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SLAVOJ ŽIŽEK

¿Clinton o Trump? ¡Los dos son lo peor!

En 'Ensayo sobre la lucidez' (2004), José Saramago relata la historia de unos extraños sucesos que
tienen lugar en la capital anónima de un país democrático sin identificar. Cuando la mañana del día
de las elecciones se ve afectada por unas lluvias torrenciales, la participación de los votantes se
descubre preocupantemente baja. Sin embargo, al mejorar el tiempo a media tarde, la población se
dirige a los colegios electorales en masa.

El alivio del gobierno dura poco; el recuento de votos acaba revelando que más del 70% de las
papeletas de la capital son votos en blanco. Desconcertado por este aparente error ciudadano, el
Gobierno da a la ciudadanía la oportunidad de enmendarse justo una semana después con otras
elecciones. Pero los resultados son aún peores: ahora el 83% de las papeletas está en blanco. ¿Se
trata de una conspiración organizada para derrocar no sólo al gobierno de turno sino al sistema
democrático al completo? En caso de que así sea, ¿quiénes está detrás de todo y cómo
han conseguido organizar a cientos de miles de personas para llevar a cabo este acto subversivo sin
que nadie se dé cuenta? Mientras tanto, la ciudad sigue funcionando casi con normalidad, con la
ciudadanía bloqueando cada una de las propuestas inexplicablemente al unísono y con una
resistencia pacífica en la línea de Gandhi.

La lección de este experimento mental es clara: el peligro a día de hoy no es la pasividad, sino la
pseudo-actividad, la necesidad de "ser activo", de "participar" para enmascarar la vacuidad de los
acontecimientos. La gente interviene todo el tiempo “haciendo algo”, los académicos participan en
debates sin sentido, etc... Pero lo que es realmente difícil es dar un paso atrás, batirse en retirada.
Aquellos que están en el poder prefieren una participación "crítica", un diálogo, al silencio -sólo por
el simple hecho de implicarnos en el "diálogo" se aseguran nuestra pasividad ominosa-. Así pues,
la abstención de los votantes se revela como un verdadero acto político que nos confronta
forzosamente con la vacuidad de las democracias actuales.

Cuando a Stalin le preguntaron a finales de los años veinte qué desviación le parecía peor, si la
derechista o la izquierdista, replicó: '¡Las dos son la peor!'

Exactamente así es como los ciudadanos deberían actuar al enfrentarse a la elección entre Clinton y
Trump. Cuando a Stalin le preguntaron a finales de los años veinte qué desviación le parecía peor,
si la derechista o la izquierdista, replicó: "¡Las dos son la peor!". ¿No ocurre lo mismo en el caso de
la elección a la que se enfrentan los votantes estadounidenses en las elecciones presidenciales de
2016? Trump es obviamente 'peor' ya que promete un giro a la derecha y representa la decadencia
de la moral pública −aunque al menos ha prometido un cambio−, mientras que Hillary es 'peor'
porque hace que no cambiar nada parezca lo deseable.

En una elección así, uno no tendría que perder la templanza y debería elegir al 'peor' que implique
un cambio -incluso si es un cambio peligroso, porque abre el espacio para un cambio diferente y
más auténtico-. La cuestión no es votar por Trump −no sólo no hay que votar a esa escoria, sino que
no debería participar siquiera en esas elecciones. La cuestión es aproximarse con la cabeza fría a la
pregunta: ¿la victoria de quién es la mejor para el destino del proyecto emancipatorio radicalnbsp;
¿Clinton o Trump?
Trump quiere hacer de Estados Unidos un gran país de nuevo, a lo que Obama le ha respondido
que Estados Unidos ya es un gran país. ¿Pero realmente lo es? ¿Puede ser considerado grande un
país en el que una persona como Trump tiene la oportunidad de convertirse en presidente?

El peligro de Trump
Los peligros de una presidencia a cargo de Trump son obvios: no sólo ha prometido nombrar a
jueces conservadores en el Tribunal Supremo, no sólo ha movilizado los más oscuros círculos
supremacistas blancos y ha flirteado abiertamente con el racismo anti-inmigrantes, no sólo
desobedece las reglas básicas de la decencia y simboliza la desintegración de los estándares éticos
básicos; mientras apela a la preocupación por la miseria de la gente corriente, promueve de forma
efectiva una agenda neoliberal brutal que incluye exenciones tributarias para los ricos, además de
otro tipo de desregulaciones. Trump es un vulgar oportunista, pero también es un vulgar
especimen de la humanidad −en contraste con personalidades como Ted Cruz o Rick Santorum,
de los que sospecho que son alienígenas. Lo que definitivamente no es Trump es un capitalista
exitoso, productivo e innovador, puesto que sobresale por su capacidad de caer en la bancarrota y
lograr después que sean los contribuyentes quienes paguen sus deudas.

Muchos comunistas alemanes dieron la bienvenida a la toma del poder por parte de los nazis como
una nueva oportunidad para la izquierda radical

Los progresistas que temen a Trump desechan la idea de que su victoria pudiera poner en marcha un
proceso del que podría emerger una izquierda auténtica, y su contraargumento se limita a hacer
referencia a Hitler. Muchos comunistas alemanes dieron la bienvenida a la toma del poder por los
nazis como una nueva oportunidad para la izquierda radical de erigirse en la única fuerza capaz de
derrotarles; como sabemos, su valoración resultó catastróficamente errónea. La pregunta es, ¿ocurre
lo mismo con Trump? ¿Es Trump un peligro que debería unir a un amplio frente de oposición de la
misma forma que hizo Hitlernbsp? ¿Un frente en el que los conservadores y libertarios 'decentes'
luchen junto a progresistas mayoritarios y a −lo que quiera que quede− de la izquierda radical?

Frederic Jameson tenía razón al alertar contra la descripción apresurada del movimiento Trump
como un nuevo fascismo: "Exclaman 'es un nuevo fascismo' y mi respuesta es: '¡aún no!'" (no por
casualidad, el término "fascismo" se usa hoy habitualmente como una palabra vacía para designar
que algo obviamente peligroso pero que no llegamos a entender correctamente ha aparecido en el
escenario político. ¡No, los populistas de hoy no son simples fascistas!). ¿Y por qué aún no?

¿Por qué Trump no es equivalente a fascismo, aún?


Primero, porque el miedo a que una victoria de Trump convierta Estados Unidos en un estado
fascista es una exageración ridícula. Estados Unidos tiene una textura tan rica de instituciones
cívicas y políticas diversas que sería imposible que su propia 'Gleichshaltung' tuviese lugar.
Entonces, ¿de dónde viene ese miedo? Su función es claramente unirnos a todos contra Trump y,
por ende, confundir las verdaderas divisiones políticas que van desde la izquierda resucitada por
Sanders hasta Hillary, que es LA candidata del 'establishment', apoyada por una coalición
ampliamente heterogénea que incluye a gente curtida durante el antiguo gobierno de Bush en la
Guerra Fría −'Cold Warriors' como Paul Wolfowitz− y Arabia Saudí.

Segundo, la persistencia en la idea de que Trump ha conseguido el apoyo de la misma ola de rabia
con la que Bernie Sanders movilizó a sus partisanos. La mayor parte de los seguidores de Trump le
perciben como el candidato en contra del 'establishment', y lo que uno no debería olvidar nunca
es que la ira popular, por definición, vuela a su aire y puede ser redireccionada. Los progresistas que
recelan de la victoria de Trump no temen realmente un cambio hacia la derecha radical. De lo que
realmente tienen miedo es, simplemente, de un verdadero cambio social radical. Recordando a
Robespierre,admiten −y están sinceramente preocupados− las injusticias de nuestro modelo social,
pero quieren curarlas con una "revolución sin revolución" −en un paralelismo exacto con el
consumismo actual que ofrece café sin cafeína, chocolate sin azúcar, cerveza sin alcohol,
multiculturalismo sin confrontaciones violentas, etc.−: una visión del cambio social sin un cambio
real, un cambio con el que nadie sale herido, en el que todos los liberales bienintencionados
permanecen cobijados en sus enclaves seguros.

¿No somos capaces de escuchar el murmullo de los encuentros secretos con las 'élites', financieras
para negociar la futura administración Clinton?

Allá por 1937 George Orwell escribió: "Todo el mundo condena las distinciones de clase, pero
muy poca gente quiere abolirlas de verdad. Y así llegamos al importante hecho de que toda opinión
revolucionaria extrae parte de su fuerza de la secreta convicción de la imposibilidad de cambiar
nada".

Hacia donde Orwell apunta es a que los radicales invocan la necesidad de un cambio revolucionario
como una especie de símbolo supersticioso que debería conseguir lo contrario; esto es, EVITAR que
ocurra el único cambio que realmente importa, el cambio de aquellos que nos gobiernan. ¿Quién
gobierna realmente en Estados Unidos? ¿No escuchan el murmullo de los encuentros secretos en
los que miembros de las 'élites', financieras y otras, están negociando la distribución de los puestos
clave de la futura administración Clinton?

Para hacernos una idea de cómo funcionan estas negociaciones en la sombra, sobra con leer los
emails de John Podesta o el libro 'Hillary Clinton: Los discursos de Goldman Sachs' (que publicará
próximamente la editorial OR Books de Nueva York, y que cuenta con una introducción a cargo de
Julian Assange). La victoria de Hillary es la victoria de un 'statu quo' ensombrecido por la
perspectiva de una nueva guerra mundial (y Hillary es definitivamente la típica 'cold warrior' del
Partido Demócrata), un 'statu quo' en el que gradual, pero inevitablemente, nos vamos deslizando
hacia catástrofes ecológicas, económicas, humanitarias y de otros tipos.

Por eso considero extremadamente cínica la crítica izquierdista hacia mi posición que sostiene que:
“para intervenir en una crisis, la izquierda debe estar organizada, preparada y contar con el apoyo
de la clase obrera y de los oprimidos. No podemos respaldar de ninguna manera el racismo y
sexismo vil que nos divide y que debilita nuestra lucha. Debemos ponernos siempre del lado de los
oprimidos y debemos ser independientes, peleando por una salida de la crisis realmente de
izquierdas. Incluso si Trump causa una catástrofe para la clase dirigente, ésta será también una
catástrofe para nosotros si no hemos colocado los cimientos para nuestra propia intervención”.

Sí, la victoria de Trump es muy peligrosa, pero la izquierda SÓLO se movilizará motivada por una
amenaza de catástrofe así

Es verdad, la izquierda "debe estar organizada, preparada y contar con el apoyo de la clase obrera y
de los oprimidos"; pero en este caso la pregunta debería ser: ¿la victoria de qué candidato
contribuiría mejor a la organización y la expansión de la izquierda? ¿No queda claro que la victoria
de Trump colocaría "los cimientos para nuestra propia intervención”, mucho más que la de Hillary?
Sí, la victoria de Trump es muy peligrosa, pero la izquierda SÓLO se movilizará motivada por una
amenaza de catástrofe así -si mantenemos la inercia del 'statu quo', lo que es seguro es que no habrá
una movilización de izquierdas-. Aquí estoy tentado de citar a Hölderlin: "Allí donde crece el
peligro crece también la salvación". En la elección entre Clinton y Trump, ninguno de los dos "se
pone del lado de los oprimidos", así que la elección real es: abstenerse de votar o elegir al que, al
margen de lo despreciable que sea, abre a una oportunidad mayor de desencadenar una nueva
dinámica política que puede conducirnos a una radicalización masiva de izquierdas.

Muchos de los votantes pobres aseguran que Trump habla en su nombre -¿cómo pueden
reconocerse en la voz de un milmillonario cuya especulación y cuyos fracasos son algunas de las
causas de su propia miseria? Como los caminos de Dios, los caminos de la ideología son
inescrutables... (a pesar de que, casualmente, algunos datos sugieren que la mayoría de los
partidarios de Trump no son de estratos de renta baja).

Cuando a los partidarios de Trump se les acusa de ser 'basura blanca' ('white trash') es fácil discernir
en esta designación el miedo hacia las clases más bajas que caracteriza a la élite progresista. Aquí
tienen el titular y el subtítulo de un artículo de 'The Guardian' en torno a un reciente mitin electoral
de Trump: "En el interior de un mitin de Donald Trump: gente buena en un bucle retroalimentado de
paranoia y odio. El público de Trump está repleto de gente honesta y decente, pero la invectiva
republicana tiene un efecto espeluznante en los fans de este espectáculo unipersonal". Pero, ¿cómo
se ha convertido Trump en la voz de tantas personas "decentes y honestas"?

Trump, sin ayuda de nadie, ha echado a perder al Partido Republicano, enfrentando al sector viejo
del partido y a los fundamentalistas cristianos −el núcleo principal de sus apoyos lo forman los
portadores de su rabia populista contra el poder establecido−, y los progresistas rechazan ese núcleo
principal al que tildan de “basura blanca”. ¿Pero no se trata precisamente de aquellos a los que
tienen que atraer a la causa radical de izquierdas (que es lo que consiguió Bernie Sanders)?

Habría que desprenderse del falso pánico, del temor a una victoria de Trump como la amenaza
terrorífica que nos obliga a apoyar a Hillary a pesar de sus defectos obvios. Pese a que la batalla
parece perdida para Trump, su victoria podría generar una nueva situación política que diera la
oportunidad a una izquierda más radical o, parafraseando de nuevo a Mao: "Hay un caos absoluto
bajo el cielo, la situación es excelente".

Diferencia de sexos
Hay otro aspecto del duelo Trump/Clinton que tiene que ver con la diferencia de sexos.
Sorprendentemente para un comunista maoista, en su nuevo libro The True Life Alain
Badiou advierte de los peligros de desarrollar un orden nihilista post-patriarcal que se presente a
sí mismo como el territorio de las nuevas libertades. Vivimos en una era extraordinaria en la que no
hay una tradición en la que podamos basar nuestra identidad, sin un marco para una existencia con
un sentido que nos permita desarrollar una vida más allá de la reproducción hedonista. En este
Nuevo Desorden Mundial, en esta civilización que emerge gradualmente, la ejemplaridad afecta a
una juventud que oscila entre la intensidad de inmolarse hasta el agotamiento (disfrute sexual,
drogas, alcohol, incremento de la violencia) y el empeño en triunfar (ir a clase, estudiar una carrera,
ganar dindero dentro del orden capitalista existente). La única alternativa pasa por una agresiva
vuelta a una Tradición resucitada de forma artificial.

Alain Badiou advierte de los peligros de desarrollar un orden nihilista post-patriarcal que se
presenta como el territorio de las nuevas libertades

Badiou apunta claramente a que estamos experimentando una versión decadente y reactiva del
marchitamiento del Estado anunciado por Marx: el Estado de hoy es cada vez más un regulador
administrativo del egocentrismo del mercado, sin una autoridad simbólica, que carece de lo que
Hegel percibió como la esencia del propio Estado -la comunidad inclusiva por la que estamos
preparados para sacrificarnos. La desaparición del servicio militar en muchos países desarrollados
apunta a esta desintegración de la Sustancia ética: la simple idea de estar preparados para arriesgar
la propia vida en un ejército a favor de una causa común parece cada vez más carente de sentido, si
no directamente ridícula, así que las fuerzas armadas, que son el cuerpo en el que todos los
ciudadanos participan de forma igualitaria, se convierten gradualmente en un ejército de
mercenarios.

Esta desintegración de la Sustancia ética compartida afecta de diferente manera a los dos sexos:
los hombres se están convirtiendo poco a poco en adolescentes perpetuos sin un claro rito de
iniciación que pueda representar su paso a la madurez (el servicio militar, conseguir un trabajo e
incluso la educación ya no juegan este papel). No es de extrañar entonces que, como sucedáneo
de esta carencia, los grupos de jóvenes post-paternales proliferan, proveyendo una falsa iniciación
e identidad social.

En contraste con los hombres, las mujeres son hoy cada vez más precozmente maduras; se las
trata como pequeñas adultas de las que se espera que controlen sus vidas, que planeen sus
carreras. En esta nueva versión de la diferenciación sexual, los hombres son adolescentes lúdicos,
fuera de la ley, mientras que las mujeres se perfilan como fuertes, maduras, serias, legales y
punitivas. Las mujeres de hoy no están llamadas a subordinarse a la ideología imperante; se
espera -se solicita- de ellas que sean jueces, administradoras, ministras, directivas, profesoras,
incluso policías y soldados.

La escena paradigmática que ocurre diariamente en nuestras instituciones de seguridad sería aquella
que muestra a una profesora/juez/psiquiatra ocupándose de un joven delincuente asocial e
inmaduro. Por consiguiente, surge la figura de un nuevo Ente: una agente de poder fría y
competitiva, seductora y manipuladora, que atestigua la paradoja de que "en condiciones
capitalistas la mujer puede hacerlo mejor que el hombre" (Badiou). Esto, por supuesto, no convierte
de ninguna manera a las mujeres en sospechosas de ser agentes del capitalismo; simplemente
señala que el capitalismo contemporáneo ha inventado su propio ideal de mujer.

La triada política ideal


Hay una triada política que representa perfectamente el dilema que describe Badiou: Hillary-
Duterte-Trump. Hillary Clinton y Donald Trump son la pareja política definitiva: Trump es el
eterno adolescente, un hedonista insensato tendente a exabruptos brutales e irracionales que
socavan sus opciones, mientras que Hillary representa a la nueva Entidad femenina, una
manipuladora despiadada y con pleno control de sí misma que explota su feminidad y se presenta
como preocupada por los marginados y las víctimas −su feminidad hace que toda su manipulación
sea más eficiente. Así que nadie debería caer en la seducción de su imagen de víctima mientras Bill
hace de Casanova por ahí y deja que las mujeres se la chupen en la oficina −él en realidad no era
más que el payaso mientras que ella era la dómina, permitiendo que su sumiso disfrute de pequeños
placeres irrelevantes.

Nadie debería caer en la seducción de su imagen de víctima mientras Bill hace de Casanova por ahí
y deja que las mujeres se la chupen en la oficina

¿Qué ocurre entonces con Rodrigo Duterte, el presidente de Filipinas que pide abiertamente
asesinar extrajudicialmente a drogadictos y camellos, comparándose a sí mismo con Hitler?
Duterte simboliza la decadencia del imperio de la ley, la conversión del poder estatal en un gobierno
mafioso fuera de la ley que administra su justicia salvaje y, como tal, hace lo que está prohibido
hacer abiertamente en los países 'civilizados' de occidente. Si condensamos los tres en uno
obtendremos la imagen ideal del político de hoy: Hillary Duterte Trump.

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