modificó un tanto la doctrina iatroquímica, sugiriendo en 1669 que
las sustancias térreas sólidas contenían en general tres constituyentes; en primer lu-
gar, una térra lapida, una tierra fija presente en todos los sólidos, correspondiente al
principio de la sal de los primeros iatroquímicos; en segundo lugar, una térra pinguis,
una tierra oleácea —sulfurosa y oleosa— presente en todos los cuerpos combustibles,
correspondiente al azufre; y en tercer lugar, una térra mercurialis, una tierra fluida
correspondiente al principio del mercurio. Becher sostenía que todos los cuerpos que
eran susceptibles de sufrir una combustión contenían la sulfurosa [azugre => princi-
pio de inflamabilidad] y oleosa térra pinguis que se desprendía de su combinación con
las otras tierras durante el proceso de combustión.
Así pues, el proceso de combustión y calcinación entrañaba la descomposición del
cuerpo compuesto en sus partes constituyentes, a saber, la sulfúrea térra pinguis y la
fija térra lapida en los casos más simples. En teoría los cuerpos simples no podían su-
frir la combustión —no tenía terra pinguis—, dado que las sustancias que contenían
térra pinguis y otra tierra eran necesariamente compuestos. En 1703, Georg Ernst
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Stahl midió a la térra pinguis de Becher el nuevo nombre de «flogisto», siendo éste «el
movimiento del calor» o «el movimiento del fuego», no menos que «el principio sulfúreo»
y «el principio oleoso». Un metal era un compuesto de una cal y flogisto, y cuando el
calor liberaba el flogisto, dejaba la cal. En general, el flogisto era el elemento esencial
de todos los cuerpos combustibles, aceites, grasas, madera, carbón y otros combusti-
bles que contenían cantidades de flogisto especialmente grandes. El flogisto escapaba
de esos cuerpos cuando se quemaban, pasando sea a la atmósfera, sea a una sustan-
cia capaz de combinarse con él, como la cal que formaba un metal. Por tanto, la im-
portancia del flogisto radicaba en sus operaciones: la calcinación y la combustión re-
sultaban ser descomposiciones con pérdida de flogisto, mientras que el proceso inver-
so de reducción suponía una restauración de flogisto. También explicaba la reducción
y la formación artificial del azufre: al quemarse, este producía ácido y flogisto. Así,
Stahl pensaba que el azufre era un mixto que constaba de los principios de la acidez y
de la combustibilidad. Estas explicaciones constituían tanto una teoría como un pro-
grama a seguir con otros principios, como los de acidez o la causticidad. De ahí la in-
fluencia del flogisto y su papel racionalizador en las operaciones químicas.
Dicha teoría de la calcinación y la combustión contenía una buena dosis de las
doctrinas de los primitivos iatroquímicos y de los alquimistas anteriores a ellos, según
las cuales las sustancias en general se componían de materia y espíritu que podían
separarse por procedimientos pirotécnicos, escapándose el espíritu de la materia
cuando la sustancia se sometía al calor. A lo largo del siglo XVI se había puesto de ma-
nifiesto en muchos casos, especialmente en la calcinación de los metales, que los resi-
duos de materia o «cuerpos muertos», como se los denominaba, eran más pesados que
las sustancias originales. El fenómeno se explicaba suponiendo que los espíritus de
las sustancias carecían de peso o incluso que poseían una ligereza positiva, de modo
que las sustancias se tornaban más pesadas cuando perdían su parte volátil o espiri-
tuosa.
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Si una sustancia compuesta con otra se ve más atraída por una tercera, entonces
se disociará de la anterior y se combinará con ella. Por otra parte, Newton estableció
una jerarquía de partículas con diversos niveles de composición. Las partículas míni-
mas se unirían formando otras de «primera composición»; estas, a su vez, formarían
otras de «segunda composición», y así sucesivamente.
Para los newtonianos se justificaba así el vago concepto de afinidad en términos de
interacciones a distancia de corto alcance. Pero estas fuerzas debían explicar el carác-
ter selectivo —a diferencia de la gravedad, que era uniforme— de las combinaciones
químicas, carácter que no era aparente en la actuación uniforme de la gravedad. Hubo
quienes, como el conde de Buffon, en su Historia natural (1765), pensaban que la
atracción química seguía la misma ley que la gravedad, siendo modificada por la di-
versa forma de las partículas que intervenían en la reacción. Boscovich también de-
fendió la existencia de una ley de fuerzas universal, en este caso con alternancias de
atracción y repulsión a distancias cortas, alternancias que suponían la existencia de
«puntos neutros» donde no se producía atracción ni repulsión, que daban cuenta así
de la estabilidad de las combinaciones químicas. Las afinidades químicas las intentó
explicar considerando que, al unirse los átomos para formar partículas de diverso ni-
vel de composición, estas, por su disposición geométrica, presentarían una polaridad
que haría que se combinasen en configuraciones determinadas. Freind hizo intervenir
la «textura» y densidad de las partículas, apuntando hacia una especifidad de orden
químico de las fuerzas de atracción de corto alcance, que a la postre acabaron en
buena medida por identificarse con las de afinidad: ambas expresaban la tendencia de
las sustancias a combinarse.
A partir de mediados del siglo XVIII se publicaron diversas tablas de afinidad que
modificaban y ampliaban un tanto la de Geoffroy a la luz de la nueva información ad-
quirida desde entonces. Según Geoffroy, cada vez que dos sustancias tenían alguna
propensión a combinarse químicamente, lo hacían; y si una tercera sustancia tenía
más relación con una de ellas, entonces se unía con ella, desplazando a la anterior. La
tabla que vendría a constituirse en estándar en sustitución de la de Geoffroy fue la
confeccionada por Torbern Bergman en 1783. Esta tabla, que respondía a la ambición
de Bergman de estudiar todas las reacciones químicas que fuera posible y que se be-
neficiaba del aumento en el número de sustancias químicas conocidas desde el tiempo
de Geoffroy, tenía 49 columnas —frente a las 16 de la tabla de Geoffroy—, en las que
se distinguían por primera vez las reacciones efectuadas por la llamada «vía húmeda»
—en las que intervenían soluciones— y por la «vía seca» —por medio de la adición de
calor—. Pues se había encontrado que las afinidades cambiaban con la temperatura,
además de con otros factores entonces mal conocidos, como la concentración o la so-
lubilidad. Esto provocaba que la aparente regularidad de las tablas presentase no po-
cas excepciones. De todos modos, las tablas fueron apreciadas tanto por constituir un
resumen de las reacciones conocidas que las presentaba dentro de un esquema más o
menos regular como por su capacidad de sugerir nuevas reacciones a investigar. Tam-
bién sustentaban la esperanza de encontrar leyes generales. En este sentido, los quí-
micos de inspiración más newtoniana no perdieron la esperanza de cuantificar las afi-
nidades y sujetarlas a tratamiento algebraico, al igual que se había hecho en el caso
de la atracción gravitatoria en astronomía.
El llamado a veces «sueño newtoniano de las afinidades» tuvo su fin en los prime-
ros años del siglo XIX, coincidiendo con la formulación de la teoría atómica de Dalton.
Berthollet concluyó que el sentido de las reacciones químicas no tenía un carácter ab-
soluto, determinado por la afinidad. Argumentó que, junto a las afinidades, había que
considerar también las cantidades de los reactivos —reactivo es una sustancia em-
pleada para descubrir y valorar la presencia de otra, con la que reacciona de formape-
culiar—, que dependían de la solubilidad y concentración, y con ellas de la temperatu-
ra. Esto le llevó a defender que las reacciones químicas son incompletas; en ellas se
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[La calcinación consiste en someter al calor cuerpos de cualquier clase para elimi-
nar las sustancias volátiles]
Stahl => teoría del flogisto.
En Francia Antoine Lavoisier criticaba sistemáticamente las teorías químicas tra-
dicionales. Los primeros trabajos químicos de Lavoisier datan de 1769, cuando mostró
que el agua no se convertía en tierra, frente a lo que creían Van Helmont y algunos
otros de sus predecesores. La creencia se había basado en el hecho de que en los re-
cipientes de vidrio utilizados para hervir agua se depositaba un sedimento terroso. La-
voisier demostró que el vidrio del frasco perdía peso cuando se hervía agua en él,
siendo la pérdida de peso igual al peso del sedimento producido. De este modo, el se-
dimento terroso procedía del vidrio y no del agua. Más tarde, en 1772, Lavoisier mos-
tró que los no metales, como el fósforo, y los metales, como el estaño, aumentaban de
peso cuando se quemaban al aire. A Lavoisier le daba la impresión de que el aumento
de peso podría deberse a la absorción de aire. Leyó con detalle y revisó la obra de sus
predecesores que trataba de experimentos que entrañasen la absorción o liberación de
gases y se dio cuenta de que diferentes autores daban a menudo distintas explicacio-
nes del mismo conjunto de hechos —este era uno de los inconvenientes de la física
experimental—, llegando a la conclusión de que era ya hora de repetir críticamente
muchos experimentos anteriores a fin de decidir entre las diversas explicaciones o
bien sustituirlas por una teoría completamente nueva —en esto consistía precisamen-
te el método de Lavoisier que, como se ha dicho, era en esencia el de la física experi-
mental—.
Lavoisier había mostrado ya que Helmont se equivocaba al creer que el agua podía
transformarse en tierra. Ahora, en 1773-1774, se propuso refutar la pretensión de Bo-
yle en el sentido de que el aumento de peso de los metales en la calcinación se debía a
la absorción de partículas de fuego. Repitió el experimento en el que Boyle había ca-
lentado estaño en un recipiente, habiendo pesado antes y después del calentamiento
dicho recipiente. Sin embargo, Lavoisier selló el recipiente antes del experimento, y
halló que no había ningún cambio de peso tras calentar el conjunto, por más que el
estaño se hubiese calcinado. Así pues, el proceso de calcinación no podía consistir en
la absorción de partículas imponderables de fuego, tal y como había supuesto Boyle.
Al abrir el recipiente, Lavoisier descubrió que el aire se precipitaba a su interior, pe-
sando entonces más el recipiente junto con su contenido. El aumento de peso debido
a la entrada del aire en el recipiente era igual al aumento de peso del estaño tras la
calcinación, por lo que parecía que la cal era una combinación del metal con el aire.
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En 1772, Priestley había descubierto que, con la calcinación, los metales absor-
bían a lo sumo un quinto del volumen del aire en que se hallaban encerrados. De ma-
nera similar, Lavoisier halló que tan sólo se tomaba una parte del aire en la calcina-
ción de metales, suponiendo que dicha parte poseía propiedades distintas de las de la
fracción que no se absorbía. El único gas que conocía entonces Lavoisier, distinto del
aire en volumen, absorbido por los compuestos químicos, era el «aire fijado» de Black o
dióxido de carbono. Lavoisier descubrió que cuando se calentaba el plomo, absorbía
parte del aire para producir litargirio, y que al calentar el litargirio con carbón se con-
vertía de nuevo en plomo, emitiendo un gas que según demostró era «aire fijado». Su-
puso que el gas emitido por el litargirio era el mismo que absorbía el plomo, de mane-
ra que la parte activa de la atmósfera que permitía la combustión era el «aire fijado».
Sin embargo, Lavoisier halló que el fósforo no ardía en «aire fijado», así como que dicho
gas no permitía en general la combustión. Consiguientemente, hubo de abandonar la
hipótesis de que el «aire fijado» era la parte de la atmósfera responsable de la combus-
tión y calcinación. Lavoisier no avanzó más allá por sí mismo, aunque permanecía en
pie el problema de qué función desempeñaba la atmósfera en la combustión.
El problema no se resolvió con el método inicial de Lavoisier de limitarse a repetir
los viejos experimentos con mayores refinamientos: fue necesaria la aportación de
nuevos descubrimientos realizados por Cavendish, Priestley y Scheele. Priestley puso
a Lavoisier al corriente de su descubrimiento de un nuevo gas, el «aire desflogistizado»,
como lo denominaba Priestley, obtenido mediante el calentamiento —calcinación— de
óxido de mercurio. El «aire desflogistizado» u oxígeno, como lo llamamos hoy día, era el
constituyente activo de la atmósfera que Lavoisier había estado buscando. En el oxí-
geno, las velas ardían con mayor brillo y los animales vivían más tiempo que en el aire
ordinario. En la calcinación, los metales absorbían todo el volumen de oxígeno, siendo
así que sólo absorbían una fracción del volumen de aire. Inicialmente, en 1775, Lavoi-
sier pensó que el oxígeno era el elemento puro del mismo aire, libre de las impurezas
que normalmente contaminan la atmósfera. Con todo, en 1777 Scheele mostró que el
aire constaba de dos gases, el oxígeno —aire fuego—, que permitía la combustión, y el
nitrógeno —aire impuro—, que era inerte. Lavoisier aceptó el punto de vista de
Scheele, sugiriendo en 1780 que la atmósfera se componía de un cuarto de oxígeno y
tres cuartos de nitrógeno por volumen. Priestley, sirviéndose de sus experimentos so-
bre la fracción de un volumen dado de aire que era absorbido por los metales durante
la calcinación, dio la proporción más exacta de un quinto de oxígeno y cuatro quintos
de nitrógeno.
Finalmente, en 1783, Lavoisier anunció la renovación de la teoría química que ha-
bía planeado una década antes. Lavoisier defendía que la combustión y la calcinación
entrañaban en todos los casos la combinación química de la sustancia combustible
con el oxígeno, dado que el peso de los productos formados equivalía invariablemente
al peso de los materiales de partida. Los procesos de combustión y oxidación no po-
dían atribuirse a la huida del llamado flogisto, dado que la teoría requería que el flo-
gisto tuviese peso en algunos casos, fuese imponderable en otros y tuviese una li-
gereza positiva en los restantes. La luz y el calor, que se habían tenido por manifesta-
ciones del escape del flogisto, se liberaban en ocasiones durante el proceso de com-
bustión y calcinación; con todo, su emisión era externa a la química del proceso, tal y
como mostraban los cambios de peso durante las reacciones, dado que la luz y el calor
eran imponderables. El cambio de peso de una sustancia que sufriese un proceso de
combustión o calcinación se debía por entero a su reacción con el oxígeno.
La revolución química de Lavoisier no fue totalmente completa porque, a la manera
de los iatroquímicos, elevó al oxígeno a la posición de un «principio» explicativo gene-
ral, atribuyéndole propiedades no respaldadas experimentalmente.
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Durante la segunda mitad del siglo XVIII, los químicos británicos aceptaron en ge-
neral la teoría del flogisto; especialmente Joseph Black, Henry Cavendish y Joseph
Priestley, si bien desarrollaron el trabajo experimental destinado a arrumbar dicha
teoría junto con la doctrina griega de que las sustancias naturales estaban compues-
tas de cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego. La tierra ya no se consideraba
siempre como un elemento, ya que se habían reconocido diversos tipos de «tierra» —
teoría del flogisto: terra lapida, pinguis y mercurialis—. Sin embargo, el agua, el aire y
el fuego seguían considerándose en general como elementos; en realidad, el flogisto se
tenía a veces por el elemento del fuego o, más en general, como el agente activador del
fuego. Anteriormente, en el siglo XVII, Helmont había concebido a los gases como sus-
tancias elementales distintas del aire, pero sus sucesores los tomaron por meras for-
mas del aire elemental, «aires artificiales», como los denominaba Boyle. Ahora, a me-
diados del siglo XVIII, Black demostró la existencia de una sustancia gaseosa, el dióxi-
do de carbono, o «aire fijado», como lo denominó, que difería del aire en sus propieda-
des químicas. Mostró que el carbonato de magnesio perdía peso y una considerable
cantidad de gas cuando se calentaba, así como que se perdía el mismo peso de ese
mismo gas si se disolvía una cantidad igual de carbonato de magnesio en un ácido —
que además genera agua—. Black demostró que el residuo que quedaba tras calentar
óxido de magnesio producía las mismas sales que el carbonato de magnesio con áci-
dos, si bien, frente a lo que ocurría con el carbonato, no producía ningún gas —por lo
que tenía en la botella agua + gas—. Así pues, parecía que el carbonato de magnesio y
los carbonatos en general eran compuestos de una base como el óxido de magnesio,
con el gas ponderable «aire fijado». Al calentarse, los carbonatos no perdían el impon-
deral e intangible flogisto, sino una sustancia química bien definida, el «aire fijado»,
que tenía peso y que se podía aislar y estudiar. Al examinar las propiedades del «aire
fijado», Black halló que era absorbido por álcalis cáusticos, mientras que el aire no era
absorbido, así como que no permitía la combustión y la respiración, cosa que sí hacía
el aire. En resumen, lo que Black comprobó es que:
Los trabajos de Black sirvieron para llamar la atención de otros químicos británi-
cos hacia el problema de la naturaleza química de los gases. En 1766, Henry Caven-
dish publicó una memoria sobre la preparación del hidrógeno o «aire inflamable», co-
mo él lo llamaba, mediante la acción de ácidos diluidos sobre metales, así como de
«vapores sulfurosos» y «vapores nitrosos» por la acción de ácidos fuertes, sulfúrico y
nítrico respectivamente, sobre los metales. A fin de aislar dichos gases, Cavendish me-
joró la cubeta neumática que ya antes habían introducido otros, especialmente Hales.
Llenaba una botella de agua, la introducía invertida en una cubeta de agua y hacía
que las burbujas de gas penetrasen en la botella de manera que el gas desplazase el
agua y llenase la botella, que se podía entonces sellar. Cuando el gas era soluble en
agua, Cavendish utilizaba mercurio como líquido con que llenar la botella y la cubeta,
técnica que fue notablemente desarrollada por su contemporáneo Joseph Priestley. En
la década de 1770, Priestley descubrió varios gases, aislándolos mediante la cubeta
neumática; a saber, amoníaco, ácido hidroclórico gaseoso, óxido nitroso, óxido nítrico,
dióxido de nitrógeno, oxígeno, nitrógeno, monóxido de carbono y dióxido de azufre.
Simultánea e independientemente, el boticario sueco Cari Scheele trabajaba en la
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misma dirección, descubriendo el gas oxígeno un poco antes que Priestley. Scheele fue
uno de los primeros que reconoció la importancia del descubrimiento. Señaló que el
aire no podía ser una sustancia elemental, ya que estaba compuesto por dos gases,
«aire fuego» u oxígeno y «aire impuro» o nitrógeno, en la proporción de una a tres par-
tes por volumen, según sus estimaciones —Priestley: 1/5 de oxígeno y 4/5 de nitró-
geno—. Con todo, Scheele se mantuvo fiel a la teoría del flogisto eliminado por las sus-
tancias que se quemaban. La cantidad que se podía absorber de este modo era limita-
da, de manera que cuando el oxígeno de un espacio cerrado se saturaba con el flogisto
ya no podía seguir sosteniendo la combustión.
Lavoisier había estado intentando dar con un ácido que se formase, según su teo-
ría, mediante la unión del hidrógeno, un no metal, con el oxígeno. No encontró seme-
jante ácido, pero el ayudante de Cavendish, Bladgen, informó a Lavoisier de que el
químico inglés había obtenido agua del hidrógeno y el oxígeno. Lavoisier realizó un
experimento aproximado confirmando el resultado fundamental del trabajo desarro-
llado por Cavendish y Priestley sobre la composición del agua. Lavoisier no demostró
que el peso de los gases que se combinaban fuese igual al peso del agua producida,
señalando que «puesto que no es menos cierto en física que en geometría que el todo
es igual a sus partes, pienso que estamos autorizados a concluir que el peso de esta
agua es igual al de los dos aires que sirvieron para formarla».
De su experimento, Lavoisier extrajo la conclusión moderna de que el agua no era
un elemento, sino un compuesto de hidrógeno y oxígeno. Ahora Lavoisier fue capaz de
enfrentarse a una seria objeción con la que se había topado su teoría desde sus co-
mienzos. Un metal, como el estaño o el hierro, se disolvía en un ácido liberando hidró-
geno y formando una sal. La cal del metal se disolvía en el ácido formando la misma
sal sin liberar ningún gas. Era una opinión muy extendida que, por consiguiente, el
hidrógeno era flogisto o quizá flogisto combinado con agua. El ácido liberaba flogisto
del metal, pero no de la cal, ya que se suponía que el metal se componía de la cal y el
flogisto. Lavoisier no podía explicar estos fenómenos inicialmente a base de su nueva
teoría, mas tan pronto como se vio que el agua se componía de hidrógeno y oxígeno,
suministró una alternativa a la explicación de la teoría del flogisto. Al disolverse en un
ácido diluido, el metal toma el oxígeno del agua presente para formar su cal u óxido,
que, unido al ácido, da una sal, mientras que el hidrógeno del agua se libera.
En este momento, la teoría de Lavoisier cubría los hechos conocidos de la química
de manera mucho más satisfactoria que la teoría del flogisto, con lo que esta última
perdió terreno rápidamente. La tierra, el agua, el aire y el fuego ya no se consideraban
como elementos, dado que había muchos tipos de tierras y el fuego se resolvía en ca-
lor, luz y humo, mientras que el aire había demostrado estar compuesto de oxígeno y
nitrógeno, y el agua, de hidrógeno y oxígeno. En lugar del punto de vista tradicional,
Lavoisier definió el elemento químico de manera más precisa que Boyle como «el tér-
mino efectivo a que ha llegado el análisis químico». En sus Elementos de química
(1789), el primero de los libros de texto de química modernos, Lavoisier enumeró sobre
esta base unas veintitrés sustancias auténticamente elementales. Con todo, incluyó
también una sustancia, denominada «calórico», la supuesta materia imponderable del
calor, entre los elementos del mundo inorgánico.
[Antes de responder a esta pregunta, hay que mencionar las dos teorías que se te-
nían en la época sobre la naturaleza del calor: la teoría sustancialista y la teoría ciné-
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