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facultad de derecho

serie textos

1
Esta colección representa un esfuerzo conjunto del Departamento de Publicaciones de la
Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y la Editorial Universitaria de Buenos
Aires (EUDEBA).
La Serie Textos tiene por objeto poner a disposición de los estudiantes, en forma sistemática
y accesible, artículos y otros materiales habitualmente requeridos como lectura obligatoria
por diferentes cátedras de la facultad, que hasta el momento se encontraban dispersos. En esta
inteligencia, pretende además servir de vehículo para que los estudiantes accedan –en versio-
nes en castellano– a artículos fundamentales para las diferentes materias, originalmente escri-
tos en lenguas extranjeras.
Esta serie intenta asimismo estimular la producción de textos inéditos preparados especial-
mente para satisfacer los requerimientos de los cursos.
El objetivo final de la Serie Textos es el de contribuir, con nuevos aportes, a la discusión y a la
reformulación de la enseñanza del Derecho en la Argentina.

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DESDE OTRA MIRADA
TEXTOS DE TEORÍA CRÍTICA
DEL DERECHO

Christian Courtis
(Compilador)

Departamento de Publicaciones
Facultad de Derecho
Universidad de Buenos Aires

3
Desde otra mirada : textos de teoría, crítica del derecho / compilado por Christian
Courtis. -
2a ed. - Buenos Aires : Eudeba, 2009.
600 p. ; 16x23 cm.

ISBN 978-950-23-1653-6

1. Teoría del Derecho. I. Courtis, Christian, comp.


CDD 340.1

Eudeba

Departamento de Publicaciones
Facultad de Derecho
UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

1ª edición: marzo de 2001


2a edición: febrero de 2009

© 2009
Editorial Universitaria de Buenos Aires
Sociedad de Economía Mixta
Av. Rivadavia 1571/73 (1033) Ciudad de Buenos Aires.
Tel.: 4383-8025 / Fax: 4383-2202
www.eudeba.com.ar

Diseño de tapa: Silvina Simondet

Impreso en Argentina.
Hecho el depósito que establece la ley 11.723

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su almacenamiento en


un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio,
electrónico, mecánico, fotocopia u otros métodos, sin el permiso previo del editor.

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Índice

Prólogo a la Segunda Edición revisada, corregida y ampliada ................................... 7


Derecho, democracia y teorías críticas al fin del siglo ............................................... 9
Alicia E. C. Ruiz.
Notas acerca de la Teoría Crítica del Derecho ........................................................ 19
Carlos María Cárcova.
Diferentes modos de acceso a la articulación entre derecho y psicoanálisis ............... 39
Enrique. E. Marí.
Sobre la narración hermenéutica de la normatividad: tesis sobre
la hermenéutica, la novela del derecho y la retórica .......................................... 59
Claudio Martyniuk.
El carácter político del control de constitucionalidad ............................................ 81
Paula Viturro.
El derecho de resistencia en situaciones de carencia extrema ................................ 109
Roberto Gargarella.
Derecho y nuevos movimientos sociales. Algunas reflexiones sobre el ambiguo rol
del discurso jurídico en los conflictos sociales ................................................ 135
Diego J. Duquelsky Gómez.
Los derechos sociales y sus garantías: notas para una mirada “desde abajo” ............ 155
Gerardo Pisarello.
Límites en la agenda de reformas sociales. El enfoque de derechos
en la política pública ................................................................................... 177
Laura C. Pautassi.
El Waterloo del Código Civil napoleónico. Una mirada crítica a los fundamentos
del Derecho Privado Moderno para la construcción
de sus nuevos principios generales .................................................................. 211
Sebastián Ernesto Tedeschi.

5
Las marcas del vacío en el discurso social ............................................................ 235
Nora Wolfzun.
“¡Identifíquese!” Apuntes para una historia del control de las poblaciones ............ 243
Gabriel Ignacio Anitua
¿En el nombre de la democracia? Exploraciones en torno a los procesos de reforma
policial en la Argentina ................................................................................ 275
Máximo Sozzo.
Por una dogmática conscientemente política ...................................................... 303
Alberto Bovino y Christian Courtis.
Detrás de la ley. Lineamientos de análisis ideológico del derecho .......................... 343
Christian Courtis.
El poder judicial frente a los conflictos colectivos ................................................ 397
José Eduardo Faria.
La democracia constitucional ............................................................................ 431
Luigi Ferrajoli.
El Estado y el derecho en la transición posmoderna: para un nuevo sentido común
sobre el poder y el derecho .......................................................................... 449
Boaventura de Sousa Santos.
El sexo del derecho ........................................................................................... 481
Frances Olsen.
Nuevos desarrollos de la teoría jurídica ............................................................... 501
Robert W. Gordon.
Cómo “descongelar” la realidad legal: una aproximación crítica al derecho ............ 519
Robert W. Gordon.
La educación legal como preparación para la jerarquía ......................................... 549
Duncan Kennedy.
¿Son los abogados realmente necesarios? ............................................................. 579
Entrevista a Duncan Kennedy.

6
Prólogo a la segunda edición revisada,
corregida y ampliada

Agotada la primera edición de Eudeba, y en respuesta a distintos pedidos


y sugerencias, he aceptado la propuesta de volver a pubicar Desde otra
mirada. He aprovechado la ocasión para revisar y ampliar el libro, si-
guiendo de todos modos los lineamientos que guiaron la edición original.
Los artículos de autores extranjeros no han sufrido modificaciones: es
en el ámbito de las contribuciones de autores nacionales donde deben
rastrearse las novedades. Roberto Gargarella y Laura Pautassi han susti-
tuido sus colaboraciones previas con nuevas contribuciones. Gargarella
aborda el espinoso tema de los límites de la obediencia al derecho –o bien
del derecho a resistirlo– en situaciones de exclusión social extrema. Pautassi
nos ofrece una reflexión sobre la forma de integrar un enfoque de dere-
chos en la formulación, implementación y monitoreo de políticas públi-
cas. Yo mismo he agregado un texto nuevo, que sugiere algunos linea-
mientos de análisis ideológico del derecho.
Entre los aportes de nuevos autores, dos textos tocan temas relativos al
pensamiento penal y criminológico. Máximo Sozzo formula algunas con-
sideraciones sobre el complejo tema de la reforma de la institución poli-
cial, en línea con las exigencias de una sociedad democrática. Ignacio
Anitua analiza nuevas formas de control penal y disciplinario, insuficien-
temente captadas por los discursos garantistas del derecho penal y proce-
sal penal. Gerardo Pisarello explora la aplicación de una noción compleja
de “garantías” a los derechos sociales. Por último, Nora Wolfzun nos ofre-
ce un breve pero sugestivo ensayo sobre el vacío en el discurso social.
Quisiera agradecer a los autores que han enviado nuevas contribucio-
nes, a Carlos Cárcova por su apoyo, y en especial a Mary Beloff y al

7
Departamento de Publicaciones de la Facultad de Derecho de la Univer-
sidad de Buenos Aires, a cuyo interés e insistencia se debe en gran medida
la reedición de este volumen.
El libro está dedicado a la memoria de Enrique Eduardo Marí, maes-
tro y ejemplo para muchos de los colaboradores de esta compilación.

Christian Courtis
Ginebra, febrero de 2008

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Derecho, democracia y teorías críticas
al fin del siglo
Alicia E. C. Ruiz

1. Hoy están en crisis los conceptos de ciudadanía, de tolerancia, de igual-


dad, de soberanía, y como bien lo señala Capella, las disfuncionalidades de
las instituciones representativas y la disipación de la voluntad democrática
no son sólo un símbolo de la obsolescencia del Estado de la modernidad,
sino también de la inadecuación de las categorías filosófico-jurídicas acuña-
das desde los siglos XVI y XVII. (Capella, 1993).
El develamiento de las ficciones, las tentativas de redefinir las nociones
de libertad, igualdad, derecho, justicia, democracia, la deconstrucción de
las categorías cristalizadas, la reasignación de sentidos a través de los cuales
el derecho opera en los más diversos aspectos de la vida social, implican una
intervención política desde la especificidad de lo jurídico. Buena parte de
esa intervención compete a los jueces y a los juristas, mal que les pese a
algunos y aunque quieran negarlo.
Si se quieren ensayar prácticas distintas, ya sean teóricas o judiciales,
habrá que explicitar la relación entre el derecho y la democracia, sin lo cual
difícilmente la actuación de los juristas o la de los jueces supere el límite de
las buenas intenciones o la repetición del discurso iluminista que, en los
días que corren, sólo es expresión de sorprendente ingenuidad o de descar-
nado cinismo.
Una sugerente pregunta de Jacques Derrida acerca de lo que hacen los
jueces, y una lúcida advertencia de Norberto Bobbio aluden, desde lugares
y filosofías bien diversas, a esta problemática cuestión.

“¿Cómo conjugar –dice Derrida– el acto de justicia que debe


referirse siempre a una singularidad, individuos, grupos, existen-
cias irremplazables, el otro o yo como el otro en una situación

9
Alicia E. C. Ruiz

única, con la regla, la norma, el valor, o el imperativo de justicia


que tienen necesariamente una forma general? Dirigirse al otro
en la lengua del otro es la condición de toda justicia posible,
pero esto parece rigurosamente imposible...” (Derrida, 1989).

“Para superar el modelo es necesario tener conciencia de la di-


versidad y comprensión del tiempo histórico”, anota Bobbio.

El encargado de administrar justicia debe realizar la conjunción entre


lo singular y lo general, hacer lo imposible. Quien es juez y sabe de esta
imposibilidad puede negar ese saber, conformarse con aplicar mecánica-
mente la ley, el precedente, la doctrina y tranquilizarse diciendo que ac-
túa “conforme a derecho”. O puede hacerse cargo de la angustia que todo
acto de juzgar supone y procurar lo imposible (Cf. Ruiz, 1995). El teóri-
co del derecho que emprende el camino asumiendo las consignas que
propone Bobbio, “conciencia de la diversidad” y “comprensión del tiem-
po histórico”, no se contenta con manipular normas, convencido de que
allí se agota su actividad.
La dimensión de la función judicial que está implicada en el interrogan-
te derridiano y la senda que el pensador italiano nos insta a seguir, no serán
descubiertas por quien no cambie su mirada teórica, y no esté dispuesto a
superar los obstáculos epistemológicos que han convertido a los juristas en
una especie de tribu endogámica en el campo de las ciencias sociales. La
teoría que formule un cuestionamiento profundo del derecho, la justicia y
la política, y trastoque el mundo conceptual de lo jurídico, será una pieza
valiosa en el proyecto de profundizar el orden democrático, tornándolo más
plural y más participativo.
Lo que sigue es una breve referencia al modo en que ciertas perspecti-
vas teóricas han procurado, ya cerca del fin del siglo, hincarle el diente a
esta cuestión.

2. Las teorías críticas se preguntan acerca de los temas omitidos por el


pensamiento jurídico que va de Ihering a Kelsen, pasando por Weber. Al
hacerlo, producen una ruptura de carácter epistemológico porque aban-
donan un modelo explicativo y lo sustituyen por un modelo dialéctico-
comprensivo.
Ese modelo explicativo subyace tanto al naturalismo como al positivis-
mo, en cualquiera de sus variantes. “Los grandes paradigmas jurídicos de

10
Derecho, democracia y teorías críticas al fin del siglo

la modernidad no sólo tienen una visión matematizante como común


fundamento (del modelo hobbesiano de la demostratio al de la axiomática
kelseniana), también coinciden en la absolutización de lo jurídico, cuya
naturaleza histórica escamotean, con fundamento en Dios, en la natura-
leza, en la Razón en el primer caso, o con fundamento en una hipótesis
gnoseológico-trascendental, una norma de reconocimiento o una ficción,
en el otro” (Cárcova, 1996).
Los críticos, en cambio, comparten la idea de que la ciencia del dere-
cho interviene en la producción de su objeto y lo construye, en tanto lo
explica mediante categorías y conceptos. Así, participa en la realización
de las funciones sociales que le atribuye y fundamenta las ficciones que lo
estructuran. Para dar cuenta del derecho, dicen, no basta con ceñirse a sus
aspectos normativos. Hay una serie de discursos jurídicos típicos “como
la ley”, que preceden a otro conjunto de discursos que versan sobre los
primeros, como la ciencia o la doctrina, y que sólo en apariencia se limi-
tan a la descripción de los primeros.
Los críticos oponen a un concepto reduccionista del derecho, que lo
presenta como pura norma, la concepción que lo caracteriza como una
práctica discursiva, que es social (como todo discurso), y específica (por-
que produce sentidos propios y diferentes a los de otros discursos), y que
expresa los niveles de acuerdo y de conflicto propios de una formación
histórico-social determinada.
El derecho es un discurso social, y como tal, dota de sentido a las
conductas de los hombres y los convierte en sujetos. Al mismo tiempo
opera como el gran legitimador del poder, que habla, convence, seduce y
se impone a través de las palabras de la ley. Ese discurso jurídico institu-
ye, dota de autoridad, faculta a decir o a hacer. Su sentido remite al juego
de las relaciones de dominación y a la situación de las fuerzas en pugna,
en un cierto momento y lugar.
El derecho legitima al poder en el Estado, y en todos los intersticios de
la vida social, a través de la consagración explícita de quienes son sus
detentadores reconocidos. También lo hace de manera más sutil, cada vez
que dice con qué mecanismos es posible producir efectos jurídicos. Sólo
algunos, y bajo ciertas condiciones, podrán contratar, reconocer hijos,
contraer matrimonio, acceder al desempeño de ciertos cargos y aun matar
y morir legalmente. Cada vez que el derecho consagra alguna acción u
omisión como permitida o como prohibida, está revelando dónde reside
el poder y cómo está distribuido en la sociedad.

11
Alicia E. C. Ruiz

Se trata de un discurso que, paradojalmente, al tiempo que legitima las


relaciones de poder existentes, sirve para su transformación. De un dis-
curso cargado de historicidad y de ideología, pero que no reproduce en
forma mecánica la estructura de la sociedad. De un discurso que deposita
en el imaginario colectivo, las ficciones y los mitos que dan sentido a los
actos reales de los hombres. De un discurso que remite para su compren-
sión al poder y, en última instancia, a la violencia. De un discurso que
incluye a la ciencia que pretende explicarlo. De un discurso que es en sí
mismo dispositivo de poder. Que reserva su saber a unos pocos, y hace del
secreto y la censura sus mecanismos privilegiados. (Cf. Ruiz, 1991).
La estructura del discurso jurídico, que articula diversos niveles, encu-
bre, desplaza y distorsiona el lugar del conflicto social y permite al derecho
instalarse como legitimador del poder, al que disfraza y torna neutral. Como
advierte Foucault, “el poder es tolerable sólo con la condición de enmasca-
rar una parte importante de sí mismo. Su éxito está en proporción directa
con lo que logra esconder de sus mecanismos... Para el poder el secreto no
pertenece al orden del abuso, es indispensable para su funcionamiento”.
El discurso del derecho es ordenado y coherente. Desde ese orden y
esa coherencia genera seguridad y confianza en aquellos a quienes su
mensaje orienta. Es un discurso peculiar, que aparece como
autosuficiente y autorregulado en su producción, y crea la impresión
de que su origen y su organización sólo requieren de la razón para ser
aprehendidos, y que su modo de creación y aplicación depende exclu-
sivamente de su forma.
Es un discurso que, en una formidable construcción metonímica, ex-
hibe uno de sus aspectos como si éste fuera la totalidad. Lo visible es la
norma y, por ende, el derecho es la “ley”. Esta equívoca identificación del
derecho con la Ley necesita ser asumida en toda su magnitud. No es por
error, ignorancia o perversidad que el sentido común y la teoría jurídica
han coincidido tantas veces en la historia de la ciencia y de la sociedad, en
esa identificación del derecho con la ley, y en la posibilidad de pensarlo
separado de lo social y de lo ideológico. (Cf. Ruiz, 1991)
Los críticos cuestionan la tradición teórico-jurídica que enfatizó los
aspectos formales del derecho, olvidando sus aspectos finalistas; que
desconoció el fenómeno de su historicidad, de su articulación con los
niveles de la ideología y del poder; que negó toda cientificidad a un
análisis de la relación entre derecho y política. Sin embargo, no dejan
de advertir que es la propia estructura del discurso jurídico la que

12
Derecho, democracia y teorías críticas al fin del siglo

enmascara y disimula el poder, y habilita las interpretaciones que ga-


rantizan ese ocultamiento y que contribuye a la preservación de la
relación entre derecho y poder.
Las reglas de producción del discurso jurídico son reglas de atribución
de la palabra, que individualizan a quienes están en condiciones de “de-
cir” el derecho. Ese discurso se compone de diversos niveles, el primero
de los cuales corresponde al producto de órganos autorizados para crear
las normas (leyes, decretos, resoluciones, contratos). El segundo nivel está
integrado por las teorías, doctrinas, opiniones que resultan de la práctica
teórica de los juristas y por el uso y la manipulación del primer nivel.
Habrá que incluir aquí, junto a la labor de los juristas, la actuación profe-
sional de los abogados, los escribanos, los “operadores del derecho”, y la
de los profesores y las escuelas de derecho.
Por fin, habrá que dar cabida, en un tercer nivel, a la parte más oculta
y negada del discurso del derecho que se revela en las creencias y los mitos
que se alojan en el imaginario social, sin el cual el discurso del orden se
torna inoperante.
El derecho significa más que las palabras de ley. Organiza un conjunto
complejo de mitos, ficciones, rituales y ceremonias, que tienden a fortale-
cer las creencias que él mismo inculca y fundamenta racionalmente y que
se vuelven condición necesaria de su efectividad. También la teoría deberá
hacerse cargo de explicar esta curiosa combinación de la razón y del mito
que es propia del derecho moderno, que es, por otra parte, el horizonte
histórico sobre el que estas notas se recortan.
El derecho es un saber social diferenciado que atribuye a los juristas,
los abogados, los jueces, los legisladores “...la tarea de pensar y actuar las
formas de administración institucionalizadas, los procedimientos de con-
trol y regulación de las conductas. Ellos son los depositarios de un cono-
cimiento técnico que es correlativo al desconocimiento de los legos sobre
quienes recaen las consecuencias jurídicas del uso de tales instrumentos.
El poder asentado en el conocimiento del modo de operar del derecho se
ejerce, parcialmente, a través del desconocimiento generalizado de esos
modos de operar y la preservación de ese poder está emparentada con la
reproducción del efecto de desconocimiento. (...) La opacidad del dere-
cho es, pues, una demanda objetiva de la estructura del sistema y tiende
a escamotear el sentido de las relaciones estructurales establecidas entre
los sujetos, con la finalidad de reproducir los mecanismos de la domina-
ción social”. (Cárcova, 1996)

13
Alicia E. C. Ruiz

3. No hay pureza posible en la teoría acerca de este discurso, que oculta


el sentido de las relaciones establecidas entre los hombres y reproduce los
mecanismos de la hegemonía social. En el mismo sentido, la pregonada
neutralidad del jurista es sólo una fantasía. Desde esta visión del derecho,
los juristas críticos restauran el vínculo entre el derecho y la política, sin
renunciar a producir teóricamente en el campo del conocimiento.
Las circunstancias socio-políticas, las ideologías predominantes y el de-
sarrollo que la ciencia del derecho había alcanzado a principios del siglo
XX, permiten comprender por qué Kelsen defendió tan ardientemente la
preservación de esa pureza que ha devenido insostenible. Pero los tiempos
que nos toca vivir son otros, y los sistemas de pensamiento con que contá-
bamos ya no sirven para explicarlos. La complejidad creciente, la inestabi-
lidad y la turbulencia de los procesos históricos introducen en el campo
de la ciencia las cuestiones del caos, la catástrofe y la imprevisibilidad.
Entonces toda forma de reduccionismo teórico pierde fuerza explicativa.
El mundo se torna, a un tiempo, más global y más dividido. Au-
mentan la violencia, la discriminación, el racismo y nuevas formas de
la criminalidad. Se agudizan la dualización de la sociedad y la margi-
nalidad. El desempleo y la desprotección de sectores cada vez más
numerosos agravan las desigualdades. Los modos de exclusión y las
asimetrías crecen aceleradamente.
El Estado resultante de la nueva distribución de poder mundial ha
tirado por la borda las adquisiciones del Estado de bienestar y del
populismo distribucionista. Las estructuras políticas tradicionales care-
cen de representatividad, los parlamentos parecen ineficaces, y la justicia,
desvalorizada.

“La democracia formal de los derechos y de los procedimien-


tos –señala Pietro Barcellona– no se halla en situación, como
muestra la historia reciente, de defenderse a sí misma, frente a
fenómenos rastreros de corrupción y de destrucción de las con-
diciones materiales de la libertad realizados por las oligarquías
económicas o políticas. La experiencia cotidiana muestra cuán
difícil es que una representación política liberal no degenere
en una política fraudulenta y no provoque, por disgusto o des-
confianza crecientes, la eterna tentación totalitaria, aunque sea
en formas cada vez más artificiosas, apenas discernibles de las
anteriores a ellas”. (Barcellona, 1992)

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Derecho, democracia y teorías críticas al fin del siglo

El escepticismo, el miedo y la indiferencia caracterizan este fin de siglo


y para muchos, perdidas las certezas, nada queda por hacer. Sin embargo,
paradójicamente, en medio de este ambiente posmoderno, y desde la
década del ochenta, se ha vuelto a discutir acerca de la democracia.
Tal vez porque, como decía Norberto Bobbio, pese a sus promesas
incumplidas y a los obstáculos imprevistos, todavía la democracia exhibe
ventajas y diferencias relevantes con los regímenes autoritarios.
Los grandes temas que preocupan a los cientistas sociales giran en tor-
no a los límites de la democracia, a los contenidos del pacto democrático,
a la resolución de la difícil tensión entre capitalismo y democracia, a las
posibilidades de ampliar y radicalizar la democracia, a los efectos de las
políticas de ajuste y de las ideologías neoconservadoras en la transición y
la post-transición democrática, tanto como en los procesos que ponen en
crisis la gobernabilidad de las democracias “consolidadas”.
Los juristas críticos estamos dispuestos a intervenir en el debate con-
vencidos de que hay que “...remitir la cuestión de la decisión y la política
al campo de la democracia y plantear a su vez el papel de lo jurídico en la
recuperación de la democracia como horizonte real, no sólo formal, de las
relaciones sociales...” (Barcellona, 1992). Y en esa empresa no podemos
eludir “...el escollo que representa la debilidad constitutiva de la demo-
cracia: su condición de sistema circular de legitimidad, garantías y con-
troles, que no se encuentra nunca fundamentado” (Lefort, 1990).
Es que una nota esencial de la democracia es la posibilidad del
cuestionamiento ilimitado de su organización y de sus valores, que nunca
alcanzan un estatuto definitivo, y de allí proviene su extrema e insalvable
vulnerabilidad y su inescindible vínculo con el derecho.
Pietro Barcellona, en el mismo sentido, dice que la democracia consis-
te en un orden infundado y, por ende, en un orden que se hace cargo de
la pluralidad de razones, de la posibilidad de que una gane y otra pierda
sin ser negada definitivamente. “La democracia se atribuye a sí misma la
decisión de dejar fuera del conflicto los puntos no negociables, los relati-
vos a la supervivencia de la pluralidad de razones (...) El tema del conflic-
to evoca el tema de la elección entre alternativas posibles (...) y abre la
cuestión democrática en su punto más alto. No se trata de seleccionar
mediante la competencia electoral a los representantes del poder legislati-
vo, ni de aprobar o ratificar decretos emitidos, se trata de dar forma al
conflicto. (...) Una democracia que decide, presupone el conflicto que la
decisión disuelve y redefine en sus términos...” (Barcellona, 1992).

15
Alicia E. C. Ruiz

Lefort se refiere a la indeterminación radical del sistema democrático,


donde el poder aparece como un lugar vacío, para el que ningún indivi-
duo es consustancial, como lo era el rey o lo es el autócrata (Cf. Lefort,
1990). La sociedad, enfrentada a la prueba de su pérdida de fundamento,
encuentra en el derecho una red de ficciones, mitos y rituales que, desde
el plano de lo simbólico, legitiman el orden democrático, definen la iden-
tidad de los individuos que la componen y articulan las relaciones de
hombres y grupos en una peculiar conformación.
La democracia da legitimidad a lo provisorio, a lo cambiante. Somete
permanentemente la autoridad al juicio de todos. Exhibe la precariedad y
los límites que la caracterizan y, simultáneamente, consagra y declara un
plexo de valores absolutos.
El discurso del derecho provee esa garantía de orden y de seguridad
en un contexto que se organiza en torno a la incerteza y a la indetermi-
nación, pero lo hace “ilusoriamente”, porque no hay nada que asegure
definitivamente y más allá de las prácticas y los rituales repetidos, día a
día por todos nosotros, la perdurabilidad del sistema que, por su propia
naturaleza es siempre cuestionable.
La preservación de las ficciones básicas es la última garantía de la orga-
nización democrática y la única posibilidad de que las ilusiones se concre-
ten. La pérdida de confianza en la legalidad contribuye a su destrucción y
torna incomprensible una realidad compleja en la cual lo heterogéneo, lo
plural y el conflicto emergen a cada paso.
En este marco conceptual, adquieren una extraordinaria relevancia las
palabras de Eligio Resta cuando dice: “Hoy la legalidad tomada en serio,
la legalidad como estrategia y práctica coherente, constituye más que nunca
el poder de los sin poder. (...) Hoy una política de la legalidad es la más
radical de las revoluciones posibles, además de la primera de las revolu-
ciones necesarias. (...) La figura irrenunciable de la democracia no es el
que consiente sino el disidente. El consenso es un principio decisivo, pero
(...) sólo vale en el horizonte de una legalidad rigurosa que reclama, al
mismo tiempo, reconocimiento para el disidente e intolerancia con el que
viola la ley, tanto mayor cuanto más grande sea su poder” (Resta, 1990).
Quiero concluir parafraseando un texto que, en el año 1955, escribiera
Bobbio como prólogo a la investigación sobre la pobreza en un pueblo de
Sicilia de Danilo Dolci: “Las páginas de este libro nos ponen en medio de
las cosas, de esas cosas que no conocíamos, no queríamos conocer o fingía-
mos no conocer. Y son, por un lado, la miseria, el hambre, la locura, la

16
Derecho, democracia y teorías críticas al fin del siglo

desesperación de un pequeño barrio de una pequeña ciudad de Sicilia;


por otro lado la indiferencia, la incuria, la prepotencia de quienes, gran-
des y pequeños, rigen los destinos del estado. Son dos caras de la misma
moneda. Después de haber leído estas páginas, escuchad la resonancia
siniestra que adquieren en vuestro ánimo palabras como democracia, jus-
ticia, derecho, ley. Y quien aferre el sonido nuevo y escandaloso de estas
palabras, adquirirá una singular claridad de mente y libertad de espíritu
para volver a comenzar a hablar, sin orgullos intelectualistas y, por el
contrario, con mucha humildad, moderación y sentido de la dificultad y
de los límites de democracia, justicia, Derecho y ley...”

Bibliografía

Barcellona, Pietro, Postmodernidad y comunidad. El regreso del vínculo


social, Trotta, Madrid, 1992.
Capella, Juan Ramón, Los ciudadanos siervos, Trotta, Madrid, 1993.
Cárcova, Carlos, “Jusnaturalismo y positivismo jurídico: un debate supe-
rado”, en Derecho, Política y Magistratura, Biblos, Buenos Aires, 1996;
y “La opacidad del derecho”, en Derecho, Política y Magistratura, Biblos,
Buenos Aires, 1996.
Derrida, Jacques, “Fuerza de Ley: El Fundamento místico de la autori-
dad”, en Doxa Nº 11, Departamento de Filosofía del Derecho, Uni-
versidad de Alicante, Alicante, 1989.
Lefort, Claude, La invención democrática, Nueva Visión, Buenos Aires, 1990.
Resta, Eligio, “El ambiente de los derechos”, en Italia, años 80, Anales de
la Cátedra Francisco Suárez, Nº 30, Granada, 1990.
Ruiz, Alicia E. C., “Aspectos ideológicos del discurso jurídico”, en Mate-
riales para una teoría crítica del derecho, Abeledo-Perrot, Buenos Aires,
1991; y “Del imposible acto de juzgar”, inédito, 1995.

17
18
Notas acerca de la Teoría
Crítica del Derecho
Carlos María Cárcova

1. Preliminar metódico

Fue Thomas Kuhn quien introdujo en el campo epistemológico la noción


de “paradigma”, aplicada, en principio, a las “ciencias duras” como la física,
la biología, etc. Mediante dicha noción aludía a un conjunto entramado de
conocimientos, prácticas científicas, criterios estandarizados de aceptabilidad
de los enunciados y concepciones acerca de los fundamentos propios de
una determinada rama del saber, compartidos por la comunidad científica
concernida, durante una cierta época más o menos prolongada. Precisamente,
el cambio o ruptura de un paradigma solía implicar, desde su punto de
vista, un progreso o un avance en esa rama del saber, pues ciertos enunciados
considerados hasta entonces aceptables, habían sido refutados por una
experiencia negativa. Y, en la concepción de Kuhn, como mucho antes en la
de Bachelard, el conocimiento sólo avanza a partir de rupturas, de revolu-
ciones, de la sustitución de una red de conocimientos por otra más adecua-
da, esto es, con mayor fuerza explicativa o con mayor capacidad predictiva
o con ambas cosas a la vez.
Los logros científicos de las últimas décadas del siglo que acaba de
abandonarnos, pusieron en zona de turbulencia la estabilidad de muchos
paradigmas de las ciencias duras, de modo que éstas devinieron tan fali-
bles y provisorias como las “blandas”, designación algo despectiva con la
que solía aludirse a las ciencias sociales –también llamadas humanas, del
espíritu, culturales, etc., según épocas y lugares–. De este modo, el em-
pleo del término “paradigma” se ha generalizado y es frecuente su uso,
por ejemplo en las ciencias jurídicas, en las que la literatura especializada
suele hacer referencias al paradigma iusnaturalista, positivista, egológico,

19
Carlos María Cárcova

realista, crítico, analítico, o sistémico, etc. Sin embargo, la noción pierde


aquí la relativa precisión originaria y se torna aun más vaga. Alude, en la
mayor parte de los casos, a un conjunto de principios, a ciertos criterios
metódicos y/o epistémicos, a la existencia o inexistencia de valores. En
verdad, no se precisa mucho más que eso para caracterizar, en trazos gruesos,
una cierta concepción doctrinaria.
Sin embargo, los positivistas vernáculos suelen incurrir en este respec-
to en equívocos teóricos y excesos retóricos, autopresentándose como los
únicos que exhiben un pensamiento completo y sistemático, susceptible
de ser considerado una “auténtica” teoría del derecho. Resulta necesario
rebatir este argumento. Muy por el contrario, es el carácter reductivo y
por lo tanto insuficiente de esa concepción, que sólo considera la dimen-
sión normativa del fenómeno jurídico, dejando “afuera”, esto es, decla-
rando impertinentes, sus dimensiones éticas, políticas, teleológicas, etc.,
lo que facilita la aureola de sistematicidad de la que es portadora. Los
análisis finos de algunos de sus representantes más lúcidos, hace ya tiem-
po, han puesto en crisis esa equívoca convicción.1
Por otra parte, más allá de que existan muchos iusnaturalismos, cómo
restar importancia a una concepción que arranca con los presocráticos, atra-
viesa la antigüedad y la larga Edad Media y constituye el núcleo político-
filosófico de la modernidad; cómo ignorar el carácter sistemático de una
vastísima obra como la de Luhmann, que concibe y explicita una Teoría Ge-
neral del Sistema Social y luego formula desarrollos específicos para cada uno
de los principales subsistemas: la economía, la educación, el derecho, etc.
El aporte que una determinada concepción hace a la construcción de una
Teoría General (en este caso la del Derecho) se define, en realidad, por su
carácter innovativo, por su capacidad para poner en escena, esto es, para develar,
nuevas problemáticas y, consecuentemente, para elaborar respuestas alterna-
tivas. Su talante más o menos sistemático, remite a una cuestión más crucial
de naturaleza epistemológica: ¿Cómo se conoce? ¿Existe una sola epistemolo-
gía (monismo) o cada rama del saber crea y desarrolla sus propios protocolos
de corroboración o admisibilidad de los enunciados que la estructuran (plu-
ralismo)? Este también es un debate que separa aguas en la teoría jurídica.
Nosotros asumimos una concepción pluralista, sobre la que más ade-
lante volveremos. Cabe aquí alertar al eventual lector acerca de la falacia

1. V. Guibourg, Ricardo: Derecho, sistema y realidad, Astrea, Buenos Aires, 1986.

20
Notas acerca de la Teoría Crítica del Derecho

de autoridad que esconden ciertos argumentos. Una cosa es la coherencia


que debe exigirse a cualquier concepción teórica que aspire a ocupar un
lugar en el universo del conocimiento y otra, muy distinta, exigirle que se
despliegue a la manera de una axiomática. El modelo axiomático (un
núcleo de enunciados básicos declarados verdaderos y alguna regla de
inferencia que permita deducir nuevos enunciados a partir de los inicia-
les) ha resultado exitoso aplicado al conocimiento formal como la geome-
tría o la lógica y bastante inservible, en cambio, aplicado al conocimiento
de la interacción humana.
Por tales razones, la denominada “Teoría Crítica del Derecho” se pien-
sa a sí misma como un conjunto de problemáticas consistentemente enla-
zadas, pero “abiertas”. Comprender el fenómeno de la juridicidad implica
dar cuenta de una parte de la interacción humana que, para tornarse
progresivamente más inteligible, exige tener presente, a la manera de un
horizonte de sentido, al resto de la interacción humana. Y, como de ese
“resto” se ocupan otras disciplinas, como la ética, la sociología, la antro-
pología, la economía, etc., la teoría jurídica lejos de cerrarse en un “uni-
verso propio”, sin por ello perder su especificidad, debe recorrer el cami-
no de la multi y transdisciplinariedad.
No existen, pues, textos canónicos de la Crítica Jurídica, ni manuales en
los que puedan encontrarse sus “n” verdades fundamentales. El lector inte-
resado hallará textos, ensayos, libros o artículos, generalmente polémicos y
escasamente pedagógicos, ocupados de cuestiones que, superficialmente
consideradas, aparecen como extrañas al pensamiento ordinario de los ju-
ristas. Por ejemplo, la relación entre el derecho y el poder. El sentido co-
mún jurídico parece indicar que ese no es un tema de los juristas, quienes
no se ocupan de esas cosas, sino de unas técnicas específicas, de institucio-
nes y normas, de pleitos, de códigos, de procedimientos, etc.
Sin embargo, el sentido común, como es sabido, es el menos común de
los sentidos. No es más que un modo de aprehender la realidad, impuesto
por un conjunto de ideas y prácticas dominantes en un momento y lugar
determinados, cuyo propósito fundamental, como el de la ideología en
general, consiste en “naturalizar” lo contingente; en hacer de la
contingencia –por ejemplo, la que refiere al modo en que el poder social
se encuentra distribuido– un dato natural, esto es, incuestionable y per-
manente, como la mismísima rotación de la Tierra. Pero, a poco que se
reflexione, ¿qué son esas técnicas, esas normas, esas instituciones, esos
procedimientos, sino el mecanismo a través del cual, cierta cuota de poder

21
Carlos María Cárcova

social se materializa y se legitima?; ¿qué son los juristas, sino quienes


tienen a su cargo la implementación de tal mecanismo? Si esta consideración
fuera acertada, la relación entre el derecho y el poder no debería ser ajena
a la reflexión de la teoría jurídica.
En los apartados que siguen propondré algunos ejes que, a mi juicio,
son comunes y caracterizan las preocupaciones generales de los autores
que han formulado aportes desde la perspectiva crítica.

2. Algunos rasgos comunes

Es posible ubicar la aparición de la Crítica Jurídica como un movi-


miento teórico de nuevo tipo en el campo del derecho, entre fines de
la década del 60 y principios del 70. Sus manifestaciones eran
heterogéneas pero, claramente, compartían algunos núcleos fundamen-
tales de carácter conceptual.

2.1 Consideraban agotados los grandes paradigmas teóricos vigentes,


el iusnaturalismo en sus distintas versiones y el iuspositivismo, también
en sus distintas versiones. Ese agotamiento, radicaba en la imposibili-
dad de ambos modelos de superar los respectivos reduccionismos que
cada uno de ellos representaba; el de carácter ontologista, en el caso del
iusnaturalismo y el de carácter normativista, en el del positivismo. Tales
reduccionismos impedían a cualquiera de dichas concepciones, dar cuenta
de la complejidad de la época de lo social y, correlativamente, de la
complejidad del derecho. Al focalizar su atención de manera exclusiva y
excluyente en alguna de las dimensiones de un fenómeno multívoco,
resultaban fatalmente insuficientes para entenderlo en aquella comple-
jidad y en su consecuente diversidad. El derecho de la modernidad
tardía es, al mismo tiempo: una tecnología elaborada por siglos, un
discurso justificatorio portador de criterios axiológicos, un modo de trans-
formar poder político en práctica societal, un mecanismo a través del
cual se limita el ejercicio arbitrario de la autoridad y se consagran
garantías recíprocas incluidas en el pacto de convivencia, una ideología
práctica, un saber estilizado, etc. Ninguna posición reductiva, por im-
portante que sea el dato específico sobre el que haga hincapié, podría
mostrarse adecuada, al perder de vista la variedad de fenómenos que
constituían el objeto de su reflexión.

22
Notas acerca de la Teoría Crítica del Derecho

2.2 Con la sutileza que le es propia, Norberto Bobbio, sin duda uno
de los grandes juristas y politólogos del siglo XX, comprendiendo estos
límites, ensayó una inteligente defensa del positivismo, con el que siem-
pre se identificó, aunque desde una perspectiva muy heterodoxa que, como
el mismo sostenía con frecuencia, lo acercaba al pensamiento crítico.2 Así,
distinguió entre un positivismo que denominó “ideológico”, versión ex-
trema, dogmática y ortodoxa; de un positivismo “metodológico”, más
abierto y flexible, cuya identidad fundamental consistía en concebir al
derecho como un dato de la realidad, como una creación práctica e histó-
rica de la evolución social. Naturalmente, desde entonces, ningún positi-
vista se asumió a sí mismo como ideológico. Sin embargo, unos y otros
compartían ciertos presupuestos epistemológicos que la Crítica Jurídica
cuestionaba radicalmente.
Por una parte, la clara asunción de un modelo de tipo explicativista,
importado de las llamadas ciencias duras, como único modo de conocer.
La física era la más desarrollada de las ciencias fácticas, por lo tanto había
que aplicar al conocimiento de lo social ese modelo, básicamente el méto-
do hipotético deductivo y al mismo tiempo los notorios desarrollos en el
campo del conocimiento formal de las lógicas modales. Algunas de estas
ideas ya estaban presentes en el nacimiento del positivismo. Recuérdense
las recomendaciones de A. Comte, el “padre” de la sociología, en su ya
emblemática obra, no por casualidad bautizada “física social”: “...hay que
tratar a los hechos como si fueran cosas...”. El problema consiste en que los
hechos a los que se refieren las ciencias sociales en general y el derecho en
particular, son conducta humana y ésta es difícil de tratar como una cosa,
por ser escasamente pesable o medible. La asunción de un punto de vista
explicativista implica una concepción monista del conocimiento, para la
que hay sólo un modo de conocer, predominantemente el de la física
(fisicalismo), al tiempo que un único enlace entre las proposiciones, el de

2. Afirmaba que un jurista no podía renunciar a la crítica y que su responsabilidad no se


agotaba en la tarea de decir cómo era el derecho, sino en postular, además, cómo debía ser.
(Ver “La función promocional del derecho”, en Bobbio, Norberto: Contribuciones a la Teoría
del Derecho, Valencia, Fernando Torres Editor, 1980). Es también significativo en este respec-
to su ensayo “Kelsen y el poder”, publicado en castellano en Crítica Jurídica, revista de
doctrina de la Universidad Autónoma de Puebla. Allí, luego de un sutil análisis de la idea de
Norma Fundamental, propone reconocer que como fundamento de todo acto originario de
poder, debe identificarse no la existencia de una hipótesis gnoseológica, sino una fáctica
relación de fuerzas, capaz de respaldarlo mediante violencia actual o potencial.

23
Carlos María Cárcova

naturaleza causal (causalismo). En el campo del derecho, la asunción de


estas premisas epistémicas por parte de los autores más representativos,
las más de las veces implícita más que explícitamente, condujo a dicotomías
fundantes, entre ser y deber ser, derecho y moral, derecho y política, etc.,
que la Teoría Crítica también ha rechazado decididamente.
Tales dicotomías, presentes de manera especial en la Teoría Pura del De-
recho de H. Kelsen, pero también –con leves variantes– en la obra de otros
filósofos positivistas o de la llamada corriente analítica, no sólo han sido
objetadas por los críticos, sino también por las escuelas y autores más repre-
sentativos de la actualidad, v. gr.: los comunitaristas (Walzer, Taylor,
Buchanan, Sanders, etc.) y otros como Rawls, Dworkin, Habermas,
Luhmann, etc. Al contrario, todas estas concepciones, por distintos caminos
y sobre la base de también distintos presupuestos, intentan mostrar la co-
implicación recíproca de estas polaridades: facticidad y validez, derecho y
moral, política y derecho. Al hacerlo, no están renunciando a formular des-
cripciones científicas de su objeto, están rechazando una descripción que fue
dominante durante varias décadas, pero que se muestra hoy esclerosada e
insatisfactoria. Naturalmente, para concretar su propósito deben cuestionar y
desplazar los puntos de partida metódicos del positivismo y optar por otros.
En algunos de estos pensadores, una suerte de neo-aristotelismo; en otros un
elaborado neo-kantismo; en otros un macizo esfuerzo innovativo (autopoiesis
sistémica); en el caso de la Teoría Crítica, en mi opinión, predomina un
modelo metódico de tipo dialéctico-comprensivo. La dialéctica en su tránsito
de Hegel a Marx y la comprensión, en la tradición que arranca con Dilthey y
pasa por autores como Weber, Schutz, Winch, Wittgenstein, Gadamer, Ricoeur,
Davidson, etc. Ello sin perjuicio además, de otras notorias influencias que
han dejado su marca: la Escuela de Frankfurt, Bachelard, el estructuralismo
marxista, Foucault, Derrida, etc.

2.3 Esos puntos de partida ponen en crisis la llamada “filosofía de la con-


ciencia” y su propósito de explicar los fenómenos de funcionamiento y legiti-
mación de lo social, a través del criterio de la elección racional (rational choice).
Heredera del utilitarismo, esta concepción intenta describir la interacción
social mediante el cálculo racional que los sujetos realizarían en cada caso,
procurando la optimización de sus beneficios. De este modo, la sociedad es
vista como el resultado deliberado y consciente de la actividad de sujetos
incondicionados, actuando según la lógica de la relación costo-resultado. Para
las filosofías críticas, en cambio, no son los sujetos los que constituyen la

24
Notas acerca de la Teoría Crítica del Derecho

sociedad, sino que es ésta la que constituye a los sujetos, determinándolos a


través de complejos procesos de socialización, que le otorgan identidad y
reconocimiento dentro del grupo y que, al unísono, le inculcan valores, com-
portamientos, visiones del mundo, etc. Se trata de una concepción que se
distingue de la antropología etno y antropocéntrica de cuño liberal, para
inclinarse por una visión estructural-sistémica de lo social y de sus diversas
manifestaciones, entre ellas, las de naturaleza jurídica. Por esa razón, privile-
gian un análisis funcional del derecho que, según la conocida clasificación de
Bobbio, se ocupa de sus fines sociales, por sobre un análisis estructural, que se
ocupa sólo de su carácter más o menos sistemático, o sea, de las propiedades
lógicas del discurso normativo (completitud, consistencia, decibilidad).

2.4 Para terminar este apartado, debe subrayarse el valor y la importancia


que la Crítica Jurídica ha atribuido al fenómeno de la “ideología” en la Teoría
del Derecho. Esto es, en términos muy latos, al conjunto de representaciones
sociales que son producto de las relaciones de poder establecidas y con fre-
cuencia funcional para su histórica reproducción. He tratado en otros textos
la relación entre derecho e ideología y a ellos remito al lector interesado.3

3. Distintas corrientes de la Crítica Jurídica

En el primer mundo, tres han sido las líneas más representativas de la


Crítica Jurídica. Por una parte, el movimiento liderado en Francia por Michel
Miaille e integrado por un importante y destacado número de juristas
preponderantemente dogmáticos, esto es, especializados en algún área
particular del derecho, entre ellos, Antoine Jeammaud, M. Jeantin, J.
Michael, Ph. Dujardin, J. J. Gleizal, G. De la Pradelle, D. Rondil, etc. Su
intento fue el de desarrollar una teoría jurídica desde la perspectiva del mate-
rialismo histórico. Probablemente la ortodoxia de la propuesta constituyó su
propio límite. Sin embargo, muchos aportes de innegable importancia son
hoy la herencia del movimiento, sobre todo en relación con el derecho
público y el rol del Estado en las sociedades de este fin de siglo.

3. Cf. Cárcova, Carlos: “La idea de ideología en la Teoría Pura del Derecho”, Buenos Aires, Ed.
Cooperadora, 1972; “Derecho y marxismo”, en Derecho, Política y Magistratura, Buenos Aires, Biblos,
1996; La opacidad del derecho, Madrid, Trotta, Madrid, 1998.

25
Carlos María Cárcova

Por otro lado, en Italia la corriente del “Uso Alternativo del Derecho”, en
la que militaron autores de la talla de Barcellona, Ferrajoli, Senese, Accatatis
y muchos otros. Tuvieron una marcada influencia además de en su país de
origen, en España y postularon una interpretación alternativa de las nor-
mas jurídicas, a partir de las anfractuosidades, vacíos y lagunas semánticas
del discurso del derecho, de suerte que dejara de ser un instrumento de
justificación de la opresión política y social y pasara a ser un instrumento
capaz de servir los intereses históricos de los desposeídos, de los discrimina-
dos, de los desfavorecidos. Sus elaboraciones doctrinales tuvieron una gran
influencia en el pensamiento de los jueces progresistas y fueron determi-
nantes en el surgimiento de la sindicalización judicial en muchos países y
en el diseño de programas de acción para agrupaciones tales como “Magis-
tratura Democrática” de Italia o “Jueces para la Democracia” de España.
Por último, debe mencionarse al movimiento de los “Critical Legal Studies”,
de origen anglosajón, que posee manifestaciones importantes en Inglaterra
(Peter Fitzpatrick y Bernard Jackson, entre otros) y en EE.UU. (Duncan
Kennedy, Roberto Unger, Robert Gordon, etc.). Entre estos autores ha
predominado una concepción “deconstructivista”, no sólo por la influencia
del pensamiento derridiano, sino también por el declarado propósito de
exhibir los límites ideológicos del derecho aplicado, su generalizado modo
de operar como mecanismo de reproducción del poder y de la dominación
social. Algunos, sin embargo, no rechazan la posibilidad de basar en la
crítica de los paradigmas tradicionales un modelo reconstructivista que per-
mita dar cuenta del derecho de la postmodernidad (Unger).
En cualquier caso, todas estas corrientes han pasado, paulatinamente,
de la denuncia y la crítica radical, a planteos teóricos más elaborados que
han contribuido a renovar, de manera considerable, el debate doctrinal.4
La influencia italiana y francesa ha tenido mayor fuerza en países como
México, Brasil y Argentina. La influencia anglosajona parece predominante
en países como Perú y Colombia. De todos modos, América Latina posee
un perfil propio y movimientos de juristas críticos de relevancia, que vienen
desplegando temáticas originales y análisis de considerable profundidad.

4. Me he ocupado con mayor detenimiento de las perspectivas críticas en Italia y Francia en


“Teorías Jurídicas Alternativas”, en Derecho, Política y Magistratura, op. cit. Para ampliaciones
acerca de los Critical Legal Studies ver Pérez Lledó, Juan: El movimiento Critical Legal Studies,
Madrid, Tecnos, 1996; Tushnet, Mark: “Critical Legal Studies: A Political History”, en 100
Yale Law Journal, 1991.

26
Notas acerca de la Teoría Crítica del Derecho

4. Factores que explican la emergencia de teorías


alternativas en América Latina

Vuelvo aquí sobre algunas ideas que sobre el mismo asunto he desarro-
llado de manera más extensa en un trabajo anterior, mencionado ya en la
nota número 4.

4.1 Como se recordará, en la década del 60 la denominada “Alianza para el


Progreso” fue un plan político y económico de EE.UU., de inspiración
kennedysta, destinado a reformular las bases de sustentación de la hegemonía
norteamericana en el subcontinente. Propendía a una reorganización de la
dependencia, basada en una mayor integración mediante la implementación
de las denominadas políticas desarrollistas, representadas en el Cono Sur por
Kubitchek en Brasil y Frondizi en la Argentina. En los papeles, se trataba de
un pequeño plan Marshall para América Latina, que supondría considerables
inversiones acompañadas, al mismo tiempo, por una vigorosa modernización
de las estructuras políticas atadas, pese a las enfáticas declaraciones democrá-
ticas y republicanas de nuestras formalmente actualizadas constituciones, a
las formas más primitivas del clientelismo, el caudillismo o el coronelismo.
Más allá de las inversiones reales, de las que hubo pocas en la región,
una importante cantidad de dinero se destinaría al financiamiento de
investigaciones sobre cuestiones relativas al funcionamiento del Estado,
sistemas políticos, organización judicial, acceso del justiciable a la juris-
dicción, sistemas informales de resolución de conflictos, etc. Dichas
investigaciones, ligadas en general a las concepciones desarrollistas, que
daban fuerte impulso a los estudios empíricos referidos al funciona-
miento material de las instituciones, atrajeron a muchos jóvenes juris-
tas interesados en explorar el papel del derecho en el cambio social. Los
estudios de derecho tradicionales, en los que predominaban las visiones
formalistas y los modelos especulativos, no constituían un marco ade-
cuado para esos emprendimientos, razón por la cual muchos de ellos
fueron a la búsqueda de otros marcos disciplinarios (la sociología o la
antropología jurídica; la teoría política); otros, comenzaron a explorar
la formulación de paradigmas jurídicos que permitieran reflexionar acerca
de las dimensiones sociales del derecho, ausentes, como ya se ha dicho
en las concepciones jurídicas habituales.
4.2 A inicios de la década del setenta, otro episodio produjo un fuerte
impacto en el universo conceptual de juristas y cientistas políticos, en

27
Carlos María Cárcova

especial de quienes adscribían al marxismo. La Unidad Popular, el frente


político de Salvador Allende, triunfa electoralmente en Chile y se pro-
pone nada menos que instaurar el socialismo por la vía democrática.
Surge así la problemática llamada de la “transición pacífica al socialismo”
que exige revisar, con urgencia, las categorías tradicionales que bajo la
inspiración de Stucka, Vichinsky o Pashukanis, reducían el derecho a
mero “reflejo” de las relaciones de producción o a “expresión de voluntad”
de la clase dominante. Se hacía preciso ahora responder al desafío histó-
rico, y entender y teorizar la capacidad que la instancia jurídica poseyera,
para funcionar como agente de transformación.
A esta demanda fáctica se sumaban los profundos cambios que en la
teoría marxista en particular y en el pensamiento de izquierda en general,
se verificaban en la época, sobre la base de la relectura de la obra gramsciana
y la influencia de autores como Althusser, Poulantzas, Colletti y otros, en
el plano conceptual, tanto como la emergencia del “eurocomunismo”, en
el plano de la realidad histórica inmediata. El tradicional desdén hacía el
estudio del derecho en estas corrientes, vino a ser reemplazado por un
creciente interés teórico que, a no dudarlo, ejerció, en esa década, notoria
influencia en el subcontinente americano.

4.3 Por fin, este sesgo que intentamos describir en relación con los
estudios teóricos del derecho, se profundiza, pocos años después, de ma-
nera dramática. El proceso chileno fue interrumpido en 1973 por el
golpe pinochetista; el gobierno constitucional en la Argentina, de efí-
mera duración, fue derrocado en 1976 por los militares que encabezó Videla.
Uruguay sigue la misma suerte. Brasil es gobernada desde 1964 por las
fuerzas armadas. Se inicia en la región un período signado por la represión,
el terrorismo de estado, la desaparición forzada de personas y la violación
sistemática y descarnada de los más elementales derechos humanos.
Se comprende entonces, al precio más alto, el valor de las instituciones
democráticas y la importancia estratégica de la defensa de los derechos
humanos. Democracia y derechos humanos son las nuevas categorías de
la acción política y resulta necesario teorizarlas.
Digo, pues, que la articulación de todos estos factores que histórica-
mente se suceden en la región, explica también la aparición y desarrollo
de nuevos modelos de pensamiento jurídico y social, de prácticas jurídi-
cas alternativas, de revalorización de la democracia y la participación ciu-
dadana y de juristas que, afirmando las ideas del garantismo, necesariamente

28
Notas acerca de la Teoría Crítica del Derecho

ligado al valor de la legalidad, no por ello reifican la norma, ni soslayan el


debate acerca de la justicia. No ya de la justicia de los dioses, ni de la
justicia de las intuiciones esencialistas, sino de una justicia humana fali-
ble, pero también perfectible; histórica y contingente, exenta de sujetos
privilegiados que la edicten y producto dialógico de la tolerancia y el
reconocimiento recíproco de los sexos, las razas y las ideologías.

5. La teoría crítica en la Argentina

En 1975 se celebró en la Universidad de Belgrano, en Buenos Aires,


un Congreso Internacional de Filosofía Jurídica, en el cual fueron presen-
tados los primeros trabajos que expresarían a esta corriente, que surgía
más o menos en la misma época que “Critique du Droit” y que contaba
entre sus inspiradores a Enrique Marí, Alicia Ruiz, Ricardo Entelman y
al autor de estas líneas, entre otros.
En la base de su preocupación se hallaba una clave epistemológica. Procu-
raban poner en juego categorías teóricas que permitieran dar cuenta de los
anclajes del derecho con las formas históricas de la socialidad, para lo cual,
ciertamente, carecían de utilidad las que provenían de las teorías tradiciona-
les. Sostenían la necesidad de hacer pertinente el aporte de una teoría de la
ideología que se hiciera cargo de los niveles del imaginario social y su articu-
lación múltiple con el mundo de las normas, las prácticas institucionalizadas,
el saber de los juristas y las representaciones de los súbditos.
Impugnaban la pretensión hegemónica y el reduccionismo de las co-
rrientes normativistas que implicaban un puro juego de disposición y
organización metodológica de lo jurídico, con su secuela de preterición y
olvido de lo social.
Para ello se basaron en categorías provenientes del materialismo, pero
en un contexto heterodoxo que, en su misma base epistemológica, se nu-
tría de una tradición francesa distinta y a veces distante del marxismo,
como era el caso de la representada por autores como Bachelard, Can-
guilhem o Foucault.
Ciertamente, el conocimiento de “Critique du Droit” fue importante e
influyente pero, a diferencia de la corriente francesa, la argentina intentó de
inicio un camino más ecléctico. Permeaba la idea de que, para dar cuenta de
la especificidad de lo jurídico, era menester comprender también la totali-
dad estructurada que lo contenía, es decir, la totalidad social y que, para

29
Carlos María Cárcova

ello, se necesitaba constituir un saber que se desplegara como lugar de in-


tersección de múltiples conocimientos: históricos, antropológicos, políti-
cos, económicos, psicoanalíticos, lingüísticos, etc. Por ello, en los trabajos
que se fueron desarrollando, se encuentran categorías provenientes de mu-
chas de esas disciplinas, enlazadas en un intento de síntesis productiva. No
mediante un ingenuo recurso de mera adición, sino siguiendo la propuesta
de Canguilhem: “trabajar un concepto es hacer variar su extensión y com-
prensión, generalizarlo por la incorporación de rasgos de excepción, expor-
tarlo fuera de su región de origen, tomarlo como modelo, en síntesis, con-
ferirle por transformaciones regladas, la función de una forma”.5
Procuraban, además, generar una teoría crítica en un doble sentido;
por un lado, exhibiendo los límites de las concepciones aceptadas, es de-
cir, crítica de la teoría; por el otro, no sólo describiendo un determinado
campo objetivo, sino también, en la tradición de las filosofías críticas,
coadyuvando a su transformación: en esto, teoría crítica.
Estos señalamientos, según creo, permiten tener una idea de las pre-
ocupaciones iniciales. Para desarrollos más específicos y exhaustivos remi-
to al lector interesado al prólogo del libro El Discurso Jurídico y al ensayo
incluido en él, “Aportes a la formación de una epistemología jurídica”,
ambos de Ricardo Entelman.6
Me parece pertinente, teniendo en cuenta los límites de este trabajo,
reseñar, muy sintéticamente por cierto, algunas de las problemáticas que
el aporte de la teoría crítica en la Argentina, ha puesto en escena, en la
convicción de que ellas abren un camino teóricamente productivo.
El derecho ha sido pensado como una práctica social específica que
expresa y condensa los niveles de conflicto social en una formación histó-
rica determinada. Esa práctica es una práctica discursiva, en el sentido
que la lingüística atribuye a esta expresión, esto es, en el sentido de un
proceso social de producción de sentidos.
Diversos aspectos del discurso jurídico han sido tematizados, como por
ejemplo, el que refiere a su homogeneidad. Marí ha sostenido que en él
“...no hay uniformidad semántica. Su modo de constitución es un proceso
no continuo. Una decisión judicial (tomada como discurso-tipo, aun cuando
no existan razones para no extender el análisis a otras unidades de discurso

5. Canguilhem, Georges: Lo normal y lo patológico, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971.


6. Ambos textos en AA. VV., El discurso jurídico, Hachette, Buenos Aires, 1982.

30
Notas acerca de la Teoría Crítica del Derecho

como las normas, por ejemplo) tiene un proceso de formación, descompo-


sición y recomposición en el cual intervienen otros discursos que, diferentes
por su origen y función se entrecruzan con él. Entre el proceso de forma-
ción y el producto final formado, hay una ruptura, una distancia, una bre-
cha. Este resultado no es una operación deductiva que descubre significa-
dos ya presentes en la norma como esencia. Tampoco es una ‘creación’ judi-
cial que pueda ser interpretada como decisión individual. En todo caso la
decisión refleja la relación de fuerzas de los discursos en pugna...”
En muchas ocasiones –como lo muestra la descripción de Foucault en
el caso Pierre Riviere, que sirve de base a la investigación de Marí– un
discurso ausente es el condicionante que define el modo de constitución
y el sentido del discurso del derecho, pudiendo provenir de demandas
del subsistema económico (modo de organización del sistema producti-
vo) o político (razón de estado) o moral, etc. “El discurso jurídico debe,
pues, comprenderse y evaluarse no sólo por lo que descarta de sí, sino por
lo que atestigua con esa exclusión”.7
Este planteo cuestiona la simplificación reductiva del positivismo e ins-
tala nuevas dimensiones para ciertos temas tradicionales de la jusfilosofía.
Respecto de las reglas de formación y estructura del discurso jurídico ha
sostenido Entelman: “...El discurso jurídico se hace cargo de ser el discurso
del poder, pero no porque tiene que vérselas con las normas que atribuyen
los poderes o con las menciones normativas de los hombres transformados
en sujetos de derecho, sino porque es el discurso cuyo propio proceso de
producción consiste en la expresión de los lugares de la trama del poder
establecido en y por las prácticas sociales.(...) Las reglas de producción del
discurso jurídico son reglas de designación. Ellas individualizan a quienes
están en condiciones de ‘decir’ el derecho. La norma fundamental (Kelsen)
o la regla de reconocimiento (Hart) definen las expresiones que integran
válidamente el derecho pero no por su estructura sintáctica o su referencia
semántica, sino por vía de la designación de quienes pueden emitirlas. (...)
En el discurso jurídico se muestra lo que se muestra y se dice lo que se dice
para ocultar lo que se quiere ocultar y callar lo que se quiere callar. Las
ficciones y los mitos no están allí sino para hacer funcionales determinadas
formas de organización del poder social”.

7. Marí, Enrique E.: “‘Moi, Pierre Rivière...’, y el mito de la uniformidad semántica en las
ciencias jurídicas y sociales”, en AA. VV., El discurso jurídico, op. cit.

31
Carlos María Cárcova

“El discurso jurídico reconoce distintos niveles. El primero


corresponde al producto de los órganos autorizados para ‘ha-
blar’: normas, reglamentos, decretos, edictos, sentencias, con-
tratos. Este nivel es autosuficiente en su producción y su re-
producción. Consagratorio de figuras y ficciones y auto-
rresguardado a través de la palabra delegada, en su reproduc-
ción y en su comunicación.
El segundo nivel del discurso jurídico está integrado por las
teorías, doctrinas, opiniones que resultan de la práctica teórica
de los juristas y por las alusiones de uso y manipulación del
primer nivel o sea por la práctica de los abogados, escribanos y
‘operadores en general’.
Finalmente, el tercer nivel es donde se juega el imaginario de
una formación social. Es el discurso que producen los usua-
rios, los súbditos, los destinatarios del derecho, en un juego de
creencias, de desplazamientos y de ficciones.
Estos niveles constituyen una totalidad de sentido en un pro-
ceso de intertextualidad que registra el efecto de unos en rela-
ción con los otros.”8

El discurso jurídico se articula con ficciones y mitos. Una de sus ficcio-


nes fundantes es la noción de “sujeto de derecho”. Dice Alicia Ruiz:

“La estructura del derecho moderno se organiza y se sostiene


en torno a la categoría de ‘sujeto’. Discutir esta noción, des-
montarla, supone someter a revisión todo el discurso jurídico.
El sujeto de derecho, libre y autónomo, es una categoría histó-
rica propia de una forma peculiar de lo social y de la política,
de una cierta organización de lo simbólico y de un peculiar
imaginario social. Ese sujeto libre para actuar y con autono-
mía de voluntad para decidir, corresponde a una manera de
conceptualizar al hombre y a su naturaleza.
El hombre, lo humano, no son realidades dadas que preexistan
al discurso que los alude.

8. Entelman, Ricardo: “Discurso normativo y organización del poder”, en AA. VV., Materiales
para una Teoría Crítica del Derecho, Buenos Aires, Abeledo Perrot, 1991.

32
Notas acerca de la Teoría Crítica del Derecho

En el derecho siempre hay un hombre interpelado como si su


constitución como tal (como hombre) fuera precedente a ese
derecho. Sin embargo la complejidad de la cuestión reside,
justamente, en explicar cómo el derecho interpela al sujeto
que al mismo tiempo constituye.
Cuando la ley nos nombra como ‘padre’ u ‘homicida’, ‘comer-
ciante’, ‘mayor de edad’, ‘fallido’, ‘deudor’, ‘acreedor’, en cada
una de esas maneras de mencionarnos pareciera que nosotros, cada
uno de nosotros, existe ya como sujeto. En este supuesto reside la
estructura ficcional que mantiene la integridad del discurso. Es
como si en el origen hubiese un sujeto al cual calificar, permitir,
prohibir y fuera por esto que la ley puede aludirlo, otorgarle un
lugar en el campo de la legitimidad o excluirlo de él.
Si en el discurso jurídico la regla de formación básica es una regla
de atribución de la palabra, la distribución, extensión y caracte-
rísticas de esa autorización se corresponde con algún diseño de lo
humano, y con una forma definida de mentar los actos que ejecu-
ta: lo ilícito, lo lícito, la libertad, la responsabilidad, la imputa-
ción, lo doloso, lo culposo, la ubicación de la sanción en la red de
conceptos básicos, la distinción entre lo público y lo privado, el
papel reconocido a la violencia, los mecanismos admitidos para
obtener consenso, la direccionalidad de la represión. En este sen-
tido todo derecho consagra un cierto humanismo, aun el más
bárbaro en sus prácticas y aberrante en sus principios.
Desde la institución jurídica los hombres toman conciencia
de sí, se ven siendo como dicen que son las palabras con las
que se los alude. Uno aprende que la ley existe al mismo tiem-
po que queda definitivamente marcado por su ingreso al mun-
do de lo jurídico. Y al mismo tiempo los hombres no inventan
el derecho después de estar constituidos como sujetos, como
no hacen la historia sin ser parte de esa historia.”9

Este discurso jurídico tiene una función paradojal que se explica en la


doble articulación del derecho con la ideología y con el poder. En un
trabajo de hace unos años, sostuve:

9. Ruiz, Alicia E. C.: “La ilusión de lo jurídico”, en AA. VV., Materiales para una Teoría Crítica
del Derecho, op. cit.

33
Carlos María Cárcova

“El derecho es una práctica de los hombres que se expresa en


un discurso que es más que palabras, es también comporta-
mientos, símbolos, conocimientos. Es lo que la ley manda pero
también lo que los jueces interpretan, los abogados argumen-
tan, los litigantes declaran, los teóricos producen, los legisla-
dores sancionan o los doctrinarios critican. Y es un discurso
constitutivo, en tanto asigna significados a hechos y palabras.
Esta compleja operación social dista de ser neutral, está im-
pregnada de politicidad y adquiere dirección según las formas
de la distribución efectiva del poder en la sociedad. Es un dis-
curso ideológico en la medida en que produce y reproduce
una representanción imaginaria de los hombres respecto de sí
mismos y de sus relaciones con los demás. Los estatuye como
libres e iguales, escamoteando sus diferencias efectivas; declara
las normas conocidas por todos, disimulando la existencia de
un saber monopolizado por los juristas y un efecto de desco-
nocimiento por ellos mismos producido. Es decir, es ideológi-
co en la medida en que oculta el sentido de las relaciones es-
tructurales establecidas entre los sujetos con la finalidad de
reproducir los mecanismos de la hegemonía social. Este ocul-
tamiento es a la vez productor de consenso, pues el derecho
ordena pero convence, impone pero persuade, amenaza y dis-
ciplina. Hecha mano al par represión-ideología. No es sólo
violencia monopolizada: es también discurso normalizador y
disciplinario. Pero a la vez que cumple un rol formalizador y
reproductor de las relaciones establecidas, también cumple un
rol en la remoción y transformación de tales relaciones, posee a
la vez una función conservadora y renovadora. Ello es así, por-
que como discurso ideológico elude pero también alude. Al
ocultar, al disimular, establece al mismo tiempo el espacio de
una confrontación. Cuando promete la igualdad ocultando la
efectiva desigualdad, instala además un lugar para el reclamo
por la igualdad.
Por el otro lado, como discurso que instituye órganos, consa-
gra prerrogativas y constituye a los sujetos, sacraliza y reconduce
el poder. Pero el poder no es un instrumento o una cosa que
unos posean y de la cual los otros carezcan. Es una relación, una
situación estratégica en el seno de una sociedad determinada,

34
Notas acerca de la Teoría Crítica del Derecho

como dice Foucault. Donde hay poder hay resistencia, y la


resistencia es interior a la relación de poder. No hay poder sin
dominador, pero tampoco hay poder sin dominado, y esta re-
lación es cambiante, dialéctica, histórica. El papel del derecho
depende, pues, de una relación de fuerzas en el marco del con-
flicto social. En manos de grupos dominantes constituye un
mecanismo de preservación y reconducción de sus intereses y
finalidades, en manos de grupos dominados, un mecanismo
de defensa y contestación política, por lo tanto, de cambio
social. La problemática de los derechos humanos, tan conspi-
cua en este momento, puede proporcionar un ejemplo de lo
expresado. Las declaraciones de derechos y garantías consagra-
das por las legislaciones modernas, las más de las veces con
alcance puramente formales, pudieron ser miradas por esto
mismo, con cierto escepticismo. Miradas sólo como recurso
legitimante y tranquilizador que prometía lo que precisamen-
te no otorgaba. Sin embargo, en momentos de graves crisis, en
que los niveles de conflicto se acentúan, ese discurso mera-
mente ideológico se transforma en una formidable herramien-
ta de lucha, de denuncia y de resistencia a la opresión.
Este aspecto paradojal del derecho y una concepción
relacionista del poder son un punto de partida para nuevas
investigaciones en torno al análisis funcional del derecho.” 10

Las citas que he propuesto precedentemente, muestran tractos del


desarrollo de las problemáticas a las que aludiera al inicio de este apar-
tado: el derecho como práctica social discursiva; la estructura, funcio-
nes y niveles del discurso; su discontinuidad semántica y las operacio-
nes de poder que están en la base de su presunta uniformidad; el dere-
cho y su articulación con lo ilusorio en la constitución de categorías
estratégicas como la del “sujeto”; su articulación con la ideología y el
poder como relación, que permiten definir su doble, paradojal función.
Nuevas problemáticas se han sumado a las anteriores, en trabajos ac-
tuales no sólo producidos por los primeros representantes de las corrientes

10. Cárcova, Carlos María: “Las funciones del derecho”, en AA. VV., Materiales para una Teoría
Crítica del Derecho, op. cit.

35
Carlos María Cárcova

críticas en nuestro país, sino también por un extenso número de jóve-


nes discípulos o secuaces (en el buen sentido, de seguidores), que ya
ocupan posiciones académicas destacadas y cuentan con una importan-
te producción teórica.11 Sin embargo, excedería el propósito de estas
notas hacer un recuento de todas ellas. Baste señalar que han abarcado
cuestiones, tales como las epistemológicas, el multi-culturalismo, las de
género y ciudadanía, la relación derecho/literatura o el tema de la com-
plejidad del sistema social y su multivocidad comunicacional, la opaci-
dad del discurso del derecho, etc.

6. La Teoría Crítica y sus interlocutores


caracterizados

Actualmente las teorías éticas, políticas, sociales y jurídicas, han aban-


donado los compartimientos estancos y se interceptan en un productivo
espacio de elaboración transdisciplinal. Por eso, no debe sorprender que
los juristas se ocupen de la economía o de la literatura o del psicoanálisis
o del tiempo (Posner, Dworkin, Legendre, Ost), a la vez que economistas,
antropólogos o psicoanalistas se ocupan del derecho.
Para terminar estas notas mencionaré a algunos de los pensadores con-
temporáneos –por lo dicho, no necesariamente juristas– con los que la
Crítica Jurídica dialoga con mayor frecuencia, para enriquecerse, para trans-
formarse o para polemizar. El listado es, claro está, personal y subjetivo, al
tiempo que necesariamente incompleto. Sin embargo, creo que da cuenta
de un campo problemático significativo para aquella corriente, que con-
tribuye a caracterizarla y definirla.
Dialoga con Habermas, cuando éste reconduce la negatividad del ata-
que post-estructuralista, hacia una crítica constructivista de la “democra-
cia realmente existente”.
Con Foucault, cuando, al contrario de Habermas, busca no las res-
puestas universales, sino la contingencia que ha hecho de nosotros lo que
somos, para encontrar también la posibilidad de no ser lo que somos.

11. Con el riesgo asumido de incurrir en involuntarias omisiones corresponde citar entre
otros los trabajos de Claudio Martyniuk, Christian Courtis, Diego Duquelsky, Jorge Douglas
Price, Patricia Servatto, Lucia Assef, etc.

36
Notas acerca de la Teoría Crítica del Derecho

Con Vattimo, cuando nos define como una sociedad de comunicación,


que obsta a la unificación producida por los grandes relatos y nos devuelve
diferencia, pluralidad, multiculturalidad y, con ello, complejidad y riesgo
pero, al mismo tiempo, oportunidad.
Con Rorty, cuando percibe que la verdad no se descubre sino que se
fabrica al interior de juegos del lenguaje, en el seno de una sociedad de-
mocrática y tolerante.
Con Laclau, cuando subraya el carácter contingente y precario de toda
objetividad y, en consecuencia, la historicidad del ser y el carácter discur-
sivo de la verdad, como condiciones de la emancipación.
Con Luhmann, cuando aporta su refinado aparato analítico y devela el
carácter azaroso de la evolución social en el proceso de su diferenciación
funcional, marcada por la complejidad, la paradojalidad y la autología
del sistema y de los subsistemas sociales.
Como se advierte, relaciones plurales y no siempre consistentes, por-
que la teoría crítica privilegia las turbulencias de la razón dialógica, a la
reductiva serenidad de la razón monológica.

7. Consideraciones finales

La Teoría Crítica es aún, según he tratado de mostrar, un proyecto


inconcluso y en desarrollo. Ninguno de sus seguidores, está demasiado
convencido de que sea posible –y ni siquiera deseable– que ella alcance
una constitución definitiva. Más allá de las tareas de sistematización, de
desagregación, de pormenorización que aún demanda, su cristalización
teórica resultaría contradictoria con su talante crítico y abierto.
Quizás alcance con el reconocimiento, el espacio y la consideración
que ya posee en los trabajos e investigaciones de juristas teóricos y dog-
máticos, aunque más no sea para discutir o rechazar sus conclusiones.
Con ello, habrá aportado a la constitución de un discurso de saber que,
por su propia naturaleza, no puede ser sino vivo y controversial.
He pretendido en estas notas, describir en forma breve y esquemática,
el desarrollo de los estudios teóricos críticos acerca del derecho, abarcan-
do temas muy diversos, cada uno de los cuales merecerían muchas más
páginas. Expreso de antemano mis disculpas por las muchas omisiones en
las que, seguramente he incurrido y de las que resultaré responsable. Sólo
puedo alegar en mi defensa que ellas fueron inocentes. Por otra parte,

37
Carlos María Cárcova

como dijera ya en otro texto de similares características, al llevar a cabo la


tarea, he tenido que reconstruir una historia y, carente de conocimientos
específicos, me asalta la duda de si habré sido fiel a los hechos o si ciertos
efectos que he enlazado a ciertas causas, no son sólo un resultado cons-
truido ex post facto.
Si así fuera deberá atribuirse no a una actitud deliberada, sino a la
fuerza con que el presente, determina la aprehensión del pasado.

38
Diferentes modos de acceso
a la articulación entre derecho
y psicoanálisis

Enrique E. Marí

Si uno está interesado en las relaciones entre campos que, a


tenor de las divisiones académicas al
uso, pertenecen a departamentos diferentes, no se le acogerá
como “constructor de puentes”, como
podría esperar, sino que ambas partes tenderán a conside-
rarlo un extraño y un intruso intelectual.
Rudolf Carnap, Biografía Intelectual,
Paidós Ibérica, Barcelona, 1992.

1. Desde los primeros trabajos de Pierre Legendre se fue abriendo camino


un proyecto que tuvo como inspiración básica investigar los lazos teóricos
que vinculan el derecho y el psicoanálisis. En sus textos, Legendre puso
siempre de manifiesto la necesidad de aclarar la relación entre estas dos
disciplinas aparentemente muy alejadas una de la otra, pero acicateadas
por el mismo problema; el de los fundamentos genealógicos, gracias a los
cuales el hombre se encuentra matriculado en sociedad, y esta sociedad
arrimada a la especie. Fundamento expresado en la fuerte fórmula de los
romanos cuando hablaban de vitam instituere, instituir la vida, y que,
desde Freud, se puede traducir si se toma como vocabulario el enigma del
incesto (y de la muerte) instalado en el fondo inconsciente del núcleo
edípico constitutivo de todo Sujeto.1

1. El amor del censor, Ediciones du Seuil, París, 1974, y El crimen del cabo Lortie. Tratado sobre
el padre, Siglo XXI, son los escasos libros de Pierre Legendre traducidos al castellano. Legendre
es un activo estudioso del sistema industrial examinado desde un punto de vista psicoanalítico.

39
Enrique E. Marí

Instituir la vida, avancemos algo del problema, implica permitir la


reproducción del ser-hablante en lo que lo sostiene y lo que él no puede,
por su parte, sostener hasta el fin: el deseo. Implica, también, que la
genealogía asigne al sujeto un lugar, que ese lugar esté jurídicamente
modelado, y que contenga límites en el uso de su sexualidad, límites que
habrán de producir efectos normativos en lo social. Supone, en fin, poner
al sujeto en el tormento de su propio cuestionamiento vital, en el acto en
que precisamente se ventila su diferencia con otras especies. Pero la histo-
ria real de la dicotomía entre derecho y psicoanálisis revela, por el contra-
rio, que la cuestión del inconsciente, que es uno de los puntos básicos en
que gira la escala de lo jurídico y lo social, no fue objeto de interés, ni
tema del legislador, de los jueces o de la academia.
Los senderos recorridos una y otra vez por los juristas, significativos y
relevantes sin duda en el orden interno, se reiteraron una y otra vez, mas
siempre desentendiéndose de todo lazo con lo biológico, lo social y lo
psíquico. El incesto y la prohibición del incesto disputaron y se opusie-
ron en una lucha desigual en la que la segunda, la prohibición, resultó
gananciosa. Con esta victoria se impuso una lógica específica, fundamen-
tal, e histórica al mismo tiempo. Esta lógica permitió la constitución del
Sujeto, la estructura del marco completo del proceso de su subjetivización,
proceso que abrió las puertas a la genealogía, la filiación y la modelación
de un ser instituido psíquica y jurídicamente, quien, recién ahora, pudo
recibir por derecho propio el nombre de Sujeto humano. Proceso com-
pleto y complejo con respecto al cual el derecho se consideró, sin embar-
go, desvinculado, ajeno y sin respuestas. Más aún: sin estar siquiera en
condiciones de formular preguntas relativas al modo de conformación de
estas cuestiones.
Aunque una propuesta de este tipo debía, por cierto, despertar la aten-
ción tanto de juristas como de psicoanalistas, el interés tuvo por ello ma-
yor peso en el campo de estos últimos, ligados como están los primeros a

Algunos de sus libros referidos a este sistema y al enlace del psicoanálisis con el derecho son
Jouir du Pouvoir, París, 1976, Minuit; La passion d’être un autre, du Seuil, 1978; Paroles
poétiques echapées du texte, du Seuil, París, 1982; Leçons II. Empire de la vérité, Fayard, París,
1983. Cuenta, además, con una excelente introducción a una recopilación de textos de E.
Kantorowicz, Mourir pour la patrie, P.U.F., París, 1984. Sus últimos trabajos, todos elaborados
en París, son: Leçons IV. L´inestimable objet de la transmission, Fayard, 1985; Leçons VI. Le désir
politique de Dieu, Fayard, 1985 y Leçons III. Dieu au miroir, Fayard, 1994.

40
Diferentes modos de acceso a la articulación entre derecho y psicoanálisis

una práctica más conservadora sobre los límites y el contenido de su ma-


teria, y a una teoría que, en líneas generales, retiene fuerte contenido
positivista y se manifiesta poco interesada en ahondar estudios más allá
de las leyes, su interpretación, y la metodología normativista. Estudiar
este nexo pareció entonces, entre otras cosas, una manera fructífera, aun-
que no exclusiva, de aclarar el encuentro concerniente a los dos campos:
a) el de la subjetividad humana, del que se ocupa la psicología, y b) el de
la objetividad, en el que concurren el derecho y la sociología.
Legendre planteó al respecto muchas preguntas fundamentales del si-
guiente tenor:
–¿En qué forma se inscriben las instituciones jurídicas en la subjetivi-
dad de los hombres?
–¿Cuáles son los resortes del pensar, básicamente inconscientes, por
los cuales en una sociedad nos ponemos en fila conforme al derecho?
–¿Por qué –y cómo– el cuestionamiento sobre la reproducción huma-
na partió ligado con los fundamentos de la normatividad?
–¿Existe en las relaciones jurídicas familiares un terreno privilegiado
en el que el inconsciente se revela? ¿Supone el tratamiento del incesto el
ordenamiento de un espacio concreto, o está incluido implícitamente en
la lógica del sistema jurídico, en el que la genealogía bloquea e impide,
evita y prohibe que la entidad familiar quede aglutinada en una masa
viscosa indiferenciada?
Para él, acceder a una respuesta implicaba dejar de indagar en el sistema
coactivo del derecho tradicional, y desviar los estudios hacia otra estructura.
Aquella que el pensamiento agustiniano llamara en su hora “structura
caritatis”, más cercana al concepto de libido freudiana, y referida al “monta-
je de amor” que provee el hilo fino con el que se tejen en Occidente los
vínculos de los hombres con el poder, las instituciones y el Estado.

2. Estos vínculos entre el poder –asentado en el temor y las leyes– y el


amor habían sido por cierto considerados muchos siglos antes del descu-
brimiento del psicoanálisis por textos que quedaron incorporados a la
literatura medieval, aunque alejados de la perspectiva analítica. Es impor-
tante la lectura de estos textos que conviene hacer, no tanto tomando en
cuenta su relevante estilo literario, sino prestando atención a la forma
precisa en que traducen teóricamente el nexo entre amor y poder.
Ramón Llull escribe en el siglo XIII el Libro de la Orden de Caballería,
expresando en el punto 5 de la Primera parte: “Amor y temor convienen

41
Enrique E. Marí

entre sí contra desamor y menosprecio; y por eso convino que el caballe-


ro, por nobleza de corazón y de buenas costumbres, y por el honor tan
alto y tan grande que se le dispensó escogiéndole y dándole caballo y
armas, fuese amado y temido por las gentes, y que por el amor volviesen
caridad y cortesía, y por el temor volviesen verdad y justicia”. A lo que se
agrega, en el punto 2 de la tercera parte: “Al principio conviene preguntar
al escudero que quiere ser caballero si ama y teme a Dios; pues sin temer
a Dios ningún hombre es digno de entrar en la orden de caballería, y el
temor hace vacilar ante las faltas por las que la caballería recibe desho-
nor... Y como recibir honor y dar deshonor no convienen entre sí, por eso
escudero sin amor y temor no es digno de ser caballero”.2
Un siglo antes de Llull, Juan de Salisbury, obispo de Canterbury, en su
conocido Policraticus, se refirió a esta misma combinación de amor y temor
dentro del contexto de la religión, el derecho y la política, del siguiente
modo: “Tema, pues, el Príncipe al Señor mientras sirve fielmente a sus
consiervos, es decir, a sus súbditos. Y reconozca que Dios es un Señor a
quien no hay que mostrar más temor por su majestad que amor por su
bondad. Porque Él es Padre, y tal, que por sus méritos ninguna de sus
criaturas puede negarle afecto y amor. ‘Si Yo soy el Señor –dice– ¿dónde
queda mi temor? Si soy Padre, ¿dónde queda mi amor?’ También hay que
guardar las palabras de la ley, porque desde el primer peldaño del temor va
subiendo con acierto, como por una escala de virtudes. ‘El amor del señor
consiste en guardar sus leyes –porque– toda la Sabiduría está en el temor
del Señor.’” (Libro IV, cap. 7) En el capítulo 8 del mismo libro añade:
“Realmente el favor y el amor de los súbditos, conseguido por la gracia de
Dios, son el mejor instrumento para realizar cualquier cosa. Pero aun el
mismo amor no basta sin la disciplina, porque cuando desaparece el estí-
mulo de la justicia, el pueblo se vuelve hacia lo que no es lícito”.
Asociación entre el Caballero –portador del poder– y el amor, que se
hace constante en este tipo de narrativas, como lo mencionan los versos
2011 a 2028 de Le Roman de la Rose en la versión de Guillaume de Lorris
“...Et Seigneur de si gran renom/ Car Amour porte gonfanon/ De Courtoisie et
sa bannière...” (“...Y Señor de tan gran renombre/ Pues el Amor lleva
pendón/ De Cortesía y su estandarte...”).3

2. Ramón Llull, El Libro de la Caballería, Alianza Editorial, Madrid, 1986.


3. Juan de Salisbury, Policraticus, Editora Nacional, Madrid, 1984.

42
Diferentes modos de acceso a la articulación entre derecho y psicoanálisis

Otro de los casos más clásicos, quizá, de esta relación instalada entre
libido y poder, es La Chanson de Roland, el paradigma más representativo
de los poemas épicos.4 En un mundo rudo, en el que la mujer estaba
sometida a un sistema de control y obediencia conyugal, como se puede
percibir también en Le ménagier de Paris. Traité de Morale et d’Économie
Politique, o en el Libro del Caballero de la Tour Landry (1327): su papel
queda limitado a asegurar la descendencia, el linaje.
Así lo exigen los bellatores, los señores de la guerra y de la rapiña. El
amor se evade del casillero de la mujer y pasa al del poder. El sueño de
Paderborn del Emperador Carlomagno de incorporar nuevas tierras había
fracasado, no menos que su cerco a la ciudad de Zaragoza. Luego de un
año de intenso batallar, y sublevados los sajones, decide su retirada a
Francia, y cruza los Pirineos de regreso. Rolando, el Conde, el héroe, se ve
emboscado en la retaguardia en Roncesvalles. Puro afán de combatir, no
escucha imprudente las voces de Oliverio, su escudero, quien lo insta a
tocar su famoso cuerno de marfil, llamando en su auxilio al emperador de
la cristiandad. El diálogo, en que se muestra el orgullo desmedido y su
irracional esperanza, pronto abandonada, en una victoria, es terminante:
LXXXIII. Oliverio dice: “Los paganos apresuran el paso, y me parece que
nosotros, franceses, somos bien pocos. Compañero Rolando, tocad, pues, vues-
tro cuerno. Carlomagno lo escuchará, y el ejército retornará”.
Rolando responde: “De hacerlo perdería mi reputación en la dulce Fran-
cia. Voy a golpear a Durendal con fuertes golpes. La hoja de la espada sangra-
rá hasta el oro de la guarnición. Estos paganos felones han arribado a puerto
para su desdicha. Os lo aseguro, están todos marcados por la muerte”.
“LXXXIV (...) Ne plaise à Dieu qu´à cause de moi mes parents soient
blamés et que la douce France tombe dans 1´humiliation. Non...” (“LXXXIV
(...) No quiera Dios que por mi culpa mis padres sean censurados y la
dulce Francia humillada. No...”).
Desde el primer instante, Rolando no anunció recuerdo ni nostalgia
alguna por su amada, la bella Aude. Las cotas amarillas de los sarracenos
y siete mil clarines le hacen intuir su funesto e inmediato destino.5 En

4. Me refiero parcialmente a La Chanson de Roland en Papeles de Filosofía, Biblos, Buenos Aires,


1994.
5. En ese momento crucial Rolando desoye los llamados del sentido común, expresados
secularmente en refranes y dichos populares: “Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos,
que Dios ayuda a los buenos cuando son más que los malos”.

43
Enrique E. Marí

rigor, un único pensamiento lo invade: la muerte lo debe alcanzar con la


cabeza orientada al suelo enemigo. Si de amor se trata, sólo cabe su amor
a Dios, a quien no le complacería, ni a Él ni a los ángeles, que algún
hombre viviente pueda decir que hizo sonar el cuerno por esos paganos; el
amor a su patria, la dulce Francia, y sobre todo a su monarca Carlos, el rey
de florida cabellera, barba blanca y altivo continente (verso 115). Diga-
mos, el amor al poder.
El episodio de la muerte de Rolando tuvo una impresionante repercu-
sión en Francia, ante el cumplimiento de los prodigios que la anuncia-
ban. Ante todo la historia de la preterida y olvidada Aude es bien conoci-
da. Cuando el emperador llega a Aix le hace conocer la mala noticia y la
consuela prometiéndole en matrimonio algo mejor de lo que esperaba
–su hijo Luis, que tendrá sus grados–, pero la prometida de Rolando no
puede vivir más. Sin averiguar siquiera cómo había circulado la rueda del
amor, le responde en el poema CCLVIII: “‘Esta palabra no me alcanza.
No quiera Dios, ni sus santos, ni sus ángeles que Rolando muerto, quede
yo en vida’. Palidece, cae a los pies de Carlomagno, muere. ¡Dios tenga
piedad de su alma! Los barones franceses la lloran, la compadecen”. Pero
la repercusión no se limitó a esta muerte. En su texto comentando el
poema, Edmond Faral lo percibe como la puesta en escena de presagios
que se llegan a confundir con el Apocalipsis. “En Francia aparecen sinies-
tros presagios. Se levanta una tormenta prodigiosa. Es una tempestad
acompañada por truenos y el viento, la lluvia y el granizo. El rayo cae con
golpes repetidos. La tierra tiembla. De Saint-Michel-du-Péril hasta Saints,
de Besançon hasta Bissant no hay morada cuyos muros no se rajen. En
pleno Midi no hay más que tinieblas. Todos se espantan, y dicen: ‘Es la
consumación de los tiempos, el fin del mundo que llega’. Ignoran que es
la gran desdicha de la muerte de Rolando”.6
Ahora bien, es factible que si la actitud de Rolando hubiese sido la
inversa, es decir, si hubiera tocado el cuerno como se lo sugirió Oliverio –el
mismo que lo llevó a conquistar Noples (verso 198), molestando y per-
turbando al gran Rey, sin inundar los campos con el agua de los arroyos
para ocultar la sangre de los muertos y los heridos por los paganos–, si,
por el contrario, hubiera roto su indiferencia y silenciosa reserva para con

6. Faral, Edmond, La Chanson de Roland, Mellottée Editeur, París. Véase también la versión de
Joseph Bédier de Le Roman de Tristan et Iseut, L´Édition d´Art, París.

44
Diferentes modos de acceso a la articulación entre derecho y psicoanálisis

su mujer, retrotrayendo hacia ella su libido, y no transfiriéndola al poder


en la imagen de Karl der Grosse, su nombre no habría pasado de genera-
ción en generación, ni estaría instalado en el centro mismo de los cantos
de gestas y leyendas.
En una palabra, su raíz no tendría lugar alguno en la historia del poder
en la alta Edad Media. Porque como lo va a evidenciar no sólo la teoría
freudiana, sino también desde el derecho el mismo Hans Kelsen, en imá-
genes como la de Carlomagno se simbolizan la triple identidad de Dios,
Padre y Estado, representado aquí por el Rey.

3. Desde el punto de vista de la sociología jurídica, Kelsen marca efecti-


vamente en su artículo “Dios y el Estado”, publicado en Logos II, 1922-3,7
este notable paralelismo entre el problema erótico, religioso y social, anali-
zándolo desde tres ángulos: el derecho, la psicología y la teología. Nos ex-
plica aquí que, si analizamos la manera como Dios y la sociedad, lo religioso
y lo social, son vividos por el individuo, se pone de manifiesto que las líneas
directrices de su ánimo son idénticas en ambos casos. En este artículo,
Kelsen, apoyado en Feuerbach y Durkheim, sostiene que la teoría del Esta-
do, es decir, la más acabada de las construcciones sociales y la más desarro-
llada de todas las ideologías, presenta notables coincidencias con la doctri-
na de Dios, la teología. Y esto no sólo con relación al modelo de Hegel, que
apunta a absolutizarlo y deificarlo, sino respecto de cualquier teoría del
Estado antigua o moderna.
Para Kelsen, el Estado, idéntico al derecho desde el punto de vista del
orden, en cuanto persona simboliza la personificación, la expresión
antropomórfica de la unidad del derecho. Creado por la ciencia para en-
carnar esta unidad, queda en realidad hipostasiado y contrapuesto, como
ente particular, al derecho, con lo que se genera la misma
seudoproblemática de la teología. En efecto: esta última no puede man-
tenerse como disciplina distinta de la ética o de las ciencias naturales,

7. Este artículo, junto con otros que constituyen una dimensión muy distinta de los análisis de
Hans Kelsen en la medida que atañen a sociología, psicoanálisis, filosofía griega, han sido
completamente desatendidos por los teóricos del derecho que han tornado siempre alrededor
del formalismo de la Teoría Pura del Derecho. Ha sido editado en un valioso libro por Oscar
Correas, El otro Kelsen, UNAM, México, 1989. Se trata de trabajos todos ellos, prácticamente
desconocidos no sólo por los filósofos del derecho sino por los mismos psicoanalistas, quienes
encontrarán aquí valiosísimo material bibliográfico para el vínculo de Freud con Kelsen.

45
Enrique E. Marí

sino en la medida en que se concibe a Dios como un ser sobrenatural,


trascendente al mundo y, a su turno, sólo es posible una teoría del Estado
distinta de la teoría del Derecho, partiendo de la base de la trascendencia
del Estado respecto del derecho. La soberanía no significa otra cosa que el
Estado es el poder supremo, que este poder no se deriva ni está subordi-
nado a ningún otro superior, tal como ocurre con la trascendencia de
Dios. Una misma estructura lógica cubre ambos conceptos.
Pero Kelsen no sólo considera la identidad de ambas actitudes, la
religiosa y la social, sino que la explica por el hecho de que sus víncu-
los se remontan a una misma experiencia psíquica fundamental: la
relación del niño con su padre, un padre que penetra en su alma como
un gigante, poseedor de un poder absoluto y constituido para él en la
autoridad como tal. Más tarde, toda autoridad se experimenta como
padre. Se trate de la autoridad del Dios venerado, del héroe admira-
do, del soberano amado con respetuoso temor. Estas autoridades es-
tán en condiciones de suscitar en beneficio propio, en tanto represen-
tantes de la figura del padre, todas aquellas emociones que convierten
a los hombres en niños carentes de voluntad y de opinión propias.
Recordando Pandora, la obra de Goethe, Kelsen reproduce las pala-
bras de Epimeleia, hija de Epimeteo: “¡Oh, padre! ¡Un padre, en ver-
dad, es siempre un Dios!”. Circunstancia que explica el hecho, que no
cae de suyo, de que en todas las religiones, incluso en las más primiti-
vas, la divinidad sea venerada bajo el nombre de padre, como asimis-
mo que los soberanos de todos los tiempos hayan reivindicado este
mismo nombre ante sus súbditos asentando su dominación en los sen-
timientos e instintos más profundos del alma humana.
Kelsen se inspira ampliamente, como se advierte, en las tesis freudianas. La
relación de amor hacia el padre nos permite comprender cómo puede ser de
“placentera” una sumisión, alcanzable sólo en detrimento de la autosuficien-
cia, y cómo puede existir ese impulso de sometimiento hacia una autoridad
experimentada bajo la figura del padre, consciente o inconscientemente.
En realidad, más que simple inspiración, existe un Kelsen-freudiano
con todas las letras, que cita expresamente las investigaciones psicoanalí-
ticas. Siguiendo el orden de éstas, nos alerta en efecto que se sacaría un
resultado incompleto y pobre con sólo señalar la raíz común de las actitu-
des religiosas y sociales en la sumisión. Hay que tomar en cuenta, conforme
a Freud, dice, la ambivalencia, el carácter anfibológico, bilateral, polifacéti-
co de éste y los demás impulsos. Así como el amor es a un tiempo odio,

46
Diferentes modos de acceso a la articulación entre derecho y psicoanálisis

así todo afán placentero por someterse es, a un tiempo, afán de someter a
los otros. La sumisión y la voluntad de poder constituyen el dorso y el
anverso de la misma medalla.
En su manifestación histórica, ningún creyente se ha satisfecho con estar
solo con su Dios. Su sumisión le ha servido siempre como imán para some-
ter a otros a este mismo Dios. Cuanto mayor y más apasionada es su lucha
por la divinidad, mayor es su impulso por dominar a otros en nombre de
ella, ya que el creyente se identifica psicológicamente con esa divinidad.
Ocurre aquí lo mismo que pasa con la psicología de lo social: uno se somete
a la autoridad del grupo para que otros lo hagan también. La tesis freudiana
del Yo reprimido es adoptada en buena parte por Kelsen: el Yo se identifica
incondicionalmente con el grupo exaltado en forma desmesurada, con lo
que se compensa la sumisión del individuo por su propia exaltación. Así
como el primitivo en ciertas épocas, cuando reviste la máscara del animal
totémico –su ídolo tribal–, puede cometer los atropellos prohibidos de
ordinario por estrictas normas, así el hombre civilizado puede, escudándose
en la máscara de su Dios, su Nación, su Estado, dar curso a todos los
instintos que, como simple miembro del grupo, debe suprimir con cuida-
do dentro de sí. Nadie puede alabarse a sí mismo sin ser considerado pre-
suntuoso, pero cualquiera puede alabar a Dios, su Nación, su Estado sin
temor alguno, aun cuando de este modo se entrega a su vanidad. Dos con-
clusiones de Kelsen resultan ineludibles. La primera es que “mientras que al
individuo como tal no se le reconoce ningún poder político para que coac-
cione, domine o máxime mate a otros, es en cambio su derecho supremo
cumplir todo ello en nombre de Dios, la Nación o el Estado, a quienes
precisamente por ese motivo, ama como ‘su’ Dios, ‘su’ Nación, ‘su’ Estado,
y con los cuales se identifica en un acto de amor”. La segunda es que no
puede causar asombro que la teoría del Estado, la más acabada y desarrolla-
da de las construcciones sociales e ideologías, presente notorias coinciden-
cias con la doctrina de Dios, la teología.
El amor político tiene pues espacio en los textos de Freud y de Kelsen.
También forma parte importante de los diversos trabajos de Legendre,
que sólo cita a lo largo de su amplia obra muy de pasada a Kelsen. En
La désir politique de Dieu estudia diversos aspectos de esta cuestión, en-
tre ellos, su relación con el mensaje litúrgico del poder que pone en
escena el principio fundador, el principio de división o causal, de donde
proceden las nomenclaturas jurídicas de una sociedad. La palabra litur-
gia, viene del griego leitos, pueblo, no concebido como masa, como un

47
Enrique E. Marí

hato o montón cualquiera de individuos, ni siquiera como cuerpo polí-


tico fundante de la democracia, para el cual está el término demos. Se
trata de un trabajo público de dirección de un mensaje institucional al
pueblo, a todos aquellos que tienen que ver con el discurso de la legiti-
midad. El destinatario del mensaje es aquí un interlocutor supuesto,
ficticio, para un montaje teatral gracias al cual se fabrica la comunica-
ción dogmática. El poder es concebido como una función que debe ha-
blar, y los sujetos deben comunicarse con él y entre ellos en su nombre.
Por otra parte, nos dice: “es sobre esta base, a partir de lo que yo llamo las
posibilidades de enlace de los sujetos con el mensaje litúrgico del poder,
que se puede comprender a la vez el amor político, es decir, el lazo de
amor entre las masas humanas y su jefe –un lazo que había comenzado a
estudiar Freud pero que la reflexión de las escuelas cambió de dirección–
, y el hecho de que los líderes no puedan producir su efecto sino en la
medida en que se encuentren ubicados en una posición estructural preci-
sa, la posición de representar el objeto absoluto”. En una nota Legendre
aclara que por este cambio de dirección de las escuelas freudianas, en
Francia, para renovar el tópico del amor político, se solicitó del psicoaná-
lisis reconstruirlo según los métodos de la agitación-propaganda, del amor
a las palabras, los escritos, el cuerpo del Jefe y del Maître.
En realidad, los fenómenos del amor político se sitúan en el circuito
del mensaje ritual, y movilizan la comunicación dogmática. Tienen que
ver con un tipo de intercambio que cuenta con el mecanismo de lo inter-
dicto y lo prohibido en la humanidad. Son fenómenos que nada tienen
de fortuitos ni de episódicos.

4. Esta referencia a la representación del amor político por la veneración


de los cuerpos, es muy adecuada y tiene registros históricos muy extendi-
dos tanto en el tiempo como en el espacio. Como observa David Le Breton,
un simbolismo dirige las modalidades de la emoción. El cuerpo se convier-
te en soporte material de pasiones, en el operador de prácticas políticas y en
un punto de intercambio de amor y odio entre los actores sociales. El um-
bral de tolerancia se borra en el interjuego del partidismo.8

8. David Le Breton, “Effacement ritualisé du corps”, Cahiers Internationaux de Sociologie, vol.


LXXVII, 1984. El autor observa que lo inverso ocurre en la ritualidad de la vida cotidiana con
el escamoteo de la presencia de los cuerpos, llevada al colmo: “El uso quiere que la proximidad

48
Diferentes modos de acceso a la articulación entre derecho y psicoanálisis

En busca de ejemplos del amor/odio político, si nos remontamos al


imperio romano encontramos el de Claudio, de cuya muerte Robert Gra-
ves ofrece tres relatos en Claudio, el Dios.9 Para Suetonio, todos aceptan
que fue muerto por el veneno, pero se discrepa sobre quién se lo suminis-
tró y cuál fue este veneno. Hay quien escribe que el hecho ocurrió mien-
tras participaba en una fiesta del castillo del Capitolio y que le fue sumi-
nistrado por Haloto, su eunuco probador de comidas. Otros, que la pro-
pia Agripinila le ofreció el hongo envenenado. Su muerte fue mantenida
en secreto hasta que quedaron arregladas las cosas referentes a su sucesor.
Después de su fallecimiento en los Idus de octubre, se llevó a cabo su
funeral con pompa solemne y una procesión de magistrados, en demos-
tración de amor político a pesar de todo lo que se lo odiaba. Luego fue
canonizado santo en el cielo. Poco antes, en la última sesión judicial del
Senado afirmó que había llegado el fin de su mortalidad, “a pesar de que
los que lo escucharon se lamentaron de oír semejantes palabras y rezaron
a los dioses para que no resultaran ciertas”. La versión de Tácito en Anales
también responsabiliza al eunuco y a Agripinila, pero se hace constar que
ésta eligió a Locusta, “la más experimentada artista en tales preparacio-
nes”, quien accedió a sus deseos de buscar algo de naturaleza sutil “que le
desordenase el cerebro y exigiera tiempo para matar”.
Con relación a su cuerpo y antes de que asumiera Nerón, Dion Casio,
en su libro LXI, atribuye a Séneca la observación de que como los cadáve-
res de los ejecutados en la cárcel eran arrastrados con grandes ganchos al
Foro y de allí al río, el de Claudio había sido elevado al cielo con un
gancho. También Nerón, su sucesor, luego de fingir llorar junto a Agripinila
al hombre que habían matado, dejó otra reflexión no indigna de anotarse:
declaró que los hongos eran el alimento de los dioses, ya que Claudio se
había convertido en un Dios por medio de un hongo. El cuerpo del
Emperador recibió los funerales de gala y todos los otros honores que
habían sido rendidos a Augusto.

física engendrada por los transportes en común o el ascensor esté ocultada por una fingida
indiferencia hacia el otro. La mirada se deposita por todos los lugares en donde no está el cuerpo
del otro, cada uno parece apasionarse por los cromados de la puerta, el polvo del suelo, o el
desgaste de la pared, incluso si los cuerpos están amontonados los unos contra los otros”.
9. Robert Graves, Claudio, el Dios, Alianza Editorial, Madrid, 1986.

49
Enrique E. Marí

Lucio Eneo Séneca escribió una sátira en prosa y verso sobre las venturas y
desventuras de Claudio en el alto cielo. Sobre el amor político expresado en
los cuerpos nos dice que: “Cuando bajaban por la Vía Sacra, Mercurio pre-
guntó qué significaban todas esas multitudes. Sin duda no era el funeral de
Claudio. Era la más maravillosa procesión que se hubiera visto, y no se había
ahorrado gasto alguno para demostrar que el que se enterraba era un Dios.
Música de flauta, sonar de cuernos, una gran orquesta de bronce compuesta
de todo tipo de instrumentos; en rigor, un ruido tan espantoso que incluso
Claudio pudo escucharlo. (...) Cuando Claudio vio pasar su funeral entendió
por fin que estaba muerto. Un gran coro entonaba su endecha antifonaria: ‘Y
ahora, romano, golpéate el pecho/ De duelo está la plaza del mercado/ Lleva-
mos a un sabio a su último descanso/ al más valiente de los de su raza’”.
Claudio, desde luego, despertó en vida el contradictorio caudal de amor/
odio aludido por la sátira de Séneca quien, con relación al último sentimien-
to, recuerda la sentencia pronunciada en el alto cielo para compensar a todos
los que había asesinado en la tierra. Eaco pronunció esta sentencia, la más
terrible de las terribles que se puedan imaginar: Claudio debía agitar eterna-
mente los dados, en un cubilete sin fondo. El prisionero comenzó a cumplir
su sentencia en el acto, buscando a tientas los dados, cuando caían sin adelan-
tar nunca en el juego. “Sí, pues tantas veces como sacudía el cubilete, dis-
puesto a arrojarlos en el tablero, los dados desaparecían por el agujero infe-
rior/ Volvía a juntarlos y trataba otra vez de agitarlos y, como antes, dejarlos
caer.../ Y cuando se inclinaba de nuevo para tomarlos, se le escurrían de entre
los dedos y escapaban/ e interminablemente continuaban escapando”. Le ocu-
rría a Claudio lo que a Sísifo, cuando con trabajos infinitos, llevaba su roca hasta
la cima de la montaña del Infierno y ésta volvía a caer golpéandolo en el cuello.
Si inventariando ejemplos pasamos ahora al luminoso mundo de Homero,
es de recordar, como lo hace Erwin Rhode en Psique,10 las fiestas funerarias en

10. Erwin Rhode, Psique. La idea del alma y la inmortalidad entre los griegos, Fondo de Cultura
Económica, México, 1948. Rhode añade múltiples aplicaciones en el mundo griego de los
rituales de purificación y expiación, ligados con el amor y el odio político, depositados en los
cuerpos y las almas. El arconte-Rey es el magistrado que regentea y administra en nombre del
Estado los asuntos religiosos heredados de la antigua monarquía. Los tribunales de sangre
funcionaban en Atenas en el Areópago, la colina consagrada a las diosas de la venganza. Las
Erinias, saliendo del reino de las almas, son las encargadas en caso de asesinato de vengar a la
víctima y aprehender al culpable. Lo siguen día y noche como la sombra al cuerpo; a la manera
de un vampiro le chupan la sangre y actuan, respecto de la víctima, como un animal que se le
entrega en sacrificio.

50
Diferentes modos de acceso a la articulación entre derecho y psicoanálisis

honor de las personas ilustres vinculadas con el poder, como la que Aquiles
ordena en homenaje de su amigo Patroclo, muerto por Héctor en batalla.
En la noche del día en que sucumbe Héctor, “Aquiles entona, con sus
mirmidones, el planto funerario en honor de su amigo; dieron tres vuel-
tas alrededor del cadáver y Aquiles, poniendo sobre el pecho de Patroclo
‘las manos asesinas’, le gritó: ‘Te saludo ¡Oh Patroclo!, aunque estés ya en
la morada del Hades; cuanto te prometiera, ahora será cumplido. El ca-
dáver de Héctor será entregado a los perros para que lo despedacen y las
cabezas de doce nobles jóvenes troyanos caerán junto a tu pira’. Tras ha-
berse despojado de la armadura, mandó a servir a los suyos el banquete
funerario; fueron degollados bueyes, ovejas, cabras y cerdas, y en torno al
cadáver corría la sangre con tanta abundancia, que podía recogerse con las
copas”. Por la noche se le apareció a Aquiles en sueños el alma de Patroclo,
instándole a que apresurara la ceremonia. Al alba desfila el ejército de los
mirmidones con sus armas. Llevando el cadáver, los guerreros depositan
en él sus cabellos cortados y Aquiles pone los suyos en las manos del
amigo muerto. Su padre se los había prometido al dios fluvial, Esperqueo,
pero como no le sería dado volver a su patria, decidió que los llevase
Patroclo al otro mundo, el Hades. Ofrenda de cabellos, de aceite, vino y
miel, derramamiento de sangre caliente y combustión de cadáveres y de
animales, expresan amor político y la intención de aplacar la psique y
quitar la furia de la persona recién muerta. Más tarde, el culto tributado
al muerto se combinó, en la época poshomérica, con los juegos agonales
que la tradición aconsejaba cerrar con pugilatos y que tenían por propósi-
to no sólo alegrar a los vivos sino regocijar al muerto.
Pero no es únicamente en Grecia y en Roma donde se encuentra este
nexo entre los cuerpos y el amor político (o su reverso el odio), sino en
toda época y lugar. Los panteones, los mausoleos y los cementerios de
todo el mundo contienen los más variados casos, desde Napoleón a Lenin,
desde el Cid Campeador y Carlos V a Stalin.
En América, contentémonos aisladamente con un caso, antes de referir
tres sumamente impactantes ocurridos en nuestro país: el de la guerra del
Chaco, el combate de Cerro Corá y la muerte de Francisco Solano López
por las tropas brasileñas del General Cámara. Arturo Bray11 escribe al

11. Arturo Bray, Solano López, soldado de la gloria y el infortunio, Ediciones Nizza, Asunción-
Buenos Aires, 1958.

51
Enrique E. Marí

respecto: “Intérnase Solano López en la espesura del Aquidabán-nigüí,


pequeño arroyo con orillas cenagosas, más a poco de andar su caballo, las
heridas recibidas obligáronle a echar pie a tierra. (...) El fin no estaba
lejos, pues el mariscal sabe que ‘semejante a los dientes del áspid, cuya
mordedura es mortal, ese fierro terminado en media luna que le penetrara
en las vísceras ha depositado allí los gérmenes de la muerte’”. El General
Cámara intima desde respetable distancia la rendición a un hombre heri-
do, moribundo, bañado en sangre viscosa y húmeda. Impotente, desfalle-
cido, medio ahogado. Bray se exalta en su descripción y escribe: “Contes-
ta el mariscal presidente con aquella su frase inmortal que por los siglos
de los siglos resonará en el alma de todos los paraguayos: ‘¡Muero con mi
Patria!’, al par que ensaya simbólica estocada dirigida al corazón del ad-
versario”. Un tiro certero de Manlicher termina simultáneamente con la
vida de Solano López y la guerra de la Triple Alianza. El Paraguay es por
fin libre. Al caer la tarde los soldados brasileños traen el cadáver sostenido
por una parihuela hecha con ramas y fusiles, sin ropa y sin botas. “Luego
de depositar los restos en tierra, llaman a unas mujeres paraguayas, que
mudas de espanto y angustia, contemplaban desde cierta distancia aque-
lla escena para preguntarles: ‘¿Éste es López?’. No lo podían creer. El
Mariscal era para ellas algo mítico e imperecedero, más símbolo y blasón
que simple humano de mortales carnes”. Bray termina su relato con una
descripción que puede ser un verdadero paradigma del enlace entre los
cuerpos y el amor político: “Pero ningún túmulo puede haber de más
noble solemnidad que aquella tumba para siempre perdida en tan anchas
soledades, donde descansa el Mariscal de nuestra historia, amortajado en
el bronce de los recuerdos y como símbolo eterno de una gloria grande y
de un infortunio inmenso”.
Para dar término a este fragmento del nexo entre cuerpos y amor/odio
político en el que se involucra lo social con el psicoanálisis, debemos citar
ahora las indicadas experiencias históricas argentinas. El caso del dictador
Juan Manuel de Rosas quedó inmortalizado en la célebre expresión de
Mármol: “Ni el polvo de tus huesos la América tendrá”. Aun cuando,
como es sabido, su cadáver regresara a Buenos Aires, quebrando la maldi-
ción-Mármol un día de 1989, reinstalado en una ceremonia de museo,
sin polémicas ni agitación de ideas, entre algún discurso oficial, el rezo de
algún sacerdote y la indiferencia general.
Incluido en la lucha entre federales y unitarios existe otro ejemplo
que la pluma de Ernesto Sábato describiera con fina calidad en Sobre

52
Diferentes modos de acceso a la articulación entre derecho y psicoanálisis

héroes y tumbas:12 la larga marcha de las huestes del General Juan Lavalle,
que atraviesan la Quebrada de Humahuaca llevando su cadáver. En los
aledaños de Jujuy, en la quinta de los Tapiales de Castañeda, Lavalle
ordena a Pedernera acampar allí. Con una pequeña escolta va a Jujuy en
busca de una casa para pasar la noche. Está enfermo, se derrumba de
cansancio y fiebre. Sus compañeros se miran. Todo es una locura y tanto
da morir en una forma como en otra. Pedernera, que duerme sobre su
montura, cree haber oído disparos de tercerolas. Se levanta, camina en-
tre sus compañeros dormidos y se llega hasta el centinela. “Sí, el centi-
nela ha oído disparos, lejos hacia la ciudad. Pedernera despierta a sus
camaradas, piensa que deben ensillar y mantenerse alertas. Así se em-
pieza a ejecutar cuando llegan dos tiradores de la escolta de Lavalle,
gritando: ‘¡Han matado al general!’”.
Oribe ha jurado mostrar la cabeza del general en la punta de una pica,
en la plaza de la Victoria, pero esto no habrá de suceder, dice Pedernera.
En siete días podremos alcanzar la frontera de Bolivia y allá descansarán
los restos de nuestro jefe. Ciento setenta y cinco hombres galopan furiosa
y alternativamente, vivaquean durante siete días por un cadáver. El sar-
gento Aparicio Sosa expresa la intención del grupo en marcha hacia el
Norte: “Nunca Oribe tendrá la cabeza”.
Sábato escribe con profundo contenido poético. El Río Grande serpen-
tea como mercurio brillante. Siguen noches de silencio mineral en que sólo
se siente su murmullo por sobre los sangrientos combates entre los hom-
bres. “En medio de la destrucción de las torres, el alférez adolescente empe-
zaba a entrever otra, refulgente, indestructible. Una sola. Por ella valía la
pena vivir y morir. (...) Pedernera ordena hacer alto y habla con sus camara-
das: el cuerpo se hincha, el olor es insoportable. Habrá que descarnarlo para
conservar sus huesos y la cabeza. Nunca la tendrá Oribe”.
Los restos de la Legión siguen su galope hacia el norte, perseguidos por
Oribe. Sobre el tordillo de pelea, envuelto en su poncho, pudriéndose,
hediendo, sigue su marcha el cuerpo hinchado del general. En aquella
desolada región planetaria de la Quebrada, los ciento setenta y cinco hom-
bres pronto no se distinguirán, polvo entre el polvo. Más tarde, al sépti-
mo día, llegan una noche a la frontera y entran en tierra boliviana. Por fin
pueden derrumbarse, descansar y dormir en paz, pensando, entre caranchos

12. Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas, Seix-Barral, Barcelona, 1961.

53
Enrique E. Marí

hambrientos, silenciosos y lúgubres, cuántos camaradas y quiénes de los


que cubren aquella huida habrán sido alcanzados por Oribe. Pedernera
comprende que ya basta y se dirige a Potosí. “Ya nada queda de aquella
Legión, de aquellos míseros restos de la Legión: el eco de sus caballadas se
ha apagado; la tierra que desprendieron en su furioso galope ha vuelto a
su seno, lenta pero inexorablemente, la carne de Lavalle ha sido arrastrada
hacia el sur por las aguas de un río (¿para convertirse en árbol, en planta,
en perfume?). Sólo permanecerá el recuerdo brumoso y cada día más im-
preciso de aquella Legión fantasma”.
En la Argentina el más impactante de esos episodios referidos a los
cuerpos de jefes políticos, fue la extraordinaria concentración de amor (y
su reverso, de odio) en el cadáver de la llamada –no sin mística– “Jefa
Espiritual de la Nación”, Eva Perón. El amor político produjo, con la
intervención del Dr. Pedro Ara, el embalsamamiento de un cuerpo falle-
cido el 26 de junio de 1952, a una hora, las ocho y veinticinco, que es la
de su ingreso a “la inmortalidad” como predecía ese amor. El odio jugó su
turno con el secuestro posterior y la desaparición, después de la Revolución
de 1955 a cargo de militares, de ese cuerpo por largo tiempo.
El 25 de julio de 1953, Pedro Ara, prestigioso médico de cadáveres,
comenzó su labor de un año tratando de conservar el cuerpo de apenas
treinta y cinco kilos, hasta el momento del embalsamamiento, para permi-
tir a Evita “seguir viva en el corazón de los argentinos”, como rezaban los
símbolos políticos del imaginario de la época. Una lucha sorda se desata
después del golpe sobre el destino del cadáver depositado en el segundo
piso de la CGT. De acuerdo a las crónicas de la época, la Marina quiere
hacerlo desaparecer, los “comandos civiles” de ultraderecha intentan des-
truirlo. El presidente Lonardi concuerda con el gabinete una secreta sepul-
tura, pero es derrocado el 13 de noviembre y la Revolución da un giro
agudamente antiperonista. Entre los efectos directos de este giro está el
secuestro del cadáver, tarea que queda a cargo del coronel Eugenio de Mouri
Koenig. Un absurdo periplo de crónica policial comienza en la ciudad y se
prolonga en el extranjero, apareciendo finalmente el cadáver enterrado en
Milán. Nebulosos trascendidos se mezclan con lo macabro de un tránsito
de dieciséis años, hasta su restitución final. El 17 de noviembre de 1974 el
cuerpo vuelve en un vuelo de Aerolíneas Argentinas.

5. Digamos en esta instancia que la ciencia política clásica, infiltrada


como está de psicología comportamental y de doctrinas que rebajan la sexualidad

54
Diferentes modos de acceso a la articulación entre derecho y psicoanálisis

al nivel de la genitalidad biológica, no podía hacerse cargo del amor político


desarrollado por Freud en su obra y tratado antes por Kelsen, más allá, quizá,
de su preocupación por poner en claro la evidente manipulación de las masas
por el poder. Los alcances de esta ciencia, en efecto, como los del derecho
stricto sensu y los de la misma sociología, son exiguos; tienen material propio
en sus respectivas esferas, pero este material –al estar privado del analítico–
resulta inadecuado para reproducir los resortes subjetivos que se presentan en
la sociedad. Para ello hay que desentrañar la “función dogmática” que, en el
modelo de Legendre, permite vehiculizar la Verdad, hacerla andar y decir
teatralmente, en el interior de diversos sistemas de organización –incluida la
organización moderna, o “managerial”, como la llama– al dilucidar la zona de
sombra en la que se mueve este fenómeno.
Zona de sombra, porque si bien su mecanismo es desoído en nuestros días
por un constante recurso a la ciencia legal positivista, no interesada en los
vínculos con la subjetividad y la psicología, toca en rigor a la organización del
reino de la industria, de la misma manera en que lo hacía en todas las formas
arcaicas, y por ende mitológicas, descubiertas por la historia de la antropolo-
gía. El carácter dogmático de la sociedad concierne, pues, y es ésta una de las
tesis centrales de nuestro autor, tanto a la sociedad actual, como a las que la
precedieron, en particular a las canónicas posteriores a Roma.
En esta structura caritatis las coacciones del derecho, las que emanan de la
ley normativamente considerada, se conectan con otro tipo de constricciones
que tienen como referente absoluto la Ley, así escrita con mayúscula y en-
tendida en sentido psicoanalítico, es decir como Ley del padre. La Ley
implica el límite al deseo absoluto, al deseo de la identidad imposible.
Entre el derecho positivo expresado en las leyes y este referente absoluto de
la Ley atravesado por el inconsciente, existen lazos, que vinculan dos esce-
nas: la escena visible de las normas jurídicas que regulan la conducta trans-
parente de los hombres, y lo que Freud llamó la otra escena, anderes Schauspiel
según la expresión retomada de Fechner, ajena a su obrar consciente. Es en
esta segunda escena, la del inconsciente, en la que se pone en movimiento
el amor político en condiciones que el psicoanálisis, por una parte, y la
historia del sistema dogmático, por la otra, buscan esclarecer. En rigor, todo
un conjunto de puntos comunes que se propone abordar la pareja Derecho/
Psicoanálisis, en investigaciones tentativas que hasta el momento se encuentran
en un período que no ha superado la etapa exploratoria.
Ahora bien, la unión entre derecho y psicoanálisis, entre la ley
tematizada por el primero y la Ley, objeto del segundo, a partir de la

55
Enrique E. Marí

función dogmática con presencia en lo jurídico-institucional y en la sub-


jetividad humana, no se comprende si no se tiene en cuenta lo que el
psicoanálisis nos explica sobre el mecanismo del deseo. ¿Por qué? Porque
esta función consiste en tomar nota de lo que se conoce como el deseo
imposible de colmar “y de la necesidad de reconocer, por los medios apro-
piados a la reproducción de la especie, que la dimensión de la carencia es
la dimensión misma de los juegos de las instituciones”.13
Una de las funciones de la genealogía es que los seres humanos hablantes
se diferencien, clasificados de acuerdo con la ley de la especie. Las relaciones
familiares tienen, sin embargo, a la mano, una combinatoria de elementos
que pueden sustituirse los unos a los otros de manera que el deseo incestuoso,
al irradiar todo el sistema, arriesga implicar la indiferenciación. Los resultados
de esto serían negativos y con efecto de ciénaga: una entidad familiar dada a la
combinatoria y sin control genealógico se convierte en magma. En efecto: la
lógica del incesto es inconsciente. Conducida por el lenguaje, fabrica sus
significaciones, de manera que si un significante provisto de un significado
social bien preciso (padre, madre, hermano, hermana) perdiera su ruta, que-
daría desfigurado. Frente a este riesgo, la disposición genealógica nos enseña,
dice Legendre, el funcionamiento subjetivo manufacturado por las normas,
poniendo un dique de contención a la marea incestuosa, no tanto como pulsión
del individuo sino como fantasma inconsciente del sujeto del habla. Con la
genealogía se suelda el compromiso del sujeto humano en el orden de las
clasificaciones. Cuando el sujeto entra en el orden de las clasificaciones, su
entrada es jurídica en el más literal de los sentidos. La genealogía funciona a
la manera de una objeción “fundante” contra el deseo humano primordial. Se
basa en un Principio de Razón y asigna a cada sujeto un estatuto de razón-
humana, al reconocerle en el ciclo de la vida lugares sucesivos sin confusión,
es decir, sin delirio. Así, queda individualizado, constituido el sujeto, se evita
la locura de la humanidad y se asegura la sobrevivencia social.
Aparece aquí, inscripta en la Ley, la prohibición del incesto, un dogma
que hace que los sujetos se desprendan del deseo unívoco de la madre, a
fin de cumplir el imperativo de una especie diferenciada de seres hablantes.
El incesto de sangre no existe, no es de esencia biológica. Nada impide el
acoplamiento de un genitor con su descendencia. Si el incesto es justiciable,
hay que depositar la mirada en otro nivel, el de las instituciones. En la

13. L’Empire de la vérité, op. cit.

56
Diferentes modos de acceso a la articulación entre derecho y psicoanálisis

Ley se tramita, pues, una función asumida para cada sujeto en la


triangulación edípica por el padre. En términos de Lacan es la Ley del
Otro. Pero Legendre considera que el inconsciente es jurista, queriendo
decir con ello que en el derecho está presente esta misma función, la que
opera a la manera de un ancla o un arpón, en uno de cuyos brazos queda
amarrada la subjetividad individual, la genealogía y forma de la familia,
mientras que en el otro –siguiendo el mismo principio de paternidad– la
autoridad y legitimidad estatal e institucional. El principio de paterni-
dad tiene por lo tanto doble mirada, es axiomático y se constituye en eje
de subjetividad y eje jurídico-institucional.
Lo que se enuncia a través de él es una verdad garantizada, que preside
la reproducción específicamente humana, función biológica que el psi-
coanálisis capta sin embargo en su dimensión simbólica y conduce, teóri-
camente, al ámbito de otro tipo de reproducción, la de los registros del
poder del Derecho y el Estado.

57
58
Sobre la narración hermenéutica
de la normatividad:
tesis sobre la hermenéutica,
la novela del derecho y la retórica

Claudio Martyniuk

“Como criminólogo siento cada vez más que mi función es


similar a la de un crítico de libros o de pintura. El guión no es
coherente y nunca va a poder serlo. (...) La autoridad y, en los
estados democráticos, los políticos, siempre tratan de dar la
impresión de que la suya es una tarea racional que se enmarca
en un campo en el que el pensamiento utilitarista es obvia-
mente importante. Nuestra oposición, como trabajadores de
la cultura –o miembros de la intelligentsia, como dirían en
Europa del este– consiste en demoler ese mito y traer toda la
operación nuevamente al campo de la cultura. El hecho de
repartir dolor, a quién y por qué, contiene un conjunto infini-
to de serias preguntas morales. Si hay algún experto en estos
temas, se trata de los filósofos. También suele haber expertos
en decir que los problemas son tan complejos que no podemos
actuar sobre ellos. Tenemos que pensar. Tal vez no sea la peor
alternativa cuando la otra opción es el reparto del dolor”.1

1. Nils Christie, La industria del control del delito ¿La nueva forma del Holocausto?, Buenos Aires,
del Puerto, 1993, p. 190. La sombría conclusión parece validar las tesis luhmannianas que sin
duda llevan, con cierto nihilismo, del conocimiento a la aporía de la decisión práctica.

59
Claudio Martyniuk

1. Hermenéutica

La complejidad propia y diferenciadora del mundo cultural ha funda-


do la investigación de los contextos de sentido bajo la denominación de
hermenéutica, valiéndose de un modelo de análisis textual propio de la
teología y el derecho: el comprender será una actividad interpretativa.
“La opacidad de cada cosa, palabra, término o exposición que
contribuye a la formación de ese todo, conexo pero no forzoso,
que es la escena del sentido, explica por qué finalmente se trata
de una escena de sentido y no de una racionalidad entendida
como procedimiento mecánico y automático de implicación
entre los elementos del discurso; explica que se trata de un
escenario de sentido y no del supuesto despliegue de una ra-
zón completamente aclarada”.2
La historicidad alcanza a la misma racionalidad y se apuntará a las
determinaciones del proceso de producción de conocimiento. El nivel
enunciativo es contextualizado.
En la génesis de esta postura se encuentra el dualismo naturaleza/cul-
tura, que opone la realidad mecánico-causal a la dimensión espiritual-
valorativa,3 revelando una metafísica –cuando no una teología– que ha
legitimado tal dualidad a la par que ha persuadido a muchos de sus anta-
gonistas positivistas acerca de la imposibilidad de un conocimiento ra-
cional de la esfera valorativa. Pero ha marcado aspectos especialmente in-
teresantes para cualquier teoría de la interpretación –inclusive para la
teoría de la interpretación del derecho–: la interpretación será entendida
como un acto múltiple no recorrido conscientemente en su plenitud.
Cada actualización será una variación. Como en un proceso de traducción
y de actuación, la ejecución es productiva.
El juez –y todo operador jurídico– será un intérprete, un actor, un
ejecutante, un intérprete de interpretaciones: su aprehensión del derecho
es recreativa, es una nueva poiesis.4

2. Aldo Giorgio Gargani, “La copia y el original”, en Gianni Vattimo (compág.), Hermenéutica
y racionalidad, Bogotá, Norma, 1994, p. 91.
3. Cf. Enrique Rickert, Ciencia Cultural y Ciencia Natural, Espasa-Calpe, Madrid, 1965.
4. Resulta sugestivo el planteo de Boris de Schloezer y Marina Scriabine en Problemas de
música moderna Seix Barral, Barcelona, 1960, p. 65: “Entre el compositor y el oyente se

60
Sobre la narración hermenéutica de la normatividad...

Debe recordarse la tarea irresoluble que al presente significa encontrar


una llave, un criterio de unidad, de orden y de identificación del sistema
jurídico. La llave más relevante del siglo ha sido la de la norma básica
fundamental, que el mismo Kelsen reconoció ficticia.5 Pero la búsqueda
quizá se asemeje a la del Santo Grial: y de aquí parte la productividad del
programa de investigación de la hermenéutica.
Obsérvese el siguiente abordaje sobre el lenguaje, que directamente
puede asociarse a una visión comprensiva del campo social, y en especial
del normativo: “El concepto de un idioma normal o estándar no es más
que una ficción fundada en la estadística”.6
Y es que el paradigma de la llave parte de sostener la existencia de un
objeto positivo: las normas jurídicas válidas. Conocer el derecho es cono-
cer las normas individuales existentes. Pero percibir un enunciado como
una norma jurídica implica conocer un criterio de distinción entre las
expresiones que son normas jurídicas válidas y las que no lo son –o son
otra cosa, como, por ejemplo, descripciones de normas–. Por tanto, dis-
tinguir el orden jurídico –es decir, las normas válidas– presupone usar una
metanorma. Más allá de que esta metanorma resulte no positiva, o sea definida
como una práctica social difusa y compleja, lo cierto es que también se debe

impone, todavía, además de la notación y la materia, una tercera pantalla: el ejecutante, la


persona que tiene por misión dar cumplimiento al devenir concreto cuya estructura y desarro-
llo a través del espacio sonoro proporciona la partitura. Siendo la escritura como hemos ya
aclarado, incapaz de fijar adecuadamente este devenir, el ejecutante se ve obligado a compren-
der, y aun a adivinar, lo que no está más que sugerido, lo que a veces incluso se silencia: debe
interpolar e interpretar. El hecho de tener que suplir las incertidumbres y las lagunas del texto
confiere al ejecutante una cierta libertad. (...) El ejecutante es llamado a ser el intérprete del
compositor en el plano de las relaciones de duración, de intensidad, de tiempo, de ataque y en
cierta manera de timbre, variable según los instrumentos”.
Más adelante (p. 96) se preguntan: “Si creemos que el ejecutante se equivoca en su interpre-
tación, ¿cómo lo demostramos?” Responden exponiendo como, desde la Edad Media, el
margen de imprecisión de la escritura musical ha ido reduciéndose: “La libertad del intérprete
se movía siempre en el cuadro de un estilo y de un lenguaje común a toda una época...” “La
tradición, en fin, subsanaba igualmente en cierta medida las lagunas de la notación.” (p. 97).
Es claro que desde casi dos siglos se deben resolver problemas particulares, fruto también de la
conquista de la autonomía del músico respecto al material: la historia es muy similar en la
práctica jurídica.
5. Cf. Hans Kelsen, “La función de la constitución”, en Pierre Legendre y otros, Derecho y
psicoanálisis, Buenos Aires, Hachette, 1987, p. 86.
6. George Steiner, Después de Babel. Aspectos del lenguaje y de la traducción, México, FCE,
1980, p. 66.

61
Claudio Martyniuk

conocer la metanorma para un uso correcto en las distinciones de qué


normas son válidas y qué expresiones no son normas. Así se podría conti-
nuar en una regresión infinita, lo cual demuestra que la tesis es
inconducente y que más bien estamos frente a un bucle extraño y a una
competencia que hace un uso ilimitado de medios finitos.7

“Los problemas clásicos de la observancia de reglas siguen sin


solución; no tenemos nada que se parezca a una explicación ‘cau-
sal’ de la conducta ni ninguna razón para creer que exista”.8

La preponderancia de la historia no es postulada en el paradigma


hermenéutico como la fuerza de los hechos pasados, sino de aquello que
es juzgado como sucedido. Esto introduce la problemática de la
temporalización en todos sus análisis, los cuales –atribuyendo causas
explicatorias– dan razones en el sentido de justificaciones de las acciones.
Ahora bien, esos juicios son realizados desde una práctica descriptiva y
explicativa fundada en una fijación de valores no completamente mani-
fiesta y consciente, que se establece como un sistema de principios a par-
tir de los cuales se desarrolla el conocimiento, pero sin encontrarse
linealmente determinado su recorrido.9
El empleo de palabras tales como justificación, razón, razonable, argu-
mento válido, verosimilitud se definirá a partir de situaciones paradigmáticas
en un contexto práctico-institucional.

7. W. Sellars usa el mismo argumento con relación a la tesis de que aprender a usar un lenguaje
es aprender a obedecer las reglas de ese lenguaje. Cf. su libro Ciencia, percepción y realidad,
Alianza, Madrid, 1971. Sin duda, encuentra origen en la proposición 212 de Investigaciones
filosóficas de Wittgenstein. Esta línea de discusión sobre las reglas es nítidamente
wittgensteiniana, pero remite a la tradición escéptica. Se debe recordar entonces, una cita
pirrónica traída por Diógenes Laercio: “El juez del criterio será juzgado por el otro; éste, por
otro, y así al infinito. Además, que hay discrepancia acerca del criterio, diciendo unos que es
el hombre, otros que los sentidos, otros que la razón, y otros que la fantasía o imaginación
comprensiva o perceptiva. Pero el hombre discuerda, ya de sí mismo, ya de los otros hombres,
como consta en la diversidad de leyes y costumbres: los sentidos engañan; la razón discuerda;
la fantasía perceptiva es juzgada por el entendimiento, y finalmente, el entendimiento es vario
y mudable. Así que es incógnito el criterio, y por lo mismo lo es la verdad”. Vidas, opiniones y
sentencias de los filósofos más ilustres, Buenos Aires, Ateneo, 1959, pp. 525-526.
8. Noam Chomsky, El conocimiento del lenguaje, Barcelona, Altaya, 1994, p. 266.
9 Cf. sobre lo referido al conocimiento del lenguaje, N. Chomsky, op. cit., p. 295.

62
Sobre la narración hermenéutica de la normatividad...

Para la teoría del derecho será interesante advertir cómo la tesis hartiana
se encuentra en un punto de tensión, donde unos la llevan al campo de la
pureza (Bulygin) mientras que otros la contaminan (Dworkin) aportan-
do (i) una dimensión significativa y comprensiva, irreductible en su sen-
tido práctico –valorativo–, que hace (ii) de la cultura del participante –y
de lo que su cultura es– la constitución del significado de su acción. Sólo
a partir de este nivel de comprensión previa –evaluativa– la explicación
causal será posible.
Esta postura hace depender del contexto y de la participación la com-
prensión del sentido de una acción, y –fuera del mismo– la racionalidad
no podría serle atribuida al acto. De esta forma, la hermenéutica resulta
una teoría de la prueba,10 cuando no una teoría antimetodológica.11
Y es que el corazón epistemológico nuevamente remite al dilema de si
disipamos el emergente simbólico social en la naturaleza o, por el contra-
rio, acentuamos su diferenciación y especificación. Lo interesante es que
de ello deriva el sostener uno o varios conceptos de reglas. J. Rawls acertó
a formular las preguntas: ¿se puede hablar en el mismo sentido de regula-
ridad a propósito de las cosas de la naturaleza que a propósito de las cosas
humanas? ¿Las reglas que gobiernan una conducta son otra cosa que regu-
laridades fenomenales?12 ¿Y las leyes de la lógica?

“Las reglas de la lógica determinan qué inferencias y afirmacio-


nes son ‘posibles’ (correctas, legítimas, permitidas) al pensar.
Podemos llamar a estas reglas descriptivas, pero no en el mismo
sentido inequívoco en el que las leyes de la naturaleza son des-
criptivas. También podemos llamarlas prescriptivas, pero de una
forma algo diferentes a aquella en que las leyes del Estado son
prescriptivas. La comparación de las leyes de la lógica con las
reglas de un juego sugería una nueva caracterización de estas
leyes. De acuerdo con esta nueva caracterización, las leyes de la
lógica ni describen ni prescriben, sino que determinan algo”.13

10. Cf. Emilio Betti, Teoria generale della interpretazione, Milán, A. Giuffrè, 1955.
11. Cf. Hans G. Gadamer, Verdad y método, Salamanca, Sígueme, 1977.
12. J. Rawls, “Two Concepts of Rules”, en Philosophical Review, LXIV (1), 1955, pp. 3-33.
13. G. H. von Wright, Norma y Acción. Una investigación lógica, Madrid, Tecnos, 1979, p. 25.

63
Claudio Martyniuk

Pero para la hermenéutica la determinación nunca será total. A diferencia


de cierto estructuralismo que ha interpretado rígidamente las condiciones
de posibilidad, el giro interpretativo que se postula hará pasar de la de-
mostración formal a la argumentación que no hace abstracción de las accio-
nes, de los agentes, de los fines y de las motivaciones: el razonamiento prác-
tico no cesa en la búsqueda de justificación de acciones; no se postula
intemporal y no busca la completitud; supone conflictos valorativos, pero
también la formación de una tradición y de precedentes. En definitiva si
son pensadas como juego, las decisiones nunca se toman con absoluta liber-
tad, ni con absoluta determinación.

“Es posible mostrar que ni siquiera la más estricta de todas las


ciencias, es decir la matemática, puede prescindir para su fun-
damentación de argumentos morales. Tampoco aquí es posi-
ble refugiarse en formalismos libres de toda valoración, ya que
es necesario fundamentar la elección de estos formalismos. Esta
polémica muestra, además, que el sentido de los formalismos
sólo puede estar asegurado cuando se recurre a nuestras pro-
pias construcciones (comenzando con la construcción de los
números). Pero las construcciones son acciones. Estas tienen
que ser establecidas por prescripciones con respecto a las cons-
trucciones, es decir mediante normas. Las normas tienen que
ser justificadas. Hay que mostrar que es mejor seguir las nor-
mas que no obedecerlas. También aquí se llega, en última ins-
tancia, al campo de la moral, es decir a la cuestión acerca de lo
bueno, o sea la cuestión acerca de lo mejor o de lo peor”.14

Si se devela un núcleo valorativo y práctico hasta en el campo teórico,


también se estimará posible una reflexión de primer orden en ética, filoso-
fía política y filosofía social, “precisamente porque ha sido abandonada la
distinción trazada entre proposiciones éticas y emotivas por una parte, y
proposiciones descriptivas por otra”.15

14. Paul Lorenzen, Pensamiento metódico, Buenos Aires, Sur, 1973, p. 145.
15. Martín Farrell, Derecho, Moral y Política, Buenos Aires, Belgrano, 1980, p. 42, en referen-
cia a la obra de Searle y Rawls.

64
Sobre la narración hermenéutica de la normatividad...

2. El derecho como razonable novela y como novela


razonable

Ronald Dworkin, contra los dogmas del positivismo –a saber: un crite-


rio de distinción del derecho; la discrecionalidad judicial y las normas como
única fuente de obligaciones jurídicas–, proclama tanto la inexistencia de
una separación absoluta entre derecho y moral, como la existencia de prin-
cipios de justicia y equidad que justifican y dan razones para decidir –a
diferencia de las normas, que se aplican o no.
El juez carece –el juez debe carecer– de discrecionalidad, toda vez que
resultaría incompatible con la división de poderes: ellos no son libres de
elegir y escoger entre los principios. De esta forma incorpora a la filosofía
del derecho una filosofía social democrática, y le asigna la función de
reducir incertezas, mediante la justificación de criterios objetivos –princi-
pios–, para lo cual preconiza el desplazamiento del modelo de formación
jurídica basado en la enseñanza y examen de las normas establecidas.

“Si nos limitamos a designar nuestra regla de reconocimiento


con la frase ‘el conjunto completo de principios en vigor’, a lo
único que llegamos es a la tautología de que el derecho es el
derecho. Si, en cambio, intentáramos efectivamente enumerar
todos los principios en vigor, fracasaríamos. Los principios son
discutibles, su peso es importante, son innumerables y variables
y cambian con tal rapidez que el comienzo de nuestra lista esta-
ría anticuado antes de que hubiésemos llegado a la mitad. Aun
si lo consiguiéramos, no tendríamos la llave del derecho, porque
no quedaría nada que nuestra llave pudiera abrir”.16

El rechazo al positivismo adquiere la forma informe del paradigma


hermenéutico. Un ejemplo lo da el entender que “existe una obligación
jurídica siempre que las razones que fundamentan tal obligación, en fun-
ción de diferentes clases de principios jurídicos obligatorios, son más fuertes
que las razones o argumentos contrarios”.17

16. R. Dworkin, Los derechos en serio, Barcelona, Planeta, 1993, p. 99.


17. R. Dworkin, Los derechos en serio, op. cit., p. 100.

65
Claudio Martyniuk

Dworkin despliega un programa de investigación donde la justificación


de las normas ocupa un rol central. Esa justificación no podrá confundirse
con una práctica social, ya que norma y práctica no resultan coextensibles.
La justificación normativa genera expectativas de cumplimiento y también
formas de infringir la norma, que pueden ir más allá de la práctica –como
también lo sostiene Luhmann–. Por ello no teme tomarse en serio los dere-
chos para no dejarlos sólo en manos de actos legislativos, costumbres o
resoluciones judiciales: los derechos son fundamentos para juzgar la misma
legislación.18
La filiación hermenéutica se hace manifiesta en la teoría de la interpre-
tación configurada en el recorrido teórico de Dworkin, donde marcará la
necesidad de compartir modelos y presunciones y de ser por lo menos un
virtual participante de las prácticas que se intentan describir, ya que sin
comprender lo que hacen los sujetos, resulta imposible juzgarlos. De esta
forma el derecho pasa a ser un concepto interpretativo dentro de una
comunidad en la que existe un acuerdo inicial –preinterpretativo–, y en
su postura se debe permitir que los puntos de vista de los sujetos –ciuda-
danos y funcionarios– acerca de la justicia y la moralidad figuren en sus
opiniones acerca de cuáles son los derechos legales sancionados mediante
decisiones políticas pasadas.19

“Se puede conocer el sistema nazi como una de las hebras de


una cuerda, una realización histórica de las prácticas e insti-
tuciones generales a partir de las cuales también se desarrolla
nuestra cultura legal”.20

Pertenencia comunitaria, comprensión interpretativa, historicidad: son


todos elementos que conducen a Dworkin a pensar la normatividad
como una narrativa política en desarrollo, como una novela en cadena.
De esta forma, la teoría sobre el derecho no es una mera reflexión sobre lo
que ocurre en la composición, interpretación y recepción del derecho,

18. Cf. op. cit., p. 268.


19. Cf. fundamentalmente “De la teoría general del derecho, de las decisiones e interpretacio-
nes de los jueces y de la integridad política y legal como clave de la teoría y práctica” en El
imperio de la Justicia, Barcelona, Gedisa, 1988.
20. R. Dworkin, El imperio de la Justicia, op. cit., p. 83.

66
Sobre la narración hermenéutica de la normatividad...

sino que, en cierto sentido, se trata de uno de los momentos constitutivos


del derecho en sí. En la medida en que el derecho no se restringe al
sustrato lingüístico que le sirve de base, sino que emerge a través de la
configuración categorial de lo percibido, un cambio en el sistema categorial
modificará directamente dicho sustrato.
Así como el uso, la recepción y la interpretación de los enunciados con
fuerza normativa escapan al control de sus creadores, una función central
de la teoría es iluminar los aspectos de estos contextos en los que tiene
lugar la producción, uso y percepción del orden normativo en forma
interdisciplinaria. Denunciada la falacia del abismo entre los hechos y las
interpretaciones, la diferenciación entre normatividad y reflexión acerca
de la normatividad se mantiene, pero en un contexto de interpenetración
que rechaza el ver un campo como propio de una voluntad arbitraria y
otro como de una pura estructura racional.
Si la crítica kelseniana se dirigió a las teorías que impuramente reves-
tían un obscuro designio normativo y fijó las pautas para la constitución
de una disciplina descriptiva del derecho desde la cual nada se dijera
sobre lo válido que fuera más allá de indicar el sentido de una norma
positiva, con la teoría dworkiniana encontramos la participación del ope-
rador jurídico en la indefinida construcción del derecho.
Además, el jurista kelseniano-analítico limita la pretensión de su prác-
tica. Como contrapartida, sus críticos hablarán desde y acerca de esos
silencios, de esas impurezas, de esas indeterminaciones, y lo harán re-
saltando la relevancia social de su hacer: la filosofía del derecho no es
representada como un metadiscurso sobre el derecho. De ser espejo del
derecho, la teoría pasa a ser autorreflexiva y enfoca el significado de su
discurso y el discurso de los juristas en la configuración del derecho. La
hermenéutica apoya esa visión para analizar el carácter dogmático nor-
mativo de la práctica interpretativa propia de los teóricos, de los dog-
máticos y del conjunto de los operadores jurídicos.
Inmersa la filosofía del derecho –y el derecho todo– en un hipertexto
(¿un discurso invisible?) y en la hipertextualidad, que relacionará un texto
con los precedentes y con los derivados de una transformación; la
intertextualidad constituirá la marca analítica que detectará la presencia
de un texto en otro, o las copresencias de dos o más textos –como si el
sistema de enunciados que son las normas jurídicas y el sistema de enun-
ciados que son las compresiones de ellas no contaran con fronteras estric-
tas–. Una architextualidad relacionará el texto con las categorías matrices de

67
Claudio Martyniuk

la práctica –por ejemplo ¿cómo castigar sin una (o múltiples) teoría de la


pena?. Lo dicho se dirá en un contexto, dotado de una estructura de produc-
ción, pero también de un horizonte indeterminado en su recepción por
parte de sujetos –sujetados pero activos–.
Vista la dogmática jurídica desde la perspectiva kuhneana: (i) el con-
texto pedagógico-socializador que dota a los operadores de un lenguaje y
de una tradición común en la representación jurídica de la realidad, dan-
do forma a las competencias, sumado (ii) al sistema de autoridades acep-
tadas, pasan a ocupar un punto central en una teoría autorreflexiva del
derecho donde van a ser entendidos también como fuentes de derecho (i)
las directrices interpretativas establecidas por la comunidad jurídica, jun-
to con (ii) los valores necesarios para evaluar los sentidos normativos.21

“Al Derecho existente pertenecen no sólo las normas de com-


portamiento y las normas de autorización, sino también los
principios jurídicos, el transfondo teleológico del Derecho, la
doctrina jurídica institucionalizada y la metodología”.22

Las proposiciones normativas pueden, desde esta perspectiva, ser justi-


ficadas y compatibilizadas.23 Y esto sin (i) la carga de esencialismo y tras-
cendentalismo, propia de toda metafísica trascendentalista, o inclusive
realista, ya que esta última fracasa en su intento de justificar la verdad
como correspondencia, toda vez que, produciendo un falso objetivismo,
cree que la respuesta correcta sólo (y solamente) se encuentra en la ley. En
cambio, para Dworkin, objetividad y realidad son conceptos que –como
enseñara Wittgenstein– adquieren sentido en la práctica de una actividad,
desde la cual los hombres no pueden diferenciar su juego interpretativo
del juego del universo. Pero también Dworkin sostiene su posición sin
compartir (ii) las tesis convencionalistas de los strong interpretivists, que
serán vistos por Dworkin como escépticos externos.24

21. Cf. J. Wroblewski, “Verification and Justification in the Legal Science”, en Rechtstheorie-
Beiheft 1, 1979, pp. 207 y ss.
22. Ota Weinberger en Doxa, Nº 1, Alicante, 1984, p. 261.
23. R. Dworkin, El imperio de la Justicia, op. cit., p. 164.
24. Quizá sea superficial la diferencia entre ambas posturas, ya que mientras la perspectiva de
Dworkin es interna y participativa, el llamado escepticismo externo observa cómo se han

68
Sobre la narración hermenéutica de la normatividad...

Cuando un juez comienza a decidir casos su cuestionamiento me-


tafísico debe cesar: el minimalismo metafísico de Dworkin le permitirá
sostener la existencia de soluciones correctas –persuasivas– por refe-
rirse a relaciones interpretativas reales entre determinados problemas
y teorías para su resolución. El pasado como fuente de legitimación y
autoridad, o la socialización de los operadores jurídicos en determina-
dos criterios de preferencia, no alcanzan para que un texto imponga
sólo las interpretaciones posibles. Se requiere de personas que conta-
rán con ideas y valores.25
Se presupondrá la posibilidad de dar una única respuesta correcta (ex-
cepto en los casos difíciles donde no se puede encontrar un punto de
apoyo común a teorías jurídicas alternativas): la pretensión de corrección
configura el sentido de la argumentación jurídica.26 La garantía, el con-
trol de corrección, no será más que el procedimiento, que se centrará
–como se puede observar en la teoría habermasiana– en el ámbito institu-

instituido contingente, artificial y políticamente, las determinaciones del juego en el cual


Dworkin participaría. Vistas así podrían complementarse.
Los llamados strong interpretativists, parten de considerar lo existente como producto de la
acción, de las ideas y de las convenciones sociales. Es marcada la influencia de la epistemología
de T. S. Kuhn, Feyerabend y R. Rorty, quienes sostienen la inexistencia de un punto de partida
o de mensura exterior, a partir de la cual se distinga la observación de la teoría. Pretender
fundar tal metafísica acerca del exterior es imposible. Así ver, por ej., los trabajos de Stanley
Fish “Working on the Chain Gang: Interpretation in Law and Literature”, 60 Texas Law
Review, 1982; “Wrong Again”, 62 Texas Law Review, 1983; “Still Wrong After All These Years”,
6 Law & Philosophy, 1987 y “Is There a Text in This Class?”, Cambridge, Harvard U. Press,
1988. Una reseña de la discusión se puede encontrar en el trabajo de Shannon S. Presby,
“Interpretivism Naturalized: Dworkin’s Minimalist Metaphysics”, Canadian Journal of Law
and Jurisprudence, University of Western Ontario, VII, Nº 2, 1994.
25. De imponerse sólo el texto, de una especie de instancia de la letra transformada en
articuladora de las diferencias directrices –propias de una concepción gramatológica y
deconstructivista– la concepción de Dworkin deviene superficial. Algo similar ocurre con-
templando esta postura desde la racionalidad sistémica luhmanniana, que al igual que
Dworkin parece sostener un realismo naturalista o un nominalismo trascendental. Desde la
perspectiva de la interacción registrada por la práctica de una actividad, Dworkin aparece
reforzando (conservadoramente) en los sujetos determinadas preferencias históricas y co-
munitariamente formadas.
26. Cf. R. Alexy, “Sistema jurídico, principios jurídicos y razón práctica”, en Doxa, Nº 5,
Alicante, 1988; N. MacCormick, Derecho legal y socialdemocracia, Madrid, Tecnos, 1988,
especialmente capítulo 7.

69
Claudio Martyniuk

cional del estado constitucional democrático.27 Argumentación, coheren-


cia, discusión, consenso, mayoría, rendimiento: son conceptos que en-
vuelven el paradigma de la razón práctica, en cuyo interior las reglas
de la inferencia lógica se complementan con las reglas del procedi-
miento discursivo para que la razón razone razonablemente y la teoría
persiga normativamente que cada vez más el ideal de la situación
comunicativa se acerque y se razone más y se decida mejor –todo en un
amplio registro de optimismo y de certeza que incluye desde versiones
duras como la de Dworkin28 hasta posturas débiles como las de Alexy y
Aarnio, entre otros–.29
Y no debe olvidarse una de las principales finalidades políticas de esta
postura normativa acerca de la legitimación: la maximización de la certeza
jurídica –lo cual paradójicamente se persigue desde una visión
fenomenológica que hace de la interpretación una novela encadenada sin
fin– mediante un juego que regulativamente debe ser practicado conforme
una racionalidad discursiva institucional, ya que la justificación maximiza
el control público de la decisión y fuerza la tensión de lo previsible, esta-
ble y seguro con lo flexible, razonable y justo, como una barrera a la
colonización burocrático-administrativa del mundo vital y a la arbitrarie-
dad. “Las raíces de la racionalidad se encuentran en nuestra cultura, es
decir, en las formas como usamos este concepto en el lenguaje ordinario.
Nuestra forma de vida está construida de manera tal que esperamos que la

27. Cf. Robert Alexy, “La idea de una teoría procesal de la argumentación jurídica”, en E.
Garzón Valdés (comp.), Derecho y filosofía, México, Fontamara, 1988; y Teoría de la argumen-
tación jurídica. La teoría del discurso racional como teoría de la fundamentación jurídica, Madrid,
Centro de Estudios Constitucionales, 1989.
28. “Si toda teoría que determina que el contenido del Derecho depende, a veces, de la
respuesta correcta a alguna cuestión moral es una teoría iusnaturalista, entonces soy culpable de
iusnaturalismo”, dice Dworkin en “Retorno al Derecho ‘Natural’”, en Jerónimo Betegón y Juan
Ramón de Páramo (comps.), Derecho y moral. Ensayos analíticos, Barcelona, Ariel, 1990, p. 23.
A veces es más suave: “los jueces deben decidir los casos difíciles interpretando la estructura
política de su comunidad hasta encontrar la mejor justificación” (p. 23).
29. Así, por ejemplo, Ernesto Garzón Valdés, Derecho, Etica y Política, Madrid, Centro de
Estudios Constitucionales, 1993, es un defensor de la razón práctica que continuamente
insiste en la necesidad de un “mordisco normativo” para evitar que con procedimientos
impecables se obtengan resultados inaceptables. Por ello remarca que toda teoría del derecho
debe contener una relación conceptual entre derecho y moral: así la legitimidad “indica
coincidencia de las reglas del sistema con los principios de ética normativa” (p. 529).

70
Sobre la narración hermenéutica de la normatividad...

gente se comporte racionalmente en sus relaciones recíprocas. En este sen-


tido, la racionalidad es un hecho intersubjetivo (supraindividual) dado en
nuestra cultura”. 30 Y de la razonabilidad resulta en nuestra época la
posibilidad de un régimen constitucional, una posibilidad a partir de la
tradición democrática institucionalizada. Y significa sostener en una carto-
grafía la relativa autonomía del derecho frente a las imposiciones del merca-
do y de la política,31 a la par que una relativa dependencia de la moral.32

30. Aarnio, A., Lo Racional como Razonable, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales,
1991, p. 251.
31. Así, por ejemplo, Owen M. Fiss ataca al Análisis Económico del Derecho –para el cual “la
eficiencia es un adecuado concepto de justicia”, conforme R. Posner en The Economics of
Justice, Cambridge, Harvard University Press, 1981, p. 6– y a los Critical Legal Studies –que
aspiran a “poner al descubierto el sentido político de la práctica cotidiana de los jueces y de
los juristas”, conforme Duncan Kennedy, “Nota sobre la historia de CLS en los Estados
Unidos”, en Doxa, Nº 11, Alicante, 1992, p. 284–. Cf. O. Fiss, “El Derecho recuperado”, en
Doxa, Nº 11, Alicante, 1992. El mismo profesor de Yale antes había denunciado a dichas
visiones teóricas como responsables de la muerte del Derecho –Fiss, “The Death of the Law”,
en Cornell Law Review N° 72, 1986–, en manos de quienes preconizan una evaluación
normativa economicista del derecho y de aquellos que con apoyo de las ciencias sociales y la
filosofía, producen un análisis del derecho y la sociedad que con eje en los conflictos y
tensiones, descree de la existencia de una moral pública compartida.
32. Así Carlos Nino en El Constructivismo Ético, Centro de Estudios Constitucionales, Ma-
drid, 1989, afirmaba que la justificación de las decisiones judiciales implica el uso de normas
y principios morales como premisa de una decisión jurídica. Tal premisa es aquella que lleva
a afirmar que algo es una norma. Así, toda justificación deviene en justificación moral, al igual
que toda obligación será una especie de obligación moral (ver p. 30). Por el contrario, un
crítico como Joseph Singer, marcará la inexistencia de fundamento racional para el discurso
jurídico, que no contará con ninguna base objetiva y que usará los mismos argumentos para
apoyar decisiones contrarias. Cf. “The Player and the Cards: Nihilism and Legal Theory”, Yale
Law Journal, N° 94, Yale, 1984.
Como Nino, pero en el terreno de la epistemología, Hans Albert, en su Tratado sobre la razón
crítica, Sur, Buenos Aires, 1973, p. 53, ha destacado cómo la producción científica y de
conocimientos en general, descansa en acciones, y que “de ahí el que toda ciencia debe poseer
sus fundamentos últimos en la teoría de las acciones, por lo tanto, pues, en la Ética. (...) La
aceptación de un método determinado, también del método del examen crítico, involucra
una decisión moral, pues significa la aceptación de una praxis metódica de muchas consecuen-
cias para la vida social, de una praxis que no es de significación solamente para la formación
de la teoría, para la proposición, elaboración y examen de teorías, sino también para su
aplicación y para el papel del conocimiento en la vida social. El modelo de racionalidad del
criticismo es el proyecto de una forma de vida, de una praxis especial, y tiene por lo tanto
significación ética y, por encima de ello, significación política” (p. 65). Cf. E. Marí, “También
la ciencia dispara”, en Página 12, Buenos Aires, 2 de octubre de 1993.

71
Claudio Martyniuk

3. Historia

Resulta necesario atender el abordaje histórico para poder com-


prender la diferencia que conforma el tiempo actual. La sociedad con-
temporánea no está fundada en un descubrimiento en particular: por
el contrario, lo está en la investigación sistemática de una naturaleza
supuesta como homogénea, desprovista de elementos privilegiados, y
en la aplicación de los resultados para incrementar la producción. En
cambio, la sociedad agraria centrada en el arado se basó en el descu-
brimiento de la posibilidad de producir alimentos. Sobre este con-
traste los presupuestos universalistas y trascendentalistas ven
relativizados sus fundamentos.
Así, Ernest Gellner, desde una curiosa pregunta: –¿Hacia dónde se in-
clinará el voto de la edad de piedra?–, formula una crítica al presentismo en
que cae la teoría de la justicia de J. Rawls:

“El método del ‘velo de la ignorancia’, ideado con el fin de supe-


rar prejuicios locales y los intereses establecidos, simplemente
representa un ejemplo extremo de un par de anteojeras
etnocéntricas especiales; es una forma en que nuestra propia so-
ciedad, bastante especial, móvil y por lo tanto igualitaria, incor-
pora de nuevo, con un aspecto diferente, sus propios valores”.33

En una visión del mundo codificada y homogeneizada se inicia un


proceso de emancipación de la cognición respecto a consideraciones so-
ciales externas: así como (i) la invención de los enunciados descriptivos, de
la función representativa y argumentativa del lenguaje, ha constituido un
desarrollo imprevisible de la conciencia al no ser ni meras expresiones de sí,
ni la señalización ostensiva, y al posibilitar la producción de enunciados
cuya verdad se puede comprobar y discutir,34 (ii) la escritura, que en la

33. Ernest Gellner, El arado, la espada y el libro. La estructura de la historia humana, México,
FCE., 1992, p. 25.
34. Cf. Karl Popper, En busca de un mundo mejor, Barcelona, Paidós, 1994, p. 39, donde dice
con Karl Büler que “esta función es el rasgo sin precedentes del lenguaje humano”.
Giorgio Raimondo Cardona, en su libro Antropología de la escritura, Barcelona, Gedisa, 1994,
rastrea el origen del lenguaje oral hasta 100.000 años atrás, e indica cómo “un paso decisivo en

72
Sobre la narración hermenéutica de la normatividad...

baja Mesopotamia se remonta al 3.500 a. C., y las tecnologías posteriores


–el libro, la imprenta y en nuestro siglo la computadora– han contribui-
do a la formación de nuevas estructuras intelectuales, horizontes
comunicativos en permanente demarcación y sociedades altamente dife-
renciadas como las contemporáneas.

“En las culturas orales, la ley misma está encerrada en refranes y


proverbios formulaicos que no representan meros adornos de la
jurisprudencia, sino que ellos mismos constituyen la ley. A me-
nudo se recurre a un juez de una cultura oral para que repita
proverbios pertinentes a partir de los cuales puede deducir deci-
siones justas para los casos sometidos a litigio formal ante él”.35

Es notorio que la codificación del derecho ha desplegado una gramática


más elaborada, posibilitando una determinación de significados relativamen-
te autónoma de los contextos existenciales en que necesariamente debía trans-
currir el discurso jurídico oral: es obvio que tal derecho oral jamás hubiera
admitido ni un abordaje formal/analítico, ni un examen hermenéutico histó-
rico, ya que la ratificación semántica era directa y situacional.36

la evolución del homo sapiens fue la adquisición de un vínculo entre pensamiento y símbolos
materiales; por primera vez el género humano establecía una relación simbólica entre operacio-
nes y símbolos exteriores deliberadamente realizados” (p. 61).
De esta forma se puede ver ejemplificada la complementación y la delimitación del mundo
social, con su evolución tecnológica y su temporalización diferencial y progresiva, de una
capacidad de representación subjetiva socialmente construida pero interiormente –psíquica-
mente– anclada. El sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo, pero el
mundo de los felices es distinto del mundo de los infelices, dice Wittgenstein en el Tractatus. Y
es que la resolución de problemas tecnológicos y científicos no penetran el problema de la vida
subjetiva. Si Einstein cambió el mundo de la física, y por ende el de la ciencia contemporánea,
su conciencia personal no vio disipada la angustia y el misticismo que la cubría.
Similarmente, sin agotarse, el arte ha visto transformarse sus campos, técnicas y recursos expre-
sivos como resultado de su producción, reproducción y diferenciación social que configuran
horizontes de comprensión de sus manifestaciones siempre caracterizadas por una continua
reflexión sobre sus medios de expresión –¿qué otra cosa es la estética y la crítica artística? ¿qué
otra cosa es la metafísica?–. Pensar los límites del pensamiento, desafiando tales fronteras;
expresar todo lo expresable, hasta el silencio.
35. Ong, W. J., Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, Buenos Aires, FCE, 1993, p. 42.
36. Desde un enfoque evolucionario y contextual de la racionalidad, Robert Nozick en La
naturaleza de la racionalidad (Barcelona, Paidós, 1995) postula en el desarrollo de una teoría de

73
Claudio Martyniuk

Y nótese que en el contexto pedagógico de socialización del estudiante


en el paradigma dogmático, se exige todavía que los estudiantes reciten en
clase o en examen, es decir que repitan oralmente ante el profesor las
normas, los conceptos y las soluciones aprendidas de memoria. Así tam-
bién se forma un estilo de escritura propia de la práctica tribunalicia
fundada en una imaginaria declamación pública.
Además –y por más que no se niegue la relativa autonomía y la pro-
ductividad que él mismo desencadena–, el texto –legal o el teórico– no
tiene significado hasta que resulta leído, es decir interpretado, relacionado
con el mundo del lector, un mundo desde ya ni arbitrario ni
inconmensurable con el del escritor y que se reproduce en lecturas que
producen nuevos escritores.37
Ahora se puede constatar un movimiento –¿un exasperante movimiento
dworkiano?– que frente a una retórica imperativa, fundada en modelos
fijos y demostrativos que hay que respetar en cada caso, opone una retórica
persuasiva, arraigada en lo concreto y desarrollada a partir de cada caso:
como si frente a un tipo ideal axiomático-deductivo, que tiende a la uni-
ficación, se formulara un tipo ideal complementario más que alternativo
al anterior, de corte analógico y heurístico, que propende a la dispersión,
a un relato que admite co-relatos y que por ende no puede admitir una
enseñanza que enumere las normas, los problemas y las soluciones.
De esta forma, la perspectiva histórica remite al problemático cómputo
del tiempo. Y es que el derecho emerge claramente como un dispositivo de

la “utilidad simbólica” una crítica a la concepción instrumentalista de la racionalidad y (i) la


necesidad de investigar cómo y por qué la sociedad fabrica y mantiene miembros racionales, (ii)
cómo los criterios de racionalidad de una sociedad pueden cambiar y desarrollarse con el tiempo,
y (iii) cómo los principios cumplen la función epistemológica de producir comprensión, al posibi-
litar cobijar casos, orientar y guiar hacia algo el pensamiento y el comportamiento.
“Se ha dicho que la alfabetización trae consigo una acrecida sensibilidad respecto de la
coherencia y del apoyo razonado –los enunciados escritos se pueden examinar repetidamente
y comparar con otros–, y que, por lo mismo, lleva a la formación de nuevos criterios de
razonamiento y de crítica. Un antropólogo podría, en consecuencia, dudar de imputar ciertos
criterios de creencia racional a las sociedades sin escritura e interpretar a sus miembros como
si satisfacieran esos criterios” (p. 208).
37. Como si significado/mundo y lector/escritor fuera una distinción propia de una perspec-
tiva estructural/textual y otra distinción muy diferente cuando se la refiere a prácticas socia-
les, que admiten tanto una perspectiva sistémica como otra centrada en la subjetividad. Los
límites de cada perspectiva penetran y modifican a las otras.

74
Sobre la narración hermenéutica de la normatividad...

control del tiempo –de un tiempo–, y su teoría se centra en la determina-


ción del sentido jurídico constituido:

“El constitucionalismo es una doctrina jurídica que conoce


solamente el pasado, es una continua referencia al tiempo trans-
currido, a las potencias consolidadas y a su inercia, al espíritu
replegado; por contra, el poder constituyente es siempre tiem-
po fuerte y futuro”.38

4. Retórica (tomando en serio a la imposilibilidad


de leer)

Theodor Viehweg ha constatado como en el ámbito cotidiano de la


acción y de la decisión, el pensamiento dogmático referido a la opinión y a
la formación de opiniones parece indispensable:

“Pues, si se quieren guiar acciones y esquemas de acciones


con una fundamentación (o justificación) racional, mani-
fiestamente hay que presuponer un sistema que contenga
afirmaciones dogmatizadas, es decir, que estén substraídas
a toda cuestionabilidad. Un sistema que, por el contrario,
requiere que toda afirmación sea puesta en tela de juicio, es
decir, un sistema cetético o de investigación, no sirve para
estos fines”. 39

El jurista sabe que siempre interpreta, también cuando constata que,


in casu, una prescripción no requiere mayor interpretación. Pero se trata
siempre de una hermenéutica al servicio de una dogmática que sostiene
un esquema de acción con una doctrina básica unificante, que estabiliza
un cuerpo central de principios, a la par que admite una elasticidad y
flexibilidad que lo preservan, al hacerlo susceptible de ser interpretado de
diferentes formas.

38. Antonio Negri, El poder constituyente. Ensayo sobre las alternativas de la modernidad, Madrid,
Libertarias, 1994, p. 29.
39. Tópica y filosofía del derecho, Barcelona, Gedisa, 1991.

75
Claudio Martyniuk

Adoptando el espíritu hermenéutico, cuando ya L. Wittgenstein anun-


ció su teoría de los juegos del lenguaje, Theodor Viehweg opondrá argu-
mentación a demostración, sistemas tópicos –dialéctica argumentativa
clásica– a sistemas deductivos, sistemas abiertos a nuevos puntos de vista
a sistemas cerrados por clausuras técnicas. De esta manera avanzará en el
campo del derecho considerado como un sistema tópico abierto, depen-
diente del contexto comunicativo, en el cual la argumentación se torna
dialógica, situacional y pragmática, sin posibles determinaciones sintác-
ticas o semánticas.

“Cuando se busca una fundamentación que incluya la deter-


minación de los axiomas, uno se encuentra, por así decirlo,
automáticamente con la retórica. Posiblemente, en su desarro-
llo ulterior, ella es adecuada para retrotraer toda nuestra activi-
dad intelectual a un contexto práctico, en el cual se vinculan
las condiciones lógicas y éticas de esta actividad”.40

Esta perspectiva torna comprensible las dificultades, complejidades e


incertidumbres que aparecen en toda reconstrucción formal de la diná-
mica de los sistemas normativos. Así lo constata Roberto Vernengo:

“En rigor, toda interpretación jurídica es un acto de cambio


jurídico, de reconstrucción racional del derecho objetivo. O,
si se quiere, una actividad propia de la dinámica de los siste-
mas normativos, en que se producen extensiones, derogacio-
nes y modificaciones en la composición normativa del con-
junto. Estas operaciones pueden responder a ciertos criterios
de racionalidad destinados a asegurar la consistencia del sis-
tema. Las prácticas que los juristas denominan ‘interpreta-
ción lógica’ son procedimientos de cambio del derecho des-
tinados a mantener la racionalidad idealmente postulada de
todo sistema social”.41

40. Op. cit., p. 172.


41. Roberto J. Vernengo, La interpretación literal de la ley, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1994,
pp. 132-3.

76
Sobre la narración hermenéutica de la normatividad...

Cambio y reconstrucción del derecho; racionalidad y consistencia en su


dinámica: hablando de la interpretación se habla (i) de derecho objetivo; (ii)
de su reconstrucción racional; (iii) del cambio del conjunto normativo; y (iv)
del criterio de racionalidad: la consistencia de un sistema social.
Ciertas interpretaciones de una norma podrían dar, más que meros
significados, otra norma, una lectura, no una decodificación; y esta lec-
tura a su vez podría ser interpretada por otra norma o por otra proposi-
ción normativa, y así ad infinitum. Kelsen enseñó cómo por este proceso
una norma hace nacer otra norma. Y esto es una retórica pura, distinta
de una gramática pura que postulara la posibilidad de un significado no
problemático. Por eso la formalización del discurso normativo parece
alcanzar sólo verdad por la vía negativa, es decir por la exposición de un
error, de una inconsistencia. También es cierto que esta visión retórica,
de hacerse única, acaba en una indeterminación, en una sostenida in-
certidumbre incapaz de escoger entre dos lecturas, circunstancia
disgustante que expone imposibilidad de saber lo que el lenguaje en
general, pero el de las normas en particular, está urdiendo. Quizá por
estas razones, y a pesar de las buenas intenciones dworkianas, el lengua-
je cada vez más riguroso de la teoría normativa dista de ser el lenguaje
en el que más confianza las personas han depositado para nombrar sus
derechos y transformarlos.
Se puede postular que en una lectura ideal de una norma, el sentido
leído es el sentido afirmado. Pero si toda lectura es verdaderamente pro-
blemática, sí resta sospechar una ausencia de convergencia entre la com-
prensión y el significado afirmado. Esta circunstancia hace que la lectu-
ra, el acto interpretativo, comience con una mezcla inestable de literalidad
y de sospecha. Ante una distancia infranqueable entre el lector y el
autor de la norma, la interpretación se convierte en metáfora de la ley y
genera una metafísica de la presencia que transfiere todo el poder al
intérprete y a su voz, en desmedro de la autoridad de la norma como
enunciado y de la teoría normativa como escritura simbólica. Esa meta-
física postula la presencia de la verdad en el hombre, como si éste fuera
una conciencia reveladora, como si fuera un yo capaz de alcanzar un
significado completo y sustancial.
El discurso normativo presenta una especial ambivalencia con respecto
a las figuras de su propio discurso: la categoría de interpretación subyace
en las mismas normas positivas; y la categoría de sujeto que sostiene la voz
del intérprete, es la persona configurada por dicho discurso.

77
Claudio Martyniuk

El Legislador es una figura, un narrador ficticio. Su Voluntad es una


coartada para proteger a las normas de las interpretaciones subjetivas
que pongan en cuestión su propia enunciación. Pero ese legislador, igual
que cualquier otro lector, también puede equivocarse en la lectura de su
propio texto.

“La máquina legal nunca funciona exactamente como había


sido programada. Siempre produce algo menos o algo más que
el aspecto teórico, original”.42

Desde este prisma no totalmente ajeno a Kelsen, toda interpretación


sería un hecho, no una representación, y el lenguaje normativo (¿aun el
que describa la existencia y el funcionamiento de las normas?) sería
performativo. Si las teorías normativas se refieren a la acción, resulta pro-
blemático hablar de ellas en términos de verdad. La única excepción son
las teorías lógicas, y esto por una razón sencilla: sin respeto a reglas lógicas
y gramaticales centrales no es concebible texto, ni significado alguno;
pero este abordaje formal, fundado en una concepción coherentista de la
verdad, no cubre la divergencia y la distancia existente entre la estructura
lógica y el significado que puede resultar del acto interpretativo.
El discurso normativo parece requerir ser considerado como performativo
y constativo. Un sistema generativo, abierto, no determinado
referencialmente, complementado con un sistema clausurado, estructu-
rado conforme pautas semánticas propias, transformable conforme sus
propios mecanismos. Esta divergencia entre los enunciados normativos y
los actos que se generan es de naturaleza epistemológica, pero alcanza a la
narración y a la política, haciendo que las promesas comunicadas, a partir
de su carácter equívoco, tengan la capacidad de generar acontecimientos,
de hacer historia.
Parafraseando a Spencer Brown, ahora, junto al físico que describe la
materia, se encuentra el observador social y ambos están, conforme sus
propias consideraciones, construidos por los ladrillos y las fuerzas del mun-
do que describen. Están hechos de un conglomerado de los mismos detalles
que describen, obedeciendo a leyes generales tales como las que ellos han

42. Paul de Man, Alegorías de la lectura, Barcelona, Lumen, 1990, p. 308.

78
Sobre la narración hermenéutica de la normatividad...

manejado para encontrar y para registrar. Así, no podemos escapar del he-
cho de que el mundo que conocemos está construido para verse a sí mismo.
Pero para hacer eso, deben primero cortarse a sí mismos en al menos un
estado que ve y en al menos un estado que es visto. En esta condición desgarra-
da y mutilada, lo que sea que ve se ve sólo parcialmente a sí mismo. Podemos
quedarnos con esto, que el mundo es indudablemente sí mismo (esto es, indis-
tinto de sí mismo), pero, en cualquier intento de verse a sí mismo como objeto,
debe, igual de indudablemente, actuar de modo que se haga a sí mismo distin-
to de, y por lo tanto falso a, sí mismo. En esta condición siempre se eludirá
parcialmente a sí mismo.
En este sentido, con respecto a su propia información, el arte, la filoso-
fía, la epistemología, las ciencias, la sociología, la crítica literaria y las
teorías normativas se expanden para escapar del paradigma, de los instru-
mentos teóricos y tecnológicos a través de los cuales nosotros tratamos de
capturar a esos productos nuestros que nos producen.

79
80
El carácter político del control
de constitucionalidad
Paula Viturro

El Estado es el más glaciar de los monstruos.


Miente fríamente, y de su boca sale esta falacia:
Yo, el Estado, soy el pueblo.
F. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra.

En la Argentina, rara vez los constitucionalistas se refieren a la grave com-


plejidad que plantea la justificación de la revisión de las leyes y otras
normas jurídicas, por parte de los jueces. Se asume simplemente que esta
institución es una secuela incuestionable de los ideales del
constitucionalismo norteamericano. No obstante ello, aun en el ámbito
donde surgió, fue sometida a duros cuestionamientos y actualmente el
problema de la justificación del control judicial de constitucionalidad se
ha convertido en una discusión de teoría de la democracia.
Las diferencias comienzan cuando se toma en consideración la natura-
leza de esta tarea, la cual generalmente era concebida sólo como una acti-
vidad tendiente a evitar que se dicten o se apliquen normas
infraconstitucionales que contradigan lo establecido en la constitución.
Sin embargo, frente a interrogantes tales como qué abarca la constitu-
ción, en qué consiste su defensa, qué características tiene la función del
juez constitucional, cuáles son los límites del control judicial, cómo de-
bería estructurarse un poder judicial democrático capaz de llevar a cabo la
tarea de control, cuál es el fundamento de su legitimidad, si es el control
judicial de constitucionalidad un requisito indispensable de la democra-
cia constitucional, cuál es el alcance de las llamadas cuestiones políticas o el
de la constitucionalización de los derechos sociales y lo que esto implica
respecto a una intervención activista por parte del poder judicial en la

81
Paula Viturro

preservación de esos derechos, etc., nos encontramos con una infinidad


de respuestas diferentes que llevan a poner en duda la originaria concep-
ción del control de constitucionalidad como una actividad estrictamente
técnico-jurídica y a centrar la polémica –permanentemente abierta– en
torno a la politicidad del juez constitucional. Así, el establecimiento en
muchos Estados democráticos, de órganos judiciales con competencia para
revisar en última instancia la constitucionalidad de disposiciones emiti-
das por legislaturas elegidas democráticamente, no hizo más que revelar y
llevar a su punto máximo la inescindible relación entre el ámbito jurídico
y el político.
Dicho en otras palabras, si con el surgimiento de las constituciones
rígidas y la necesidad de determinar cómo atribuirles significado, cobró
más relevancia tanto teórica como práctica la gran problemática de la
interpretación, con la consecuente aparición de la jurisdicción constitu-
cional, la cuestión se ha vuelto aún más compleja. Así surgió el “formida-
ble problema”, en palabras de Mauro Cappeletti, de fundamentar la legi-
timidad democrática de este poder, que llegaría a ser calificado por mu-
chos como contra-mayoritario. He aquí las dos caras de la misma mone-
da: cómo decidir (interpretación), y quién y por qué decide (legitimación).
Ambas están presentes en los debates acerca de los fundamentos del con-
trol judicial de constitucionalidad, aunque de diversas maneras: mezcla-
das, separadas, negadas y/o ignoradas.1
Para quien aborde el tema desde la interpretación, puede resultar una
buena guía recordar la siguiente afirmación de Robert Alexy, “la ciencia
del derecho, tal como es cultivada en la actualidad, es, ante todo, una
disciplina práctica porque su pregunta central reza: ¿qué es lo debido en
los casos reales o imaginarios? Esta pregunta es planteada desde una pers-
pectiva que coincide con la del juez”.2

1. A su vez, este debate acerca de la fundamentación del control de constitucionalidad se


inserta en otro de carácter más general que surgió a raíz del creciente protagonismo social y
político de los jueces a lo largo de los últimos doscientos años, protagonismo que generó
múltiples cuestionamientos a la labor judicial, sobre todo en lo atinente a su capacidad, su
legitimidad y su independencia. Es por ello que ahora se habla cada vez más de la judicialización
de los conflictos políticos, ya que si bien es cierto que en el origen del Estado moderno el
sector judicial es un poder soberano, lo cierto es que sólo se asume públicamente como poder
político en la medida en que pueda interferir con los otros poderes.
2. Robert Alexy, Teoría de los derechos fundamentales, Madrid, Centro de Estudios Constitucio-
nales, 1993, p. 33.

82
El carácter político del control de constitucionalidad

Los intentos por responder a la cuestión de la interpretación generaron, en


las últimas décadas, significativos y conocidos debates aún vigentes, acerca
del carácter de la toma de decisiones judiciales, los cuales se desarrollaron en
torno a tópicos tales como el poder creador del juez y la posibilidad de hallar
mediante interpretación soluciones correctas, sobre todo en aquellos casos cali-
ficados como difíciles –hard cases–. Las alternativas que se plantearon se co-
rresponden con alguna teoría respecto de la naturaleza del derecho, ya que “lo
que cuenta en última instancia y de lo que todo depende, es la idea del
derecho, de la Constitución, del código, de la ley, de la sentencia”.3 Si, de
acuerdo con Habermas,4 desechamos la aspiración del iusnaturalismo racio-
nalista que cree posible someter al derecho vigente a criterios suprapositivos,
el debate se genera entre tres posturas bien conocidas, a saber:
a) la positivista, que proclama el sentido normativo específico de las pro-
posiciones jurídicas que conforman los sistemas jurídicos; los cuales a
su vez son descriptos como completos y cerrados reduciendo así el
problema a la inevitable textura abierta de los lenguajes naturales,5
b) la conformada por las tesis de la respuesta correcta,6 la más distinguida
de las cuales es la de Ronald Dworkin al proponer la inserción de la
razón en el contexto histórico de las tradiciones de que se trate, a fin de
reducir la indeterminación del proceso circular de comprensión me-
diante referencia a principios que provean la mejor justificación moral
para la decisión de un caso,7

3. Gustavo Zagrebelsky, El derecho dúctil. Ley, derechos, justicia, Madrid, Trotta, 1995, p. 9.
4. Jürgen Habermas, Facticidad y Validez, Madrid, Trotta, 1998, p. 268.
5. “A primera vista el espectáculo parece paradojal; ante nuestros ojos tenemos jueces
ejerciendo potestades creadoras que determinan los criterios últimos para comprobar la
validez de las propias normas que les confieren jurisdicción en tanto que jueces. ¿Cómo
puede una constitución conferir autoridad para decir lo que la constitución es? Pero la
paradoja desaparece si recordamos que aunque toda regla puede ser dudosa en algunos
puntos, es por cierto una condición necesaria de un sistema jurídico existente que no toda
regla sea dudosa en todos los puntos” (H. L. A. Hart, El concepto de derecho, Buenos Aires,
Abeledo Perrot, 1995, p. 189).
6. En otros términos, implica afirmar que los tribunales tendrán en todos los casos que se les
presenten, una única solución aplicable. Esta postura, que entronca con el realismo moral y
la tradición iusnaturalista, supone que a todo sistema jurídico le corresponde un mundo
posible absolutamente determinado y susceptible de otorgar una sola calificación deóntica
para cada acción.
7. Véase por ejemplo R. Dworkin, Los derechos en serio, Barcelona, Planeta-Agostini, 1993,
capítulo IV.

83
Paula Viturro

c) la escéptica, que afirma la indeterminación radical propia del discurso


jurídico habitual y busca las tensiones propias del mensaje político
escondido en la idea de justicia, para revelar la posibilidad de interpre-
taciones alternativas, perfectamente coherentes con las premisas decla-
radas por los jueces y mostrar así la falta de neutralidad valorativa que
los distingue.8
Esta última posición cobra fundamental importancia porque es la que
nos permite salir del falso dilema que plantea el punto de partida clásico
de esta controversia, el cual inquiere si los graves problemas políticos que
se someten al máximo tribunal pueden resolverse con los criterios y méto-
dos de una decisión judicial y, de ser así, cuáles deben ser esos criterios y
métodos.9 De esa manera, se inicia la discusión desde un reduccionismo
que presupone la neutralidad judicial y que evade toda consideración
acerca de la dimensión política de esta función. Es justamente esta pre-
sunción la que generará los mayores problemas a la hora de fundamentar
la legitimidad del control judicial, y la que da origen a más de una discu-
sión circular y bizantina.
Como señala Gargarella,10 la estrategia consiste en demostrar que exis-
ten formas más o menos obvias y no arbitrarias de interpretar la Constitu-
ción, para luego volver a afirmar que los jueces no gobiernan ni reempla-
zan a los legisladores, sino que simplemente dan cuenta del significado
del texto. Para tal fin se apeló históricamente a diferentes justificaciones
pretendidamente objetivas, a saber: las tradiciones, el derecho natural,
los principios neutrales, la razón, el consenso, los principios filosóficos,
etc.11 No obstante ello, la complejidad creciente de la mayor parte de los

8. “¿Cómo conjugar el acto de justicia que debe referirse siempre a una singularidad, a
individuos, a grupos, al otro o yo como el otro en una situación única, con la regla, la norma,
el valor o el imperativo de justicia que tiene necesariamente una forma general, incluso si esta
generalidad prescribe una generalidad cada vez singular?... Dirigirse al otro en la lengua del
otro es la condición de toda justicia posible, pero esto parece rigurosamente imposible?”
(Jacques Derrida, “Fuerza de ley: el fundamento místico de la autoridad”, en Doxa, N° 11,
Alicante, 1992).
9. Cf. Francisco Fernández Segado, “Reflexiones en torno a la composición del Tribunal
Constitucional en España”, Lecciones y Ensayos, Nº 55, Buenos Aires, 1991, p. 37.
10. Roberto Gargarella, La justicia frente al gobierno, Buenos Aires, Ariel, 1996, p. 60.
11. Un análisis crítico y sintético de estas propuestas se encuentra en John Hart Ely, Demo-
cracia y desconfianza. Una teoría del control constitucional, Bogotá, Siglo del Hombre Editores,
Universidad de los Andes, Facultad de Derecho, 1997, en especial capítulo III.

84
El carácter político del control de constitucionalidad

conflictos de rango constitucional, hizo que fuera cada vez más difícil
sostener la caracterización tradicional del poder judicial como el neutro
equilibrio entre los verdaderos poderes políticos, lo que implicaba negarle
este carácter al primero. Como sostiene Habermas:

“el Tribunal Constitucional habría de proteger precisamente


ese sistema de los derechos que posibilita la autonomía priva-
da y pública de los ciudadanos. El esquema clásico de la sepa-
ración e interdependencia de los poderes del Estado ya no res-
ponde a esa intención porque la función de los derechos fun-
damentales ya no puede apoyarse en los supuestos de la teoría
de la sociedad que el paradigma liberal de derecho comporta,
es decir, ya no puede agotarse en proteger de las intrusiones
del aparato estatal a los ciudadanos que de por sí gozasen de
autonomía privada. Pues la autonomía privada viene también
amenazada por posiciones de poder económico y social...”12

La interpretación ya no puede reducirse entonces tan fácilmente a una


técnica jurídica que posibilite llevar adelante una mera lectura de la Cons-
titución, ni se puede eludir el carácter político y discrecional de la fun-
ción del juez ni aun por parte de quienes gustan de combinar normas con
lógica. Surge así la necesidad de nuevos argumentos que desarrollarán la
otra cara de la problemática, es decir la de la legitimidad del poder judi-
cial para ejercer esta función.
Como no es posible seguir negando el carácter político de la tarea de
los jueces constitucionales, los nuevos argumentos estuvieron en muchos
casos destinados a cuestionar la función y legitimidad democrática de
estos jueces no elegidos popularmente, muchas veces con carácter vitali-
cio y aparentemente exentos de responsabilidad política. De nuevo las
opiniones que se dieron fueron muchas, y todas intentaron resolver el
“dilema entre la inoperancia o la ilegitimidad”13 de los tribunales consti-
tucionales, o dicho en otras palabras entre optar por una concepción res-
trictiva de esta actividad y condenarla a la inoperancia, o bien aceptar una

12. J. Habermas, Facticidad..., op. cit., p. 339.


13. Cf. José E. Estévez Araujo, La Constitución como proceso y la desobediencia civil, Madrid,
Trotta, 1994, p. 69.

85
Paula Viturro

amplia competencia con posibles márgenes de ilegitimidad.14 Aquí se


revela con toda claridad cómo detrás de cada una de estas teorías subyace
una concepción diferente de la democracia, y que éste es el tema que en
realidad se debería discutir. A tal fin resulta útil recordar uno de los prime-
ros debates que se suscitaron durante los años veinte en torno a este tema,
aquel que sostuvieron Hans Kelsen y Carl Schmitt. Este último, por medio
de su rechazo a la democracia liberal, cuestionó la legitimidad democrática
de los procedimientos establecidos de defensa de la Constitución y sostuvo
que la jurisdicción no podía tener a su cargo el control de constitucionalidad
de las leyes, especialmente cuando se trata de un control centralizado que
hace perder fuerza a la ley, pues se trataría de una función netamente polí-
tica. Las próximas páginas estarán simplemente dedicadas a exponer ese
debate, no porque encuentre valorable la conclusión a la que llega este au-
tor, sino porque, tal como sostiene Chantal Mouffe, muchas de sus críticas
al liberalismo pueden prestar hoy en día un buen servicio en esta discusión,
al poner de manifiesto que no se puede excluir el fenómeno de lo político
creyendo que “el acuerdo sobre reglas de procedimiento debería bastar para
regular la pluralidad de intereses de una sociedad”.15

El debate acerca del guardián de la Constitución

Múltiples son los ejemplos que la historia nos da, sobre todo a lo largo
de este último siglo, de líderes políticos que reivindicaron para sí la legítima
y última representación de su pueblo. E. J. Hobsbawm nos recuerda que
muchos de los políticos nacionalistas, populistas y, en la forma más peligro-
sa, los fascistas, simplemente redescubrieron el tipo de relación que Napoleón
III estableciera con las masas campesinas francesas y que fuera lúcidamente
descripta por Marx en el El dieciocho brumario de Luis Bonaparte.16
La terrible ejecución por parte del nazismo de esta idea según la cual
los auténticos valores de la gente pueden ser descubiertos de manera más

14. En relación a los debates acerca de los fundamentos de control judicial de constituciona-
lidad véase Gargarella, op. cit.
15. Chantal Mouffe, “De la articulación entre liberalismo y democracia”, en El retorno de lo
político, Barcelona, Paidós, 1999.
16. Eric Hobsbawm, La era del capital, 1848-1875, Buenos Aires, Crítica, 1998.

86
El carácter político del control de constitucionalidad

confiable por una elite hizo que la misma pasara a conocerse como “el prin-
cipio del Führer”.17 La puesta en práctica del mismo incluyó, en todos los
casos, el reconocimiento de márgenes de acción amplios e incontrolados
que permitieran al líder tomar las decisiones necesarias para realizar lo que
“el pueblo” le encomendó en forma directa. Muy común es que se aluda a
dicha facultad con el término “decisionismo”, y que inmediatamente resurja
la figura de Carl Schmitt, quien durante la decadencia de la República de
Weimar previa al advenimiento del nazismo, argumentó en favor del funda-
mento democrático del cargo de Presidente del Reich concluyendo que, en
virtud del mismo, sólo él podía ser el legítimo defensor de la Constitución.
A simple vista, pareciera subyacer a lo largo de su planteo la siguien-
te idea: el poder no debe ser juzgado, el poder ejecutivo debe estar
exento de control judicial ya que el respeto a las normas jurídicas supo-
ne en numerosas ocasiones limitaciones al ejercicio de ese poder direc-
tamente encomendado por el pueblo, por parte de jueces sin responsa-
bilidad política directa.
El desarrollo de sus argumentos lo hizo en un trabajo denominado La
defensa de la Constitución,18 que fuera escrito en abierta polémica con Hans
Kelsen,19 creador y miembro del Superior Tribunal austríaco; quien a su

17. “Mi orgullo es que no conozco a ningún estadista del mundo que, con mayor derecho que
yo, pueda decir que representa a su pueblo” (A. Hitler, citado por Ely, op. cit., p. 91).
18. Carl Schmitt, La defensa de la Constitución, Madrid, Tecnos, 1983 (2º ed., 1998), por
donde se citará. El mismo, originariamente publicado en 1931, es una versión ampliada y más
elaborada –según cuenta el propio Schmitt en el Prólogo– de una serie de estudios previos, el
más importante de los cuáles ya había sido publicado en 1929. Observa G. Cassió (véase el
Estudio Preliminar de ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución? de Hans Kelsen, Madrid,
Tecnos, 1995, p. IX) que en el primer escrito Schmitt habla de “dictadura” del Presidente,
mientras que en segundo lo presenta como “defensor de la Constitución”.
19. Más elocuentes son las palabras del propio Schmitt, La defensa..., op. cit., p. 81: “Toda la
aberración de esta especie de lógica que se manifiesta en una rara mezcla de abstracciones sin
fondo y metáforas llenas de fantasía se manifiesta en el problema del protector o garante de la
constitución”. Al respecto señala C. Herrera en “La polémica Schmitt-Kelsen sobre el guardián
de la Constitución”, Revista de Estudios Políticos (Nueva Época), Nº 86, octubre-diciembre de
1994, pp. 195-227, que si bien en este caso se trata de una confrontación directa entre ambos
autores, se trataría de la consecuencia de un largo contrapunto que ya venía realizándose desde
el inicio de la década del veinte o incluso antes. Agrega este autor que de hecho podría afirmarse
que la obra que Schmitt elabora durante ese período de tiempo, se desarrolló fundamentalmente
a partir de una “constante (aunque no siempre explícita)” contraposición con la obra de Kelsen, que
debe ser situada en el marco de una reacción general que se estaba produciendo en esa época en los
ámbitos académicos europeos contra la doctrina de la “escuela de Viena”.

87
Paula Viturro

vez respondió con la obra ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?,20 en


la que rechaza la consideración de aquel según la cual la justicia constitucio-
nal no conduciría a juridificar la política, sino a politizar la justicia.
Este enfrentamiento se produjo en un delicado momento histórico signado
por el comienzo de las modernas dictaduras totalitarias fascistas y por el ocaso
de la República de Weimar,21 la cual hacia 1929 sufrió una crisis económica
que acabaría con el período de relativa estabilidad política que había disfruta-
do desde 1925. A su vez, la coalición tripartita (socialdemocracia, SPD; libe-
ralismo democrático, DDP, y catolicismo social Zentrum), que había sido el
principal apoyo de la República, presentaba profundos signos de
resquebrajamiento. Desde marzo de 1930 el gobierno estaba encabezado por
el canciller Brüning, quien, frente al rechazo parlamentario de las leyes finan-
cieras en el mes de julio, disuelve el Reichstag, y comienza a gobernar por
reglamentos del presidente Hindenburg,22 apoyándose en la segunda parte
del artículo 48 de la Constitución del Reich Alemán referente a los poderes de
excepción del Ejecutivo.23 Las elecciones que siguen dan un importante triunfo
electoral a Hitler, quien pudo así desmontar el sistema de la Constitución de
Weimar, sin necesidad de derogarla formalmente.
Que esta polémica se haya desarrollado en tal contexto histórico, entre
dos de los más destacados especialistas de derecho público de la época y
en torno a los problemas que encierra el ejercicio del control de
constitucionalidad muestra una vez más la importancia política de la misma
y cómo la forma de entenderla, fundamentarla y ejercerla, lleva ínsita una
concepción acerca de la democracia, tal como afirmáramos al comienzo.

20. Hans Kelsen, ¿ Quién debe ser el defensor de la Constitución?, Madrid, Tecnos, 1995, por
donde se citará.
21. Véase además Claude Klein, De los espartaquistas al nazismo: La República de Weimar, Madrid,
Sarpe, 1985 y Carlos M. Herrera, op. cit.
22. La Constitución de Weimar preveía dos posibles titulares del poder político: el Presidente del
Reich, elegido directamente por el pueblo y el Canciller del Reich, que era elegido por el primero
y debía tener la confianza del Parlamento.
23. Schmitt argumentó a favor de esta medida en La defensa..., op. cit, pp. 68 y ss., y tuvo la
oportunidad de ponerla en práctica en 1832, en un dictamen que, como consejero jurídico del
gobierno central, hiciera ante el Tribunal Superior de Leipzig, en un conflicto entre éste y el
gobierno de Prusia. Al respecto véase C. Herrera, op. cit., p. 214.

88
El carácter político del control de constitucionalidad

La Teoría de la Constitución de Carl Schmitt

Si bien en Teoría de la Constitución 24 Schmitt no se ocupa particularmen-


te del problema de la defensa de la Constitución, allí deja sentadas las
premisas fundamentales con las que luego elaboraría su tesis sobre el tema.
La propuesta que realizará Schmitt en oposición a la que realizara
Kelsen, debe ser ubicada en la tradición constitucional de la Alemania del
siglo XIX, la cual difiere notablemente de las tradiciones francesa y ame-
ricana. Señala Estévez Araujo25 que en dicho país influyeron fundamen-
talmente dos tipos de factores: por un lado, una reacción historicista con-
tra las pretensiones universalizadoras del pensamiento ilustrado en gene-
ral y del constitucionalismo francés en particular y, por otro, la ausencia
de un proceso revolucionario que lograra poner en cuestión la existencia
de la monarquía e instaurara un sistema político ex-novo.
La concepción historicista supuso así un rechazo de la concepción del
dictado de la Constitución siguiendo el modelo del contrato social y, por lo
tanto, la Constitución no sería un acuerdo formalizado por escrito, sino el
fruto de un proceso de decantación histórica que convierte a cada Constitu-
ción en un producto particular de su pueblo. De ese modo se dio preemi-
nencia al concepto de pueblo como “estirpe” frente a una concepción de
pueblo como conjunto de los individuos vivos dotados de uso de razón.26
Así se generó “una concepción material de la Constitución en virtud de la
cual, ésta no sería la ordenación jurídica del Estado recogida en un texto
legal, sino el modo como de hecho es gobernado un pueblo”.27
Posteriormente, con la culminación de la unificación alemana y la pre-
eminencia del positivismo jurídico en el ámbito del derecho público, se
impondría un concepto de Constitución estrictamente formal y despojado
de exigencias políticas, por el cual ésta sería considerada como una ley

24. Cf. Carl Schmitt, Teoría de la Constitución, Madrid, Alianza, 1982, por donde se cita. Según
Habermas (Facticidad..., op. cit., p. 517, nota 74), marca la importancia que adquirieron las tesis de
este autor el hecho de que, aún hoy en Alemania, la discusión acerca de la generalidad de la ley sigue
estando determinada por la exposición que hizo Schmitt en esta obra, la cual resultó de mucha
influencia en la República Federal, directamente a través de E. Forsthoff, o indirectamente a través
de F. Neumann.
25. J. A. Estévez Araujo, La Constitución..., op. cit., p. 43.
26. Op. cit., p. 44.
27. Ibídem.

89
Paula Viturro

diferenciada de las leyes comunes por el procedimiento agravado previsto


para su reforma. De esta forma, la Constitución aparecía como consecuencia
de la voluntad del Estado y no como el elemento constitutivo del mismo.
En cuanto a la interpretación del texto constitucional, el método utili-
zado por el iuspublicismo alemán privilegió el análisis de la norma enten-
dida como texto legal plasmado por escrito, y su aplicación fue concebida
de acuerdo al modelo silogístico sin consideración de cuestiones históri-
cas, sociológicas o políticas.28
Schmitt, en su obra Teoría de la Constitución, intenta darle nuevamente
a esta última un sentido unitario, dada la disgregación que se había pro-
ducido en virtud de la adopción por parte de la Escuela Alemana de
Derecho Público de ese concepto formal de Constitución.
Según él, la caracterización de la Constitución como una ley con
procedimiento agravado de reforma convierte a las diversas disposicio-
nes que la integran en leyes constitucionales, y a la Constitución en
una simple suma de esas leyes. Esa caracterización positivista carecería
así de un criterio para determinar qué disposiciones deben tener nece-
sariamente carácter constitucional y cuáles no. Afirma que el criterio
necesario para otorgarle a las disposiciones que integran la Constitu-
ción ese sentido unitario, consiste en que se trata de decisiones acerca
de la forma de existencia de una determinada unidad política. Esa es
la caracterización de la Constitución que sostiene y que califica como
concepto “positivo” de Constitución: ésta es una decisión consciente
acerca del modo de existencia de una unidad política realizada por el
titular del poder constituyente. Remarca especialmente la noción de
poder constituyente, insistiendo en que deben distinguirse norma y
existencia. De esta forma intenta refutar que la Constitución pueda
ser definida como “norma de normas”, atacando así la “teoría normativa
del Estado”, es decir, la teoría del Estado de Kelsen “en tantos libros
repetida”. 29
A partir de esa definición de Constitución, marca la diferencia entre
ésta y las meras “leyes constitucionales”. Según él, la primera está integra-
da únicamente por aquellas disposiciones que atañen al modo de la exis-
tencia política del Estado, mientras que las restantes disposiciones no son

28. Op. cit., p. 47.


29. Op. cit., pp. 45-46.

90
El carácter político del control de constitucionalidad

más que leyes constitucionales que valen en base a una Constitución y


que la presuponen.30 De esa distinción, sobre la que se basa toda su teoría
de la Constitución, extrae dos consecuencias: por un lado, que la Consti-
tución no puede reformarse por medio del procedimiento de reforma
previsto por el propio texto constitucional, ya que el mismo sólo es utili-
zable para reformar las leyes constitucionales. Por otro lado, que el jura-
mento de fidelidad a la Constitución se refiere a las decisiones fundamen-
tales contenidas en la misma y no se agota su contenido a atenerse al
procedimiento de reforma constitucional.31
En relación al poder constituyente del pueblo, afirma que es de carác-
ter “inconstituible” y que el mismo persiste una vez aprobada la Consti-
tución.32 Cuando habla del carácter “inconstituible” del poder constitu-
yente del pueblo se refiere a que la expresión de su voluntad no está
vinculada a determinadas “formas jurídicas y procedimientos”, sino que
vale en cuanto pueda comprobarse que responde a la auténtica voluntad
de su titular. Exigir que dicha manifestación de voluntad se ajuste a de-
terminadas formas o procedimientos supondría constitucionalizar el po-
der constituyente, o bien supondría afirmar que por encima del poder
constituyente existe otra instancia que le impone la observancia de deter-
minadas formas.
Acerca de la persistencia del poder constituyente del pueblo tras la
aprobación de la Constitución, dice que existen fundamentalmente dos
supuestos en los que se debe apelar al mismo y dejar que sea el que decida
dado que es su titular. El primer supuesto es el de los conflictos constitu-
cionales que afectan “a las bases mismas de la decisión política de conjun-
to”,33 el segundo se refiere a las lagunas de la Constitución que “pueden
llenarse, tan sólo, mediante un acto del poder constituyente”.34 En los
dos casos se daría una manifestación del pueblo en cuanto poder consti-
tuyente en el marco de un sistema político constituido para resolver pro-
blemas graves que afectan a su esencia, pero sin que llegue a darse una

30. Op. cit., p. 48.


31. Op. cit., pp. 49-52. Esta distinción es importante ya que en La defensa..., Schmitt se basará
sobre ella para realizar su crítica a la propuesta kelseniana.
32. Op. cit., pp. 97-99.
33. Op. cit., pp. 94-95.
34. Ibídem.

91
Paula Viturro

situación de crisis global de dicho sistema. En tales casos el pueblo como


poder constituyente se encontrará por arriba de la Constitución, ya que
eventualmente podrá modificarla o reemplazarla por una nueva.
Por lo tanto, en la concepción de Schmitt, la Constitución abarca además
del propio texto, la voluntad de una instancia dotada de legitimidad que
puede manifestarse en el marco del sistema constituido, al margen de los
procedimientos de reforma de la Constitución. Es esa posibilidad de apelar al
pueblo para resolver conflictos o para eliminar lagunas, la que convierte a esta
solución en un criterio decisorio integrante de la Constitución.
También señaló otros casos en los que el pueblo no actúa en su calidad
de poder constituyente sino que lo hace como poder constituido, en vir-
tud de ciertas competencias atribuidas por la Constitución: esto es, ejer-
ciendo una facultad reglada que debe ajustarse por disposición constitu-
cional a ciertos requisitos procedimentales y formales, como por ejemplo
el derecho a voto para elegir al Presidente, el referéndum, etc.35 No obs-
tante esta circunstancia, cabe aclarar que Schmitt niega que sólo puedan
tener valor las manifestaciones de la voluntad popular expresadas me-
diante un procedimiento específico preestablecido, ya que para él la for-
ma natural de manifestación de la voluntad popular es la aclamación,36 y
por ello considera en particular al sufragio individual y secreto como una
forma inadecuada de manifestación de la voluntad popular. La aclama-
ción supera, desde su punto de vista, los inconvenientes que plantea la
mera suma de voluntades del sufragio universal y secreto, como mecanis-
mo apto para configurar una auténtica voluntad general.

El Presidente del Reich como defensor de la


Constitución

Más tarde, en La defensa de la Constitución, Schmitt retoma ciertos


aspectos de su teoría constitucional y desarrolla diversas líneas de ar-
gumentación en defensa de su tesis según la cual la interpretación de
la Constitución no es una actividad de carácter jurisdiccional como

35. Op. cit., pp. 108 y 114.


36. “La voz de asentimiento o repulsa de la multitud reunida” (op. cit., p. 100).

92
El carácter político del control de constitucionalidad

sostenía Kelsen, 37 sino que por el contrario se trata de una función


netamente política, motivo por el cual debe ser atribuida a un poder
con responsabilidad política directa como el Presidente del Reich.
En el primer capítulo,38 Schmitt se ocupa de descalificar a la justicia
como protectora de la Constitución utilizando diferentes argumentos.
Sostiene en primer lugar que el “derecho de control general (accesorio)
ejercido por los jueces, y también llamado material”, no constituía en
Alemania una defensa de la Constitución “en sentido estricto”.39 Dicho
en otras palabras, para este autor, el comprobar si las leyes simples están
de acuerdo, en su contenido, con los preceptos constitucionales, negando
en caso de colisión y por aplicación del principio de supremacía constitu-
cional vigencia a las leyes que no cumplan con ese requisito, no constitu-
ye una defensa de la Constitución. El error de considerar a los tribunales
como “garantía máxima de una Constitución” lo atribuye a ciertas opi-
niones generalizadas acerca de la Corte Suprema de los Estados Unidos,
que para algunos juristas alemanes de la época se había convertido “en
una especie de mito”. Sin embargo, en su opinión, el mismo sólo puede
ser considerado como un protector de la Constitución en un Estado
judicialista40 en el que se erige al tribunal superior en protector y defen-
sor del orden social y económico existente.41 Por el contrario, en un Esta-
do como el Reich alemán de esa época, el control debía apoyarse exclusiva-
mente en normas que permitieran una “subsunción concreta”: de no ser
así el juez dejaría de ser independiente “sin que pueda aducirse en su
descargo ninguna apariencia de judicialidad”.42

37. “(L)a manera usual de ser actualmente tratada esta difícil cuestión de Derecho Constitu-
cional hállase aún muy influida por las ‘ideas judicialistas’ que se inclinan a encomendar
simplemente la solución de todos los problemas a un procedimiento de tipo judicial y despre-
cian en absoluto la fundamental diferencia que existe entre un fallo procesal y la resolución de
dudas y divergencias de criterio acerca del contenido de un precepto constitucional.” (La
Defensa..., op. cit., p. 31).
38. Op. cit., pp. 43 y ss.
39. Ibídem.
40. Para Schmitt los Estados pueden ser clasificados de acuerdo a la función que en ellos
predomina, de la siguiente manera: Estado de jurisdicción propio de la época medieval,
Estado ejecutivo como el Estado absolutista, y Estado legislativo, es decir el Estado liberal del
siglo XIX. Cfr. C. Herrera, op. cit., p. 210.
41. Op. cit,. pp. 44, 46 y 52.
42. Op. cit., p. 53.

93
Paula Viturro

De esta manera concluye reconociendo a la independencia judicial sólo el


reducido ámbito del ejercicio de la subsunción silogística precisa y delimita-
da de la norma al caso concreto. Para él la posición del juez en el Estado de
Derecho, su objetividad, su situación por encima de las partes, su indepen-
dencia e inamovilidad, descansa sobre el hecho de que falla sobre la base de
una ley, y su decisión deriva, en cuanto al contenido, de otra decisión defini-
da y conmensurable, que se haya contenida en la ley.43 Un buen resumen de
esta primera argumentación es el siguiente párrafo del propio Schmitt:

“Ante todo la justicia queda sujeta a la ley, pero por el hecho de


situar a la ley constitucional por encima de la sujeción a la ley
simple, el poder judicial no se convierte en protector de la Cons-
titución. En un Estado que no es un mero Estado judicial, no es
posible que la justicia ejerza semejantes funciones. Precisa, ade-
más, tener en cuenta que la observancia del principio de legali-
dad y, por añadidura, de legalidad constitucional, no constitu-
ye por sí misma una instancia especial. De lo contrario, cada
organismo público y, en fin de cuentas, cada ciudadano podría
ser considerado como un eventual protector de la Constitución.”44

Vemos así como no sólo considera improcedente el atribuir la defensa


de la Constitución a los tribunales, ya que la no aplicación de leyes
anticonstitucionales a lo sumo sólo “puede contribuir” a que sea respeta-
da, sino que además concibe esa tarea en términos excluyentes aun de la
propia ciudadanía. De hecho afirma que una buena prueba de la existen-
cia de un eficaz protector de la Constitución, es el constatar que éste ha
podido “suplir y hacer superfluo este general y eventualísimo derecho a la
desobediencia y a la resistencia.”45
El segundo argumento desarrollado por Schmitt en defensa de su po-
sición contraria al control jurisdiccional, apunta a mostrar los “límites
reales de todo poder judicial”46 cuestionándose qué es lo que en general

43. “La independencia judicial es solamente el otro aspecto de la sujeción del juez a las leyes,
y, por esa razón, es apolítica.” (op. cit., p. 248).
44. Op. cit., p. 55.
45. Schmitt, op. cit., p. 56.
46. Op. cit., p. 57.

94
El carácter político del control de constitucionalidad

puede hacer la justicia para proteger a la Constitución y hasta qué punto


es posible organizar dentro de su esfera instituciones especiales cuyo sen-
tido y fin sea asegurar o garantir la Constitución. Que esa pregunta no
haya sido planteada en los años de la primera posguerra sino que directa-
mente se haya optado “con manifiesta ligereza” por situar al protector de
la Constitución en la esfera de la justicia se explica para Schmitt por
diversas razones, entre las que sobresalen por un lado la vigencia de una
“idea falsa y abstracta acerca del Estado de derecho”, y por otro una “ten-
dencia orientada contra el democrático principio de mayorías”.47
La primera de las razones citadas, la atribuye a la comodidad que im-
plica el concebir a la resolución judicial de todas las cuestiones políticas,
como el ideal dentro de un Estado de Derecho, sin tener en cuenta que
con la expansión del campo de intervención de la justicia “a una materia
que acaso ya no es justiciable sólo perjuicios pueden derivarse para el
poder judicial”. Es aquí donde afirma que la consecuencia no es una
judicialización de la política sino una politización de la justicia. Se en-
frentó así directamente a Kelsen,48 afirmando que este último, por conce-
bir al Estado de Derecho en términos abstractos, no reconoce las distin-
ciones “concretas” e ignora las diferencias “efectivas” que existen entre
Constitución y ley constitucional, concluyendo sarcásticamente que con
tal criterio más sencillo hubiera sido “hacer que el Tribunal supremo esta-
bleciera a su leal saber y entender las normas de la Política, orientadas a
perfeccionar, en sentido formal, el Estado de Derecho.”
La tendencia orientada contra el democrático principio de mayorías, la
atribuye a una alteración de las funciones de gobierno tendiente a asegurar
intereses determinados, en especial de una minoría contra las mayorías par-
lamentarias de cada momento. Así se intentaría proteger ciertas actividades
e intereses que sólo competen al legislador, contra el legislador mismo. In-
tención que para él, sólo encuentra sustento en la teoría de la separación de
poderes con su tradicional división tripartita,49 y en la vigencia de la tradi-
ción del Estado judicial propio de la Edad Media que sólo podía conducir
a “las aspiraciones ‘naturalísimas’ de un Tribunal soberano”.

47. Op. cit., pp. 57 y 61.


48. “Es cierto que un habilidoso método formulista logra sobreponerse a tales razones, y resulta
incontrovertible, porque trabaja con ficciones que carecen de contenido y contra las cuales, por tal
causa, es inútil luchar.” (op. cit., p. 57).
49. Op. cit., pp. 61 y 62.

95
Paula Viturro

Explicitados los motivos por los cuáles se optó por el control jurisdic-
cional, se pregunta si el ejercicio de tal actividad “aunque aureolado con
apariencia de judicialidad” sigue siendo en la práctica justicia o si se trata
de “un disfraz engañoso” de atribuciones de marcado carácter político.50
Llega a esta última conclusión diciendo que si efectivamente se tratara de
una práctica judicial desarrollada mediante un procedimiento regular
controvertido entre partes, rápidamente se encontrarían las limitaciones
de la justicia para ejercer la tarea de protección de la Constitución. En
otras palabras, dado que todo órgano jurisdiccional posee límites objeti-
vos por ocurrir post eventum,51 y por lo tanto su misión sólo puede ser
sancionadora o absolutoria, reparadora o represiva, pero siempre de he-
chos pasados, y teniendo en cuenta además que por ser incidental, acce-
soria y aplicable exclusivamente al caso concreto y específico que fue so-
metido a proceso,52 sólo puede virtualmente servir como precedente judi-
cial pero no como protectora de la Constitución.53 Si se intentara corregir
ese inconveniente facultando a los tribunales para dictar “resoluciones
previsionales”, el juez se enfrentaría a la posibilidad de adoptar medidas
políticas o de impedir otras, procediendo activamente en el orden político
y quedando así convertido en un “factor dominante de la política interior”.
Subyace a este razonamiento su concepción material de jurisdicción,54
según la cual “juzgar”, “dictar sentencia”, etc., quiere decir adoptar una deci-
sión sobre un caso concreto “en base a una ley”. Lo cual, a su vez, significa que
la decisión que se adopte en la sentencia está predeterminada en su contenido
por lo establecido en la ley.55 Dictar sentencia “en base a una ley” es, en este

50. Op. cit., p. 63.


51. “La lógica interna de toda judicialidad llevada hasta sus últimas consecuencias conduce
inevitablemente al resultado de que el fallo judicial genuino sólo se produce post eventum”
(Op. cit., p. 71).
52. Cabe aclarar que si bien las experiencias en materia de control de constitucionalidad de
Weimar y Austria fueron de las primeras, existía una diferencia importante entre ambas, ya que la
primera tenía un sistema difuso.
53. “(L)a protección judicial de la Constitución no es más que un sector de las instituciones de
defensa y garantía instituidas con tal objeto, pero revelaría una superficialidad notoria el hecho
de olvidar la limitación extrema que todo lo judicial tiene, y que por encima de esta protección
judicial existen otras muchas clases y métodos de garantizar la Constitución.” (op. cit., p. 41).
54. Op. cit., p. 79.
55. “En el Estado cívico de Derecho sólo existe Justicia en forma de sentencia judicial sobre
la base de una ley.” (op. cit., p. 78).

96
El carácter político del control de constitucionalidad

sentido, diferente de ejercer determinadas funciones “en base a la Constitu-


ción”. Schmitt utiliza la categoría de “subsunción” para ilustrar esta diferen-
cia: lo que el juez hace al dictar sentencia es subsumir el caso concreto bajo la
ley general; por el contrario, cuando el presidente del Reich declara el estado
de excepción en razón de las atribuciones que le otorga la Constitución, no
realiza subsunción alguna.56 Pareciera que la diferencia entre aplicar una ley y
aplicar la Constitución radica para él en que esta última otorga facultades
para adoptar decisiones, pero sin determinar el contenido de las mismas,
mientras que la ley sí predetermina la decisión para el caso concreto.57
Consecuentemente, su tercer argumento en contra de la jurisdicción
como protectora de la Constitución consiste en afirmar que la determina-
ción precisa de un precepto constitucional dudoso en cuanto a su conteni-
do es materia de la legislación constitucional y no de la justicia. Aquí pone
en cuestión, por un lado, que el control abstracto de normas sea una cues-
tión de aplicación de normas, es decir una operación genuina de la práctica
de toma de decisiones judiciales. Afirma que “las reglas generales sólo se
comparan entre sí, pero no se subsumen unas bajo otras o se aplican unas a
otras”, mostrando de esa manera la falta de relación entre norma y hecho58
necesaria en la operación lógico-jurídica –en particular, en la “subsunción
en el supuesto de hecho”– que, según la tradición del positivismo, es la
única a la que habría podido referirse el término “aplicación”.
Claro que para ello, utiliza nuevamente su concepto muy estricto de
“aplicación” en virtud del cual “aplicar” una ley se refiere únicamente a la
operación de decidir acerca de un caso concreto “subsumiéndolo” en los
conceptos abstractos contenidos en la norma. De ahí que por esa ausencia
del supuesto de hecho, afirme que el control de constitucionalidad de la
actividad estatal no podría consistir en una “aplicación” –en el sentido
judicial de la palabra– de las normas constitucionales a los contenidos de
dicha actividad y que, a menos que se incurriera en un evidente “abuso de
las formas”, la garantía de constitucionalidad de la actuación del Estado
no podría configurarse como actividad jurisdiccional.59

56. Op. cit., p. 80, nota 58.


57. “Es un abuso dejar que se borre la diferencia entre indicación de competencia y regulación
concreta.” (op. cit., p. 81).
58. Op. cit., p. 85.
59. “(C)uando la ‘norma’ es tan amplia y vacía que no resulta ya posible una subsunción
concreta, o cuando sólo existe una indicación de competencia, en esa misma medida se pierde,
con la norma justiciable, el fundamento para una solución de tipo judicial.” (op. cit., p. 81, nota 58).

97
Paula Viturro

Señala además que, con la concepción jerárquica del orden jurídico, las
cuestiones más difíciles de resolver y de mayor trascendencia práctica que son
aquellas que se presentan dentro de los mismos preceptos legales formulados
en la Constitución, seguían sin resolverse ya que “en ese caso no existe la
posibilidad de fingir una gradación de normas, y, por consiguiente, cuando
un precepto legal de los contenidos en la Constitución determina algo distin-
to que otro de los preceptos de la misma [...], la colisión no puede resolverse
con ayuda de una ‘jerarquía de normas’ ”.60 Para él, por el contrario, la defen-
sa de la Constitución debe concebirse en términos políticos y atribuirse su
competencia a órganos comprometidos y responsables políticamente.
La estructura de las fórmulas constitucionales de principio las atribuye
así al campo de la utilización o gestión “política”, irremediablemente in-
compatible con la naturaleza de las funciones que se consideran
auténticamente judiciales desde el positivismo. Esta circunstancia no sólo
derivaría del carácter impreciso y no rígido de los principios y, por tanto,
del carácter inevitablemente creativo ínsito de la determinación de su signi-
ficado, sino también, y sobre todo, de su pretensión de generar adhesión y
participación en la concepción “política” de la que son expresión.61
Por último, en apoyo de su idea, Schmitt desarrolla una línea de argu-
mentación con la finalidad de demostrar que en las resoluciones del Tri-
bunal Constitucional el componente decisionista es el determinante, a
diferencia de lo que ocurre en las sentencias judiciales. Schmitt admite
que en toda sentencia judicial hay un “componente decisionista”, pues la
resolución del caso concreto no puede derivarse por completo de la nor-
ma general, pero en las decisiones que ponen fin a la discusión acerca de
las interpretaciones de los preceptos legales dudosos contenidos en la
Constitución, este elemento decisionista no es sólo un componente, sino
el “sentido y objeto” de la decisión.62 Por lo tanto, cuando el Tribunal
Constitucional fija el sentido de una disposición constitucional de conte-
nido impreciso el componente normativo desaparece, quedando única-
mente el componente decisionista de poner fin a la discusión.63

60. Op. cit., p. 87.


61. Zagrebelsky, op. cit., p. 127, nota 7, califica a estas argumentaciones de Schmitt como:
“anticipadoras acerca del tipo de problemas que toda jurisdicción constitucional actual debe
afrontar, ligados, por lo general, a la necesidad de evaluar la validez de las leyes”.
62. Op. cit., pp. 90-92.
63. “(P)odemos decir que la decisión, es como tal, sentido y objeto de la sentencia, y que su valor no
radica en una argumentación aplastante, sino en la autoritaria eliminación de la duda...” (op. cit., p. 91).

98
El carácter político del control de constitucionalidad

Lo que Schmitt quiere poner de manifiesto es que la sustancia del poder


del Tribunal Constitucional consiste en la facultad de adoptar una decisión
que ponga fin a la controversia. El Tribunal tiene la facultad de decidir en
último extremo, de adoptar una decisión que no puede ya ser puesta en
cuestión. Es esa facultad, y no la calidad de sus argumentos, lo que funda-
menta sus decisiones. Por ello, para él, el Tribunal Consitucional no pone
fin a la discusión porque sea el “máximo experto”64 en derecho constitucio-
nal y sus argumentos sean los más fundados y sólidos, sino porque tiene la
facultad de decidir en última instancia el contenido “de una ley formulada
en la Constitución, y como consecuencia esto significa una determinación
del contenido legal: es decir, legislación, y hasta legislación constitucional,
pero no Justicia.”65
El corolario de todas estas argumentaciones es que cuando el Tribunal
Constitucional determina el contenido impreciso o dudoso de una dispo-
sición constitucional, está realizando una “interpretación auténtica de la
misma”. La operación del Tribunal Constitucional consistente en deter-
minar autoritariamente el contenido dudoso e impreciso de una norma
constitucional, es pues para Schmitt, legislación y no jurisdicción como
pretende Kelsen.66 Por ello agrega que, cuando se llega a considerar que la
misión de un tribunal de justicia constitucional consiste en resolver de
modo indiscutible las dudas referentes a un precepto constitucional, la
tarea de dicho tribunal no sólo ya no es hacer justicia, sino que constituye
una “turbia asociación de legislación y labor de asesoramiento.”67 Opción
que además presenta para él dos dificultades previas: por un lado el defi-
nir quién decide qué se entiende por litigio constitucional ya que si
fuera el propio tribunal “el protector se convertiría en dominador de la

64. Op. cit., p. 90.


65. Op. cit., p. 80.
66. Op. cit., pp. 89-90.
67. Op. cit., p. 96. Llegado a este punto, nuevamente se referirá a la independencia de los
jueces, afirmando que: “La tendencia de los juristas profesionales que integran un Tribunal
a mantenerse dentro del marco concreto de la Justicia no debe considerarse como signo de
una mera precaución política o como mezquindad de subalterno, ni debe tildarse por esa
razón como un acto reprobable, psicológica o sociológicamente. Con ello más bien se
demuestra solamente que es improcedente atribuir a la Justicia ciertas funciones que reba-
san el ámbito de una subsunción real, es decir, que traspasan las fronteras establecidas por
la sujeción a normas de contenido preciso”.

99
Paula Viturro

Constitución”;68 y por otro el determinar quiénes eventualmente podrán


ser parte en ese litigio. En relación a esta última cuestión nuevamente da
una solución restrictiva y excluyente, al afirmar que el admitir como par-
tes a los más variados grupos sociales, daría lugar a una concepción pluralista
del Estado, en virtud de la cual la Constitución pasaría de ser “una deci-
sión política del titular del poder legislativo”, a ser un sistema de dere-
chos contractualmente adquiridos.69
En tal caso, los diversos grupos sociales tenderían a reclamar el derecho al
ejercicio del poder político que surge de la Constitución, por haber sido ellos
quienes la han llevado a término, provocando de esa manera la fragmentación
pluralista del Estado.70 Situación a la que ve más acorde con una sociedad
estamental propia de la Edad Media que con la situación que atravesaba el
Reich alemán de esa época, cuya Constitución “afirma la idea democrática de
la unidad homogénea e indivisible de todo el pueblo alemán, que, en virtud
de su poder constituyente, se ha dado a sí mismo esta Constitución mediante
una decisión política positiva, es decir, mediante un acto unilateral.”71
Por esto último dice que quienes intentaran ver en la Constitución de
Weimar un contrato, o algo de similares características, estarían vulnerando
su espíritu; en cambio quienes hubieran comprendido que se trataba de una
decisión política del pueblo alemán unificado como titular del poder consti-
tuyente, en virtud del cual el Reich alemán era una democracia constitucio-
nal, podrían ver que la cuestión relativa al protector de la Constitución hubie-
ra podido resolverse de otra manera que mediante una “ficticia judicialidad”.72
A esta altura ya se puede advertir por qué en la segunda parte de La
defensa de la Constitución tampoco reconoce en el legislador al auténtico
defensor de la misma, a pesar de que el argumento que utilizó con mayor

68. Op. cit., p. 101.


69. “Cuando el Estado no se considera como una unidad hermética (ya sea por domino de
un monarca o de un grupo imperante, ya sea por la homogeneidad de la nación, unificada
en sí misma), descansa de manera dualista o acaso pluralista sobre un convenio o compro-
miso de varias partes.” (op. cit., p. 111).
70. Op. cit., pp. 111 y ss. En este punto nuevamente se distanció de Kelsen, afirmando que
este último negaba con “desenfado” esta situación al calificar al Estado parlamentario como
un compromiso, negación que tendría origen en la típica confusión liberal entre liberalismo
y democracia. Cf. op. cit., p. 114, nota 88.
71. Op. cit., p. 113 (el resaltado es nuestro). Aquí se advierte claramente cómo volvió sobre
sus conceptos de la Teoría de la Constitución.
72. Op. cit., p. 124.

100
El carácter político del control de constitucionalidad

insistencia para descalificar a la jurisdicción como protectora de la Consti-


tución es que en tal caso se estaría aceptando que realice tareas legislativas.
Para Schmitt conspiraba contra la unidad del Reich alemán la “neutrali-
dad” liberal característica del “disolvente Estado de partidos de coalición lá-
bil”73 que caracterizaba al sistema parlamentario de aquel entonces, en el que
los partidos políticos constituían estructuras fuertes que representan clases e
intereses diversos, y que lo transforman en un Estado pluralista.
Asocia las crisis del parlamentarismo y de la representación con la emer-
gencia de una ciudadanía ampliada a los sectores populares y de los con-
siguientes partidos de masas. Estos últimos habían acabado, para él, con
la discusión abierta y la competencia de argumentos, ya que en la nueva
democracia de partidos la verdadera formación de políticas y leyes no se
hace públicamente, sino desde una u otra comisión y conforme a las de-
cisiones y arreglos de las cúpulas partidarias.
Todos esos intereses contrapuestos en el Parlamento impedirían “formar
una voluntad política e instituir un Gobierno capaz de gobernar”. Esto
implica que si se acepta que la Constitución funcione como una regla de
juego para la lucha entre partidos políticos, la unidad política desaparecería
porque no se trataría de otra cosa que alianzas y compromisos entre ellos,
por lo que surge la necesidad de restablecer la unidad política, es decir la
situación normal. Así a lo largo de su razonamiento opone al “parlamenta-
rismo liberal” el “presidencialismo democrático” mediante las antinomias:
votación/aclamación, pluralismo/unidad, y “pluralismo”/“Estado total”.
Vemos que en la concepción de Schmitt es esencial para la democracia,
entendida como la unidad e identidad de un pueblo, el defender la ho-
mogeneidad “que le es propia y aniquilar las diferencias que la amena-
zan”. Por ello, afirma que el órgano legislativo no sólo resulta un imposi-
ble defensor de la Constitución, sino que es el propio generador de esa
necesidad de defensa de la misma. Por ello, plantea la importancia de
recrear la forma de gobierno y resuelve que debe relegarse al Parlamento y
hacer del Presidente del Reich el defensor de la Constitución.74

73. Op. cit., p. 167.


74. “La necesidad de instituciones estables y de un contrapeso al Parlamento representa en la
Alemania actual un problema de naturaleza distinta que anteriormente el control del monarca.
Ello puede aplicarse tanto al derecho de control general, difuso, de los jueces, como al control
concentrado en una sola instancia.[...] Esto significaría algo apenas imaginable desde el punto
de vista democrático: trasladar tales funciones a la aristocracia de la toga” (op. cit., p. 245).

101
Paula Viturro

A esa conclusión llega luego de analizar y descartar una serie de medi-


das que califica como “remedios y reactivos”, tales como la adopción de
una Constitución económica como la soviética o el establecimiento de
incompatibilidades entre cargos parlamentarios e intereses económicos.
El carácter democrático del Presidente del Reich deviene así de la legi-
timidad plebiscitaria, ya que en la unidad e identidad del propio pueblo
alemán se encuentra la única fuente y el único límite del poder presiden-
cial, estableciendo así una vinculación directa entre el Presidente y el
pueblo considerado como un todo. Esa vinculación la derivó de dos tipos
de consideraciones: por un lado, porque es elegido por medio de sufragio
directo; por otro lado, porque determinadas facultades suyas, como la de
disolver el Parlamento o la de promover un plebiscito, las entiende como
formas de “apelar al pueblo”.75
De este modo, el Presidente del Reich es considerado por Schmitt como
el punto de referencia que sirve para canalizar la expresión de la voluntad
popular en un sentido plebiscitario: como manifestación de aprobación o
repulsa frente a una determinada propuesta que el Presidente es el encarga-
do de formular.
Una vez equiparado el Estado democrático con la unidad política de
un pueblo, afirma que no puede existir más que una voluntad política y que
para defenderla, el soberano, es decir el que decide, debe distinguir al ami-
go del enemigo, tanto dentro como fuera del Estado. Es a partir de la
relación con ese enemigo virtual, que cobra significado para él la defensa de
la Constitución.
Schmitt lo explica señalando una serie de mecanismos cuyo objetivo es
garantizar la independencia de los diversos órganos estatales: estos mecanis-
mos consisten en un conjunto de “incompatibilidades” e “inmunidades”.76
Ahora bien, el sentido de dicha independencia es diferente en unos casos y
en otros. En el caso de determinados órganos –como los jueces–, los meca-
nismos garantes de la independencia tienden a evitar la formación de una
voluntad política o que en sus decisiones influyan los grupos políticos. En
otros supuestos, de lo que se trata es de garantizar la formación de una
voluntad política fuerte por encima de las diferencias entre partidos y

75. Op. cit., p. 250.


76. Op. cit. , pp. 238 y ss.

102
El carácter político del control de constitucionalidad

teniendo como única referencia la unidad política en su conjunto.77 Por


ello afirma que los mecanismos de garantía de la independencia del Presi-
dente del Reich –elección realizada por todo el pueblo, mandato de siete
años y trabas que se oponen a su revocación– son del tipo de los que tien-
den a asegurar la formación de una voluntad política fuerte por encima de
las que considera “tendencias disgregadoras” de los partidos y grupos socia-
les organizados. Al ser el presidente el órgano que para él puede establecer
una comunicación más directa con el titular del poder constituyente, a la
cual ve materializada en la aclamación del pueblo, lo convierte en el verda-
dero “guardián de la Constitución”.78
Sin embargo, su defensa de la Constitución no consiste –como en el caso
de Kelsen– en controlar la constitucionalidad de las leyes, sino que el Presi-
dente es una instancia “protectora y garante del sistema constitucional y del
funcionamiento adecuado de las instancias supremas del Reich”. La defensa
de la Constitución consiste, entonces, en la preservación de la unidad políti-
ca, y ello implica mantener la unidad del Estado frente a la disgregación
partidista e impedir que los enemigos instrumentalicen la Constitución para
sus propósitos.
El desarrollo de su planteo lo hace a partir de una interpretación del
artículo 48 de la Constitución de Weimar79 y tomando como base la

77. Op. cit., pp. 245-248.


78. Op. cit., pp. 249-251.
79. Este artículo, que era aquel en el que se había apoyado el canciller Brüning para disolver el
Parlamento, decía:
“Cuando un Territorio no cumple con los deberes que le imponen la Constitución o las leyes del
Reich, el Presidente del Reich puede obligarle a ello con la ayuda de la fuerza armada. Cuando en
el Reich alemán el orden y la seguridad públicos estén considerablemente alterados o amenaza-
dos, el presidente del Reich puede adoptar las medidas necesarias para el restablecimiento de la
seguridad y el orden públicos, incluso con ayuda de la fuerza armada en caso necesario. A este
efecto, puede suspender temporalmente, en todo o en parte, los derechos fundamentales consig-
nados en los artículos 114, 115, 117, 118, 123, 124 y 153 [se trataba de la libertad personal,
inviolabilidad del domicilio, secreto de correspondencia, libertad de opinión, libertad de re-
unión, libertad de asociación y derecho de propiedad respectivamente]. De todas las medidas
que adopte con arreglo a los párrafos 1º y 2º de este artículo, el Presidente del Reich deberá dar
conocimiento inmediatamente al Parlamento. A requerimiento de éste, dichas medidas queda-
rán sin efecto. El gobierno de un Territorio podrá aplicar provisionalmente las medidas expresa-
das en el párrafo 2º de este artículo cuando el retraso en adoptarlas implique peligro. Tales
medidas quedarán sin efecto a instancia del Presidente del Reich o del Parlamento. Los porme-
nores serán regulados por una ley del Reich.” Cf. G. Gasió, op. cit., p. XXVI, nota 36.

103
Paula Viturro

teoría del pouvoir neutre, intermédiaire y régulateur de Benjamin Constant,80


por la que identifica los “poderes excepcionales” del presidente del Reich
con la función de “defensor de la Constitución”. Tales poderes excepcio-
nales están para él constituidos por una serie de prerrogativas y atribucio-
nes del Jefe de Estado, creadas como elementos y posibilidades de inter-
vención en su calidad de pouvoir neutre, a saber: posición privilegiada del
Jefe de Estado, refrendo y promulgación de las leyes, prerrogativa de in-
dulto, nombramiento de ministros y funcionarios, etc.
Según él, la Constitución de Weimar, al establecer un Estado parla-
mentario representativo, procura dar al Presidente del Reich una suma de
atribuciones de ese tipo, que lo colocaran como un auténtico “poder neu-
tral, mediador, regulador y tutelar”81 dentro de la clásica división de po-
deres, como “un cierto centro en la Constitución” frente a las antítesis
sociales y económicas de la sociedad, cuya actividad se produciría activa-
mente sólo en casos de necesidad. Este poder neutro sería el llamado a
constituir el “eficaz remedio contra la desintegración automática propia
del estado pluralista”, ya que en este último cuanto más numerosas fue-
ran las elecciones colectivas –ya fuera por referéndum, en el Consejo del
Reich, en los Consejos obreros, etc.–, mayor sería la necesidad de dispo-
ner “de un punto fijo, al cual concurran todos los hilos, ideológicamente
por lo menos.”82

La respuesta kelseniana

En su obra ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?, Hans Kelsen


contestó a Schmitt diciendo que su concepción de la jurisdicción como
mera aplicación no controvertida de la regla al supuesto de hecho es una
caricatura, un fantoche que ningún jurista conocedor de la naturaleza
actual de la jurisdicción puede tomar en serio, y que parece creada adrede

80. “Tanto en el orden constitucional como en la teoría política es esta doctrina de máximo
interés. Descansa sobre una acepción política, que reconoce claramente la posición del rey o
del presidente del Estado en el Estado constitucional, y la expresa en una fórmula certera.”
(Schmitt, La defensa..., op. cit., pp. 215-216).
81. Op. cit., p. 225.
82. Op. cit., p. 221.

104
El carácter político del control de constitucionalidad

por su antagonista para facilitar su función polémica específica: la des-


trucción de las premisas de un posible control judicial sobre la
constitucionalidad de las leyes.
Señala Kelsen que a tal fin, el razonamiento de Schmitt parte del presu-
puesto erróneo de que existe una contradicción esencial entre la función
jurisdiccional y las funciones políticas, y que en especial la decisión acerca
de la constitucionalidad de las leyes y la anulación de leyes inconstituciona-
les son actos políticos, a partir de lo cual concluye que tal actividad no sería
justicia. Recuerda, además, que quienes como en su caso defendieron la
instauración de un Tribunal Constitucional, nunca habían negado que el
mismo tiene un carácter político en una medida aún mucho mayor que el
resto de los tribunales, ni habían desconocido el significado político de sus
sentencias. Agrega también que cuando se califica a un conflicto como “no
arbitrable” o político, no es porque haya algo en su naturaleza que determi-
ne tal condición y por lo tanto lo convierta en no justiciable, sino que una
de las partes o ambas no quieren por algún motivo que sea sometido a una
instancia “objetiva”.83
Para Kelsen, Schmitt cae en el error de considerar al Parlamento como
el único órgano creador de derecho. Por ello concluye diciendo que la
concepción de Schmitt:

“es falsa porque presupone que el proceso de ejercicio del poder


se remata en el proceso legislativo. No se ve, o no se quiere ver,
que el ejercicio del poder encuentra su muy esencial continui-
dad e incluso hasta su efectiva iniciación en la jurisdicción, no
menos que en la otra rama del ejecutivo, cual es la Administra-
ción.[...] (T)odo conflicto jurídico es, por cierto, un conflicto
de intereses, es decir, un conflicto de poder; toda disputa jurídi-
ca es consecuentemente una controversia política, y todo con-
flicto que sea caracterizado como conflicto político o de intere-
ses o de poder puede ser resuelto como controversia jurídica.”84

Por otro lado, en relación a la objeción de Schmitt según la cual el


control abstracto de normas no constituye una genuina aplicación de

83. H. Kelsen, ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?, p. 20.


84. Op. cit., pp. 18-21.

105
Paula Viturro

normas, Kelsen replica que el objeto del control no es el contenido de una


norma problematizada, sino la constitucionalidad de su producción: “El
hecho que en las decisiones sobre la constitucionalidad de una ley se
subsume bajo la norma que representa la Constitución, no es la norma
[...], sino la producción de la norma”.85
Sin embargo, sus argumentos más importantes se situan en el terreno
de las concepciones políticas que lo separan de Schmitt, ya que tal como
vimos, ante la crisis del sistema jurídico-político de la Constitución de
Weimar, mientras Kelsen busca la conciliación de intereses en un Estado
parlamentario controlado jurisdiccionalmente,86 Schmitt reclama un lí-
der político que distinga al amigo del enemigo y adopte decisiones en el
Estado total. Por ello en este trabajo se dedica sobre todo a defender a la
Constitución del “defensor” propuesto por Schmitt.87
Comienza por recordar que “defensor de la Constitución” significa un
órgano cuya función es defender la Constitución contra las violaciones
del Estado subordinado directamente a la misma, y que la función políti-
ca de la Constitución es la de poner límites jurídicos al ejercicio del po-
der. Por eso concluye que si algo es indudable es que ninguna otra instan-
cia es menos idónea para tal función que aquélla, precisamente, a la que la
Constitución confiere el ejercicio total o parcial del poder y que por ello,
tiene en primer lugar “la ocasión jurídica y el impulso político para vio-
larla.”88 Quienes por el contrario sostienen que la garantía de la Constitu-
ción es una tarea del Jefe de Estado, sólo están disfrazando su inexplicable
y verdadero objetivo político, que consiste en impedir las garantías efecti-
vas de la Constitución. Señala que esta última situación en general no
puede verse claramente porque se la oculta mediante la ficción de un

85. Op. cit., p. 25.


86. Cf. C. Herrera, Op. cit., pp. 201-202.
87. “Como precisamente en los casos más importantes de vulneración de la Constitución el
Parlamento y el gobierno son partidos en pugna, lo recomendable para dirimir esta disputa es
recurrir a una tercera instancia que esté fuera de esa oposición y que de ningún modo esté
implicada ella misma en el ejercicio del poder que la Constitución distribuye en lo esencial
entre Parlamento y Gobierno. El que esta instancia obtenga por esta vía un cierto poder, es
inevitable. Pero se da una gran diferencia entre dotar a un órgano del Estado de un poder que
se reduce al poder de control institucional, o reforzar aún más el poder de uno de los dos
principales portadores del poder del Estado, asignándole además la función de control cons-
titucional” (Kelsen, La defensa..., op. cit., p. 54).
88. Op. cit., p. 5.

106
El carácter político del control de constitucionalidad

interés general o de una unidad de intereses, que es la “típica ficción” de


la que se echa mano “cuando se trabaja con la ‘unidad’ de la ‘voluntad’ del
Estado, o con la ‘totalidad’ de lo colectivo, en un sentido distinto al pu-
ramente formal, con el fin de justificar una determinada configuración
del orden estatal.”89 Un ejemplo de esto es el referéndum, que constituye
para Schmitt una garantía de la expresión del pueblo como unidad, mien-
tras que para Kelsen en el mejor de los casos sólo constituye la voluntad
de una mayoría.
Concluye señalando que la afirmación de Schmitt, según la cual las ame-
nazas a la Constitución provienen solamente del poder legislativo, es abso-
lutamente injustificada ya que “está en contradicción directa con los he-
chos”,90 recordándole a su oponente que el Tribunal austríaco a través de su
jurisprudencia había entrado en un conflicto con el gobierno que práctica-
mente puso en peligro su existencia; y que en relación a Weimar, no se
podían “cerrar los ojos” frente a la relevante expansión legislativa que tenía
lugar cuando el “derecho del Gobierno a reglamentar toma[ba] el lugar del
derecho legislativo del Parlamento.”91

89. Op. cit., p. 43.


90. Op. cit., p. 74.
91. Op. cit., pp. 74 y 53.

107
El derecho de resistencia en situaciones
de carencia extrema
Roberto Gargarella*

Desde fines de la década del 90, y siguiendo una década de severos planes
de ajuste estructural, América Latina fue surcada por numerosas
experiencias de revueltas populares. Estas revueltas trajeron consigo masivas
manifestaciones colectivas, altos niveles de agresión física y verbal contra
políticos, jueces y funcionarios públicos, en general. Las protestas
incluyeron, por ejemplo, la organización de “piquetes” destinados a
bloquear el tráfico en las rutas principales, con el objeto de exigir empleo,
comida, o el otorgamiento de subsidios; tanto como ruidosas
manifestaciones (i.e., “cacerolazos”). Estas agresiones a las autoridades
públicas alcanzaron el domicilio y las propiedades de los últimos, tanto
como los edificios públicos en los que trabajaban (la sede del gobierno,
las legislaturas, los tribunales). Entre otros resultados, dichas protestas
forzaron la renuncia del presidente Raúl Cubas, en Paraguay, en 1999; la
del presidente Alberto Fujimori, en Perú, en 2000; la del presidente Jail
Mahuuad, en Ecuador, en 2000 (tanto como la remoción del presiden-
te Abdala Bucaram, en 1996); la del presidente Sánchez de Lozada en
Bolivia, en 2002; y la del presidente Bertrand Aristide, en Haití, en
2004. En la Argentina, estas protestas culminaron con una profunda
crisis que incluyó el mandato de cinco presidentes distintos en menos
de dos semanas. Por supuesto, estas manifestaciones fueron promovi-
das, en cada caso, a partir de circunstancias parcialmente diversas.
Algunas fueron seguramente más legítimas que otras; algunas fueron
más “espontáneas” o “genuinas” que otras; algunas resultaron más

* Profesor asociado de Derecho Constitucional, Facultad de Derecho, Universidad de


Buenos Aires.

109
Roberto Gargarella

poderosas y duraderas que otras. De todos modos, la presencia de todas


estas variaciones no deberían impedirnos que reconozcamos las
similitudes que vincularon estos acontecimientos, que aluden al tipo de
crisis que se encuentra afectando a muchos órdenes legales
contemporáneos.

Introducción

En este escrito quiero explorar algunas de las poderosas implicaciones


que se derivan de una premisa que acepto, según la cual la pobreza cons-
tituye una violación de derechos humanos. En particular, me interesará
examinar algunas de tales implicaciones, vinculadas con la idea de dere-
cho. Fundamentalmente, me preguntaré si aquellos que viven, sistemáti-
camente, en condiciones de pobreza extrema, tienen un deber de obede-
cer el derecho. Para ellos, el derecho no ha sido un medio de ganar liber-
tad o de alcanzar el autogobierno, sino más bien un instrumento que ha
contribuido decisivamente a forjar la opresión en la que viven. Por lo
tanto, deberíamos preguntarnos si para ellos no se justifica desafiar y aun
resistir semejante orden legal.1
Reclamos como el anterior pueden sonar demasiado radicales en la
actualidad, pero lo cierto es que ellos representaban el sentido común
entre quienes pensaban sobre el derecho, siglos atrás. Tomando en cuenta
este hecho, comenzaré mi escrito con un examen de la extensa tradición
teórica que conectaba las violaciones de intereses humanos básicos con el
derecho de resistencia. Luego, me preguntaré si puede ser razonable o no
mantener, en la actualidad, un supuesto como el citado. Mi interés prin-
cipal, entonces, tiene que ver con la justificación (o no) del derecho de
resistencia, antes que con preguntas acerca de la deseabilidad (o no) de las
acciones de resistencia, o con una exploración acerca de las condiciones de
posibilidad de la misma.

1. Tengo en claro que muchas de las observaciones que avancen sobre principios, límites y
posibilidades aparecerán como enunciados más o menos prolijos que, indudablemente, esta-
rán condenados a que una historia siempre turbulenta los devore e ignore. El objetivo de estas
observaciones, de todos modos, es el de ayudarnos a pensar y discutir sobre el tema de la
resistencia al derecho, sobre todo teniendo en cuenta las decisiones que –desde cualquier
lugar– nos puede tocar asumir, y frente a las cuales conviene que reflexionemos con el mayor
cuidado posible.

110
El derecho de resistencia en situaciones de carencia extrema

Mi interés por examinar preguntas como las señaladas parte de la con-


vicción de que todos nosotros, y en particular todos aquellos interesados
en la protección de los derechos humanos, debemos volver a pensar mu-
chas de nuestras ideas más asentadas en relación con el derecho. Especial-
mente, entiendo que debemos pensar acerca de cuál es el sentido de man-
tener un orden legal, y cuáles nuestros deberes morales inmediatos hacia
los que están peor dentro de ese orden jurídico.

Un derecho perdido

Una de las notas más salientes del constitucionalismo contemporáneo


tiene que ver con la falta de discusión en torno al derecho de resistencia,
que durante más de cuatro siglos fue considerado uno de los derechos
centrales del derecho. En efecto, la idea de resistir a la autoridad del
gobierno ha sido un objeto central de estudio para todos aquellos intere-
sados en los aspectos teóricos implicados en torno a la Constitución, al
menos desde la Edad Media. Tales reflexiones en torno a la resistencia
tomaron especial relevancia durante el período de la Reforma, las sucesi-
vas confrontaciones entre los católicos romanos y los protestantes
reformistas, y sobre todo, la preocupante posibilidad de que los deberes
religiosos aparecieran en tensión con los deberes de obediencia al poder
político (Linder 1966, pp. 125-126). Notablemente, y procurando ser
consistentes en sus razonamientos, muchos de estos autores, formados en
el más rígido conservatismo, se sintieron obligados a cuestionar premisas
que formaban parte de sus propias convicciones personales. Fundamen-
talmente, ¿a quién es que se le debía obediencia si es que la autoridad
política dejaba de coincidir con la autoridad religiosa? Estas reflexiones,
por otra parte, resultaban más urgentes dada la necesidad de confrontar las
enseñanzas extraordinariamente influyentes de San Pablo sobre el deber
incondicional de obediencia a la autoridad,2 la idea de San Agustín confor-
me a la cual los gobernantes debían ser respetados como representantes de
Dios (aun en el caso en que éstos no cumplieran con sus propios deberes
políticos) y, particularmente, las afirmaciones de sectores importantes del

2. Según escribiera San Pablo, el poder político debía ser siempre obedecido, dado que
provenía de Dios, por lo que “cualquier resistencia al poder resulta una resistencia a las
órdenes de Dios, por lo que aquellos que resisten deben recibir un castigo eterno”.

111
Roberto Gargarella

luteranismo, para quienes la autoridad absoluta de los monarcas se jus-


tificaba en razón de la incapacidad de las personas para reconocer ade-
cuadamente los mandatos provenientes de Dios. Así, la idea de resis-
tencia a la autoridad creció hasta llegar a jugar un papel fundamental
dentro del constitucionalismo.
Hacia fines del siglo XVII, y de la mano de John Locke, la resistencia a
la autoridad apareció como una de las cuatro ideas que, me atrevería a
decir, distinguieron al constitucionalismo en sus orígenes. Así, la idea de
resistencia tendió a aparecer junto con la referida al carácter inalienable
de ciertos derechos básicos; la idea de que la autoridad era legítima en la
medida en que descansaba sobre el consenso de los gobernados; y aquella
que decía que el primer deber de todo gobierno era el de proteger los
derechos inalienables de las personas. En dicho contexto –se afirmaba– el
pueblo podía legítimamente resistir y finalmente derrocar al gobierno de
turno en caso de que el último no fuera consecuente con el respeto de
aquellos derechos básicos.3
Notablemente, estos cuatro principios constitucionales, fundados to-
dos ellos en una idea igualitaria acerca del valor y las capacidades de los
individuos, resultaron trasladados luego a las dos grandes revoluciones
del siglo XVIII, la norteamericana y la francesa. Primeramente, ellos re-
sultaron recogidos por Thomas Jefferson, e incorporados casi sin alterar
en la “Declaración de la Independencia” norteamericana, escrita en 1776.
Siguiendo estrictamente a Locke, se sostuvo entonces la adhesión a las
siguientes “verdades auto-evidentes”:

Que todos los hombres son creados iguales; que ellos son dotados por
el Creador de ciertos derechos inalienables; que entre ellos se encuentran
el derecho a la vida, la libertad, y la persecución de la felicidad; que los

3. Locke, en particular, desarrolló este tipo de ideas muy especialmente en reacción contra los
escritos de Robert Filmer –sobre todo, Patriarcha– en donde el último defendía una concep-
ción “patriarcalista” del poder. Conforme a la misma, el rey estaba justificado de ejercer su
poder sin atención a la voluntad de sus súbditos, del mismo modo en que un padre ejerce el
poder sobre sus hijos sin consultarles. El poder del rey, afirmaba Filmer, provenía directamen-
te de Dios y no de algún tipo de consenso popular, por lo cual no podía ser resistido en ningún
caso (Filmer, 1991). En su opinión, el rey –como el padre– debía tener la capacidad de
disponer aun sobre la vida de quienes estaban a su cargo (tal como se desprendía de la
parábola religiosa sobre Cassius, que había arrojado a su hijo desde un acantilado). Tales
poderes extremos se justificaban ante la facilidad con que las personas se dejaban arrastrar
hacia comportamientos erráticos y anárquicos.

112
El derecho de resistencia en situaciones de carencia extrema

gobiernos son establecidos entre los hombres con el objeto de asegu-


rar tales derechos, y que derivan sus justos poderes del consentimien-
to de los gobernados; que cuando sea que una forma de gobierno
deviene en destructora de aquellos fines, el pueblo tiene el derecho de
alterarlo o abolirlo, para instituir uno nuevo, fundando sus principios
y organizando sus poderes en tal forma que sea la más conducente
para su seguridad y felicidad.
La “Declaración de los Derechos del Hombre”, aprobada por la Asam-
blea Nacional de Francia el 26 de agosto de 1789, siguió en buena medi-
da el ejemplo anterior. Así, por ejemplo, proclamó la existencia de “dere-
chos naturales, imprescriptibles e inalienables”; afirmó la libertad e igual-
dad básicas de cada persona (art. 1); y sostuvo que el objeto principal de
toda asociación política era el de preservar los derechos naturales e
imprescriptibles del hombre, que son los derechos a la “libertad, propie-
dad, seguridad y resistencia a la opresión” (art. 2).
Finalmente, y sólo para enfatizar aun más la importancia e influencia
de estos originales acercamientos a la resistencia a la autoridad, puede
mencionarse que muchas de las nuevas Constituciones nacidas al calor de
aquellas dos revoluciones reafirmaron desde sus primeras líneas compro-
misos como los citados. Así, y sólo para mencionar algún caso especial-
mente influyente en Latinoamérica, señalaría el ejemplo de la Consti-
tución de 1813 en la Banda Oriental, que hizo referencia a la legitimi-
dad del derecho de resistencia en caso de que el gobierno fuera incapaz
de asegurar el bienestar general y los derechos fundamentales; y funda-
mentó al mismo en el principio de la igualdad y libertad de sus miem-
bros y el derecho natural.4 Del mismo modo, podría citar a la Constitu-
ción de Apatzingán, aprobada en México en 1814 por un grupo de
revolucionarios encabezados por el cura José María Morelos, que hizo
referencia al “innegable derecho” popular de “establecer (...) alterar,
modificar, o abolir totalmente al gobierno, cuandoquiera que ello sea
necesario para su felicidad” (art.4).

4. Decía la Constitución: “Porque los hombres nacen libres e iguales y gozan de ciertos
derechos naturales, esenciales e inaliebables –entre ellos, el derecho de gozar y defender su
vida y su libertad, el derecho de adquirir, poseer y proteger su propiedad y, finalmente, el
derecho de demandar y obtener seguridad y felicidad– es deber [del gobierno] el de asegurar
estos derechos (...) y si no pudiese alcanzar estos grandes objetivos, el pueblo tiene el derecho
de alterar el Gobierno, adoptando todas las medidas necesarias para asegurar su seguridad,
prosperidad y felicidad”.

113
Roberto Gargarella

Alineación legal y la justificación del derecho


de resistencia

Durante los siglos en que pervivió, el derecho de resistencia resultó


defendido por teóricos con formación e ideales diferentes. Todos ellos, sin
embargo, parecían compartir un presupuesto común conforme con el
cual la resistencia resultaba defendible en situaciones a las que llamaré de
alienación legal. En tales situaciones, según entiendo, el derecho comien-
za a servir a propósitos contrarios a aquellos que, finalmente, justificaban
su existencia.5 Esto es, al menos, lo que una mayoría de los defensores del
derecho de resistencia parecían defender al objetar, de modos diferentes,
la posibilidad de que las mismas normas que debían garantizar la libertad
y el bienestar de la gente pasaran a trabajar en contra de los intereses
fundamentales de las personas.
Por supuesto, existen muchas lecturas o concepciones diferentes de
esta implícita noción de alineación legal. Originalmente, algunos autores
enfocaron su análisis en las ofensas cometidas por el derecho contra los
intereses objetivos de las personas –razones sustantivas–, mientras que en
épocas más modernas, las razones procedimentales comenzaron a tornar-
se más significativas. Entre los primeros defensores del derecho de resis-
tencia, algunos teóricos del derecho natural como Francisco Suárez justi-
ficaron el tiranicidio a partir del principio según el cual “la fuerza sólo
puede repararse con la fuerza” y la convicción según la cual el Estado
necesitaba ser preservado (Hamilton, 1963; Copleston, 1963). Presu-
puesta bajo ambos reclamos se encontraba la idea según la cual “el estado,
como un todo, es superior al rey, porque el estado, cuando se le asigna el
poder, lo recibe bajo la condición de gobernar de [modo no tiránico, y
que si lo hace], entonces puede ser depuesto” (Suárez, 1944, p. 855). En
otros términos, para teólogos como Suárez, la alineación legal se daba

5. Se podría sostener para el derecho, entonces, lo que Karl Marx sostuvo para el trabajo, en
cuanto a que “the object that labour produces, its product, confronts it as an alien being, as
a power independent of the producer (...) [the] externalization of the worker in his product
implies not only that his labour becomes an object, an exterior existence but also that it exists
outside him, independent and alien, and becomes a self-sufficient power opposite him, that
the life that he has lent to the object affronts him, hostile and alien (...) the worker becomes
a slave to his object” (Marx, 2002, pp. 86-87). En ambos casos, hablamos de una noción
objetiva, y no subjetiva, de alienación.

114
El derecho de resistencia en situaciones de carencia extrema

cuando los gobernantes usaban sus poderes en contra de los intereses del
pueblo al que debía servir. Debe notarse, de todos modos, que para Suárez,
tanto como para una mayoría de los teólogos tomistas, la posibilidad de
resistir la conducta tiránica de los gobernantes dependía de una previa au-
torización dada por las autoridades religiosas superiores (Hamilton, 1963,
pp. 61-63; Copleston, 1963, pp. 220-222). Sólo ellos podían certificar
que las acciones de los gobernantes implicaban ofensas inaceptables.
En la Edad Media, una mayoría de autores pareció adherir a esta vi-
sión. Para el suizo Pierre Viret, un amigo personal de Calvino, y una
figura ampliamente influyente en Francia, la resistencia al poder se justi-
ficaba por razones religiosas tanto como por otras vinculadas con las in-
justicias sociales y económicas cometidas por los gobernantes contra el
pueblo (Linder, 1966). El poderoso grupo de los calvinistas escoceses
justificó la resistencia a partir de reclamos todavía más radicales (Rueger,
1964; Skinner, 1978, vol. 2). John Ponet, por ejemplo, consideró que
existía un deber de resistencia (ya no simplemente un derecho) que se
ponía en marcha cada vez que el soberano traicionaba a su país, o cometía
algún abuso de autoridad. Para Christopher Goodman, el derecho a la
resistencia estaba justificado en todas aquellas situaciones en las que los
gobernantes se convertían en los opresores de su propio pueblo. Los go-
bernantes, según él, no habían sido colocados en su posición privilegiada
para actuar de acuerdo con sus propios juicios, sino para hacerlo en exclu-
sivo beneficio de sus subordinados. Por ello mismo, cada vez que los go-
bernantes violaban sus deberes se convertían en ciudadanos iguales que
cualquier otro, y podían ser resistidos por cualquiera de sus pares. En un
sentido similar, Georges Buchanan sostuvo que el poder que el pueblo
concedía en un momento podía ser retirado en cualquier otro: hacerlo no
era ir contra la institución del rey, sino contra la persona que circunstan-
cialmente ocupaba ese cargo.6 Así vemos que, aunque muchos de los reli-
giosos calvinistas asumieron también que la certificación de las ofensas en
juego debía ser determinada por las principales autoridades religiosas,
hacia fines del siglo XVI algunos de entre ellos comenzaron a sostener

6. Al argumentar de ese modo, Buchanan parecía retomar, notablemente, una argumentación


avanzada mucho antes por Gerson, quien había procurado defender lo actuado por el Movi-
miento Concilliar, al deponer al Papa Juan XXIII: había sostenido, entonces, la distinción entre
la institución papal y la persona que coyunturalmente ocupaba el lugar del Papa, para afirmar la
defensa permanente de la primera, aun a costa del sacrificio de la segunda (Rueger, 1940).

115
Roberto Gargarella

una posición diferente conforme a la cual cualquier persona tenía la auto-


ridad suficiente como para determinar la presencia de ofensas gravísimas.7
Éstos fueron, finalmente, los antecedentes que conoció Locke, en los
inicios de la modernidad, cuando especificó las condiciones que, en su
opinión, podían tornar inevitable (y finalmente legítima) la resistencia
frente a la autoridad. Sin embargo, desde su punto de vista, la alineación
legal aparecería más claramente vinculada con una traición a la voluntad
popular. El consenso popular –el consenso tácito– implicaba la aproba-
ción de la ciudadanía a la obra del gobierno, del mismo modo en que su
rebelión manifestaba su desacuerdo con el gobierno y debía ser interpre-
tada como un signo de que el mismo comenzaba a actuar abusivamente.
Locke habló así de una “larga cadena de abusos” (una idea luego directa-
mente incorporada en la “Declaración de la Independencia” norteameri-
cana), vinculados con el uso tiránico y caprichoso del poder. De modo
más específico, Locke hizo referencia a situaciones en las cuales el gobier-
no prometía una cosa y hacía la contraria; en las que utilizaba artimañas
para eludir la ley; en las que el gobernante usaba sus poderes especiales en
contra del bienestar del pueblo; en las que los funcionarios inferiores
cooperaban con dichas acciones abusivas; y aquellas en donde las accio-
nes arbitrarias se sucedían unas a otras (Locke, 1988, p. 405, sec. 210).8
En tales casos, asumía –y éstas son las líneas finales de su Segundo
Tratado sobre el Gobierno– “the People have a Right to act as Supreme,

7. La visión epistémicamente elitista defendida por una mayoría de religiosos entonces co-
menzaba a abrir lugar a otra diferente, más cercana a lo que podríamos llamar el anarquismo
filosófico (ver, por ejemplo, Knox, 1994).
8. De todos modos, para Locke, el recurso a la resistencia se justificaba, ante todo, por el
hecho de que el gobernante abandonaba el uso de la razón y el recurso a la ley, para reemplazar
éstas por el uso de la violencia, que era su contracara (Dunn, 1969, p. 179). Y dado que la
violencia era el medio utilizado por las bestias para dirimir sus conflictos, al adoptar este
camino el gobernante se autorreducía al estatus de las bestias, y merecía el mismo trato que
éstas: de allí que todo individuo quede en su derecho de actuar frente a tal enemigo como se
actúa frente a las bestias. En una situación tal, los gobernantes eran responsables del retorno
a una situación que Locke denomina “estado de guerra”, y que viene a ser opuesta al estado de
naturaleza o al de una sociedad legítimamente constituida. El estado de guerra resulta,
entonces, del indebido uso de la fuerza. Y no hay peor situación imaginable que la de un
gobernante que se convierte en responsable de retrotraer a la sociedad a este estado, dado que
la sociedad ha depositado en él su confianza (trust), y ha delegado en él la tarea de asegurar la
preservación de la paz. Del uso continuado de la fuerza resulta entonces, finalmente, el hecho
principal que justifica que cada individuo, por sí mismo, decida cómo es que debe reaccionar.

116
El derecho de resistencia en situaciones de carencia extrema

and continue the Legislative in themselves, or erect a new Form, or


under the old form place in the new hands, as they think good” (Locke,
1988, p. 428). Ahora, la gente (y no algunas autoridades superiores),
actuando colectiva y espontáneamente por fuera de las instituciones
políticas, aparecía teniendo la última palabra respecto de la violación de
sus intereses fundamentales.
En los tiempos de la revolución norteamericana, la justificación del
derecho de resistencia adquirió su forma más robusta, combinando ra-
zones procedimentales y sustantivas. Siguiendo muy de cerca los razo-
namientos de Locke, Thomas Jefferson se preocupó por definir una de-
tallada lista de agravios que, a su juicio –y luego, a juicio de quienes
firmaron la “Declaración”–, transformaban lo actuado por el gobierno
británico en un irreparable agravio que justificaba la resistencia a la
autoridad. Para Jefferson, como para muchos de sus contemporáneos,
era posible y necesario comenzar a discutir colectivamente sobre la
violación de derechos fundamentales: ése era, finalmente, uno de los
propósitos básicos de la Declaración de la Independencia. El documento
hizo referencia, entonces, a afrentas como las siguientes: la de no haber
aprobado (o haber impedido la aprobación de) leyes necesarias para el
bienestar general; la de haber agredido a los cuerpos representativos;
obstruido el funcionamiento de la administración de justicia; la de haber
convertido a los jueces en jueces políticamente dependientes; creado
multitud de cargos innecesarios (con el consiguiente impacto económico
de los mismos sobre el bienestar de todos); la de haber privilegiado al
poder militar sobre el civil; establecido impuestos sin el consentimien-
to del pueblo; la de haber privado al pueblo de los beneficios de la
institución del jurado. Todas éstas habían sido demandas presentadas y
defendidas por la ciudadanía durante años –demandas que el gobierno
británico se había encargado de ignorar sistemáticamente–. Las autori-
dades inglesas fueron acusadas, entonces, por el dramático deterioro de
las condiciones de vida de los americanos: la presencia de ofensas
sustantivas contra los americanos resultaba indudable. Dentro de tales
ofensas, sin embargo, destacaba una en particular, referida al derecho
de los americanos a su autogobierno –en otros términos, al
establecimiento de procedimientos institucionales que obstaculizaban
la posibilidad de que los americanos se gobernaran a sí mismos–.
Finalmente, al impedir que tomaran control sobre sus propios asuntos,
los británicos habían transformado al derecho en un instrumento de

117
Roberto Gargarella

opresión, más que en un instrumento de libertad. 9 Los americanos


habían pasado a convertirse, entonces, en víctimas de las mismas normas
que debían encargarse de mejorar sus vidas, una situación que se entendió
como capaz de justificar su levantamiento frente al orden legal vigente.
Durante fines del siglo XVIII y principios del XIX, Jefferson desarrolló
una de las visiones más interesantes sobre el tema –una visión que hizo
explícita no sólo en la Declaración de Independencia, sino también en
muchos de sus más importantes escritos y cartas–. En todos estos traba-
jos, Jefferson clarificó la visión sobre el autogobierno que residía detrás de
sus principales afirmaciones. Su idea de una república autogobernada
apareció entonces como contrapuesta a su defensa del derecho de resis-
tencia. Una república autogobernada era, para él, “pura y simplemente
(...) el gobierno de los ciudadanos en masa, actuando directa y personal-
mente, conforme a reglas creadas por la mayoría”. Para él, los gobiernos
eran “más o menos republicanos de acuerdo con el mayor o menor grado
en que contaran con el elemento de elección y control popular en su
composición” (Jefferson, 1999). Estas ideas se conjugaban, además, con su
defensa de un sistema basado en el predominio de los controles “exógenos”
o populares sobre el gobierno; con su idea de convocar a una convención
popular cada vez que fuera necesario resolver un tema constitucional grave;
o con sus recurrentes críticas hacia el poder judicial. En definitiva, la idea –
que aquí tomaré como presupuesta– era la de que el orden legal no era
merecedor de respeto cuando sus normas infligían ofensas severas sobre la
población (condición sustantiva) ni eran el resultado de un proceso en el
que dicha comunidad estuviera involucrada de modo significativo (condi-
ción procedimental).10 Cuando estas dos condiciones estaban presentes, la
resistencia a la autoridad se encontraba en principio justificada.11

9. Explorando la idea de alineación como contracara del concepto de autogobierno, ver


Elster, 1985.
10. Si las normas eran creadas en un proceso del que los propios afectados tomaban parte
activa, luego no era esperable que tales normas fueran injustas.
11. Podría mantenerse, con razón, que la exclusiva presencia de una de estas dos condiciones
representa una condición suficiente para que hablemos de un sistema legal que no resulta
merecedor de nuestro respeto. Sin embargo, como diré más adelante, ambas condiciones
tienden a ir de la mano. Típicamente, el hecho de que ciertos derechos resulten sistemática-
mente violados (i.e., cuando se le niega a ciertos grupos, sistemáticamente, su derecho a
contar con cobijo y alimento), viene a hablarnos de la presencia de fallas procedimentales
serias dentro del sistema institucional bajo análisis.

118
El derecho de resistencia en situaciones de carencia extrema

La alineación legal hoy. Del derecho de resistencia


a la desobediencia civil

Luego de haber figurado, durante siglos, como uno de los conceptos


centrales del derecho, la idea de resistencia comenzó a desaparecer de nues-
tros discursos políticos y legales.12 Son muchos los factores que pudieron
contribuir a esta desaparición, y aquí me referiré sólo a algunos de ellos.
En la actualidad, y ante todo, la idea de resistencia parece ser menos
factible, y además menos interesante o valiosa que hace siglos. Esto es así,
entre otras razones, como consecuencia de los dramáticos cambios políti-
cos ocurridos en los últimos dos siglos. Fundamentalmente, el poder polí-
tico en la actualidad aparece mucho más atomizado que hace cientos de
años. Por supuesto, la descentralización del poder no impide necesaria-
mente la emergencia de situaciones de opresión. Sin embargo, aun si
dicha opresión existiera, las fuentes de la dominación resultarían múlti-
ples y dispersas, lo cual dificultaría la resistencia en términos prácticos.
¿A quién culpar, entonces, de tales miserias y opresiones? ¿A los emplea-
dores que se niegan a ofrecer más puestos de trabajo o a aumentar los
salarios de los trabajadores? ¿A la policía, que con salvajismo ejecuta las
órdenes del poder político? ¿A los parlamentarios, que no aprueban las
leyes que debieran aprobar para mejorar el bienestar colectivo? ¿A los
jueces, que se muestran dóciles frente al poder? ¿Al presidente? Siglos
atrás, la situación era muy distinta porque el poder político se encontraba
completamente concentrado en una persona –el rey, el tirano–, lo cual
permitía que la gente reconociera con facilidad quién era el causante de
sus padecimientos. La actual dispersión del poder, en cambio, dificulta la
visibilidad de la opresión, al tornar más difícil distinguir exactamente quién
es responsable de qué. Del mismo modo, esta situación contribuye a diluir
la idea de que la resistencia es concebible. En la antigüedad, los oprimidos
podían tener la ilusión de que, al menos a partir de algún acto heroico, su
situación –y la de la sociedad en general– podía llegar a cambiar dramática-
mente, dando nacimiento a un nuevo orden. Para bien o para mal, este tipo
de ilusiones desaparecieron de nuestro horizonte político.

12. De todos modos, muchas Constituciones mantienen al mismo como un derecho válido
frente a situaciones de las que aquí no me ocuparé, como las relacionadas con golpes de
Estado.

119
Roberto Gargarella

Otro factor importante que distingue el presente del pasado tiene que
ver con la fragmentación social que hoy puede reconocerse, y que repro-
duce la mencionada fragmentación del poder político. La mayoría de las
sociedades contemporáneas, en efecto, aparecen divididas en grupos, al-
gunos de los cuales se encuentran en mejor condición que los demás. Esta
fragmentación social también contribuye a tornar la resistencia menos
concebible, no sólo porque hoy algunos grupos no sufren opresiones gra-
ves, sino porque además, y por ello mismo, van a hacer todo lo posible
para impedir la desestabilización de una situación que en principio los
favorece o no los perjudica. Siglos atrás, podemos presumir, las situacio-
nes de opresión tendían a extenderse sobre toda la sociedad, lo que hacía
que la rebelión frente al poder resultara –en un sentido importante, al
menos– más fácilmente imaginable: era concebible que, ante la profundi-
dad y extensión de las situaciones opresivas reinantes, una mayoría de la
sociedad, a través de sus acciones u omisiones, estuviera dispuesta a acom-
pañar a los movimientos rebeldes.13
Los factores anteriores –que se refieren fundamentalmente a las condi-
ciones de posibilidad del derecho de resistencia– pueden ayudarnos a
entender por qué la resistencia es menos imaginable o posible hoy que
ayer. Sin embargo, tales factores dicen poco o nada acerca de la razonabilidad
o no de seguir llevando a cabo actos de resistencia. En otras palabras,
todavía no hemos explorado si aquello que pareció justificar a la resisten-
cia siglos atrás, es decir, la presencia de situaciones de alineación legal,
continúa siendo un factor distintivo de las sociedades actuales. Pareciera,
sin embargo, que algunas de las cruciales innovaciones introducidas por
los sistemas democráticos modernos debieran llevarnos a descartar para
siempre cualquier propuesta de resistencia a la autoridad.
Ante todo, la propia organización institucional actual, que incluye entre
otras novedades la división del poder en distintas ramas, así como siste-
mas de “frenos y contrapesos”, reduce el riesgo de que el derecho se con-
vierta en un instrumento opresivo. Además, y de modo igualmente signi-
ficativo, este sistema incluye numerosas herramientas destinadas a facili-
tar o promover, de modo pacífico y ordenado, cambios políticos –aun

13. Este argumento, de todos modos, reconoce obvias contracaras: el mayor temor frente a la
reacción estatal; mayores niveles de represión ideológica; autoconvencimiento acerca del
carácter justificado del orden existente; etc.

120
El derecho de resistencia en situaciones de carencia extrema

cambios de tonalidad radical–. Las elecciones periódicas, en particular, resul-


tan decisivas en esta discusión, al marcar una crucial diferencia entre nuestro
tiempo y el pasado. Resulta claro que, durante mucho tiempo, el derecho de
resistencia apareció como el único mecanismo adecuado para garantizar la
responsabilidad de los gobernantes y prevenir abusos políticos. Como dijera
John Locke, el derecho de resistencia era el único instrumento en poder
de la gente para evitar los excesos de parte de sus gobernantes. La resisten-
cia era entonces lo contrario a la situación habitual, que mezclaba pasivi-
dad y consenso tácito por parte del público (Seliger, 1991, p. 603). Des-
de esta perspectiva, la llegada de las elecciones periódicas resulta decisiva,
marcando un antes y un después en las reflexiones sobre la justificación
de la resistencia. De hecho, podría preguntársenos qué es lo que puede
justificar el uso de la fuerza física para derrocar a un gobierno o eliminar
a su líder si es posible provocar cambios igualmente profundos a través de
la fuerza de los votos.
Podemos sostener consideraciones similares a la hora de examinar los
mecanismos de reforma constitucional incluidos en todas las constitucio-
nes modernas. A través de los mismos, en efecto, cada comunidad en-
cuentra la oportunidad de revisar, aun radicalmente, los méritos de su
sistema de gobierno, en general, y de cada una de las secciones del mis-
mo, en particular. Teniendo en cuenta esta posibilidad extrema, es razo-
nable que nos volvamos a preguntar acerca de cuál es el sentido de recu-
rrir a la movilización violenta de la población cuando es posible provocar
cambios políticos sustantivos a través de medios mucho menos dramáti-
cos y mucho más civilizados.
La aparición de estas nuevas oportunidades políticas torna entendible,
de algún modo, la desaparición del derecho de resistencia. Ahora, podría-
mos decir, prevalecen largamente las situaciones de integración, ya que
no de alineación, legal. Estos cambios institucionales, por lo demás, nos
ayudan a entender por qué es que en la actualidad tendemos a pensar en
la objeción de conciencia y la desobediencia civil como los medios más
extremos a nuestro alcance para desafiar el derecho –medios que, notable-
mente, presumen la validez general del derecho vigente–.14 En efecto (y

14. Tomemos, por caso, una definición más o menos estándar de la desobediencia civil, como
es la que ha dado en su momento Hugo Bedau. En opinión del profesor de Harvard, se
comete un acto de desobediencia civil “si y sólo si una persona realiza una acción ilegal,
pública, no violenta, y con la intención consciente de frustrar (una de) las leyes, políticas, o

121
Roberto Gargarella

conforme a lo que nos suele decir la literatura existente sobre la materia),


aun aquellos que incurren en tales desafíos al poder legal lo hacen acep-
tando los méritos del orden legal, tanto como su localizada reprochabilidad.
Tanto es así que, en estos casos, quienes violan el derecho aceptan, en
principio, la validez de la misma pena que se les impone a resultas de los
desafíos en los que incurren. Lo que está en juego en estos casos, entonces,
es un cuestionamiento limitado, específico, al derecho –derecho al que se
ve como un todo fundamentalmente justo–. Nuevamente, lo que parece
prevalecer es una situación de integración legal.

Alineación legal en situaciones de carencia extrema

A pesar de lo sugerido en la sección anterior, todavía podría decirse que


existe un espacio importante entre las situaciones de completa alineación

decisiones del gobierno” (Bedau, 1961, p. 661). Autores como John Rawls –que, en su
definición de la desobediencia civil se apoyan en el clásico análisis de H. Bedau– refuerzan
aquellas diferencias al sostener que la desobediencia civil es aquella que se produce a partir de
ciudadanos “que reconocen y aceptan la legitimidad de la constitución” (Rawls, 1971, p. 363,
énfasis añadido). Es por este reconocimiento que los que se involucran en acciones de desobe-
diencia civil (u objeción de conciencia) aceptan padecer las penas que el derecho dispone en
contra de ellos: existe, finalmente, una aceptación de la validez general del derecho, que se
cuestiona en algún aspecto específico (Cohen, 1971). Aquí, sin embargo, y conforme hemos
dicho, nos encontramos con una situación que se distingue particularmente por una disputa
en torno a la validez de las bases mismas de la organización constitucional. Lo mismo ocurre
si tomamos como punto de referencia los estudios realizados por Ronald Dworkin al respec-
to. Para él, quienes se involucran en actos de desobediencia civil “aceptan la legitimidad
fundamental tanto del gobierno como de la comunidad; y actúan para cumplimentar más que
para desafiar su deber como ciudadanos” (Dworkin, 1985, p. 105, énfasis añadido). Las
diferencias entre estos casos de desobediencia civil y los que se encuentran aquí bajo examen
resultan, por lo tanto, significativas. Las distancias conceptuales todavía son mayores si lo que
comparamos son estos casos de resistencia constitucional y los llamados actos de objeción de
conciencia (conscientious refusal). Según John Rawls, la objeción de conciencia implica “no
cumplimiento más o menos directo de una orden administrativa o judicial” (Rawls, 1971, p.
368). Éste sería el caso, por ejemplo, del individuo que se resiste a involucrase en el servicio
militar por rechazar la violencia que es propia del mismo. A diferencia del caso de la desobe-
diencia civil, aquí no se apela a las convicciones de justicia de la comunidad, sino a las propias.
No se pretende (al menos primariamente), en este caso, hacer un llamado al “sentido de
justicia de la mayoría”; ni tampoco se actúa, necesariamente, a partir de principios políticos
–siendo habitual que se lo haga, por ejemplo, en razón de principios religiosos o de otro tipo
(Rawls, 1971, p. 369)–.

122
El derecho de resistencia en situaciones de carencia extrema

legal y las situaciones de completa integración legal. En este sentido –


podría agregarse–, ni la objeción de conciencia ni la desobediencia civil
parecen ser herramientas útiles para capturar otras situaciones dramáticas
que también distinguen a muchas democracias modernas. Los límites de
tales instrumentos aparecen de un modo más claro cuando reflexionamos
acerca de la situación que atraviesan grupos específicos dentro de nuestra
comunidad (aunque no, posiblemente, la enorme mayoría de sus inte-
grantes, como podía ser común siglos atrás), caracterizada por sistemáti-
cas dificultades frente al derecho como un todo (y no en relación con
aspectos localizados del mismo, como ocurría en los casos de la desobe-
diencia civil y la objeción de conciencia). No deben caber dudas, en la
actualidad, acerca de la existencia de importantes segmentos de la socie-
dad que tienen serias dificultades para satisfacer sus necesidades más bá-
sicas, para hacer conocer sus puntos de vista; para demandar de modo
exitoso por la introducción de cambios en el derecho, o para reprochar las
acciones y omisiones de sus representantes. La situación que enfrentan
estos individuos suele ser mucho más grave –en su amplitud y profundi-
dad– que la que enfrentan los objetores de conciencia o quienes se enrolan
en acciones de desobediencia civil. El filósofo John Rawls, por ejemplo,
admitió esta posibilidad en su análisis de la desobediencia civil. Para él,
existen grupos que, con motivo de las graves circunstancias que enfren-
tan, tienen razones para creer que el orden legal es severamente “injusto”,
hasta el punto de alejarse “ampliamente de los ideales que el mismo pro-
fesa” (Rawls, 1971, pp. 367-368). Para estos individuos resulta razona-
ble, entonces, desarrollar “una oposición más profunda hacia el orden
legal”.15 Esto es así, según Rawls, porque “emplear el aparato coercitivo
del estado con el objeto de mantener instituciones manifiestamente in-
justas constituye, de por sí, un uso ilegítimo de la fuerza que las personas
en su debido curso tienen el derecho de resistir” (Rawls, 1971, p. 391).
Ahora bien, aunque podemos coincidir, en un nivel muy general, acer-
ca de la existencia de situaciones de extrema exclusión social, económica y
legal, es dable esperar que disintamos a la hora de definir con precisión
qué es lo que distingue a situaciones tales, o a la hora de delimitar cuáles

15. Rawls avanza en estas consideraciones cuando se refiere a las “acci[ones] militantes” a las
que describe como acciones que van más allá de la desobediencia civil, al implicar “una
oposición más profunda al orden legal”, motivada en el carácter palmariamente injusto del
derecho (Rawls, 1971, pp. 367-368).

123
Roberto Gargarella

son, concretamente, los grupos afectados. Esta falta de acuerdos es, sin
dudas, muy problemática, porque amenaza con socavar la posibilidad de
una reflexión fructífera sobre estos problemas que involucran al derecho y
la exclusión social. De todos modos, entiendo que podemos realizar algu-
nos avances provisionales si es que aceptamos (como voy a proponer que
aceptemos) alguno de entre los múltiples estándares “objetivos” que se
han propuesto para caracterizar estas situaciones de extrema exclusión
social. Uno de estos estándares tiene que ver con la definición, a nivel
internacional, de una línea por debajo de la cual podemos hablar de si-
tuaciones de extrema pobreza. Esta línea, propuesta por la UNDP (Pro-
grama de las Naciones Unidas para el Desarrollo) en 1996, se refiere al
ingreso “debajo del cual no puede satisfacerse un mínimo nutricional
adecuado junto con requerimientos básicos más allá de los alimenticios”
(Pogge, 2001, p. 7). Dicha métrica resulta significativa para nuestros
propósitos dado que la presencia de situaciones de pobreza o marginación
extremas vendría a señalar la existencia de “una masiva insatisfacción de
derechos humanos sociales y económicos”, junto con la “insatisfacción de
derechos humanos civiles y políticos asociados con el gobierno democrá-
tico y el imperio del derecho (Pogge, 2001, p. 8; Pogge, 2003).16
Si tomamos en cuenta una métrica como la señalada, según entiendo,
quedamos en condiciones de afirmar que aquellos que se encuentran pri-
vados de ciertos bienes humanos básicos enfrentan, en la actualidad, si-
tuaciones de alineación legal. Las razones que nos permitirían justificar
dicha presunción tendrían que ver con la presencia de condiciones
sustantivas y procedimentales, que los primeros constitucionalistas reco-
nocieron como indicativas de una situación de alineación legal. Obvia-
mente, aquellos que se ven sistemáticamente privados de abrigo u hogar;
aquellos que padecen diariamente el hambre; aquellos que son víctimas
sistemáticas de la violencia, etc., confrontan algunos de los peores agra-
vios que una persona puede enfrentar (condición sustantiva). Al mismo

16. Alternativamente, podríamos utilizar una métrica como la propuesta por Martha Nussbaum
y Amartya Sen, referida a las capacidades básicas de las personas, y examinar la situación de
grupos que caen por debajo de lo que ellos llaman el umbral de las capacidades humanas
básicas (y que incluye la capacidad de vivir de acuerdo con los fines de una vida humana de
duración normal; la de recibir nutrición y abrigo adecuados; etc.). Nussbaum se ha preocupa-
do por mostrar los vínculos existentes entre estas capacidades y nociones como la de los
“bienes primarios” utilizadas por el filosofo John Rawls (Nussbaum, 2000, pp. 70-80).

124
El derecho de resistencia en situaciones de carencia extrema

tiempo, tales ofensas, y particularmente su carácter sistemático, refieren a


la existencia de graves deficiencias procedimentales –deficiencias que se
vinculan con el sistema institucional y que muestran que el mismo es
incapaz de reparar los males existentes–. En estas situaciones, resulta muy
difícil no culpar al sistema institucional por los males que padecen los
miembros de estos grupos marginados. Recordemos que tales individuos
resultan privados de bienes que, según filósofos de la talla de Martha
Nussbaum, Amartya Sen o John Rawls, resultan básicos para cualquier
plan de vida, por lo que resulta irracional rechazarlos. De allí que el hecho
de que estos individuos se vean sistemáticamente privados del disfrute de
tales bienes aparezca como una indicación de fallas persistentes y muy
graves del sistema institucional (condición procedimental). De hecho,
estas ofensas sistemáticas vienen a decirnos que tales grupos se encuen-
tran experimentando serios problemas políticos, ya sea para transmitir
sus demandas a sus representantes, ya sea para responsabilizarlos de sus
faltas. Dichas ofensas aluden, además, a los defectos propios del sistema
judicial, que parece incapaz para albergar o dar satisfacción a las deman-
das de los grupos más desaventajados, asegurando la protección de sus
derechos fundamentales. En esta situación –podríamos concluir–, el or-
den legal se muestra ciego ante las privaciones de los marginados, sordo
frente a sus reclamos, o carente de voluntad para remediar las humillacio-
nes que padecen. El orden legal, por lo dicho, puede ser considerado
responsable de las privaciones sufridas por tales grupos –responsable en
razón de sus acciones y/u omisiones–. Como dijeran Amartya Sen y John
Dreze en su trabajo sobre el hambre,

“Cuando millones de personas mueren en hambrunas, es di-


fícil evitar el pensamiento de que está ocurriendo un hecho
terriblemente criminal. El orden legal, que define y protege
nuestros derechos como ciudadanos, debe ser comprometido
de algún modo por la ocurrencia de estos trágicos eventos.
Desafortunadamente, la brecha existente entre el derecho y
la ética puede ser muy grande. El sistema económico que
produce el hambre puede ser malo y el sistema político que
la tolera puede ser perfectamente repulsivo, pero sin embar-
go es posible que, en esta situación en la cual amplios secto-
res de nuestra población carecen de la posibilidad de adqui-
rir comida suficiente para sobrevivir, no se esté produciendo

125
Roberto Gargarella

ninguna violación de derechos legalmente reconocida. La cues-


tión no es tanto que no existan normas jurídicas contra el morirse
de hambre. Ello es tan verdadero como obvio. La cuestión es,
más bien, que los derechos de apropiación, intercambio y tran-
sacción, legalmente garantizados, delinean sistemas económi-
cos que pueden ir de la mano de situaciones en las cuales la
gente carezca de la posibilidad de adquirir comida suficiente
para sobrevivir” (Dreze y Sen, 1989, p. 20).

Repensando el derecho de resistencia

En las páginas anteriores mantuve que aquellos que sufren situaciones


de marginación severa y sistemática pueden ser razonablemente agrega-
dos a la lista de individuos viviendo en situaciones de alineación legal. Si
reconocemos este punto, y aceptamos a la vez las enseñanzas de los
constitucionalistas que nos precedieron siglos atrás, deberíamos concluir
diciendo que los grupos que han sufrido aquella grave marginación no
tienen un deber general de obedecer el derecho, dado que el orden legal
no les ha asegurado la protección que necesitaban contra los daños más
severos que sufrían, a la vez que ha sido en parte responsable de la impo-
sición de algunos de esos severos daños. En la medida en que el derecho se
encuentra causal y moralmente implicado en su sufrimiento, ciertas for-
mas de resistencia al derecho deberían ser vistas, en principio, como mo-
ralmente permisibles.
Ahora bien, y en ese caso, ¿qué formas de resistencia deberíamos consi-
derar aceptables? Para comenzar a precisar la cuestión, permítaseme dis-
tinguir, ante todo, entre dos tipos de resistencia, a las que llamaré resis-
tencia pasiva o no-cooperación, y resistencia activa o confrontación. La
primera forma de resistencia, según presupondré, se refiere a las omisio-
nes de actuar en los modos prescriptos por el Estado (una negativa a
cumplir con sus órdenes), mientras que la segunda forma de resistencia se
refiere a acciones destinadas a desafiar ciertas prohibiciones legales. Según
entiendo, ambas formas de resistencia (que se encuentran indudablemente
asociadas) deben ser consideradas, prima facie, como formas de resisten-
cia admisibles. Ante todo, los oprimidos deben considerarse moralmente
libres de desobedecer aquellas órdenes que causan o fortalecen su situa-

126
El derecho de resistencia en situaciones de carencia extrema

ción de opresión. Por supuesto, en muchos casos podemos estar en des-


acuerdo respecto de “qué es lo que causa qué”: algunos considerarán que
ciertas leyes no afectan los derechos fundamentales de los desaventajados,
mientras que otros mantendrán que no hay leyes que, de modo directo o
indirecto, no contribuyan al sufrimiento de los que están peor. Aun así,
creo que podemos ponernos de acuerdo sobre la existencia de ciertos casos
claros a partir de los cuales comenzar nuestro análisis. Piénsese, por
ejemplo, en la actitud de los primeros colonos en los Estados Unidos
(emulados luego en América Latina) que se negaron a pagar impues-
tos a los que consideraban injustos, y a los que veían como completa-
mente ajenos a su creación (un caso claro de aquello que llamamos
alienación legal). En un sentido parecido, diría que los oprimidos de
nuestro tiempo podrían negarse a apoyar un sistema impositivo en
cuya creación no han estado involucrados y que, por lo demás, tiende
a desfavorecerlos sistemáticamente. De modo similar, y sólo para agre-
gar otro ejemplo, los más desaventajados podrían optar por no tomar
parte de los proyectos militares y expansionistas promovidos por el
Estado (i.e., negándose a servir como soldados en tales iniciativas). En
definitiva, ¿por qué es que ellos –víctimas, por ejemplo, de discrimi-
nación y actitudes racistas por parte de las autoridades públicas– de-
berían ofrecer sus vidas al Estado, cuando éste ha ignorado
recurrentemente sus intereses y reclamos más básicos?
En segundo lugar, los oprimidos tendrían el derecho de desafiar ciertas
prohibiciones legales cuando estos desafíos pudieran servir, razonable-
mente, para poner fin a su situación de sufrimiento extremo. Por ejem-
plo, y sólo para ilustrar este reclamo, los marginados podrían arrogarse el
derecho de ocupar tierras vacías (como lo hace el MST en Brasil, por
ejemplo), o el de usar propiedades en desuso con el objeto de asegurarse
y asegurarle a sus familias ciertos derechos básicos (en este caso, la comi-
da, el abrigo) que el Estado no les garantiza. De modo similar, ellos ten-
drían el derecho de explorar avenidas no-tradicionales para canalizar sus pro-
testas (por ejemplo, a través de cortes de ruta, como suele ocurrir en América
Latina), de modo tal de forzar al Estado a atender sus intereses fundamentales
–intereses, otra vez, que el Estado ignora y viola de modo sistemático?–.
Dicho esto, habría algunos puntos sobre los que quisiera insistir en
apoyo de lo recién expresado, y como modo de empezar a delimitar
los alcances y límites de tales reclamos. Permítaseme hacer referencia a
estos puntos.

127
Roberto Gargarella

En primer lugar, quisiera mencionar lo que llamaré la cuestión de la


causalidad. La presunción conforme a la cual las situaciones de sistemáti-
ca marginación son producto del orden legal prevaleciente debería estar
abierta a revisión. En muchas ocasiones, en efecto, debería ser irrazonable
acusar al Estado por la miseria de los más desaventajados. Ante todo,
puede bien ocurrir que el Estado no cuente con alternativas mejores a su
disposición, para asegurar que no haya grupos sistemáticamente privados
de ciertos bienes básicos. Si éste fuera el caso, entonces el Estado no debe-
ría ser calificado como injusto, ni sus decisiones resistidas.17 Teniendo en
cuenta este tipo de posibilidades, resulta razonable definir la presunción
arriba referida como una presunción refutable, es decir, sujeta a prueba
en contrario por parte del Estado.
En segundo lugar, mencionaría una cuestión referida a la idea de
mutuo respeto. La idea es que aun en el caso de que contemos con un
Estado responsable de crear situaciones de marginación y miseria, los
más afectados no deberían considerar que tienen una carta blanca para
actuar como les place, contra las autoridades públicas y contra los de-
más particulares. La afirmación según la cual los más desaventajados,
dadas ciertas circunstancias, no tienen un deber general de obediencia
al derecho, no significa que ellos no deban sentirse constreñidos por
ningún principio moral –que no tengan ciertos deberes básicos que cum-
plimentar, frente a los demás–. Aun en situaciones tales permanecen
vigentes lo que podríamos llamar deberes de humanidad (relacionados
con lo que John Rawls ha llamado “deberes naturales”, Rawls, 1971,
secciones 19, 51), es decir, deberes morales, no-legales, asociados con
las ideas de respeto y reciprocidad.18

17. Podría ocurrir, por lo demás, que ciertos grupos cayeran bajo el escalón del bienestar
mínimo como resultado de su propia falta (i.e., como resultado de su afición al juego),
mientras contaban con razonables oportunidades para actuar de un modo diferente. Aquí no
me ocupo, sin embargo, del modo en que correspondería actuar en este tipo de situaciones
(i.e., si se deberían hacer todos los esfuerzos posibles para asegurar, a pesar de todo, las
necesidades básicas de los individuos en cuestión).
18. De todos modos, convendría aclarar que en la perpetuación de las situaciones de extrema
injusticia el gobierno nunca está solo. Debe reconocerse siempre la presencia de grupos que
se benefician, directa o indirectamente, de tales situaciones de injusticia, y que en consecuen-
cia no hacen nada (pudiendo hacerlo) para remediarlas (u obran directamente para mantener
el statu quo). Pogge (2001) analiza nuestras responsabilidades colectivas en el mantenimiento
de severas injusticias a nivel internacional.

128
El derecho de resistencia en situaciones de carencia extrema

En tercer lugar, quisiera referirme a lo que llamaré la cuestión de vín-


culo o nexo. El tema es, en este caso, que aquellos que carecen de ciertos
bienes básicos tienen menos razones para cooperar con el derecho en aque-
llas áreas directamente vinculadas con las desventajas que sufren. Para
decirlo con un ejemplo, puede ser razonable para ellos no pagar los im-
puestos que son usados para mantener un orden legal que trabaja en su
contra, pero irrazonable cruzar un semáforo en rojo cuando no se encuen-
tran forzados a hacerlo.
En cuarto lugar, quisiera aludir a una cuestión de proporcionalidad.
Tal como sabemos, la mayoría de los sistemas legales se niega a castigar a
aquellos que hurtan comida para su propio consumo cuando éstos se en-
cuentran en una situación de extrema necesidad. La discusión arriba pre-
sentada podría justificar otras quiebras del derecho (i.e., la ocupación de
tierras o casas sin uso) en casos también extremos. Sin embargo, esta
reconceptualización del derecho no debería impedirnos tomar en cuenta
cuestiones de proporcionalidad. Típicamente, la decisión de dañar seve-
ramente a aquel que se niega a reconocerles el derecho de ocupar la tierra
que ocupan, o la de destruir el local de donde se han apropiado de ali-
mentos deberían ser consideradas, en principio, como decisiones injusti-
ficadas. La desgracia que envuelve a los más desaventajados no debe lle-
varles a imponer sacrificios innecesarios sobre el resto de la comunidad.
Sus desafíos al derecho deben ser, en tal sentido, tan poco costosos como
sea posible.

Últimas consideraciones

En esta última sección, quisiera ocuparme de algunas cuestiones de las


que todavía no me he ocupado y que considero relevantes para este estu-
dio. En primer lugar, quisiera enfrentar la pregunta acerca de si estos
comentarios sobre el derecho de resistencia dicen algo en torno a casos
como los mencionados en la apertura de este trabajo. Mi respuesta es, en
principio, que no dicen demasiado, sobre todo en razón de la necesidad
de refinar nuestro conocimiento acerca de la historia y la política de los
países citados, antes de adelantar respuestas específicas respecto de los
problemas sociales que se suceden en ellos. De todos modos, aun en esta
etapa tan preliminar, considero que es posible adelantar algunas sugeren-
cias de interés. Ante todo, entiendo que el análisis previo nos alienta a

129
Roberto Gargarella

mirar los casos en cuestión de un modo diferente. Así, podría decirse, mira-
ríamos a los mismos de modo equivocado si sólo nos fijáramos, obsesivamente,
en los reclamos particulares de quienes protestan (i.e., sus reclamos en contra
de un proceso de privatizaciones, como en Bolivia; sus reclamos en contra de
los banqueros, como en la Argentina), sin tomar en cuenta lo que tales protes-
tas nos dicen acerca del sistema institucional dentro del cual ellas ocurren
(i.e., la dificultad de la gente para promover ciertos cambios políticos a través
del uso de herramientas legales). También perderíamos algo importante si
insistiéramos en mirar el derecho desde la perspectiva de ciudadanos bien
integrados, y no desde el punto de vista de los más desaventajados (como
podría sugerirnos John Rawls). Finalmente, creo que actuaríamos de un modo
impropio si propusiéramos dejar de lado el valor de tales protestas como
consecuencia de las motivaciones “egoístas” o “interesadas” de muchos de sus
líderes, ignorando el hecho de que existen legítimos intereses en juego, que
resultan sistemáticamente afectados por el Estado.
En segundo lugar, y luego de haber reconocido algunas de las conse-
cuencias que se siguen luego de clasificar la pobreza como la violación de
derechos humanos –consecuencias que pueden incluir la activación de un
derecho a resistir el derecho–, deberíamos preguntarnos si tiene sentido
seguir insistiendo en dicha clasificación. Mi respuesta es que sí. Y respon-
do de este modo porque comparto la actitud de fuerte confianza que
autores como John Locke o Thomas Jefferson mostraron hacia sus conciu-
dadanos –una actitud que resultaba asociada, en ambos casos, con presu-
puestos igualitarios sobre las capacidades y la dignidad de la gente–. Como
ellos, quisiera resistir una actitud contraria, muy común en muchos enfo-
ques contemporáneos sobre la materia, a partir de la cual se examinan las
violaciones al derecho como si fueran realizadas por sujetos que, simple-
mente, quieren tomar ventaja de los esfuerzos de los demás. Rechazo, en
tal sentido, las posturas que describen a quienes violan la ley (en circuns-
tancias como las referidas) como meros “parásitos” o aprovechadores. Con-
tra dicha actitud, y tomando como ejemplo lo que John Locke sostenía,
cuando el gobierno se comprometía sinceramente a respetar los derechos
individuales, entonces el pueblo tendía a reconocer y a honrar tales es-
fuerzos (Locke, 1988, p. 405).19 Para él, el pueblo estaba “más dispuesto

19. Siempre podía existir algún “espíritu turbulento” destinado a cambiar el orden de las
cosas indebidamente, pero en esos casos –asumía– el aventurero estaba sujeto a su “ruina y
perdición” (ibíd.).

130
El derecho de resistencia en situaciones de carencia extrema

a sufrir” que a comprometerse en acciones de rebeldía contra el gobierno


(ibíd., pp. 417-418). Encontramos una actitud similar reflejada en la
Declaración de la Independencia norteamericana, en donde Jefferson
mantuvo que “la experiencia ha demostrado que la humanidad está más
dispuesta a sufrir [cuando es posible hacerlo] que a corregir dicha situa-
ción por sí misma, aboliendo las formas a las que está acostumbrada”.20
Estos reclamos –obviamente, reclamos empíricos y vinculados a tiempos
y culturas particulares– pueden resultar, todavía hoy, valiosos como pre-
supuestos y puntos de partida en nuestras discusiones al respecto.21 Tiene
sentido que comencemos nuestras reflexiones en la materia reconociendo
que quienes viven en situaciones de miseria extrema quieren, sobre todo,
vivir de forma más digna (antes que vivir aprovechándose de los esfuerzos
de los demás, u obteniendo ventajas de su situación de miseria).
Debido a esa actitud de confianza, autores como Locke o Jefferson
miraron estas situaciones de disrupción legal con amplitud. Para ambos,
tales situaciones venían a señalar las profundas deficiencias que caracteri-
zaban a la vida política de sus comunidades. A resultas de ello, trataron
de no limitarse a condenar tales quiebras del orden legal. Jefferson, en
particular, avanzó su postura al respecto en momentos en donde ya exis-
tían herramientas institucionales capaces de promover cambios de un modo
“legal”. Para él, las disrupciones sobre el orden legal resultaban situacio-
nes desafortunadas en razón de los graves costos que traían consigo, pero,
al mismo tiempo, eran situaciones valiosas porque ayudaban a mantener
al gobierno dentro de sus límites, y a los ciudadanos involucrados en cues-
tiones que les concernían. En este sentido es que se refirió a tales disrupciones
como “medicinas necesarias para la salud de la república” (Jefferson, 1999,
p. 108).22 Consecuentemente, Jefferson sugería restringir el uso del aparato
coercitivo del Estado contra los “violadores” del derecho a partir de razones
vinculadas, finalmente, con el valor público de las acciones en cuestión.

20. En un sentido similar, contemporáneamente, sostuvo que la desobediencia civil debía ser
vista como “uno de los elementos estabilizadores de un sistema constitucional” (Rawls, 1971,
pp. 383 y 385).
21. Aunque seguramente es más importante, como diría Rawls, esforzarse por construir una
cultura en donde esas actitudes resulten siempre verdaderas.
22. Para él, por tanto, debía actuarse muy cuidadosamente frente a tales hechos, dado que la
penalización severa de los mismos podía implicar “la supresión de la única salvaguarda de la
libertad pública” (Jefferson, 1999, pp. 153-154).

131
Roberto Gargarella

Para él, era importante mantener a los ciudadanos activadamente involu-


crados en la vida pública (en lugar de desalentarlos a través de la imposición
de penas); era necesario mantener al gobierno bajo criticas permanentes; y
era crucial, también, que los representantes sintieran el peso de la responsa-
bilidad que estaba a su cargo.
Por supuesto, no es fácil seguir a autores como los citados en sus discu-
siones sobre los límites del derecho. Por un lado, es esperable que en las
situaciones más graves, aquellas en donde prima la alienación legal, las
condiciones sean las menos apropiadas para la deliberación individual y
colectiva –dada la carencia de foros colectivos apropiados, dada la forma
en que el dinero y el poder político pueden interferir con una comunicación
pública transparente–. Por otro lado, la reflexión acerca de “cómo debe res-
ponder” el poder público frente a las disrupciones del orden legal resulta
muy problemática: es que, acaso, ¿puede “proponerse” que el Estado actúe de
tal o cual modo cuando se asume al mismo como un Estado fundamental-
mente viciado? Las reflexiones al respecto resultan entonces obviamente com-
plicadas. Sin embargo, éste y no otro es el marco en el que debemos mover-
nos. Sabemos, al menos, que autores como Locke o Jefferson, reflexionando
acerca de la resistencia a la autoridad, al igual que muchos de los que
contemporáneamente han reflexionado sobre la desobediencia civil o la obje-
ción de consciencia, reconocieron la posibilidad de estas dificultades radica-
les, y dieron respuestas meditadas, aunque siempre tentativas, acerca de cómo
reaccionar frente a tales casos. Hoy, frente a dificultades de gravedad semejan-
te, no podemos sino hacer lo propio: estamos obligados a enfrentar tales
dificultades, y a proponer las mejores soluciones imaginables frente a las mis-
mas. Obligados a pensar frente a las urgencias sociales existentes, contamos,
al menos, con una ventaja sobre nuestros antecesores. Dicha ventaja reside en
la vasta reflexión teórica acumulada en todos estos siglos, en donde podemos
apoyarnos para construir respuestas que hoy vuelven a ser imperiosas.

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El derecho de resistencia en situaciones de carencia extrema

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133
Derecho y nuevos movimientos sociales.
Algunas reflexiones sobre el ambiguo rol del
discurso jurídico en los conflictos sociales

Diego J. Duquelsky Gómez

Puede afirmarse tranquilamente que, en la historia del


hombre, no ha habido ningún derecho fundamental que
haya descendido del cielo o nacido en una mesa de despa-
cho, ya escrito y redactado en los textos constitucionales.
Todos son frutos de conflictos, a veces seculares, y han sido
conquistados con revoluciones y rupturas, al precio de
transgresiones, represiones, sacrificios y sufrimientos.
L. Ferrajoli, Derecho y Razón

1. De los “derechos del hombre y el ciudadano”


a la crisis de la ciudadanía social

Un rápido repaso a la historia contemporánea, al gran proyecto de


la modernidad,1 exhibe la naturaleza de sus desequilibrios. Desequili-
brios entre sus dos pilares, regulación y emancipación; y, a su vez, des-
equilibrios internos entre los principios que organizan cada uno de éstos.

1. No entraremos aquí en la polémica modernidad-posmodernidad, ya que excedería, y en


mucho, los fines propuestos en este trabajo. Nos limitaremos, al respecto, a rescatar las
palabras de Alicia Ruiz, quién sintetiza el debate en estos términos: “La larga marcha de la
modernidad aún no ha concluido, dirán algunos. El pensamiento moderno está agotado, y de
sus excrecencias ha nacido la pos-modernidad, sostendrán otros, que luego se enfrentarán
entre sí, según crean que este segundo momento es superador del anterior o simplemente su
consecuencia no deseada pero inevitable” (A. Ruiz, “De la deconstrucción del sujeto a la
construcción de una nueva ciudadanía”, ponencia presentada en el Encuentro Brasileño de
Derecho y Psicoanálisis, Curitiba, Brasil, octubre de 1994).

135
Diego J. Duquelsky Gómez

Según Boaventura de Sousa Santos,2 la transformación radical de la


sociedad premoderna se sustentaba en la articulación entre regulación y
emancipación, elementos constituyentes de la matriz iluminista.
A su vez, el polo regulador se encontraba constituido por tres princi-
pios: a) el Estado (Hobbes), b) el mercado (Locke) y c) la comunidad
(Rousseau).
Y, el de la emancipación, por otras tres dimensiones de la racionalidad
y secularización de la vida colectiva: a) la moral-práctica del derecho mo-
derno, b) la cognoscitivo-instrumental de la ciencia y técnica modernas,
y c) la estético-expresiva de las artes y de la literatura modernas.
Sin embargo, el pretendido equilibrio nunca fue tal. En la medida que
la trayectoria de la modernidad se identificó con la historia del capitalis-
mo, el pilar de la regulación se fortaleció a costa del de la emancipación.
El advenimiento de los fascismos representó –como explica Ferrajoli–3 en
los países de más frágiles tradiciones liberal-democráticas, el punto más
bajo de la caída.
Pero, tal cual señala el teórico garantista, también en las democracias
renacidas la cultura jurídica ha mantenido una relación acrítica con el dere-
cho vigente, la que se expresa en lo que denomina una suerte de “legalismo
democrático”.
Esto se explicaría, siguiendo las tesis de Boaventura, como un fruto del
desequilibrio interno del pilar de la emancipación: la racionalidad
cognoscitivo-instrumental de la ciencia y de la técnica se desarrolló en
detrimento de las demás, a las que terminó colonizando. En el campo
jurídico, reduciendo la riquísima tradición de reflexión filosófica, socioló-
gica y política sobre el derecho a mera ciencia dogmática.
Mayor aún es, no obstante, el desequilibrio interno en el pilar de la
regulación: el desarrollo hipertrofiado del principio del mercado a costa
del Estado y de ambos sobre el de comunidad.
Según el profesor de Coimbra “se trata de un proceso histórico no
lineal que, en las sociedades capitalistas avanzadas, incluye una fase ini-
cial de hipertrofia total del mercado, en el período del capitalismo libe-
ral; una segunda fase, de mayor equilibrio entre el principio del mercado

2. B. de Sousa Santos, “Subjetividad, ciudadanía y emancipación”, en El otro derecho 15, Vol.


5, N° 3, ILSA, Colombia, 1994.
3. L. Ferrajoli, Derecho y Razón, Madrid, Trotta, 1995, p. 890.

136
Derecho y nuevos movimientos sociales...

y el principio del Estado, bajo presión del principio de la comunidad;


el período del capitalismo organizado y su forma política propia (el
Estado Providencia); y, por último, una fase de re-hegemonización del
principio del mercado y de colonización, por parte de éste, del princi-
pio del Estado y del principio de la comunidad de la que el reaganomics
y el thatcherismo son chocantes manifestaciones”.

1. 1 La ciudadanía cívica

A la primera etapa le corresponde el concepto de ciudadanía cívica,


construida a partir del dualismo Estado/Sociedad Civil, de la doble in-
terpelación al sujeto como hombre y como ciudadano.4 El proceso de
atomización individual propio de la fase inicial del desarrollo capitalista
se condensa en dos polos: la vida civil y la vida política, lo privado y lo
público.
Sin embargo, la relación entre subjetividad y ciudadanía es mucho más
compleja de lo que pretende la teoría política liberal. Puede apreciarse que:
a) El principio de subjetividad es mucho más amplio que el de ciuda-
danía. Al momento de elaboración de la teoría liberal, la mayoría de
los individuos libres y autónomos que prosiguen sus intereses en la
sociedad civil no son ciudadanos, no participan en la vida política
del Estado.
b) El principio de la ciudadanía cubre tan sólo la ciudadanía civil y política
y se ejerce exclusivamente a través del voto. Se excluye cualquier otro
tipo de participación política.
c) La sociedad civil es concebida en forma monolítica, como el mundo
del asociativismo voluntario en el cual todas las asociaciones repre-
sentan de igual modo el ejercicio de la autonomía de la voluntad,
ocultando que:
i) Por un lado, existe una forma de asociación “especial”, la empresa.
En ella, la formación de la voluntad se sustenta en la exclusión de la
participación de la enorme mayoría de los que en ella “participan”.

4. La “Declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano” dictada en 1791
como culminación de la Revolución Francesa, expresa desde el mismo título esta doble
interpelación: el “hombre” –es decir, lo “privado”– y el “ciudadano” –lo público–. (Cf. A.
Ruiz, “La dimensión ideológica del discurso jurídico”, en AA. VV., Materiales para una teoría
crítica del derecho, Buenos Aires, Abeledo Perrot, 1991, p. 198/9.)

137
Diego J. Duquelsky Gómez

ii) Por otro, al convertir la sociedad civil en el dominio privado, el


dominio doméstico es totalmente ignorado. Las desigualdades que
en él tienen lugar son, además de naturales, totalmente irrelevan-
tes para el Estado.5
d) Finalmente, resulta necesario resaltar que la ciudadanía, que enri-
quece la subjetividad abriéndole nuevos horizontes de
autorrealización, al hacerlo por la vía de derechos y deberes genera-
les y abstractos, transforma a los sujetos en unidades iguales e inter-
cambiables, sin hacerse cargo de las diferencias, particularmente las
de propiedad, de raza, sexo, etc., sobre las que se desarrollarán en el
futuro las luchas igualitarias.

1. 2 Estado social, sujetos colectivos y crisis de paradigmas

Como anticipáramos, en la segunda etapa del desarrollo capitalista, los


principios del mercado y del Estado se equilibraron merced a la presión
del tercer principio, el de la comunidad.
Este período se caracteriza por el paso de la ciudadanía cívica a la “ciu-
dadanía social”, es decir, a la conquista de significativos derechos sociales,
en el dominio de las relaciones de trabajo, salud, seguridad social, etc.,
bajo la forma del Estado de Bienestar.
No podemos dejar de mencionar que el legado del marxismo fue cen-
tral para este tránsito, a pesar de que buena parte de las previsiones de
Marx no se cumplieron en absoluto. Sin llegar a constituirse en la loco-
motora de la historia, la clase obrera fue, sin duda, el agente de las trans-
formaciones progresistas al interior del capitalismo.
Resalta Boaventura de Sousa Santos6 el hecho de que en su crítica
radical a la democracia liberal, Marx contrapone al sujeto monumen-
tal que es el Estado liberal, otro sujeto monumental, la clase obrera.
Esta reducción lleva igualmente a desatender las especificidades y las
diferencias que fundamentan la personalidad, la autonomía y la liber-
tad de los sujetos individuales. Por otra parte, sabemos hoy que el

5. Al interior de la fábrica y de la familia (al igual que en la escuela, el hospital o los cuarteles),
se desarrollan poderes y sujeciones extrajurídicos a los que Ferrajoli denomina “micropoderes
salvajes”. L. Ferrajoli, op. cit., p. 932 y ss.
6. B. de Sousa Santos, “Subjetividad, ciudadanía y emancipación”, op. cit.

138
Derecho y nuevos movimientos sociales...

capitalismo no proletarizó las poblaciones en los términos previstos


por Marx, y que el capitalismo no transita, como él vaticinó, hacia
nada que no sea más capitalismo.7
Lo paradójico de la cuestión es que esta ampliación de la ciudadanía
haya agravado aún más su tensión con la subjetividad. Por una parte, la
satisfacción de ciertas necesidades vitales –en los países más desarrolla-
dos– hizo posible el reclamo por valores “posmateriales”. Por otro, los
derechos sociales, y las instituciones estatales a las que ellos dieron lugar
fortalecieron el dominio de la regulación con el consecuente desarrollo
del peso burocrático y de la vigilancia sobre los individuos.
La solidaridad social se transformó en una prestación abstracta de ser-
vicios sociales de parte del Estado; la diferencia cualitativa entre las dife-
rentes opciones políticas se redujo casi a la irrelevancia; la representación
democrática perdió contacto con las necesidades sociales; se
desradicalizaron las demandas obreras tendiendo a estrategias continuas
de concertación; y, finalmente –como se señaló en su momento– el régi-
men fordista-taylorista entró en una profunda crisis siendo reemplazado
por el modelo que se ha dado en llamar “toyotismo”.
Wilson Ramos Filho sintetiza agudamente los caracteres de este nue-
vo modelo de producción: “partiendo del principio de eliminación del
desperdicio, simplificando las operaciones de producción, combinadas
con controles estadísticos de calidad, el pionero de Toyota, su fundador
Toyoda, inspirado por una visita a un supermercado americano, aplicó a
una planta industrial el sistema de ‘just-in-time’ por el cual diariamen-
te llegan los componentes necesarios para la producción de sus vehícu-
los, eliminando los ‘stocks’, y con eso un gran costo implicado en el
capital inmovilizado”.8
La crisis del Estado Benefactor y del capitalismo organizado tuvo tam-
bién una dimensión político-cultural: “es, en parte, la revuelta de la

7. Debe dejarse en claro que estas afirmaciones no implican sostener que el desarrollo del
capitalismo no haya generado una enorme masa de individuos pauperizados, sino que apunta
a enfatizar que tal “proletarización” discurrió sin generalizar la uniformidad y consciencia de
clase que Marx previó para la clase obrera. Por otra parte, si bien en estos tiempos de
acelerado cambio, no puede afirmarse a ciencia cierta qué nuevos rumbos tomará el capitalis-
mo globalizado, no puede pensarse que su desarrollo llevará en forma mecánica al reemplazo
del modo de producción capitalista por un modelo socialista.
8. W. Ramos Filho, “Direito pos-moderno: caos cretarivo e neoliberalismo”, en Direito e
Neoliberalismo, Curitiba, EDIBEJ, 1996, p. 91.

139
Diego J. Duquelsky Gómez

subjetividad contra la ciudadanía, de la subjetividad personal y solidaria


contra la ciudadanía atomizante y estatizante”.9
Los años que han pasado desde entonces no han hecho más que pro-
fundizar el desequilibrio a favor del mercado, provocando la casi total
supresión del principio de comunidad. El Estado, también debilitado,
no se dirige universalmente a los sujetos como proveedor de bienes y
servicios, sino que se limita a promover u orientar la satisfacción autóno-
ma de las necesidades (tanto individuales como sociales).
Alrededor de factores diversos de agrupación que tienen que ver con el
género, la etnia, la edad, el barrio, etc., ya no estamos solamente frente al
individuo y al ciudadano, sino ante una intersección simultánea de subjetivi-
dades diversas, a partir de factores de interpelación igualmente diferentes.10

2. Los nuevos movimientos sociales (NMS)

Hablábamos de la dimensión político-cultural de la crisis del


fordismo. Pues bien, a modo de introducción al análisis de los Nuevos
Movimientos Sociales (en adelante, NMS), no podemos olvidar al gran
articulador de esa crisis, con quien se inaugura una nueva etapa y un nuevo
estilo de confrontación: el movimiento estudiantil de la década del 60.
Podemos afirmar que son tres las facetas principales de dicha con-
frontación:
a) una ideología antiproductivista y posmaterialista, opuesta al consumismo
“oficial”;
b) la intención de extender el debate y la participación política a las múltiples
áreas donde se identifica la opresión de lo cotidiano. No sólo a nivel de la
producción sino también de la reproducción social, es decir, la familia
burguesa, la educación autoritaria, la monotonía del placer, etc.;11 y
c) la legitimación de nuevos sujetos sociales de base transclasista en las
luchas emancipatorias, declarando el fin de la hegemonía obrera.

9. B. de Sousa Santos, Subjetividad, ciudadanía y emancipación, op. cit.


10. Cf. V. Moncayo Cruz, “Tendencias de transformación del derecho en nuestro tiempo”, en
Politeia, Nº 13, Bogotá, 1993, pp. 112/3.
11. En este punto es evidente la influencia en el movimiento estudiantil de las críticas del Marcuse
y Foucault (Cf. B. de Sousa Santos, “Subjetividad, ciudadanía y emancipación”, op. cit.).

140
Derecho y nuevos movimientos sociales...

A pesar de la relativa facilidad con que en poco tiempo el movimiento


estudiantil fue desarmado, su legado no puede ser menospreciado. La
nueva cultura política por él instituida, sus formas organizativas y su base
social fueron cruciales no sólo para, desde un punto de vista teórico, com-
prender los nuevos movimientos de las últimas tres décadas; sino que a
partir de ahí, los partidos políticos y sindicatos tuvieron que enfrentarse y
articularse con estos nuevos sujetos.

2. 1 Lo “nuevo” y lo “viejo”

La primer pregunta que surge al trabajar el tema de los NMS es saber


qué hay realmente de nuevo en ellos. Jorge Riechmann ha sostenido que
la historia de las sociedades modernas es una historia de movimientos
sociales (MS). Las condiciones de vida transformadas por la industrializa-
ción, urbanización, alfabetización, exigieron y facilitaron nuevas formas
de acción política.
Y el nacimiento de la sociología y la economía política –como prime-
ros exponentes de las ciencias sociales– tendría sus raíces en el impacto
causado por el desarrollo de los mismos.12
Los tradicionales ejemplos históricos de MS –definidos como “agentes
colectivos que intervienen en el proceso de transformación social (promo-
viendo cambios u oponiéndose a ellos)”13– surgidos en los dos últimos
siglos son:
a) El movimiento de emancipación de la mujer (que desde mediados del
siglo XIX tuvo un relativamente alto nivel de organización en los Esta-
dos Unidos, Inglaterra y Francia), expresado sobre todo a través de la
exigencia del derecho de sufragio; y
b) el movimiento obrero. En este último caso cabe destacar que –incluso
tras el encauzamiento de las luchas de clase a través de sindicatos y
partidos políticos– determinadas corrientes (como el anarquismo) van

12. Riechmann reconoce que no han faltado MS en la edad media, como movimientos
quiliásticos y rebeliones campesinas, pero es en la modernidad donde adquieren un papel
central. Por otra parte destaca los trabajos de Marx, Weber y Durkheim como primeros
intentos de teorización de éstos, junto con los precursores ensayos de Gabriel de Tarde,
Gustave Le Bon y Sigmund Freud sobre “psicología de masas”. (J. Riechmann y F. Fernández
Buey , Redes que dan libertad, Barcelona, Paidós, 1994, Cap.1).
13. J. Riechmann, op. cit., p. 47.

141
Diego J. Duquelsky Gómez

a rechazar expresamente tal reconducción limitando su acción a la de-


nuncia y exigencia de transformación de las estructuras sociales y políti-
cas, renunciando de forma expresa a la conquista del poder político.14

Puestos a buscar temas en común entre viejos y nuevos MS, también


podríamos hablar, aunque con mayor dificultad, de algún tipo de
“protoecologismo”: el ambientalismo decimonónico de cuño obrero o bur-
gués (higienismo, reformismo filantrópico), el proteccionismo aristocrá-
tico que se sublevaba contra las agresiones al paisaje por la Revolución
Industrial, o el naturismo, que desde mediados del siglo pasado propicia-
ba una restauración de la vida natural.15
Sin embargo, sería un error pensar que los NMS no son más que la
expresión contemporánea de viejas aspiraciones de emancipación. La no-
vedad radica, básicamente, “en los valores, formas de organización, de
movilización y de acción, objetivos sociopolíticos y contenidos culturales
de los NMS”.16 Intentaremos, pues, analizar estos aspectos a través del
estudio de sus rasgos definitorios.

2. 2 El “tipo ideal” de NMS

La temática de los NMS ha ocupado un lugar preponderante en los estu-


dios sociológicos y políticos de las últimas décadas. Sin embargo, el término
nunca ha podido ser objeto de una definición unívoca y “objetiva”.17
Esto se debe, fundamentalmente, a la diversidad de los fenómenos que
bajo dicho rótulo se aglutinan. Y si en los países más desarrollados inclu-
ye a los movimientos ecologistas, feministas, pacifistas, de consumidores
y de ayuda mutua, en América Latina la enumeración se torna más
heterogénea.
El nuevo sindicalismo urbano, el movimiento de los “sem terra” y los
“favelados” en Brasil, las Comunidades Eclesiásticas de Base, los comités

14. Cf. Gurutz Jáuregui, La democracia en la encrucijada, Anagrama, Barcelona, 1994, p. 229.
15. Cf. J. Riechmann, op. cit., Cap 3.
16. J. Riechmann, op. cit., p. 69 y ss.
17. Cf. C. Verdaguer, “Los movimientos sociales, de la esperanza al desconcierto”, en Docu-
mentación Social Nº 90, Madrid, 1993, p. 67. En un mismo sentido escribe G. Jáuregui:
“Resulta difícil establecer una definición común de los NMS, ya que en general son amorfos,
fluctuantes y de naturaleza muy variada” (op. cit., p. 236).

142
Derecho y nuevos movimientos sociales...

de defensa de los derechos humanos y las asociaciones de familiares de


presos y desaparecidos son los ejemplos paradigmáticos. Para algunos, la
lista podría ampliarse aun más, con la incorporación de movimientos como
el zapatismo en Chiapas.
Jorge Riechmann, en su intento por caracterizar a los NMS, construye
una suerte de “tipo ideal” a partir de estos ocho rasgos definitorios:18
i) Orientación emancipatoria: La mayoría de los activistas de los NMS
comparten lo que podríamos llamar un ideario de “nueva izquierda”.
Recogen lo más sustantivo de los ideales antiautoritarios y
emancipatorios que animaron a los movimientos estudiantiles de la
década del 60: una crítica humanista del sistema y la cultura dominantes;
y la determinación de luchar por un mundo mejor aquí y ahora.
ii) Carácter antiestatalista o pro-sociedad civil: El objetivo de los inte-
grantes de los NMS no es asumir el poder estatal, sino desarrollar
formas de contra-poder mediante estrategias de autorregulación co-
lectiva. Pero, como han percibido que no es posible desarrollar un
programa de cambio social profundo totalmente al margen del Esta-
do, los NMS se sitúan actualmente en algún punto intermedio entre
los movimientos con orientación de poder y los movimientos con
orientación cultural.
iii) Orientación “antimodernista”: los NMS no comparten la concepción
lineal de la historia que entiende el progreso como el desarrollo mate-
rial y moral interminable a partir de la capacidad del ser humano
para recrear indefinidamente sus propias condiciones de existencia.
Si –tal como planteó Weber– industrialización, centralización,
institucionalización, secularización, profesionalización, democratiza-
ción (en los parámetros de las democracias representativas occidenta-
les) y diferenciación funcional constituyen los procesos de moderni-
zación, los NMS son sustancialmente antimodernos, ya que plantean
desafíos a cada uno de esos procesos.
iv) Composición social heterogénea: Según la tipología planteada por
Riechmann, los NMS se caracterizan por su composición social
heterogénea, en la que predomina el sector de los profesionales de los
servicios sociales y culturales (asalariados pertenecientes a las nuevas
capas medias).

18. J. Riechmann, op. cit., p. 56 y ss.

143
Diego J. Duquelsky Gómez

Este rasgo, que reconoce la mayoría de los autores europeos, no


puede extrapolarse automáticamente al análisis de los NMS lati-
noamericanos. “Una característica propia de América Latina –escri-
ben Calderón y Jelin– es que no existen movimientos sociales pu-
ros, o claramente definidos, dada la multidimensionalidad no sólo
de las relaciones sociales, sino también de los propios sentidos de
acción colectiva; por ejemplo, un movimiento de orientación cla-
sista probablemente estará acompañado de aspectos étnicos o de
género que lo diferencian y asimilan a otros movimientos de orien-
tación cultural con contenidos clasistas”. 19
v) Objetivos y estrategias de acción muy diferenciados: los NMS en-
tienden que la crisis de civilización que afecta a la humanidad no
puede resolverse transformando un sólo factor, lo que implica la nece-
sidad de enfoques globales. Sin embargo, para el logro de objetivos
concretos que se perciben como esenciales, se intenta alcanzar con-
sensos y movilizaciones muy amplios alrededor de una reivindicación
específica (por ejemplo, el cierre de una central nuclear). Esta dialéc-
tica puede sintetizarse en el lema ecologista “pensar globalmente, ac-
tuar localmente”, atribuible también a otros NMS.
vi) Estructura organizativa en forma de red (o red de redes): la figura de la
red o conexión de redes trasluce la idea de una organización descentra-
lizada y antijerárquica. Este rasgo es acompañado por un bajo nivel de
institucionalización y profesionalización, producto de la desconfianza
tanto en la burocracia como en los líderes carismáticos. Desde ya que
tampoco este rasgo es universalizable. Es sabido que muchos NMS han
alcanzado un notable grado de institucionalización; sin embargo, en
casi todos subyace la idea de ser organizaciones “horizontales”.
vii) Politización de la vida cotidiana: los NMS rechazan la dicotomía públi-
co/privado. Como ya hemos señalado, denuncian, con una radicalidad
sin precedentes, los excesos de la regulación de la modernidad, que

19. F. Calderón y E. Jelin, “Classes sociais e movimentos sociais na América Latina. Perspec-
tivas e realidades”, en R. B. C. S. Nº 5, vol. 2, octubre 1987, p. 76. Vale la pena aclarar que
el mismo párrafo es transcripto también por Boaventura de Sousa Santos en “Subjetividad,
ciudadanía y emancipación”, pero citando otra fuente (tomado de V. Ponte, “Estruturas e
Sujeitos na Analise da América Latina”, en S. Larangueira (ed.), Classes e Movimentos Sociais na
América Latina, Hucitec, San Pablo, 1990). Las sutiles diferencias entre una y otra cita son
fruto de la traducción –en nuestro caso, personal– del original en portugués.

144
Derecho y nuevos movimientos sociales...

trascienden los modos de producción y consumo, alcanzando también


el modo en que se descansa, se vive, se ama y se aprende.
Retomando las tesis de Boaventura, podemos afirmar que “la pobreza
y las asimetrías de las relaciones sociales son la otra fase de la aliena-
ción y del desequilibrio interior de los individuos”.20
En tal sentido, son más que elocuentes las consignas “lo personal es
político”, del movimiento feminista; o la “política en primera perso-
na”, del movimiento alternativo alemán.
viii) Métodos de acción colectiva no convencionales:21 se inaugura con los
NMS una “nueva cultura de la acción política”, que acentúa la acción
directa, la estetización de la protesta y los componentes lúdicos. Una
interesante caracterización es la propuesta por Wilson Ramos Filho,
quien adopta la provocativa expresión “caos creativo” para describir
estas tácticas alternativas.22

Como tendremos ocasión de analizar en profundidad, muchos de estos


métodos tienen una profunda relevancia jurídica: la desobediencia civil, la
objeción de conciencia, la resistencia pasiva o la parálisis administrativa.
Por último, no podemos dejar de señalar que la utilización de estos
medios no convencionales no implican el abandono absoluto de los mé-
todos tradicionales de acción. Y aquí también veremos cómo la legalidad
asume un rol importante en las luchas de los NMS. Cómo se verifica, una
vez más, la función paradojal del discurso jurídico.23

20. B. de Sousa Santos, “Subjetividad, ciudadanía y emancipación”, op. cit.


21. El último de los rasgos señalados por Riechmann es quizá el más importante a los fines de
nuestro análisis. Por ello, en este punto, no haremos más que una referencia superficial,
dedicándole, en el próximo apartado, la atención que creemos merece.
22. W. Ramos Filho, op. cit., p. 99 y ss.
23. Desde las Teorías Críticas del Derecho se ha sostenido desde hace años la idea de que el
derecho cumple una función paradojal. Carlos M. Cárcova ha señalado que el derecho “en
manos de los grupos dominantes, constituye un mecanismo de preservación y reconducción de
sus intereses y finalidades, en manos de los grupos dominados, un mecanismo de defensa y
contestación política” (C. Cárcova, “Acerca de las funciones del derecho”, en Materiales para una
teoría crítica del derecho, op. cit., p. 218).

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Diego J. Duquelsky Gómez

3. Los NMS frente al derecho y el Estado

Culminamos el párrafo anterior planteando la ambigua relación de los


NMS –como portadores de una nueva radicalidad emancipatoria– frente
al sistema jurídico. Ésta es, sin embargo, sólo una cara de la moneda. Tal
ambigüedad se manifiesta también en sentido inverso, analizado el vín-
culo desde la óptica del Estado y el derecho.
Intentaremos, pues, en esta parte del trabajo, sacar algunas conclusio-
nes acerca de las estrategias de “estructuración” y “desarticulación” del
conflicto 24 subyacente en toda expresión de nuevos intereses, en todo
reclamo por nuevas –o ancestrales– necesidades sociales insatisfechas.25

3. 1 Caos creativo y creación del hecho consumado

Debemos tener en cuenta en primer lugar que las tácticas de los NMS
se dirigen, por lo general, contra el Estado. A pesar de que su propuesta
implica la “politización de la vida cotidiana”, para el logro de sus objeti-
vos inmediatos concentran sus esfuerzos en la presión a los órganos esta-
tales para la toma de una determinada actitud.
Esta estrategia nos da pie para pensar que, en muchos casos, se trata de
movimientos “suicidas”. Dado su bajo grado de institucionalización, al
lograr sus objetivos, pierden su razón de ser, desaparecen.
La idea de “caos creativo” que adoptáramos unos renglones más arriba, nos
da el marco necesario para entender el proceso de estructuración o “armado”
del conflicto: se trata de “crear problemas para posibilitar soluciones”.
Estos grupos, desconocidos por el Estado, no tienen otro camino que
buscar visibilidad dentro de una perspectiva de confrontación. Visibilidad
tanto por parte del gobierno como de la ciudadanía en general.

24. Me apropio parcialmente en este punto de la terminología propuesta por el Profesor José
Eduardo Faría, de la Universidad de San Pablo, largamente estudiada y discutida en el módulo
a su cargo de la Maestría “Teorías Críticas del Derecho y la Democracia en Iberoamérica”,
Universidad Internacional de Andalucía, La Rábida, España, 1995.
25. Sería francamente reductivista limitar el campo de las necesidades expresadas por los NMS
a la manifestación de nuevos intereses sociales de corte “posmaterial”. Esto sería propio tan sólo
de los NMS europeos (y utilizamos el modo potencial porque incluso en ese caso tal afirmación
es muy discutible). Como vimos, en el caso latinoamericano se conjugan planteos de nuevas
necesidades con antiquísimos reclamos por mayor libertad, igualdad y justicia.

146
Derecho y nuevos movimientos sociales...

De ahí el recurso a fuertes elementos expresivos (escalar un edificio


para desplegar en él una gran pancarta), cadenas humanas (alrededor de
árboles a ser talados), dramatizaciones públicas provocadoras (unir dos
embajadas de países en guerra con un gran reguero de sangre) o al escla-
recimiento popular (recorrer los terrenos donde se proyecta construir un
aeropuerto con una furgoneta dotada de altavoces que emiten el estrépito
de aviones aterrizando y despegando a volumen real).26
El esquema se repite en otro tipo de luchas, como las vinculadas a la
posesión de la tierra, tan frecuentes en América Latina. Aquí, bien po-
dríamos reemplazar la idea de “caos creativo” por la de “la creación del
hecho consumado”, vale decir, producir o defender un cierto status quo, ya
sea legal o ilegal, como primera estrategia para enfrentar el conflicto.27

3. 2 La reacción oficial

Coincidimos en gran medida con Boaventura de Sousa Santos cuando


afirma que la función política general del Estado capitalista consiste en
dispersar las contradicciones sociales de manera que se puedan mantener
niveles tensionales funcionalmente compatibles con los límites estructu-
rales impuestos por el proceso de acumulación y por las relaciones socia-
les de producción que en él tienen lugar.
No se trata de resolver o superar las contradicciones sino de mantener-
las en estado de relativa latencia mediante “mecanismos de dispersión”,
para lo cual el derecho cumple un rol esencial a través de la articulación
de sus tres componentes estructurales básicos:
a) la retórica, que se basa en la producción de persuasión y de adhesión
voluntaria mediante la movilización de su potencial argumentativo;
b) la burocracia, sobre la imposición autoritaria, a través del potencial
demostrativo movilizado por el conocimiento profesional de reglas y
procedimientos formales y jerarquizados;
c) la violencia, basada en el uso potencial o efectivo de la fuerza física.28

26. Los ejemplos son tomados de J. Riechmann, op. cit., p. 67.


27. Cfr. B. de Sousa Santos, “El Estado, el Derecho y las Clases Sociales en las Luchas
Urbanas de Recife”, en Estado, Derecho y Luchas Sociales, ILSA. Bogotá, 1991, p. 110 y ss.
28. B. de Sousa Santos, “El derecho y la comunidad: las transformaciones recientes de la
naturaleza del poder del Estado en los países capitalistas avanzados”, en Estado, Derecho y
Luchas Sociales, op. cit., p. 125 y ss.

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Diego J. Duquelsky Gómez

Frente a la estructuración del conflicto por los NMS, el Estado parte


de la estrategia de transformar el conflicto social en un conflicto jurídico.
El derecho, entonces, cumpliría una función de “desarticulación”; y lo
hace a través de cuatro estrategias: atomización, tecnificación, represión y
exclusión.29
a) Atomización: consiste en el trato individual que el sistema jurídico
pretende otorgar a un conflicto social. Es decir que intenta convertir
un problema colectivo en el problema de cada uno de sus integrantes y
trabajarlo por separado. Por ejemplo, en el caso de una invasión de
tierras por parte de una comunidad, efectuar denuncias individuales
por usurpación de propiedad privada a cada uno de los miembros del
grupo. Idéntico tratamiento se ha dado en los últimos años frente a los
“cortes de ruta” protagonizados por “piqueteros” en diversas rutas de la
República Argentina.30
b) Tecnificación: en un segundo momento intenta pasar de una perspec-
tiva emocional a una perspectiva técnica. Pretendiendo que la justicia
sea una herramienta neutra, técnico-legal, se crea la necesidad de in-
tervención de intermediarios –abogados, jueces, fiscales– quienes al
carecer de la emoción de origen, pierden poder de lucha.
c) Represión: una vez encarrilado el conflicto en el cauce técnico-legal,
alguien será el vencedor y, por lo tanto, alguien será vencido. Decir
esto equivale a decir que alguien será reprimido. Esa represión cumple
un doble papel: retributivo y, por sobre todo, ejemplificador. Si la
punición –establecida en términos pecuniarios o financieros– no fun-
ciona, se pasará a la última estrategia.
d) Exclusión: es la ultima ratio del sistema jurídico para la represión del
conflicto social. Donde la violencia estatal se manifiesta con toda su
crudeza. A través del sistema carcelario se institucionaliza jurídicamente
un estado de exclusión que, en el caso latinoamericano, ya existía en el
ámbito socio-económico.

29. Obviamente, esta tipificación tiene un fin eminentemente analítico, que facilite la com-
presión del fenómeno. Es por ello que estas estrategias no deben ser entendidas como estruc-
turas monolíticas ni compartimentos estancos.
30. Extraoficialmente se habla de alrededor de 10.000 causas penales individuales que conti-
núan abiertas en 1999, originadas en protestas populares.

148
Derecho y nuevos movimientos sociales...

3. 3 Estrategias neutralizadoras

Así como dijimos que la función del derecho era la de desarmar los
conflictos, podemos afirmar que a cada una de las estrategias estatales, le
correspondería una de los NMS cuya función es neutralizarla.
a) Colectivización: a la idea de atomización se le impone la de colectiviza-
ción del conflicto (“cuantos más, mejor”), tratando de evitar la disper-
sión del grupo en acciones individuales, manteniendo la cohesión y el
anonimato.
b) Ideologización: la discusión no debe ser planteada en términos de de-
recho positivo sino de “justicia”. Se parte de la idea de que el reclamo
es legítimo en sí mismo desde una perspectiva ideológica, política.
c) Negociación: existen dos estrategias para enfrentar a la represión y for-
zar una negociación. La primera es oponer fuerza a la fuerza. Al respec-
to, cabe destacar que la mayoría de los NMS son renuentes a tomar
este tipo de medidas, por las razones que en seguida explicaremos. Pero
aun entre los movimientos que podríamos llamar “violentos”, la violen-
cia se dirige generalmente contra los objetos y no contra las personas.
La segunda, mucho más efectiva, consiste en desmoralizar el uso de la
fuerza institucionalizada. Cambiar el uso de la fuerza por la resistencia
pacífica produce un impacto mucho mayor en la opinión pública. En
tal sentido fueron precursoras las técnicas de los movimientos estado-
unidenses por los derechos civiles de las décadas del 50 y 60, aunque
podríamos encontrar sus raíces en las luchas de Gandhi por la inde-
pendencia de la India.31
d) Integración: es la última de las estrategias y consiste en el reconocimien-
to por parte del Estado de la existencia del grupo que, hasta el momento,
había sido sistemáticamente ignorado. En tal sentido suele decirse de los
NMS que aun derrotados son vencedores. El propio acto del Estado de
decir “no puedo dar” es un acto de reconocimiento colectivo.

31. J. Riechmann, op. cit., p. 260.

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Diego J. Duquelsky Gómez

4. La ambigüedad de los roles

Pero para comprender cabalmente el accionar del Estado y los NMS en


torno a la relación derecho-intereses sociales es insuficiente limitarnos a lo
expuesto. Desde un primer momento planteamos su carácter ambiguo.
Veremos ahora, entonces, como muchas veces parecen invertirse los roles.

4. 1 Un Estado laxo

En primer lugar, debemos destacar que nos encontramos en un proce-


so de redefinición de las luchas legales e ilegales. En un breve artículo
publicado en la revista colombiana Politeia,32 Boaventura de Sousa San-
tos nos advierte que, tanto en Latinoamérica como en Europa y el resto
del mundo, el Estado no sólo utiliza medios legales: en algunos países
utiliza sobre todo medios ilegales.
También Ferrajoli señala este fenómeno bajo el rótulo de “macropoderes
salvajes”, destacando como “este hombre artificial nuestro al que llama-
mos Estado, nacido para domar y poner freno a los ‘hombres lobo’ que
son los hombres naturales, se ha transformado a menudo en un lobo
artificial. Y los lobos artificiales se han revelado bastante más salvajes,
incontrolables y peligrosos que los hombres naturales que los habían creado
para confiarse a su tutela”.33
Otro punto interesante a destacar es que, en los últimos tiempos, es el
propio Estado quien propone como medios de resolución de conflictos:
a) estrategias de negociación, b) integración al sistema, y c) la asunción
de una actitud lisa y llanamente permisiva.
a) En el primer caso, estas técnicas alternativas –deslegalización, justi-
cia comunitaria, informalización de la justicia, etc.– no implican, sin em-
bargo, una automática ampliación del espacio comunitario, ni una de-
mocratización de las instancias jurisdiccionales.
Si tenemos en cuenta que muchos de los conflictos que se pretende sean
procesados informalmente presentan desequilibrios estructurales en el

32. B. de Sousa Santos, “Límites y posibilidades de la democracia”, en Politeia Nº 13, Bogotá, 1993.
33. Como vemos, Ferrajoli se vale de la metáfora hobbesiana del “homo hominis lupus” para graficar
como la vida y la seguridad de los ciudadanos se encuentran en peligro hoy más que nunca por el
propio accionar estatal. En su desarrollo propone distinguir, además, entre la criminalidad interna
(torturas, desapariciones forzadas, masacres, etc.) y criminalidad externa (guerras, armamentos,
peligros de conflictos militares) de los Estados. L. Ferrajoli, op. cit., p. 936.

150
Derecho y nuevos movimientos sociales...

poder social de las partes, al carecer la justicia informal de poder coercitivo


para neutralizar esas diferencias, la mediación y el arbitraje se tornan repre-
sivos. Claros ejemplos son los litigios entre propietarios e inquilinos, entre
empresarios y trabajadores o entre comerciantes y consumidores.34

b) En cuanto a las estrategias de integración, éstas se dan tanto por la


incorporación de los actores conflictivos a las agencias públicas, como por
prácticas clientelísticas.
En el primer caso, la invitación a participar en consejos participativos,
comisiones ministeriales, etc., coloca a los NMS en un dilema. Por un
lado, el integrarse al sistema implica una automática pérdida de alteridad,
y con ello, de identidad. Pero por el otro, no hacerlo conlleva renunciar a
ocupar un lugar decisorio (y a perder presupuesto).
Las prácticas clientelísticas se dirigen no ya a los movimientos como
tales, sino a establecer vínculos personales con sus dirigentes, lo que obs-
taculiza procesos de unidad. Cada dirigente persigue privilegios para su
sector, los que son enarbolados como trofeos.

c) Otras veces puede observarse por parte del Estado una actitud mera-
mente permisiva. Tal es el caso, por ejemplo, de las tomas de tierras en el
Gran Buenos Aires durante estos últimos años.
Como revela un pormenorizado estudio de Denis Merklen, las autorida-
des permiten lo que no pueden detener y dilatan el mayor tiempo posible
cualquier solución. “Entre tanto, los pobres asumen funciones que antes le
correspondían al Estado: seleccionan el predio apto para habitar; en esa
selección buscan eliminar la conflictiva social al máximo; fijan el número de
familias que accederá al barrio; efectúan el ordenamiento urbano del futuro
barrio de acuerdo a las normas vigentes; se autoproveen de algunos servicios
esenciales; construyen sus viviendas; hacen tareas de mantenimiento urba-
no. Y todo ello no como práctica autogestiva que culmine en un aumento
de la libertad, sino como apéndice de prácticas clientelares que los vuelven
cada vez más dependientes”.35

34. Cfr. B. de Sousa Santos, “El derecho y la comunidad: las transformaciones recientes de la
naturaleza del poder del Estado en los países capitalistas avanzados”, op. cit., p. 138 y ss.
35. D. Merklen, “Organización popular y control social en las ciudades”, en Delito y Sociedad,
Año 4, Nº 6-7, 1995, p. 111.

151
Diego J. Duquelsky Gómez

4. 2 Los NMS y el redescubrimiento de la legalidad

Como ya señaláramos, los NMS no se limitan a la utilización de méto-


dos de acción no convencionales, sino que es posible percibir en ellos un
“redescubrimiento” de la legalidad. Así como en una primera etapa su
actitud era la de confrontar con el derecho y el Estado, hoy encuentran
muchas veces un aliado en la justicia.
Un nuevo frente de lucha se abre desde lo que las corrientes de Dere-
cho Alternativo han denominado “positivismo de combate”: se trata de
hacer efectivas las disposiciones normativas que reconocen una serie de
conquistas históricas y democráticas que, pese a haber sido promulgadas
y reconocidas oficialmente, no se aplican.36
Si nos detenemos a considerar el tipo de intereses expresados en las
luchas y reclamos de los NMS, tanto los de corte posmaterial (como los
europeos) como las necesidades básicas insatisfechas (como buena parte
de los latinoamericanos), veremos que la mayoría de ellos son reconocidos
en los estratos más altos (constituciones y tratados internacionales) de los
sistemas normativos nacionales.
Nos encontramos frente a lo que Ferrajoli ha dado en llamar
“antinomias” y “lagunas” del derecho vigente inválido.37 Tal y como han
sido históricamente construidos, en los Estados de derecho existe una
“pesada viscosidad” del poder ilegítimo y de los vicios que marcan su
ejercicio.
Las antinomias, violaciones consistentes en acciones, permanecen mien-
tras no son resueltas a través de la anulación de las normas indebidamente
vigentes. Es decir, normas inferiores que se aplican cotidianamente, y cuyo
contenido no respeta los límites impuestos por otras de rango superior.

36. Cfr. J. Herrera Flores y D. Sánchez Rubio, “Aproximación al derecho alternativo en


Iberoamérica”, en Jueces para la Democracia, Nº 3, 1993, p. 89. Vale la pena aclarar que esta
denominación, atribuible a Miguel Pressburguer ha sido revisada al interior del movimiento
de Derecho Alternativo. Así, por ejemplo, E. Lima de Arruda Jr., prefiere hablar del nivel de
lo “instituido legal incumplido” o “instituido sonegado”. V. “Direito alternativo no Brasil:
alguns informes e balanços preliminares”, en Liçoes de Direito Alternativo 2, Edit. Académica,
San Pablo, 1992.
37. L. Ferrajoli, Derecho y Razón, op. cit. p. 877 y ss. Ver también “El derecho como sistema de
garantías”, artículo publicado en Justicia Penal y Sociedad, Revista Guatemalteca de Ciencias Pena-
les, Nº 5, 1994 y reeditado en Derechos y Garantías. La ley del más débil, Trotta, Madrid, 1999.

152
Derecho y nuevos movimientos sociales...

Las lagunas, violaciones consistentes en omisiones, permanecen hasta


que son colmadas por la emisión de las normas indebidamente no vigen-
tes. O sea, por aquellas que tornen operativos aquellos preceptos de más
alta jerarquía que hasta el momento no alcanzan eficacia.
Los alcances puramente formales de las declaraciones de derechos y
garantías, llevaron a que por mucho tiempo fueran miradas con cierto
escepticismo, como un discurso meramente tranquilizador, que prometía
precisamente lo que no daba. “Pero –como escribe Carlos Cárcova38 – en
situaciones de crisis, en las que los niveles de conflicto se acentúan, ese
discurso meramente ideológico se transforma en una formidable herra-
mienta de lucha, de denuncia, de resistencia a la opresión”.
Y así como se “redescubre” la legalidad, es necesario también darle una
nueva atención al Estado. En “Límites y posibilidades de la democracia”,
Boaventura destaca su papel cada vez más importante en el marco de las
luchas populares. Fundamentalmente por su gran poder simbólico, des-
de el que es posible hablar políticamente en términos de bien común. “El
capital no tiene que mencionarlo, pero el Estado sí”, afirma el teórico
portugués.39 Y si bien este discurso puede ser manipulador, al menos es
un punto de partida para la elaboración de una cultura alternativa en un
mundo dominado por los mass-media, en que los bienes simbólicos pe-
san, muchas veces, más que los materiales.

38. C. Cárcova, “Las funciones del derecho”, op. cit., p. 218.


39. B. de Sousa Santos, “Límites y posibilidades de la democracia”, op. cit., p. 82.

153
Los derechos sociales y sus garantías:
notas para una mirada “desde abajo”*

Gerardo Pisarello**

1. Introducción

En las aproximaciones jurídicas tradicionales, la cuestión de las garantías


de los derechos aparece como una cuestión principalmente institucional.
Las garantías, en efecto, se presentan ante todo como técnicas de protección
de los derechos puestas en marcha por instituciones o poderes públicos. Es
en este sentido que suele hablarse, por ejemplo, de garantías legislativas o
judiciales. Este punto de vista resulta fecundo en la medida en que permite
dar cuenta de la naturaleza institucional, cuando no estatal, de los fenóme-
nos jurídicos contemporáneos. Sin embargo, presenta algunos límites. El
más evidente es que relega a un segundo plano o directamente excluye a los
actores o sujetos no estrictamente institucionales. En el ámbito de los dere-
chos, esta perspectiva es especialmente problemática. Ante todo, porque
suele ocultar una paradoja inherente a la propia noción de derechos. Los
derechos, en efecto, pretenden actuar como límites y como vínculos respec-
to del poder. No obstante, es el propio poder, las instituciones públicas,
quienes tienen a su cargo la tarea de garantizarlos.
Algunos autores han pretendido superar esta paradoja sosteniendo que
la protección de los derechos comporta un ejercicio de autolimitación
institucional.1 El razonamiento es ingenioso. No obstante, pasa por alto

* Este artículo retoma y desarrolla algunas cuestiones concretas apuntadas en un trabajo de


alcance más amplio: Los derechos sociales y sus garantías: elementos para una reconstrucción,
Trotta, Madrid, 2007.
** Profesor de Derecho Constitucional, Facultad de Derecho, Universidad de Barcelona.
1. El ejemplo clásico es el de G. Jellinek y el de buena parte de la ius-publicística alemana de
finales del siglo XIX.

155
Gerardo Pisarello

un hecho evidente: la limitación o la vinculación del poder que implica la


garantía de un derecho rara vez es una operación autónoma. Histórica-
mente, ha sucedido más bien lo opuesto. El poder sólo se disciplina como
consecuencia de actos externos que lo heterolimiten. Así las cosas, resulta
evidente que no hay tutela de los derechos sin instituciones obligadas a
garantizarlos. Pero no hay instituciones obligadas en ausencia de sujetos
capaces de obligar. Por eso los derechos, sobre todo cuando comportan
límites o vínculos incisivos al ejercicio del poder, son conquistados, más
que simplemente concedidos. Y si no son conquistados suelen permane-
cer como letra muerta.
El estatuto debilitado de los derechos sociales en los ordenamientos con-
temporáneos se explica, en buena medida, por esta realidad. La llamada
crisis del Estado social, así como la progresiva pérdida de normatividad de
derechos sociales constitucionalmente reconocidos, resultaría ininteligible
sin tener en cuenta el debilitamiento de los sujetos encargados de exigirlos.
Esta realidad justifica abordar la cuestión de las garantías de los derechos
desde otra perspectiva. No sólo ni tanto como un fenómeno institucional,
estatal, sino como un fenómeno social, ciudadano. Con ese fin cabría dis-
tinguir, precisamente, entre garantías institucionales y garantías sociales de
los derechos. Las garantías institucionales serían aquellas técnicas de pro-
tección de los derechos encomendadas a órganos institucionales, como el
legislador, la administración o los jueces. Las garantías sociales, en cambio,
serían aquellas técnicas de tutela de los derechos confiadas a los propios
destinatarios de los mismos, es decir, a los ciudadanos, individual o colecti-
vamente considerados, o, en general, a todas las personas.2
Este punto de vista, naturalmente, no llevaría a establecer una distinción
tajante entre uno y otro tipo de garantías, sobre todo en el plano práctico.
Muchas garantías sociales, de hecho, se traducen en formas de participa-
ción ciudadana en la configuración de las garantías instituciones de los

2. La noción de garantía social aparece ya en la declaración que precede a la constitución


jacobina de 1793. Según su artículo 23, la garantía social consiste en “la acción de todos para
garantizar a cada uno el goce y la conservación de sus derechos”. En la doctrina contemporá-
nea, recupera esta noción L. Ferrajoli, Derecho y Razón, trad. de P. Andrés Ibáñez et al.,
Trotta, Madrid, 2006, p. 944. También la utilizan, en una perspectiva muy similar a la
utilizada aquí, V. Abramovich y C. Courtis, Los derechos sociales en el debate democrático,
Fundación Sindical de Estudios, Bomarzo, Madrid, 2006; y El umbral de la ciudadanía. El
significado de los derechos sociales en el Estado social constitucional, Editorial del Puerto,
Buenos Aires, 2006.

156
Los derechos sociales y sus garantías

derechos. Otras veces, en cambio, la garantía social de un derecho compor-


ta la autotutela directa de los bienes o recursos que dicho derecho protege.
Lo que la idea de garantía social pretende destacar, en cualquier
caso, es el mayor o menor margen otorgado a la participación de los
destinatarios de los derechos en su conquista y protección. Este punto
de vista puede resultar útil por diferentes razones. Por un lado, es un
criterio básico para entender la eficacia del sistema de garantías en un
ordenamiento concreto. En el caso de los derechos sociales, como ya
se ha indicado, su pérdida de capacidad normativa en la crisis del
Estado social resulta inexplicable al margen de la pérdida de capaci-
dad participativa de los sujetos interesados en su protección. Por otro
lado, el papel otorgado a las garantías sociales es un criterio esencial
para evaluar la legitimidad democrática de un ordenamiento jurídico.
Un ordenamiento será más o menos democrático, en efecto, en la me-
dida en que ofrezca a los destinatarios de los derechos mayores espa-
cios de participación –tanto institucional como extrainstitucional–
en la configuración de su contenido y alcance.
A diferencia de las aproximaciones simplemente estatalistas, “desde arri-
ba”, una perspectiva social, “desde abajo”, permite contemplar los conflic-
tos ligados a la protección de los derechos desde coordenadas diferentes a
las tradicionales. No ya como un simple conflicto entre poderes institucio-
nales (entre el Poder Legislativo y el Ejecutivo; o entre el Poder Legislativo y
el Judicial), sino, de manera especial, como un problema de participación y
de movilización ciudadana, dentro y fuera de los espacios institucionales.3
El objetivo de las páginas que siguen es aplicar estos razonamientos a un
ordenamiento concreto: el español. En comparación con otros Estados euro-
peos, el español no ha gozado nunca ni de un Estado social desarrollado ni de
mecanismos avanzados de participación ciudadana.4 Es más, la crisis del Es-
tado social y su agudización han transcurrido paralelas a la andadura misma

3. Inspirándose en el trabajo de historiadores como R. Guha, esta idea de contemplar el derecho


desde abajo ha sido sugestivamente desarrollada por G. Rajagopal en el ámbito del derecho
internacional. El derecho internacional desde abajo, trad. de Carlos Morales de Setién, ILSA,
Bogotá, 2005. Puede verse una aproximación similar en B. Sousa Santos y C. Rodríguez (eds.),
El derecho y la globalización desde abajo, Anthropos-UAM, Barcelona, 2007.
4. Para una justificación de esta afirmación, puede verse, por ejemplo, V. Navarro, Bienestar
insuficiente, democracia incompleta, Anagrama, Barcelona, 2002; y El subdesarrollo social de
España. Causas y consecuencias, Anagrama, Barcelona, 2006.

157
Gerardo Pisarello

del sistema constitucional concebido en la transición hacia la monar-


quía parlamentaria. Como consecuencia de ello, la doctrina ha identi-
ficado con frecuencia la garantía de los derechos sociales con presta-
ciones que los poderes públicos pueden otorgar en un marco de am-
plia discrecionalidad. En esta imagen dominante, los derechos socia-
les se presentan como concesiones institucionales más o menos arbi-
trarias y, en todo caso, revocables de acuerdo a las opciones del poder
político de turno.
Una perspectiva “desde abajo” permite, en cambio, ofrecer un cuadro
más complejo y exigente de esta cuestión. Ante todo, contribuye a poner
de manifiesto los riesgos paternalistas y excluyentes inherentes al punto
de vista exclusivamente institucional. Contemplados “desde abajo”, en
efecto, los derechos sociales no aparecen como simples derechos a presta-
ciones estatales sino como auténticos derechos de participación en la rea-
lización de dichas prestaciones. O, si se prefiere, como derechos a partici-
par de manera informada en la configuración, tanto de las prestaciones
estatales como de otras formas de satisfacción de los bienes y recursos que
los derechos sociales tutelan. Los derechos sociales, en definitiva, no se-
rían sólo derechos de igualdad sino también derechos de libertad, es de-
cir, derechos ligados a la preservación de la autonomía individual y colec-
tiva de sus destinatarios.
La idea de este trabajo es que un ejercicio analítico de este tipo puede
arrojar una luz diferente sobre la función de los derechos sociales en el
ordenamiento jurídico español. Puede, por ejemplo, ayudar a entender
por qué los derechos sociales tienen un estatuto debilitado en relación
con otros países europeos. Y puede contribuir a pensar algunas líneas de
actuación que permitan superar esa situación mejorando las garantías de
los derechos sociales y profundizando los mecanismos de participación
social en las mismas.

2. Las garantías sociales como garantías indirectas


de participación institucional

Las garantías sociales de los derechos pueden asumir, como ya se ha


apuntado, diferentes formas. Pueden presentarse como garantías directas
de autotutela de los derechos, pero también como garantías indirectas de
participación en las instituciones.

158
Los derechos sociales y sus garantías

Los ordenamientos jurídicos contemporáneos suelen encomendar la tutela


de los derechos, ante todo, a las instituciones legislativas, administrativas o
judiciales. Pero esta tutela no se construye en el vacío. Una perspectiva
“desde abajo” requiere saber de qué manera los destinatarios de los
derechos participan en la configuración de las decisiones instituciona-
les que pretenden tutelarlos. Esta indagación, como ya se ha señalado,
no puede sino ser una indagación acerca de la calidad democrática del
propio ordenamiento.

2.1 Las garantías de participación social


en la tutela constitucional de los derechos sociales

Con frecuencia, cuando se habla de garantías institucionales de los


derechos se piensa en una serie de técnicas de intervención encomenda-
das a los diferentes poderes constituidos, desde el Poder legislativo y el
Ejecutivo a los jueces ordinarios o al tribunal constitucional. El diseño de
estas garantías, sin embargo, viene condicionado por una garantía previa,
la garantía constitucional. La garantía constitucional está relacionada con
la forma en que el poder constituyente o, si se prefiere, el legislador cons-
tituyente recoge los derechos en la constitución.
Desde la perspectiva aquí mantenida, lo que interesa es determinar en
qué medida los destinatarios de los derechos sociales han participado o
pueden participar en su consagración constitucional. La primera es una
cuestión histórica. Permite indagar las razones del contenido y alcance de
los derechos en la constitución originaria. La segunda es una cuestión
jurídica. Permite entender cómo y con qué participación social se podría
reformar ese contenido.
Como es sabido, el momento histórico de aprobación de una constitu-
ción condiciona de manera clara el reconocimiento de derechos. Las cons-
tituciones liberales del siglo XVIII, por ejemplo, no suelen recoger dere-
chos sociales, una presencia que sólo se generaliza después de la Segunda
Guerra Mundial del siglo XX. La Constitución española (en adelante,
CE) de 1978 pertenece a este ciclo de constitu-cionalismo social. Sin
embargo, fue aprobada en un contexto singular: los inicios de la crisis del
llamado Estado social. Esta coyuntura explica, en parte, la decisión del
constituyente de consagrar la mayoría de derechos sociales en un capítulo
específico y separado del resto de derechos, el de los principios rectores, y

159
Gerardo Pisarello

de otorgarles un sistema de garantías más débil que al resto de derechos.5


Si bien esta vía de positivización no puede deslindarse del contexto ob-
jetivo en que fue aprobada la constitución, tampoco puede explicarse al
margen de la ausencia histórica de garantías sociales robustas en la elabo-
ración de la misma. La determinación del contenido constitucional de los
derechos, incluidos los derechos sociales, fue el resultado, más que de una
amplia participación social, de un acuerdo entre las élites de los partidos
que protagonizaron la transición del régimen franquista a la monarquía
parlamentaria. No se votó una asamblea constituyente en sentido estricto,
muchas fuerzas políticas y sociales no tuvieron representación adecuada en
el debate constituyente y la participación, en realidad, se limitó a un pro-
nunciamiento del tipo todo o nada en el referéndum de ratificación.6
No es fácil determinar en qué medida los límites del proceso consti-
tuyente pudieron incidir en la debilitada consagración constitucional de los
derechos sociales. En todo caso, estos límites se proyectan sobre las propias
previsiones de participación ciudadana en materia de reforma constitucional.
De acuerdo con la CE, la ciudadanía no goza de iniciativa directa de reforma
(artículo 166 CE). Sólo puede instarla a través de sus representantes parla-
mentarios.7 Y tratándose de modificaciones que afecten al núcleo de los dere-
chos sociales constitucionales, sólo podría intervenir en el referéndum final de
la reforma si así lo solicitara la 1/10 parte de los miembros de cualquiera de
las Cámaras (artículo 167 CE). En los casi treinta años de vigencia del texto
constitucional, han existido diferentes propuestas de reforma del mismo.
Ninguna propuesta relevante, sin embargo, ha tenido por objetivo revisar el
papel debilitado que los derechos sociales ocupan en la CE.8

5. Por un lado, los derechos sociales quedan deliberadamente excluidos de algunas garantías
institucionales reconocidas a otros derechos constitucionales (artículo 53.3 CE). Por otro,
gozan de un grado de rigidez inferior (artículo 167 CE) al de los derechos considerados
fundamentales por la doctrina mayoritaria y por el tribunal constitucional.
6. Referéndum que en algunas zonas del Estado, como en el País Vasco, arrojó altos índices
de abstención.
7. En el derecho comparado hay ejemplos en sentido contrario. En Suiza, por ejemplo, puede
impulsarse una iniciativa popular de reforma constitucional si se reúnen 100.000 firmas de
ciudadanos con derecho a voto (artículos 120 y 121). En el caso español, algunas comunidades
autónomas han incorporado este tipo de iniciativa para reformar sus estatutos. Según el Estatu-
to de Autonomía de Cataluña una iniciativa popular de reforma estatutaria exige la concurrencia
de 300.000 firmas de ciudadanos de Cataluña con derecho a voto (artículo 222).
8. La ausencia de cuestionamiento público al reconocimiento constitucional de los derechos
sociales ha permitido presentar como corolario “técnico” lo que en rigor es una opción jurídica

160
Los derechos sociales y sus garantías

2.2 Las garantías de participación social


en la tutela legislativa de los derechos sociales

Después de la garantía constitucional, la garantía institucional por ex-


celencia de los derechos recogidos en la constitución es la garantía legisla-
tiva. Por el vínculo que se le presume con el principio democrático y por
su potencial alcance general, la ley puede considerarse la garantía institu-
cional primaria de los derechos, incluidos los derechos sociales. Las leyes
suelen ser el instrumento jurídico idóneo para obtener los recursos nece-
sarios para emprender políticas sociales, como ocurre con la legislación
tributaria o con la legislación expropiatoria; para decidir las prioridades
en su asignación, como es el caso de la ley de presupuestos; o para deter-
minar derechos y obligaciones concretas para los particulares en ámbitos
específicos, como ocurre, pongamos por caso, con las leyes laborales, edu-
cativas, sanitarias, habitacionales o agrarias.
Naturalmente, la principal garantía de participación ciudadana en la ela-
boración de las leyes que tutelan derechos es la elección de los futuros legisla-
dores. A través del sufragio, los destinatarios de los derechos sociales pueden
elegir (o no elegir) aquellas opciones políticas favorables (o no favorables) a un
determinado desarrollo legislativo de los mismos. Esta garantía puede ser más
o menos amplia. Puede operar en diversas escalas (estatal, subestatal, local),
su ejercicio puede ser más o menos frecuente, se puede conceder a todos los
ciudadanos o, tendencialmente, a todas las personas,9 y puede incluir, o no, la
posibilidad de revocar a los representantes que incumplan lo estipulado en el
“contrato electoral”.10

y políticamente discutible: la consideración de estos derechos como simples principios recto-


res y como derechos no fundamentales. Esta percepción de los derechos sociales como
derechos debilitados sólo ha sido revisada parcialmente con las recientes reformas estatutarias,
que han optado por una línea de consagración más cercana a la indivisibilidad entre derechos
y al establecimiento de un sistema común de garantías para todos ellos.
9. En el caso español, sólo los ciudadanos gozan del derecho de voto. Los extranjeros comunitarios
pueden votar y ser elegidos en elecciones municipales. El resto de personas extranjeras –hoy casi un
8% de la población– sólo pueden votar en las elecciones locales si los españoles, a su vez, pueden
votar en sus países de origen (artículo 13 CE). La privación del derecho de voto a las personas
extranjeras (sobre todo a las de países no comunitarios), o, si se prefiere, la estipulación de
gravosas condiciones de acceso a la ciudadanía constituyen un límite serio a la configuración de
las garantías sociales. Al no poder votar, miles de personas migrantes que, entre otras cosas,
contribuyen al mantenimiento de las arcas públicas con sus impuestos son excluidos de un
mecanismo de control relevante para incidir en las políticas que delimitan sus derechos.
10. La Constitución venezolana de 1999, por ejemplo, dispone que “todos cargos y magistra-
turas de elección popular son revocables” (artículo 72).

161
Gerardo Pisarello

Las garantías electivas, en todo caso, son garantías claramente insufi-


cientes para los derechos. Por un lado, porque en la elección de represen-
tantes políticos se juegan muchas más preferencias que las que tienen que
ver con una cuestión específica en materia de derechos. Por otro lado,
porque son garantías delegativas, que sólo se ejercen de manera periódica
y que desplazan a “otros” –los representantes– la tarea de protección de
los derechos. En otras palabras: no son garantías de control que permitan
supervisar de manera permanente y suficiente la actuación o inacción de
los poderes públicos.
Además del derecho de voto, por tanto, interesa saber cómo pueden
los destinatarios de los derechos participar de manera directa en la confi-
guración de las leyes que tienen por objetivo protegerlos. O, dicho en
otro lenguaje, cuáles son las garantías sociales de participación directa en
la elaboración de las garantías legislativas de los derechos.
En términos generales, puede afirmarse que el sistema político-consti-
tucional resultante de la transición española no vio con buenos ojos el
impulso de mecanismos directos de participación. A pesar de que la CE
establece que los ciudadanos podrán participar en los asuntos públicos de
manera directa o mediante representantes (artículo 23 CE), la preferen-
cia por esta última alternativa es clara, sobre todo en la legislación de
desarrollo inmediatamente posterior.
El ordenamiento español prevé dos vías de incidencia directa en la
legislación: el derecho de petición y el derecho de iniciativa legislativa
popular (ILP). No contempla, en cambio, la iniciativa de abrogación le-
gislativa,11 ni ofrece condiciones favorables para la utilización de referenda
o de consultas en materia de derechos sociales.12
Por lo que se refiere al derecho de petición, reconocido a todas las perso-
nas jurídicas y naturales, podría ser una vía idónea para realizar reclamos en

11. A diferencia de lo que ocurría, por ejemplo, en la Constitución republicana de 1931 y de


lo que ocurre en otros ordenamientos como el italiano.
12. En realidad, la CE contempla la posibilidad de someter al electorado “decisiones políticas
de especial trascendencia” (artículo 92 CE). Nada impide que este referéndum pueda involu-
crar derechos sociales. Empero, se trata de un referéndum consultivo que la propia legislación
de desarrollo regula con particular recelo y que los gobiernos de turno han tendido a utilizar
como un instrumento de claro signo plebiscitario. El ánimo restrictivo con que se regula esta
figura se extiende al ámbito autonómico. Así, el artículo 149.1.32 CE atribuye a la competen-
cia exclusiva del Estado la autorización de la celebración de consultas populares en las
comunidades autónomas.

162
Los derechos sociales y sus garantías

materia de derechos sociales. Sin embargo, se trata de una garantía dé-


bil, de una demanda escrita cuya capacidad para vincular al legislador
es notoriamente limitada.13 Es más: entre sus funciones no está sólo la
de estimular las peticiones “formales”, sino la de desincentivar otras vías
de presión “informales” sobre el legislativo que, aunque podrían ser más
eficaces, pueden llegar a ser constitutivas de delitos sancionados por el
derecho penal. 14
La ILP se presenta en cambio como un instrumento de garantía más
idóneo para articular demandas de abajo hacia arriba. A diferencia del
derecho de petición, sin embargo, sólo puede recaer sobre determinadas
materias. Éstas no excluyen en principio a los derechos sociales, aunque sí
a algunas cuestiones estrechamente ligadas a su garantía, como las
tributarias (artículo 87.3 CE). Esta tendencia restrictiva se observa tam-
bién en la legislación de desarrollo, que extiende las materias vedadas, por
un lado, a aquellas relacionadas con la planificación económica necesaria
para atender “las necesidades colectivas, equilibrar y armonizar el desa-
rrollo regional y sectorial y estimular el crecimiento de la renta y de la
riqueza y su más justa distribución (artículo 131 CE), y por otro, a las
cuestiones presupuestarias (artículo 134).15
También, a diferencia del derecho de petición, sólo pueden impulsar una
ILP los ciudadanos españoles mayores de edad, lo que deja fuera a las personas
extranjeras.16 El número de firmas requeridas puede considerarse moderado

13. La CE reconoce a todos los españoles el derecho de petición, individual y colectiva, por
escrito y “en los términos que determine la ley” (artículo 29 CE). La orgánica 4/2001 de 12
de diciembre, de regulación del derecho, lo extiende a toda persona jurídica o natural, con
independencia de su nacionalidad. El destinatario de este tipo de demandas puede ser, en
realidad, cualquier institución pública, administración o autoridad. En el ámbito parlamen-
tario, las cámaras disponen de una comisión de peticiones y regulan la manera de tramitarlas.
14. Así, por ejemplo, el Código Penal sanciona las manifestaciones ante las sedes de las Cortes
Generales (artículo 494), la perturbación grave del orden (artículo 497) o la injuria grave
contra las Cortes Generales o las Asambleas Legislativas de las comunidades autónomas si se
hallaran en sesión (artículo 496). En este último supuesto, el acusado de injuria quedará
exento de responsabilidad probando la verdad de las imputaciones cuando éstas se dirijan
contra funcionarios públicos sobre hechos concernientes al ejercicio de sus cargos o referidos
a la comisión de faltas penales o de infracciones administrativas (artículo 210).
15. Ley orgánica 3/1984, reformada por Ley orgánica 4/2006.
16. En algunas comunidades autónomas se prevén alternativas en este sentido. La Ley 1/2006
de iniciativa legislativa popular de Cataluña, por ejemplo, sólo exige como condición para
poder ejercer la iniciativa la inscripción en el padrón municipal –lo que facilita la participa-
ción de extranjeros– y tener más de 16 años.

163
Gerardo Pisarello

(500.000), aunque bastante superior al exigido en otros países europeos con


mayor población.17 Recientemente se ha extendido el plazo para la recogida
de firmas y se ha mejorado la previsión del reembolso de gastos a los eventua-
les promotores. No obstante, una iniciativa admitida por trámite podría su-
frir enmiendas que la distorsionaran y ser incluso aprobada por el Parlamento
sin que la Comisión Promotora pudiera solicitar su retirada.18
En realidad, si bien en las primeras versiones del texto constitucional
la ILP se contempló con cierta amplitud y relevancia, fue perdiendo
operatividad a lo largo del proceso constituyente. Esa desconfianza ini-
cial se proyectó en la ley de desarrollo.19 Y aunque las últimas modifi-
caciones han tenido un sesgo más bien garantista, está claro que la vo-
luntad del legislador estatal sigue siendo evitar que la ILP pueda incidir
sobre cuestiones “delicadas”.20 Con todo, lo cierto es que muchas de
estas iniciativas han servido para suscitar debates parlamentarios liga-
dos a la garantía de los derechos sociales, tanto en el ámbito estatal
como en el autonómico. Y aunque en la mayoría de los casos el resulta-
do no ha sido la aprobación de la legislación de garantía impulsada por los
promotores de la iniciativa, al menos ha servido para forzar la agenda del
sistema representativo en materia de derechos laborales,21 educativos,22

17. En Italia, por ejemplo, se requieren 50.000, y en Suiza, donde como se ha comentado se
contempla la iniciativa popular para la reforma constitucional, se exigen 100.000 firmas.
18. Esto no ocurre en algunas comunidades autónomas, como Aragón o Cataluña, donde la
Comisión Promotora puede retirar su petición –previo acuerdo parlamentario– si considera
que está siendo distorsionada por el proceso legislativo.
19. La exposición de motivos de la LO 3/1984, de hecho, advertía contra la posibilidad de
que la ILP pudiera servir “de fácil cauce para manipulaciones demagógicas o, incluso, para
intentar legitimar con un supuesto consenso popular lo que no es en sustancia sino la antide-
mocrática imposición de la voluntad de una minoría”. Este lenguaje ha desaparecido con la
reforma introducida por la LO 4/2006. Sin embargo, las reticencias al uso de este instrumen-
to de participación siguen siendo notorias.
20. Ésta es la expresión que utiliza el propio preámbulo introducido por la reciente reforma.
21. En noviembre de 1999, por ejemplo, el pleno del Congreso de Diputados rechazó, por
161 votos contra 145, la posibilidad de discutir la reducción de la jornada laboral a 35 horas
semanales sin disminución de salario. La proposición había partido de una iniciativa legisla-
tiva impulsada por la Confederación de Asociaciones de Vecinos, CGT, USO e Izquierda
Unida, y estaba avalada por la firma de 700.000 electores.
22. En 1993, la Federación de Enseñanza de Comisiones Obreras promovió, con el apoyo de
575.000 firmas reconocidas como válidas, una iniciativa legislativa popular para la financia-
ción del sistema educativo público. Fue debatida en el Congreso en diciembre de 1996 y
rechazada por 150 votos a favor y 155 en contra.

164
Los derechos sociales y sus garantías

ambientales,23 habitacionales24 y sociales en general. En el ámbito autonó-


mico, incluso, una plataforma con considerable apoyo popular llegó a
presentar una ambiciosa propuesta de Carta de Derechos Sociales. La
iniciativa fue aprobada por la Asamblea legislativa, si bien con algunas
restricciones en relación con la iniciativa original.25

2.3 Las garantías de participación social en la tutela


administrativa de los derechos sociales

Las garantías legislativas de los derechos son, como se acaba de ver,


garantías primarias de los derechos sociales. Su alcance, sin embargo, sue-
le concretarse a través de otro tipo de garantías primarias, las de carácter
administrativo. Normalmente, estas garantías administrativas se expresan
en normas reglamentarias que desarrollan las previsiones legales en materia
de derechos. De esta manera, es posible especificar cuál es el contenido
efectivo de un derecho determinado y qué tipo de obligaciones comporta
su satisfacción. En caso de que la regulación de un derecho esté reservada

23. La primera ILP aprobada en el ordenamiento español fue la ley aragonesa 2/1992 de
creación del Consejo de Protección de la Naturaleza. Otras no llegaron a buen puerto. En 2001,
la Asamblea Legislativa Valenciana desestimó la petición legislativa de ordenación y protección
de la Huerta de Valencia como espacio natural protegido. En Cataluña, por su parte, más de 70
entidades ecologistas impulsaron en 1998 una iniciativa para prohibir la incineración de resi-
duos y proponer sistemas alternativos. La proposición se admitió a trámite, pero, durante la
tramitación parlamentaria, lo que era una proposición de ley para prohibir la incineración de
residuos, se convirtió en una ley de regulación de la incineración de residuos.
24. En 2003 y 2007, por ejemplo, se presentaron en el Parlamento de Cataluña sendas
iniciativas legislativas populares para fomentar la vivienda protegida y para la adopción de
medidas urgentes en materia habitacional.
25. En la Comunidad Autónoma Vasca, en efecto, un grupo de plataformas de lucha contra la
exclusión social presentó una petición legislativa para la aprobación de una Carta de Dere-
chos Sociales. La iniciativa se articuló en torno a cuatro demandas fundamentales: el reparto
de trabajo mediante la reducción de jornada laboral a 32 horas semanales; el reconocimiento
del derecho ciudadano a un salario social individualizado para todos los demandantes de
empleo; la extensión al sector privado de las medidas de reparto del trabajo; y la financiación
de esas medidas a través de un fondo de solidaridad construido a partir de la lucha contra el
fraude fiscal y la reducción de gastos militares y de orden público. La iniciativa recibió el
apoyo de sindicatos, asociaciones de vecinos y grupos feministas, religiosos de base, de solida-
ridad con el tercer mundo y antimilitaristas. Admitida a trámite, los grupos parlamentarios
enmendaron la petición pasándola por el filtro de la “gobernabilidad”, lo cual suscitó quejas
por parte de sus promotores. No obstante, se convirtió en ley en el año 2000 y sentó un
precedente para la aprobación de una normativa similar en Navarra.

165
Gerardo Pisarello

a la ley (ordinaria u orgánica), el margen para la intervención reglamenta-


ria es menor. En el ordenamiento español, existe estatuto diferenciado
atribuido a los derechos sociales en relación con otros derechos considera-
dos “fundamentales”, se traduce, entre otras cosas, en el reconocimiento
al poder reglamentario de un mayor margen de incidencia en su regula-
ción. Las normas de rango reglamentario, en cualquier caso, son las que
con frecuencia definen la “letra pequeña” de los derechos sociales y su
alcance práctico. A través de este tipo de regulaciones y de otras decisio-
nes administrativas se perfilan planes de vivienda o urbanísticos, disposi-
ciones laborales, planes educativos, el funcionamiento de servicios públi-
cos o los propios presupuestos municipales.
Desde una perspectiva “desde abajo”, pueden identificarse diferentes
vías de participación social en la elaboración de las garantías administra-
tivas. La CE hace referencia, entre otras, al derecho de audiencia en la
elaboración de las disposiciones administrativas y de acceso a los archivos
y registros administrativos (artículo 105). También prevé el estableci-
miento por ley de vías de participación de los interesados en la Seguridad
Social y en la actividad de organismos públicos “cuya función afecte di-
rectamente a la calidad de vida o al interés general” (artículo 129.1).
El derecho de audiencia en la elaboración de las disposiciones admi-
nistrativas está emparentado con otros derechos civiles y de participación,
como el derecho de consulta, de información o, simplemente, al debido
proceso. Todos ellos, a su vez, están ligados a un derecho progresivamente
consolidado tanto en el ámbito europeo como en el ámbito interno: el
derecho a una buena administración.
Proyectados sobre ámbitos específicos, estos derechos de participación e
información constituyen un importante instrumento potencial de control
en materia de derechos sociales. Tanto la legislación estatal como la reciente
legislación autonómica y local obligan a los poderes públicos, incluso a
través de medios electrónicos,26 a garantizar el derecho de consulta y de
ofrecer información suficiente en materia ambiental, habitacional, sanitaria
o urbanística.

26. Un ejemplo de ello es la aprobación de la Ley 11/2007, del 22 de junio, de acceso electró-
nico de los ciudadanos a los servicios públicos. En virtud de esta ley se reconoce el derecho de
los ciudadanos a relacionarse con las administraciones públicas por medios electrónicos y la
correspondiente obligación de éstas de impulsar el uso de estos medios. En cualquier caso, las
administraciones deberán adoptar las medidas necesarias para ponerlas en marcha antes del 31
de diciembre de 2009 y siempre que lo permitan sus disponibilidades presupuestarias.

166
Los derechos sociales y sus garantías

Tras algunas reformas dirigidas a “modernizarla”, la propia ley que regula


las bases del régimen local27 ha introducido este tipo de obligaciones, así
como amplias posibilidades de participación vecinal en las políticas sociales
locales.28 Así, por ejemplo, consagra el derecho ciudadano a asistir a las
sesiones de las corporaciones locales y a obtener copias de los acuerdos al-
canzados, al tiempo que establece el deber de los ayuntamientos “de esta-
blecer y regular en normas de carácter orgánico procedimientos y órganos
adecuados para la efectiva participación de los vecinos en los asuntos de la
vida pública local”.29 Con ese objetivo, prevé que los vecinos que gocen del
derecho de sufragio en las elecciones municipales puedan ejercer la iniciati-
va popular, presentando propuestas o actuaciones o proyectos de reglamen-
tos de la competencia municipal.30 Asimismo, contempla la posibilidad de
que se sometan a consulta popular aquellos asuntos de competencia muni-
cipal que sean de especial relevancia para los vecinos, aunque se la supedita
a la autorización del gobierno estatal y se excluyen los asuntos referidos a la
hacienda local.31 A pesar de estos límites, este tipo de previsiones han abier-
to camino a los llamados presupuestos participativos, permitiendo a la ciu-
dadanía intervenir directamente en la asignación de partidas presupuesta-
rias dirigidas a satisfacer derechos sociales.32

27. Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local.
28. En materia urbanística, por ejemplo, el artículo 70 ter dispone que las administraciones
públicas con competencias de ordenación territorial y urbanística deberán tener a disposición
de los ciudadanos o ciudadanas que lo soliciten copias completas de los instrumentos de
ordenación territorial y urbanística vigentes en su ámbito territorial, de los documentos de
gestión y de los convenios urbanísticos.
29. Este precepto, recogido en el artículo 70 bis, fue añadido, precisamente, por la Ley 57/
2003 de medidas para la modernización del gobierno local.
30. Según el propio artículo 70 bis 2, dichas iniciativas deberán ir suscritas al menos por el
siguiente porcentaje de vecinos del municipio: a) hasta 5.000 habitantes, el 20%; b) de 5.001
a 20.000 habitantes, el 15%; c) a partir de 20.001 habitantes, el 10%.
31. Artículo 71.
32. Como es sabido, la experiencia pionera en esta materia fue la ciudad brasileña de Porto Alegre.
En el ámbito español, las experiencias de presupuestos participativos arrojan resultados dispares.
Hacia 2004 el número aproximado de experiencias era pequeño (12) en relación con el número de
municipios existentes (8108). Entre las ciudades y localidades implicadas figuraban Córdoba, Las
Cabezas de San Juan (Sevilla), Rubí (Barcelona), Albacete, Puente Genil (Córdoba), Jerez de la
Frontera o Sevilla. Algunas de las más antiguas, como la de Rubí, fueron suspendidas con el cambio
de gobierno, mostrando la débil irreversibilidad del proceso. En otras ciudades, como en Vallado-
lid, diferentes plataformas sociales han venido presionando a las autoridades municipales para que
incorporen los presupuestos participativos como un derecho ciudadano. Para un síntesis interesan-
te de estas experiencias, véase: Carmen Pineda Nebot, “Los presupuestos participativos en España:
un balance provisional”, en Revista de Estudios Locales Nº 78, Madrid, 2004.

167
Gerardo Pisarello

En todo caso, si las posibilidades de la participación en la gestión ad-


ministrativa de derechos sociales son en principio amplias, no se pueden
menospreciar las dificultades prácticas que todavía la obstaculizan. Mu-
chas de estas dificultades, en realidad, provienen, como se ha denunciado
desde las propias instituciones públicas, de la persistencia de una “cultu-
ra” administrativa de la opacidad y del silencio frente a las demandas
ciudadanas que se resiste a ser erradicada.33

2.4 Las garantías de participación social


en la tutela jurisdiccional de los derechos sociales

Naturalmente, las garantías primarias, tanto si se trata de normas cons-


titucionales como de leyes o reglamentos, sirven para dotar de contenido
a los derechos sociales y para establecer las obligaciones que los poderes
públicos y los particulares deben observar en su resguardo. Sin embargo,
la ausencia, la configuración defectuosa, la inaplicación o la aplicación
arbitraria de estas normas pueden dar lugar a situaciones en las que la
eficacia de los derechos sociales se vea reducida de manera considerable.
De ahí que la mayoría de ordenamientos plantee, junto a estas garantías
institucionales primarias, garantías secundarias cuyo efecto es controlar, y
en su caso reparar, vulneraciones cometidas contra aquéllas.
Una primera garantía de tipo secundario, relevante en la tutela ordinaria
de los derechos sociales, es el propio poder de policía administrativo, esto es,
la existencia de órganos administrativos que puedan supervisar el cumpli-
miento de disposiciones legales y reglamentarias en materia de derechos. Éste
es el caso, por ejemplo, de los órganos de inspección administrativa. Estos
órganos pueden desempeñar un papel significativo en la detección y sanción
de vulneraciones directas o indirectas de derechos sociales en materia tributaria,
laboral, urbanística, ambiental o de servicios públicos en general. Las garan-
tías sociales en este ámbito serán mayores mientras mayor sea la legitimidad
reconocida para presentar denuncias y seguir el proceso de control, sobre
todo tratándose de colectivos en especial situación de vulnerabilidad.34

33. Diferentes defensorías del pueblo del ámbito autonómico han hecho referencia a esta
“cultura del silencio” y a la resistencia a responder de manera expresa y motivada a las
demandas ciudadanas. Véase, por ejemplo, el Informe del Defensor de las personas de Cata-
luña presentado al Parlamento catalán en 2007.
34. La Ley 42/1997, del 14 de noviembre, Ordenadora de la Inspección de Trabajo y de la

168
Los derechos sociales y sus garantías

Junto a estas garantías administrativas secundarias, muchos ordena-


mientos contemplan también la existencia de garantías secundarias a
cargo de órganos de control externos. Normalmente, éstos son elegidos
por los propios órganos legislativos y ejecutivos mediante mayorías
especiales o se les otorga un estatuto específico de independencia. En el
caso español, éste sería el caso del Defensor del Pueblo (artículo 54 CE)
y de sus equivalentes en las Comunidades Autónomas, de los tribunales
de cuentas o de otros mecanismos de control como las fiscalías
anticorrupción. 35
Las defensorías del pueblo, por ejemplo, pueden ser espacios intere-
santes para ventilar quejas referidas a la vulneración de derechos sociales
por incumplimiento, insuficiencia o mala aplicación de la normativa que
los contempla. Ciertamente, la eficacia de su actuación suele depender,
más allá de su configuración institucional, de la auctoritas de sus miem-
bros. En cualquier caso, pueden ser un vehículo de expresión de personas
y grupos en situación de vulnerabilidad (minorías sexuales, personas con
discapacidades, personas en situación de exclusión social grave, trabaja-
doras y trabajadores migrantes) que al menos cuentan con un canal adi-
cional en el que reclamar sus derechos ante las instituciones públicas.36
Junto a estas garantías secundarias encomendadas a órganos de control
externo, prácticamente todos los ordenamientos contemplan garantías
secundarias de tipo jurisdiccional. Estas garantías consisten en que un
tribunal más o menos independiente pueda ejercer algún tipo de control,
y en su caso, de reparación, en ausencia o insuficiencia de una garantía

Seguridad Social, estipula por ejemplo que la inspección puede proceder de oficio o en virtud
de denuncia (artículo 13). La acción de denuncia del incumplimiento de la legislación del
orden social es pública. No puede tratarse de denuncias anónimas, ni manifiestamente carentes
de fundamento, ni referirse a materias cuya vigilancia no corresponda a la Inspección de
Trabajo y Seguridad Social, ni coincidir con asuntos de un órgano jurisdiccional.
35. Los tribunales de cuentas y las fiscalías anticorrupción pueden desempeñar una función
relevante en la fiscalización del empleo de fondos destinados a satisfacer derechos sociales y en
la detección de casos de corrupción y desvíos.
36. Más allá de ello, muchas defensorías del pueblo sistematizan esas demandas y las convierten
en recomendaciones dirigidas a la administración y, eventualmente, al propio legislador. A
simple modo de ejemplo, pueden consultarse los Informes del Defensor del Pueblo Andaluz
sobre el problema de la vivienda (Vivir en la calle: la situación de las personas sin techo en
Andalucía, 2006; Chabolismo en Andalucía, 2005; Personas prisioneras en sus viviendas, 2003)
o los Informes del Ararteko vasco en materia educativa (Convivencia y conflicto en los centros
educativos, 2006; La respuesta a las necesidades educativas especiales en la CAPV, 2001).

169
Gerardo Pisarello

primaria. Las garantías jurisdiccionales pueden asumir la forma de garan-


tías ordinarias o especiales. Las primeras se encomiendan a tribunales
especializados en diferentes órdenes (civiles, penales, de lo social, conten-
cioso-administrativos) con capacidad para prevenir, controlar o sancionar
vulneraciones de derechos provenientes de órganos administrativos o de
particulares. Las garantías jurisdiccionales especiales, en cambio, suelen
encomendarse a tribunales superiores o específicamente constitucionales.
Su objetivo es establecer mecanismos de control y reparación en aquellos
casos en los que las garantías jurisdiccionales ordinarias resultan insufi-
cientes o en los que la vulneración de los derechos puede atribuirse a
actuaciones u omisiones del propio legislador.
Si en el ámbito de las actuaciones legales y administrativas la exigencia
de información adecuada y de respeto al debido proceso pueden ser pie-
zas claves para una tutela extensiva de los derechos sociales, la importan-
cia de las garantías sociales en el ámbito jurisdiccional no es menor. El
derecho a la tutela judicial efectiva y sus diferentes proyecciones, desde la
asistencia jurídica gratuita hasta el derecho a la información y a la igual-
dad de armas en los procesos, constituyen elementos centrales para la
reivindicación de otros derechos, tanto de tipo civil o político como so-
cial. Vistos “desde abajo”, los espacios jurisdiccionales también pueden
concebirse como espacios de participación y de disputa jurídico-política
en los que minorías vulnerables o grupos en situación de urgencia pueden
hacer valer argumentos frente a los que los canales representativos, sólo
fiscalizables de manera periódica, suelen permanecer blindados.37 De este
modo, la garantía jurisdiccional que se expresa en la sentencia o en la
decisión de un juez o de un magistrado aparece como un producto incon-
cebible sin las razones aportadas por las partes a modo de garantía social.
Ocurre, sin embargo, que los mecanismos procesales de protección de
los derechos han sido tradicionalmente pensados a partir de la concep-
ción patrimonialista de los mismos y de la teoría clásica del derecho sub-
jetivo. En ese sentido, han estado diseñados para resolver conflictos indi-
viduales y, de modo paradigmático, aquellos que afectan el derecho de
propiedad. Esta perspectiva individualista encierra dificultades evidentes
a la hora de pensar las garantías sociales de participación en los órganos
jurisdiccionales como garantías reconocidas a sujetos colectivos o a gru-
pos numerosos de víctimas. De ahí la importancia de recursos procesales
que permitan articular vías de acceso no sólo individual, sino, sobre todo,
colectivo de tutela de los derechos.

170
Los derechos sociales y sus garantías

En el derecho comparado, los recursos de tutela y de amparo colecti-


vo,38 las acciones de clase, de interés público o la legitimación colectiva
reconocida a grupos y asociaciones de consumidores y usuarios de servi-
cios públicos ofrecen algunos ejemplos interesantes en este sentido. En el
ordenamiento español, por su parte, la experiencia de las acciones colecti-
vas está ligada básicamente a las reformas de la legislación procesal civil y
contencioso-administrativa de los años noventa.39 Y si bien se trata de
una experiencia embrionaria, existen casos que permiten pensarla como
una vía incisiva de reclamo de derechos sociales vulnerados tanto por los
poderes públicos como por actores particulares.40 Desde una perspectiva
garantista, en todo caso, la participación social en la justicia no puede
limitarse al momento de acceso a la jurisdicción. Muchas decisiones juris-
diccionales favorables a la protección de derechos sociales pierden efecti-
vidad o son privadas de su sentido originario en la fase de ejecución de las
sentencias. De ahí que, junto a las garantías de participación en el acceso
a la justicia, deban estipularse garantías de participación en la ejecución y
seguimiento de las sentencias. El derecho a ser informado y a ser oído
durante esta fase, tanto de manera individual como colectiva, adquiere así

37. Sobre esta cuestión, v. entre otros, V. Abramovich y C. Courtis, Los derechos sociales en
el debate democrático, op. cit., pp. 98 y ss.; R. Uprimmy, “Legitimidad y conveniencia del
control constitucional de la economía”, en R. Uprimmy, C. Rodríguez y M. García Villegas,
¿Justicia para todos? Sistema judicial, derechos sociales y democracia en Colombia, Norma,
Bogotá, 2006, pp. 196 y ss.
38. Como el establecido, por ejemplo, en el artículo 43 de la Constitución argentina reforma-
da de 1994.
39. La Ley 1/2000 de Enjuiciamiento Civil, por ejemplo, reconoce legitimidad procesal no
sólo al perjudicado individual, sino también a asociaciones constituidas con el objeto de
proteger a consumidores, a usuarios de servicios y a los propios grupos afectados (artículo
11). La Ley 29/1998, por su parte, que regula la jurisdicción contencioso-administrativa,
dispone que “tienen capacidad procesal ante el orden jurisdiccional contencioso-adminis-
trativo, además de las personas que la ostenten de acuerdo a la Ley de Enjuiciamiento Civil
[...] los grupos de afectados, uniones sin personalidades o patrimonios independientes o
autónomos” (artículo 18). Y luego agrega: “están legitimados ante el orden jurisdiccional
contencioso-administrativo: a) Las personas físicas o jurídicas que ostenten un interés
legítimo; b) Las corporaciones, asociaciones, sindicatos y grupos y entidades a que se refiere
el artículo 18 que resulten afectados o estén legalmente habilitados para la defensa de los
derechos e intereses legítimos colectivos”.
40. Hace tiempo que las demandas colectivas son una herramienta frecuente utilizada por los
trabajadores en el ámbito laboral. En los últimos años, por su parte, se han registrado en
España numerosos casos de demandas colectivas de consumidores y usuarios por vulneración
(directa o indirecta) de derechos sanitarios, educativos, habitacionales, etcétera.

171
Gerardo Pisarello

una función primordial en la satisfacción real del derecho en disputa, que


no se agota con el dictado de un fallo.41

3. Las garantías sociales


como garantías extrainstitucionales

Hasta aquí, las garantías sociales se han presentado como vías de parti-
cipación en la elaboración de las garantías institucionales. Sin embargo,
también pueden actuar como vías de acción directa de defensa o reclamo
de un derecho social en ámbitos no institucionales.
Que las garantías sociales puedan actuar en ámbitos extrainstitucionales
no equivale, necesariamente, a que operen contra las instituciones o con-
tra la legalidad. Es más, muchas formas de participación orientadas a la
tutela de derechos sociales cuentan con respaldo de la constitución o de la
legislación vigente.
Éste es el caso de muchas garantías sociales de los derechos que se ejercen
en el marco de las relaciones con otros particulares. Así, por ejemplo, en el
ámbito de la empresa privada, son garantías sociales de los derechos labora-
les de los trabajadores derechos constitucionales básicos como el derecho a
la información, a la negociación y al conflicto colectivo (artículo 37 CE).
Igualmente, en determinados casos, el derecho a la información y el dere-
cho a la consulta pueden actuar como garantías sociales de los derechos
habitacionales de los inquilinos frente a los propietarios.
Las garantías sociales previstas por la ley también pueden ejercerse con
el objetivo de asegurar, en ámbitos extrainstitucionales, la autotutela de
los derechos sociales. Éste es el objetivo que persiguen, por ejemplo, las
demandas de acceso a bienes comunales42 o las empresas autogestionadas,
las asociaciones mutuales o las cooperativas producción y consumo que
permiten a las personas satisfacer por sí mismas los bienes y recursos
que constituyen el objeto de los derechos sociales. La propia CE, de
hecho, se compromete con el fomento de las sociedades cooperativas y

41. V. Abramovich y C. Courtis, Los derechos sociales en el debate democrático, op. cit., pp. 79 y ss.
42. En su Informe de 2007 al Parlamento de Cataluña, el Defensor de las personas analiza,
precisamente, quejas de vecinos por la denegación de acceso a bienes comunales que se
integran en el patrimonio de los entes locales.

172
Los derechos sociales y sus garantías

con el establecimiento de “los medios que garanticen el acceso de los


trabajadores a los medios de producción” (artículo 129.2).
En ocasiones, ciertamente, la autotutela de derechos sociales implica el
recurso a vías más incisivas que pueden entrar en conflicto con los derechos
de terceros. Esto es lo que ocurre con algunas movilizaciones y protestas en
reclamo de derechos sociales, con los boicots de consumidores y usuarios a
ciertas empresas por vulneración de estos mismos derechos o con la ocupa-
ción del espacio público con el propósito de hacer visibles (frente a los
medios de comunicación, por ejemplo) ciertas reivindicaciones sociales.
Muchas de estas vías de autotutela carecen de un estatuto jurídico
definido. A veces, en cambio, se trata de un ejercicio más o menos con-
vencional de derechos civiles y políticos básicos como las libertades sindi-
cales, de asociación, de expresión o ideológica. Estas vías de reclamo de
derechos sociales suelen ser bastante frecuentes. En situaciones de vulne-
ración grave y sistemática de los mismos, en las que los mecanismos insti-
tucionales de protección resultan ineficaces, pueden incluso asumir for-
mas más radicales. Así, por ejemplo, situaciones extremas de exclusión o
de fuerte demanda social pueden conducir a la ocupación de fábricas
abandonadas o de viviendas vacías, así como a acciones de desobediencia
civil e incluso de resistencia activa. En muchos casos, estas vías de autotutela
afectan derechos de terceros, como el derecho de propiedad, la libertad
de empresa o la libertad de circulación.
En no pocas ocasiones, también, la respuesta jurídica frente a estas
situaciones acostumbra ser la sanción penal. No obstante, la coacción
estatal suele ser un instrumento desproporcionado e inadecuado para
abordar estos casos, que infringe el principio de intervención penal míni-
ma y que ampara, de manera tácita, otras conductas de particulares (o de
la propia administración) que suponen el ejercicio antisocial y abusivo de
ciertos derechos, comenzando por aquellos de contenido patrimonial.43

43. En España, por ejemplo, el Código Penal de 1995 tipifica como delictiva en el apartado
1º del artículo 245 la conducta de quien “con violencia o intimidación de las personas, ocupe
una cosa inmueble o usurpe un derecho real inmobiliario de pertenencia ajena”. En el aparta-
do 2º, sin embargo, introduce una nueva conducta delictiva, consistente en “ocupar sin
autorización debida un inmueble, una vivienda o un edificio ajenos que no constituyan hogar
o mantenerse en ellos contra la voluntad de su titular”. La mayoría de intérpretes del Código
Penal, así como numerosas resoluciones judiciales, han entendido que lo que se recoge como
delito en este último apartado es la ocupación pacífica de bienes inmuebles. No han faltado,
empero, interpretaciones más garantistas, compatibles con el principio de intervención penal
mínima, con la prohibición de la especulación inmobiliaria (artículo 47 CE) y con la función

173
Gerardo Pisarello

A partir de una perspectiva “desde abajo”, que priorice el punto de


vista de las personas y grupos en mayor situación de vulnerabilidad, la
admisibilidad o no de este tipo de vías de autotutela exige tener en cuenta
más factores. En primer lugar, la gravedad de la violación de los derechos
sociales en juego y su impacto entre otros factores, en la integridad física
y psíquica, en la dignidad y en el libre desarrollo de la personalidad de los
afectados. En segundo término, la responsabilidad de los poderes públi-
cos o de otros actores particulares en la generación de las vulneraciones
concernidas, sobre todo cuando éstas tienen su origen en el uso abusivo
de la propia posición tanto en el Estado como en el mercado. En tercer
lugar, la intensidad de la afectación que las medidas de autotutela puedan
suponer para derechos de terceros.44
En efecto, mientras más urgentes sean las necesidades en juego y mien-
tras más fuerte y acreditada sea la demanda social de que se trate, más
justificado estará el recurso a vías de autotutela. Naturalmente, ello de-
penderá también de la responsabilidad que quepa atribuir a los poderes
públicos o a los particulares frente a dicha situación. Así, por ejemplo,
frente a una situación de persistente e injustificado abandono de fábricas,
tierras o inmuebles, el uso antisocial de la propiedad, privada o pública,
no puede tener primacía sobre actuaciones cuyo fin es, precisamente,
devolver a los recursos en juego un sentido social, ligándolos a derechos
como la vivienda o el trabajo. Igualmente, la utilización de mecanismos
de protesta o de desobediencia prima facie ilegales podría reputarse, en
casos de bloqueo de los medios de comunicación o de los canales institu-
cionales de protesta, un supuesto protegido de disidencia. O si se prefie-
re, un ejercicio calificado del derecho de petición, de la libertad ideológi-
ca o de la libertad de expresión.
Precisamente por su estrecha conexión con el principio democrático,
estas expresiones de protesta podrían concebirse como vías legítimas de
garantía de los derechos sociales así como de actualización, en general,
de normas constitucionales y de derecho internacional incumplidas de

social de la propiedad (artículo 33 CE) que han entendido que no se trata de penalizar la
ocupación pacífica como de introducir una sanción menor cuando lo que tenga lugar sea una
ocupación intimidatoria o violenta de inmuebles que no constituyan hogar.
44. Véase V. Abramovich y C. Courtis, Los derechos sociales en el debate democrático, op.
cit., p. 77.

174
Los derechos sociales y sus garantías

manera grave y sistemática. 45 Más que como actuaciones punibles,


por tanto, deberían verse como el ejercicio de derechos de participa-
ción especialmente tutelados. Como derechos que tienen preferencia
en relación con otros como la libertad de circulación o de comercio,
precisamente porque tienen por objeto, además de preservar la super-
vivencia y la dignidad de las personas, ampliar la calidad democrática
de la esfera pública.46

4. Conclusiones

Con frecuencia, la discusión en torno a las garantías de los derechos


sociales se reduce a la posibilidad o no de su tutela jurisdiccional o al
eventual conflicto que ella puede plantear entre el Poder Legislativo y
el Poder Judicial. El objetivo de estas páginas ha sido ofrecer un pano-
rama más amplio de esta cuestión, que tome como referencia el punto
de vista de los principales actores en materia de derechos sociales: sus
eventuales destinatarios.
Aplicada al ordenamiento español, esta perspectiva ex parte populi,
arroja, frente a los tradicionales abordajes ex parte principii, alguna luz de
provecho. Permite, entre otras cosas, captar mejor el carácter insuficiente-
mente democrático de algunos diseños institucionales, las potencialida-
des participativas de otros y la función directamente antidemocrática de
muchas reacciones de los poderes públicos en materia de derechos socia-
les. Y permite, sobre todo, entender el propio principio democrático no
como un principio que pueda cristalizar de una vez por todas en un régi-
men acabado, sino como parte de procesos inacabados de democratiza-
ción, en los que caben avances pero también retrocesos.

45. Véase, entre otros, A. Estévez Araujo, La Constitución como proceso y la desobedien-
cia civil, Trotta, Madrid, 1994, en especial el capítulo “La desobediencia civil como parti-
cipación en la defensa de la constitución”; J. I. Ugartemendia, La desobediencia civil en el
Estado constitucional democrático, Marcial Pons/Instituto Vasco de Administración Pú-
blica, Madrid, 1999.
46. Véase R. Gargarella, El derecho a la protesta. El primer derecho, Ad-Hoc, Buenos Aires,
2005. Una interesante reflexión a propósito del “movimiento okupa” en el ámbito español en
Amaya Olivas Díaz, “Castigar la disidencia: el movimiento de ocupación en el ordenamiento
jurídico”, en Jueces para la democracia, Nº 54, Madrid, 2005, pp. 51-72.

175
Gerardo Pisarello

Para dar cuenta de sus propósitos de fondo, esta perspectiva “desde


abajo” debería, naturalmente, ocuparse con más detenimiento de algunas
cuestiones aquí no tratadas o sólo abordadas de manera lateral. Debería,
por ejemplo, explicar mejor la creciente presencia en el ordenamiento
español de una población inmigrante que, sobre todo cuando carecen de
“papeles”, son desplazados como objetos y como sujetos activos de los
derechos sociales.47 Y debería, seguramente, explicar de qué manera el
sistema de garantías sociales aquí descrito se fortalece o se debilita como
consecuencia del proceso de integración europea y de otros procesos de
internacionalización jurídica y económica en los que el Estado español se
encuentra inmerso.
De lo que se trata, en todo caso, es, parafraseando a W. Benjamin, de
pasar el cepillo a contrapelo de los ordenamientos jurídicos actuales, pen-
sando los derechos no sólo a partir de las actuaciones e intereses de los
poderes constituidos, sino también de la potencia constituyente de quie-
nes, por su posición económica, étnica o de género, son los sujetos privi-
legiados de los derechos sociales. Tras este tipo de aproximación late una
constatación obvia pero con frecuencia ocultada u olvidada por las pers-
pectivas “estatalistas”: la de que la exigibilidad de los derechos sociales
como auténticos derechos indisponibles, y no como simples concesiones
paternalistas y revocables, depende, más allá de las técnicas instituciona-
les dispuestas para su protección, de la participación y la lucha de sus
propios destinatarios. En los ordenamientos actuales, como se ha intenta-
do mostrar, esta participación y estas luchas tienen lugar, de manera cons-
tante y muchas veces simultánea, en diversos niveles institucionales, pero
también fuera de ellos y, no pocas veces, en su contra.

47. Algunas de estas cuestiones han sido tratadas en M. Aparicio, X. Seuba, M. Torres, V.
Valiño y G. Pisarello (eds.), Sur o no sur. Los derechos sociales de las personas inmigradas,
Icaria - Observatori DESC, Barcelona, 2006.

176
Límites en la agenda de
reformas sociales
El enfoque de derechos
en la política pública

Laura C. Pautassi*

Los procesos de transformación han caracterizado a América Latina en los


últimos treinta años, que en forma diversa y heterogénea fueron definien-
do la reestructuración del Estado a partir de un cambio en las formas
tradicionales de funcionamiento, a lo que se le sumó una creciente subro-
gación de sus funciones, con nuevos agentes económicos y sociales, que
marcaron el comienzo de configuración de escenarios diferentes de desen-
volvimiento de las relaciones sociales.
De esta forma se produjeron transformaciones fundamentales en el
comportamiento económico, que se caracterizaron por la apertura a la
competencia internacional, por la privatización de los otrora servicios pú-
blicos, por el ingreso masivo de las mujeres al mercado de empleo remu-
nerado; pero, también, por los cambios político-institucionales y en los
comportamientos sociales, en la mercantilización de cada vez más aspec-
tos de la vida, como la salud y la educación; en la conformación de fami-
lias cada vez más diversas y la redefinición de nuevas identidades sexuales,
en un contexto atravesado por el flagelo del Sida y la violencia intrafamiliar.
En uno y otro sentido, y nuevamente signados por la heterogenei-
dad, la aplicación sostenida de los mandatos del Consenso de Washing-
ton1 marcó tendencias comunes en cada uno de los países, que sumadas

* Investigadora del Consejo de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), Instituto de


Investigaciones Jurídicas y Sociales “Ambrosio L. Gioja”, Facultad de Derecho, Universidad
de Buenos Aires. Agradezco especialmente a Víctor Abramovich por los sustantivos y precisos
aportes trasmitidos.
1. En forma esquemática, las políticas recomendadas por los organismos internacionales de
asistencia crediticia instaban a lograr la estabilidad económica a través de la apertura comercial,
liberalización de mercados, atracción de inversiones, reducción del sector público, expansión de

177
Laura C. Pautassi

confluyeron, entre otros efectos, en un aumento sostenido de la pobre-


za, el desempleo y la indigencia, mientras que cada día son más nume-
rosos los contingentes de migrantes que se desplazan a los países centra-
les para conseguir empleos y generar ingresos que son remesados a los
países de origen.
En consecuencia, mujeres y varones sufrieron la aplicación de políticas
de ajuste estructural de múltiples modos, particularmente en las formas
de inserción en el mercado de empleo remunerado, caracterizados por
cambios en las formas de contratación, la movilidad de tareas y de proce-
sos de trabajo, la pérdida de prestaciones de seguridad social que eran
complementarias al trabajo asalariado estable, restricciones severas en el
sistema de políticas sociales, aumento del desempleo y del subempleo,
todo lo cual tuvo un impacto directo en el desmantelamiento de redes
sociales que favorecían la tutela de los derechos.
En este contexto, Argentina constituye uno de los ejemplos más
paradigmáticos al respecto. En primer lugar porque fue uno de los países
dentro de la región que implementó de manera más extrema las políticas
dictadas por los organismos internacionales de asistencia crediticia, al tiem-
po que transformó en pocos años, el funcionamiento de la economía, del
marco regulatorio, la privatización de servicios públicos, la cobertura en
materia de seguridad social, las responsabilidades estatales en numerosas
áreas y servicios y la propia concepción de la política social, que, entre
otras características, se mantuvo ciega al género.2
En otros términos, las transformaciones fueron en la dirección de con-
solidar un modelo contrario a los postulados incluidos en el conjunto de
Pactos y Tratados Internacionales, que por estos mismos años fueron rati-
ficados, y en el caso particular de Argentina, incorporados con jerarquía

los sectores privados, y en materia de políticas sociales a partir de programas focalizados en los
sectores más pobres. La receta continuaba en que, una vez eliminada la intervención estatal,
el intercambio mercantil promovería el crecimiento económico y distribuiría la riqueza a
través del “efecto derrame”. Mientras tanto, las políticas públicas atenderían las situaciones
de privación social más extrema. Nada más alejado del impacto que las políticas tuvieron en
toda la región.
2. La idea de programa “ciego” al género da cuenta de la invisibilidad y ausencia de la
perspectiva de género en la formulación, implementación y evaluación de la política pública
(Kabeer, 1998). Cabe recordar que el concepto género refiere a una construcción social
desigual basada en la existencia de jerarquías entre ambos sexos y a las consiguientes relacio-
nes de poder asimétricas que se generan a partir de allí.

178
Límites en la agenda de reformas sociales

constitucional en la reforma de 1994. Sin embargo, no obstó a que en


muchos de los casos se aplicaran políticas y medidas netamente regresi-
vas.3 Es bajo este marco que se hacen visibles las asimetrías propias del
desarrollo institucional latinoamericano.
De este modo, políticas sociales, estrategias de desarrollo y derechos hu-
manos han corrido en paralelo sin ningún tipo de vinculación. Mucho más
evidente es la bifurcación que se ha producido en relación con los modelos
económicos e institucionales en donde desarrollar estrategias de crecimien-
to. Nuevamente ejemplificando con el caso argentino, la debacle de fines
del año 2001 fue la conclusión de una profunda y prolongada crisis econó-
mica y social, que comenzó tres años antes, y provocó una reducción de
aproximadamente el 20% del PBI. La misma no sólo implicó la implosión
del denominado Plan de convertibilidad (tasa de cambio fija y convertible)
sino que fundamentalmente constituyó la expresión del agotamiento defi-
nitivo del patrón de acumulación de capital asentado en la valorización
financiera iniciada en la dictadura militar (1976-1983) y que continuó
durante los gobiernos constitucionales que la sucedieron (Basualdo, 2006).
Si bien tras la crisis la región está viviendo un ciclo de recuperación
económica, ello no implica que las cuestiones centrales en torno al bien-
estar se hayan resuelto. Lejos de ello, y en la medida que no se discutan en
profundidad los efectos de continuar sosteniendo el modelo económico y
político consolidado en los años precedentes, se avanzará en la conforma-
ción de sociedades más equitativas. En rigor, sólo en la medida que se
redefina un sistema de políticas sociales de corte universal y de amplia
cobertura se podrá garantizar la salida de la pobreza y de la exclusión
social, pero también la cohesión social. Por ende, la redefinición del mo-
delo económico sobre el cual asentar el desarrollo resulta insoslayable.4
Cabe señalar que la evidencia en torno a la inequidad distributiva ha
llevado a que incluso los defensores del mercado planteen la necesidad de
“prácticas complementarias de asignación de recursos” para mitigar la fe-
roz concentración de los ingresos, recomendando una serie de postula-
dos, que se enrolan en el denominado post-consenso de Washington. Las
nuevas “recetas” incluyen medidas que buscan promover una vuelta al
Estado, a partir de su fortalecimiento, y una revisión de la asignación de

3. Al respecto, y para el caso argentino, véase Courtis (2006).


4. En Lo Vuolo (2006), se incluyen una serie de trabajos que analizan este prerrequisito.

179
Laura C. Pautassi

bienes públicos, aumentando su capacidad recaudadora, incorporando el


concepto de protección social en reemplazo de la seguridad social,5 entre
otros. Asimismo, utilizan el concepto de género vaciándolo del contenido
político y consignándolo en dirección a garantizar sólo la presencia de
mujeres sin referenciar a la estructura de poder que las discrimina.
Incluso este “post” consenso de los organismos internacionales de asis-
tencia crediticia incluye el enfoque de derechos en su marco referencial,
aunque las vías para implementarlo no son las mismas que las sostenidas
por el Sistema Internacional de los Derechos Humanos. Si bien en térmi-
nos de la necesidad de implementar esta perspectiva confluyen ambas
corrientes, en los hechos, la vía elegida por el Banco Mundial es desarro-
llar una “segunda generación” de programas que, lejos de superar las prác-
ticas focalizadoras, proponen incorporar un marco de derechos, deno-
minado “marco comprensivo del desarrollo”. Éste define a la pobreza como
un fenómeno multidimensional. Sin embargo, las vías propuestas para
erradicarla son nuevas versiones de antiguos programas de “combate” a la
pobreza. En rigor, el post-consenso define la necesidad de considerar dere-
chos pero con prácticas focalizadas, aunque de mayor cobertura, pero a partir
de prácticas y programas sociales focalizados, que en los hechos implica ac-
tuar contrario a derecho. Al mismo tiempo prestan especial atención a esti-
mular la formación del capital humano y del capital social, introduciendo
una mayor corresponsabilidad en ello a la propia población destinataria.6
Contrario sensu, el enfoque de derechos utiliza el marco conceptual que
brindan los derechos humanos para aplicarlos a las políticas de desarrollo
(Abramovich, 2006). Efectivamente, en los últimos años, los principios,
reglas y estándares que componen el derecho internacional de los derechos
humanos han establecido con mayor exactitud no sólo las obligaciones

5. El término “seguridad social” significaba un paquete amplio de previsión, con un papel


fuerte del Estado no sólo en la provisión, sino también en la regulación y el financiamiento.
Por el contrario, la idea de protección social significa un modelo mucho más restringido y
marca el alejamiento de una actividad estatal tan amplia como ésa, para acercarse a una en que
las personas, las familias y las comunidades desempeñan un papel más activo (Pautassi, 2003).
6. Se sigue pues utilizando la potencialidad de las personas, particularmente de los pobres, los
jóvenes, las mujeres, para “promover” que sean ellos mismos los que “abandonen” la pobreza,
desconociendo el débil efecto que tiene este tipo de programas en contextos económicos de
alta volatilidad. De igual manera, sostener que la pobreza es un fenómeno de índole individual
es altamente falaz (Daeren, 2004). El argumento del Banco Mundial en torno al enfoque de
derechos se encuentra en World Bank (2007).

180
Límites en la agenda de reformas sociales

negativas del Estado sino también un conjunto de obligaciones positivas.


Implica, entre otros efectos, que se ha precisado no sólo aquello que el
Estado no debe hacer, a fin de evitar violaciones a derechos y garantías
ciudadanas, sino también aquello que debe hacer en orden a lograr la
plena realización de los derechos civiles, políticos y también económicos,
sociales y culturales (DESC). En tal sentido, los derechos humanos se
definen y aplican como un programa que puede guiar u orientar las polí-
ticas públicas de los Estados y contribuir al fortalecimiento de las institu-
ciones democráticas, y, en particular, aspiran a lograr una mayor
institucionalidad de los sistemas de políticas sociales luego de la aplica-
ción sostenida de políticas y programas de ajuste estructural, con los efec-
tos adversos que los mismos han tenido en toda la región.
De esta manera, se ha conformado una matriz conceptual, pero a su
vez teórico-operativa, en donde los estándares fijados por el Sistema Inte-
ramericano de Protección de Derechos Humanos (SIDH) en temas tales
como el derecho a la igualdad, el derecho de acceder a la justicia y el
derecho a la participación política, ocupan un lugar central al momento
de fijar pautas y criterios para el diseño e implementación de estrategias
de desarrollo sustentable y, con mayor interés aun, en materia de políti-
cas sociales. En rigor, el eje central consiste en incorporar estándares jurí-
dicos en la definición de políticas y estrategias de intervención tanto de
los Estados como de los actores sociales y políticos locales, al igual que las
agencias de cooperación para el desarrollo, como también para el diseño
de acciones para la fiscalización y evaluación de políticas sociales.
¿Es posible implementar un enfoque de derechos en esta región carac-
terizada por los altos contrastes y por la inequidad? Y aquí considero que
no caben eufemismos: no sólo es posible sino que es una obligación jurí-
dica que tienen los Estados. Esto es, están obligados a hacerlo.
Sin embargo, y tras la experiencia de las reformas de la década del 90, es
recomendable interrogarse acerca de la baja capacidad de redistribución
presente en la región para poder anteponer en esos limitados patrones los
efectos de nuevas acciones y más tendientes a incorporar un “enfoque” de
derechos en el conjunto de las políticas públicas, en especial las sociales y

7. Hasta la fecha, el único país de la región que ha comenzado con un proceso de implemen-
tación del enfoque de derechos es Ecuador, que recientemente ha presentado su Plan Nacio-
nal de Desarrollo (2007-2010) donde explícitamente se incorpora el enfoque de derechos; al
respecto: SENPLADES (2007).

181
Laura C. Pautassi

económicas.7 La cautela reside precisamente en que la implementación no


tropiece con obstáculos como la falta de voluntad política, las debilita-
das capacidades estatales, el clientelismo, la baja capacidad de incidencia
de la sociedad civil, la resistencia a la consideración de las discrimina-
ciones por género, entre otras “sorpresas” que alimentarán nuevas frus-
traciones en el camino hacia la operacionalización de un proceso de
desarrollo con enfoque de derechos.
Precisamente en este escenario, marcado por innumerables ejemplos
de regresividad en la adopción de políticas, ¿cabe pensar que se puede
transitar en la región el camino del desarrollo en un marco de derechos?
Sin duda que este interrogante puede ser considerado ingenuo, en tanto
el dilema que atraviesan los gobiernos de la región consiste en cómo
implementar las obligaciones que les compete en virtud de los mandatos
incorporados en las Constituciones políticas, sus compromisos aplicados
en los pactos y tratados internacionales, especialmente en el Pacto Inter-
nacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) y el
marco actual en que se desarrollan el conjunto de políticas, que en la
mayoría de los casos distan de ser respetuosas de los derechos humanos.
Nuevamente, la mayoría de los gobiernos en la región no han incorpo-
rado como una preocupación central en sus agendas la efectiva realización
de los derechos ya acordados. En uno y otro sentido, y más allá de la
retórica de derechos que en algunos casos se sostiene, las reformas estruc-
turales aplicadas durante las décadas del 80 y 90 transformaron el modelo
de acumulación, la lógica de distribución de la riqueza, pero también las
capacidades y oportunidades de la población, las que revisten un fuerte
carácter residual. En múltiples sentidos la pobreza se profundizó por la
aplicación de las políticas ortodoxas de cuño neoliberal, en donde no sólo
se transformó la lógica de funcionamiento del Estado en materia económica,
sino particularmente en lo político y social.
Con el objetivo de contribuir al debate, pero también a un nuevo con-
senso que se está gestando en la región, inicio este trabajo precisando el
alcance de los derechos, o, más precisamente, busco responder a la pre-
gunta de qué significa ser titular de un derecho, para luego analizar la
perspectiva de derechos aplicada al desarrollo sustentable.8 De la ampli-
tud de principios y estrategias que nutren al enfoque de derechos, he

8. A lo largo del trabajo, sigo los principales postulados expuestos en Abramovich y Pautassi
(2006) y Pautassi (2007).

182
Límites en la agenda de reformas sociales

seleccionado para el análisis la promoción de la autonomía de los titulares


de derecho, a partir de la figura del empoderamiento (empowerment), para
luego discutir qué oferta concreta existe en esta dirección y cuáles son las
capacidades estatales efectivamente disponibles para desarrollar una estra-
tegia como la que defiende el enfoque de derechos. Aspectos como la parti-
cipación social, el principio de igualdad y no discriminación, el clientelismo
político son abordados en el contexto de la misma estrategia. Por último se
analizan las potencialidades de la perspectiva de derechos en el marco de la
definición de políticas públicas, en aras de contribuir a una mayor
institucionalidad de los sistemas de políticas sociales.

1. El marco conceptual

En forma previa a desarrollar la perspectiva de derechos, resulta impor-


tante definir el contenido de un derecho, o más precisamente qué signifi-
ca tener un derecho, enfatizando las diferencias existentes entre los dere-
chos civiles, los derechos políticos (DCP) y los derechos económicos, so-
ciales y culturales (DESC).
Esquemáticamente, ser portador de un derecho significa que existe una
pretensión justificada jurídicamente, que habilita a una persona a hacer o
no hacer algo y a la vez puede reclamar a terceros que hagan o no hagan
algo. Es decir, existe una norma jurídica que le otorga a una persona una
expectativa positiva –de acción– y una negativa –de omisión– creando al
mismo tiempo sobre otros sujetos obligaciones y deberes correlativos. Por
caso, tengo derecho a transitar porque existe una norma jurídica que me
concede esta posibilidad; pero, a la vez, también tengo derecho a la salud,
en tanto hay una norma que me convierte en titular de esta expectativa –
la de acceder al sistema de salud– y crea a otros sujetos su obligación
correlativa de proporcionarme los medios y las instancias de calidad para
que ejerza mi derecho a concurrir a un centro o efector de salud (Abramovich
y Courtis, 2002).
Sin duda que las características constitutivas de un derecho son nume-
rosas y específicas, pero adquiere centralidad la posibilidad intrínseca de
dirigir un reclamo ante una autoridad independiente del obligado –habi-
tualmente un/a juez/a o un/a magistrado judicial– para que haga cumplir
la obligación o imponga reparaciones o sanciones por el incumplimiento.
Esta característica se denomina justiciabilidad o exigibilidad judicial, y

183
Laura C. Pautassi

supone una garantía del cumplimiento de las obligaciones que se des-


prenden del derecho de que se trate. Por ende, el reconocimiento de dere-
chos impone la creación de acciones judiciales o de otro tipo, que permi-
tan al titular del derecho reclamar frente a una autoridad judicial u otra
con similar independencia, ante la falta de cumplimiento de su obliga-
ción por parte del sujeto obligado (Abramovich, 2006).
Se han establecido genéricamente dos tipos de derechos:
i) los derechos individuales o también denominados “derechos de prime-
ra generación”, que se encuentran reconocidos e incluidos en las cons-
tituciones políticas modernas, definidos como aquellas libertades y ga-
rantías de los ciudadanos y que definen a su titular a priori. Entre
otros, podemos mencionar el derecho a expresar las ideas propias; a
profesar una religión, a comerciar, a ejercer el derecho a voto. En este
grupo se incluyen los derechos civiles y políticos (DCP).
ii) Un segundo grupo de derechos son los derechos económicos, sociales y
culturales (DESC) usualmente considerados “derechos de segunda ge-
neración” e incluidos posteriormente también en las constituciones
políticas, cuya principal diferencia con los anteriores es que no se en-
cuentra su titular identificado a priori y por ello refieren al derecho a al
trabajo en condiciones dignas, a la educación, al derecho a recibir una
alimentación adecuada, entre otros. Esto es, no se refieren a un sujeto
titular del derecho sino que la titularidad del derecho es para la ciuda-
danía en general.
Esta separación “generacional” de ambos derechos no confiere argu-
mentos para objetar el mismo valor a ambos tipos de derechos. Tal como
señala Gargarella (2006) no existen suficientes fundamentos para justifi-
car las distinciones que se realizan entre derechos individuales y derechos
sociales, y sobre las cuales se basa un status jurídico disímil que se les
adjudica. En rigor, los derechos económicos, sociales y culturales deben
considerarse tan “operativos” o tan “ideales” como los mismos derechos
individuales. Es decir, constituyen una obligación jurídica y no una mera
manifestación de buena voluntad política, con prerrogativas para los par-
ticulares y obligaciones para el Estado.
Cabe destacar que los DESC tienen un amplio reconocimiento en el
Derecho Internacional, especialmente en el marco de los pactos y trata-
dos internacionales de Derechos Humanos, desde la Declaración Univer-
sal de Derechos del Hombre (1948) en adelante, existiendo además un
tratado específico como es el Pacto Internacional de Derechos Económi-

184
Límites en la agenda de reformas sociales

cos, Sociales y Culturales (PIDESC) aprobado en 1966, que entró en


vigor en 1976. En su preámbulo establece enfáticamente que “no puede
realizarse el ideal del ser humano libre, liberado del temor y de la miseria,
a menos que se creen condiciones que permitan a cada persona gozar de
sus derechos económicos, sociales y culturales, tanto como de sus dere-
chos civiles y políticos” dejando en claro el mismo rango entre ambos
tipos de derechos.
Años después, en 1999 entró en vigencia el Protocolo de San Salvador,
que es el protocolo adicional a la Convención Americana de Derechos
Humanos, y que constituye el primer instrumento interamericano que
regula específicamente derechos económicos, sociales y culturales.9 A su
vez, en el ámbito de Naciones Unidas se cuenta con el importante trabajo
que han desarrollado los relatores especiales encargados de monitorear el
cumplimiento de derechos económicos y sociales, como los relatores para
el derecho a la salud, a la educación, a la vivienda y a la alimentación.
Fortaleciendo dicha perspectiva, la Oficina del Alto Comisionado para
los Derechos Humanos (OHCHR, 2004, p. 3) señala que en el derecho
internacional existen normas y valores, explícitas o implícitas, que dan
forma a las instituciones y a las políticas que de ellas resultan. En relación
con la pobreza, señala que toda estrategia de reducción de la pobreza
debería reflejar las normas de derecho internacional. En este sentido, la
reducción de la pobreza y los derechos humanos no son independientes
uno del otro sino que forman parte de un mismo proyecto.
A nivel internacional, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y
Culturales, órgano de supervisión del PIDESC ha realizado importantes
esfuerzos por delimitar el contenido normativo de los derechos y las obliga-
ciones que han acordado los Estados en dichos instrumentos internaciona-
les, en especial a través de la elaboración de las Observaciones generales,

9. La Asamblea general de la OEA ha otorgado mandato específico a la Comisión Interamericana


de Derechos Humanos (CIDH-OEA) para que confeccione lineamientos para la elaboración
de los informes de los países que den cuenta del cumplimiento de los derechos comprometi-
dos por cada uno de los Estados. Estos lineamientos se encuentran actualmente en período de
consulta por parte de las organizaciones de la sociedad civil, y, concluido dicho período e
incorporadas modificaciones, será elevado a la Asamblea General de la OEA para su aproba-
ción. El mismo proveerá, a los Estados, bases metodológicas de utilidad, no sólo para la
confección de los informes requeridos por el mecanismo del Protocolo, sino que aspira a que
se constituya en una herramienta de control y de evaluación de las políticas públicas aplicadas
por los gobiernos (disponible en www.cidh.org).

185
Laura C. Pautassi

que ya son dieciséis, y que tienen un impacto sustantivo en la delimita-


ción de la obligatoriedad que les compete a los Estados en la aplicación de
normas progresivas en materia de cumplimiento de DESC. Estas obser-
vaciones, que abarcan también la delimitación de otros estándares, se
complementan con las evaluaciones periódicas que realizan en relación
con las medidas que adoptan los Estados para efectivizar el cumpli-
miento de los DESC y que luego son expuestas por el Comité en sus
Observaciones Finales.10
¿De qué manera se han fijado estas obligaciones? En primer lugar, des-
de los órganos de supervisión internacional de derechos humanos, tanto a
nivel universal (Comité del PIDESC) como regional (Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, Corte Interamericana de Dere-
chos Humanos) han procurado no sólo resarcir a las víctimas en casos
particulares, sino también fijar un corpus de principios y estándares, con
el propósito de lograr impactar en nuevas instancias que tiendan a garan-
tizar la calidad de los procesos democráticos a través del fortalecimiento
de los principales mecanismos internos de protección de derechos, entre
otros, los sistemas de administración de justicia, las instancias de partici-
pación política y de control horizontal, como son las defensorías del pue-
blo, procuradores de derechos humanos y las áreas competentes de la
administración pública.
Por ende, comienza a regir una serie de postulados y principios que
gozan de consenso de la comunidad de las naciones e integran el conjun-
to de derechos humanos. Vital importancia cobra el artículo 5 de la De-
claración de Viena, adoptada en la Conferencia de Derechos Humanos en
1993, que establece que todos los derechos humanos son universales,
indivisibles e interdependientes y están relacionados entre sí y que los
mismos deben ser tratados por la comunidad internacional en forma global
y de manera justa y equitativa.
Finalmente y no de menor impacto, en el ámbito interno de los
Estados se ha avanzado considerablemente en materia de reconoci-
miento de los DESC y consiguiente justiciabilidad, habiéndose pro-
ducido una importante jurisprudencia tanto de las cortes constitucio-
nales como en diversas instancias judiciales, reconociendo claramente
el carácter justiciable de los DESC, pero además avanzando en sus

10. Véase al respecto los trabajos contenidos en Courtis (2006), en especial Rossi (2006).

186
Límites en la agenda de reformas sociales

pronunciamientos en relación con el diseño de políticas públicas que


hagan efectivos los DESC.11
Otra diferencia que se busca enfatizar entre DCP y DESC es el hecho
de que los derechos sociales se diferencian de los civiles y políticos por el
carácter de obligaciones negativas de estos últimos, mientras que los dere-
chos sociales implican el nacimiento de las obligaciones positivas. En el
primer caso, las obligaciones negativas refieren principalmente a la no
intervención del Estado en caso de una huelga, a no empeorar la salud de
la población, no impedir el acceso de un niño o una niña a un instituto
educativo, entre otros. En relación con las obligaciones positivas, éstas no se
agotan solamente en acciones de dar –proveer de vivienda, aplicar vacunas
para infantes–, sino que la diferencia es el tipo de relaciones que se estable-
cen entre el Estado y los destinatarios de las prestaciones. Significa que el
Estado puede satisfacer un derecho a través de diferentes medios, y en
muchos de ellos, los sujetos obligados pueden participar activamente.12
Claramente el conjunto de obligaciones estatales que caracterizan a
los derechos sociales es sumamente variado. Por ello resulta incorrecta
toda pretensión de discutir la justiciabilidad de los mismos, ya que
cada tipo de obligación ofrece una serie de acciones posibles, que van
desde la denuncia por incumplimiento de obligaciones negativas has-
ta la exigencia de cumplimiento de las positivas. Tal como fue señala-
do, un derecho económico, social y cultural se caracteriza no sólo por
el hecho de que el Estado cumpla con su conducta, sino por la exis-
tencia de algún poder jurídico para actuar de quien es el titular del
derecho, en caso de que se produzca el incumplimiento de la obliga-
ción que es debida.

11. Sin duda que la Corte Constitucional de Colombia es quien ha producido fallos ejempla-
res al respecto, pero también en los diversos países se van produciendo avances que dan
cuenta del reconocimiento de los DESC. Resulta interesante señalar que en países como
Argentina se está avanzado en una suerte de “judicialización” de la política social, habiéndose
interpuesto numerosas acciones de reclamo en materia de programas sociales. Ver al respecto:
Campos, Faur y Pautassi, 2007.
12. Abramovich y Courtis (2003) señalan que es erróneo el automatismo con el que se asocian
directamente las obligaciones positivas del Estado con la necesidad imperiosa de transferir
fondos públicos. Por el contrario, los autores insisten en el hecho de que si bien una de las
formas más características de cumplir con las obligaciones de hacer o de dar –especialmente
en materia de salud, vivienda– es directamente a partir de la provisión de fondos, sin embargo
existen las formas explícitas que tiene el Estado para satisfacer un derecho por otros medios.

187
Laura C. Pautassi

Un Estado puede satisfacer –positivamente– un derecho social princi-


palmente por tres formas:13
i) Determinados derechos fijan la obligación del Estado de establecer
mecanismos de regulación, sin la cual el ejercicio de los derechos
no tiene sentido: el Estado instituye el marco normativo para el
desenvolvimiento de determinadas actividades, y no necesariamen-
te la obligación del Estado se vincula con una transferencia de fon-
dos hacia el destinatario de una prestación, sino que la obligación
se dirige a establecer normas que establezcan la organización de
una estructura que se encargue de organizar una actividad determi-
nada. Por ejemplo, la protección a los adultos mayores supone la
existencia de normas jurídicas que le asignen a este grupo etario
algún tipo de consideración diferencial con respecto a su inexisten-
cia y que se diferencie del conjunto de los ciudadanos y ciudada-
nas. Asimismo puede consistir en que el Estado delimite bajo qué
parámetros deben organizarse, por ejemplo, la provisión de servi-
cios de cuidado para las y los adultos mayores.
ii) La obligación exige que la regulación establecida por el Estado restrin-
ja o ponga límites a las facultades de las personas privadas, o les im-
ponga obligaciones. Es decir, requiere regulaciones que sean imponibles
a terceros, y no sólo al propio Estado. Un ejemplo de cumplimiento
son las restricciones a la arbitrariedad de los empleadores, al igual que
otras regulaciones presentes en el mercado de empleo remunerado (re-
gulaciones laborales).
iii) El Estado debe cumplir con su obligación proveyendo de servicios a la
población, ya sea en forma exclusiva, o través de una cobertura mixta,
que además del aporte estatal incluyen regulaciones en las que ciertas
personas privadas se vean afectadas por limitaciones o restricciones. En
estos casos se trata de la organización de un servicio público, como el
sistema de transporte público de pasajeros, el funcionamiento de la
administración de justicia, la gestión de créditos hipotecarios para la
vivienda, beneficios o exenciones impositivas, entre otros.

13. De acuerdo con la clasificación sugerida por Abramovich y Courtis (2002). Los autores
hacen referencia además a otra diferenciación que usualmente se esgrime: que para los dere-
chos civiles y políticos corresponden obligaciones de resultados, mientras que para los econó-
micos y sociales corresponden obligaciones de conducta, lo cual trae aparejado consecuencias
concretas al momento de comprobar si un país ha violado o no un tratado internacional.

188
Límites en la agenda de reformas sociales

El cúmulo de obligaciones positivas y negativas abre otro espectro que


interesa especialmente para el desarrollo que aquí realizo: otorgar dere-
chos implica, a su vez, reconocer un campo de poder para sus titulares,
reconocimiento que limita el margen de acción de los sujetos obligados –
entre ellos, el Estado–. ¿Por qué? Precisamente porque este empoder-
amiento (empowerment) define en sentido amplio aquellas acciones que
el obligado puede y las que no puede hacer.14
Si este empoderamiento lo proyectamos en el ámbito de las políticas
sociales, implica, en primer lugar, considerar a todos, a cada uno y a cada
una de los ciudadanos y ciudadanas, como sujetos titulares de derechos y
no como simples “beneficiarios” de programas sociales transitorios. Nue-
vamente ilustra esta relación los derechos económicos, sociales y cultura-
les y sus técnicas de garantía o protección, ya que habitualmente se objeta
su reconocimiento como derechos precisamente bajo el argumento de
que plantear determinadas cuestiones sociales en el plano jurídico puede
restarle espacio a la política, constriñendo a los Estados en el margen de
acción para adoptar estrategias efectivas de desarrollo con equidad
(Abramovich, 2006).
Y aquí es precisamente donde cobra relevancia la necesidad de incor-
porar el enfoque de derechos al amplio espectro de políticas públicas, en
tanto se hace explícito el reconocimiento de una relación directa que exis-
te entre el derecho, el empoderamiento de sus titulares –es decir, las y los
ciudadanas–, las obligaciones correlativas y las garantías, todo lo cual con-
juga en una potencialidad que puede actuar como una forma de garanti-
zar situaciones que tiendan a la equidad en situaciones sociales notoria-
mente desiguales. Pero además busca contribuir a revertir el déficit de
institucionalidad actualmente vigente en América Latina.
La perspectiva de derechos, tal como se analiza a continuación, impacta
esencialmente en la fijación de un marco conceptual para el desarrollo de
políticas públicas que puedan considerarse compatibles con la noción de

14. El concepto de empoderamiento ha sido desarrollada ampliamente por la teoría feminis-


ta, relacionándolo con una nueva concepción del poder, basado en relaciones sociales más
democráticas y en el impulso del poder compartido entre varones y mujeres. Se promueve
explícitamente que el empoderamiento se convierta en un poder sustentable y que las relacio-
nes entre hombres y mujeres permitan integrar lo micro y lo macro, lo privado y lo público,
lo productivo y lo reproductivo, lo local y lo global. A su vez, el empoderamiento de las
mujeres implica una alteración radical de los procesos y estructuras que reproducen la posi-
ción subordinada de las mujeres como género.

189
Laura C. Pautassi

derechos. A partir de allí, se estructura un andamiaje conceptual, pero a


la vez teórico-operativo, que identifica diversos mecanismos de seguimiento
y responsabilidad que involucran a los actores políticos, sociales y econó-
micos en el proceso de definición de políticas, incorporando el principio
de igualdad y no discriminación.

2. Enfoque de derechos: empoderamiento


como obligación

Ahora bien, ¿cómo se puede hacer operativo un “enfoque de derechos”?


¿Se reduce sólo al diseño de las políticas públicas o puede ser aplicado
para promover mecanismos de evaluación de las políticas y/o para esta-
blecer mecanismos de responsabilidad (accountability) horizontal que
pueda avanzar en un efectivo cumplimiento de compromisos en políticas
sociales?15 ¿Cómo se vincula con el desarrollo socioeconómico?
Un primer punto que debe quedar en claro que el enfoque de derechos
se nutre de un importante corpus de principios, reglas y estándares que
componen el ámbito de los derechos humanos, desarrollado en el marco
de las diversas instancias e instituciones que integran el Sistema Interna-
cional de Derechos Humanos (SIDH), y que en el último tiempo se ha
preocupado especialmente por definir con mayor precisión no sólo aque-
llo que el Estado no debe hacer, a fin de evitar violaciones, sino también
aquello que debe hacer en orden a lograr la plena realización de los dere-
chos civiles, políticos y también económicos, sociales y culturales.16
En este sentido, el enfoque de derechos adquiere un carácter dinámico y
se conjuga con el carácter de proceso que reviste el impulso del desarrollo
socioeconómico, confluyendo en un programa de acción que puede guiar u
orientar las políticas públicas de los Estados y contribuir al fortalecimiento

15. La denominada accountability horizontal (O’Donnell, 2001) consiste en un mecanismo


de control de legalidad que puede ejercer el Poder Judicial sobre el Poder Ejecutivo. Este
control se manifiesta a partir del análisis de compatibilidad legal de la política social.
16. Con esta nueva concepción, se supera la histórica tradición de conceptualizar a los
derechos humanos como un medio para imponer límites a las formas abusivas de uso del
poder por el Estado, un decálogo de aquellas conductas que el Estado no debería hacer, como
no torturar, no privar arbitrariamente de la vida, no discriminar, no entrometerse en la vida
privada y familiar de las personas (Abramovich, 2006).

190
Límites en la agenda de reformas sociales

de las instituciones democráticas. Pero una primera premisa debe quedar


en claro, el enfoque de derechos no avanza en definir cómo debe realizarse
el desarrollo, sino por el contrario, hace especial mención a que la defini-
ción de la dinámica está a cargo por entero del Estado. Es decir, sólo
especifica qué elementos, principios, estándares y obligaciones deben es-
tar presentes para garantizar que un proceso de desarrollo sea acorde con
los principios de derechos humanos y con las obligaciones jurídicas que le
competen a los Estados por haber suscripto los tratados internacionales.
Sin embargo, el sistema internacional de derechos humanos no es el
único marco que nutre al enfoque de derechos, sino precisamente debido
a su carácter dinámico, se pueden incorporar numerosas corrientes
doctrinarias en materia de derechos, como también de otras disciplinas,
como la ciencia política, la nueva administración pública, la economía, la
sociología política. El límite es sin duda que se respeten los estándares en
materia de DESC, como la obligatoriedad de garantizar el contenido
mínimo de los derechos, la prohibición de aplicar medidas y políticas que
impliquen regresividad en relación con derechos garantizados y la necesi-
dad de enmarcar en medidas progresivas de cumplimiento de derecho a
todas las acciones estatales. A su vez, todas las políticas y acciones ten-
dientes a hacer operativos los DESC deben desarrollarse respetando el
principio de universalidad e inalienabilidad; garantizando el principio de
información y participación social y las correspondientes garantías de ac-
ceso a la justicia. Estos estándares serán retomados a lo largo del análisis
que aquí se desarrolla.
Claramente se está reconociendo la responsabilidad de los Estados en
la promoción del amplio conjunto que integran los derechos humanos y
que se encuentran plasmados en los diversos pactos y tratados internacio-
nales. Especial mención debe hacerse al principio de igualdad, reconoci-
do en todas las convenciones porque constituye el primer plafón sobre el
cual deben asentarse el conjunto de medidas y políticas que integren una
estrategia de desarrollo, tanto lo referido al diseño de políticas públicas
como también en la promoción de instancias de cambio cultural para
consolidar la igualdad entre mujeres y varones en todos los niveles.
Precisamente en materia del principio de igualdad y no discrimina-
ción, la Convención Internacional contra la Discriminación de la Mujer
(CEDAW) establece que cada Estado parte es responsable de asegurar el
goce de los derechos en condiciones de igualdad y sin discriminación
alguna, debiendo adoptar todas las medidas que sean necesarias, incluida

191
Laura C. Pautassi

la prohibición de la discriminación por razón de sexo, para poner término


a los actos discriminatorios que obsten al pleno disfrute de los derechos,
tanto en el sector público como en el privado.17
Respetar el principio de universalidad cobra suprema relevancia, pues,
más allá de las tendencias generales de avance en la realización de los
derechos, corresponde al Estado garantizarlos a todas las personas en su
territorio y no se puede excusar cuando los está garantizando a muchos o
a la mayoría. Esto es, debe existir la certeza de que los ciudadanos y ciu-
dadanas pueden exigir los derechos que tienen garantizados con ciertas
posibilidades de éxito. Esta posibilidad no depende sólo del reconoci-
miento normativo, ni de la posición legal de cada individuo, sino de la
disponibilidad de una serie de recursos y capacidades. Se trata de capaci-
dades intelectuales, sociales y culturales, facilidades de lenguaje, infor-
mación y conocimiento, recursos materiales, económicos y financieros.18
Si el rasgo constitutivo en América Latina es la distribución desigual
de esos recursos y capacidades, queda claro que son numerosos los secto-
res o individuos que se encuentran en desventaja para exigir sus derechos
sociales por carecer de algunos de estos recursos o capacidades. Y allí
resulta central analizar cuáles son las limitaciones estructurales, para que
una persona o un sector de la población, en un país determinado, pueda
exigir al Estado sus derechos sociales.
De esta forma se desprende el primer requisito o condición necesaria
para cualquier tipo de estrategia de desarrollo y, a la vez, es una obliga-
ción de los Estados reconocer en cada persona su titularidad de dere-
chos. Esto que en palabras de Bobbio (1991) significa “el derecho a
tener derechos”.

17. A partir de allí se promovieron modificaciones constitucionales y legislativas que sirvieron


para avanzar en el reconocimiento de los derechos de otros sectores sociales, como los
pueblos originarios o los grupos discriminados por su opción sexual. En ese sentido, los
alcances de la CEDAW trascienden el ámbito específico de la igualdad de género para conver-
tirse en un hito en la reelaboración del concepto de discriminación, lo que beneficia en forma
universal a muchos grupos humanos. Ha servido también para promover la rendición de
cuentas por parte de los Estados y, de esa manera, institucionalizar una práctica de transpa-
rencia en la gestión pública que permite, incluso a las organizaciones de la sociedad civil,
elaborar informes alternativos a los oficiales (Montaño, 2006).
18. En ocasiones, la integración de las personas en redes sociales y su contacto con actores
relevantes como organizaciones de la sociedad civil con capacidad de demandar derechos o
movilizarse y negociar con las autoridades públicas (CIDH, 2007).

192
Límites en la agenda de reformas sociales

Una vez introducido este concepto en el contexto de la adopción de


políticas, el punto de partida utilizado para la formulación de una políti-
ca específica no consiste en reconocer únicamente la existencia de ciertos
grupos específicos o sectores sociales que tienen necesidades no cubiertas,
sino fundamentalmente la existencia de personas que tienen derechos que
pueden exigir o demandar, esto es, atribuciones que dan origen a obliga-
ciones jurídicas de parte de otros y por consiguiente al establecimiento de
mecanismos de tutela, garantía o responsabilidad.
Ejemplos más que significativos de la ausencia de una perspectiva de
derechos han sido los programas sociales focalizados que se han
implementado a partir de la década del noventa en toda América Latina.
En primer lugar, los mismos se caracterizaron por irrumpir como una
estrategia directa en contra de las políticas de cuño universal, buscando
definir a priori una población objetivo o meta, en donde establecía como
“título de derecho” (entitlement) para acceder a una prestación social la
condición de pobre bajo alguna situación de vulnerabilidad. Si bien se
buscaba que los mismos fueran transitorios, en función de una supuesta
dinámica de mercado que se buscaba estimular, los mismos fueron cam-
biando de nombre pero no en su esencia.19 Así, en la mayoría de los países
de América Latina se implementaron decenas de programas sociales, la
mayoría promovidos por los organismos internacionales de asistencia
crediticia, y que abarcaron desde programas transitorios de empleo, de
formación profesional, de capacitación, microemprendimientos produc-
tivos, hasta programas de nutrición infantil.
En suma, y en términos de CEPAL (2006), el enfoque de derechos
busca impulsar un nuevo mecanismo de intervención estatal que contem-
pla tres dimensiones: i) una dimensión ética, que se basa en los principios
plasmados en los derechos humanos de carácter vinculante; ii) una di-
mensión procesal, que consiste en mecanismos instituidos que facilitan el
diálogo entre actores sociales y políticos y que permiten traducir los acuer-
dos logrados en instrumentos normativos y, a la vez, traducir estos instru-
mentos en políticas; y, finalmente, iii) una dimensión de contenidos rela-
tivos a la protección social, que oriente acciones concretas en los campos
donde la población se sienta más desprotegida, como la salud, la educa-
ción, la seguridad social, entre otros.

19. Al respecto, véase Lo Vuolo, Barbeito, Pautassi y Rodríguez Enríquez (1999).

193
Laura C. Pautassi

En rigor, no alcanza solamente con incorporar un lenguaje de derechos


o sostener que ciertos programas se inscriben en dirección a reconocer
determinados derechos, sino precisamente se busca que cada derecho que
se garantice contenga los estándares jurídicos. Es decir, no se trata de
sostener que se ha adoptado una perspectiva de derechos cuando en el
mejor de los casos se aplique un “filtro de derechos” a programas focalizados.
En otros términos, a pesar de que el lenguaje de los derechos tiene de
por sí un valor ético y político y puede servir para fortalecer las demandas
sociales frente a situaciones de inequidad, sus implicancias concretas en
términos de política social o de garantía no se consideran adecuadamen-
te. El riesgo puede ser la utilización de una retórica de los derechos que
luego no logre satisfacer las mínimas expectativas que este concepto pue-
de legítimamente ocasionar, provocando en los hechos una pérdida de
confianza por parte de la población en general. O, también, que la falta
de efectividad en la implementación vacíe de contenido al enfoque. Éstos
son parte de los riesgos que hay que considerar seriamente.
De allí que resulte clave analizar en qué medida ciertos sectores discri-
minados o excluidos socialmente en la región, que suelen definirse como
los “beneficiarios de las acciones de promoción”, padecen dificultades
particulares para el ejercicio efectivo de algunos de estos derechos, lo que
impone severos límites al éxito de los mecanismos formales de consulta y
participación que se establecen habitualmente en las estrategias de desa-
rrollo. De esta forma, además de promover el “empoderamiento” de los
ciudadanos y las ciudadanas a partir de reconocerse titulares de derechos,
el segundo paso en este proceso es poder ejercer el derecho a la participa-
ción política y pública en general.

3. Participación política y social.


Condición necesaria

Según hemos desarrollado y tal como la experiencia en los países de la


región da cuenta, la participación política requerida en el marco de un
proceso democrático no se limita únicamente a contar con un sistema
institucionalizado de elecciones periódicas y limpias (O’Donell, 2000).
Requiere fundamentalmente de la posibilidad de ejercer algunos otros
derechos que actúan como una condición previa para que un proceso
democrático se desempeñe con cierta regularidad, tales como el derecho

194
Límites en la agenda de reformas sociales

de asociación, de reunión, la libertad sindical, la libertad de expresión y


el derecho de acceder a la información, entre otros. La posibilidad real de
ejercer estos derechos habilita la potencialidad de aquellos que se encuen-
tran transitando por una situación de pobreza para incidir en los procesos
políticos y en la orientación de las decisiones del gobierno, pero estará a
su vez condicionado o fuertemente limitado por el grado en el que pue-
dan ejercer sus derechos económicos, sociales y culturales. Esto es, ser
parte en los procesos de diseño e implementación de las políticas sociales.
¿Es posible?
Para poder aproximar una respuesta, previamente deberíamos reflexio-
nar acerca de las razones que han impedido a los titulares de derechos
acceder al cúmulo de derechos y obligaciones que incluye el conjunto de
garantías ciudadanas. Nos referimos explícitamente al porqué de los bajos
o nulos índices de participación de los grupos excluidos, especialmente
los pobres, los indígenas, los desempleados, entre otros, que los ha lleva-
do a ser considerados “beneficiarios” de políticas y no sujetos titulares de
derechos.
Es usual encontrar como primera respuesta al interrogante de la baja
participación y la dificultad de empoderarse de estos grupos o sectores de
la población, que por otra parte son numerosos, una suerte de consenso
que identifica como problema el desconocimiento de la existencia de de-
rechos pero también como consecuencia de un débil posicionamiento de
estos titulares en el conjunto de la sociedad. Esto es, no reclaman ni
adquieren poder porque desconocen la idea de ser sujetos portadores de
derechos.
Ahora bien, nada se dice sobre la “oferta de empoderamiento” y de
mecanismos institucionales que logren sortear esta suerte de demanda
ciudadana ausente en estos grupos. Allí, salvo determinados mecanismos
como las acciones positivas u otras de discriminación inversa,20 no se ofre-
ce un conjunto de medidas que otorguen o habiliten a estos ciudadanos y
ciudadanas para que efectivamente puedan ampliar su margen de actua-
ción y a partir de allí empoderarse en el ejercicio de derechos.

20. Las acciones positivas son aquellos mecanismos que se utilizan para corregir la falta de
participación política y económica de las mujeres, razón por la cual se establece este tipo de
políticas que en los hechos significa que en igualdad de condiciones se le da prioridad a una
mujer sobre un varón. Ejemplo de este tipo de medidas son las leyes de cupo o de cuota, medidas
de promoción del empleo, en ámbitos considerados típicamente masculinos, entre otras.

195
Laura C. Pautassi

Es por ello que no se puede sostener que estos importantes grupos de


la población, que transitan por una situación de vulnerabilidad, no bus-
quen canales de participación y de reclamo, sino que el problema es que
no existen canales y vías de participación previstas, con excepción del
ejercicio del derecho al voto. A esta situación contribuyeron fuertemente
la dinámica de los procesos de reforma promovidos en el marco del con-
senso de Washington que asumieron a estos grupos como los “perdedores”
del proceso, incapaces de ser incorporados en el conjunto de la sociedad y,
por lo tanto, no se buscó fomentar un empoderamiento, como tampoco
mayor autonomía y posibilidades de desarrollo de sus derechos ciudada-
nos. En otros términos, los programas focalizados asistenciales fueron fun-
cionales para evitar otorgar poder ciudadano a sus “beneficiarios”.
Los programas y políticas ciegas al género, por ejemplo, actúan en la
misma dirección. Así, esta formulación no cuestiona la división sexual del
trabajo y apuesta a la mayor productividad del trabajo doméstico a fin de
facilitar el trabajo remunerado de las mujeres. Tampoco se analizan las
situaciones de segregación y discriminación que padecen las mujeres en el
mercado de empleo productivo, sino que además se ubica la causa de las
desigualdades y de la subordinación de las mujeres en su situación de
pobreza y no en las relaciones sociales de clase y de género que caracteri-
zan a los países de la región.
Asimismo, resulta conexo con los anteriores principios la específica con-
sideración del principio de participación en toda su extensión, en tanto
resulta clave en las estrategias y políticas de desarrollo, al mismo tiempo
que resulta un método para identificar necesidades y prioridades a nivel
local o comunitario. Este principio medular de participación puede ser
precisado por su vinculación con el ejercicio de determinados derechos
civiles y políticos, y en especial con las definiciones sobre el contenido y
alcance de algunos de estos derechos en las instancias de protección inter-
nacional de derechos humanos. Existen además algunos derechos concre-
tos de participación y consulta en los procesos de decisión de políticas
públicas sociales que están directamente definidos en normas internacio-
nales o constitucionales.
Paradójicamente, el campo de las políticas sociales no suele advertir la
importancia de los sistemas y políticas de acceso a la justicia y a mecanis-
mos de reclamos de derechos, como componentes esenciales para mejorar la
participación social, la transparencia, fiscalización y, en definitiva, la efecti-
vidad de las propias políticas. Paralelamente, los sectores especializados en

196
Límites en la agenda de reformas sociales

temáticas judiciales tienden a ver los problemas de acceso a la justicia


como asuntos vinculados estrictamente al diseño de los sistemas de justi-
cia y desvinculados de las lógicas y orientaciones de las políticas sociales
(Abramovich, 2006).
Esa relación directa existe no sólo porque los procesos de degradación
social y exclusión agudizan los problemas de acceso a la justicia, sino
también porque la lógica de las políticas sociales suele incidir en la posi-
bilidad de ejercer derechos, en especial frente al Estado, tanto sociales
como civiles y políticos. En otros términos, no se acercan los derechos a
los ciudadanos y las ciudadanas, como tampoco los mecanismos destina-
dos a satisfacerlos y garantizarlos. La distancia que se ha generado entre la
ciudadanía y las esferas estatales es visiblemente enorme y consolidada,
de allí la importancia de “tender puentes” que no son una metáfora en sí
mismos, sino claramente buscan achicar las brechas que hoy existen.
Tal como se señaló, la degradación de los derechos laborales y el debi-
litamiento de las estructuras sindicales tuvieron un impacto directo en el
desmantelamiento de redes sociales que favorecían la tutela de los dere-
chos, o en otros casos implicó un fuerte disciplinamiento de la fuerza de
trabajo frente a la arbitrariedad del propio Estado (en el caso del empleo
público) o de los sectores empresariales (empleo privado). En igual direc-
ción, la sujeción de los ingresos familiares a la ayuda social discrecional
inhibió a importantes sectores de la población de formular sus reclamos
en términos de acciones litigiosas, de modo que las políticas asistenciales
basadas en beneficios de reconocimiento discrecional agudizan las barre-
ras institucionales para el acceso a la justicia.
Como contracara, y tal como lo sostiene Gargarella (2006), los jueces
toman a los derechos sociales –por ejemplo, típicamente, el derecho al
trabajo– como “derechos no operativos”, lo cual significa, en la práctica,
su autoinhibición en la materia hasta tanto el poder político no “ponga
en marcha” tales derechos (por ejemplo, dictando leyes que les otorguen
a los derechos sociales “contenido real”). Este tipo de hechos resultan
especialmente relevantes, dado que permiten advertir de qué modo, en la
práctica jurídica, los derechos sociales terminan adquiriendo un carácter
meramente declarativo, como si representasen, en verdad, formas consti-
tucionales vacías, nada más alejado de su carácter.
Lo señalado hasta el momento da cuenta de dos elementos claves en térmi-
nos de ejercicio ciudadano: el reconocimiento de derechos, a partir de la
identificación de los titulares de derechos, y las instancias de participación,

197
Laura C. Pautassi

ya sea vía acceso a los mecanismos de garantías judiciales o por vía de


mecanismos de contralor ciudadano.
Es decir, en la conjunción de empoderamiento con participación se puede
tender el primer puente entre perspectiva de derechos y estrategias de desa-
rrollo. Pero ¿cómo se tiende un puente con las políticas públicas o, lo que es
lo mismo, cómo se logra que se consolide este marco institucionalmente?

4. Conjunción de derechos y políticas,


¿fórmula posible?

Incorporar una perspectiva de derechos en los contextos nacionales no


reduce el ámbito de actuación sólo a la posibilidad de presentar mecanis-
mos judiciales por parte de los sujetos afectados como tampoco sirve de
fundamento únicamente a la jurisprudencia de los tribunales locales, sino
precisamente su potencialidad apunta al fortalecimiento de la
institucionalidad democrática en los Estados.
Esto significa que el sistema de derechos humanos, en su articulado
previsto en los pactos y tratados internacionales, como también a partir
del conjunto de estándares fijados por los diversos comités del sistema,
puede incidir de manera directa en la orientación general de las políticas
públicas y en los procesos de formulación, implementación, evaluación y
fiscalización de las mismas. Así, es común observar que las decisiones
individuales adoptadas en un caso suelen imponer a los Estados obliga-
ciones de formular políticas para reparar la situación que da origen a la
petición, e incluso establecen el deber de abordar los problemas estructu-
rales que están en la raíz del conflicto analizado en ese caso.
En igual dirección, la imposición de obligaciones positivas a los Esta-
dos realizada por los órganos del sistema internacional de Derechos Huma-
nos es precedida, por lo general, por el examen, bajo estándares jurídicos,
de las políticas implementadas o del comportamiento omisivo del Estado
que ha provocado o favorecido una violación de derechos. Esas obligacio-
nes pueden consistir en cambios de políticas existentes, reformas legales,
acciones positivas, la implementación de procesos participativos para for-
mular nuevas políticas públicas y muchas veces en el cambio de ciertos
patrones de comportamiento que caracterizan el accionar de muchas ins-
tituciones del Estado que promueven violaciones, por ejemplo, violencia
policial, abuso y tortura en las cárceles, beneplácito del Estado frente a

198
Límites en la agenda de reformas sociales

situaciones de violencia doméstica.21 Asimismo, en el marco de los casos


individuales el sistema promueve habitualmente procesos de solución
amistosa o negociaciones entre los peticionarios y los Estados, en los cua-
les los Estados muchas veces se avienen a implantar esas reformas institu-
cionales o crean mecanismos de consulta con la sociedad civil para la
definición de políticas.22
En función de lo expuesto, y previo a la instancia de expresión de los
órganos judiciales, es fundamental que cada Estado, en el momento de
diseñar, formular o implementar una política social considere, en primer
lugar, la obligación que tiene de garantizar el contenido mínimo de los
derechos económicos, sociales y culturales. En efecto, el Comité PIDESC
ha sostenido que existe un umbral mínimo de satisfacción de cada dere-
cho que apunta a asegurar por lo menos niveles esenciales de cada uno de
estos derechos y no puede escudarse el Estado en la falta de recursos
disponibles para justificar su accionar si éste induce a un sector de la
población por debajo del estándar mínimo de protección de este derecho.
El Comité DESC ha considerado que esa obligación surge del artículo
2.1 del PIDESC, expresando que “un Estado en el que un número impor-
tante de individuos está privado de alimentos esenciales, de atención pri-
maria de salud esencial, de abrigo y vivienda básicos o de las formas más

21. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) emite, asimismo, informes


generales por países, donde analiza situaciones concretas de violaciones y realiza recomenda-
ciones que orientan políticas estatales sobre la base de estándares jurídicos y puede emitir
también informes temáticos que abarcan temas de interés regional o que conciernen a varios
Estados. El potencial que tienen estos informes se refleja en la fijación de estándares y
principios, al mismo tiempo que relevan situaciones colectivas o problemas estructurales que
pueden no estar debidamente reflejados en la agenda de los casos individuales. El proceso de
elaboración de los informes temáticos permite a su vez a la Comisión dialogar con actores
sociales locales e internacionales relevantes para esa temática, recabar la opinión de expertos,
de agencias de cooperación, de los órganos políticos y técnicos de la OEA, e iniciar vínculos
con los funcionarios encargados de generar en definitiva políticas en los campos analizados. A
modo de ejemplo, véase CIDH (2007).
22. A su vez, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) puede emitir opiniones
consultivas, que sirven para examinar problemas concretos más allá de los casos contenciosos,
y fijar el alcance de las obligaciones estatales que emanan de la Convención y de otros tratados
de derechos humanos aplicables en el ámbito regional, tales como la situación jurídica de los
trabajadores migrantes, y los derechos humanos de niños y adolescentes. En ocasiones, en
estas opiniones consultivas la Corte ha intentado fijar marcos jurídicos para el desarrollo de
políticas, por ejemplo, las políticas dirigidas a la infancia (CIDH, Opinión Consultiva Nº 17
y Opinión Consultiva Nº 18, Abramovich, 2006).

199
Laura C. Pautassi

básicas de enseñanza, prima facie no está cumpliendo sus obligaciones. Si


el Pacto se ha de interpretar de manera que no establezca una obligación
mínima, carecería en gran medida de su razón de ser”.23
La exigencia de respetar un contenido mínimo de cada derecho se com-
plementa con la obligación que posee el Estado de utilizar, para la satis-
facción de los derechos económicos, sociales y culturales, el máximo de
los recursos disponibles. En este sentido, el artículo 2.1 del PIDESC
establece: “Cada uno de los Estados Partes en el presente Pacto se com-
promete a adoptar medidas, tanto por separado como mediante la asis-
tencia y la cooperación internacional, especialmente económicas y técni-
cas, hasta el máximo de los recursos de que disponga, para lograr progre-
sivamente, por todos los medios apropiados, inclusive en particular, la
adopción de medidas legislativas, la plena efectividad de los derechos aquí
reconocidos”. De la norma transcripta se desprende que el derecho inter-
nacional reconoce la imposibilidad, por parte del Estado, de satisfacer de
manera inmediata y en toda su extensión todos los elementos que inte-
gran el contenido de los derechos económicos, sociales y culturales.24
Sin embargo, señala que debe ir satisfaciendo el derecho en cuestión
de manera progresiva para alcanzar la realización plena de estos dere-
chos, y para ello deben utilizar el máximo de los recursos disponibles. A
su vez se prohíbe expresamente que adopte medidas regresivas, conside-
rando que una política pública desarrollada por un Estado es regresiva
cuando sus resultados hayan empeorado en relación con los de un pun-
to de partida temporalmente anterior elegido como parámetro. Esta
aplicación de la noción de regresividad requiere, por ende, indicadores

23. Comité DESC, Observación General 3, “La índole de las obligaciones de los Estados
Partes, párrafo 1 del art. 2 del Pacto”, párrafo 10, CELS (2006).
24. Para el Comité, esta obligación es de carácter inmediato, subrayando que las medidas
que el Estado debe adoptar para la plena efectividad de los derechos reconocidos “deben ser
deliberadas, concretas y orientadas hacia el cumplimiento de las obligaciones reconocidas
en el Pacto” (Comité DESC, Observación General 3, op. cit., párrafo 2). En todo caso le
corresponderá justificar al Estado por qué ha ido hacia otro lado o retrocedido, o por qué
no ha avanzado más rápido. En este sentido, la diligencia en la adopción de esas medidas no
puede presumirse. Corresponde al Estado, ante un reclamo concreto, y no a los ciudada-
nos, demostrar que se han realizado todos los esfuerzos posibles, teniendo en cuenta el
máximo de recursos disponibles: humanos, tecnológicos, de información, naturales y finan-
cieros, para cumplir con sus obligaciones en materia de derechos económicos, sociales y
culturales (CELS, 2004).

200
Límites en la agenda de reformas sociales

o referencias empíricas.25 La noción de regresividad puede ser aplicada a


cada indicador empleado en particular, o bien a la evaluación conjunta de
varios indicadores que permitan una consideración general de los resulta-
dos de una política pública (Courtis, 2006). A su vez, para determinar
que una norma es regresiva, es necesario compararla con la norma que ésta
ha modificado o sustituido, y evaluar si la norma posterior suprime, limi-
ta o restringe derechos o beneficios concedidos por la anterior.
Contenido mínimo, recursos disponibles; progresividad y no
regresividad constituyen los primeros estándares que se contemplan a los
efectos de medir cumplimiento de derechos, a los cuales se debe agregar,
como obligaciones con “efecto inmediato” derivadas del desarrollo pro-
gresivo de los derechos económicos, sociales y culturales:
- la garantía que los derechos se ejercerán sin discriminación y que las
políticas incorporarán el principio de igualdad;
- la obligación de proteger a los sectores más vulnerables de la población
o que requieran políticas y acciones prioritarias;
- la obligatoriedad de producción de información para la formulación de
políticas;
- el principio de participación de los sectores afectados en el diseño de las
políticas públicas;
- las garantías de acceso a la información y
- acceso a la justicia.
En rigor, existen suficientes fundamentos y evidencias acerca de la po-
sibilidad de trazar numerosos puentes y relaciones entre el campo de los
derechos humanos y los principios que suelen orientar o guiar las políti-
cas sociales, económicas y estrategias de desarrollo. El potencial encuen-
tro entre estos ámbitos dependerá en gran medida de la decisión de cam-
biar la lógica de formulación de ciertas políticas públicas y sus niveles de
universalidad, transparencia y fiscalización.
En síntesis, la perspectiva de derechos en la formulación e implemen-
tación de una estrategia de desarrollo no consiste en expresiones de buena
voluntad política, sino claramente es un sistema integral y estructurado
que opera en términos de dar efectividad a las medidas comprometidas
por los Estados y que además fija estándares específicos que son aplicables
a los sistemas internos de cada uno de los países de América Latina.

25. Allí se destacan los lineamientos que está desarrollando la CIDH para la confección de
informes de países en el marco de cumplimiento del Protocolo de El Salvador (CIDH, 2008).

201
Laura C. Pautassi

Precisamente resulta decisivo considerar que el desarrollo de un mar-


co de derechos en las estrategias de desarrollo debe tener en cuenta que
si el mismo se aplica sobre las bases de un modelo económico vulnera-
ble –como demuestra serlo el modelo heredado de los noventa, a pesar
de las recuperaciones poscrisis y el actual ciclo ascendente de las econo-
mías regionales– consolidaría una suerte de “ficción ciudadana” en lu-
gar de la consolidación de un marco de derechos en un modelo econó-
mico sólido.26 Precisando, no se puede forjar un marco de derechos
vinculado a los proyectos y modelos económicos coyunturales, como tam-
poco se puede pensar en la actualidad en derechos otorgados en función
de la inserción en el mercado de empleo remunerado, tal como origina-
riamente se definieron en algunos países, en especial en el Cono Sur, a los
derechos sociales vinculados con la categoría de trabajador asalariado.
En tal sentido, debe revisarse la postura que considera que la exclu-
sión y la pobreza son “efectos no deseados” de la implementación del
modelo económico, y no consideran que precisamente constituyen una
clara consecuencia de un largo proceso de ejecución de políticas econó-
micas ortodoxas. En rigor, tanto la definición de la pobreza como sus
causas son fundamentales a los efectos de diseñar políticas para su supe-
ración, y si bien el consenso está puesto en pensar en derechos como vía
superadora, se debe echar luz acerca de que las causas del fenómeno de
la pobreza y la exclusión no son responsabilidad de los excluidos sino de
un modelo económico aún vigente27 pero, también, en el contenido de
los derechos recomendados.
A su vez, debe considerarse especialmente que la revisión y diseño de
políticas con enfoque de derechos se haga a partir de un debate público y
participativo de la ciudadanía, la que pueda expresar sus demandas en tor-
no a las políticas propuestas y que se convoque especialmente a la sociedad

26. La noción de ficción alude a que el Derecho crea un mundo propio, poniendo en
escena un juego de significantes y un sistema de representaciones que suelen romper
paradigmas de tiempo real y provocar experiencias semejantes a las narraciones de las
novelas (Marí, 2002, p. 375).
27. Esta recomendación busca advertir que las políticas que hoy se promueven bajo el
denominado posconsenso de Washington adoptan un discurso de derechos; en los hechos,
consisten en nuevas formas de programas focalizados con “filtro de derechos” que no incor-
poran los estándares del sistema de derechos humanos y mucho menos realizan una revisión
crítica de los perjuicios ocasionados por los programas asistenciales, que, entre otros efectos,
instauraron la idea de “beneficiarios” en desmedro de sujetos portadores de derechos.

202
Límites en la agenda de reformas sociales

civil en el proceso. Sería el primer paso para que el enfoque de dere-


chos sea apropiado por todos los actores sociales y no sólo los guber-
namentales, significando una importante señal en torno a promover
nuevas formas de institucionalidad que garanticen derechos y no me-
ras prestaciones discrecionales.

5. Capacidades estatales: cuarta condición

Los aspectos desarrollados hasta aquí dan cuenta de una amplitud en


las acciones, estrategias y herramientas que puede acceder cada Estado al
momento de diseñar una política de desarrollo acorde al enfoque de dere-
chos. Sin embargo, un aspecto no menor que no suele evaluarse se refiere
a las capacidades efectivamente disponibles para asumir esta tarea. En
rigor, implementar el enfoque de derechos no implica una suerte de “bo-
rrón y cuenta nueva”, sino claramente requiere revisar las políticas y ac-
ciones de gobierno inconexas, ineficientes, inequitativas y discriminato-
rias, al mismo tiempo que se debe conjugar una estrategia que, de manera
progresiva, vaya garantizando y ampliando el número de derechos, y que
avance un paso más allá que sólo asegurar el contenido mínimo de cada
derecho en cuestión.
Sin dudas que la clave está dada por la voluntad política para
operacionalizar el enfoque. Y éste es un factor ineludible. Sin consenso y
férrea voluntad política no hay estrategia de desarrollo bajo un enfoque
de derechos que sea posible de sostener. Por ello es tan importante el
empoderamiento de la ciudadanía en general, para que los mismos sean
parte del proceso de implementación del enfoque de derechos.
Una vez garantizada la voluntad política y el consenso al respecto, re-
sulta fundamental evaluar si el Estado está en condiciones de iniciar el
proceso. En forma estilizada, las capacidades estatales analizan la distri-
bución de recursos de poder al interior del aparato estatal. Es decir, se
evalúa de qué manera y bajo qué parámetros el Estado (y sus diversos
poderes y reparticiones) resuelve el conjunto de cuestiones socialmente
problematizadas. Especialmente, cómo define sus metas y estrategias de
desarrollo; y bajo qué parámetros se inscribe el proceso de implementa-
ción de los derechos que garantiza (Burijovich y Pautassi, 2006).
Interrogarse acerca de las capacidades estatales disponibles implica
analizar las reglas de juego al interior del aparato estatal, las relaciones

203
Laura C. Pautassi

interinstitucionales, la división de tareas, la capacidad financiera y las


habilidades del recurso humano que tiene que llevar adelante las tareas
definidas. Repetto (2003, p. 33) define por capacidad estatal “la aptitud
de las instancias de gobierno para plasmar, a través de políticas públicas,
los máximos niveles posibles de valor social, dadas ciertas restricciones
contextuales y según ciertas definiciones colectivas acerca de cuáles son
los problemas públicos fundamentales y cuál es el valor social específico
que en cada caso debiese proveer la respuesta estatal a dichos problemas”.
En términos de la estrategia que nos convoca, las capacidades estatales
dan cuenta de la materialización de la voluntad política de los Estados,
buscando verificar si están dadas las condiciones efectivas para implementar
a través de políticas públicas una perspectiva de derechos en el marco de la
estructura estatal vigente. También indaga acerca de los problemas que en-
frenta el Estado para cumplir las obligaciones, facilitando en el examen la
identificación de aquellos problemas que refieren a la toma de decisión
política y su diferenciación de los problemas relativos a la gestión pública.
Y éste es un factor clave: determinar la frontera entre voluntad política
y los límites de gestión. Para ello es fundamental contar con organismos
de control, monitoreo y evaluación de los programas y políticas sociales
en general dentro de la estructura estatal, así como la capacidad del Esta-
do de implementar políticas preventivas contra la corrupción y el uso
clientelar de los recursos destinados a políticas sociales. Las evaluaciones
tienen que dar cuenta fundamentalmente de la cobertura y accesibilidad
del conjunto de áreas sociales organizadas por el Estado, considerando
por ejemplo el acceso físico, la calidad de las prestaciones y la pertinencia
cultural. La falta de adecuación del servicio o del sistema –por caso, el
sistema de salud y el educativo– a la concepción cultural de los usuarios
suele actuar como un obstáculo para su acceso.
A su vez, existen cuestiones asociadas con los déficit en la estructura
organizacional interna y en la distribución de funciones. En los últimos
años se ha avanzado considerablemente en la conformación de una buro-
cracia estatal especializada en el manejo de sectores sociales y lenguaje de
derechos, que suele incidir en algunos aspectos de la gestión pública –
tales como oficinas y comisiones de derechos humanos, defensorías del
pueblo y funcionarios especializados–, sin embargo, todavía es necesario
fortalecer la creación de estructuras formales, de capacitación e
internalización del enfoque por parte de los decisores políticos, como tam-
bién de la burocracia de los diferentes niveles del Estado.

204
Límites en la agenda de reformas sociales

En la conjunción entre voluntad política e ingreso a la agenda estatal


puede producirse un nudo crítico para la implementación del enfoque.
De allí la importancia de anticipar, a partir de la evaluación de las capaci-
dades estatales efectivamente disponibles, la posibilidad de garantizar el
proceso. En términos clásicos de la teoría pública, quien define el proble-
ma es quien decide; los actores que han tenido la capacidad de ofrecer
planteamiento y definición del problema son los que principalmente in-
fluyen en la decisión y en la posterior solución (Aguilar Villanueva, 2004).
Nuevamente, y en tanto existe evidencia empírica respecto a que aque-
llas temáticas y cuestiones socialmente problematizadas que presentan
aspectos novedosos y de significación duradera para un importante grupo
de la población; van a ser las que cuentan con mayores posibilidades de
lograr el éxito, que no es otra cosa que su ingreso en la agenda estatal y las
garantías para su implementación. Si bien son innumerables los actores
que entran en juego a la hora de definición de la política, la mayor legiti-
midad que se encuentre en la sociedad contribuirá significativamente en
el momento del ingreso como en todo su desarrollo.
A esta altura de la argumentación, y apelando una vez más a la inge-
nuidad, queda claro que no todos los actores van a consensuar en la im-
plementación del enfoque de derechos. Y allí cobra centralidad que un
enfoque de derechos requiere una discusión de los modelos económicos
implementados, de los patrones de concentración y distribución de la
riqueza, de la fragmentación existente en los Estados latinoamericanos,
como también va a interpelar las acciones tendientes al fortalecimiento de
las instituciones democráticas y de decisiones sostenidas en materia de
política pública que alteren los actuales patrones de desarrollo. Y allí,
además de un nudo crítico, se presenta un importante desafío.
Dada la interdependencia de las políticas sociales con las económicas,
nuevos estándares jurídicos pueden ser aplicados a la definición y aplica-
ción de otros modelos económicos distintos de aquellos que tanta inequidad
han generado en el pasado. En otros términos, se trata de dejar en claro
que aún en el caso de que se consolide un proceso de crecimiento, y las
crisis hayan quedado definitivamente atrás, no existe posibilidad de “com-
batir” la pobreza únicamente con crecimiento económico.28

28. Gargarella (2005) señala que, en forma contraria a la práctica dominante durante años,
los programas económicos deben ajustarse al respeto de los derechos, y no los derechos
quedar dependientes de los programas de ajuste. La Constitución exige que nadie tenga sus

205
Laura C. Pautassi

En definitiva, la importancia de conocer las capacidades instituciona-


les del Estado para elaborar políticas de inclusión acordes al “enfoque de
derechos” es fundamental en la medida en que arroja información sobre qué
aspectos van a ser claves en las opciones de políticas efectivamente posibles.
En rigor, el principal desafío que plantea al enfoque es dotar de centralidad
a los diferentes poderes del Estado, de modo de contribuir a una mayor
institucionalidad en las políticas sociales y avanzar progresivamente en la
efectivización de los derechos económicos, sociales y culturales.
Sin duda que en este acápite no se agota el análisis de las capacidades
estatales, el cual es mucho más extenso y complejo y da cuenta de las
numerosas brechas que existen en materia de funcionamiento estatal; cada
decisor público y cada Estado que comience un proceso de implementa-
ción del enfoque de derechos deberá evaluarlas en su conjunto, ya que el
objetivo es precisamente anticipar y garantizar el éxito en el proceso.
Por lo mismo, en una coalición gobernante consustanciada con la im-
plementación del enfoque de derechos, es altamente factible que en el
mediano plazo las capacidades estatales constituyan una consecuencia di-
recta, ya que el principal efecto del enfoque es su contribución a una
mayor institucionalización.

6. Políticas públicas en un marco de derechos

El compromiso con el sistema democrático implica un compromiso con


el sistema de toma de decisiones organizado a partir de ciertas particulari-
dades, como así también los arreglos institucionales que lo fundamentan y
los modelos económicos que lo sustentan. Precisando, no se puede forjar un
marco de derechos vinculado a los proyectos y modelos económicos coyun-
turales, como tampoco se pueden pensar en la actualidad en derechos otor-
gados en función de la inserción en el mercado de empleo remunerado, tal
como originariamente se definieron en algunos países de América Latina a
los derechos sociales vinculados con la categoría de trabajador asalariado.
El enfoque de derechos demanda, entre otros requisitos, la necesidad
de contar con un “debate público robusto”, en donde los derechos más

intereses básicos sujetos a la esperanza del “derrame” económico, ni sus derechos condiciona-
dos al crecimiento de la riqueza.

206
Límites en la agenda de reformas sociales

estrechamente vinculados con la autonomía individual y el autogobierno


colectivo reciben una protección privilegiada –casi al nivel de una
sobreprotección– por parte del Estado (Gargarella, 2005, p. 41). A su
vez, requiere de un importante empoderamiento de los sectores y grupos
históricamente excluidos, con la férrea convicción de que sólo en la medi-
da en que se “ofrezca” empoderamiento, el mismo se logrará y no será
parte de la retórica de derechos, sino de su concreto ejercicio.
El análisis realizado, que ha considerado los principales aspectos que
incluye la perspectiva de derechos –pero que lejos está de ser exhaustivo,
da cuenta del enorme potencial que tiene para promover nuevas formas
de conceptualizar, especialmente de implementar las políticas sociales en
América Latina. A su vez, deja en claro que cada Estado será responsable
de la definición de su propia estrategia de desarrollo, siendo recomenda-
ble un intenso proceso participativo y plural en la misma, sin que existan
“recetas” para ello.
Es decir, el enfoque de derechos presenta las formas y la re-ingeniería
necesaria para hacer posible la implementación de un andamiaje que haga
efectivo los derechos existentes. Claramente no se trata de incluir e incor-
porar más derechos, sino de revisar los derechos ya establecidos y recono-
cidos en los instrumentos internacionales, y en la legislación interna de
los países y verificar si las políticas estatales cumplen con los principios
reconocidos en materia de derechos humanos.
Paralelamente cuestiona la lógica de las políticas sociales aplicadas en
las últimas décadas, buscando destacar, entre otras razones, cómo la falta
de reconocimiento de derechos actúa en desmedro de la
institucionalización de los sistemas de políticas sociales, dejándolos vul-
nerables a los manejos arbitrarios y clientelares. Por otra parte, explícita-
mente busca desarrollar mecanismos de control y de fiscalización, a fin de
hacer efectivo el cumplimiento de las obligaciones que cada Estado ha
asumido voluntariamente; de asegurar el contenido mínimo de los dere-
chos económicos, sociales y culturales; de garantizar el acceso a todas las
personas en condiciones de igualdad y bajo estándares básicos de protec-
ción; de superar la idea de “beneficiarios” y “beneficios asistenciales y
clientelares”; de no aplicar políticas y acciones deliberadamente regresivas
y de diseñar políticas públicas en un marco de equidad de género como
imperativo ético-político.
En rigor, la implementación de una estrategia de desarrollo “con
enfoque de derechos” implica una fuerte apuesta por culminar con la

207
Laura C. Pautassi

dinámica prevaleciente en las últimas décadas, que sean superadoras de


las coyunturas políticas y tendientes al restablecimiento de la política
social en el centro de un proyecto de desarrollo, que demanda sin duda
un compromiso político y social en esta dirección.

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210
El Waterloo del Código Civil napoleónico.
Una mirada crítica a los fundamentos del
Derecho Privado Moderno para la construcción
de sus nuevos principios generales

Sebastián Ernesto Tedeschi

Introducción

Pensar el derecho es describirlo en proceso, verificar los cambios para


ver sus estructuras y funcionamiento. Las teorías suelen construir mode-
los que una vez implantados tienden a perpetuarse, olvidando que alguna
vez fueron ideas y pensamientos, que fueron pieza de disputa y enfrenta-
miento, que comenzaron por ser una idea marginal antes de ocupar el
centro del texto de la historia.
Con el surgimiento de la modernidad, en el contexto de la separación
de los espacios público y privado, plasmada en el derecho por la separa-
ción del derecho público y el derecho privado, mientras las constitucio-
nes regulaban la organización y funcionamiento del Estado, los códigos
servían de manual de regulación acerca de como debían comportarse en la
privacidad las personas, cómo podían relacionarse y realizar intercam-
bios, con qué formalidades y con qué límites. Tenían la ambición de “pro-
yectar y coordinar todos los sectores de la convivencia humana mediante
un sistema sin lagunas”.1
Esos códigos de derecho privado fueron el producto de ricos debates
teóricos de filósofos, teóricos sociales y juristas, que luego la dogmática
congeló en el tiempo, perpetuando las conclusiones a las que se arribaron
en el siglo XVIII como verdad natural para todos los tiempos.

1. Molitor, Erich y Schlosser, Hans, Perfiles de la nueva historia del derecho privado, Barcelona,
Bosch, 1975.

211
Sebastián Ernesto Tedeschi

El desarrollo del Derecho durante el siglo XX puso en crisis2 el proyec-


to moderno de regulación. Así, esa crisis es expresada en un primer
momento por el desarrollo de los Estados de bienestar, su legislación
protectoria y el avance del espacio de lo público sobre el derecho privado.
En un segundo momento por la globalización y la pérdida de poder de
los Estado Nacionales y la reafirmación del mercado como el nuevo espa-
cio hegemónico de regulación social.
A partir de esa crisis se desarrollaron distintas teorías sobre la crisis del
paradigma moderno del derecho privado señalando a la codificación como
el pilar del ese paradigma. Entre los tópicos teóricos que se ven incluidos
en el proyecto de la modernidad jurídica se encuentra el sujeto de dere-
cho. La unificación del sujeto en la figura del individuo y del ciudadano,
para el derecho privado y para el derecho público respectivamente, tam-
bién se vio cuestionada por estos fenómenos mencionados.
En un primer momento el derecho privado fue afectado por el orden
público, invadiendo espacios a los que en el siglo anterior se veían como
privados. Un buen ejemplo es el desarrollo del derecho laboral, que ahora
sufre una larga agonía.
En un momento posterior, a partir de la crisis del capitalismo mundial
de la década del 70, con un detenimiento abrupto del crecimiento
económico que se había disfrutado en los años posteriores a la Segunda
Guerra Mundial, comienzan a operarse cambios en la economía,
acompañados por avances tecnológicos y el triunfo político de la nueva
derecha, que posibilitaron una nueva globalización de la economía. Esto
produjo un impacto sobre el campo jurídico a partir del debilitamiento
del papel del Estado, cuya contrapartida fue el fortalecimiento del espacio
del mercado. Simultáneamente con este proceso se ve desarrollarse el
consumo de una manera extraordinaria, con tanta fuerza que en el campo
del derecho privado irrumpe un nuevo actor: el consumidor.
Frente a la reducción del mercado laboral, el recorte de los derechos de
los trabajadores y la incredulidad en la potencialidad del concepto de
ciudadano para conseguir un mejoramiento en la calidad de vida de las
personas, algunos parecen encontrar en el desarrollo de los derechos del

2. El término es utilizado para dar cuenta cuando un modelo deja de responder a los fines para
los que fue pensado y se vuelve un instrumento cada vez más ineficaz para brindar soluciones
a los nuevos conflictos sociales.

212
El Waterloo del Código Civil napoleónico

consumidor un espacio para construir una ciudadanía con potencialidad


para obtener un mejoramiento en la calidad de vida de las personas que
habitamos en nuestra comunidad política.3
Los principios de favor debilis y “en favor del consumidor” introducen
una cuña en la grieta ya abierta en el concepto de autonomía de la voluntad,
prototipo de la igualdad formal de los contratantes, proyectado por los
juristas de la modernidad.
En este trabajo pretendo partir de esta relectura del proceso de construc-
ción y luego crisis del paradigma del derecho privado moderno para aportar
elementos que sirvan para construir sus nuevos principios generales.

1. La construcción del paradigma4 moderno


del derecho privado

En la bella imagen de Max Weber, la sociedad contractual es efecto


de la razón y, por ende, del desencantamiento del mundo, con su
consecuencia: el consenso democrático. Cuando el mundo se desen-
canta, cuando los dioses abandonan la ciudad, los hombres y las
maravillas de la naturaleza que hacían visible a los del mundo
occidental ven sustancialmente modificados los modos con que en-
lazaban sus experiencias de vida con la tradición.5

1. 1 Antecedentes históricos de la codificación

El proceso codificatorio no tiene su origen en el Código napoleónico,


sino por el contrario, éste constituye la culminación o concretización de un
proceso que se venía desarrollando como exigencia de los cambios de la vida
social, política y económica en el mundo europeo desde el Renacimiento y

3. Sea éste el espacio del Municipio, Estados Provinciales, Nacionales o en forma potencial
los espacios regionales de integración como el Mercosur.
4. El concepto de “paradigma” es utilizado en los términos expuestos por Thomas S. Kuhn en
La estructura de las Revoluciones Científicas, México, Fondo de Cultura Económica, 1991, y se
refiere a un modelo de consenso a partir de una revolución científica o tecnológica que
modifica la perspectiva histórica de la comunidad científica que la experimenta.
5. Marí, Enrique E., “Racionalismo y ficcionalismo en los criterios de legitimación del po-
der”, en Papeles de Filosofía, Buenos Aires, Biblos, 1993, p. 196.

213
Sebastián Ernesto Tedeschi

con el desarrollo creciente del capitalismo. Podemos señalar tres impulsos


diferentes de la codificación moderna:
El primero es el iniciado por las monarquías absolutas6 cuyo mejor
ejemplo es el Codex Maximilianeus Bavaricus Civilis de 17567 encargado
por Maximiliano José III en Baviera y el Allgemeines Landrecht de 17948 y
estuvo caracterizado por la necesidad de las monarquías de ordenar sus
territorios para consolidar su dominación.
Este proceso había comenzado en las monarquías de Europa del Rena-
cimiento, mediante la búsqueda de un retorno al derecho romano. Desde
el siglo XII en Italia habían comenzado los estudios sistemáticos de las
codificaciones de Justiniano, que luego continuaron en el siglo XIV y XV
la escuela de los glosadores y los comentaristas.
Este proceso estuvo lleno de contradicciones. Por eso la codificación
también aparece como una necesidad de las monarquías. El príncipe que-
ría orden, unidad y armonía en su reino, tanto por necesidades técnicas
de administración, como por intereses personales de los funcionarios de
certeza legal y la aspiración de sujetar a cálculo la dinámica social. El
monarca quería poder emplear a sus funcionarios en todo el ámbito de su
autoridad. Esta codificación monárquica estaba circunscripta a intereses
fiscales y técnico administrativos.9
El segundo impulso codificatorio es el que se plasma con el Código
Civil Francés, al que Napoleón cambió su denominación adjetivándolo
con su nombre.10

6. Wesenberg, Gerhard y Wesener, Gunter, Historia del Derecho Privado Moderno en Alemania
y Europa, Valladolid, Lex Nova, 1998.
7. Redactado y comentado por Winguläus Aloysius Frh. Von Kreittmayr, este código mantie-
ne la subsidiariedad del derecho común. Por eso sólo puede ser considerado como un precur-
sor de las codificaciones modernas.
8. Encargado por Federico Guillermo I como un código general basado en el derecho romano.
Los trabajos fueron comenzados por Samuel von Cocceji. Federico II, quien precisó mejor el
pedido solicitando “un derecho alemán general del territorio basado simplemente en la razón
y en la constitución del país”. Cocceji falleció en 1755, de tal manera que la obra fue
concluida por uno de sus colaboradores, Carl Gottlieb Svarez.
9. Marí, Enrique E., “La Interpretación de la ley, Análisis histórico de la Escuela Exegética y
su nexo con el proceso codificatorio de la modernidad”, en AA. VV., Materiales para una teoría
crítica del derecho, Buenos Aires, Abeledo Perrot, 1991, p. 275.
10. Llamado así desde la Reforma del 3 de septiembre 1807 hasta la Ordenanza dispuesta por
la Restauración el 17 de julio y el 30 de agosto de 1816. Luego, en un decreto del 27 de marzo
de 1852 de Luis Napoleón, se le restituyó el nombre de Código de Napoleón.

214
El Waterloo del Código Civil napoleónico

Esta corriente codificatoria –la que más influencia tuvo en el desarrollo


del derecho privado moderno–11 estaba inspirada en el proyecto iluminista
con la pretensión de actuar como mecanismo de libertad, expansión de
los mercados y anulación de los tabúes sacramentales y monopolios gre-
miales. Pretendía lograr por medio de leyes sistematizadas el mayor in-
cremento posible de consensualidad, de libre contratación y de convenios
y penalidades racionales; todo ello presidido por una razón continua y
evolutiva, en reemplazo de la autoridad divina.12
La tercera es la impulsada por Jeremy Bentham, caracterizada por
un concepto de razón calculadora, y de la exigencia de previsibilidad
y seguridad como propiedades de un código justo. La codificación se
impulsaba como un instrumento de modernización de la economía, el
gobierno y la legislación. Reformar el orden social, regular los conflic-
tos de intereses en forma reglada, pública y controlable con la simple
vista de las leyes. Su impulso fue el propósito de ampliar el derecho y
las garantías más allá de los sectores de poder cristalizados, inscripto
en una lucha política contra los privilegios sectoriales existentes en el
siglo XIX. La gran utilidad de la ley escrita es la certidumbre. Se
proponía un completo cuerpo de leyes que integre la totalidad de las
reglas en vigor.
Sin embargo, la gestación de los derechos codificados es el resultado de
la confluencia de diversos y discrepantes complejos ideológicos. La codi-
ficación fue posible por la resolución del debate teórico en el siglo XVIII,
entre estas distintas ideologías.13
La primera ideología es la que sostenía que todo el derecho de las socie-
dades modernas es derecho arbitrario. Ese arbitrio, si bien podía tener lími-
tes de hecho o morales, no podía encontrar límites jurídicos. Representada

11. Entre los Códigos de Europa se encuentran: el impuesto en Bélgica (1804) y adoptado por
Holanda (1811), Nápoles (1829), Cerdeña (1838), Italia (1865), Portugal (1867), España
(1889). En América del Norte tenemos el de Quebec [1866] y Louisiana [1870]. En América
del Sur, el de Perú (1852), Chile (1857), Argentina (1871), Brasil (1917); Haití (1825),
Bolivia (1830), Santo Domingo (1844) y aún en 1942 influyó en el Código Civil de Venezue-
la. Por último en Asia orientó al Código Civil de Japón (1898).
12. Marí, Enrique E., “La Interpretación de la ley. Análisis histórico de la Escuela Exegética
y su nexo con el proceso codificatorio de la modernidad”, op. cit., p. 258.
13. Tarello, Giovanni, Cultura jurídica y política del Derecho, México, Fondo de Cultura
Económica, 1995, pp. 41-46.

215
Sebastián Ernesto Tedeschi

por Samuel Puffendorf (1632-1694),14 los elementos que la constituían


eran: voluntarismo, imperativismo y psicologismo. Si el derecho es man-
dato que responde a la voluntad soberana, el conocimiento del derecho es
conocimiento de la voluntad del legislador.
La segunda ideología es la representada por Gottfried Wilhelm Leibniz
(1646-1716) y su discípulo Christian Wolf (1679-1754). Para estos au-
tores el derecho es un dato como todos los otros datos de la realidad. El
conocimiento del derecho es, en consecuencia, idéntico a los otros cono-
cimientos y el método de conocimiento es el método de conocimiento
general. Cada problema jurídico debe encontrar una respuesta cierta,
derivada según reglas de la lógica, de premisas ciertas. Éstas son las pro-
posiciones fundamentales que reflejan las reglas de derecho. Éstas últimas
son proposiciones y, como tales, son “predicaciones de una cualidad de
un ente”. El ente es el sujeto (el súbdito), las cualidades de las predicaciones
jurídicas son las condiciones subjetivas (padre, hijo, caballero), las
situaciones en que se encuentra el sujeto (heredero, vendedor, depositario)
y los deberes son las obligaciones y los derechos en sentido subjetivo. Los
elementos que constituían esta ideología eran: descriptivismo,
sistematicismo y conceptualismo. Quienes sostenían esta ideología eran
muy reticentes frente a la creación de derecho nuevo, o la veían como un
error teórico, toda vez que el problema se limitaba a “descubrir” siempre
nuevas implicaciones del derecho viejo.
Una tercera ideología surgió paralelamente a la anterior, representada
por Jean Domat, quien aplicó al derecho una distinción proveniente de
los estudios de gramática de Port Royal. Estos estudios distinguían entre
adjetivos jurídicos que van en parejas contradictorias (sano-insano, me-
nor-mayor) y adjetivos jurídicos que van en grupo y se pueden yuxtapo-
ner (noble-clérigo-burgués-criado). Así vinculaba a los primeros con cua-
lidades naturales y a los últimos con cualidades artificiales, estableciendo
una correspondencia entre las cualidades naturales y el derecho natural, y
entre las cualidades artificiales y el derecho arbitrario. En segundo lugar
afirmaba que las cualidades naturales coincidían con la parte del derecho

14. Titular de la Cátedra de Derecho Natural en Heidelberg, autor de Elementa Jurisprudentiae


y De Iure Naturae et Gentium. Muy cercano a Grotius, su derecho natural era un derecho
social en cuanto ponía a la comunidad en un papel central. En este aspecto poco pudo aportar
al Derecho Civil orientado por el individualismo.

216
El Waterloo del Código Civil napoleónico

romano que se encontraba vigente en el sur de Francia (su larga vigencia


era indicio de su naturalidad). Por último sostenía que del derecho civil-
privado-romano-natural se servían todos, mientras que del derecho artifi-
cial, mutable, arbitrario, se servían sólo algunos. La idea que quedó en
circulación fue que el derecho civil y romano era durable por ser natural.
A estas tradiciones ideológicas se sumaron nuevos elementos durante
el siglo XVIII que culminaron en la consideración de que el derecho o las
leyes debían ser simples, claras, pocas, breves y concisas.15

1. 2 La simplificación de sujetos y predicados:


un problema político

Los avances de la filosofía jurídica no se podían plasmar en la realidad


europea si no se removían dos obstáculos heredados del régimen feudal.
Se trataba de la pluralidad de status de los sujetos y predicados jurídicos.
Este era un problema de relevancia política.
La regla de derecho une un sujeto con un predicado jurídico. El siste-
ma jurídico se complicaba porque, por la pluralidad de sujetos que carac-
terizaba a la sociedad estamental, tenía que tener definiciones de las di-
versas categorías de sujetos, reglas de tránsito de un sujeto de una catego-
ría a otra categoría, definiciones de los predicados y reglas relativas a la
compatibilidad de predicados. Así se advirtió que el sistema era más sim-
ple con un sujeto único.
El igualitarismo significó la unicidad del sujeto, pero sólo operó frente
a las diferencias de clase y religión, mientras que las diferencias de sexo,
ciudadanía, estado familiar y algunas religiosas pervivieron en forma en-
cubierta, siendo transportadas a los predicados para ocultarlas. La forma
de continuar las diferencias, por ejemplo, fue a través de las diferentes
capacidades jurídicas para actuar.
La idea que se introducía en el nuevo derecho: todos somos iguales ante
la ley, colocaba en situación de igualdad formal a los individuos. Mientras
la ciudadanía igualaba a los ciudadanos, aunque en forma más restringida
que los individuos –al excluir entre otros a extranjeros, mujeres y pobres–
, operaba con el mismo sentido de atribución de valor igual a cada unidad
del conjunto.

15. Tarello, G., Cultura Jurídica y política del derecho, op.cit., p. 48.

217
Sebastián Ernesto Tedeschi

Las organizaciones jurídicas feudales habían multiplicado las posicio-


nes jurídicas subjetivas de usufructo y de disposición de bienes inmuebles:
a diversas utilidades correspondían diversas titularidades de los derechos.
Sobre un mismo fondo hay quien tenía derecho de recabar una suma de
dinero anual, otro tenía una parte de cierto producto, otro de sembrar
cereales y de retenerlos después de pagados los impuestos y sustraídas las
cuotas, otro de apacentar durante el período intercurrente entre las siem-
bras, otro de cortar una cantidad de madera, otro de recoger sólo la made-
ra caída, otro de recoger productos espontáneos como hongos y trufas,
otro de la caza, otro de la pesca, otro de canalizar aguas impetuosas u
otras, otro de transitar libremente, otro de transitar mediante pago.16 Los
fisiócratas17 apuntaban a disminuir el número de predicados jurídicos
mediante la concentración del mayor número de los poderes de usufructo
y de disposición de los bienes agrícolas en manos de un solo titular. Para
esto se valieron del dominium romanista que ya era utilizado de hecho
para los bienes de consumo.
Se trataba de conseguir “un derecho absoluto sobre un bien, de modo
que las limitaciones de este derecho absoluto por parte de las utilidades de
otro pudieran ser sólo excepcionales y temporales. La destrucción de los
derechos feudales y comunitarios durante las primeras fases de la Revolu-
ción Francesa constituyó un importante paso en dirección a la reducción de
los predicados jurídicos correspondientes a utilidades del fondo”.18
El Código designa un tipo de sujeto a imagen y semejanza de la bur-
guesía en ascenso. Por eso la función del nuevo derecho no es la de elegir
fines, sino de predisponer los instrumentos para que cada individuo pue-
da escoger los objetivos deseados. Es una seguridad de medios, no de
resultados. El individuo que decide ejercitar una actividad, afrontando
ventajas e inconvenientes puede contar con un marco de garantías legales.
Ahora sabe qué puede esperar de los otros sujetos privados y los poderes
públicos. Esto es previsibilidad.

16. Ibídem, p. 52.


17. Fue la primera escuela de Economía Política. Tuvo gran influencia en Francia en el decenio
de 1760. Abogaban por el gobierno de la actividad económica y política “de acuerdo a las leyes
impuestas a la naturaleza por la providencia”. Entre sus fundadores se encontraban François
Quesnay y Victor Riqueti, Marqués de Mirabeau.
18. Tarello, G., Cultura jurídica y política del Derecho, op. cit., p. 53.

218
El Waterloo del Código Civil napoleónico

1. 3 Derecho civil, modernidad y la construcción del sujeto


de derecho

La concepción de hombre de la modernidad se caracterizó por exaltar


al individuo convirtiéndolo en creador de fines, por “liberar” la libertad
humana que otorga responsabilidades al hombre obligándolo a asumir
racionalmente el sentido de su vida, institucionalizando todo ello en una
organización de derechos y deberes individuales.19
La modernidad aparece conformada por una combinación de raciona-
lismo, liberalismo e individualismo. Estas ideas se plasmaron en el terre-
no político a través de la filosofía de la ilustración, y en el campo econó-
mico a través de la sociedad de mercado. Así, describe al derecho como
ordenador de la sociedad moderna y como cristalizador de estos princi-
pios de la modernidad.
El derecho civil, al regular las relaciones más directas de los hombres
(familia, régimen de propiedad de bienes, promesas de un hombre a otro
hombre), logra una perspectiva y un impulso que han servido de palanca
del cambio en las diferentes oportunidades históricas.
En conclusión, la categoría de sujeto construida por la modernidad es
una categoría histórica, que constituyó un sujeto de derecho caracteriza-
do por un individuo dotado de conciencia y voluntad, autor de sus pro-
pias ideas y responsable de las acciones que realiza (autonomía). Este es
un individuo consciente, racional, con voluntad, y capacitado para deci-
dir. Quien no tiene esas cualidades pierde su calidad plena de sujeto.
El mundo moderno, tal como afirma Miaille,20 reconoce la distinción
entre lo público y lo privado, practica la separación de los individuos, así
como de los poderes. El individuo o la persona representaran lo privado,
y el ciudadano representará a lo público. Este sujeto libre, responsable y
racional, que ha decidido integrarse a otros en sociedad, es plasmado por
el derecho moderno a través de la ficción fundante de lo colectivo –el
contrato social– y la ficción del hombre libre e igual capaz de adquirir
derechos y obligaciones, de la cual la figura del contrato fue su institu-
ción más representativa.

19. de Trazegnies Granda, Fernando, Postmodernidad y Derecho, Lima, ARA Editores, 1996.
20. Mialle, Michel, “La forma de Estado: cuestión de método” en Crítica Jurídica Nº 1,
México, Universidad Autónoma de Puebla, 1984.

219
Sebastián Ernesto Tedeschi

2. La crisis del modelo de derecho privado moderno


frente al Estado de bienestar

A los efectos de este trabajo voy a considerar al modelo de la moderni-


dad, tal como lo expresa Marí,21 como el “modelo tradicional moderno”.
Este punto de vista va a significar que si bien los pilares teóricos de la
modernidad se encuentran en un estado crítico, no se puede considerar a
la modernidad como un programa finalizado. Si entonces no nos pode-
mos despedir tan fácilmente de la modernidad, al menos podemos seña-
lar las fracturas que presenta el proyecto moderno en el campo del dere-
cho privado.
Entre los críticos de la tradición iusprivatística moderna se formulan los
siguientes cargos:22 el derecho civil no es capaz de seguir los cambios de la
vida social; a la acentuación del rol del Estado corresponde una desvaloriza-
ción de lo privado; el derecho civil se encuentra cuestionado por la técnica;
la inadaptación del pensamiento civilista a las necesidades del mundo de
hoy radica en la naturaleza formalista23 del derecho civil.
Me parece oportuno distinguir un primer momento de la crisis del
modelo clásico liberal con el surgimiento de los Estados de bienestar, en
el que la crisis del derecho se vivió como un proceso endógeno, un lento
proceso subterráneo de desgaste producido por el desarrollo de la legisla-
ción especial y la pérdida de generalidad de algunos de sus principios; y
un segundo momento, a partir de la declinación del Estado de bienestar,
cuando el diagnóstico crítico se amplió a las otras instituciones políticas
nacidas en la modernidad. Este segundo proceso fue exógeno al derecho,
como consecuencia de los cambios sufridos por el sistema político.

21. Marí, Enrique, “El concepto de posmodernidad”, en Papeles de Filosofía II, 2ª ed., Buenos
Aires, Biblos, 1997, p. 274.
22. Quien desarrolla en extenso estos límites del derecho civil moderno es de Trazegnies
Granda, F., “El derecho civil ante la posmodernidad”, en Jurisprudencia Argentina, Buenos
Aires, 1990, pp. 1-19.
23. Formalista se refiere a una concepción jurídica del derecho moderno que pretende que
las decisiones jurídicas se justifiquen únicamente con referencia a otras reglas y a los hechos
determinados específicamente en las reglas mismas. (La cita corresponde a Roberto
Mangabeira Unger, Law in modern Society, citado por de Trazegnies Granda, F., Posmoder-
nidad y derecho, op. cit.)

220
El Waterloo del Código Civil Napoleónico

2. 1 La fragmentación del derecho privado

Durante la instauración del Estado de bienestar, los códigos


decimonónicos no brindaban espacio para esas reformas que se presenta-
ban como exigencia de los cambios sociales y políticos. De tal manera,
todo ese proceso de cambio se desarrolló de la mano de “legislación espe-
cial” que fue erosionando la estructura de los grandes códigos. Éstos, con
su estructura rígida y eternizadora, daban poco espacio para incluir los
cambios exigidos por las nuevas demandas sociales. Si la sociedad no ca-
minaba por el sendero prescripto por el Código Civil, este resistía perma-
neciendo inmutable, de tal manera que los cambios jurídicos sólo podían
producirse a través de leyes especiales.24 Irti, considerando terminada la
etapa de la codificación, describe el nacimiento de la “era de la
descodificación”.25
El desarrollo de la sociedad de masas vio crecer en el sistema jurídico
una gran cantidad de instrumentos jurídicos. Se sancionaron gran can-
tidad de normas, emanados de autoridades nacionales, locales y de or-
ganismos autónomos estatales. Las leyes especiales, fueron sustrayendo
poco a poco materias enteras o grupos de relaciones a la disciplina del
Código Civil, constituyendo microsistemas de normas, con lógicas pro-
pias y autónomas. Estas normas, apropiándose de determinadas mate-
rias y clases de relaciones, vacían de contenido la disciplina codificada,
y expresan principios que asumen una relevancia decididamente gene-
ral. Alcanzando un alto grado de consolidación, las leyes especiales re-
velan lógicas autónomas y principios orgánicos, que en principio se con-
traponen a aquellos fijados por el Código Civil y después acaban por
suplantarlos del todo.26
Pero esta crisis no sólo estuvo caracterizada por la descodificación. Tam-
bién –como señala Lorenzetti– la crisis llegó a la parte general del dere-
cho civil. De un derecho privado construido sobre la base de la parte
general y el derecho de las obligaciones del derecho civil hemos pasado al

24. Irti, Natalino, La edad de la descodificación, Barcelona, Bosch, 1992. En esta obra distin-
gue entre leyes excepcionales y leyes especiales. Mientras las primeras, aunque violan la lógica
de los principios, no amenazan los calificativos de definitivo y completo reivindicado por el
Código, las últimas introducen derogaciones a los principios del Código Civil.
25. Irti, N., La edad de la descodificación, op. cit., p. 33.
26. Ibídem, p. 32.

221
Sebastián Ernesto Tedeschi

fenómeno inverso. Podemos mencionar la crisis de la noción de persona,


que recibió el impacto de la genética creando nuevos status jurídicos; los
derechos personalísimos, que surgen en los tratados y constituciones, y des-
de allí penetran en los códigos; el contrato típico es utilizado cada vez
menos: en el campo de los contratos discrecionales proliferan los contra-
tos atípicos, y en el resto los de consumo. También la noción de derecho
subjetivo está en crisis con el desarrollo de grandes grupos de damnifica-
dos y la aparición de bienes colectivos que ha motivado el reconocimiento
de intereses difusos. Por último, el patrimonio, que en el Derecho Roma-
no fue un instrumento para aliviar la situación del deudor (para liberarse
del sometimiento personal por medio de la ejecución patrimonial), se
convirtió en un instrumento de actuación económica.

2. 3 La privatización de lo público y la publicización


de lo privado

La distinción entre derecho público y derecho privado se ha estrecha-


do y, en muchas cuestiones, hoy resulta difícil determinar en qué campo
estamos. La distinción público-privado es formulada a partir de la mo-
dernidad. Lo público se vinculó con “lo Estatal” y lo privado con el espa-
cio de la familia y de la sociedad civil.
En el área de lo regulado por el derecho público se ha producido una
crisis en la doctrina tradicional, a partir de los procesos de privatizaciones
que vinieron con el desarrollo de políticas neoliberales. Al privatizarse las
empresas estatales que brindaban servicios públicos, se abrió el debate
acerca de quien debía regular la nueva situación. Sin embargo un debate
más profundo requeriría una completa redefinición acerca de qué aspec-
tos debe regular el derecho público.
Durante el siglo XX, se fue consolidando en la práctica jurisdiccional
de nuestro país la supremacía de la Constitución sobre las leyes.27 Sin
embargo, en nuestra cultura jurídica formalista y dogmática, la Constitu-
ción parecía no ser tan importante. Es conocida la frase de Guillermo A.

27. En Argentina el proceso comenzó con la incorporación de la doctrina de Marbury vs.


Madison, a través de los Fallos Sojo, CSJN Fallo 32:120 y Municipalidad de la Capital c/
Elortondo, CSJN Fallo 33:162, que atribuyeron al Poder Judicial el control de la supremacía
de la Constitución Nacional sobre las leyes.

222
El Waterloo del Código Civil Napoleónico

Borda: “...(estoy) tentado de decir que el Código Civil es más importante


que la propia Constitución Nacional, (porque ella) está más alejada de la
vida cotidiana del hombre (que el Código Civil, el cual, en cambio), lo
rodea constantemente. Es el clima en que el hombre se mueve, y tiene una
influencia decisiva en la orientación y conformación de una sociedad”.28
Pese a estas resistencias el derecho constitucional se pone cada vez más
al mando del sistema jurídico. Hesse29 analiza las complejas relaciones
que existen entre el derecho constitucional y el derecho privado. Para este
autor, después de la Primera Guerra Mundial comienzan una relación de
recíproca complementariedad y dependencia. El derecho constitucional
importa al derecho privado entre otras razones por ofrecer singulares fun-
ciones de garantía, orientación e impulso. La Constitución contiene con-
diciones para la efectividad real de importantes institutos jurídico-priva-
dos y los protege de un vaciamiento por parte de la ley. También garanti-
za los fundamentos del derecho privado al tutelar la personalidad libre y
autodeterminada. Un ejemplo es la protección de la vida y la integridad
física. La norma suprema ofrece funciones de orientación y guía por me-
dio de los mandatos de igualdad de los derechos de los hombres y las
mujeres y por último ofrece la función de impulso cuando reacciona con
rapidez a los cambios de la realidad por contar con normas más amplias.
El Derecho Privado importa al Derecho constitucional porque contie-
ne concreciones de los derechos fundamentales. Sin las reglas del dere-
cho privado, estos derechos enunciados no podrían concretarse. Asimis-
mo, un derecho civil que protege la personalidad y la autonomía priva-
da forma parte de las condiciones fundamentales del orden constitucio-
nal. El hombre despliega su personalidad libre pero a la vez está ligado
a la comunidad.

2. 4 El sujeto a la intemperie

Poner en cuestión la noción de sujeto es mover una pieza que sostiene


la estructura íntegra del sistema jurídico moderno. A partir de su

28. La frase es atribuida a Guillermo A. Borda en oportunidad de presentar a la opinión


pública la ley 17.711, que en 1968 introdujo trascendentes reformas al Código Civil Argen-
tino. La cita fue extractada de la presentación del Proyecto de Código Civil y Comercial
unificado Argentino de 1998.
29. Hesse, Konrad, Derecho Constitucional y Derecho Privado, Madrid, Civitas, 1995, pp. 69-88.

223
Sebastián Ernesto Tedeschi

desplazamiento, todas las demás categorías deben ser discutidas,


reelaboradas, y con ello la lógica interna del discurso jurídico se conmue-
ve y queda abierta a revisión. Se trata de desmontar doblemente la noción
de sujeto de derecho. No hay un sujeto libre y autónomo, y esta categoría
esta cargada de historicidad.30
Partiendo de esta intuición podemos considerar que el sistema de dere-
cho privado moderno está en crisis. Poniendo el énfasis en las contingen-
cias del sujeto de derecho durante el siglo XX, podemos mirar los quie-
bres del paradigma del derecho privado construido a imagen y semejanza
del hombre blanco europeo de fines del siglo XVIII.
La crisis del concepto de sujeto implica la crítica a la noción de verdad
y al concepto de razón. Si el sujeto ya no es el autor cuya conciencia y
razón le garanticen el conocimiento pleno y verdadero y la capacidad de
decisión absoluta, esta ficción de sujeto individual consciente parece per-
der fuerza.
El concepto de sujeto descripto por el ordenamiento jurídico es cons-
truido por la ley, la cultura y en relación con otros.31 Hay una construc-
ción simbólica del sujeto: el yo cartesiano (autoafirmación), el otro (la
comunidad de Rousseau) y el otro diferenciado (la sociedad
multicultural).32 Para abordar esta conceptualización hay que romper con
la categoría binaria de la modernidad, para asumir una categoría múltiple
que nos permita comprender la diversidad y complejidad existente. ¿Es
posible concebir el reconocimiento de sujetos colectivos en la construc-
ción de un nuevo paradigma de derecho privado?
El derecho privado debe superar la noción de “sujeto aislado” para arri-
bar a una idea de “sujeto situado”. En una sociedad masiva se hace necesario
no circunscribir las relaciones entre los individuos a la perspectiva bilateral,
sino “situar al sujeto” en relación con los demás individuos y con los bienes
públicos. Esta perspectiva es la que comienza a aflorar con las disposiciones

30. Ruiz, Alicia, “La Ilusión de lo Jurídico”, en AA. VV., Materiales para una Teoría Crítica del
Derecho, op. cit., p. 185.
31. En este sentido Alicia Ruiz en la obra precitada, sostiene que desde el derecho se constru-
ye una ilusión donde la realidad está desplazada y en su lugar se presenta otra imagen como
real. Instalada, esa imagen se torna determinante.
32. El surgimiento de la sociedad multicultural está bien tratado en la obra de Will Kymlicka,
Ciudadanía Multicultural, Buenos Aires, Paidós, 1996.

224
El Waterloo del Código Civil napoleónico

de orden público de protección de grupos de contratantes y con las dispo-


siciones imperativas en los contratos de consumo.33
En la brecha abierta entre el derecho público y el derecho privado
nació un grupo de derechos entre los que se encuentran los “derechos de
los particulares”34 y el “Derecho Privado Colectivo”.35 A partir del reco-
nocimiento de la existencia de bienes colectivos puede haber daño colec-
tivo. El derecho privado se enfrenta a la necesidad de reconocimiento de
sujetos colectivos. El sujeto a la intemperie busca refugio en grupos con
los que se identifica en su calidad de víctimas o simplemente en procura
de un interés común. La riqueza y diversidad de estos grupos plantea la
dificultad de encontrar ejes articuladores, comunes a sus reclamos. La
unicidad del sujeto buscada en el siglo XVIII ya no es sostenible como
realidad de la vida social y jurídica.

3. Una nueva mirada del derecho privado

La edad de la codificación, pese a los pronósticos apocalípticos, no está


muerta: los códigos subsisten, y mientras el proceso de diferenciación que
vive la sociedad fragmenta el derecho, siempre hay nuevos intentos de
sistematizar; el proyecto de Código Civil Unificado de Argentina de 1998
es una muestra de ello. Puede faltar voluntad política para que sea sancio-
nado, pero el ideal sistematizador sigue bien presente en la mente de los
juristas y gobernantes.
Lo que está en crisis son los principios generales del derecho civil. El
ingreso de los derechos del consumidor en el código, el reconocimiento de
sujetos colectivos, bienes públicos, principios de responsabilidad colectiva
y la existencia de débiles jurídicos en las relaciones contractuales pueden

33. Lorenzetti, Ricardo L., Las Normas Fundamentales de derecho privado, Santa Fe, Rubinzal-
Culzoni, 1995, p. 48.
34. Cf. Sforza, Widar Cesarini, El derecho de los particulares, Madrid, Civitas, 1986. Para el
autor el derecho colectivo es una categoría intermedia entre derecho público y derecho
privado. El derecho de los particulares es el que los mismos particulares crean para regular
determinadas relaciones de interés colectivo a falta, o por insuficiencia, de ley estatal.
35. En la doctrina argentina Ricardo L. Lorenzetti, como la denominación lo adelanta,
encuadra este derecho dentro del derecho privado.

225
Sebastián Ernesto Tedeschi

ayudar a pensar, desde una perspectiva interdisciplinaria externa e interna


los nuevos principios del derecho privado y del derecho en general.
No creo que el fin de la separación de lo público y privado haya llega-
do: en todo caso, lo que comienza a visibilizarse en la teoría jurídica es la
dimensión política de lo privado. El derecho civil se construyó con el
fantasma de la Revolución Francesa, con el miedo a los riesgos que po-
drían devenir si todo asunto se politiza. Este nuevo enfoque del derecho
civil nos hace descubrir la existencia de una dimensión política. Desde
una perspectiva de legitimidad democrática se exige que la sociedad deba
construir argumentativamente decisiones acerca de qué principios deben
regir las relaciones entre particulares y su efectividad.
Recuperar la dimensión ciudadana del derecho privado es buscar una
nueva legitimación para el Estado de derecho. En la sociedad actual la
legitimidad se construye por consenso. No se pueden delegar los criterios
del intercambio social a los departamentos de marketing y planificación
estratégica de las empresas.
Esta nueva mirada del derecho privado en una perspectiva de cons-
trucción de ciudadanía36 nos permite abordar el fenómeno jurídico de
una manera diferente. De esta manera se colocan en la nueva agenda del
derecho privado los siguientes puntos:
- Redefinición de la división entre público y privado al interior del derecho.
- Reconsideración de los abordajes multidisciplinarios internos y exter-
nos en todos los aspectos teóricos y prácticos del fenómeno jurídico.
- Reconceptualización de las nociones de seguridad jurídica, autonomía
de la voluntad y legitimidad en forma integrada.
- Construcción de nuevos principios generales para el derecho privado
que soporten antinomias en su interior.
- Nueva visualización de los conflictos jurídicos como parte del conflicto
social.

36. Luchar por la ciudadanía es luchar por la construcción de nuevos derechos. Es poner en
el espacio del debate público temas que antes se encontraban en la intimidad de las víctimas.
Politizar el daño sufrido es el primer paso en la construcción de nuevos derechos. Los
movimientos sociales y los agrupamientos colectivos en general son quienes cumplen un papel
fundamental en esta construcción.

226
El Waterloo del Código Civil napoleónico

3. 1 Redefiniendo lo público y lo privado en el campo


del derecho

Redefiniendo la separación de lo público y lo privado a partir de la


conceptualización de Hannah Arendt,37 podemos encontrar nuevos ca-
minos de interacción entre los conceptos de sujeto de derecho construi-
dos por el derecho público y el derecho privado.
Para Arendt, lo público significa, en primer lugar, que todo lo que
aparece en público puede ser visto y entendido por todos. Lo que no
puede ser visto queda en el mundo privado. En segundo lugar, lo público
designa al mundo mismo que nos es común a todos y que se distingue del
lugar que tenemos en él individualmente. En el mundo antiguo lo priva-
do significaba carácter privativo. Importaba la privación de las facultades
más nobles, esto es, la vida pública. Quienes padecían esta minusvalía
eran los esclavos y los bárbaros. Pero en sentido moderno lo privado
–identificado como lo íntimo– ya no se opone tanto a lo político sino a lo
social. En cambio la esfera pública refiere al espacio donde los ciudadanos
interactúan mediante los recursos del discurso y la persuasión, descubren
sus identidades y deciden mediante la deliberación colectiva acerca de los
temas de interés común.
Esta última conceptualización de lo público escapa al tradicional ali-
neamiento que la teoría jurídica hizo entre lo público y lo estatal. En este
sentido podemos ver como el mercado es un espacio público, aunque de
su regulación jurídica se ocupe el derecho privado. Si adoptamos el con-
cepto de construcción de ciudadanía de Arendt, podemos hablar de cons-
trucción de ciudadanía en el mercado, mediante la construcción de espa-
cios de deliberación pública en el mercado.
Esta es precisamente la potencialidad que revisten los derechos del
consumidor, que tornan pública una cuestión privatizada. Las decisiones
del mercado ahora nos incumben a todos. En este sentido esta incum-
bencia a “todos” nos remite nuevamente al concepto de ciudadanía.

37. Arendt, Hannah, Condition del l´homme moderne, París, Calmann-Levy, 1982.

227
Sebastián Ernesto Tedeschi

3.2 Ampliar lo público del derecho privado

El Derecho privado, desde la óptica tradicional, es el derecho del que


nos privaron como ciudadanos. La demanda de publicización tiene por
finalidad denunciar esa falta de protección frente a la vulnerabilidad de
las personas, producida por quienes enajenaron las reglas, llevándolas a
un terreno donde no todos valen lo mismo (el mercado), sino donde el
más fuerte puede ejercer libremente su mayor fuerza. La burguesía desa-
rrolló su proyecto de llegar al poder haciendo alianzas con sectores que, a
largo plazo, obstaculizaron la realización de su proyecto. Estado Nacional
y Código Civil se asociaron como dos instrumentos modernizadores fren-
te al viejo derecho medieval. Había que alzar un muro de contención
frente a la monarquía: ese muro, comenzado a construir a fines de la edad
media, quedó definitivamente erguido con los códigos civiles modernos.
En nuestros días, en el espacio del mercado se constituyó un poder
transnacional con gran influencia sobre los Estados, un soberano privado
difuso supranacional,38 que visualiza a lo estatal –sobre todo después del
desarrollo de políticas de bienestar– como un peligroso obstáculo para
sus transacciones.
Desde el sistema político, la última ola neoliberal consagró al mercado
como el mejor regulador de los conflictos, frente al Estado que fue su
tibio aliado. Los mismos grupos políticos, con el desarrollo de los movi-
mientos sociales y el fortalecimiento de los grupos de la sociedad civil,
buscaron ampliar ese ámbito mixto público y privado donde desarrollar
la lucha por los derechos.
En el ámbito del derecho privado, por ejemplo, los reclamos de los
consumidores son una demanda que se realiza en el espacio público: de-
bate público mediático, parlamento, tribunales, pero afecta un derecho
privado en el sentido en que la relación que pretende regular se desarrolla
en el mercado, fuera del ámbito estatal. A partir de esta descripción se
torna muy difícil pensar al mercado como un espacio privado.
El desarrollo del derecho constitucional ha sido un avance. En la Ar-
gentina, a partir de la Reforma Constitucional de 1994, se incorporaron
las declaraciones de Derechos Humanos a la Constitución, otorgándoseles

38. Cf. Capella, Juan Ramón, Fruta Prohibida. Una aproximación histórico-teorética al estudio
del derecho y del Estado, Madrid, Trotta, 1997, pp. 260-265.

228
El Waterloo del Código Civil napoleónico

jerarquía constitucional. Esto nos hace replantear el lugar que ocupa el


orden público en el derecho privado.

3. 3 La cuestión del poder. Politizar el derecho civil

En el comienzo de la modernidad lo público se refería a todo lo vincu-


lado al espacio del Estado y lo privado al espacio de la sociedad civil. La
cuestión del poder era materia de regulación del derecho público. El de-
recho privado presuponía la igualdad formal de los varones, y no veía
relaciones de poder en estos vínculos. Aun en el caso de que estas relacio-
nes de poder estuvieran presentes, fueron ocultadas, tal como lo expresa-
mos, mediante la técnica de enviar las diferencias entre sujetos a la parte
de los predicados jurídicos.
Desde el grito feminista del la década del 70 –“Lo personal es político”–
hasta los trabajos contemporáneos de teoría política feminista y ciudadanía
–donde se critica la separación que la modernidad hizo entre espacio pú-
blico y privado para limitar a la mujer a este último– se pone de manifies-
to la fragilidad de esta distinción, que fue utilizada para relegar a sectores
de la población del espacio de disputa del poder.
Chantal Mouffe afirma que “el objetivo de una política democrática
no es erradicar el poder, sino multiplicar los espacios en los que las
relaciones de poder estarán abiertas a la contestación democrática”.39
Politizar el derecho privado no quiere decir volverlo derecho público,
sino hacer presente en el tratamiento jurídico de los asuntos privados la
dimensión de poder.
Quizá llegó la hora de superar las prevenciones de Portalis, cuando
advertía: “En tiempos de revolución todo se convierte en derecho públi-
co, todo se convierte en asuntos políticos generales”. El mismo codificador
señalaba, citando a Bacon, “ius privatum sub tutela juris publici latet”, es
decir, que el Código Civil se encuentra bajo la tutela de las leyes políticas,
y debe adecuarse a ellas.40

39. Mouffe, Chantal, El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia


radical, Barcelona, Paidós, 1999, p. 24.
40. Portalis, Jean-Etienne-Marie, Discurso Preliminar del Proyecto de Código Civil Francés,
Valparaíso, Edeval, 1978, p. 48.

229
Sebastián Ernesto Tedeschi

El derecho civil debe también recuperar su criterio fundacional de diálo-


go con la filosofía y las ciencias sociales. En esta encrucijada la teoría jurídi-
ca puede hacer un aporte significativo para construir nuevos modelos.
La perspectiva multidisciplinaria con que pacíficamente la doctrina
está abordando el derecho del consumidor es un ejemplo claro de la ri-
queza de este principio metodológico.

3.4 La autonomía que supimos construir

Todo era más claro para la doctrina iusprivatística tradicional cuando


se trataba de la separación entre público y privado. En los comienzos de
la modernidad el objetivo era sustraer de la sujeción del poder del mo-
narca (lo público) un espacio de la vida para la privacidad de los indivi-
duos, reconociendo un pequeño espacio de autonomía. Esa autonomía
era imprescindible para desarrollar el comercio. Contradictoriamente,
otro espacio privado como el de la familia no era alcanzado por estos
ideales de autonomía de la voluntad con la atribución de incapacidad
de hecho a la mujer.
El desarrollo del derecho privado se enlaza con la modernidad por el
desarrollo del principio de autonomía. Pero esa autonomía no es nece-
sariamente libertad. Gordon, importante exponente del movimiento nor-
teamericano Critical Legal Studies, analiza detalladamente una relación
contractual de consumo, que podríamos describir como cotidiana, que-
brando la mirada a la que estamos acostumbrados por la dogmática
mayoritaria. Nos muestra que esa pretendida autonomía de la voluntad
no significa libre elección de la parte débil. Es el Estado, mediante el
Código Civil, quien vigila las formas de los contratos y establece las
exigencias y los aspectos dispositivos con que cuentan las partes. El Es-
tado es intervencionista cuando garantiza la seguridad del empresario
en obtener ganancias de un contrato en donde la libertad de elegir no
estuvo garantizada. 41
El Estado siempre interviene, dejando hacer y protegiendo relaciones
jurídicas –a través del Código Civil o Comercial– sin preocuparse por los
términos reales en que fueron realizadas. La sanción de Códigos es ejercicio

41. Gordon, Robert W. “Cómo ‘descongelar’ la realidad legal: una aproximación crítica al
derecho”, en este mismo volumen.

230
El Waterloo del Código Civil napoleónico

de poder público que le indica a los habitantes de un territorio que tienen


la libertad para relacionarse entre sí siguiendo determinados criterios.
La forma en que las personas se relacionan siempre implica una rela-
ción de poder.42 Donde hay poder, hay resistencia. Sin embargo, tenien-
do en cuenta la advertencia que las Teorías Críticas del Derecho nos for-
mulan al señalar que “el derecho habla también por lo que no dice”,43
podemos afirmar que cuando el derecho privado no dice nada sobre los
términos de la negociación de quienes contratan y bendice con legalidad
esa relación (a la que da el carácter de) jurídica, toma partido a favor del
más fuerte.
Siguiendo la ficción de personas iguales con el mismo conocimiento,
experiencia, manejo de estrategias y tácticas e igual disponibilidad de
opciones, la doctrina civilista moderna concibe que, mediante un libre
intercambio de opiniones las personas acuerdan vincularse en la forma
estipulada en el contrato. Observar los vínculos contractuales cotidianos
nos hace ver la distancia entre esta ficción jurídica y la realidad de los
intercambios en la sociedad de nuestro tiempo.
El Estado no sólo establece límites formales, sino que obliga a cumplir
el trato sin importarle las condiciones en las que se lo celebró. No se
detiene allí: está dispuesto a usar la fuerza pública mediante la ejecución
forzada de bienes como respaldo frente al incumplimiento. Así muestra el
Estado, a través del Derecho Privado, su disposición a hacer cumplir los
efectos de estas transacciones desiguales que día a día se realizan en el
mercado, imponiendo la fuerza.
Por eso el principio “in dubbio pro consumidor” y “favor debilis”44 no es
un tema marginal, sino uno de los principales puntos de quiebre con los

42. En los términos de Foucault se considera al poder no como un instrumento que unos
posean, sino como una situación estratégica en una sociedad determinada.
43. Tal como lo explicita Alicia E. C. Ruiz en “Aspectos ideológicos del discurso jurídico”, en
AA. VV., Materiales para una Teoría Crítica del Derecho, op. cit.: “Los blancos, los silencios, las
contradicciones, son signos desplazados del problema que, a través de tales huellas, revelan su
propia condición problemática. La ideología señala al negar, dice al callar, “revela en su
ignorar”. El par alusión/elusión, supone un discurso de desplazamiento, de implícitos, de lo
no dicho, en el cual los significantes siempre parecen ajenos, distantes, impropios de sus
significados”.
44. Para ver el desarrollo del principio “favor debitoris” y el paso al principio de “favor debilis”
y “a favor del consumidor”, cf. Lorenzetti, Ricardo L., Las Normas Fundamentales del Derecho
Privado, op. cit., pp. 97-103.

231
Sebastián Ernesto Tedeschi

principios del derecho privado construido por el paradigma moderno.


Algunos autores visualizan a este principio como la continuidad del prin-
cipio “favori debitoris”. Coincidimos con la crítica que hace Lorenzetti en
que no siempre el deudor es la parte más débil en la relación jurídica.
Descubrir la parte débil de una relación jurídica requiere de un análisis
más profundo45 que aquel al que nuestros juristas y magistrados están
acostumbrados.

3. 5 Seguridad jurídica, autonomía de la voluntad


y legitimidad

La autonomía de la voluntad está profundamente vinculada a la cues-


tión de la legitimidad. La crisis de la autonomía de la voluntad se traduce
en crisis de la legitimidad del contrato. Cuando la dogmática iusprivatista
hegemónica enfoca el problema desde la seguridad jurídica, toma partido
por una mirada de la seguridad jurídica que sólo considera relevantes la
certeza y previsibilidad para los inversores extranjeros. No se tiene en
cuenta la seguridad que proviene de la confianza de los ciudadanos en la
institución del contrato que se ve asegurada por estos nuevos principios
que trae bajo su capa el derecho del consumidor.
¿De qué hablamos cuando decimos seguridad jurídica? Nos referimos
a la certeza en la validez y vigencia de las relaciones jurídicas. Esta idea
proviene de la doctrina del Estado de Derecho, donde el Código Civil ha
prestado un servicio fundamental. La seguridad jurídica construida por la
doctrina tradicional es la seguridad de la parte empresaria que no tiene en
cuenta a la parte débil de las relaciones jurídicas. Un reconocimiento de
los derechos del consumidor en el centro del derecho privado resulta un
peligro para esta posición doctrinaria hegemónica. Desde la mirada del
consumidor podríamos afirmar que hay “seguridad jurídica” cuando el
derecho privado protege a los débiles jurídicos, generando confianza en la
institución del contrato, y certeza en las relaciones jurídicas que estos entablan.
La certeza de poner en cuestionamiento la antigua seguridad jurídica basada
en la falsa apariencia del formalismo, la certeza que brindan los nuevos
mecanismos protectorios para la parte contratante débil.

45. Como el que hace Gordon en el artículo mencionado.

232
El Waterloo del Código Civil napoleónico

3. 6 El futuro de la codificación y las antinomias

El futuro de la codificación es un debate de pronosticadores. La despe-


dida que formula Irti me parece apresurada. Se puede ver a la sistematiza-
ción de las leyes como una cuestión técnica, formal, secundaria. Pero en el
derecho muchas veces la forma hace al contenido. No podemos dejar de
ver la fuerza simbólica que tiene un código en cuanto legitima las relacio-
nes jurídicas que regula.
A la codificación le queda tiempo por delante. Ahora bien, si incorpo-
ramos los criterios aquí sugeridos a los códigos de derecho privado apare-
cerán principios contradictorios. Sin embargo, el desarrollo del
constitucionalismo nos muestra que el derecho ya tiene experiencia en
sobrellevar antinomias en su interior. Por eso considero saludables las con-
tradicciones que puedan suscitarse en el derecho privado a raíz de esta
incorporación.
Tal como sostiene Ferrajoli: “una concepción sustancial de la democra-
cia, garante de los derechos fundamentales de los ciudadanos, requiere
que se admita la posibilidad de antinomias y de lagunas generadas por la
introducción de límites y vínculos sustanciales”.46
Las disposiciones de orden público ya no tienen que esconderse detrás
de los cortinados del Código Civil. Si observamos las cuantiosas disposi-
ciones de orden público que se encuentran en el derecho sucesorio, de
familia, derechos personalísimos, derechos del consumidor, este princi-
pio antiguamente excepcional en el derecho privado se encuentra en me-
jores condiciones para disputar batallas con los tradicionales principios
generales del derecho privado.
Se pueden construir nuevos principios generales del derecho privado
que contengan principios antagónicos en su interior, y que permitan for-
talecer la posición de los débiles jurídicos. Esto, a contrario sensu de lo que
afirma la doctrina tradicional, puede brindar una mayor seguridad jurí-
dica en los términos que aquí expresamos, y puede ayudar a que el dere-
cho civil ocupe otra vez el centro del sistema jurídico, como instrumento
de solución de conflictos con la menor violencia posible y con un mayor
grado de igualdad sustancial.

46. Ferrajoli, Luigi, “El derecho como sistema de garantías”, en Derechos y garantías. La ley del
más débil, Madrid, Trotta, 1999, p. 25.

233
Las marcas del vacío en
el discurso social
Nora Wolfzun*

1. Escucha reflexiva al interior del vacío

Hace unos años, en su paso por Buenos Aires, el artista alemán Horst
Hoheisel propuso una mirada novedosa acerca de las marcas de la memo-
ria de nuestro pasado, específicamente referida a los monumentos de la
memoria. En tanto recordar el pasado se plasma en un esfuerzo de con-
ciencia que, lejos de ser claro y ordenado, suele ser fugaz y titilante, su
propuesta consistía en reemplazar los monumentos, huellas ostensible-
mente perceptibles en su materialidad, por anti-monumentos, es decir,
marcas de un espacio vacío que, desde su vacuidad, estimulen a la re-
flexión y a la producción de imágenes. Los monumentos en sitiales de
bronce, mármol o concreto rápidamente enmudecen en la “naturaliza-
ción” de algún sentido y, si acaso se habla de su demolición, vuelven a
cobrar vida. El espacio del vacío, en cambio, invita a la resignificación
permanente de una memoria que escapa a cualquier fijación semántica.
Tal como sucede en toda instancia de producción de sentido, el monu-
mento ordena y encauza el pasado al mismo tiempo que oculta la vitali-
dad subversiva de una memoria oscilante e incierta que sólo se vuelve
asible a través de su inevitable mediación: el nivel simbólico.
La propuesta de Hoheisel de una escucha reflexiva al interior del vacío
como enlace de lo visible con lo invisible nos acerca metafóricamente a la
idea nodal de este trabajo: la ponderación insoslayable de la dimensión
imaginaria en el discurso de las ciencias sociales en general y en el discur-
so jurídico en particular.

* Profesora de Filosofía del Derecho, Facultad de Derecho, Universidad de Buenos Aires.

235
Nora Wolfzun

De la misma manera en que la memoria se filtra a través de monumen-


tos y antimonumentos, el discurso social se desliza entre materialidades
en bruto y la interpretación de sus vacíos: en tanto mediación significati-
va necesita de monumentos (lo real) y sus correspondientes vacíos (lo
ficcional) para cobrar vida en el marco de un proceso de comprensión,
convirtiéndose el elemento ficcional en el alma de toda narración. Si el
discurso de las ciencias naturales, en tanto forma de hablar no narrativa,
se mueve sobre la distinción de lo que es verdadero o falso, el discurso
social no puede eludir el elemento imaginario, como no podríamos, des-
de una epistemología reflexiva como plantea Danilo Zolo, sortear nuestra
propia sombra.

2. La dimensión diegésica del discurso

Hacer de la narración la protagonista de un escrito implica una opción


epistemológica que pondera presupuestos tanto poéticos como científi-
cos. Discurso es, para Hayden White (2001), un tipo de proceso de la
conciencia que media entre el nivel descriptivo (mímesis) y el nivel narra-
tivo (diégesis), orientado hacia la comprensión, es decir, la conversión de
lo no familiar, extraño o no clasificado en familiar. White sortea, de esta
manera, la discusión acerca de la diferencia entre “discurso” y “narrativa”
que tuvo lugar en la estela del estructuralismo (asociada a la obra de
Jakobson, Benveniste, Todorov, Barthes) en la cual la subjetividad del
“discurso” estaría marcada por la presencia explícita o implícita de un
“yo”, por contrapartida a la objetividad de la “narrativa” que sostiene la
ausencia de la referencia del narrador, como si lo real pudiera hablar por sí
mismo (White, 1992). Lo que se produjo posteriormente es, como diría
Pierre Bourdieu, una combinación de un momento objetivo con otro
subjetivo en inescindible alianza.
La narración como elemento diegésico del discurso organiza los aconte-
cimientos reales en una secuencia cronológica dentro de una estructura
significativa que articula pasado, presente y futuro y cuya integridad sólo
podemos imaginar, no experimentar. La narración es más que un vehículo
para transmitir información (dimensión episódica); es un aparato de pro-
ducción de sentido, que supera la mera crónica o cuerpo de acontecimien-
tos como referente primario para configurarlos en el desarrollo de una tra-
ma (dimensión configurativa), cuya temporalidad confluye hacia un final.

236
Las marcas del vacío en el discurso social

La búsqueda de un final en el discurso narrativo, a diferencia de la crónica,


es necesariamente moralizante, es decir, de sanción o de reconocimiento
(Greimas, 1999; Van Roermund, 1997; Renquena, 1999). La “verdad”
narrativa ya no es la correspondencia con un relato vivido por personas
reales del pasado donde el aspecto ficcional sólo incide en retoques
estilísticos para captar la atención e interés del lector, sino que se transfor-
ma en “coherencia” narrativa cuyos contenidos son tanto “dados” como “in-
ventados”, y cuyas formas muestran más afinidad con las literarias que con
las científicas (Ricoeur, 1999 y 2001; Nussbaum, 1997; Dworkin, 1997).
En síntesis, el discurso social expone una trama simbólica de aconteci-
mientos que nunca podrían ser representados en su instancia vivencial y,
en tanto concepto mediador, es ambiguo en su carácter diatáctico (orde-
nador, distribuidor): predetermina un tema (nivel mimético) sobre el
cual aplica su interpretación del mismo (nivel diegésico) sin producir
quiebre alguno (hipótesis de la doble interceptación de la referencia (Van
Roermund, 1997).
Este pasaje ininterrumpido de lo mimético a lo diegésico marca una
alianza estructural entre realidad y ficción, una continuidad existencial
entre poiesis (creatividad, producción y también poesía) y noesis (saber,
conocimiento), sin la cual la instancia discursiva no podría formar parte
de un proceso más general orientado hacia la comprensión, ese necesario
pasaje de lo ininteligible hacia su decodificación. Comprender es, en el
sentido gadameriano, un esfuerzo puesto en consensuar entre lo conocido
y lo desconocido, para convertir al producto del proceso de comprensión
en un elemento humanamente útil y no amenazante, que ayude a vivir
más confortablemente.

3. La morada de la dimensión imaginaria


del discurso

En este periplo de hacer inteligibles ciertas áreas de la experiencia huma-


na que necesitan decodificación o recodificación, el lugar del elemento
ficcional, de la imaginación, del misterio, adquiere centralidad. Una de las
moradas de esta capacidad poiética se aloja en los llamados modos
tropológicos del discurso. Si la palabra “tropo” apunta a todo desvío o mu-
danza de dirección del uso literal o convencional del lenguaje, podemos
convenir en que los tropos del discurso son figuras retóricas que conspiran

237
Nora Wolfzun

contra la literalidad. Frente a un proceso de literalización, proponen uno


figurativo o alegórico que transforme la mera crónica en discurso narrati-
vo. Los tropos del discurso son, a la manera de Nietzsche, una irrupción
dionisíaca dentro de una estructura apolínea, una defensa antilógica (si es
necesario deconstruir algún sentido cristalizado e inmóvil) o pre-lógica
(si se quiere demarcar una nueva área de experiencia) frente a toda pers-
pectiva literal, canónica o mimética de la realidad. Los tropos constituyen
el alma del discurso, sin los cuales éste no podría deslizarse diatácticamente,
entre lo real y lo imaginario.
La retórica moderna presenta cuatro tropos principales: la metáfora, la
metonimia, la sinécdoque y la ironía, cuyas conceptualizaciones difieren
de aquellas ofrecidas por el diccionario.1 Son modos de aprehensión de la
realidad que permiten y facilitan los deslizamientos de sentido. Así como
la conciencia metafórica nos propone una entrada imaginaria a partir de
una experiencia de semejanza o similitud, la metonimia, por el contrario,
sugiere una diseminación de elementos a través de una serie. La sinécdo-
que, por su parte, conforma una entrada integradora, clasificatoria,
sistémica, en tanto que la ironía conduce a una reflexión acerca del propio
discurso (conciencia de segundo orden o autorreflexividad). Este modelo
cuádruple de tropos desafía la autoridad unívoca de una actitud lógica de
percepción de la realidad, al mismo tiempo que propone una alianza es-
tructural entre lógica y poética.
Otra morada para la localización del aspecto ficcional es la propuesta por
Northrop Frye: son las llamadas “estructuras de tramas pre-genéricas” deri-
vadas de la literatura religiosa clásica y judeocristiana, que se alojan al inte-
rior del discurso social proveyendo sus sentidos latentes. La tragedia, la
comedia, el romance y la sátira son tramas que permiten al discurso conver-
tir una mera crónica en una historia (White, 2001). El acontecimiento

1. Definiciones del Diccionario de uso del español, María Moliner, Gredos, Madrid, 1994.
Metáfora: tropo que consiste en usar las palabras con sentido distinto del que tienen propia-
mente, pero que guarda con éste una relación descubierta por la imaginación.
Metonimia: figura retórica que consiste en tomar el efecto por la causa, el instrumento por el
agente, el signo por la cosa, etc., o viceversa. Por ejemplo, no respeta las canas, dormir sobre
los laureles.
Sinécdoque: metáfora que consiste en designar una cosa con el nombre de otra que no es más
que una parte de ella, o con la materia de que está hecha, o con el de algo que lleva o usa.
Ironía: manera de expresar una cosa, que consiste en decir, en forma o con entonación que no
deja lugar a duda sobre el verdadero sentido, lo contrario de una cosa.

238
Las marcas del vacío en el discurso social

pasado, sin procesar, carece per se de capacidad explicativa; es materia


inerte y de valor neutro y sólo adquiere sentido con su configuración
secuencial de acuerdo con algún tipo de trama que le dé inteligibilidad.
Con esto quiero decir que no hay ningún acontecimiento humano intrín-
secamente trágico, cómico o irónico, sino que depende de la elección del
investigador que, como “ser situado”, reflexiona acerca del pasado a partir
de su propio bagaje social, cultural, político, en el marco de
sobredeterminaciones epocales e imperativos meta-históricos que proyec-
ta sobre su material, tornándolo significativo.
Pero las tramas pre-genéricas no son el único insumo que podemos
tomar prestado de la literatura. También sus técnicas. Los acontecimien-
tos se convierten en narraciones a partir de la supresión de algunos, su
subordinación, su realce, repetición de motivos, variación de puntos de
vista: herramientas de lo que se llama la “imaginación constructiva”. La
narrativa resulta, entonces, mediadora entre los acontecimientos descriptos
y el tipo de trama elegida, orientada a dotarlos de sentido dentro de un
proceso general de comprensión.
La morada de la dimensión imaginaria del discurso se aloja, entonces:
por un lado, en los modos tropológicos del discurso que conforman un
nivel insustituible de lo factual; por otro lado, en las modalidades de las
tramas pre-genéricas (literarias) que articulan los acontecimientos acom-
pañando al lector en el desarrollo que el autor les imprime, a partir de su
teoría acerca de la naturaleza de la sociedad, de la política y de la historia.

4. Capacidad explicativa del modelo tropológico

La utilización del modelo tropológico en distintas y muy variadas áreas


del saber lo convierte en modelo arquetípico de los procesos de compren-
sión. Así, por ejemplo, Piaget sostiene la estructuración evolutiva de las
capacidades cognitivas de los niños como formas tropológicas (y no lógi-
cas) de construcción del campo perceptual. Sus fases sensorio-motora,
representacional, operacional y de lógica proposicional coinciden respec-
tivamente con las experiencias de similitud, de contigüidad, de estructu-
ración en conjuntos y de pensar sobre el pensamiento (autoconciencia)
que proponen los cuatro tropos discursivos. Creo que lo más destacable
de este desarrollo tropológico de las facultades cognitivas de la niñez en
Piaget es, en primer lugar, la constatación de que todos los tropos permean

239
Nora Wolfzun

los procesos de comprensión de manera no jerárquica, es decir, están im-


plícitos y a disposición para ser utilizados como diferentes formas de co-
nocimiento, siendo la conciencia metafórica un modo de aprehensión
fundamental (lejos de ser inferior a la conciencia irónica) por medio de la
cual se abren las primeras puertas de un área desconocida de la experien-
cia humana, o se desestructura un conocimiento semánticamente cristali-
zado. Por otra parte, esta disposición implícita de cualquier tropo como
forma de comprensión de la realidad reafirma y consolida la continuidad
existencial (ontogenética, diría Piaget) entre intuición y saber, ficción y
realidad, imaginación y pensamiento.
En la misma línea, Freud propone el modelo tropológico para el nivel
del inconciente, abordaje que permite deconstruir el contenido manifies-
to de los sueños y develar los latentes. Mediante los mecanismos de la
condensación, deslizamiento, representación y revisión secundaria, la ini-
ciativa freudiana (conciencia-inconciente) resulta complementaria del tra-
bajo de Piaget (conciencia-autoconciencia). Por su parte, el uso del mo-
delo cuádruple de tropos que el historiador E. P. Thompson propone para
el análisis del desarrollo de la conciencia de la clase trabajadora inglesa,
desde un estadio metafórico hasta su evolución irónica (siglos XVIII y
XIX), agrega ciertas novedades: Thompson reivindica el enfoque empíri-
co al analizar una realidad histórica concreta y no la mera aplicación de
un método o de una teoría abstracta, además de operar un traslado
tropológico desde un fenómeno individual de conciencia (Piaget, Freud)
hacia un fenómeno de grupo. En todo caso, el hecho de que estas estruc-
turas trópicas análogas, figuren en obras pertenecientes a ámbitos del
saber tan diversos (retórica, poética, dialéctica, psicología experimental,
psicoanálisis, historia) le otorga al esquema tropológico el estatus de una
convención generalizada para el análisis del discurso sobre la conciencia
tanto individual como social.
Si concordamos en que cualquier discurso complejo (autoconciente y
autocrítico) reproduce las fases por las que la conciencia transita desde su
entrada metafórica hacia su desarrollo irónico, también el discurso jurídi-
co participa estructuralmente del elemento trópico. Es paradigmático, en
este sentido, el trabajo de Duncan Kennedy (1999) en su minucioso
despliegue de los vericuetos pre-lógicos del razonamiento judicial como
fenómeno de conciencia. Sumamente elocuente resulta su entrada “meta-
fórica” al tema, ya que sólo por analogías difusas y alguna experiencia de
similitud, el “juez de Kennedy” comienza a recordar y asociar normas y

240
Las marcas del vacío en el discurso social

hechos útiles para la sentencia-a-la-que-quiere-llegar, mientras que des-


pliega una fase metonímica de individuación de cada uno de los elemen-
tos constitutivos de su campo jurídico (normas, precedentes, principios
de conveniencia pública, estándares, estereotipos), para luego
sinecdóquicamente componer un todo significativo a la manera gestáltica,
y finalizar reflexionando autocríticamente (irónicamente) sobre la legiti-
midad de su desarrollo intelectual.
El análisis argumentativo alrededor de los componentes normativos y
no normativos, que culmina en la decisión judicial, muestra
elocuentemente que el discurso jurídico abreva tanto en lo factual como
en lo imaginario, siendo esto último perturbador para una perspectiva
que centre en el aspecto exclusivamente temático la posibilidad de un
conocimiento seguro y verificable.

5. Por lo menos, dos humanos

Toda opción epistemológica conlleva una entrada ética o valorativa en


la medida en que se suprime, subordina, resalta, recorta, engloba la mate-
ria a investigar de acuerdo con una determinada perspectiva orientada a
decodificar lo no clasificado.
La opción planteada en este trabajo puede leerse de manera paradojal:
optar por no optar entre arte y ciencia. La inextricable alianza y continui-
dad existencial entre poiesis y noesis nos habilita y estimula a echar mano
de protocolos de traducibilidad entre modos alternativos de percepción
de lo real, que, habiéndose muchas veces petrificado en calidad de opues-
tos, carecen de puentes vinculantes de comprensión. Estas polarizaciones
ideológicas podrían ser sorteadas en la medida en que se reoriente la mi-
rada hacia los diferentes modos tropológicos del discurso, mediadores
insoslayables entre “lo real” y su “distorsión”, entre la “verdadera concien-
cia” y la “falsa conciencia”, entre “ciencia” e “ideología”.
En el prólogo del Ocaso de los dioses, ópera de Richard Wagner, tres
Nornas (hijas de Erda, diosa de la sabiduría) trenzan la cuerda del Desti-
no. Las Nornas representan el Pasado, el Presente y el Futuro. Ellas na-
rran. Cuentan la historia de los dioses del Walhalla. El corte repentino de
la cuerda anuncia fatalmente el ocaso de los dioses.
En nuestras sociedades modernas “desencantadas”, que han renuncia-
do a las garantías metasociales, los humanos se han hecho cargo de sus

241
Nora Wolfzun

propias narraciones. En la medida en que haya por lo menos dos humanos,


la narración será su metacódigo, en razón de que la única forma de transmi-
tir lo pasado es a través de su recreación imaginativa, es decir, la sustitución
de la copia directa por su significación. Ahora, si la cuerda se corta, es que
no quedó nadie. Entonces, fatalmente, habrá que apagar la luz.

Bibliografía

Dallera, Osvaldo: “La teoría semiológica de Greimas”, en V. Zecchetto


(coord.), Seis semiólogos en busca de un lector, Ciccus La Crujía,
Buenos Aires, 1999.
Dworkin, Ronald: “Cómo el derecho se parece a la literatura”, en La de-
cisión Judicial, Siglo del Hombre, Bogotá, 1997.
Kennedy, Duncan: “Libertad y restricción en la decisión judicial: una
fenomenología crítica”, en La decisión Judicial, Siglo del Hombre,
Bogotá, 1997.
Nussbaum, Martha: Justicia Poética, Andrés Bello, Santiago de Chile,
1997.
Renquema, Jan: Introducción a los estudios sobre el discurso, Gedisa,
Barcelona, 1999.
Ricoeur, Paul: Teoría de la interpretación, Siglo XXI, España, 1999.
—: Del texto a la acción, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires,
2001.
Van Roermund, Bert: Derecho, relato y realidad, Tecnos, Madrid, 1997.
White, Hayden: El contenido de la forma, Paidós, Barcelona, 1992.
—: Tropos del discurso (“La tropología, el discurso y los modos de la
conciencia humana” y “El texto histórico como artefacto literario”),
EDUSP, Brasil, 2001.
Zolo, Danilo: Democracia y complejidad. Un enfoque realista, Nueva
Visión, Buenos Aires, 1994.

242
“¡Identifíquese!”
Apuntes para una historia del control
de las poblaciones*

Gabriel Ignacio Anitua**

I. La identificación de personas
en los aeropuertos estadounidenses

En un reciente paseo junto a Julio Maier por Barcelona, me señaló que


ciertas prácticas estatales de política preventiva, o de acción directa, afec-
tan en mayor medida que la propia pena a las garantías protectoras de los
individuos. A pesar de ello, dijo, es escaso el interés demostrado por la
dogmática jurídico-penal y sus cultores garantistas, tanto prácticos como
académicos, y por ello poco se sabe de estas prácticas y son casi nulos los
límites impuestos desde el derecho.
Yo quisiera unir este tema con otro que es recurrente en el profesor Maier,
al menos en los últimos tiempos. Son conocidos sus reparos y temores
frente a las políticas implementadas por los Estados Unidos tras los aten-
tados del 11 de septiembre de 2001, al igual que sus objeciones a las
formas jurídicas y académicas del universo angloamericano. En todo caso,
pueden observarse sólo con recurrir al debate que ha sostenido con el
profesor Jaime Malamud Goti en la revista Nueva Doctrina Penal.
En concreto, analizaré en este artículo una medida adoptada por el
gobierno de los Estados Unidos dentro de una nueva política del control
de las poblaciones guiada por el miedo y por la tentación de reducir
riesgos. Garland señaló que la “cultura del control” criminal se manifiesta

* Originalmente publicado en AA.VV., Estudios sobre Justicia Penal. Homenaje al Prof. Dr.
Julio B. J. Maier, Buenos Aires, del Puerto, 2005.
** Profesor de Derecho Penal y Criminología de la Facultad de Derecho, Universidad de
Buenos Aires.

243
Autores

en los últimos treinta años a través de medidas criminológicas de mero


control (lo que otros autores han llamado “actuarialismo”), de un razona-
miento economicista, y de un cambio en la penalidad del Estado de bien-
estar.1 Trataré de demostrar que la idea del control es también consustan-
cial al Estado de bienestar, y en realidad al mismo “Estado”. Desde que la
ampliación de los mercados permite una movilidad imposibilitadora de
las relaciones “cara a cara”, se crearon las modernas burocracias (las
weberianas “jaulas de hierro sin las cuales no podríamos vivir”) justamen-
te para controlar a los individuos. Este control aumenta cuantitativa pero
no cualitativamente cada vez que las tecnologías permiten mayores des-
plazamientos. Es probable que esté fuera de nuestras decisiones el avance
tecnológico, del mercado, de las burocracias estatales y del control. Sin
embargo, sí que depende de elecciones políticas que esos controles tengan
como finalidad cumplir los derechos humanos y no vulnerarlos, así como
que los mismos estén sometidos a límites razonables.
La medida de control que “dispara” este ejercicio es muy reciente y
afecta en especial a los extranjeros. En efecto, desde fines del año 2003
quien quiera entrar en Estados Unidos con una visa será fichado, identifi-
cado, fotografiado y deberá dejar sus huellas digitales (y una nueva huella
de identificación tomada de la retina) al hacerlo a través de un aeropuerto
u otra frontera legal. Para 2004 se planea extender este control con un
nuevo pasaporte “inteligente” que deberán adoptar todos los Estados.
Las reacciones en contra no se han hecho esperar en el ámbito intelec-
tual latinoamericano y europeo. Por ejemplo, Eduardo Galeano escribió
un artículo en el diario Página/12 del domingo 25 de enero de 20042, en
el que criticaba tal medida por coartar derechos, como el de privacidad,
de ciudadanos extranjeros y, además, señalaba como un acto de justicia
retributiva que en los aeropuertos brasileños se someta a idéntica obliga-
ción identificatoria a los ciudadanos estadounidenses.
Desde Europa, Giorgio Agamben, en un artículo publicado en el dia-
rio Le Monde el domingo 11 de enero de 20043, anunció que no va ir a
dar un curso al que le habían invitado por no querer someterse a ese
procedimiento. Para este notable pensador italiano, el fichaje electrónico

1. Garland, The Culture of Control, p. 175.


2. Galeano, Malas costumbres.
3. Agamben, No al tatuaje biopolítico.

244
Autores

de las huellas digitales y de la retina (el tatuaje subcutáneo, según su


denominación) como otras prácticas del mismo género son elementos
que contribuyen a fundar una nueva era biopolítica (en el sentido
foucaultiano). Así, al aplicar a todo ser humano las técnicas y disposi-
tivos que fueron inventados para las clases peligrosas, los Estados, que
deberían constituir el lugar mismo de la vida política, han hecho del
ser humano el sospechoso por excelencia, hasta el punto de que es la
humanidad misma la que se ha transformado en clase peligrosa. De
esta forma confirmaba ideas previamente sostenidas sobre el paso de
Atenas a Auschwitz, como paradigma político de Occidente. Agamben
recordaba que el tatuaje fue utilizado como el modo más normal y
económico de organizar la inscripción y el registro de los deportados
en los campos de concentración.
La extensión masiva del control de la población, así como la mayor
atención que han puesto algunos intelectuales sobre los dispositivos coti-
dianos a que deben someterse los individuos, son dos consecuencias del
acontecimiento del 11 de septiembre. Lo segundo es importante pues
permite planificar “resistencias” a la implementación, desde antes de esa
fecha, de una estrategia adecuada a las “sociedades de la vigilancia”.4 Lo
primero es peligroso en tanto justifica tal estrategia. Pero ni la técnica de
la que aquí se habla ni la estrategia de la vigilancia constituyen una nove-
dad ni, mucho menos, un “invento” estadounidense. Lo que quiero seña-
lar aquí, siguiendo la sugerencia de Agamben, es que “fichar” a los grupos
de riesgo y, finalmente, a toda la población, ha sido un recurso utilizado
por gobiernos autoritarios, pero también ha sido coetáneo a la creación de
identidades en la modernidad. Desde la aparición del Estado, y singular-
mente con el Estado de derecho y luego el Estado social, la identidad
colectiva ha necesitado de la identificación individual para existir. Saber
quién es el otro con sólo mirarlo ha sido la obsesión del control desde la
época moderna y, a pesar de la innovación tecnológica, como señaló
Christie, “en el campo del control social, rara vez se introducen invencio-
nes radicalmente nuevas”.5

4. Lyon, Surveillance after September 11, p. 142.


5. Christie, La industria del control del delito, p. 75.

245
Autores

II. De la indagación a la identificación.


Origen de la policía y del actuarialismo

Este intento de “fichar”, de controlar mediante el conocimiento de lo


existente, tanto a personas como a bienes, es coetáneo del momento seña-
lado por Maier como de surgimiento del método inquisitivo. Entonces
comenzaron las iglesias a registrar nacimientos y muertes, entonces se
empezaron a regular las ciudades emergentes, entonces principiaron y se
iniciaron los controles sanitarios alternando los métodos disciplinarios de
la peste con los excluyentes de los leprosos.6 A éstos, como a otros parias,
se los expulsaba o se los encerraba. Pero, en todo caso, todos debían estar
identificados. Se trataba de hacer que todo fuera ostensible para evitar
“engaños” a la autoridad naciente. Y como producto del cambio político
que significó la aparición del Estado y del mercado capitalista nació tam-
bién la “prevención”, la posibilidad de que unos funcionarios investigaran
en base al rumor público la comisión de lo que desde entonces caracteri-
zará lo reprimible, los delitos.7 Estos funcionarios serían los procurado-
res, encargados en principio de vigilar la renta del rey a través del asegu-
ramiento en el cobro de impuestos.
El origen “administrativo” de la encuesta judicial se verifica en los mé-
todos de los primeros monarcas de aquellos Estados que darían un marco
estable al mercado capitalista. Estos soberanos debieron hacer una enor-
me indagación sobre las propiedades, las personas, el beneficio que obte-
nían y la situación de los impuestos. El primer ejemplo que existe de esta
práctica es el Domesday Book que encargó Guillermo el Conquistador al
dominar la isla de Gran Bretaña en el año 1066.8 Con posterioridad, los
reinos del continente europeo, como Francia, Castilla o Aragón, realizarían
idénticas prácticas para consolidar Estados absolutistas, para los cuales la
Iglesia había aportado su experiencia en relevar sus bienes con emisarios y
en imponer una visibilidad total de los súbditos a través de la confesión.
Estas prácticas de contar e individualizar eran habituales en los in-
tentos anteriores de centralizar el poder, como en el Imperio Carolingio,
y remiten al Imperio Romano, que fue el primero en establecer censos

6. Para un análisis foucaultiano, ver Elden, Plague, Panopticon, Police.


7. Maier, Derecho Procesal Penal, Tomo I, p. 296.
8. Foucault, La verdad y las formas jurídicas, p. 79.

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Autores

sobre su población con la finalidad del control policial e impositivo (bas-


ta recordar el nacimiento de Jesucristo).
Durante el Estado absolutista, y junto a estos controles que darían
cuenta de la población y bienes de los dominios del señor, se realizó otro
“invento” no reseñado por Foucault: el de los pasaportes y papeles de
identificación. Con el objetivo de regular los actos ilegales como el con-
trabando, pero sobre todo de controlar los flujos de poblaciones y las
falsas representaciones de condición social (o raza, edad, género, etc.), los
reyes absolutistas como los franceses, y también los pequeños señores ale-
manes e italianos, impusieron la necesidad de contar con un pasaporte
para desplazarse de su terruño o para arribar a las cortes y ciudades.9 Los
que no portaban esos privilegiados papeles, en cambio, tenían que lucir
ropas, peinados u otras señales para identificarse a simple vista: a los con-
victos (pero también los enfermos, mendigos, locos y creyentes de otras
religiones) solía cortárseles un miembro o tatuárseles una letra o dibujo
que a simple vista permitiera saber “quiénes” eran.10 Simular una identi-
dad “no real” constituiría la “traición” más peligrosa en momentos de
expansión de mercados y Estados a golpes de conquistas y guerras, de
expulsiones y grandes encierros.
Todo ello cambiaría con la misma Revolución Francesa. Una de las
demandas acogida en la Constitución de 1791 fue la de derogar los con-
troles de pasaportes y con ellos las restricciones de movimientos por mo-
tivos de clase. Sin embargo en 1791 surgió la necesidad de crear una
identidad de “ciudadano”, con lo que apareció el moderno pasaporte que
acredita la pertenencia al Estado (identificado a su vez con una nación,
una lengua, una bandera).11 Con la Revolución Francesa los registros par-
ticulares de las iglesias, y los pases limitados a personas importantes, se
estatalizaron y universalizaron.12

9. Estos permisos eran un privilegio y no todos podían poseerlos. Según ordenanzas germanas,
debían destruirse los que estuvieran en posesión de gitanos, que por definición carecían del
derecho a tenerlos; Groebner, Describing the Person, Reading the Signs in Late Medieval and
Renaissance Europe, p. 19.
10. La palabra “tatuaje”, de origen polinesio, fue adoptada a fines del siglo XIX. El término
usado por los antiguos griegos y romanos para referirse a los dibujos en el cuerpo era el de
“estigma”, que luego sería sinónimo de marca infamante; Jones, Stigma and Tatoo, p. 1.
11. Sobre la abolición del pasaporte absolutista: Torpey, The Invention of the Passport, p. 29.
12. Noiriel, The Identification of the Citizen, pp. 28 y ss.

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Autores

El siglo XIX sería una época de verdadero laissez faire económico, re-
flejado en la abolición de “aduanas interiores”, pero el vagabundo, el po-
bre, seguía siendo sospechoso por definición (como dice la cita de Norman
con la que Torpey inicia su investigación) y deberían inventarse formas
específicas de controlarlo sin obstaculizar la libertad de mercaderías e
incluso de trabajadores.
Aunque los controles identificatorios serían una excepción hasta el si-
glo XX, es entonces en la constitución de los Estados nacionales durante
la modernidad industrial o estricta contemporaneidad cuando se gestó el
control biopolítico al que responden los controles aeroportuarios que he
mencionado, pues la construcción de una identidad nacional requería de
la identificación de los “ciudadanos”. La nueva lógica identificatoria cons-
truirá “identidades” nacionales atacando las diferencias culturales.13 Éste
será el primer intento de controlar “incluyendo”, aunque a la vez generará
una nueva forma de “exclusión”.
Se produjo entonces un aumento de las burocracias estatales y un refi-
namiento eficientista de los controles poblacionales. Esto tendría terri-
bles consecuencias en el siglo XX, y que aún son de temer.
Por un lado, los censos fueron mejorados e implementados en gran
escala: desde 1790 los recién independizados Estados Unidos realizaron
un censo general de la población cada diez años, e Inglaterra organizó el
primer censo moderno en 1801 con la finalidad de saber cuántos jóvenes
podían luchar en las guerras napoleónicas.14 Para evitar el incumplimien-
to con las obligaciones militares, en Francia se obligó a toda la población
(en especial los judíos) a inscribirse en los recientes registros estatales, que
serían controlados desde 1820 por el Ministro de Justicia y los fiscales.15
Por otro lado, aparecieron sistemas de control relacionados con el siste-
ma penal. Los nacientes cuerpos de policía recibieron la legitimación de
los sistemas penales liberales pero no sus límites, que estarían reservados
–en todo caso– al proceso de imposición de condenas. El Código de Ins-
trucción Criminal francés de 1808 es buen ejemplo de ello.16 Foucault
evocó la presentación de su texto, formulada por el jurista del régimen
napoleónico Treilhard, en la cual se advertía que “el procurador no debe

13. Noiriel, The Identification of the Citizen, p. 47.


14. Lyon, Surveillance after September 11, p. 24.
15. Noiriel, The Identification of the Citizen, p. 36 y p. 31.
16. Su descripción en Maier, Derecho Procesal Penal, T. I, pp. 351-360.

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Autores

tener como única función la de perseguir a los individuos que cometen infrac-
ciones; su tarea principal y primera ha de ser la de vigilar a los individuos
antes de que la infracción sea cometida. El procurador no es sólo un agente de
la ley que actúa cuando ésta es violada, es ante todo una mirada, un ojo
siempre abierto sobre la población. El ojo del procurador debe transmitir las
informaciones al ojo del Procurador General, quien a su vez las transmite al
gran ojo de la vigilancia que en esa época era el Ministro de la Policía”.17
La policía, como la prisión, hunde sus raíces en las prácticas adminis-
trativas del Antiguo Régimen. Recordaba Maier que tanto la institución
hoy conocida como “policía” como el concepto que representa su base
material tuvieron su origen en la consolidación del Estado moderno y en
su primera configuración política: el absolutismo monárquico.18 Pero,
como continúa el autor al que le rendimos homenaje, fue con la limita-
ción liberal al Estado que se impuso una tarea de “evitar peligros”, para lo
que se organizó una “policía” propiamente dicha.19
Los primeros cuerpos policiales, los ingleses y los franceses, repre-
sentaron modelos diferentes dadas las características políticas de cada
Estado. La policía de Londres, creada en 1829 por Robert Peel como
una herramienta más en su búsqueda de racionalización del sistema
penal, 20 no fue una policía política sino una local y más cercana a los
propietarios comerciales e industriales, que exigían sistemas para cas-
tigar e impedir los ilegalismos populares.21 En contra de este modelo
más civil, la policía francesa, la Gendarmerie heredera en 1791 de la
absolutista Marecheuse, siguió un modelo centralizado, jerarquizado,
militarizado y disciplinario. 22
Pero, en ambos casos, el moderno Estado liberal adoptó las formas
policiales de control para “incluir” a los ciudadanos y “excluir” a los sos-
pechosos. Estas formas, como he señalado más arriba, tienden a escapar a
los límites del derecho. Y lo hacen tanto por su pretensión de actuar
como un no-derecho cuanto por el tipo de actividad y objetivos que per-
siguen. La policía, como cuerpo burocrático, se convirtió a sí misma en

17. Foucault, La verdad y las formas jurídicas, p. 121.


18. Maier, Nacimiento y desarrollo de la policía institucional, p. 55.
19. Maier, Nacimiento y desarrollo de la policía institucional, p. 57.
20. Emsley, The History of Crime and Crime Control Institutions, p. 67.
21. Foucault, Vigilar y castigar, pp. 90-91.
22. Maier, Nacimiento y desarrollo de la policía institucional, p. 61.

249
Autores

“poder”, en acrecentador del poder y ejercitante de la fuerza del Estado.23


Y “si bien la policía como institución ha sido realmente organizada bajo
la forma de un aparato del Estado, y si ha sido realmente incorporada de
manera directa al centro de la soberanía política, el tipo de poder que
ejerce, los mecanismos que pone en juego y los elementos a que los aplica
son específicos. Es un aparato que debe ser coextensivo al cuerpo social
entero y no sólo por los límites extremos que alcanza, sino por la minucia
de los detalles de que se ocupa. El poder policíaco debe actuar sobre
todo”,24 sostuvo Foucault.
Ese objetivo, además, encontró justificación en las nuevas disciplinas
sociales desarrolladas desde las burocracias académicas del siglo XIX, en
particular en el discurso criminológico. Este discurso médico-policial fue
fundamentalmente un resumen de las técnicas excluyentes y disciplina-
rias absolutistas a las que intentaba racionalizar, ya que para alcanzar y
asegurar los fines del utilitarismo burgués era necesario la legitimación
del control reactivo de la población. De esto se encargaba la “teoría de la
policía” o “ciencia de la policía”, entendida como técnica de gobierno
propia del Estado.25 La gobernabilidad del todo debía basarse en la indi-
vidualización de cada uno. Ya en 1796 el filósofo Fichte señaló que la
mejor forma de gobernar era asegurarse que cada ciudadano pueda ser
reconocido como tal o cual en cualquier tiempo y en todo lugar.26 Y
Bentham sugirió para ello que cada individuo llevara tatuado en el cuerpo
su nombre y apellido para evitar los constantes cambios de identidad.27
Pocas novedades, y muchas continuidades, encontramos en las políticas
de control de la población durante la hegemonía del capitalismo. El actual
paso del capitalismo industrial al capitalismo comunicacional está caracte-
rizado por una amplia movilidad en las multitudes y es por ello –entre
otras razones relacionadas como la creación de una economía mundial y la

23. Recasens, Aquellas aguas trajeron estos lodos: la burguesía y los orígenes del aparato
policial, p. 295.
24. Foucault, Vigilar y castigar, p. 216.
25. Foucault, “Omnes et singulatium : hacia una crítica de la razón política”, y “La
gobermentabilidad”.
26. Citado por Caplan, This or That Particular Person, p. 49.
27. Caplan, This or That Particular Person, p. 65.
28. Hoy ampliamente difundido en la criminología y el derecho penal. Su origen en la
sociología: Beck, La sociedad del riesgo; Giddens, Consecuencias de la modernidad.

250
Autores

unificación de valores culturales– que se habla de la creación de una “so-


ciedad del riesgo”. Entre los teóricos que utilizaron tal término28 se desta-
có también una disminución de la impronta de los Estados nacionales en
provecho del mercado, y con ello una mayor dificultad para hacer frente
a los peligros reales.
Sin embargo, esto último no debería hacernos pensar en un debilita-
miento estatal, algo que al menos debería discutirse en el plano de las
políticas de control principalmente vulneradoras de derechos. El tema
elegido para este ensayo puede servir para ello, pues no debe olvidarse que
la práctica bélica ha sido la base de la emergencia, consolidación y soporte
mutuo de capitalismo y Estado. Los criminólogos que detectaron a fines
del siglo XX la emergencia de una nueva forma de castigar, de juzgar y
también de controlar (todas funciones estatales) advirtieron que el discurso
del riesgo permitiría unas nuevas formas de actuación remisoras a prácticas
autoritarias y eficientes de parte de las burocracias consolidadas.
Malcom Feeley y Jonathan Simon han denominado “actuariales” a es-
tas nuevas lógicas estatales de control de grupos poblacionales amplios.
Indicaron estos autores que un nuevo paradigma actúa en el sistema pe-
nal, y que éste ya no presta atención a los individuos (a su culpa o a sus
posibilidades de reinserción) sino que se ocupa de las técnicas de identi-
ficación, clasificación y manejo de grupos poblacionales, según niveles
asignados de peligrosidad. Sus intervenciones concretas procuran regular
grupos humanos (compuestos de agregados de individuos) para optimizar
el manejo de los riesgos. Para estos autores, el “actuarialismo” encuentra
sus orígenes en tecnologías extrañas al sistema penal, y desarrolladas pre-
viamente desde lo jurídico en el derecho de daños, en las investigaciones
sobre análisis de sistemas y en el movimiento de análisis económico del
derecho.29 También Ericson y Haggerty señalaron el rol cada vez más
importante cumplido por las compañías de seguros en la determinación
de categorías y prácticas policiales.30
Creo que es dentro de esta “novedosa” tendencia donde hay que ubicar la
aplicación de los controles extensivos a individuos extranjeros (y, por tanto,
“portadores de riesgo”) en los aeropuertos estadounidenses. Sin embargo, y
como ya había adelantado, esto no es novedoso ni en las ciencias sociales ni

29. Feeley y Simon, Actuarial Justice: The Emerging New Criminal Law, pp. 185 y ss.
30. Ericson y Haggerty, Policing the Risk Society, p. 23.

251
Autores

en las propias disciplinas penales o de control. Y su origen debe buscarse en


las prácticas médicas, policiales y, en todo caso, administrativas.
Propongo que nos detengamos en el origen de la palabra “actuarial”.
En inglés puede parecer un neologismo, pero el diccionario de la Real
Academia Española definió que un “actuario” es una “persona versada en
los cálculos matemáticos y en los conocimientos estadísticos, jurídicos y
financieros concernientes a los seguros y a su régimen”.31 Creo que no
puede haber mejor denominación para esta estrategia política de control
de población riesgosa que logre, o al menos intente, un reforzamiento de
los poderes estatales (con el consiguiente peligro autoritario).
Las primeras investigaciones de los actuarios sobre el cálculo de la pri-
ma a pagar por los seguros coincidieron con el momento de la utilización
política de los datos sobre la población en el siglo XIX, cuando el contra-
to social era reemplazado por el contrato de seguros. Me ubicaré en el
ámbito de lengua francesa, y luego en el rioplatense, para verificar las
consecuencias de esa coincidencia sobre el nacimiento de instituciones
policiales, técnicas de identificación y justificaciones teóricas. Tras los pri-
meros censos y estadísticas, tanto la teoría como la práctica se aplicaron al
cálculo de riesgo de determinados grupos sociales para pasar de lo general
a lo particular en el terreno criminológico y dar así contenido a la noción
de “peligrosidad” individual.
Entonces la burguesía asumió su papel de clase dirigente e intentó
ocupar los poderes del Estado con la lógica de utilidad que muchos filó-
sofos han identificado en la figura de Bentham. En efecto, “en la lógica
del utilitarismo todo tiene que estar ordenado-clasificado. Foucault habla
por eso de individualización-clasificación en las disciplinas. La transpa-
rencia general, la regla de oro del Panóptico, no es sólo para vigilar, es para
clasificar los cuerpos en un cálculo general”.32
El control poblacional, tanto para vulnerar como para asegurar los de-
rechos, se relaciona así con las compañías de seguros. En 1835, el belga
Adolphe Quetelet publicó Sur l’homme et le developpement de ses facultés
ou Essai de physique socialle. Este matemático se hizo conocer por unos
estudios demográficos que no se limitaban a describir, sino que preten-
dían establecer una estadística moral con consecuencias útiles para el go-
bierno de la población. Ésta sería la base de la “física social”, que debía

31. RAE, Diccionario, 21ª ed., p. 39.


32. Marí, La problemática del castigo, pp. 197-198.

252
Autores

averiguar las leyes (internas) que explican la reproducción del hombre, el


aumento de su físico e intelecto, la inclinación hacia el bien y el mal; y las
leyes (externas) que hacen a la naturaleza perturbadora o promotora de
movimientos sociales; y, finalmente, pero no menos importante, si las
fuerzas del hombre pueden afectar la estabilidad del sistema social.
Con esta obra se sentaron las bases de la sociología, pero asimismo de
la criminología. En efecto, como parte fundamental de su libro Quetelet
elaboró unas “tablas de criminalidad” para observar la tendencia al cri-
men de acuerdo a los factores individuales –antropológicos y sociales–,
así como por el clima y por otros factores externos. Con la técnica propia
de las compañías aseguradoras, sumando y restando, midiendo y clasifi-
cando, extrajo leyes generales de tipo probabilístico e hizo representacio-
nes en “mapas del delito” (otra herramienta poco novedosa, como se ob-
serva) que asociaba a otros factores de inestabilidad social.
Como señaló Mattelart –intuyendo su importancia–, la publicación
de Quetelet coincidió con la aparición en lengua francesa de la palabra
“normalidad”.33 Según Canguilhem, si bien el adjetivo “normal” fue con-
sagrado en 1759, el término “normalidad”, con toda la carga disciplinaria
que conlleva, fue utilizado por primera vez en 1834.34 A su vez, el exclu-
yente concepto de “clases peligrosas” fue también formulado por el fran-
cés H. A. Frègier en fecha cercana: 1840.35
Más o menos en la misma época, en 1833, el director de asuntos cri-
minales del ministerio de Justicia francés, André-Marie Guerry, publicó el
Essai sur la statistique morale de la France, donde estudiaba la frecuencia de
delitos contra la propiedad que se verificaban en las primeras estadísticas
sobre París y el departamento del Sena, efectuadas entre 1825 y 1829. En
efecto, la estadística criminal francesa es la más antigua del mundo, y fue
esta práctica la que influyó también sobre el trabajo de Quetelet.36
Guerry, incluso más que el “mediático” Quetelet, sería el fundador de
la importante tradición de “estadísticos morales”, especialmente preocu-
pados en aplicar los cálculos que permitieran efectuar los modernos cen-
sos según las necesidades de control de una Europa fuertemente autorita-
ria tras el triunfo de la Alianza conservadora sobre Napoleón, y necesitada

33. Mattelart, La invención de la comunicación, p. 281.


34. Canguilhem, Lo normal y lo patológico, p. 193.
35. Tombs, Crime and Security of the State, p. 215.
36. Picca, La Criminología, p. 64.

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Autores

de controlar una población trabajadora que se había tomado en serio el


lema burgués de la “libertad” (como lo demuestran los procesos revolucio-
narios extendidos a varias capitales mundiales en 1789, en 1830 y en 1848).37
Al igual que las represiones, las nuevas justificaciones del orden tuvie-
ron orígenes actuariales. Aunque la de Guerry es habitualmente menos
considerada que la otra tradición que en su conjunción dio origen a la
sociología (la del también francés e igualmente formado en la Escuela
Politécnica, Auguste Comte), los trabajos de identificación y de medición
desarrollados por el estadístico-policía fueron de fundamental importan-
cia para entender el pensamiento de autores tan importantes como Gabriel
Tarde o Émile Durkheim.38
Tarde se mostró especialmente preocupado por descubrir mecanismos
de control social para que la nueva sociedad de masas se pareciera a las
viejas comunidades de aldea, lo que visualizaba a través de la imitación y
otras prácticas luego continuadas por la Escuela de Chicago. Por su parte,
la hipótesis central de Durkheim era optimista con respecto a las nuevas
sociedades, pues creía que se pasaba de una problemática de la responsa-
bilidad a una problemática de la solidaridad, del derecho penal al dere-
cho social, por lo que advertía la aparición del Estado de bienestar. A
pesar de sus diferencias, ambas teorías derivaban de las aplicaciones del
cálculo y de la probabilidad. La tecnología del riesgo se transformaba en
una tecnología política y también social, augurando un cambio funda-
mental en el gobierno de las multitudes. Al trasladar la filosofía y las
técnicas experimentadas de los seguros privados al conjunto de la socie-
dad, esta última era propuesta por Durkheim como “seguro universal”.
Pero, antes que él, un inteligente periodista llamado Émile de Girardin
hizo suyas estas ideas (había leído a Quetelet durante un exilio forzoso en
Bruselas) para proponer una reorganización social con base en el mecanis-
mo del seguro.39 En 1852, cuando publicó La politique universelle pro-
puso para ello a la filosofía del riesgo (“gobernar es prever”) y la anulación
de las metafísicas, religiosas o jurídicas nociones del bien y del mal que
siempre serán arbitrarias y sujetas a modificaciones. Por ello este autor

37. Hobsbawm, La era de la revolución, 1789-1848.


38. Ambos profundamente estudiosos de las estadísticas. Entre ellos compiten por dirigir el
Departamento de Estadísticas, que le es encomendado a Tarde en 1894. Durkheim haría
profuso uso de las mismas estadísticas en El Suicidio.
39. Mattelart, La invención de la comunicación, p. 283.

254
Autores

propugnaba la abolición del derecho punitivo, 40 pues el resultado del


delito, al igual que otros problemas sociales como el desempleo, acciden-
tes, guerras, enfermedades, vejez, etc., sería cubierto por este seguro uni-
versal. Girardin imaginó para implementar tal seguro universal un siste-
ma de identificación de personas. Cada individuo debería estar provisto
de una cartilla que lo identificara y diera fe de su vida, y en el que figurara
un “balance individual” y un “balance nacional” con informaciones estadís-
ticas sobre la persona y sobre su Estado de origen que hiciera posible calcu-
lar la participación en los ingresos y gastos del fondo universal asegurador.

III. El control policial y la imposición


de identidades (u “otro invento argentino”)

El “abrazo” del Estado a sus ciudadanos sería en realidad de los que


dan los osos, y más que cumplir la finalidad de asegurar los derechos
humanos, la cartilla referida cumpliría en el siglo XX funciones asegurativas
del poder estatal (para lo cual se vulnerarían policialmente derechos indi-
viduales). Los documentos identificatorios, no obstante, remiten más a la
exclusión que a la disciplina, pues antes de expandirse a todos los indivi-
duos se impondrían a los “anormales” o “peligrosos”. Ya el Código Penal
francés de 1810 estableció el control de los grupos considerados de ries-
go, en particular el de los ex convictos. Ello supuso, según Foucault, “la
disposición de un sistema documental cuyo centro lo constituyen la loca-
lización y la identificación de los criminales: señalización obligatoria uni-
da a las órdenes de captura y a las sentencias de los tribunales, señaliza-
ción consignada en los registros de encarcelamiento de las prisiones, co-
pia de registros de audiencias y de tribunales correccionales enviada cada
tres meses a los ministerios de Justicia y de la Policía general, organización
algo más tarde en el ministerio del Interior de un ‘fichero’ con repertorio
alfabético que recapitula aquellos registros, utilización hacia 1833 según
el método de los ‘naturalistas, de los bibliotecarios, de los comerciantes,

40. También creía que este método sería el más eficaz para erradicar finalmente el delito, igual
que para erradicar la guerra entre Estados si es que se universalizaba tal sistema. Mencionó a
Girardin como un anticipado al abolicionismo; Zaffaroni, Girardin: abolicionismo entre el
Segundo Imperio y la Tercera República francesa.

255
Autores

de los hombres de negocios’, de un sistema de fichas o boletines individuales,


que permite integrar fácilmente los datos nuevos y, al mismo tiempo, con el
nombre del individuo buscado, todos los datos que pudieran aplicársele”.41
En estos métodos de coleccionistas, que ya practicaran los clérigos al
nacer el método inquisitivo de ciencia y de política, encontramos la clave
para entender la razón de una identificación generalizada que se ensayaría
primero con el grupo preferido de las burocracias estatales: los presos.
Es así que ya en 1863 las autoridades penitenciarias francesas habían
previsto el uso de la fotografía42 en las fichas realizadas a los reclusos, y
destinadas al control en el interior de las cárceles. El entonces Ministro
del Interior francés se opuso a ello, pues tal medida “sería para los deteni-
dos un agravamiento de la pena no previsto por la ley y un medio más
para impedir todo retorno al bien”. A pesar de ello, en 1871 el ministerio
de Marina y de las Colonias estipuló que cualquier persona condenada a
más de seis meses debía ser fotografiada43 (con especial celo lo serían los
condenados por rebelión o insurrección, por lo que estimo que se aplicó
especialmente para los condenados tras los hechos de la Comuna de París,
durante los cuales los obreros hambrientos aprovecharon la coyuntural
derrota militar del Estado francés para “tomar el cielo por asalto”).
Tales experiencias de cárcel/observatorio,44 y también la tarea pionera
de Quetelet y Guerry, tuvieron una influencia directa sobre Alphonse
Bertillon.45 Este doctor en Medicina, fundador de la “policía científica”,
recurrió a las justificaciones estadísticas para implementar un moderno
sistema para la identificación de sospechosos y para el reconocimiento de
la identidad. Evidentemente, la tarea de Bertillon tenía otros antecedentes,
como los estudios con pretensiones científicas de la época que especulaban
especialmente con las características antropométricas. En el siglo XIX la
frenología era una “ciencia” de moda46 y aunque no tendría finalmente

41. Foucault, Vigilar y castigar, pp. 286-287.


42. Los primeros “daguerrotipos” de prisioneros son de 1841, Cole, Suspect Identities, p. 20.
43. Mattelart, La invención de la comunicación, pp. 287-288.
44. La primera experiencia, breve y no estandarizada, de registrar a los presos por caracterís-
ticas físicas fue en la prisión de New York de 1797 a 1803; Cole, Suspect Identities, p. 11.
45. Cuya familia estaba integrada por científicos, y su hermano Jacques era el director de
estadísticas de París; Kaluszynski, Republican Identity, p. 125.
46. También tuvo que ver con ella la costumbre algo macabra de coleccionar cráneos, que se
extendió hasta entrado el siglo XX. Es posible leer las teorías de los principales referentes de
la frenología y la fisiognomía, en un librillo de dudosa procedencia editorial pero accesible en

256
Autores

prestigio, sí que influyó en el nacimiento de la disciplina de “Antropolo-


gía física” que también aceptaba que la “raza” tiene que ver con la confor-
mación del cráneo y el cerebro, y que a partir de ello se pueden predecir
determinados comportamientos.
En ese contexto, Bertillon organizó, en 1882 y tras probarlo previamen-
te, un sistema científico de identificación de criminales y sospechosos de
París (que en 1888 se extendió a toda Francia gracias al apoyo del jefe de
policía).47 Este sistema consistía en uniformar la descripción de los deteni-
dos mediante una hoja de medidas antropométricas. La ficha descriptiva
debía mencionar los datos físicos (altura, color de piel y cabello, tipos de
ojos, orejas, frente, cicatrices, etc.) y los datos de estado civil, domicilio,
condenas anteriores, etc. Entre las particularidades físicas se añadía con
especial cuidado la de los tatuajes, objeto de atención también de Lombroso
y Lacassagne y de ahí en adelante de todos los positivistas.48
Lo realmente novedoso en el método de Bertillon, además de la
uniformización de datos, fue el añadido de dos retratos del individuo,
uno de frente y otro de perfil (lado derecho) realizados mediante la mo-
derna técnica fotográfica.49 Su obra de 1890, La photographie judiciaire,
fue un éxito y una referencia para la naciente criminología que será el
soporte científico para ampliar el registro identificatorio desde los sospe-
chosos hacia toda la población. Antes de ello, su método había demostra-
do la capacidad de aumentar la captura de reincidentes,50 por lo cual la
técnica denominada “bertillonaje” alcanzó un enorme éxito en los con-
gresos policiales y penitenciarios posteriores, como el Congreso de Antro-
pología Criminal de Roma. El argentino Samuel Gache fue allí el único
que se atrevió a formularle críticas en la propia cara al gran inventor, pues
para él el “bertillonaje” sólo servía para clasificar delincuentes pero no

las mesas de saldos de las librerías de la calle Corrientes: Ottin, Frenología, por el Dr. Gall.
Fisiognomía, por el Dr. Lavater.
47. Kaluszynski, Republican Identity, p. 127.
48. Que discutirían sobre si tales marcas eran muestras de atavismo o degeneración, Caplan,
National Tattooing, p. 156.
49. Cole, Suspect Identities, pp. 37 y ss.
50. Cole, Suspect Identities, p. 49.
51. Ruggiero, Fingerprinting and the Argentine Plan for Universal Identification in the Late
Nineteenth and Early Twentieth Centuries, p. 189.

257
Autores

para “identificarlos”.51 Sin embargo, todos los positivistas convinieron en


las ventajas del sistema identificatorio de Bertillon.52
El discurso de los positivistas se convirtió en el gran defensor de la
identificación y del carnet de identidad. 53 Tanto Nicéforo como
Bernaldo de Quiroz entendían que las ventajas de la cédula de identi-
dad, constituida en principio para individuos sospechosos (entre los
que figuran las prostitutas y las criadas), justificaban extenderla a to-
dos “hasta el punto de vislumbrarse ya la idea de un catastro personal
universal, pareja del catastro del territorio”. 54 En efecto, parece una
paradoja pero, para poder excluir a “los que no son como nosotros”
(delincuentes, locos, prostitutas, vagos, pero sobre todo –y en todos
los Estados desde Francia hasta Argentina pasando por los Estados
Unidos– los inmigrantes), resultaba conveniente imponer un carnet
identificatorio para todos los ciudadanos, un “documento republica-
no” de acuerdo al modelo de las elites positivistas que aunarían enton-
ces el control excluyente y el disciplinario.
Tras semejante respaldo científico internacional, el jefe de Bertillon,
François-Louis Herbette, propuso generalizar los datos de la ficha, inser-
tando la descripción antropométrica de cada certificación del Registro
Civil, en cada pasaporte y en cada póliza de seguro de vida.55 La universa-
lización no se realizará en Francia hasta bastante más tarde, aunque en ese
contexto especialmente xenófobo y antisemita (se debatía sobre el caso
“Dreyfuss”) se impuso a la población gitana la obligación de contar con
ese carnet antropométrico para ser exhibido ante la policía.56
En la precoz República Argentina, el sistema de Bertillon –que, mien-
tras tanto, demostraría falencias al aparecer individuos con idénticas me-
didas y rostros parecidos– sería mejorado por otros científicos-policías
tras su rápida adopción. El nuestro es el cuarto país que lo asumió, en
1889, cuando el jefe de la Policía de la ciudad de Buenos Aires, Alberto

52. Que era una “tabla de salvación” para Lombroso, y que en el reformatorio de Elmira en
New York se utilizó para calcular, mediante promedios, las proporciones del “cuerpo crimi-
nal”; Cole, Suspect Identities, p. 57.
53. Cole, Suspect Identities, p. 31.
54. Álvarez Uría, Miserables y locos, p. 214.
55. Mattelart, La invención de la comunicación, p. 291.
56. Obligación que perduró hasta 1969 (Kaluszynski, Republican Identity, p. 137), aunque
hubiera facilitado la obra exterminadora de estas personas emprendida por los nazis.

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Autores

Capdevila, crea la Oficina Antropométrica al frente de la cual colocó a


Agustín Drago, estudioso del “bertillonaje” en Francia.57
El gran avance se produjo en 1891, cuando el jefe de estadísticas de la
policía de la recién fundada ciudad de La Plata, Juan Vucetich, logró
sintetizar los descubrimientos de varios científicos, como el eugenista
Galton, sobre las diferencias entre huellas dactilares y así aprovecharlos
para la técnica de identificación de personas.58 Este argentino recién
inmigrado de lo que hoy es Croacia distinguió cuatro categorías de for-
mas (el arco, el bucle interno, el bucle externo y el espiral) que aplicadas
a los diez dedos de las manos permitían un número importante de com-
binaciones imposibles de ser repetidas por distintos individuos. Vucetich
logró en cinco años hacerse con más de un millón de fichas distintas de
habitantes de la provincia de Buenos Aires gracias al fuerte apoyo de las
autoridades argentinas, las primeras en adoptar este sistema, en principio
para los delincuentes, luego para los inmigrantes, tras ellos los funciona-
rios públicos y los que realizaban el servicio militar y, finalmente, toda la
población masculina. El “invento” de Vucetich se aplicaría mejorando el
método de identificación francés y adunando también las fotografías, que
tanta importancia habían tenido para las clases dirigentes argentinas des-
de su aparición.59
Como señaló Marteau, esas clases dirigentes y su proyecto de identi-
dad nacional se afirmaron con la hermandad entre el saber universitario

57. Ruggiero, Fingerprinting and the Argentine Plan for Universal Identification in the Late
Nineteenth and Early Twentieth Centuries, pp. 185-186. Drago defendería luego las ventajas
del “bertillonaje” sobre el sistema de Vucetich y lo acusaría de plagiario; Cole, Suspect
Identities, p. 129.
58. Paralelamente el inglés Henry estudiaba otro sistema para aplicarlo a los mismos fines.
59. Sobre la historia de la fotografía en la Argentina: Cortés, Iconografía de la violencia:
imágenes de la guerra, imágenes del desvío. La unión entre Estado y fotografía empezó en la
presidencia de Urquiza, quien mandó a retratar a los constituyentes en 1853, y de los
fotógrafos oficiales en las campañas contra el Paraguay, contra los indios del Desierto y contra
los caudillos del Interior. Algunos años más tarde se enlazaron la tecnología visual y el control
policial: junto al surgimiento de las cédulas de identidad debe ubicarse la decisión del comisario
Álvarez –que luego sería el famoso literato Fray Mocho– de organizar en 1887 una galería de
imágenes de criminales célebres que integraban el conjunto de conocimientos de la institución
policial y que servía, también, como alerta a la población civil. La imagen se tornará, así, un
trofeo que premia el accionar policial, una garantía de los aciertos de las concepciones higienistas
y de las instituciones que las administran; Rogers, Galería de retratos para el Estado: Identidades
y escritura en “casos” argentinos de fines del siglo XIX (1887-1897).

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Autores

de la criminología con el accionar policial, lo que hizo posible un diseño


político criminal fundamentado en el conocimiento sobre las personas.
Al poco tiempo de crearse la Policía de la Capital, en 1881, la Jefatura
ordenó la creación del “Registro de Ladrones Conocidos”, en el que se
incorporaría la ficha con datos antropométricos y fotografía de los conde-
nados por robo. En 1884 se creó el “Registro de Vecindad”, que obligaba
a todos los vecinos de la ciudad a identificarse ante la policía. Como ya se
ha dicho, en 1889 se adoptó el sistema de Bertillon, y en 1903 se asumió
el “Sistema de Identificación Dactiloscópico” ideado por Vucetich, lo que
permitió crear, primero, el “prontuario” en 1905 y, luego, la “cédula de
identidad” en 1906.60
Sin embargo, la identificación generalizada no se aceptaría sin resisten-
cias políticas en aquel entonces. Las primeras se verificaron tras un decre-
to de la Intendencia de la ciudad de Buenos Aires que en 1890 impuso la
numeración de las patentes de los coches de transporte de pasajeros e hizo
obligatoria la presencia de una fotografía en la libreta de cada cochero.
Los cocheros intentaron derogar la medida por vías judiciales, porque
objetaban la imposición de retratarse, y organizaron luego una huelga. La
protesta de los cocheros puso en escena que la tecnología en manos del
Estado era un aparato peligroso con su afán clasificatorio. Sin embargo,
según Salessi, al protestar desde parámetros de defensa gremiales (“que
retraten a los ladrones, no a mí”) contribuyeron a señalar los “defectos” de
este sistema de identificación sectorial y a reemplazarlo por otro de mayor
alcance sobre la realidad social argentina.61
En lo que hace al “prontuario” cabe destacar el interés de Ernesto
Quesada al redactar un anteproyecto de ley para la creación de un “Archi-
vo Criminal de Reincidencia”, presentado en 1901.62 Pero el archivo ju-
dicial de condenas ya se imponía por la práctica, a pesar de puntuales
críticas: en 1897 un juez ordenó en su sentencia que fueran destruidos
los archivos del condenado una vez que cumpliese la pena; en 1900 otro
juez concedió la “gracia” al condenado de no incluir la sentencia en el
archivo judicial. Estos jueces consideraban a tal posibilidad de recuerdo

60. Marteau, Las palabras del orden, pp. 133-134.


61. Salessi, Identificaciones científicas y resistencias políticas, p. 82.
62. Este criminólogo, a diferencia de Ingenieros, reputaba incluso entonces a la antropometría
mejor que a la dactiloscopía; Cole, Suspects identities, p. 133.

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Autores

una afectación al honor que iba más allá de la condena.63 Esta reacción era
natural cuando apenas se estaban eliminando las penas infamantes, here-
dadas de las “marcas” realizadas en el Antiguo Régimen para identificar a
los convictos.64 Pero otros jueces, como el bonaerense Octavio González
Roura, lograron imponer un sistema de registro que en 1902 tendrá ca-
rácter general. González Roura formó junto a Acevedo y a Lozano la co-
misión redactora del Código Procesal Penal de la provincia de Buenos
Aires de 1906, que fue el primer ordenamiento con preceptos referidos a
la aplicación del sistema de Vucetich, algo que luego se extenderá a otras
legislaciones. Finalmente, este registro se concretó legalmente y con ca-
rácter nacional en 1933, con el nombre de “Registro Nacional de Reinci-
dencia y Estadística Criminal”.
Este proyecto de gobernabilidad, no obstante, fue antes policial que
legal. La fijación de determinadas identidades permitía actuar a la policía
sobre una clientela habitual y, además, justificaba su accionar permanen-
te para corroborar la identidad, algo que comenzó a permitirse en los
edictos policiales subsiguientes. Sozzo indicó que ese proyecto sigue sien-
do el que sostiene las actuales prácticas policiales.65 El “prontuario” se
creó con la ordenanza general de la Policía de Buenos Aires del 10 de
octubre de 1905, según la cual debía remitirse a todo detenido recibido
en calidad de encausado (y también a toda persona cuya libertad se hu-
biera dispuesto por no poseer esa calidad) para los fines de su entrada en
el registro policial o de comprobar su identidad. Ello daría origen a un
archivo policial, en el que constaría una galería de individuos identifica-
dos por sus datos de estado civil, filiación morfológica, impresiones
digitales, antecedentes judiciales y policiales, adunándosele una fotogra-
fía en los casos en que “sea peligroso por otros motivos y convenga preve-
nir su observación ulterior”. Esa fotografía debía tomarse en las condicio-
nes normales del causante en la vida ordinaria, por su actitud, ropas,
peinado, barbas, etcétera.66

63. Ruggiero, Fingerprinting and the Argentine Plan for Universal Identification in the Late
Nineteenth and Early Twentieth Centuries, p. 188.
64. Sobre tales “marcas” como origen de la identificación de personas: Groebner, Describing
the Person, Reading the Signs in Late Medieval and Renaissance Europe, p. 22; Cole, Suspect
identities, p. 7.
65. Sozzo, ¿Hacia la Superación de la Táctica de la Sospecha?
66. La ordenanza completa en Martín, Lo policial como necesidad.

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Autores

En lo que hace a la “cédula de identidad”, otra vez fue el discurso


científico el que apoyó esta innovación extensiva del control a toda la
población. La Convención Policial Internacional de Río de Janeiro pro-
puso en 1905 identificar mediante la fotografía y las huellas no sólo a los
delincuentes sino a todos los “ciudadanos honestos”. Y en 1906 comenzó
esa tarea que tendría carácter obligatorio en 1916, cuando la Policía de la
provincia de Buenos Aires se convirtió en la primera del mundo en crear
un sistema semejante.67 No es casual que para la presidencia de Yrigoyen
se instaurase la necesidad de contar con una cédula de identidad obliga-
toria, puesto que ello también tendría ventajas para evitar el fraude elec-
toral. El “documento” adoptado para este control fue el del registro de
enrolamiento (cuando en 1949 se extienda el voto a las mujeres se creará
una “libreta cívica”). Así, el método de identificación dactiloscópica de
Vucetich extendió el campo del delito a los electores y posibilitaba el
funcionamiento del sistema político a la vez que facilitaba el control del
cuerpo social.68 Argentina se transformó de esa forma en la pionera en
exigir un documento obligatorio de identificación con finalidades disci-
plinarias. El Documento Nacional de Identidad proveyó la doble identi-
ficación –nacional e individual– que dejaba a sus portadores a merced de
los controles estatales. En momentos en que importantes sectores obreros
(los anarquistas) exigían que el Estado justifique su existencia, las buro-
cracias consolidadas invirtieron la pregunta del “¿a quién beneficia?” para
obligar a los individuos a justificar su existencia delante de ellas. Como en
el dispositivo de la ciudad apestada, todos los individuos deberían exhi-
birse. Todos serían controlados y algunos serían excluidos (entre ellos, y
como en la ciudad apestada, quienes no puedan mostrarse).

IV. De las resistencias a identificarse


al pedido de papeles

Este sistema obligatorio de identificación fue adoptado rápidamente


por el resto de países latinoamericanos reputando larga fama al policía

67. Ruggiero, Fingerprinting and the Argentine Plan for Universal Identification in the Late
Nineteenth and Early Twentieth Centuries, pp. 192-193.
68. Salessi, Identificaciones científicas y resistencias políticas.

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Autores

argentino, que publicó en 1929 su Proyecto de ley de registro general de


identificación . La pretensión de Vucetich era crear un sistema
identificatorio tan personal como las mismas huellas digitales, algo que
permita individualizar para gobernar mejor la totalidad. Michel Foucault
señaló que la individualización y la totalización son dos formas de una
misma racionalidad política,69 y efectivamente la racionalidad política
del proyecto que encarnó Vucetich no se limitaba a informar sobre un
grupo de individuos: todos debían estar identificados, para poder gobernar
sobre la generalidad. Esto, aunque no era sino la unión del sistema para
privilegiados con el sistema para perjudicados, no tenía necesariamente ca-
racterísticas totalitarias. De hecho Juan Vucetich llegó a afirmar años más
tarde que el documento de identidad era el equivalente legal del individuo;
su representación perfecta, la cifra matemática de su individualidad.
Y sin embargo no se me escapa cuál ha sido el uso de tamaña informa-
ción en el siglo XX, y de los métodos para obtenerla o reflejarla. En con-
tra de las resistencias para ser identificados, Vucetich sostenía que ello en
realidad supondría un beneficio. Ya no se trataba de satisfacer necesida-
des vitales a través de la “ciudadanía” o del “seguro”, sino de proteger la
individualidad. Algunos años después, el que fuera su discípulo, Luis
Reyna Almandós, llegó a afirmar que el “documento” y la asignación de
un número a cada persona era en realidad un derecho, pues ese número
único e irrepetible facilitaría la existencia de los individuos, protegería su
honor de confusiones con otros y garantizaría la verdadera identidad. Final-
mente llegó a proponer que para mayor comodidad ese número fuera tatua-
do en el cuerpo de cada individuo.70 Esto me remite no sólo a la advertencia
de Agamben sino a la fecha en la que realizó tal propuesta: 1936.
Para entonces el régimen nazi en Alemania estaba obsesionado por esta
tarea identificatoria, con connotaciones a la vez individuales y colectivas.
El Estado nazi debía tener registro de cada individuo a la vez que el
individuo debía ser fácilmente individualizable y clasificable. Esta
obsesión “actuarial” y con una racionalidad plenamente moderna se
plasmó en un proyecto de identificación generalizada que ya existía en
otros Estados para identificar a los convictos y a otros sospechosos. Para

69. Foucault, Tecnologías del yo.


70. Ruggiero, Fingerprinting and the Argentine Plan for Universal Identification in the Late
Nineteenth and Early Twentieth Centuries, p. 196.

263
Autores

cuando lo asume el nazismo, el sistema de identificación ya se aplicaba


en todos los Estados occidentales para identificar a los recién llegados a
sus puertos. Ello se extendería por los nazis a otros sujetos, a imagen y
semejanza de la de aquel “otro” sospechoso. En efecto, el sistema que se
aplicó fue el del control de extranjeros, pues los judíos, gitanos y otras
minorías fueron considerados de ese modo aunque hubieran nacido en el
mismo país. Lo primero que hicieron los nazis en 1933 fue censar a toda
la población judía. Los “papeles” (documentos de identidad, pasaportes)
serían fundamentales para poder sobrevivir bajo su régimen. Se mezclaban,
así, para reprimir y controlar a estas poblaciones, métodos excluyentes y
disciplinarios, reaccionarios y modernos. Lo reaccionario estaba dado por
la necesidad de identificar a una población que podía pasar anónimamente
en las nuevas ciudades, impidiendo sus desplazamientos; para ello se apli-
caron las modernas técnicas de registro documental que utilizaban, entre
otros datos, los fotográficos y dactilográficos.71 A las viejas prácticas abso-
lutistas de evitar la impostura mediante la exclusión de las marcas y ropas
especiales y mediante el control disciplinario de las ciudades apestadas, se
les unió la nueva tecnología identificatoria: el símbolo de esta unión sería
el número tatuado en el brazo izquierdo de los detenidos en los campos
(además de la estrella de David para los judíos, se utilizó el triángulo rojo
para delincuentes políticos, rosa para homosexuales y marrón para gita-
nos).72 El resto de la población, los “incluidos”, también estaba controla-
da disciplinarmente mediante documentación probatoria de que, para
algunos, pertenecer es un privilegio.
En Francia existió un proyecto de identificación universal en 1939,
pero sería rechazado por el gobierno legítimo de entonces. La obligatorie-
dad de constar para el Estado como un número fue recién de 1941, cuan-
do en el régimen de Vichy la práctica burocrática nazi convergió con los
intentos propios (pues a la historia ya reseñada se le agregaba el interés de
una compañía privada por hacerse con el negocio de realizar los docu-
mentos) dando lugar a la imposición del documento de identidad uni-
versal, algo que también impusieron los alemanes en los territorios ocu-
pados de Polonia y Holanda.73 Todos los franceses de más de 16 años

71. Torpey, The Invention of the Passport, p. 131.


72. Gustafson, The Tattoo in the Later Roman Empire and Beyond, p. 26.
73. Torpey, The Invention of the Passport, p. 142.

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Autores

tenían que tener una tarjeta con foto y huella digital que identificara si
era nacional o extranjero; en ambos casos, constaría en rojo el estigma
“judío” si fuera el caso. A pesar de este vergonzoso recuerdo, el DNI per-
manecerá tras la victoria aliada en la II Guerra Mundial, aunque sin la
obligatoriedad desde 1955 (el “por las dudas” hizo que casi todos los
franceses –acostumbrados a una maquinaria estatal vigilante– solicitasen
este documento; por otro lado, el número único de control sería también
el considerado por la seguridad social en el naciente Estado de bienestar
que imitaba el modelo del New Deal en Europa).
También en Inglaterra las amenazas de la II Guerra Mundial motiva-
ron la creación de una identificación universal. La justificación de esta
medida, ya deseada estatalmente, era la de detectar a los extranjeros sos-
pechosos de espionaje. Sin embargo, no hay antecedentes judiciales de
que se hayan detectado, ni evitado, bombardeos, espionajes o sabotajes
gracias a este método. Por el contrario, sí existen condenas por falsificacio-
nes y también varios procesos que demostraron, posteriormente, el recha-
zo de una población cuidadosa de su intimidad y seguridad: para el año
cincuenta un ciudadano judío fue acusado de no registrarse en todos esos
años (éste argüía, razonablemente, que en caso de haberse completado la
invasión nazi ese registro en papel de su nombre era su segura deporta-
ción a un campo de concentración); y una ciudadana se quejaba de las
continuas molestias ocasionadas por un policía que la conocía perfecta-
mente, pero le exigía la identificación. Finalmente, en 1952, un juez
señaló la ilegalidad de la tarjeta identificatoria que convertía a los ciuda-
danos en sospechosos, y en 1953 se prohibió legalmente a la policía exigir
la identificación al carecer de razonabilidad una medida implementada
sólo para la duración de la guerra.74
La carta de identidad universal desapareció así de Inglaterra, aunque
ahora su gobierno quiera reimplantarla. En Estados Unidos nunca llegó a
implantarse a nivel disciplinario, pero persistiría la identificación de los

74. Agar, Modern Horrors, pp. 110-111. Socialmente, además, se considera antipática por ir
en contra de la “identidad británica”: exigir identificaciones es para ellos una “prusificación”.
A pesar de todas estas oposiciones, actualmente existen tentativas serias de introducir el
“odiado” carnet de identidad, motivadas tanto por la política antiterrorista cuanto por el
ingreso a la Unión Europea. Probablemente cuando este artículo se publique el gobierno
laborista ya habrá aprobado la ley que obliga a todos los británicos a portar esta identificación
en un plazo de entre dos y diez años.

265
Autores

excluidos. El FBI de Hoover fichó durante la década del 30 a funcionarios


y otros ciudadanos no presos, pero sus registros superaron incluso a los de
Buenos Aires en 1940 cuando se ordenó fichar a todos los extranjeros. La
guerra y los miedos al “traidor” justificaron esa medida, y la tentativa de
extender el control dactilar a toda la población se llevó a cabo aprove-
chando la creación del número de seguridad social en el Estado de bien-
estar naciente. Pero los deseos de Hoover fueron rechazados en los mis-
mos años cuarenta por el Congreso y por las críticas de las organizaciones
de derechos civiles.75
Gracias a la poderosa oposición de sus habitantes, los países anglosajo-
nes continúan siendo la excepción dentro de un mundo en que casi todos
somos un número para el Estado al que pertenecemos (y no nos pertene-
ce). Ni estadounidenses ni británicos (ni australianos ni algunos nórdi-
cos) portan, hasta ahora, documentos similares a nuestros DNI. Sus Esta-
dos, a pesar de contar con poderosas burocracias, no archivan tantas fotos
y huellas dactilares como el argentino.76
Algo parece estar cambiando, no obstante, en aquel universo anglo-
sajón que cuenta con unos ciudadanos tan celosamente protectores de su
privacidad. Hasta ahora, la ausencia de documentación estatal había obli-
gado a recurrir a otros carnets –de conducir, de estudiante, de seguridad
social, etc.– o a recibos de pagos de servicios, para identificarse con fines
laborales, deportivos y de todo tipo (para votar, es necesario inscribirse en
un registro exhibiendo el recibo de pago de impuestos). Esa engorrosa
cantidad de documentos, también habitual en otros sitios, es necesaria
sólo si uno quiere hacer determinada actividad, y el solicitante sabe que úni-
camente puede peticionar el documento pertinente al salir del país, conducir,

75. Cole, Suspect identities, pp. 247-249.


76. Según una información del diario La Nación del 3 de febrero de 2002, la Argentina era el
país con mayor cantidad de registros, pues coleccionaba más de 600 millones de huellas,
cuando el FBI sólo tenía 50 millones. Allí también se denunciaba la cantidad de dinero
público que se prometía a las empresas (Siemens, Ciccone, Sagem) que lucrarían con la
obtención de información y la expedición de distintos tipos de documentos. Éste no es un
tema menor, pues tales empresas serán las beneficiarias más inmediatas de la aplicación de
tecnologías que no veo en qué pueden mejorar la condición humana. Tampoco en relación a
la seguridad, pues los controles que aquí se mencionan, evidentemente, no impedirán actos
terroristas por mayor tecnología que implementen. Tal cuestión excede los objetivos de este
trabajo aunque vale recordar que quienes ejecutaron los atentados del 11 de septiembre
tenían documentos y visas legales, además de carecer de antecedentes.

266
Autores

votar, entrar a la biblioteca, al gimnasio o a donde sea. El ciudadano “sabe”


para qué se registra y, si desea, puede no hacerlo en ningún caso.
A pesar de ello, desde los años setenta Estados Unidos está aplicando
las últimas innovaciones tecnológicas para identificar eficazmente a todos
los individuos, aunque lo está haciendo en forma silenciosa.77 En 1993 se
inauguró el sistema llamado INSPASS (Inmigration and Naturalization
Service Passenger Accelerated Service System ) en el aeropuerto J. F.
Kennedy de Nueva York. Tras ello, un control similar se ha impuesto en
todas las fronteras. Este sistema utiliza una tecnología biométrica que
permite identificar al viajero: principalmente por sus huellas digitales,
aunque también se está imponiendo la menos eficaz –pero más especta-
cular y costosa– huella ocular.78 Las informaciones relativas a cada perso-
na se transcriben sobre una tarjeta magnética personal, expedida por los
servicios de inmigración después de una entrevista. La biometría, nuevo
documento y “tatuaje”, se aúna con las posibilidades de la informática
para dar un salto cuantitativo en la identificación de personas. Es esta
“biometría” lo que Agamben criticaba como nuevo “tatuaje biopolítico”,
pues, aunque sólo es una tecnología aplicada al registro identificatorio, la
misma puede cumplir las veces del tatuaje universal propugnado por los
discípulos de Vucetich.
La biometría presenta una “ventaja” con respecto al carnet de identi-
dad. Además del “negocio” de elaborar los DNI, su misma existencia ha
servido históricamente a los Estados autoritarios para vulnerar garantías y
derechos humanos. Una táctica utilizada por los Estados europeos y lati-
noamericanos, aun en supuestos períodos democráticos, es la de la de-
manda policial por el documento obligatorio a quien simplemente circu-
la por la calle. Ello facilita la discriminación, que también hacen por otros
medios los funcionarios anglosajones, sobre los “sospechosos de siempre”.
Gracias a la biometría, el control policial (o cualquier otro) puede
cotejar la seña biométrica directamente sobre el individuo, gracias a un
pequeño aparato y su versión digital contenida en el microprocesador.
Con los modernos sistemas informáticos, ahora es fácil identificar in-
mediatamente al propietario de esa señal. Ya no será necesario que nos

77. Cole, Suspect Identities, p. 252 y ss.; Lyon, Surveillance after September 11, pp. 63 y ss.
78. El iris del ojo se ha utilizado desde principios de la década del 90 en aeropuertos de
Holanda y Canadá; Lyon, Surveillance after September 11, p. 71.

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Autores

controlen pidiéndonos unos papeles sino que bastará con pedirnos colocar
el dedo sobre un sensor conectado al sistema que contenga los datos de
todos. El control de los aeropuertos estadounidenses tiene la finalidad de
impedir el ingreso de algunos de los “sospechosos” previamente identifi-
cados, así como la de los que no existan en la base de datos.79
Además, esa técnica sirve para ir confeccionando una lista en la que
constemos todos. Después del 11 de septiembre el Congreso estadouni-
dense instó a la introducción del reconocimiento dactilar y fotográfico en
las licencias de conducir y de inmigración, y tras ello enviar una copia
con el fin declarado de crear una gran base de datos única de huellas de
ciudadanos. Ello se une a la mencionada Enhanced Border Security and
Visa Reform Act, que es la que ordena la expedición de visados biométricos
para los 250 millones de extranjeros que entran cada año al país. No es de
extrañar, entonces, que se plantee finalmente introducir un sofisticado
sistema de carnets de identificación para todos los ciudadanos.80 Esto
facilitaría la formación de una base de datos que, de cualquier forma, ya
puede formarse con toda la información que vamos dejando en toda nues-
tra vida diaria. Las compañías comerciales ya lo realizan, ilegalmente,
para vendernos productos o saber si somos solventes. Pero a pesar de aque-
llos que critican al mercado y solicitan más Estado (sin distinguir la acti-
vidad de éste), más preocupación debería causarnos saber que esa base de
datos, en la que se incluye hasta el ADN, está siendo confeccionada por
las burocracias de los Estados Unidos, quién sabe con qué fines.81
También en ello otros Estados le llevan la delantera. Wacquant denun-
ció cómo Francia y Holanda aprovechan los ingentes datos sobre indivi-
duos acopiados por los Estados de bienestar que se desplazan ahora, al igual
que los Estados Unidos, hacia el control penal: la etapa siguiente en el
estrechamiento de la vigilancia informatizada de las poblaciones precarias

79. No debe descartarse la importancia de los “falsos positivos”. Si lograra crearse un método
que tuviese un 99 por ciento de efectividad (algo muy difícil hoy en día), miles de los millones
de pasajeros aéreos podrían ser confundidos con alguno de los “parias” señalados en la base de
datos por algún antecedente judicial o por lo que los servicios de inteligencia consideren
“estigma” determinante.
80. Lyon, Surveillance after September 11, p. 72.
81. En Europa se han creado organismos independientes para proteger esos datos de carácter
personal ante posibles utilizaciones ilegítimas por parte de empresas o del propio Estado; Calvo,
La protección de datos de carácter personal; y Hassemer y Chirino, El derecho a la autodeter-
minación informativa y los retos del procesamiento automatizado de datos personales.

268
Autores

consiste en conectar archivos sociales y archivos policiales y también los


archivos fiscales. Ello se autorizó en Francia en 1998 con el número clave
llamado “Número de Inscripción en el Repertorio Nacional de Identifi-
cación de las Personas Físicas” que, como recordaba Wacquant, era el que
en la década del cuarenta identificaba con un código específico a los ex-
tranjeros, judíos o musulmanes.82
Pero en Europa (la “Europa Fortaleza” que se construye “felizmente” a
partir del duro control a los extranjeros instituido desde el Convenio de
Schengen de 1985)83 lo peor que le puede pasar a un individuo es no
estar identificado. Allí –y pronto en todo lugar, a partir del cambio que se
está operando en el mundo anglosajón respecto del control de las pobla-
ciones– se crea una vieja/nueva categoría de parias: los “sin papeles” o
“indocumentados”.
El registro y la documentación de la identidad individual se han
convertido en una auténtica necesidad dentro de sociedades que aban-
donan el reconocimiento del otro por la relación cara a cara. Por tanto,
los discípulos de Vucetich podrían estar satisfechos: los condenados
de la tierra, los carentes de derechos, exigen existir también en la base
de datos de quien puede tratarlo como a una “no persona” en caso
contrario, aunque ello signifique la imposición de un “tatuaje” y la
mera satisfacción de la mitad del sueño de Girardin (el control del
Estado, pero no el seguro del individuo). De esta forma, el control
“excluyente” es asumido a partir de una extraña “inclusión” que no
pasa por el reconocimiento de una identidad individual, ni por la
satisfacción de necesidades vitales.84 Como en los Estados absolutistas
o los regímenes totalitarios, tener una “etiqueta” facilita el control y la
persecución. Pero lo peor que le puede pasar a un ser humano es no
poder demostrar su “inclusión”, aunque sea estigmatizada, mediante
una identificación.

82. Wacquant, Las cárceles de la miseria, pp. 125-131.


83. Y cuyas consecuencias sobre los extranjeros pobres deben alertar frente a la “vanidad”
europea al hacer críticas a las políticas estadounidenses, como recordaba Christie, La indus-
tria del control del delito, p. 78.
84. Señala, en general, la complejidad de la “exclusión” en las sociedades actuales y, concreta-
mente, la imposición de “identidades” (nacionales, grupales, futbolísticas, etc.) al deteriorar-
se la solidaridad social, Young, La sociedad excluyente, p. 256.

269
Autores

Asisten poderosas razones a los intelectuales que se resisten a estas nue-


vas identificaciones, pero quienes no tienen un “nombre”85 también quie-
ren salir en la foto. El triunfo de las medidas de control puede medirse
por los gritos que demandan un número y un papel para poder trabajar,
no ser expulsados y, en definitiva, que los dejen vivir. Esos gritos son sólo
un ruido de fondo más en el “estruendo de la batalla” mencionado por
Foucault en el último párrafo de Vigilar y castigar.

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85. El “nombre” es otra creación de la modernidad relativa a la identidad; Caplan, This or


That Particular Person, p. 54. Sería interesante saber cómo y desde cuándo cada uno respon-
de inmediatamente con un nombre a la pregunta sobre quién es (además, siempre el mismo y
el que corresponde al registro oficial). Pero ésa es otra historia.

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274
¿En el nombre de la democracia?
Exploraciones en torno a los procesos
de reforma policial en la Argentina

Máximo Sozzo*

“Planteémonos una hipótesis absurda; el Movimiento Estu-


diantil toma el poder en Italia. Pragmáticamente claro: sin
haberlo presupuesto, por puro ímpetu o ardor ideológico, por
estricto idealismo juvenil, etc., etc. Es preciso ‘actuar antes
que pensar’: por consiguiente... con la acción se puede conse-
guir todo. Bien. El Movimiento Estudiantil está en el poder:
ser el poder significa disponer de los mecanismos del poder. El
más vistoso, espectacular y persuasivo aparato del poder es la
policía. El Movimiento Estudiantil, por tanto, se encuentra
con que dispone de la policía.
¿Qué haría en tal caso? Si la aboliera, claro está, perdería auto-
máticamente el poder. Pero prosigamos con nuestra hipótesis
absurda: el Movimiento Estudiantil, dado que tiene el poder,
quiere conservarlo, y ello con el objetivo de cambiar, ¡por fin!,
la estructura de la sociedad. Puesto que el poder es siempre de
derechas, el Movimiento Estudiantil, pues, para obtener ese
fin superior consistente en la ‘revolución estructural’, acepta-
ría un régimen provisional –asambleario, no parlamentario,
en última instancia– de derechas, y en consecuencia, entre
otras cosas tendría que decidirse a mantener a la policía a su
disposición.

* Profesor de Derecho Penal y Criminología, Facultad de Derecho, Universidad Nacional


del Litoral.

275
Máximo Sozzo

En esta absurda hipótesis, como verá el lector, todo cambia y


se presenta bajo un cariz milagroso, embriagador, diría yo. Sin
embargo hay algo que no ha cambiado y que se ha mantenido
como era –la policía.
¿Por qué he planteado esta hipótesis insensata?
Porque la policía es el único punto del que ningún extremista
podría censurar objetivamente la necesidad de una ‘reforma’:
en lo tocante a la policía no se puede ser más que reformista.”

Pier Paolo Passolini: “Per una polizia democratica”, en Tempo,


Nº 52, Año XXX, 21 de diciembre de 1968 (reproducido
en Pier Paolo Pasolini: El Caos. Contra el Terror,
Crítica, Barcelona, 1981, pp. 107-108).

I. Crisis de inseguridad, crisis policial

Desde inicios de la década del 90 en la Argentina, sobre el telón de


fondo de una drástica transformación económica y social que implicó una
expansión extraordinaria de la exclusión y la precariedad social y el ascen-
so de una alianza gubernamental que integraba elementos de la tradición
peronista con componentes neoconservadores y neoliberales –el
“menemismo”– se fue construyendo, social y políticamente, a la inseguri-
dad urbana como uno de los problemas clave de los centros urbanos gran-
des y medianos, bajo el signo de la idea de “emergencia” o “crisis”, una
mutación súbita y radical que altera de tal forma un estado de cosas pre-
existente que amenaza con subvertirlo completamente.
Esta “emergencia” o “crisis” ha sido visualizada desde el inicio como
integrada por un componente “objetivo” que está dado por un cierto cre-
cimiento del número de hechos delictivos que integran lo que común-
mente se define como la “criminalidad de la calle” o la “microcriminalidad”
–delitos contra la propiedad y contra las personas que se desenvuelven
especialmente en el espacio público, aun también en las viviendas, y que
suelen incluir un contacto directo (inclusive, violento) entre ofensor y
ofendido–. Más allá de los múltiples y graves problemas que presenta la
información oficial al respecto (ver Sozzo, 2002), es posible observar di-
cha tendencia en las estadísticas tanto a nivel nacional como en los esce-
narios provinciales más importantes desde el punto de vista demográfico

276
¿En el nombre de la democracia?

y político, como la Ciudad de Buenos Aires, la Provincia de Buenos Aires


o la Provincia de Santa Fe. Y éste ha sido un elemento puesto en juego en
dicho proceso de construcción social y política. Entre el año 1991 y el
2005 el crecimiento de los hechos presuntamente delictivos registrados
en la totalidad del país –teniendo en cuenta la evolución poblacional–
alcanzaría el 124% –con su pico de crecimiento en el año 2002–,1 mien-
tras que en la Ciudad de Buenos Aires sería del 243%, en la Provincia
de Buenos Aires del 76% y en la Provincia de Santa Fe del 81%. Esta
tendencia se confirmaría separadamente para el caso de los delitos
contra la propiedad –105%, 186%, 36% y 61%, respectivamente– y
para el caso de los delitos contra las personas –168%, 403%, 262% y
162%–, respectivamente. 2
En nuestro país no se han venido desarrollando periódicamente en-
cuestas de victimización de carácter nacional, sino que las agencias estata-
les han realizado más bien encuestas de carácter local en los escenarios
urbanos más importantes –Ciudad de Buenos Aires, Gran Buenos Aires3
y Rosario4 (Sozzo, 2002; 2004a)–. Dichas encuestas de victimización se
iniciaron en 1995 y alcanzaron una frecuencia anual entre 1997 y 2003.
Constantemente estos instrumentos han confirmado, para los escenarios
a los que se referían, el alto volumen de experiencias de victimización
entre los ciudadanos, cuando no su crecimiento a lo largo del tiempo. De
este modo, en la Ciudad de Buenos Aires, del total de los residentes, un

1. En el caso de los delitos contra la propiedad a nivel nacional, el pico de aumento se dio
también en 2002. En cambio, en los delitos contra las personas, la tendencia ascendente se
mantiene ininterrumpida a lo largo del período.
2. En cambio, en el tipo de delito que presenta el menor volumen de “cifra negra”, el
homicidio doloso, se observa a nivel nacional –al igual que lo que sucede con el total de los
delitos registrados– una cierta tendencia creciente hasta el año 2002 –un aumento del 25%–
para luego caer continuamente en los años sucesivos, llegando en 2005 a un descenso del 23%
con respecto al inicio del período. En los escenarios provinciales no se observa necesariamen-
te esta misma dinámica. En la CBA se da un incremento total en el período analizado del
198%, en la PSF se da la misma tendencia pero con un aumento total del 75%, mientras que
en la PBA se experimenta un descenso global del 28%.
3. El Gran Buenos Aires abarca una serie de municipios de la Provincia de Buenos Aires que
rodean la Ciudad de Buenos Aires, que tiene un estatuto autónomo. Conjuntamente consti-
tuyen, en cierta medida, una unidad urbana, comúnmente definida como “área metropolita-
na”, en donde residen unos 14 millones de personas.
4. Es la ciudad más importante desde el punto de vista demográfico de la Provincia de Santa
Fe y la segunda ciudad más grande del país, con unos 1.25 millones de habitantes.

277
Máximo Sozzo

42% habría sufrido una experiencia de victimización en 1997, mientras


que en 2003 dicho porcentaje habría descendido a 37,5%. En cuanto al
Gran Buenos Aires, del total de los residentes, un 44,1% habría sufrido
una experiencia de victimización en 1997, mientras que en el 2003 ha-
bría descendido a un 42%. En la ciudad de Rosario, del total de los
residentes, un 50,3% habría sufrido una experiencia de victimización en
1997, mientras en el 2002 –último año en el que se relevó– se habría
producido un descenso a un 43,2% (ver www.dnpc.gov.ar).
Por otro lado, estas encuestas de victimización han expuesto también
un componente “subjetivo” de la inseguridad urbana, la “sensación de
inseguridad” y otro componente “objetivo”, un muy fuerte desenvolvi-
miento de comportamientos de “autoprotección” y “evitamiento” –más
allá, de nuevo, de todos los problemas que tales mediciones implican (ver
Sozzo, 2002, 2004a)–. Así para el período 1997/2003 en las diversos
escenarios en los que este tipo de estudios se desarrollaron, siempre más
del 80% de los residentes declararon sentir que era altamente probable
ser víctima de un delito en los próximos 30 días. Y entre el 30% y el 40%
dijeron sentirse muy inseguros al encontrarse solos al momento de oscu-
recer en sus zonas de residencia, mientras que entre un 20% y un 33%
decían sentirse “un tanto inseguros” –aun cuando debe decirse que estos
porcentajes cayeron abruptamente en la CBA en el 2003–. Del mismo
modo, entre un 60% y un 70% de los residentes afirmaron haberse aleja-
do de ciertos lugares o personas “por razones de seguridad” y entre un 8%
y un 18% sostuvieron poseer en sus hogares armas de fuego para prote-
gerse de eventuales delitos (ver www.dnpc.gov.ar).
Estos componentes, “objetivo” y “subjetivo” de la “crisis” de inseguridad
urbana, han sido recurrentemente materia de información y debate, al menos
desde la primera mitad de la década del 90, en los medios de comunica-
ción, especialmente en las tres jurisdicciones antes mencionadas, pasando a
ser uno de los temas fundamentales de producción de significado en este
tipo de circuitos culturales. Concomitante y, tal vez, transitoriamente, lo
mismo sucedió en el mundo de la política. En estos ámbitos, la “crisis” de la
inseguridad urbana se tradujo rápidamente como una “crisis” del sistema
penal. Tal vez la agencia estatal más claramente definida en estos términos
desde la segunda mitad de la década del 90 fue la institución policial, sobre
todo en escenarios como la Ciudad de Buenos Aires, la Provincia de Buenos
Aires o la Provincia de Santa Fe. Esta “emergencia” de la institución policial
adquirió, rápida y claramente, una ambivalencia estratégica.

278
¿En el nombre de la democracia?

II. Mutaciones policiales “regresivas”

Por un lado, se construyó, sobre todo a partir de fines de la década del


90, una lectura política y cultural de la “crisis” policial que claramente
resultaba afín a una estrategia de mutación “regresiva”. En esta lectura, el
fracaso actual de la institución policial frente a la crisis de la inseguridad
urbana estaba cifrado en un lenguaje del déficit. En primer lugar, déficit
de recursos materiales y, de allí, la demanda de mayor cantidad de auto-
móviles, armas de fuego, chalecos antibalas, incremento de salarios, etc.
En segundo lugar, déficit de recursos humanos y, de allí, la demanda de
incorporar mayor cantidad de personal policial “de calle”. En tercer lugar,
déficit de facultades legales y, de allí, la demanda de reformar textos lega-
les –muchas veces, apenas sancionados en el proceso de “transición demo-
crática”– para transformar en lícitas viejas prácticas policiales abolidas –
como aquellas en torno a los edictos policiales, a las detenciones por ave-
riguación de identidad o a las requisas personales, de vehículos o de vi-
viendas (ver Sozzo, 2004b)–.
Este tipo de lectura de la “emergencia policial” habilitaba metáforas
bélicas que estructuraban en los discursos políticos y policiales lo que
Garland (2005, 228-233) ha denominado adecuadamente una “crimi-
nología del otro”, una representación del delincuente como un “otro” más
o menos inasimilable al “nosotros”, a quien se debe excluir a través de
medidas de diversos grados de brutalidad. En la Argentina esta “crimino-
logía del otro” que resulta una verdadera “criminología de la guerra” (Young,
1999, pp. 116-117) tiene unas particulares resonancias, en función de
las experiencias políticas autoritarias de las dictaduras militares recientes
que, en buena medida, implementaron una “militarización” de las estra-
tegias de control del delito (cfr. García Méndez, 1987; Tiscornia-Oliveira,
1998; Tiscornia, 2000; Sozzo, 2005b). Sólo para brindar un ejemplo,
Carlos Ruckauf, en ese entonces vicepresidente de la Nación y candidato
a gobernador de la Provincia de Buenos Aires por el Partido Justicialista,
proclamaba en 1999: “A los asesinos que matan a nuestra gente no hay
que tenerles piedad, los quiero ver muertos. Voy a ser absolutamente duro
contra el delito. Entre un ciudadano indefenso y un delincuente armado
el que tiene que caer es el delincuente. No tengo dudas. Hay que optar
entre la gente y los delincuentes” (La Nación, 6/8/1999).
En este contexto, jugó un rol importante el hecho de que desde inicios
de 1998 diversos portavoces gubernamentales –incluyendo el presidente

279
Máximo Sozzo

de la Nación, Menem: “habrá mano dura y tolerancia cero, dentro de la


ley” (La Nación, 15/4/1999)– alentaron discursivamente como forma de
“solucionar” el problema de la inseguridad urbana en la Argentina –y,
especialmente, en Ciudad de Buenos Aires y Gran Buenos Aires– la im-
portación del modelo policial de “Tolerancia Cero” desarrollado en la Ciu-
dad de Nueva York. A partir de allí, diversos “expertos” asociados a esta
experiencia visitaron la Ciudad de Buenos Aires en diversas ocasiones como
invitados de diferentes actores gubernamentales y policiales –como el ex
jefe del NYPD y mentor del modelo de “Tolerancia Cero”, William
Bratton;5 la vicecomisionada de Asuntos Comunitarios del NYPD, Yolanda
Jiménez; el director del Manhattan Institute, Lawrence Mone, un think
tank clave en la promoción internacional de “Tolerancia Cero”; todos ellos
en el año 1999. Inclusive algunos se transformaron en asesores de candi-
datos en las campañas electorales.6 La retórica de “Tolerancia Cero” tam-
bién fue adoptada activamente por el candidato a gobernador de la Pro-
vincia de Buenos Aires en la campaña electoral de 1999, Carlos Ruckauf.
Y fue, en cierta medida, mantenida durante su gestión como gobernador,
especialmente en el año 2000, junto con su primer ministro de Seguri-
dad, Aldo Rico.7
Estas herramientas retóricas funcionaron como una condición de posi-
bilidad de diversas acciones dirigidas al “endurecimiento” de las prácticas
policiales que, en buena medida, se construyeron explícitamente sobre el
eje de la vuelta al pasado, como acciones “nostálgicas”. En ellas la reforma
de la ley tenía un lugar central, adjudicándole por sí misma efectos po-
tencialmente benignos a la inseguridad urbana –un rasgo claro de las

5. William Bratton fue entrevistado en diversas ocasiones por los periódicos argentinos. Ver
La Nación, 8/8/1999; Clarín, 19/1/2000; La Nación, 6/12/2000. George Kelling fue entre-
vistado por el diario Clarín el 11/5/1999.
6. William Bratton –junto con William Andrews y Patrcik Arnett– asesoró durante el año
2000 al titular del Partido Nueva Dirigencia, Gustavo Béliz, y luego también al candidato a
jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Domingo Cavallo. George Kelling, por su
parte, también asesoró durante su campaña electoral para Presidente de la Nación en 1999 a
este último, especialmente en torno a la redacción de su manifiesto electoral “Un delito, una
condena”.
7. Ex coronel del Ejército Argentino que participó de dos levantamientos contra el Gobierno
nacional de Raúl Alfonsín, fue condenado e indultado por el Gobierno nacional de Carlos
Menem en 1991. Luego ingresó en la actividad política, fundando su propio partido político,
el MODIN. Fue Intendente del Partido de San Miguel y el primer ex militar puesto a cargo
de una fuerza de seguridad desde la reinstauración democrática.

280
¿En el nombre de la democracia?

políticas criminales tradicionalmente en la Argentina. Pero también pue-


den incluirse aquí numerosas decisiones y acciones administrativas al in-
terior de las instituciones policiales. Veamos algunos ejemplos, entre los
muchos posibles, siempre referidos a las jurisdicciones que nombramos al
comienzo de este trabajo:
a) En marzo de 1998 la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires sancio-
nó el Código de Convivencia Urbana que abolía los Edictos Policiales,
un sistema contravencional producido y gestionado por la misma Poli-
cía Federal Argentina en dicho territorio urbano y que posibilitaba la
detención de personas sin orden judicial. Rápidamente se alzaron vo-
ces críticas de este nuevo texto legal, tanto desde el Gobierno nacional
como desde la institución policial y desde otros ámbitos políticos, es-
pecialmente en lo que se refiere a la supresión dentro de las figuras
contravencionales anteriormente vigentes de supuestos tales como la “pros-
titución escandalosa”, el “acecho” o el “merodeo”, tradicionalmente centra-
les en las “rutinas policiales” de vigilancia y presencia en el espacio público,
dirigidas pretendidamente hacia el ideal de la “prevención del delito”. Dicha
crítica además se tradujo en diversas acciones para reinstalar en cierta me-
dida las facultades policiales que fueron anuladas por el nuevo Código. Por
un lado, con el impulso adicional del Jefe de Gobierno de la Ciudad de
Buenos Aires –del partido Unión Cívica Radical, luego candidato a Presi-
dente de la Nación por la Alianza por el Trabajo, la Educación y la Justicia
en las elecciones de octubre de 1999– durante julio de 1998 se realiza una
reforma del texto legal, incluyendo como contravención la “oferta de sexo
en la vía pública” en tanto alteración a la tranquilidad pública. Luego, se
vuelve a reformar en marzo de 1999 agravando algunas de las sanciones
contravencionales establecidas, eliminando la referencia a la alteración a la
tranquilidad pública de la contravención relacionada con la oferta sexual y
posibilitando la detención policial de los contraventores que no pudieran
acreditar su identidad para conducirlos a tal fin a las oficinas del Ministe-
rio Público. Por su parte, el Poder Ejecutivo Nacional dictó el decreto del
3 de marzo de 1999, que ordena a la Policía Federal Argentina aplicar, en
aquellos supuestos no contemplados en la nueva legislación, la herramien-
ta de la “detención por averiguación de identidad” –artículo 5 del Dec.-
Ley 333/58, ratificado por Ley 14.467 (texto según Ley 23.950)–, aun
cuando legalmente se encontraba autorizada para otros supuestos –sospe-
cha fundada de que se hubiera cometido un delito en el pasado o se
estuviera por cometer uno en el futuro.

281
Máximo Sozzo

b) En abril de 1999 el Gobierno nacional del presidente Menem, para


reducir el nivel de inseguridad urbana en la Ciudad de Buenos Aires,
apeló a “poner en la calle” a la Gendarmería Nacional y la Prefectura
Naval Argentina, con la aprobación del Jefe de Gobierno de la Ciudad
de Buenos Aires. Se trata de fuerzas de seguridad encargadas legalmen-
te de custodiar las fronteras terrestres y acuáticas, que poseen un evi-
dente mayor nivel de militarización que la Policía Federal Argentina.
Esta medida de refuerzo de la presencia y vigilancia en el espacio urba-
no se hizo extensiva a la Provincia de Buenos Aires en 2000 a pedido
del nuevo Gobierno provincial, una vez producido el cambio de Go-
bierno nacional, ahora conducido por el presidente De la Rúa. En el
mismo año, también se puso en práctica en la Provincia de Santa Fe,
gobernada por el Partido Justicialista, también a pedido del Gobierno
provincial de Carlos Reutemann.
c) En agosto de 1999 el Gobierno nacional del presidente Menem im-
pulsó la modificación de la legislación policial pertinente para anular
la obligación de los funcionarios de la Policía Federal Argentina de
identificarse, dando la voz de “alto” antes de hacer uso de armas de
fuego. El entonces ministro del Interior de la Nación, Carlos Corach,
señalaba al respecto: “Pienso que la policía debe actuar y no dar al
delincuente la ventaja de anunciarse y repeler luego la agresión” (La
Nación, 03/08/1999).
d) En junio de 2001 el nuevo Gobierno nacional del presidente De la
Rúa impulsa y obtiene la reforma del Código Procesal Penal Federal,
con el aval de amplios sectores de legisladores de la oposición política.
A través de estas modificaciones se le otorga a la Policía Federal Argen-
tina una serie de nuevas facultades: la posibilidad de requerir de los
sospechosos en el lugar de los hechos noticias e indicaciones sumarias
para orientar la investigación –información que no tiene valor alguno
en el proceso judicial–; la facultad de hacer requisas de las personas y
efectos personales que lleven consigo, así como del interior de vehícu-
los, aeronaves y buques en lugares públicos, en la vía pública, sin or-
den judicial; y la posibilidad de mantener detenidos e incomunicados
a sospechosos por 10 horas como máximo antes de producir una co-
municación al órgano judicial competente.
Uno de los emergentes fundamentales de estos discursos y acciones de
“endurecimiento” policial fue el crecimiento constante del uso de la vio-
lencia por parte de la institución policial, que articula claramente uno de

282
¿En el nombre de la democracia?

sus momentos simbólicamente más significativos. De acuerdo a los datos


construidos por el Centro de Estudios Legales y Sociales, en la Ciudad de
Buenos Aires, en 1996 se registraron 47 civiles muertos como consecuen-
cia del uso de la fuerza policial, pasando esta cantidad, en 2001, a 61 –
con un pico en 1999 de 67–, lo que implicó un aumento del 30% en
cinco años. En lo que respecta al Gran Buenos Aires, en 1996 se registra-
ron 105 muertos civiles, pasando a 200 en 2001, es decir, prácticamente,
el doble (Palmieri et al., 2002). En la Provincia de Santa Fe, de acuerdo a
una investigación empírica que condujimos al respecto, en 1998 se regis-
traron 20 muertos civiles producidos por usos de la violencia policial,
pasando a 36 en 2001 –con un pico de 48 en el año 2000– lo que impli-
ca globalmente para el periodo un incremento del 80% (Sozzo, 2005b).

III. Mutaciones policiales “progresivas”: la


ambivalencia de la “democratización”

Por otro lado –y en gran medida, simultáneamente–, se construyó


una lectura política y cultural de la “crisis policial”, sobre todo a par-
tir de la segunda mitad de la década del 90, que resultaba más bien –
al menos en la intención de sus proponentes– afín a una estrategia de
mutación “progresiva”. El fracaso actual de la institución policial frente
a la crisis de la inseguridad urbana estaba cifrado en que era un depósito
de “autoritarismo” que en el marco de la “transición democrática” ha-
bría permanecido intacto y activo. Las prácticas policiales estaban mar-
cadas en esta lectura por el fuerte legado nacido de la participación
activa de la institución policial en los “crímenes del Estado” durante
la última dictadura militar de 1976-1983 –torturas, asesinatos, pri-
vación ilegítima de la libertad, desaparición forzada de personas, etc.–
. Como evidencia empírica se presentaba el altísimo nivel de uso de la
fuerza por parte de la institución policial, sobre todo en las
jurisdicciones que hemos mencionado precedentemente. Y a ello se
agregaba una numerosa cantidad de ejemplos cotidianos de prácticas
policiales arbitrarias, destacándose, en este sentido, la detención de
ciudadanos sin orden judicial –ya sea empleando como justificación
formal la detención por averiguación de identidad o en la Ciudad de
Buenos Aires hasta 1998 los edictos policiales–. A su vez, en esta lectura
se conectaba, aunque laxamente, la persistencia del “autoritarismo” al

283
Máximo Sozzo

interior de la institución policial, con la existencia de extendidas redes


de ilegalidad comúnmente descriptas bajo el paraguas de la “corrupción
policial”, especialmente en lo que se refiere a la participación activa de
funcionarios policiales en redes de prostitución y juego ilegal y tráfico y
comercialización de drogas ilegales, e incluso en bandas profesionalizadas
dedicadas a robos de bancos o de transportes de caudales y mercancías.
También en esta lectura existía un cierto lenguaje del déficit. Por un
lado, en forma más evidente, un déficit de legalidad en la actividad poli-
cial. Pero, también, un déficit de legitimidad de la actividad policial, en
el sentido de que se afirmaba la existencia de una gran desconfianza pú-
blica en la institución policial ligada fundamentalmente a las difundidas
prácticas de violencia y corrupción policial.
Este tipo de lectura político-cultural funcionó como una condición de
posibilidad de la puesta en marcha de procesos de “reforma policial”,
construidos en el nombre de la “democracia” y que –como veremos– bus-
caban resolver ambos déficit arriba identificados. Estos procesos de refor-
ma policial tienen numerosas aristas que se encuentran enraizadas en los
contextos locales en los que se desenvolvieron –la Ciudad de Buenos Ai-
res, las provincias de Buenos Aires y Santa Fe–. No pretendemos en este
trabajo describir sus peculiaridades, pero sí utilizaremos diversos ejem-
plos extraídos de ellos –ver al respecto Tiscornia, 1998; 2000; Palmieri,
1999; Saín, 1998; 2002; González, 2005; Sozzo, 2005b–. Nuestro
objetivo es observar –y éste podríamos decir que es el núcleo de este
trabajo– cómo los mismos han vehiculizado formas alternativas de com-
prender el vínculo entre democracia y policía, que parten en realidad
de diversas interpretaciones del primero de los términos de esta pareja
tan difundidamente empleada un poco por todos lados. Creemos, en
este sentido, que las reflexiones que siguen, si bien tienen en mente
los procesos de reforma policial construidos en el nombre de la “de-
mocracia” en el contexto argentino, tienen cierta capacidad de viajar
culturalmente, especialmente en los horizontes geográficos de recien-
tes “transiciones a la democracia”.
Los procesos de reforma policial en la Argentina contemporánea nos
presentan dos maneras alternativas de encarnar la idea de una “policía
democrática” o de una “democratización policial”, algunas veces en forma
diferenciada, pero muchas veces complejamente entrelazadas, que de
manera sutil abren el juego a dos racionalidades gubernamentales –al
menos, en parte– distintas. Para poder comprender adecuadamente estas

284
¿En el nombre de la democracia?

dos declinaciones, resulta indispensable reflexionar sintéticamente acerca


del concepto mismo de “democracia” para encontrar en las versiones mo-
dernas las condiciones de posibilidad de estas variantes.
En uno de los textos más interesantes de la reflexión sobre la idea de
democracia en el siglo XX, Esencia y Valor de la Democracia, Hans Kelsen
señalaba en 1929: “La democracia es la consigna que durante los siglos
XIX y XX domina casi totalmente sobre los espíritus. Precisamente ésta
es la razón de que haya perdido, como todos los lemas, su sentido intrín-
seco. Copiando la moda política, este concepto –el más explotado entre
todos los conceptos políticos– resulta aplicado a todos los fines y en todas
las ocasiones posibles y adopta significados contradictorios en ciertos ca-
sos, cuando no ocurre que la irreflexión usual del lenguaje político vulgar
lo rebaje a una frase convencional que no responde a ningún sentido de-
terminado” (Kelsen, 1933, p. 11). Es por ello que resultaba importante
para el autor austriaco precisar su sentido, en lo que era un ejercicio a la
vez intelectual y político en el contexto de las crisis de los experimentos
democráticos alemán y austriaco posteriores a la Primera Guerra Mun-
dial. La democracia moderna es, en clave de Kelsen, el “gobierno del pue-
blo” –“ya que hemos de ser gobernados, aspiramos al menos a gobernar-
nos a nosotros mismos” (Kelsen, 1933, p. 16)–. Pero el pueblo no es una
entidad sociológicamente existente en la que se fragüe la “homogeneidad
de los hombres”, “Fraccionado por diferencias nacionales, religiosas y eco-
nómicas, representa más bien una aglomeración de grupos que una masa
compacta de naturaleza homogénea”. (Kelsen, 1933, p. 30). De allí que
la “voluntad del pueblo” o “voluntad colectiva” siempre inevitablemente
sea la “voluntad de la mayoría” y, en esta dirección, “modernamente” se
estructure a través de los mecanismos de la “representación”. El Parla-
mento, órgano fundamental, por ende, de la democracia moderna, se
encarga de “la producción de actos generales de manifestación de la vo-
luntad estatal”, la ley. Luego la “administración pública” –incluida la
“administración de la justicia”– debe encargarse de generar los “actos in-
dividuales” de manifestación de la “voluntad colectiva”, la aplicación de la
ley. Para Kelsen existe una imposibilidad práctica en las sociedades moder-
nas de democratizar la producción de cada acto individual de manifesta-
ción de la voluntad colectiva, ni siquiera soñando el mayor nivel de descen-
tralización ejecutiva. De esta forma, se impone la necesidad de que la orga-
nización de la administración pública sea “autocrática”, aun en el contexto
de la democracia como forma de Estado, una “burocracia” regida por el

285
Máximo Sozzo

“principio de legalidad” –en un sentido muy similar al planteado por


Max Weber (1996, pp. 716-753)–. Esto no resulta una contradicción
para el autor austriaco, pues el “sistema burocrático” debe estar acompa-
ñado de mecanismos de control: “La suerte de la democracia moderna
depende en gran proporción de que llegue a elaborarse un sistema de
instituciones de control. Una democracia sin control será siempre insos-
tenible, pues el desprecio de la autorrestricción que impone el principio
de legalidad equivale al suicidio de la democracia” (Kelsen, 1933, p. 107).
Ahora bien, la democracia es, para Kelsen, esencialmente “relativista” des-
de el punto de vista de los valores políticos –concepción “formalista” que
se vincula con su propia perspectiva en el campo de la teoría del derecho–.
La democracia es en este sentido una forma de Estado que favorece la posi-
bilidad de la creación de sus propios adversarios –a diferencia de la autocra-
cia–; opositores que pueden a través de los métodos democráticos de elabo-
ración de la voluntad estatal llegar a una “sentencia de muerte” de la demo-
cracia misma –potencialidad que Kelsen advertía–, con una cierta clarivi-
dencia, como un horizonte sombrío extraordinariamente probable en 1929:
“Así, la democracia es compatible aun con el mayor predominio del poder
del estado sobre el individuo e incluso con el total aniquilamiento de la
‘libertad’ individual y con la negación del ideal del liberalismo. Y la Histo-
ria demuestra que el poder del estado democrático no propende a la expan-
sión menos que el autocrático” (Kelsen, 1933, pp. 24-25).
Hay una declinación de la idea de “policía democrática” en los proce-
sos de reforma en Argentina que claramente marca un retorno al “libera-
lismo” –en tanto arte de gobierno, en los términos inaugurados por
Foucault–, en el sentido de que pretende rescatar, realizar y cumplir las
promesas en cierta medida aun pendientes de las líneas de transforma-
ción que fueron propias de la remodelación liberal de la “vieja policía” de
los siglos XVII y XVIII, identificada con el “ancien régime”. El liberalis-
mo en tanto “principio y método de racionalización del ejercicio del go-
bierno” se constituyó como un arte del “gobierno frugal” partiendo de
una sospecha constante acerca del riesgo de “gobernar demasiado” y de la
búsqueda correlativa por “construir restricciones internas al sistema de
gobierno mismo” (Foucault, 1997b, pp. 120 y 123; Burchell, 1996, p.
21; Barry-Osborne-Rose, 1996, p. 8; Rose, 1996, p. 39; Hindess, 1996,
p. 67; Dean, 1999, p. 99). Se trata de un “gobierno económico”, un
gobierno que economiza sus propios costos –un mayor esfuerzo técnico
para lograr más a través de un menor ejercicio de la fuerza y la autoridad

286
¿En el nombre de la democracia?

(Gordon, 1991, p. 24; Barry-Osborne-Rose, 1996, p. 8; Burchell, 1991,


pp. 138 y 140; 1996, pp. 22 y 26; Dean, 1999, p. 115). Frente al
carácter “totalitario” de la “vieja policía”, el liberalismo activo desde fines
del siglo XVIII muestra una metamorfosis signada, por un lado, por una
cierta “minimización de la policia” y, por el otro, por una cierta “legaliza-
ción de la policía”. Minimización en el sentido de diseñar una actividad
policial que ya no se ocupara de “todo”, de cada detalle de la vida social e
individual, sino de ciertas y determinadas cosas más o menos precisamen-
te definidas –los delitos y las faltas–. Legalización en el sentido de diseñar
una actividad policial que se encuentre sometida a la ley, que encuentre
en ella un límite –aquí cobra sentido la oposición entre “estado de dere-
cho” y “estado de policía”.
En esta declinación contemporánea, la “policía democrática” se encar-
ga de “hacer cumplir la ley” –referida a los delitos y las contravenciones–
“cumpliendo la ley”. Se explota fuertemente la idea de “estado de dere-
cho”: la institución policial en tanto “administración pública”, diría Kelsen,
tiene como objeto y límite de su actividad a la ley. Esta ley es un “acto de
manifestación de la voluntad colectiva”, en el marco del ejercicio de la
representación y la construcción de una mayoría en el Parlamento. El
“demos” juega un rol central, en la definición de que es aquello de lo que
la policía debe ocuparse –los delitos y las contravenciones– y cómo debe
hacerlo –los procedimientos y las facultades policiales–. Pero se trata de
un rol “indirecto”, pues la “democracia” es “indirecta”. En todo caso, en
esta declinación de la idea de “policía democrática”, el “demos” puede
cumplir también un rol complementario de control de la actividad po-
licial –que la misma se ajuste efectivamente a la ley– incentivando con
sus quejas y reclamos diversos mecanismos de control de la actividad
policial –internos y externos, desde el mecanismo disciplinario al meca-
nismo judicial– que también deberían funcionar “haciendo cumplir la
ley, cumpliendo la ley”, pero ahora teniendo como objeto a la misma
“policía democrática”.
Esta declinación se ha traducido en las diversas jurisdicciones ar-
gentinas en las que se han dado procesos de reforma policial en tres
tipos de medidas:
1. Reestructurar la normativa –legal y reglamentaria– policial para que se
ajuste a los “principios del estado de derecho”. En este sentido se pue-
den señalar diversos ejemplos. Así, en la Provincia de Buenos Aires, la
sanción en el año 1998 de la Ley de Organización de las Policías 12.155.

287
Máximo Sozzo

O, en la Provincia de Santa Fe, el intento fallido de reforma de la Ley


Orgánica de la Policía de 1998 y 1999 y la sanción en el año 2005 de
la Ley de Personal Policial; etc. (cfr. Saín, 1998, 2002; González, 2005).
2. Transformar los procesos de educación policial como iniciativa para
modificar la cultura policial instalando como eje de la actividad poli-
cial a la “ley” ajustada a los “principios del estado de derecho”. En este
sentido se puede señalar como un ejemplo paradigmático la mutación
ocurrida en la Provincia de Santa Fe. En el período 1996-1999 se
produjeron numerosas reformas en los planes de estudio de las Escue-
las de Policía, incorporándose nuevos contendios y profesores. Luego
de ello, en el año 2005 se sancionó una nueva Ley de Educación Poli-
cial que abolió las Escuelas de Policía existentes y, de la mano de la
abolición de la distinción entre oficiales y suboficiales generada por la
anteriormente mencionada Ley de Personal Policial, creó un Instituto
de Seguridad Pública, como única institución dedicada a la educación
policial, con profesores elegidos por concurso público, con nuevos pla-
nes de estudio, contenidos y materiales de estudio (González, 2005).
3. Modificación del funcionamiento de los mecanismos de control –ex-
ternos e internos– de la actividad policial y generación de nuevos me-
canismos de control –fundamentalmente, externos– destinados a ha-
cer que la “policía democrática” “cumpla le ley” en su tarea de “hacer
cumplir la ley”. En este sentido se puede señalar como ejemplo para-
digmático en la Provincia de Santa Fe la creación de la Dirección Pro-
vincial de Asuntos Internos a fines de 1997, oficina que tiene por fina-
lidad el planeamiento, ejecución y control de operaciones destinadas a
prevenir y combatir las actividades ilegales cometidas por el personal
policial y actuar como auxiliar de la justicia cuando se incriminase a
personal policial (art. 1, Decreto 1359/97), dependiendo directamen-
te del Ministerio de Gobierno, Justicia y Culto y en el mismo nivel
jerárquico que la Policía de la Provincia de Santa Fe (Sozzo, 2005b).
Esta primera declinación contemporánea de la idea de “policía de-
mocrática” en los procesos de reforma en la Argentina podría ser
calificada de “kelseniana”, pues se articula perfectamente con la
concepción de la “democracia moderna” del autor austriaco que hemos
reseñado brevemente más arriba. Y tiene como principal objetivo actuar
frente al déficit de legalidad de la institución policial, que señalábamos
como uno de los componentes básicos de este tipo de lectura política
y cultural de la “crisis policial”.

288
¿En el nombre de la democracia?

Hay otra declinación, parcialmente diferente, de la idea de “policía


democrática” en los procesos de reforma policial en la Argentina, que se
encuentra estrechamente ligada a discursos y prácticas que atraviesan los
horizontes culturales, y que tienen su origen fundamentalmente en los
Estados Unidos desde la década del 70 en adelante. Esta declinación es la
que se encuentra frecuentemente articulada en la apelación a los modelos
de “policía comunitaria” y “policía orientada hacia la resolución de
problemas” (Moore, 2003, p. 142). En este marco se argumenta que
resulta indispensable que la policía moderna, para poder revertir sus
indicadores negativos de eficacia y eficiencia, la fuerte desconfianza por
parte del público –especialmente de los barrios de clases subalternas– y la
tendencia a producir abusos y excesos en el uso de la fuerza, reconstruya
su forma de actuar. Se pone como eje del nuevo estilo de policía democrá-
tica la necesidad de conocer las expectativas, demandas y necesidades de
las comunidades locales en el barrio o vecindario. Para ello, se auspicia la
descentralización de la organización policial en ese plano y la delegación
de competencias a los funcionarios policiales que operan en ese escenario
para tomar decisiones acerca de cómo debe estructurarse allí la actividad
policial. Se impulsa la implementación de “nuevas” técnicas policiales a
los fines de construir una relación de comunicación con los residentes del
barrio o vecindario: del fortalecimiento del patrullaje a pie a la instalación
de minipuestos policiales en cada barrio o vecindario; de la generación de
reuniones de consulta con grupos de residentes organizadas por los fun-
cionarios policiales a la visita puerta a puerta a cada uno de los hogares del
barrio o vecindario, etc. En el marco de esta relación de comunicación, la
policía debe recoger la definición por parte de la comunidad local de los
problemas –no ya los “incidentes”– de los que debe ocuparse –incluyen-
do el orden de prioridades que los residentes establecen al respecto–.
Estos problemas no necesariamente deben ser “delitos” o “contravencio-
nes” de acuerdo a los términos de la ley. La policía debe ocuparse también
de las “incivilidades” y “desórdenes”, que de acuerdo a las visiones de la
comunidad local generan malestar, preocupación y alarma, pues las mis-
mas impactan en su “calidad de vida”. Por otro lado, para estos modelos
de “policía democrática” de esta capacidad de “hacerse cargo” de dichos
“desórdenes” e “incivilidades” depende en gran medida el nivel de satis-
facción y confianza de los residentes del barrio o vecindario con respecto
a la actividad policial. Por otro lado, en el marco de esta relación de co-
municación, también es indispensable que la policía recoja la forma en

289
Máximo Sozzo

que la comunidad local demanda que la institución policial se ocupe de


los problemas jerarquizados. Y también, en dicho marco, la policía debe
“rendir cuenta”, brindar información a los residentes del barrio o vecinda-
rio acerca de las acciones que ha emprendido específicamente con respec-
to a cada uno de los problemas priorizados, el grado de avance de las
mismas y los resultados alcanzados, haciéndose responsable directa e in-
mediatamente frente a ellos. De esta forma, la “policía democrática” se
repiensa como un “servicio” y las comunidades locales aparecen como sus
“clientes”. Sin embargo, en las apelaciones a los modelos de “policía co-
munitaria” y “policía orientada hacia la resolución de problemas” suele
estar presente un fuerte reconocimiento por parte de la misma institu-
ción policial acerca de los límites de su propia actividad con respecto a la
realización de su objetivo tradicional –el control del delito–, que implica
una fuerte invitación a la comunidad local, para que se movilice no ya
para definir los problemas de los que la policía debe ocuparse y la forma
en que debe hacerlo, sino para que transgreda su rol de “cliente”, para que
participe activamente en las intervenciones a realizar, bajo lo que común-
mente se rotula como “coproducción de seguridad”. Este involucramiento
de los residentes del barrio o vecindario adquiere formas diversas que
van desde la constitución de grupos de ciudadanos para patrullar el
espacio público a la instalación de esquemas de neighbourhood watch
(Monjardet, 2003, pp. 257-265; Moore, 2003, pp. 117-144; Bayley-
Skolnick, 2002, pp. 14-41; Crawford, 1998, pp. 124-160; Rosenbaum
et al. , 1998, pp. 173-200; Bayley-Shearing, 1996, pp. 588-591;
Stenson, 1993, pp. 379-381).
En esta declinación de la idea de “policía democrática”, el “demos”
juega un rol central pues –como en la anterior– define qué es aquello de
lo que la policía debe ocuparse –los “problemas”– y la forma en que debe
hacerlo –las “intervenciones policiales”–, pero ya no lo hace “indirecta-
mente” a través de la “ley”, sino “directamente” en el marco de una rela-
ción de comunicación permanente e inmediata con los funcionarios poli-
ciales. Claro que se trata de un “demos” fragmentado. No se trata de la
totalidad de los “ciudadanos” que gozan de derechos políticos y que se
encuentran representados a través del Parlamento. Se trata de conjuntos
constituidos en función de su lugar de residencia –barrio o vecindario–,
“comunidades locales”, aisladas e independientes entre sí. Estas comuni-
dades locales producen definiciones tanto acerca del objeto como de la
forma de la actividad policial. Las mismas pueden ser diferentes entre las

290
¿En el nombre de la democracia?

diversas comunidades locales. También este “demos” fragmentado puede


cumplir un rol complementario de controlar la actividad policial –como
en la declinación anterior– pero no sólo “indirectamente” a través de la
interposición de quejas y reclamos ante mecanismos institucionales que
le son extraños, sino “directamente” en el marco de la relación de comu-
nicación permanente e inmediata con la institución policial. Por otra par-
te, esta participación directa de estos conjuntos de residentes –a diferen-
cia de lo que sucedía en la declinación anterior– no sólo se restringe a lo
antes señalado, sino que también implica la activa movilización en la rea-
lización de las intervenciones, en la implementación de las soluciones,
que justamente por eso dejan de ser exclusivamente “policiales”. Clara-
mente esta declinación de la idea de “policía democrática” transgrede los
límites de la concepción kelseniana de la “democracia moderna”, pues
activa unos mecanismos de “democracia directa” en el terreno de la “ad-
ministración pública”, dejando de lado, al menos en parte, el “principio
de legalidad” como mecanismo de “autorrestricción” y rompiendo las fron-
teras mismas de aquello que es, en la mirada del autor austriaco, el “esta-
do” o lo “público”.
Esta declinación no implica un simple retorno al “liberalismo”. Explí-
citamente no apunta a realizar las líneas de transformación que hemos
identificado como típicamente liberales. En cuanto a la minimización de
la policía, al poner como eje de la determinación de su “objeto” la idea de
“problema sentido y definido por la comunidad local”, amplía las esferas
potenciales de las intervenciones policiales más allá de los delitos y las
contravenciones definidos por la ley penal, abarcando los “desórdenes” e
“incivilidades” así como, en general, todo un conjunto de “emergencias”
referidas a la “calidad de vida” en el ámbito urbano (Moore, 2003, pp.
116 y 160-162). En la misma dirección, la relación de esta declinación
de la idea de “policía democrática” con la “legalización” de la actividad
policial es compleja. La ley es desplazada como referente para la defini-
ción del “objeto” del que debe ocuparse la policía, pero se mantiene como
un límite para lo que la policía puede y debe hacer, aun cuando muchas
veces esto introduzca problemas en la relación de comunicación con la
comunidad local que no acepta gozosamente este juego de restricciones
(Moore, 2003, p. 140; Reiss, 2003, p. 109; Stenson, 1993, p. 385).
Como bien sostiene Kevin Stenson (1993, p. 381), parecería ser que
los modelos de “policía comunitaria” y “policía orientada hacia la resolu-
ción de problemas” son multivalentes desde el punto de vista político, ya

291
Máximo Sozzo

que diversas racionalidades y programas gubernamentales pueden apropiarse


o aliarse con ellos en diferentes circunstancias, enfatizando ciertos ele-
mentos específicos. Sin embargo, existe una cierta “afinidad electiva”
privilegiada de esta idea de “policía democrática” con el “neoliberalismo”
o “liberalismo avanzado” (O’Malley, 1996, pp. 205-206; 1997, p. 367).
El “neoliberalismo” o “liberalismo avanzado” debe ser considerado como
una reacción frente al “welfarismo” o “liberalismo colectivista” que carac-
terizó la “edad de oro” del llamado “Estado de bienestar”. Pero esta reac-
ción no significó simplemente revivir los principios del liberalismo de los
siglos XVIII y XIX, sino que esta oposición que marca su mismo naci-
miento impulsó la construcción de ciertas innovaciones en la imagina-
ción y la técnica gubernamental (Foucault, 1997a, pp. 123-124; Rose-
Miller, 1992, p. 198; O’Malley, 1997, p. 368; Rose, 1996, pp. 50-61;
1999, pp. 137-166; De Marinis, 1999, p. 93). Frente a lo que visualizaba
como los “individuos dependientes” del welfarismo, el neoliberalismo afirmó
la necesidad de construir “individuos activos e independientes” –y ese
“constructivismo” en parte lo separa de las formas de “naturalismo” típi-
cas del “liberalismo clásico” (Gordon, 1991, p. 41; Barry-Osborne-Rose,
1996, p. 10; Burchell, 1996, p. 23)–. Para ello, revalidó la vieja figura
del “mercado libre” como el escenario privilegiado de dicha construcción,
pero de un forma “radical”, ya que impulsó la transformación del “Esta-
do” mismo de acuerdo a sus características típicas, haciendo a la “empresa
comercial” la forma paradigmática sobre la que toda institución debe
moldearse, incluso las instituciones estatales (Rose-Miller, 1992, p. 199;
Burchell, 1996, p. 29; O’Malley, 1997, p. 368). El “neoliberalismo”
impulsó la “privatización” –total o parcialmente– de áreas y servicios an-
teriormente provistos por el “estado”, lo que no ha significado, justamen-
te, una “desgubernamentalización” sino una nueva “técnica positiva de
gobierno” (Rose-Miller, 1992, p. 200; Barry-Osborne-Rose, 1996, p.
11). Y esta “privatización” implicó un proceso de “responsabilización”
(O’Malley, 1992, p. 266; 1996, pp. 199-202; 1997, p. 370; Burchell,
1996, p. 29; Valverde et al., 1999, pp. 15-16). Los individuos raciona-
les, independientes, responsables y emprendedores deben ser “pruden-
tes”, deben “elegir” (Gordon, 1991, pp. 43-44) cómo protegerse a sí
mismos ante las vicisitudes de la propia existencia –se trata de lo que
gráficamente Pat O’Malley ha llamado un ”prudencialismo privatizado”
(1992, p. 265; 1996, pp. 199-201; 2001, pp. 89-90). Y si deciden
“agregarse”, ya no lo hacen en torno a un eje molar –la “sociedad”–,

292
¿En el nombre de la democracia?

sino en torno a un eje micro, las diversas posibilidades de configurar


una “comunidad” –en torno a distintos elementos aglutinadores, desde
el lugar de residencia hasta la “orientación sexual”– (De Marinis, 1999,
p. 94; Rose, 1999, pp. 167-197; Valverde et al., 1999, pp. 19-29).
En el campo de la “producción de seguridad”, la emergencia y desarro-
llo de la “industria de la seguridad privada” es la manifestación más extre-
ma del impacto del neoliberalismo. Los individuos en tanto “consumido-
res” adquieren “libremente” en el “mercado” los servicios y herramientas
–las mercancías– que consideran más satisfactorios para garantizar su propia
seguridad –desde la policía privada a las alarmas sonoras y lumínicas
(Shearing-Brogden, 1993, pp. 4-7; Shearing-Bayley, 1996, pp. 586-588;
Shearing, 2003, pp. 436-449)–. Los modelos de “policía comunitaria” y
de “policía orientada hacia la resolución de problemas” son una manifes-
tación más moderada de esta racionalidad política, y en esta línea deben
ser ubicados como “parientes” de la privatización “for profit” (Shearing-
Bayley, 1996, p. 597). Se trata de que una institución estatal –la policía–
“comparta” actividades y responsabilidades con la “comunidad local”, con
el conjunto de residentes –imaginados como “socios”, “consumidores”,
“prudentes”–, en el marco del lenguaje del “partnership” que erosiona la
frontera entre lo público y lo privado (O’Malley, 1997, pp. 370-372;
Gilling, 1997, pp. 119-178; Crawford, 1998, pp. 169-186; Hughes,
1998, pp. 75-103).
Esta declinación se ha traducido en las diversas jurisdicciones argenti-
nas en las que se han dado procesos de reforma policial en una multifor-
me “apelación a la comunidad” que ha transitado muchas veces por las
mismas vías en los distintos contextos. En la Provincia de Buenos Aires,
en 1996 se lanzaron las Juntas Barriales de Seguridad Comunitaria en las
dos ciudades más importantes, Santa Fe y Rosario, destinadas a nuclear a
los residentes locales para alentar la delimitación conjunta de problemas
y soluciones en materia de inseguridad urbana, que han sido erráticamente
mantenidas en funcionamientos hasta nuestros días. En la misma direc-
ción, en la Ciudad de Buenos Aires, la Policía Federal Argentina lanzó en
1997 los Centros de Prevención Comunitaria que debían funcionar en
cada una de las 53 comisarías de dicho centro urbano y, a partir del año
2000, el Gobierno nacional y el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires
lanzaron un plan de prevención del delito que preveía el funcionamiento
en cada uno de los 16 Centros de Gestión y Participación Ciudadana del
territorio urbano de unas “asambleas” de similares características –ambas

293
Máximo Sozzo

iniciativas funcionaron simultáneamente hasta el año 2003– (Sozzo, 2007).


Y en la Provincia de Buenos Aires se sancionó, en 1998, la Ley 12.154,
que establecía los foros vecinales, municipales y departamentales de
seguridad que en diferentes niveles –barrio, ciudad, departamento– bus-
caba generar idéntico tipo de mencanismo y que en ciertos escenarios
locales aún funcionan en la actualidad (Saín, 2002). Por otro lado, en
1998, la Policía Federal Argentina promovía en la Ciudad de Buenos
Aires el llamado “Plan Alerta”, una traducción local del Neighbourhood
Watch, originariamente desarrollada autónomamente por residentes locales
de un vecindario. Dicho Plan Alerta rápidamente se difundió en el Gran
Buenos Aires, muchas veces con el apoyo de Jefaturas Departamentales
de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (Sozzo, 2007). En la Provin-
cia de Santa Fe, algo extrardinariamente similar fue puesto en marcha a
partir de 2003 por la institución policial, especialmente en las ciudades
de Rosario y Santa Fe, bajo el nombre de “alarmas comunitarias”.

IV. A modo de conclusión. Fetichismo, escepticismo


intelectual y compromiso político

Ambas declinaciones de la “policía democrática” en los procesos de


reforma policial en la Argentina, entre el liberalismo y el neoliberalismo,
presentan unos límites desde el punto de vista ético y político. Ambas
“fetichizan” un elemento clave en su peculiar interpretación de la “demo-
cratización policial”, transformándolo en algo “obvio” y “objetivo”, cuan-
do en realidad son productos de la actividad humana y, en tanto tales,
están atravesados por conflictos y luchas que ponen severamente en riesgo
su declarado potencial “democratizador” (Marx, 1976, pp. 101-103).
La primera declinación de la idea de “policía democrática” transpira un
“fetichismo del derecho”. El liberalismo imaginó e imagina a la ley como
algo objetivo, cierto y evidente. Y, en general, esto no era ni es así. En
primer lugar, porque los términos de la ley siempre deben ser interpreta-
dos y la interpretación es en sí misma una actividad con un cierto grado
de “creatividad” y “subjetividad” –aun cuando la pluralidad de sentidos
posibles no sea infinita, como se encargaba de resaltar el anteriormente
recordado Hans Kelsen– y esto abre la posibilidad a que diversos intér-
pretes postulen diversas formas de ver la actividad policial en relación a
un mismo texto legal y ese conflicto sobre la interpretación legal es un

294
¿En el nombre de la democracia?

conflicto político en el que se enfrentan actores que poseen diversas fuerzas.


Y en segundo lugar, porque los términos de la ley con respecto a la policía
han sido y son, por lo general, suficientemente vagos y ambiguos para
acomodar prácticamente cualquier actividad policial realizada, “ex post
facto”, y en esto mucho ha tenido que ver el rol de la misma institución
policial en su elaboración –tanto formal como informalmente–. La auspi-
ciada tarea de precisar los términos legales en esta declinación, a la luz de
las experiencias pasadas, parece ser que siempre será, en cierta medida,
insuficiente, y tendrá, en el mejor de los casos, una utilidad marginal.
Más que “aplicar la ley” la policía moderna, desde su nacimiento,
sustantivamente se ha dedicado y se dedica a “usar la ley” para dar senti-
do, para justificar aquello que hacía y hace efectivamente (Neocleous,
2000, pp. 99-106; Reiner, 1997, pp. 1008-1014; Shearing-Brogden,
1993, pp. 112-114).
La segunda declinación de la idea de “policía democrática” transpira
un “fetichismo de la comunidad”. Los modelos de “policía comunitaria” y
“policía orientada hacia la resolución de problemas” construyen una mi-
rada de la “comunidad local” como una entidad existente en el espacio de
la ciudad contemporánea, un conjunto de residentes que no sólo compar-
ten un territorio, sino también un “sentido de pertenencia” o un “sentido
de comunidad” en tanto fuente de “actitudes, intereses e identidades com-
partidas” (Crawford, 1998, p. 157; Hughes, 1998, pp. 105-106). Esta
“comunidad local” no es, en realidad, algo preexistente a los discursos y
prácticas de “policía comunitaria” y “policía orientada hacia la resolución
de problemas” que apelan a esta entidad y logran –siempre sólo en cierta
medida– movilizar residentes en torno a ella para la “producción de segu-
ridad”, “trabajando conjuntamente” con la institución policial. El con-
junto de residentes de un barrio o un vecindario en una ciudad contem-
poránea puede tener diversos grados de “homogeneidad” en lo que se
refiere a las múltiples fuentes de diferenciación social –clase, edad, géne-
ro, etnia, etc.–, pero nunca puede alcanzar una forma unitaria a lo largo
de todas estas líneas. Siempre, con respecto a cada una de ellas, el conjun-
to de residentes se encontrará partido en forma más o menos extrema y
radical, abarcando a más o menos cantidad de personas cada uno de los
agregados que es posible identificar. Las visiones que esos diversos agrega-
dos tienen con respecto a los problemas de los que debe ocuparse la poli-
cía, la forma en que debe hacerlo y acerca de si los ciudadanos deben
involucrarse activamente en ellas pueden ser extremadamente diferentes

295
Máximo Sozzo

entre sí –sobre todo cuando se ha erosionado el referente de la “aplicación


de la ley” como misión policial fundamental–. Las prácticas de “policía
comunitaria” y “policía orientada hacia la resolución de problemas”, en
general, han probado ser más difíciles de impulsar en los vecindarios po-
bres que en los vecindarios afluentes, en función del peso en los primeros
escenarios de la desconfianza pública con respecto a los funcionarios poli-
ciales y sus prácticas tradicionales de “mantenimiento del orden” a través
del hostigamiento, la detención y el uso de la violencia (Shearing-Bayley,
1996, p. 595). Pero aun en aquellos barrios o vecindarios cuya composi-
ción, en términos de clase, no es uniforme, o bien se trata de vecindarios
de clase media o media-alta, la “apelación a la comunidad” de esta decli-
nación de la idea de “policía democrática” termina por movilizar sólo a
ciertos sectores más o menos homogéneos dentro del conjunto de resi-
dentes en un territorio, que por lo general son siempre semejantes, en los
diversos contextos culturales (Bayley-Shearing, 1996, p. 597). Es por
ello que en la literatura de evaluación de estas “apelaciones a la comuni-
dad” se ha acuñado la expresión “grupos difíciles de alcanzar” (Newburn,
2002, p. 111) para hacer referencia a los sectores persistentemente ex-
cluidos de esta “movilización de la comunidad local” (homosexuales, pros-
titutas, adolescentes y jóvenes, pobres, etc.). Los sectores “movilizados” –
muchas veces a través de unos “representantes” cuya “representatividad”
no se encuentra fundada democráticamente– son los que se constituyen
en la “comunidad local”, excluyendo sistemáticamente a estos “grupos
difíciles de alcanzar”. Y en esta dirección construyen una imagen del “de-
lincuente” como un “extraño”, con respecto al “nosotros”, que “invade” la
“comunidad local” y del cual es preciso “defenderse”, construyendo una
“mentalidad de fortaleza” (Crawford, 1998, pp. 262-266).
Para terminar un breve colofón normativo. Frente a la alternativa de
una estrategia de mutación “regresiva” de la institución policial, vincula-
da fuertemente a una “criminología del otro” y al “populismo punitivo”,
que tiende a reforzar los rasgos propios de una policía vinculada al autori-
tarismo como racionalidad política (Sozzo, 2005, 2005b), en nuestro
presente se nos plantea acuciantemente el dilema de cómo recoger aque-
lla provocación de Pier Paolo Passolini de hace casi 40 años que repro-
ducimos como epígrafe de este trabajo: “en lo tocante a la policía no se
puede ser más que reformista” y ese ser “reformista” es luchar “por una
policía democrática”. ¿Es posible construir –en los discursos y en las
prácticas– una “policía democrática” sin caer en los fetichismos que las

296
¿En el nombre de la democracia?

declinaciones apenas descriptas abrigan? ¿Es posible neutralizar los


“efectos perversos” que generan el “fetichismo del derecho” y el “fetichismo
de la comunidad”? ¿En qué medida?
Parecería ser que la “democratización” policial no debería pensarse –en
nuestro contexto, específicamente, pero tampoco en cualquier otro– como
una resolución absoluta y definitiva de los males que atraviesan, lo que la
policía fue y es en la modernidad. La vocación “reformista” sólo puede
encarnarse en acciones “democratizadoras” que se ubican en el marco de
unos campos de fuerza que presentan fuertes dosis de inercia y resisten-
cia. En este contexto es preciso impulsar el objetivo realista de minimizar
el sufrimiento que la actividad policial produce, generando alternativas
que estén siempre dispuestas a ser revisadas autocrítica y reflexivamente
para alertar sobre sus potenciales “efectos perversos”. Hace más de quince
años Stanley Cohen planteaba en un artículo muy significativo los dilemas de
la relación en el campo del delito y el control del delito, entre el “compromiso
político” –que nos impulsa a actuar– y el “escepticismo intelectual” –que nos
impulsa a dudar–, descubriendo los efectos perversos de las acciones. Decía:
“Esos dos mundos se encuentran divorciados... Todo lo que podemos hacer es
encontrar la mejor guía para cada uno, para luego enfrentar la tensión que
surja entre ambos. En definitiva, las únicas guías que poseemos son, primero,
nuestro sentido de la justicia social y, segundo, todo el tiempo que tengamos
en las veinticuatro horas del día” (Cohen, 1994, p. 28).

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301
Por una dogmática
conscientemente política
Alberto Bovino y Christian Courtis

“Prohibido cantar
prohibida la baraja
pena: expulsión del local
(Sin excepciones)
—¿Por qué prohibido cantar?
—Para evitar las grescas. Aquí no se canta de alegría.
Si alguien lo hace, se delata: está borracho de un modo peligroso”.

Antonio Di Benedetto, El silenciero

Introducción

La dogmática jurídica constituye la actividad central de los juristas o


doctrinarios; se trata, desde el punto de vista cuantitativo, de la produc-
ción teórica y bibliográfica más importante generada en el campo disci-
plinario del derecho, excediendo notoriamente el volumen de publicacio-
nes de otras disciplinas jurídicas como la filosofía del derecho, la sociolo-
gía del derecho o la historia del derecho. Sin embargo, pese a esa ostensi-
ble preeminencia, la filosofía del derecho se ha dedicado poco al conoci-
miento producido por la dogmática, tal vez por considerarlo contingente
y poco riguroso. La paradoja que produce esta situación es doble: la fi-
losofía del derecho desatiende la producción dogmática –producto prin-
cipal de la actividad de los juristas– y la dogmática tiene poco interés por
los temas de investigación de la filosofía del derecho. La intención de este

303
Alberto Bovino y Christian Courtis

trabajo es la de discutir críticamente algunas consideraciones demasiado


apresuradas acerca de los presupuestos y del papel jugado por la dogmá-
tica jurídica, provenientes de la filosofía del derecho. A partir de esta
discusión, formulamos las bases de una reconstrucción teórica posible de
la labor dogmática, que refleja algunas tendencias que pueden efectiva-
mente constatarse en la obra de doctrinarios de distintas ramas del dere-
cho. Finalmente, abordamos algunas dificultades teóricas con las que se
enfrenta la dogmática cuando pretende llevar a cabo sus objetivos.

1. La dogmática jurídica según Nino

Uno de los teóricos que dedicó mayor atención al análisis y crítica de la


dogmática en nuestro medio fue Carlos Santiago Nino. Esa preocupación
no sólo surge del hecho de que Nino le dedicara dos trabajos específicos al
tema,1 sino que también se detecta en otros trabajos producidos a lo largo
de su vida, desde los más tempranos2 hasta los últimos.3 Dada la lucidez
y la jerarquía de la obra de Nino, su opinión sobre la materia resulta un
punto de partida interesante para discutir la forma en que la filosofía del
derecho aborda el estudio de la dogmática. A continuación expondremos
sintéticamente algunas de las ideas desarrolladas por Nino.

1. 1 ¿Es la dogmática jurídica “dogmática”?

Nino sostiene que la denominación “dogmática jurídica” es preferible


a otras pues ella “pone de manifiesto el lugar central que ocupa en esta
actividad la aceptación dogmática de determinados presupuestos”.4 La
palabra “dogma” se utiliza, en este contexto, en relación con prescripciones

1. Nino, C. S., Consideraciones sobre la dogmática jurídica [Consideraciones...], Universidad


Autónoma de México, 1974; Algunos modelos metodológicos de “ciencia” jurídica [Algunos
modelos...], Universidad de Carabobo, 1979.
2. Ver, por ej., Bacqué, J. A. y Nino, C. S., “Lesiones y retórica. El problema de la ciencia del
derecho y la ideología jurídica a propósito de las lesiones simultáneamente calificadas y
atenuadas”, en La Ley, 1967, t. 126, p. 966 y ss.
3. Nino, C. S., “La huida frente a las penas”, en No Hay Derecho, Buenos Aires, Nº 4, 1991,
pp. 7 y ss.
4. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 17.

304
Por una dogmática conscientemente política

o normas que no pueden ser calificadas como verdaderas o falsas. Así, se


dirá que se acepta “racionalmente” una norma cuando se la sostiene luego
de haberla confrontado con determinados criterios de justicia, convenien-
cia, oportunidad, etc., y que se la acepta “dogmáticamente” cuando se la
sostiene sin esa confrontación.5
Definido el objeto de la ciencia jurídica como un conjunto de normas,
es necesario saber si: a) la inclusión de cierta norma en el sistema implica
algún tipo de reconocimiento; y b) si ese reconocimiento es “racional” o
“dogmático”. En este sentido el autor destaca que el apego de los
iusnaturalistas racionalistas a la legislación de la codificación no era dog-
mático sino racional, pues la legislación establecía el programa jurídico
propio del racionalismo.6 Esa nueva actitud, que sustentó la escuela de la
exégesis y, en general, la jurisprudencia de conceptos, si bien tuvo ciertas
resistencias (escuelas científicas y del derecho libre, jurisprudencia de in-
tereses), trascendió su tiempo y determinó la adhesión de los juristas
posteriores al principio de la preeminencia otorgada a la ley como fuente
del derecho.7 Desde que esa actitud logró su consolidación, ningún he-
cho, crítica o circunstancia logró una modificación sustancial en ella. Por
esta razón, se sostiene que esa actitud de adhesión se da actualmente
entre los juristas,8 y que ella consiste en el acto de avalar lo que otro (el
legislador) ha prescripto, es decir, en el acto de recomendar a los jueces la

5. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 18.


6. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 23. Si bien Nino reconoce que la influencia de los juristas
sobre el derecho positivo se ha dado en otros momentos históricos, también señala la excep-
cional trascendencia del racionalismo por tres razones: “Nunca los ideales de los juristas
fueron tan explícitos e influyeron tanto en la reforma del derecho positivo como los del
racionalismo, nunca la legislación positiva tuvo un grado tan alto de sistematización como la
codificación de los siglos XVIII y XIX y nunca los juristas reflexionaron tanto sobre su papel
y sus nuevos presupuestos como después de esa codificación” (p. 25).
7. Cf. Nino, Consideraciones..., pp. 26 y ss. Para la exégesis, la preeminencia de la ley también
implicaba el reconocimiento de un criterio exclusivo en el proceso de asignación de significa-
do al texto legal: la voluntad del legislador. Los embates de las otras corrientes fueron
efectivos para relativizar este segundo principio proponiendo nuevos criterios, pero no logra-
ron alterar la importancia del texto legal como fuente de derecho (p. 28).
8. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 30. Lo mismo opina Genaro Carrió: “hay una línea de
pensamiento jurídico que exhibe una clara tendencia de justificar al Estado, el derecho
puesto, por el mero hecho de serlo... Quizá, buena parte del pensamiento jurídico dogmático
–nuestro pensamiento jurídico– está gravemente atacado por ese virus” (citado por Nino, op.
cit., p. 30).

305
Alberto Bovino y Christian Courtis

aplicación del derecho positivo,9 pues “el legado permanente del raciona-
lismo y de la exégesis no consistió, principalmente, en sus criterios
valorativos, sino en la actitud de adhesión hacia el derecho legislado”.10
Así, “la aceptación por parte del jurista es dogmática y basada en crite-
rios puramente formales”.11 El autor destaca la utilidad de la teoría de Kelsen
para fundar esta actitud que representa un iusnaturalismo encubierto de-
nominado “positivismo ideológico”, que considera valiosa toda norma posi-
tiva por el hecho de pertenecer a un orden coactivo, con lo cual el criterio de
aceptación coincide con el criterio para afirmar su validez.12

1. 2 La reformulación del sistema legislado

Nino destaca que la reformulación del sistema legislado es una de las fun-
ciones más importantes de la dogmática jurídica, y que esta función no resul-
ta incompatible con la adhesión al derecho positivo pues la utilización de
ciertas técnicas oculta esta función creadora.13 Esta función creadora de dere-
cho es ocultada por las técnicas de interpretación utilizadas por los dogmáti-
cos14 y por el desarrollo de elaboraciones conceptuales denominadas “teorías
jurídicas”.15 La operación de los mecanismos y técnicas que reformulan el
derecho legislado presupone un bagaje de construcciones teóricas generales
caracterizadas por su elevado nivel de abstracción, por la multiplicidad de
categorías conceptuales y por su amplio grado de generalidad.16

9. Según Nino, al dogmático no le interesa “lo que los jueces van a decidir, sino cómo deben
decidir” (Nino, op. cit., p. 31).
10. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 29.
11. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 32. Nino destaca la importancia del concepto de validez en
Kelsen, uno de cuyos significados posibles se identifica con la fuerza obligatoria de la norma
jurídica, como parte de la ideología dogmática. Tanto Nino como Carrió sostienen que
Kelsen no fundó un nuevo modelo de ciencia jurídica, sino que fue el “gran teórico de la
ciencia dogmática del derecho” (ver p. 34, nota 20).
12. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 29.
13. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 41.
14. Nino toma como ejemplo, en este sentido, al método de interpretación utilizado para
determinar la acción típica contenida en la ley penal, que agrega consecuencias normativas no
previstas en la ley (Consideraciones..., pp. 41 y ss.).
15. Nino toma como ejemplo, en este sentido, la teoría del bien jurídico elaborada por la
dogmática jurídico-penal (Consideraciones..., pp. 55 y ss.).
16. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 53.

306
Por una dogmática conscientemente política

Si analizamos las teorías que ocupan un lugar central en la labor dogmá-


tica advertiremos que ella tiene consecuencias normativas bajo un ropaje
descriptivo. El método utilizado es coherente con la ideología dogmática,
pues sirve para mantener no en los hechos sino en el plano simbólico un
elemento esencial de esa ideología: la adhesión acrítica al derecho legisla-
do.17 De allí que se deban distinguir dos funciones de la teoría dogmática:
a) Función explicativa: consiste en servir como explicación del derecho
positivo.
b) Función legislativa: si las elaboraciones dogmáticas se limitaran a la
función señalada anteriormente, ellas consistirían en una versión sim-
plificada de las normas positivas. Pero la tarea dogmática no sólo dedu-
ce reglas y principios del derecho positivo, sino que además permite
realizar inferencias de reglas y principios no contenidos en el sistema
legislado. La fecundidad de una teoría dogmática puede ser medida en
términos de las posibilidades para deducir de ella reglas no contenidas
en el derecho positivo.18

De este modo, las teorías permiten reconstruir el sistema legislado,


explicando las reglas y los principios que derivan del texto legal, como
también estableciendo reglas que completan lagunas, estipulan criterios
para resolver conflictos entre normas o restringen o amplían el alcance de
las normas. Finalmente, debe aclararse que esa “doble vinculación con las
normas legisladas y las reglas originadas en la misma dogmática permite
presentar a estas últimas como derivadas de los mismos presupuestos que
aceptó el legislador al formular su sistema. A esos presupuestos se los hace
figurar como formando parte del sistema del legislador, por lo cual tam-
bién se presentan como integrando ese sistema las normas generales que
es posible inferir de ellos”.19
Finalmente, Nino destaca la importancia que tiene la ficción del “le-
gislador racional”. Ello porque de las propiedades ficticias de ese legisla-
dor racional (singular, imperecedero, único, consciente, coherente, etc.)20

17. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 78.


18. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 80.
19. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 81.
20. Cf. Nino, Consideraciones..., pp. 85 y ss.

307
Alberto Bovino y Christian Courtis

se desprenden principios de interpretación21 que justifican un conjunto muy


amplio de soluciones jurídicas originales: “La ficción que comentamos per-
mite atribuir esas soluciones efectivamente originales a la voluntad de la cual
derivan las soluciones jurídicas positivas”.22 A pesar de que el legislador no es
como lo describe la ficción utilizada –su racionalidad es una cuasihipótesis
aceptada dogmáticamente y no sometida a verificación empírica–, las pautas
normativas derivadas de esa ficción prescriben que los juristas deben interpre-
tar el derecho como si el legislador se asemejara a la ficción.23

1. 3 Conclusiones

Uno de los aspectos más criticados de la dogmática apunta, especial-


mente, al carácter metafísico de muchas de sus proposiciones. A pesar
de ello, los distintos operadores del sistema jurídico (legisladores, jue-
ces, abogados) toman en cuenta las elaboraciones teóricas de la dogmá-
tica, razón por la cual esa actividad cumple una función relevante en la
vida social.24
Sin embargo, la teoría ha dejado de lado el estudio de la actividad dog-
mática tal cual ella se desarrolla efectivamente y de las funciones que ella
desempeña. Los elementos principales de la ideología dogmática que deter-
minan sus funciones son: a) el dogma de que los jueces deben aplicar el
derecho tal como ha sido sancionado por el legislador; b) el ideal de que los
jueces adecuen sus decisiones a los estándares valorativos vigentes; y c) la
concepción del ordenamiento positivo como sistema coherente y unívoco
de reglas jurídicas. El dogma de la adhesión al derecho positivo es incom-
patible, aparentemente, con la función creadora de nuevas soluciones, y
para mantener la operatividad de ambos ideales se recurre a un complicado
desarrollo conceptual que presenta la reformulación del derecho como un
conjunto de soluciones ya contenidas en el derecho positivo.25
Entre las técnicas utilizadas por la dogmática se halla el uso de
ficciones que, en general, responden a concepciones sinceras de los

21. Sobre estos principios, cf. Nino, Consideraciones..., pp. 92 y ss.


22. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 88.
23. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 90.
24. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 104.
25. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 105.

308
Por una dogmática conscientemente política

juristas propias del racionalismo acerca de su objeto de estudio26 y, a


la vez, “constituyen pautas de casi tanto valor vinculante como los
textos legales”. 27
El principal problema de la dogmática consiste, en opinión de Nino, en su
fachada supuestamente descriptiva y en los errores conceptuales que la sostie-
nen.28 Sin embargo, la actividad de los juristas responde a pautas racionales y
sus consecuencias pueden ser evaluadas conforme a criterios intersubjetivos.29
Ello pues la dogmática –como razonamiento moral– es un tipo de razona-
miento deductivo análogo al que utilizan las ciencias empíricas,30 que utiliza
criterios y principios que, al mismo tiempo que permite la inferencia de solu-
ciones no contenidas en el texto legal, no se oponen abiertamente al sistema
del derecho positivo. Esta circunstancia permite “contar con criterios raciona-
les para resolver una controversia o evaluar una conclusión con mucha más
amplitud de lo que es posible en relación con la moral”.31 Por ello, a pesar de
que la dogmática no es una ciencia descriptiva empírica ni una ciencia formal,
no se puede negar su racionalidad o la posibilidad de controlar
intersubjetivamente sus soluciones.32

2. En defensa de una conceptualización no ingenua


de la dogmática

El análisis que sigue pretende constituir, en cierta medida, un alegato


defensivo de un modelo dogmático que, sin repetir vicios de concepciones
dogmáticas del pasado, cumpla una función útil para la creación y aplica-
ción del derecho. Previamente, sin embargo, es importante señalar algu-
nos puntos en los que la caracterización de Nino acerca de lo que
realmente hace la dogmática es incompleta, excesivamente estereotipada

26. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 106.


27. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 107.
28. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 108.
29. Cf. Nino, Consideraciones..., pp. 108 y ss.
30. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 110.
31. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 113.
32. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 114.

309
Alberto Bovino y Christian Courtis

o sencillamente errónea. De todos modos, es justo reconocer que subsis-


ten elaboraciones teóricas que presentan todos los vicios señalados por
Nino33 –v. gr., conclusiones manifiestamente contrarias al derecho positi-
vo–34 y otros vicios adicionales –la complejidad y abstracción crecientes
de los desarrollos teóricos–.35
La caracterización de la dogmática jurídica y de sus funciones realizada
por Nino reviste un indudable valor teórico. Es posible, sin embargo,
cuestionar algunas de sus afirmaciones. Cabe aclarar, en primer lugar, que
la visión de Nino describe una dogmática única –y en este sentido parece

33. Respecto del carácter científico de la dogmática y de las consecuencias que la suposición
de ese carácter produce en el ámbito teórico, es ilustrativa la opinión de Schünemann:
“Ordenación y regulación del saber existente, averiguación de las contradicciones que se den
y disponibilidad permanente de dicho saber en forma orientada al problema prueban, por
tanto, el valor de la construcción sistemática, ineludible en cualquier ciencia desarrollada”
(“Introducción al razonamiento sistemático en Derecho penal”, en AA.VV., El sistema moder-
no del Derecho penal: cuestiones fundamentales, Madrid, Tecnos, 1991, p. 32).
Lo más interesante de esta afirmación es que es formulada en un contexto en el cual se
comparan las proposiciones de un paleobiólogo acerca del origen del homo habilis con las
proposiciones formuladas por los juristas. De este modo, el párrafo esconde y confunde las
diferencias entre una ciencia descriptiva y el saber jurídico. El paleobiólogo que sistematiza
los datos sobre el homo habilis no altera su objeto de estudio, sólo predica sobre él. En la
concepción de Schünemann, sin embargo, la disciplina jurídica, para ser científica, debe
modificar su objeto –el conjunto de normas jurídicas positivas, por ej., cuando las reglas no
presentan coherencia sistemática alguna–. Los criterios de sistematicidad, en este contexto,
no derivan de la necesidad de aplicar las normas jurídicas de una forma más o menos coheren-
te en orden a la realización de algún criterio material de justicia –v. gr., la igualdad– sino, en
todo caso, de una necesidad metodológica propia del conocimiento científico. Esta confusión
de planos, en el caso inequívoca, es uno de los principales errores que Nino atribuye a la
dogmática. Sin embargo, no siempre los autores incurren en este error, pues las reglas formu-
ladas por los juristas para otorgar cierto grado de coherencia y de completitud al sistema
pueden ser “explicadas” y justificadas en términos valorativos que presupongan el reconoci-
miento de los defectos del texto legal.
34. Si bien el concepto de “función creadora” de derecho que Nino atribuye a la actividad de
los juristas presenta problemas, como discutiremos más adelante, existen casos en los cuales
las conclusiones normativas propuestas no pueden conciliarse de ningún modo con el conte-
nido de las normas que intentan “explicar”. Cf., por ejemplo, las argumentaciones que preten-
den fundar jurídicamente el incumplimiento de la obligación de establecer el juicio por
jurados en materia penal. Sobre este tema, con abundantes citas bibliográfica de los partici-
pantes en el debate, cf. Goransky, M. D., “Un juicio sin jurados”, en AA.VV., El nuevo Código
procesal penal de la Nación, Buenos Aires, Del Puerto, 1993, pp. 103 y ss.; Maier, J. B. J.,
Derecho procesal penal, Buenos Aires, Del Puerto, 1996, 2ª ed., t. I, § 7, C.
35. En algunos casos, los modelos desarrollados llegan a tal grado de abstracción y compleji-
dad que pueden ser considerados un ejercicio de demostración de capacidad teórica antes que
la reexpresión coherente de un sistema de soluciones para decidir casos reales. Estos desarrollos

310
Por una dogmática conscientemente política

presumir la figura de un “dogmático racional” equivalente a la idea del


“legislador racional”– que simplifica en demasía el pensamiento dogmá-
tico, al menos si comparamos su modelo con el de las corrientes más
actuales de la dogmática penal, civil o constitucional.

2. 1 La adhesión formal al derecho positivo

Una de las afirmaciones que Nino realiza con mayor firmeza se refiere a
la actitud de adhesión formal al derecho positivo propia del positivismo
ideológico que “se da entre los juristas”.36 No obstante, luego relativiza
esa afirmación cuando reconoce que esta adhesión resultaría contradicto-
ria con la función creadora de la dogmática, razón por la cual aclara que la
adhesión acrítica al derecho legislado no es real y sólo es un mecanismo
que se utiliza simbólicamente para ocultar la función creadora de la labor
de los juristas.37

aumentan la complejidad del modelo innecesariamente, haciéndolo cada vez más oscuro e
incomprensible, generando una multiplicación geométrica de categorías, sutilezas y distincio-
nes que provocan en algunos casos una reificación de esas categorías conceptuales sin base
legal alguna que, al ser aplicadas, pueden negar la solución expresa contenida en la ley o, en
ocasiones, impiden otras interpretaciones posibles del texto legal. Un ejemplo de este último
caso es el de las afirmaciones doctrinarias acerca de la “indisponibilidad” de ciertos bienes
jurídicos, sin sustento legal alguno, que impiden interpretar los tipos penales que no hacen
referencia al consentimiento en el sentido de que ellos sólo prohiben aquellos comportamien-
tos realizados contra la voluntad de la víctima. Sobre el problema de la indisponibilidad del
bien jurídico “vida”, cf. Rivacoba y Rivacoba, M. de, “Cambio de sentido en la protección y
el concepto penal de la vida humana”, en Doctrina Penal, Buenos Aires, Depalma, 1989; sobre
el valor del consentimiento en la teoría del delito, cf. Bacigalupo, E., “Consentimiento del
lesionado en el derecho y en la dogmática penal españoles”, en Revista Derecho Penal, Rosario,
Juris, Nº 1, 1992; Bovino, A., “Sobre el consentimiento del no ofendido”, en Revista Derecho
Penal, Rosario, Juris, Nº 2, 1993; Rusconi, M. A., “El problema del lugar sistemático del
consentimiento del ofendido”, en Justicia Penal y Sociedad, Guatemala, Nº 1, 1991.
Esta circunstancia produce consecuencias negativas, pues, además de cumplir con la función de
reducir las posibilidades de comprensión del derecho por parte de las personas no entrenadas
para ello y de aumentar aún más la brecha entre esas personas y el sistema jurídico, aumenta la
necesidad de recurrir a los profesionales del derecho y el círculo de problemas que exigen su
participación y, por ende, brinda más poder a aquellos que detentan ese tipo de saber.
36. Cf. Nino, Consideraciones..., p. 30, en donde agrega la opinión coincidente de Genaro
Carrió, a quien cita textualmente en la nota Nº 15. Esta generalización que parece aludir a la
totalidad de los juristas dogmáticos es una simplificación extrema que coincide con la imagen
de “buen dogmático” (equivalente al “legislador racional”) que Nino utiliza recurrentemente
a lo largo de todo su análisis.
37. Cf. Consideraciones..., p. 78.

311
Alberto Bovino y Christian Courtis

Sin embargo, este señalamiento corre el serio riesgo de decir bastante


poco. En primer lugar, la cuestión del contenido del “derecho positivo”
dista de ser una cuestión simple. La confluencia de una serie de factores
que sumariamente ejemplificaremos complejiza de modo notable la de-
terminación del “contenido real” del derecho positivo:
a) Los problemas de indeterminación lingüística de las normas, tal como
han sido formulados por el enfoque analítico característico de Hart y
Carrió, que en este punto resulta compatible con las ideas de Kelsen.
Por un lado, el hecho de que las proposiciones jurídicas hagan uso de
los lenguajes naturales, con un muy escaso nivel de redefinición técni-
ca, hace que aquellas arrastren todas las imperfecciones de los lenguajes
naturales: vaguedad, ambigüedad, carga emotiva, etc. Por otro lado, el
hecho de que la legislación emplea expresamente conceptos regulativos
o normativos –entre los que se incluyen los llamados “conceptos jurí-
dicos indeterminados”– cuyo alcance sólo puede ser concretado a par-
tir de valoraciones sociales: son ejemplos de ello las nociones de “moral
pública y buenas costumbres”, “buen padre de familia”, “buena fe”,
“reglas del arte o de la profesión”, etc.
b) El problema de las inconsistencias o contradicciones lógicas de las
normas, tematizado también por la corriente analítica.
c) El hecho –discutido extensamente a partir del aporte de Ronald
Dworkin–38 de que el orden jurídico esté compuesto, además de por
normas o reglas en sentido estrecho, por estándares tales como princi-
pios y directrices, cuya función difiere de la de aquéllas. Como se sabe,
se ha caracterizado a los principios como mandatos de optimización,
dado que ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible.39
Principios y directrices también forman parte del derecho positivo, y su
consideración a la par de las normas conlleva para el intérprete problemas
de interpretación suplementarios. Entre ellos, el de la coexistencia en
el orden jurídico de principios ideológicamente inconsistentes.40

38. Dworkin, R. Los derechos en serio, Barcelona, Ariel, 1984, pp. 72-83.
39. Alexy, R., Teoría de los derechos fundamentales, Madrid, CEC, 1993, p. 86.
40. Robert Gordon ofrece un ejemplo de interpretaciones “individualistas” y “altruistas” de
una misma situación contractual en “Cómo ‘descongelar’ la realidad legal: una aproximación
crítica al derecho”, en este mismo volumen. Consultar además la extensa bibliografía citada.

312
Por una dogmática conscientemente política

d) La estructura jerárquica y escalonada del orden jurídico agrega un nuevo


plano de indeterminación, ya que la aplicabilidad de una norma a un caso
está sujeta al examen de su compatibilidad formal y sustancial y, por lo
tanto, la selección misma de la norma que rige el caso puede depender de
su comparación con una norma de rango superior. Pese a que este es un
tópico clásico en la teoría del derecho –basta con recordar la polémica des-
atada a partir de la noción de “norma alternativa” propuesta por Kelsen–, la
importancia de esta cuestión se ha acrecentado a partir del afianzamiento
del constitucionalismo y de la creación de mecanismos de control de cons-
titucionalidad.41 Ferrajoli ha enfatizado dos formas de incumplimiento de
los límites y vínculos que la constitución impone al legislador: las antinomias,
que consisten en violaciones a un límite formal o sustancial estipulado en
la constitución –un quebrantamiento de aquello que el legislador no debe
hacer– y las lagunas, que consisten en el incumplimiento de un mandato
dirigido por la constitución al legislador –es decir, en la omisión de aquello
que el legislador está obligado a hacer–.42 En el caso de nuestro país, y de
varios otros países de América Latina, esta cuestión cobra una especial
magnitud, dada la enorme ampliación de límites y obligaciones impues-
tos al legislador a partir de la constitucionalización de un número impor-
tante de pactos de derechos humanos, y del otorgamiento de jerarquía
supralegal a otros tratados y disposiciones.43
e) El hecho –importantísimo para el abogado práctico, pero muchas ve-
ces soslayado por los filósofos de tendencia analítica– de que el conjun-
to de normas con las que operan los intérpretes y aplicadores del siste-
ma jurídico no se limita a lo sancionado por los poderes con facultades
legislativas o reglamentarias, sino que también está integrado por las
interpretaciones jurisprudenciales de esas reglas –de modo que el
“contenido del derecho positivo” está compuesto, para cualquiera que
quiera investigar la regulación normativa de un caso, no sólo por la

41. Ver, por todos, L. Ferrajoli, Derecho y razón, Madrid, Trotta, pp. 855-868; en este mismo
volumen, “La democracia constitucional”.
42. L. Ferrajoli, Derecho y razón, op. cit., p. 876-880; “El derecho como sistema de garantías”,
en Derechos y garantías. La ley del más débil, Madrid, Trotta, 1999, pp. 28-31; “La democracia
constitucional”, op. cit.
43. V., en general, M. Abregú y C. Courtis, (comps.), La aplicación de los tratados sobre derechos
humanos por los tribunales locales, Buenos Aires, Del Puerto-CELS, 1997.

313
Alberto Bovino y Christian Courtis

regla “desnuda” dictada por el legislador, sino por el conjunto de deci-


siones judiciales que interpretan el alcance de la regla–. En este senti-
do, el “derecho positivo” también está formado por un conjunto no
siempre coherente de casos jurisprudenciales.

Todos estos factores, además, se potencian mutuamente. Por ejemplo,


los términos empleados por las constituciones y por los tratados de dere-
chos humanos están afectados por problemas de indeterminación lin-
güística, o de contradicciones lógicas, y contienen conceptos jurídicos
indeterminados, de modo que cuando se compara una norma inferior con
una norma constitucional o de un pacto de derechos humanos, los pro-
blemas de indeterminación o contradicción pueden afectar a cualquiera
de los dos términos de la comparación. Lo mismo sucede con los princi-
pios, que pueden estar contenidos en la constitución o en pactos de dere-
chos humanos, o en la legislación inferior, y que evidentemente están
atravesados por problemas de indeterminación lingüística. Y lo mismo
sucede con las sentencias judiciales. Las combinaciones de estos proble-
mas pueden multiplicarse interminablemente.44
De modo que la determinación de cuál es el contenido del derecho po-
sitivo –requisito previo a la “adhesión dogmática al derecho positivo”– cons-
tituye ya un problema complejo y multiforme, abierto a múltiples posibi-
lidades y a variables interpretativas y valorativas de diverso signo. La “adhe-
sión formal” de dos juristas dogmáticos distintos al mismo “objeto” puede
tener como resultado soluciones completamente divergentes, aunque en
ambos casos se diga que ellos “adhieren formalmente al derecho positivo”.
De hecho, las discusiones interpretativas sobre el derecho positivo, a la que
gran parte de la dogmática se dedica con fruición, se producen justamente
a partir de la afirmación por parte de los contendientes de que la solución
que cada uno propone surge de la interpretación del derecho positivo.45

44. Tal vez el movimiento que ha explotado más críticamente el problema de la indetermina-
ción en las áreas particulares del derecho sea el de Critical Legal Studies. Ver, por todos,
Gordon, R. W., “Cómo descongelar la realidad legal: una aproximación crítica al derecho”,
op. cit.; Kennedy, D., Libertad y restricción en la decisión judicial, Bogotá, Siglo del Hombre
Editores, 1999.
45. Cfr. en este sentido la afirmación de Luhmann: “la función (de la dogmática) consiste (...)
no en el encadenamiento del espíritu, sino precisamente al revés, en el aumento de libertades en

314
Por una dogmática conscientemente política

En segundo lugar, la afirmación de que los juristas dogmáticos adhie-


ren necesariamente al derecho positivo, en el sentido de concordar ideo-
lógicamente con el contenido del derecho positivo, es simplemente falsa,
hecho fácilmente demostrable desde que una de las funciones caracterís-
ticas de la dogmática jurídica, además del intento de descripción del con-
tenido del derecho positivo, es la crítica a las soluciones del derecho posi-
tivo que consideran incorrectas desde el punto de vista tanto lógico como
valorativo. Los tratados y libros de derecho están plagados de proposicio-
nes de lege ferenda, en las que los autores, reconociendo que no existe
forma de interpretar una determinada norma de modo de ajustarse a su
valoración personal, señalan la necesidad o conveniencia de una modifica-
ción legislativa o jurisprudencial. Esto lleva a distinguir al menos tres
funciones en la dogmática:46
a) Una función expositiva, ordenadora, sistematizadora, dedicada a describir
el derecho positivo cuyo contenido no es considerado problemático.47 En
este caso, hablar de adhesión formal al derecho positivo como un vicio
del dogmático tiene tanto sentido como hablar de la adhesión formal
de un geógrafo al paisaje que describe.
b) Una función cuya orientación pretende ser descriptiva, en el sentido de
postular como plausible una interpretación determinada del contenido

el trato con experiencias y textos. La conceptualidad dogmática posibilita la toma de distancia


también y precisamente allí donde la sociedad espera vinculación” (énfasis en el original). Luhmann,
N., Sistema jurídico y dogmática jurídica, Madrid, CEC, 1983, p. 29. En el mismo sentido,
Ferraz Jr., T. S., Função social da dogmática jurídica, San Pablo, Max Limonad, pp. 96-97; Peña
González, C., “Los desafíos actuales del paradigma del derecho civil”, en Estudios Públicos,
Santiago, CEP, N° 60, primavera 1995, p. 331.
46. En Algunos modelos..., Nino propone dos niveles en los que los juristas dogmáticos “deben
desarrollar” su labor teórica para cumplir “una función importante” al “encara(r) la tarea de
discutir problemas axiológicos para la actividad jurisdiccional” (p. 105). Estos dos niveles se
acercan a las dos últimas funciones que describimos a continuación. Sin embargo, nuestro
análisis afirma que los juristas dogmáticos vienen de hecho desarrollando estas funciones desde
hace tiempo, sin necesidad de seguir los consejos de Nino.
47. Cumpliendo una función pedagógica, expositiva. V. Roxin, C., “Sobre la significación de
la sistemática y dogmática del derecho penal”, en Política criminal y estructura del delito,
Barcelona, PPU, 1992, p. 36: “Una tal sistematización del material jurídico facilita el estudio
de los estudiantes...”. Carlos Peña la caracteriza como “una función cognoscitiva de describir
el derecho vigente, ordenándolo en términos más económicos y sencillos que aquellos con
que aparece en su presentación original”. V. Peña González, C., “Qué hacen los civilistas”, en
Cuadernos de Análisis Jurídico, Santiago, Facultad de Derecho, Universidad Diego Portales,
1993, p. 26.

315
Alberto Bovino y Christian Courtis

del derecho positivo, pero también tiene un componente prescriptivo,


ya que señala razones para inducir al aplicador a preferir esa interpreta-
ción por sobre otras.48 Esta función –llamémosla de lege lata, para man-
tener el término tradicional–, tal como lo venimos diciendo, no está
exenta de problemas discursivos y argumentativos, ya que se propone
señalar soluciones que se pretenden racionalmente derivables del dere-
cho positivo. Si recordamos el complejo cuadro descrito en el punto
anterior, cabe señalar que los juristas dogmáticos más refinados des-
pliegan una tarea de reconstrucción posible del contenido del derecho
positivo, señalando argumentos o motivos que favorecen su recons-
trucción particular frente a otras reconstrucciones rivales o alternati-
vas. Esta labor, lejos de consistir en una tarea de descripción mecánica,
implica una gran serie de problemas, que incluyen, entre otros: a) pro-
blemas de determinación semántica del sentido de los términos de las
normas o principios que se pretenden aplicables; b) problemas de de-
terminación teleológica (por ejemplo, la discusión acerca de los “fines”
de la norma); c) problemas de compatibilidad sistemática (por ejem-
plo, la determinación de los alcances de la coexistencia de dos institu-
tos que responden a justificaciones opuestas); d) problemas de compa-
tibilidad histórica (por ejemplo, la interpretación de instituciones pre-
vias a una reforma constitucional de acuerdo a los nuevos principios
constitucionales), e) problemas lógicos (por ejemplo, la solución de
contradicciones normativas). Una de las tareas más frecuentes desarro-
lladas por los dogmáticos se vincula con la necesidad de proponer solu-
ciones particulares para casos considerados problemáticos y, en este
sentido, pretende constituirse en guía intelectual para el eventual
aplicador del derecho positivo –paradigmáticamente, al juez– que se
enfrente al caso en cuestión. Resulta obvio que para hacer esto, el juris-
ta deba asumir como punto de partida el derecho positivo vigente –lo
que pretende es ofrecer una guía de solución de casos particulares a
partir del contenido del derecho positivo–. El argumento de la “adhe-
sión dogmática” al derecho positivo resulta banal: es obvio que, dada la

48. Cfr. Markku Helin, quien califica a las interpretaciones de la dogmática ante casos cuya
solución no ha sido aún establecida como recomendaciones, por oposición a aserciones. V.
Helin, M., “Sobre la semántica de las oraciones interpretativas en la dogmática jurídica”, en
Aarnio, A., Garzón Valdez, E. y Uusitalo, J. (comps.), La normatividad del derecho, Barcelona,
Gedisa, 1997, pp. 208-209.

316
Por una dogmática conscientemente política

obligación del juez de fallar en todo caso, los juristas presenten su


solución como contenida –o virtualmente contenida, o potencialmen-
te contenida– en el derecho positivo, y esto no tiene nada de malo.49 Y,
por otro lado, tampoco significa que la construcción de hipótesis dog-
máticas resulte unívoca, mecánica o rutinaria: como se dijo, aun par-
tiendo de la premisa de la aceptación del derecho positivo vigente, las
posibilidades de construcción de soluciones diversas –teniendo en cuen-
ta todos los problemas de indeterminación del contenido del derecho
positivo planteados en el punto anterior– son muchas veces sumamen-
te amplias.
c) Una función cuya orientación pretende ser crítico-prescriptiva, y no
descriptiva. En esta hipótesis, que denominaremos de lege ferenda, el
intérprete acepta que la solución que propone para la regulación o
decisión de un caso no puede ser derivada del derecho positivo y, en
este sentido, postula que la mejor solución implica no la adhesión, sino
el rechazo del derecho positivo vigente. Al desarrollar esta actividad, en
absoluto infrecuente entre los autores dogmáticos, el jurista debe reco-
nocer que la evidencia semántica, lógica, teleológica, histórica, etc., le
impide considerar que la solución que postula sea compatible con el
contenido del derecho positivo vigente, y por ello critica la o las solu-
ciones derivables del derecho positivo y aboga por el reemplazo de esas
soluciones por la propuesta por él mismo. En general, esta función se
entiende dirigida al legislador, aunque –como se explicará en los próximos
párrafos, también puede estar dirigida a los jueces–. El sentido de esta
función es proponer el abandono de la regla vigente y su reemplazo
por una nueva.

49. El principal cargo de Nino, parece ser que los dogmáticos realizan una función prescriptiva
como si estuvieran simplemente describiendo (Nino, Consideraciones..., p. 107; Algunos mode-
los..., p. 106; ver en el mismo sentido, Calsamiglia, A., Introducción a la ciencia jurídica,
Barcelona, Ariel, 1986, p. 132). El cargo confunde más de lo que aclara. De acuerdo a nuestra
observación, si el derecho positivo es pasible de múltiples reconstrucciones, los dogmáticos
pretenden describir una interpretación derivable del derecho positivo, pero es claro que
también prescriben su adopción. Un modelo de dogmática puramente descriptivo –tal como
el que Kelsen proponía: describir las alternativas semánticas de interpretación sin interceder
por ninguna– no ha existido en la historia, por la sola razón de que no puede cumplir el
objetivo de ofrecer una guía para solucionar casos. Cfr. Helin, M., “Sobre la semántica de las
oraciones interpretativas en la dogmática jurídica”, op. cit., p. 200.

317
Alberto Bovino y Christian Courtis

La distinción de estas funciones depende también del punto de parti-


da que se asuma como premisa.50 Ferrajoli, por ejemplo, considera que “la
crítica al derecho, conforme a sus propias fuentes de legitimación y de
deslegitimación jurídica, es la principal tarea cívica de la jurisprudencia y
de la ciencia jurídica”.51 De acuerdo a su propuesta, la tarea del jurista es
“explicitar la incoherencia y la falta de plenitud mediante juicios de inva-
lidez sobre las (normas) inferiores y correlativamente de inefectividad so-
bre las (normas) superiores”.52 Los juristas cumplen este papel cuando,
por ejemplo, denuncian la inconstitucionalidad de una norma inferior:
en este caso, “adhieren” a la norma superior, pero “no adhieren” a la nor-
ma inferior que critican, sino que la rechazan por inválida.53
Otra de las actividades típicas de la dogmática jurídica consiste en la
crítica de las soluciones jurisprudenciales, crítica que de hecho supone
una similar combinación de ambas funciones. Por un lado, el jurista dog-
mático cumple una función de lege lata, pretendiendo derivar del dere-
cho positivo la solución que considera correcta. Pero por otro lado, frente
a una decisión judicial que considera no compatible –ya sea por motivos
lógicos o por valoraciones de otro tipo– con esa solución, el jurista no
adhiere a la solución jurisprudencial, sino que la rechaza –por inconsis-
tente con la mejor interpretación posible del derecho positivo que él pos-
tula–, sugiriendo su modificación por los mismos jueces que la dictaron o
por otros que la revisen. En este sentido, el jurista “adhiere” al contenido
de las normas aplicables –de acuerdo a lo que considera su mejor inter-
pretación– pero “no adhiere” a la forma en que ha sido aplicada por el
juez, sin que de hecho niegue que la pieza jurisprudencial que critica
“forme parte” del derecho positivo. La actitud del jurista frente a la sen-
tencia que considera errónea es similar a la que adopta frente a una norma

50. Luhmann señala la imposibilidad de distinguir con pleno sentido entre argumentos de lege
lata y de lege ferenda. Ver Luhmann, N, Sistema jurídico y dogmática jurídica, op. cit., p. 35. De
todos modos, el uso de la distinción tradicional resulta útil para entender el punto de vista del
dogmático, es decir, para describir lo que él pretende estar haciendo.
51. L. Ferrajoli, Derecho y razón, op. cit. p. 878.
52. L. Ferrajoli, Derecho y razón, op. cit. p. 879.
53. “Es así como la crítica del derecho positivo desde el punto de vista del derecho positivo
tiene una función descriptiva de sus antinomias y lagunas y al mismo tiempo prescriptiva de
su auto-reforma, mediante la invalidación de las primeras y la integración de las segundas”. L.
Ferrajoli, Derecho y razón, op. cit. p. 879.

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Por una dogmática conscientemente política

que considera errónea: debe aceptar su existencia, pero sugiere su modifi-


cación –es decir, “no adhiere” a ella–.
Como tercera cuestión, la afirmación genérica de que los juristas dog-
máticos adhieren o aceptan dogmáticamente el contenido del orden jurí-
dico parece algo arriesgada. En muchos casos, las obras de los juristas
dogmáticos contienen sus puntos de partida y sus presupuestos
justificatorios del ordenamiento jurídico. Por ejemplo, dos de los penalistas
más reconocidos en nuestro medio, Maier54 y Zaffaroni,55 han explicitado
en sus obras esos presupuestos.56 El propio Nino dedicó el último libro
que publicara en vida al análisis de la Constitución, en una brillante obra
dogmática que explicita minuciosamente sus puntos de partida
epistemológicos, filosóficos y políticos.57 Los ejemplos podrían extender-
se largamente.58 En otros casos, los juristas explican sus puntos de partida
al dedicarse al análisis de algún tema concreto.59 Finalmente, si bien exis-
ten autores cuyos trabajos no dedican atención especial a esos aspectos,
una lectura atenta de sus elaboraciones teóricas permite descubrir sus
presupuestos implícitos.60
Un aspecto que debe tenerse en cuenta, en esta cuestión, consiste en la
imposibilidad material de la explicitación efectiva de todos los presu-
puestos valorativos en cada trabajo doctrinario –y, por extensión, en cada
decisión de la práctica jurídica–. Imaginemos qué sucedería en la práctica
judicial si cada resolución debiera contener todos sus presupuestos

54. Cf. Maier, Derecho procesal penal, cit., dedicado íntegramente al desarrollo de la teoría del
derecho de la cual parte y a su justificación del ordenamiento jurídico.
55. Cf., por ejemplo, En busca de las penas perdidas, Buenos Aires, Ediar, 1989, que significa
una revalorización y reformulación de la dogmática jurídico-penal con fundamentos
iusnaturalistas.
56. Lo mismo se puede afirmar respecto de la obra de Welzel, en Alemania: cf. El nuevo sistema
del derecho penal. Una introducción a la doctrina de la acción finalista, Barcelona, Ariel, 1964.
57. Nino, Fundamentos de derecho constitucional, Buenos Aires, Astrea, 1992, en especial
capítulos 1 y 2.
58. Por mencionar dos trabajos que enmarcan explícitamente los puntos de partida de la
respectiva obra dogmática de sus autores, v. Baylos Grau, A., Derecho del trabajo: modelo para
armar, Madrid, Trotta, 1991; Lorenzetti, R. L., Las normas fundamentales de derecho privado,
Santa Fe, Rubinzal-Culzoni, 1995.
59. Resulta paradigmático, en este sentido, el trabajo de Zaffaroni, E. R., “La ley de obedien-
cia debida”, en Revista Lecciones y Ensayos, Buenos Aires, Astrea, Nº 50, 1988, pp. 23 y ss.
60. Al menos como para estar seguros de que su adhesión al derecho no es la formal que Nino
critica.

319
Alberto Bovino y Christian Courtis

justificatorios. Así, por ejemplo, el juez que autoriza fotocopiar el expe-


diente debería explicar por qué razones la Constitución Nacional es dere-
cho positivo, por qué es válida su designación de juez, por qué es compe-
tente para decidir el pedido, por qué es válida la norma que autoriza a
conceder el pedido, etcétera. Del mismo modo, cuando un autor dogmático
abordara una cuestión jurídica acotada –por ejemplo, la determinación
de un plazo procesal aplicable, la extensión de la responsabilidad
extracontractual, el alcance de un término utilizado en el derecho de
familia– debería, de acuerdo a ese criterio, fundar su concepción acerca
del derecho y el poder, su posición sobre el sentido de la regulación cons-
titucional, su teoría de la interpretación jurídica, su concepción acerca de
la justificabilidad de la regulación del área del derecho que esté cultivando,
etcétera. En síntesis, no parece razonable exigir que los juristas tornen
explícitos todos sus presupuestos valorativos en cada pieza concreta de su
discurso teórico referida al análisis de alguna institución determinada del
derecho positivo. Esto convertiría a los dogmáticos en filósofos, y los alejaría
de la resolución de cuestiones prácticas. Para los juristas que no se dedican
a las preocupaciones teóricas de Nino, la cuestión puede ser importante
pero, respecto a su objeto concreto de estudio, no deja de ser secundaria.
Quizás lo que Nino pierde de vista es que el derecho, además de ser un
objeto de interés teórico, es, antes y principalmente, un mecanismo que
pretende ordenar comportamientos sociales, y que por tanto la dogmática
tiene una finalidad eminentemente práctica: guiar la solución de casos
problemáticos.61
Por estas razones, el hecho de que el objeto de estudio de los dogmáticos
sean las normas jurídicas no permite afirmar, sin más, que ello indica la
actitud característica del positivismo ideológico. Esta afirmación resulta de
una simplificación excesiva de la labor dogmática, demasiado atada a la
concepción teórica que los filósofos del derecho del siglo XIX tenían sobre
la dogmática, más que a lo que realmente hacen los juristas dogmáticos.
Por otra parte, tampoco puede afirmarse tan sencillamente que la
adhesión simbólica al derecho positivo significa que el jurista modifica
el sistema jurídico de modo inconsciente, pues para ello deberíamos
dejar de lado a quienes utilizan ese aspecto simbólico como estrategia

61. Ferraz la califica de “pensamiento tecnológico”. V. Ferraz Jr., T. S., Função social da
dogmática jurídica, op. cit., pp. 89-95. Ver, además, infra, 2.3.

320
Por una dogmática conscientemente política

de persuasión o justificación.62 Frente al hecho de que una irrupción


discursiva que no exprese cierto grado de aceptación del derecho positi-
vo tendrá, casi con seguridad, escasas posibilidades persuasivas, es nece-
sario reconocer la utilización consciente y estratégica de esa aceptación
simbólica. Desde el punto de vista persuasivo –lo que pretende la dog-
mática no es otra cosa que la aceptación de las soluciones que propone
por parte de quienes deciden casos–63 resulta obvio que una de las con-
diciones de aceptabilidad de una solución dogmática es que se presente
como fundada en el derecho positivo vigente, y no en el simple parecer
de quien la postula, o en sentimientos subjetivos de justicia, o en con-
cepciones políticas o ideológicas personales. Este mecanismo no sólo es
utilizado por los juristas dogmáticos sino también por los jueces, pues
–aunque se admita que ellos “crean” derecho– desde el punto de vista
discursivo éstos presentan sus soluciones jurisprudenciales como “deri-
vación” del derecho positivo, y no como simple invención. Esta ausen-
cia de consideración de los aspectos estratégicos de la argumentación
jurídica nos conduce al siguiente problema.

2. 2 La función creadora de la dogmática jurídica

Quizás las consideraciones de Nino más esclarecedoras sean las que


destacan la labor creativa de los juristas. Sin embargo, sus afirmaciones
permiten formular algunos interrogantes.
El primer problema surge del hecho de que para afirmar que los ju-
ristas agregan “algo” al derecho positivo, es necesario, al mismo tiempo,

62. En este sentido, cabe preguntarse las posibilidades de influencia efectiva de un discurso
que no comparta ningún elemento en común con el discurso técnico-jurídico propio de cierto
medio o contexto académico –que actúa así como un condicionamiento preexistente del
medio–. Este fenómeno de exclusión de discursos extraños ha sido sufrido personalmente por
el mismo Nino. Él contó el impacto de su libro Los límites de la responsabilidad penal en la
comunidad académica de los penalistas: “dado que hago una crítica radical de las bases de la
teoría del delito vigente en sus distintas versiones, pensé que iba a ser objeto de las más
acerbas objeciones y críticas de otros autores, porque realmente trataba de cuestionar los
fundamentos mismos de ese desarrollo. Pero no pasó absolutamente nada. O sea que básica-
mente no tuve ninguna reacción ni comentario dentro del país” (cf. Nino, C. S., “La discusión
crítica en nuestro medio académico [entrevista]”, en Lecciones y Ensayos, Buenos Aires, Astrea,
1988, Nº 50, p. 278 y ss.). Abordamos el tema en el punto 2.3.
63. V. Ferraz Jr., T. S., Função social da dogmática jurídica, op. cit. pp. 176-182.

321
Alberto Bovino y Christian Courtis

afirmar que las normas contienen “algo” unívoco y determinado antes


de la tarea interpretativa. Sin necesidad de sostener que las normas no
contienen significado alguno, es indispensable aclarar que toda inter-
pretación 64 significa una actividad “creadora” en el sentido que Nino
atribuye a esa expresión. Como hemos afirmado antes, el “contenido”
del derecho positivo, más que un conjunto unívoco y estable de signifi-
cados fijos, es el resultado de un proceso incesante de atribución de
sentido a normas y principios, selección de reglas o principios aplica-
bles de acuerdo a esa atribución de sentido, extensión y compresión de
esos sentidos para ajustar la regla al caso, y una multiplicidad de otras
operaciones intelectuales en las que juegan factores ideológicos,
valorativos y extranormativos. El carácter de estas operaciones es funda-
mentalmente polémico: ante cada “problema”, ante cada oportunidad
en la que resulta necesario atribuir sentido a una regla para aplicarla,
pueden articularse varias soluciones alternativas, motivadas por distin-
tas directrices interpretativas. La tarea fundamental de la dogmática es
la de adelantar estos “problemas”, estas instancias en las que la atribu-
ción de sentido resulte polémica, y ofrecer, a partir de una reconstruc-
ción posible de las otras piezas del rompecabezas –normas de distinto
rango, principios, decisiones jurisprudenciales anteriores–, una solu-
ción sostenible. El procedimiento argumentativo de la dogmática más
refinada acude, además, a la reconstrucción de otras alternativas, y a la
discusión de los motivos que aconsejan descartar esas alternativas y pre-
ferir la solución propuesta. Esta afirmación contradice la posibilidad de
delimitar estrictamente –como ya lo apuntáramos– la oposición entre
las funciones descriptivas y creadoras supuestas por Nino, en la medida
en que la propia noción de “problema” –que es la que articula en general
la elaboración dogmática– supone algún grado de indeterminación en el
contenido de las normas, o bien el deseo de desafiar el significado que ha
impuesto una comunidad dogmática o una decisión de autoridad. Las
obras que se dedican simplemente a repetir las soluciones ya impuestas
en la comunidad dogmática o en la jurisprudencia son en general, consi-
deradas “manuales” u “obras de divulgación”, pero raramente concitan
alguna valoración intelectual en tanto trabajo dogmático.

64. Tanto la de los órganos que aplican el derecho como la de quienes formulan elaboraciones
teóricas.

322
Por una dogmática conscientemente política

Un segundo problema vinculado con la función creadora surge de la


afirmación de que los criterios interpretativos de la dogmática son de
invención exclusiva de los juristas, y que derivan de la ficción del “legisla-
dor racional”. Esta afirmación parte de una correcta apreciación crítica
con respecto a la ficción del “legislador racional”, pero resulta totalmente
exagerada. En primer lugar, la formulación de propuestas dogmáticas no
requiere en absoluto la formulación de la ficción del legislador racional –
de modo que la crítica es acertada si se dirige a las formulaciones dogmá-
ticas que parten de dicha ficción, pero no invalida en absoluto otras arti-
culaciones dogmáticas que no caigan en ese vicio.
En segundo lugar, es posible reinterpretar la función que cumple la
ficción del “legislador racional” en términos aceptables, sin necesidad de
afirmar esa ficción. En nuestro ámbito, la codificación –y, en general, la
articulación escalonada del orden jurídico– representa la pretensión de
lograr cuerpos legales completos, sistemáticos y coherentes que solucio-
nen todos los casos posibles, y los códigos pretenden expresar estas pro-
piedades.65 Aun cuando los códigos no cumplan efectivamente esta pre-
tensión –es decir, aun cuando existan indeterminaciones, contradicciones
y lagunas–, el sistema jurídico ordena comportarse como si ello ocurriera,
a través de la orden dada a los jueces de resolver en todos los casos some-
tidos a su consideración.66 Esta “norma de clausura” obliga a articular –a
partir del resto del material legal dado– alguna respuesta que pueda con-
siderarse razonablemente derivable del sistema jurídico, solucionando la
indeterminación, contradicción o laguna. Por ello, ofrecer una solución
dogmática a un “problema” jurídico no implica en absoluto presuponer
la existencia de un legislador que racionalmente y de una vez sanciona la
totalidad de las normas que forman un sistema jurídico –hipótesis obvia-
mente ficticia–, sino simplemente llevar a cabo la orden de “salvar las

65. La división en partes generales y especiales, el desarrollo de principios generales


pretendidamente exhaustivos, la remisión a reglas generales de un instituto diferente, entre
otras circunstancias, no son más que la expresión clara de que se supone que un código es un
sistema completo y coherente de soluciones jurídicas.
66. En el derecho argentino, el art. 15 del Código Civil, de aplicación general, dispone que los
jueces “no pueden dejar de juzgar bajo el pretexto de silencio, oscuridad o insuficiencia de las
leyes” y, de este modo, no sólo reconoce las posibles inconsistencias y lagunas del ordena-
miento jurídico, sino que estipula la irrelevancia de estas circunstancias frente a la necesidad
de dar solución al caso. En el ámbito del derecho penal, el principio de legalidad y la
prohibición de analogía cumplen una función similar.

323
Alberto Bovino y Christian Courtis

impurezas” del sistema, dando a todos los casos planteados una solución
que resulte compatible con el contenido del material que sí se considera
determinado. Más aún: en muchos casos, el derecho positivo establece
expresamente criterios para resolver casos problemáticos.67 Estos princi-
pios presuponen las imperfecciones e imprevisiones del sistema y, preci-
samente por ello, brindan pautas que obligan a decidir “como si” el siste-
ma fuera coherente, completo, sistemático.
En tercer lugar, afirmar que los criterios que utiliza la dogmática para
postular soluciones resultan exclusivamente de la imaginación de los ju-
ristas implica un serio error de juicio. Por un lado, como hemos dicho, si
los juristas pretenden que la solución que ellos proponen para un caso
deriva del “contenido del derecho positivo”, resulta evidente que deben
ofrecer alguna prueba de que el criterio o principio en el que fundan su
solución tiene algún asidero legal, ya sea por vía de deducción, induc-
ción, analogía o algún otro procedimiento argumentativo. Es cierto que
los juristas acuden para fundar las soluciones que proponen a las denomi-
nadas “teorías”, y que en muchos casos ahorran el paso de vincular la

67. En el derecho argentino, es el art. 16 del Código Civil el que dice qué debe hacer el juez
en estas situaciones: “Si una cuestión civil no puede resolverse, ni por las palabras ni por el
espíritu de la ley, se atenderá a los principios de leyes análogas; y si aún la cuestión fuere
dudosa, se resolverá por los principios generales del derecho, teniendo en consideración las
circunstancias del caso”. En primer lugar, se admite que las cuestiones deben ser resueltas
atendiendo a las palabras o al espíritu de la ley; ello indica que además de las palabras, existe
otro elemento reconocido por el derecho para tomar la decisión: el espíritu de la ley. Indepen-
dientemente de cuál pueda ser el contenido de esta expresión, lo cierto es que es un principio
del derecho positivo que se puede acudir a “algo más” que a las palabras de la ley para su
interpretación. Pero cuando la cuestión no se resuelve en las palabras o en ese “algo más que
las palabras”, debe acudirse a los principios de leyes análogas. De este modo, el derecho
positivo no sólo supone que la regulación de las distintas instituciones se funda en ciertos
principios, sino que, además, les otorga la calidad de criterio legal para la decisión de ciertos
casos. Ante esta afirmación, podría sostenerse que estos principios son los que están conteni-
dos textualmente en las mismas normas jurídicas de la institución a la que se remite y no fuera
de ella. Sin embargo, la disposición sigue adelante y agrega que, cuando el caso siga sin
respuesta, debe acudirse a los “principios generales del derecho”. Estos “principios generales”
no necesariamente coinciden con normas concretas –de otro modo sería innecesario remitir
a ellos–, de manera que al menos algunos de estos principios están fuera de su texto y sólo
pueden ser construidos por el intérprete. De este modo, el derecho positivo ordena utilizar
ciertos mecanismos utilizados por la dogmática. La búsqueda de la “naturaleza jurídica” de
alguna institución no reglada que realizan los dogmáticos, por ejemplo –y por absurda que
resulte la denominación de “naturaleza jurídica”–, no es más que la aplicación del principio
que ordena resolver el caso según las reglas de una institución análoga.

324
Por una dogmática conscientemente política

“teoría” a principios o normas de derecho positivo. Pero en algún punto,


para que una teoría logre sostenerse como criterio aceptable para fundar
soluciones, alguien debe haber establecido una conexión entre su conte-
nido y el que asigna a algunas normas o principios del derecho positivo
–de modo que es dudoso que una teoría que demuestre no tener conexión
alguna con el “contenido del derecho positivo”, o, peor aún, que demues-
tre ser incompatible con él, tenga demasiado éxito argumentativo–. Y por
otro lado, dado que existe una comunión importante entre la comunidad
dogmática y la comunidad legislativa, en muchos casos los propios crite-
rios o teorías desarrollados por la dogmática son adoptados legislativamente
y pasan expresamente a formar del derecho positivo.68
De este modo, los criterios más importantes que la dogmática utiliza
no son sólo “invención” de los juristas sino en algunos casos principios a
los que remite el propio derecho positivo, y en otras construcciones teóri-
cas que pretenden dar cuenta del contenido del derecho positivo. En
todo caso, aun cuando no se coincidiera con esta afirmación, debe reco-
nocerse que los mejores ejemplos de aplicación del método dogmático
reflejan en general los aspectos fundamentales que estructuran el derecho
positivo, y que, por ello, puede afirmarse que la dogmática suele generar
teorías adecuadas al sistema jurídico sobre el cual opera.69
Un tercer problema que Nino plantea se vincula al ocultamiento de los
presupuestos valorativos que fundan las soluciones de la dogmática.70 Sin

68. Por ejemplo, la incorporación de la “teoría de los actos jurídicos” al Código Civil, o la
incorporación de las categorías de la “teoría del delito” al Código Penal alemán, o la incorpo-
ración por vía legislativa de soluciones de lege ferenda desarrolladas previamente por la dogmá-
tica, como la responsabilidad civil por riesgo creado, la teoría de la imprevisión, la teoría del
abuso de derecho, etc.
69. Esta adecuación, por supuesto, no puede ser predicada de toda elaboración dogmática,
sino sólo de aquellas que respeten ciertos criterios mínimos de racionalidad, básicamente
análogos a los criterios de aceptabilidad de una teoría científica (v. gr., que no propongan
soluciones claramente contrarias a las normas jurídicas vigentes, que no signifiquen desarro-
llos oscuros, complejos e incomprensibles de escaso valor práctico, que hagan explícitos los
presupuestos valorativos que fundan las decisiones, que tengan algún valor explicativo sobre
el material jurídico que pretenden integrar, etcétera). Sobre la necesidad de adecuación de los
criterios generados por la dogmática con el nivel de desarrollo y complejidad del sistema
jurídico, v. Luhmann, Sistema jurídico y dogmática jurídica, op. cit., pp. 39-40.
70. Este ocultamiento parece ser el tema que más preocupa a Nino, pues él reconoce que la
adhesión acrítica al derecho positivo es meramente simbólica y, también, reconoce la necesi-
dad de una elaboración teórica que reexprese (es decir, que cumpla las funciones descriptivas
y creadoras de derecho) el sistema positivo.

325
Alberto Bovino y Christian Courtis

embargo, esto no es absoluto: por ejemplo –como ya hemos dicho–, las


tendencias actuales de la dogmática penal, civil y constitucional exponen
cada día más los aspectos valorativos de sus elecciones, incluso en la for-
mulación de sus “teorías generales”. Son ejemplos de estas tendencias la
postulación –como criterio rector de la interpretación– de la considera-
ción de las consecuencias político-criminales de la solución,71 o bien de
las consecuencias de la asignación de responsabilidad civil por daño se-
gún distintos factores,72 o bien de las necesidades de tutela de bienes
colectivos para determinar el alcance de la legitimación del amparo.73 Los
ejemplos podrían multiplicarse en distintas ramas del derecho. Tampoco
es infrecuente, cuando la dogmática discute la solución de casos particu-
lares –problemas de interpretación de tipos penales, o de derechos consti-
tucionales, etc.–, observar el procedimiento argumentativo de comparar
valorativamente las alternativas plausibles, a partir de cierta escala axiológi-
ca que se asume como parámetro. En síntesis, no es cierto que toda dogmá-
tica oculte los presupuestos valorativos que fundan sus soluciones, y menos
aún que el ocultamiento de los presupuestos valorativos resulte necesario
para que la actividad de los juristas sea clasificada como “dogmática”.

2. 3 Hacia una conceptualización no ingenua de la dogmática

Lo dicho hasta ahora nos permite reconstruir de algún modo el estatu-


to teórico de la dogmática sin necesidad de hacerla depender de mitos y

71. Esta orientación, sin embargo, no se logra por la simple vía de comparar en abstracto las
diversas soluciones posibles, sino de analizar detenidamente los efectos que tales decisiones
provocarán sobre el mundo. “Orientación a las consecuencias presupone que las consecuen-
cias de la legislación, de los Tribunales y de la ejecución de las penas son realmente conocidas
y valoradas como deseadas o no deseadas”, señala gráficamente Hassemer (Fundamentos del
derecho penal, Barcelona, Bosch, 1984, p. 35). De este modo, la orientación actual tiende a
hacer cada vez más explícitos los presupuestos valorativos, si bien esta actitud difiere en
intensidad en los distintos juristas.
72. V., por ejemplo, López Olaciregui, J. M., “Esencia y fundamento de la responsabilidad
civil”, en Revista del Derecho Comercial y de las Obligaciones, Buenos Aires, Depalma, año 11,
N° 61/6, 1978, p. 941. Peña considera que el análisis económico del derecho es un ejemplo
de dogmática orientada hacia las consecuencias, que, como se sabe, prefiere soluciones a
partir de considerar los efectos de las diversas alternativas sobre la riqueza. V. Peña González,
C., “Los desafíos actuales del paradigma del derecho civil”, op. cit., pp. 334 y ss.
73. V., por ejemplo, Gordillo, A., Tratado de derecho administrativo, T. II, Fundación de
Derecho Administrativo, Buenos Aires, pp. II-1/24.

326
Por una dogmática conscientemente política

ficciones endebles. Intentaremos ordenar algunas de las observaciones de


los parágrafos anteriores, para señalar las notas características de una dog-
mática autoconsciente del papel que pretende desempeñar.
a) Carácter práctico: en primer lugar, cabe recalcar que, en tanto cons-
trucción teórica, la dogmática jurídica, aun cuando asuma ribetes espe-
culativos, tiene una finalidad eminentemente práctica, en el sentido de
pretender constituirse como guía para la toma de decisiones.74 Si bien
parte de la producción dogmática pretende describir y sistematizar el
contenido del “derecho positivo”, resulta claro que se reconoce mayor
calidad intelectual a las obras que intentan generar soluciones para cues-
tiones consideradas problemáticas,75 y no a las que se limitan a repetir el
contenido de las reglas cuyo significado es generalmente aceptado por la
comunidad jurídica. En este sentido, los mayores desafíos de la labor
dogmática consisten en reconstruir –a partir del material jurídico cuyo
significado se entiende relativamente convenido– soluciones para casos
que presentan alguna dificultad interpretativa. Una segunda tarea, reser-
vada a las obras de mayor abstracción teórica, consiste en la generación de
“teorías jurídicas”, es decir, en la elaboración de categorías conceptuales
que intentan dar cuenta, justificar, explicar el sentido de una determina-
da regulación jurídica –vigente, histórica o hipotética–. En estos supues-
tos, aunque no siempre se razone a partir de casos problemáticos, de to-
dos modos existe una finalidad práctica mediata, amén de la pedagógico-
expositiva: la creación de generalizaciones conceptuales que, eventualmente,
aporten criterios para la solución de casos problemáticos.76
Una tarea distinta cumplida por la dogmática es la crítica del derecho
positivo establecido, o bien la proposición de criterios para la creación de
nuevo derecho positivo, en el caso en el que el contenido del vigente se
considere desactualizado o insatisfactorio –es lo que antes denominamos

74. V. Roxin, C., “Sobre la significación de la sistemática y dogmática del derecho penal”, op.
cit., p. 41. Peña la describe como “una función de auxilio técnico a los operadores del derecho
proporcionándoles un conjunto de soluciones coherentes y precisas a ser aplicadas en los
casos relevantes de la vida social”. V. Peña González, C., “Qué hacen los civilistas”, op. cit., p.
26. En sentido similar, Ferraz Jr., T. S., Função social da dogmática jurídica, op. cit., pp. 83-85.
75. Cfr. la opinión de Viehweg: “la jurisprudencia ha de ser concebida como una permanente
discusión de problemas”. Viehweg, T., Tópica y jurisprudencia, Madrid, Taurus, 1964, p. 146.
76. Tanto la elaboración de discusiones sobre la “naturaleza jurídica” de un instituto, como la
elaboración de “principios generales” o “principios rectores” cumplen esta finalidad.

327
Alberto Bovino y Christian Courtis

función de lege ferenda–. También en este caso el cometido del trabajo


dogmático es práctico: generar un cambio en el derecho vigente.77

b) Dependencia contextual: un segundo elemento de suma importancia


para conceptualizar la dogmática jurídica consiste en su dependencia de
un marco de determinación pragmático. La orientación de un estudio
dogmático depende en gran medida de la situación coyuntural del tema
tratado en el marco de varias comunidades relevantes: la propia comuni-
dad dogmática, el medio judicial y los poderes legisferantes. Así, el mis-
mo tema puede ser tratado como propuesta legislativa, propuesta de reso-
lución de casos, crítica jurisprudencial o crítica legislativa, dependiendo
de la existencia o no de decisiones legislativas o jurisprudenciales acerca
del tema abordado. El propio carácter de “problema” depende del grado
de consenso sobre el significado de expresiones normativas por parte de
ciertas comunidades –al menos de la comunidad dogmática78 y del me-
dio judicial–. Como hemos dicho, la determinación de cuál sea el conte-
nido del “derecho positivo” no es en absoluto “evidente”, y una de las
funciones clásicas de la dogmática es la de proponer soluciones para supe-
rar indeterminaciones –indeterminación lingüística, lagunas, contradic-
ciones lógicas–. La superación provisoria de esas indeterminaciones pro-
viene, bien de la aceptación generalizada de un criterio dogmático de
solución, bien de la resolución judicial “autoritaria” –que puede seguir o
no la sugerencia de algún planteo dogmático–, bien de una iniciativa
legislativa que defina con mayor claridad el problema. Nada garantiza,
sin embargo, que los consensos provisorios sean eternos: un nuevo plan-
teo dogmático puede sembrar nuevas dudas sobre el asunto, modificando
la percepción de lo que se entendía como significado establecido. O bien
la propia jurisprudencia puede romper el consenso dogmático, obligando a
replantear la cuestión a partir del cambio de marco.79 O bien un cambio

77. Como hemos dicho antes, la crítica de la jurisprudencia cumple un papel similar, aunque
partiendo de premisas distintas –aceptación de las normas positivas y rechazo de la solución
jurisprudencial adoptada a partir de ellas–.
78. Cfr. Helin, M., “Sobre la semántica de las oraciones interpretativas en la dogmática
jurídica”, op. cit., pp. 200-201 y 204-210.
79. V. Esser, J., Principio y norma en la elaboración jurisprudencial del derecho privado, Barcelo-
na, Bosch, 1961, Cap. XII, especialmente pp. 316-326.

328
Por una dogmática conscientemente política

legislativo puede quebrar el marco de discusión previo.80 En síntesis, la


relativa determinación o indeterminación del contenido del “derecho
positivo” depende de la situación coyuntural del consenso de una serie de
actores pragmáticos. Esto obliga a entender la dogmática en un marco
colectivo, en el contexto de relaciones estratégicas, de relaciones de poder
–poder de imposición de ciertos significados–.81

c) La dogmática como discurso polémico: hemos señalado ya que uno de


los objetos privilegiados de la dogmática es la sugerencia de soluciones
para resolver casos problemáticos –o bien problematizados por el propio
autor–. Esta característica impone a la investigación dogmática una cierta
estructura. Un primer paso consiste en la determinación del problema:
poco interés reviste una investigación sobre un caso en el que no existan
mayores alternativas, o sobre cuya solución no exista mayor discusión. La
dirección que asume la investigación es la demostración de por qué la
alternativa que se propone es mejor que cualquier otra alternativa. En este
sentido, el discurso dogmático es necesariamente un discurso polémico: se
construye contra otras alternativas posibles –formuladas realmente por
otro polemista o imaginadas por el mismo autor–. La tarea que encara el
dogmático es la de ofrecer una solución al problema tratado a partir de lo
que cree la mejor reconstrucción posible permitida por el material jurídico
que tiene a disposición. Dada la variedad de “problemas” normativos (in-
determinación lingüística, laguna, contradicción normativa, ambigüedad

80. Nunca está de más recordar la furibunda opinión de von Kirchmann: “tres palabras
rectificadoras del legislador convierten bibliotecas enteras en basura”, von Kirchmann, J., La
jurisprudencia no es una ciencia, Madrid, IEP, 1961, p. 54.
81. En sentido similar, Calsamiglia, A, Introducción a la ciencia jurídica, op. cit., pp. 77-79 y
83-86. Sumamente interesante es señalar la posibilidad de dependencia contextual de los
propios criterios de argumentación dogmáticos, y por lo tanto, de los criterios de evaluación de
calidad de los trabajos dogmáticos. En este sentido, no es infrecuente que obras dogmáticas
que –evaluadas desde parámetros conceptuales ajenos al contexto– resulten de excelente
calidad pasen desapercibidas o resulten ignoradas. El problema, sin embargo, no es diferen-
te del de la evaluación de los descubrimientos científicos en general. V., por todos, Kuhn,
T. S:, La estructura de las revoluciones científicas, México, FCE, 1971, pp. 253-262, y “Obje-
tividad, juicios de valor y elección de teoría”, en La tensión esencial, México, FCE, 1982, pp.
344-364. Para una discusión de la cuestión en el ámbito jurídico, v. Ruiz Manero, J.,
“Consenso y rendimiento como criterios de evaluación en la dogmática jurídica”, en Doxa,
N° 2, Alicante, 1985, pp. 209-222.

329
Alberto Bovino y Christian Courtis

axiológica), los métodos a través de los cuales se lleva a cabo la tarea de


reconstrucción son también variados. Tal vez uno de los puntos de parti-
da comunes sea la demostración de que la solución propuesta no se opone
al significado aceptado de las normas que se consideran relevantes, o al
menos a algunos de sus posibles significados. Ir un paso más allá implica
dar razones que funden la vinculación de la solución propuesta con el
derecho positivo cuya vigencia se toma como premisa –razones lógicas,
lingüísticas, sistemáticas, históricas, teleológicas–. Avanzar más aún su-
pone dar razones que justifiquen la bondad de la solución que se propone
en comparación con la de otras soluciones rivales. En síntesis, demostrar
que la solución propuesta puede derivarse del derecho positivo que se
adopta como premisa, y que es mejor que otras soluciones.

d) La discusión sobre valores: es evidente que detrás de toda solución


normativa existe una opción valorativa. Sin embargo, no toda discusión
dogmática debe resolverse automáticamente en una discusión sobre valo-
res –y menos aún sobre valores extra-normativos, como demasiado apre-
suradamente parece sugerir Nino–.82 Esto llevaría a sobrecargar innecesa-
riamente la finalidad práctica de la dogmática. La discusión se entabla en
el plano axiológico sólo cuando el autor dogmático considera que no es
posible confinar el tratamiento de un problema a una cuestión semánti-
ca, lógica o sistemática, porque –abordada la cuestión desde estos puntos
de vista– siguen siendo plausibles varias soluciones alternativas. Si resulta
posible descartar una solución por sugerir un uso absurdo de las palabras
a interpretar, o por ser claramente contradictoria con el significado acep-
tado de alguna norma relevante, o incoherente con otras soluciones acep-
tadas, es poco probable que un jurista pretenda fundar su rechazo acu-
diendo al análisis axiológico. Ahora bien, dada la relativa plasticidad de
los “problemas” jurídicos, no es raro que, mientras un autor cree solucio-
nar una cuestión en el plano lógico o lingüístico, otro vea en él un proble-
ma valorativo. Los argumentos considerados relevantes en un plano son
minimizados en otro, y esto da como resultado una cierta sensación de
inconmensurabilidad –la sensación de un diálogo de sordos–. Como ya
hemos dicho, esto se debe a los complejos problemas de indeterminación del
contenido del derecho positivo: según uno fije la construcción de su punto de

82. Nino, Algunos modelos..., pp. 102-103.

330
Por una dogmática conscientemente política

partida, según considere que una premisa está fija o es pasible de determina-
ción, calificará la naturaleza del problema y pretenderá su solución.
La discusión dogmática de mayor riqueza se produce, sin embargo,
cuando las soluciones contendientes confrontan conscientemente en el
plano axiológico. Sin embargo, son realmente excepcionales los casos en
los que una discusión dogmática se resuelve en una discusión filosófica o
moral extra-normativa –por ejemplo, a partir de la propia concepción
filosófica o política del autor–.83 Las discusiones axiológicas más comunes
pretenden fundar la bondad de una solución dogmática en su mayor
consistencia con valores normativos, es decir, por valores consagrados (o
pretendidamente consagrados)84 por el sistema jurídico. De todos mo-
dos, dada la generalidad e indeterminación de los habituales “valores su-
periores” del sistema jurídico –justicia, igualdad, dignidad, seguridad–, a
medida que el plano de la argumentación se hace más abstracto, la inter-
pretación del sentido de esos valores se acerca bastante a la expresión de la
ideología política, moral o filosófica de quien la realiza. Nuestra inten-
ción, sin embargo, es remarcar que existe un gran espacio de argumenta-
ción axiológica a partir de valores normativos de menor abstracción –en
general, de aquellos “principios” que justifican la regulación de alguna
área del derecho–. Las construcciones dogmáticas más refinadas son aque-
llas capaces de mostrar que la solución propuesta para resolver un caso
problemático resulta de la mejor reconstrucción del sistema jurídico fun-
dada en la interpretación de los valores consagrados por el sistema. El jurista
dogmático sugiere soluciones a partir de la generación de modelos teóri-
cos compatibles con una interpretación posible de los valores del sistema.
Así, las confrontaciones dogmáticas más ricas son aquellas conscientes de
que, detrás de una discusión sobre soluciones alternativas para un caso
problemático, existe una discusión ideológico-política entre modos
distintos de entender cuáles son esos valores –y en las que, por ende, se
argumenta en ese plano.85

83. Esta parece ser la sugerencia de Nino. V. Algunos modelos..., pp. 102-104.
84. La construcción dogmática de “principios jurídicos” a partir de la inducción de caracte-
rísticas o finalidades de la regulación jurídica cumple una función de “cristalización” de
valores no consagrados explícitamente por el sistema jurídico. Piénsese, por ejemplo, en el
principio de “lesividad” de la conducta punible en materia penal.
85. V. Peña González, C., “Qué hacen los civilistas”, op. cit., pp. 23-25.

331
Alberto Bovino y Christian Courtis

En otro trabajo hemos propuesto un análisis del derecho como crista-


lización del deseo de regular las condiciones de la vida social. El texto
legal puede ser leído como una obra de ficción que crea un marco espacial
y temporal, personajes, régimen de convivencia, organización y ejercicio
del poder, sistema de distribución de bienes, formas de solución de con-
flictos. El texto legal –como “obra de ficción”– comparte la función
prescriptiva de los textos utópicos, pues ambos construyen la imagen del
mundo plasmando el deseo a través de prescripciones que lo configuran.
La trama del texto destaca la función política del programa legal como
expresión del orden deseado y reconocimiento de escalas axiológicas. La
función de la dogmática jurídica, en este contexto, consiste en la
reformulación del proyecto utópico contenido en los textos legales. Así, la
dogmática desempeña un papel similar al del texto, que sólo difiere en el
nivel de detalle y precisión, pues ambos contribuyen a estructurar el or-
den deseado.86 El dogmático, a partir de su propia lectura de la novela del
derecho, escribe capítulos que pretende se incorporen a ella.87 En sínte-
sis, gran parte de la tarea dogmática consiste en completar coherente-
mente la solución de casos problemáticos a partir de cierta reconstrucción
ideológico-política del orden jurídico positivo. De la consciencia de los
propios juristas acerca de la tarea que desarrollan depende, entonces, la

86. V. Courtis, C., “Texto legal y función utópica. Acerca de la posibilidad de leer las
constituciones y los pactos de derechos humanos como textos utópicos”, en No Hay Derecho,
Buenos Aires, Nº 5, 1991, pp. 12 y ss. Sorprendentemente, es de la misma opinión George
Henrik von Wright, uno de los fundadores de la lógica deóntica. “De quien dicta una orden
o una prohibición –sea un agente individual o una asamblea legislativa– puede decirse nor-
malmente que desea o ‘quiere’ que las cosas sean como las ha prescrito”; “Puede decirse que
un orden jurídico y, similarmente, todo código o sistema de normas coherente tiene en mira
lo que propongo llamar un estado de cosas ideal”; “Creo que es una buena caracterización de
la actividad llamada dogmática jurídica decir que su tarea es exponer y aclarar la naturaleza
exacta del estado de cosas ideal que el derecho tiene en mira”; “a fin de que sea racional
sustentarlo, el ideal tiene que ser una imagen de un mundo posible...”; “lo que queda del ‘reino’
(del deber ser) es un mundo alternativo, ‘ideal’, constituido por los contenidos normativos de
un código o de un orden normativo dado”; “Las normas prescriben algo y no describen nada.
Pero el contenido de las normas, es decir, aquello que las normas declaran obligatorio,
permitido o prohibido, puede decirse que describe un mundo ideal”. Von Wright, G. H., “Ser
y deber ser”, en Aarnio, A., Garzón Valdez, E. y Uusitalo, J. (comps.), La normatividad del
derecho, op. cit., pp. 98-100 y 105.
87. Similar metáfora ha empleado Ronald Dworkin para describir la tarea del juez ante un
“caso difícil”. V. Dworkin, R, El imperio de la justicia, Barcelona, Gedisa, 1988, pp. 166-172.

332
Por una dogmática conscientemente política

posibilidad de encuadrar los debates dogmáticos en el lugar adecuado,


evitando discusiones bizantinas e inconducentes.

3. Algunas complicaciones del “uso judicial”


de la dogmática

3. 1 Dogmática y condiciones de aplicación del saber


dogmático

Hasta aquí hemos intentado caracterizar el estatuto teórico de la dog-


mática, señalando cuáles son las funciones que pretende desarrollar. Si
una de las tareas privilegiadas de la dogmática jurídica es la formulación
de soluciones para la resolución de casos en la práctica, una de las cuestio-
nes principales para evaluar su utilidad real en tanto discurso es la de
determinar en qué medida guía efectivamente la decisión de casos prácti-
cos –es decir, en qué medida influye sobre la práctica judicial–. Evidente-
mente, se trata de una cuestión empírica, que varía enormemente por
países y por épocas, pero al menos es posible señalar una vez más la de-
pendencia contextual de la dogmática con respecto a actores que le son
ajenos –en especial el medio judicial–. La existencia de una enorme bre-
cha que separe los temas y soluciones propuestos por la dogmática y el
sentido de las decisiones judiciales es una pésima señal al respecto del
“rendimiento” de sus formulaciones, y más bien indica el cultivo de una
suerte de actividad esquizofrénica. En última instancia, las únicas armas
para que la dogmática cumpla el papel que se propone serían la fuerza de
convicción de sus razones y la socialización de los jueces dentro de los
parámetros de la cultura jurídica por ella modelada.
La falta de control de la propia dogmática sobre su empleo judicial
permite, sin embargo, abordar el problema desde el ángulo inverso. Los
órganos judiciales que producen el discurso jurídico práctico justifican
sus decisiones habitualmente en términos de aplicación del derecho posi-
tivo reexpresado por la dogmática jurídica. Sin embargo, cabe preguntar-
se si no existen otros elementos que determinan esas decisiones, variables
externas y diferentes de esas valoraciones que la dogmática oculta. Si así
fuera, podría afirmarse que el discurso que produce la práctica jurídica, a
pesar de justificarse explícitamente en los términos de la dogmática, se
estructura a partir de una lógica diferente. Esta suposición contradice

333
Alberto Bovino y Christian Courtis

abiertamente una idea presupuesta por los juristas: “el discurso jurídico
producido por la práctica judicial es la continuidad del discurso teórico
en su aplicación a los hechos del caso”.88
Esta idea puede ser cuestionada. Si en lugar de concebir a la sentencia
como el resultado de la aplicación de criterios establecidos por la dogmá-
tica –una operación lógico-deductiva, o una decisión política o moral
entre opciones normativas–, “la entendemos como el resultado final de
un proceso de lucha en el cual intervienen elementos jurídicos y extra-
jurídicos que operan dentro y fuera del tribunal, dirigidos a la defensa
estratégica de los intereses involucrados en el conflicto, la atención teórica
se desplazará de arriba (las normas y los conceptos dogmáticos) hacia
atrás (la práctica judicial)”.89
La inexistencia de uniformidad semántica entre el discurso teórico y la
sentencia en el proceso de producción de la decisión judicial ha sido seña-
lada por Marí.90 Una nota esencial del discurso jurídico consiste en la
fractura que ocurre entre el proceso discursivo y su producto final: “Entre
el proceso de producción y constitución del discurso jurídico y este dis-
curso como producto final existe una discontinuidad, un desplazamien-
to. (...) (Esa ruptura) es un modo de funcionamiento de los mecanismos
sociales. (...) El principio que lo organiza es un principio de control (...)
ubicado en un campo de formaciones no discursivas, a saber, de institu-
ciones, de acontecimientos políticos y de sucesos de distribución del po-
der. (...) Ese desajuste (está) pues, construido por la praxis social variable
históricamente...”.91
El conflicto es el elemento que caracteriza la producción del discurso
judicial. El proceso, como subrogación de la guerra, define la posición de

88. Cf. Abramovich, V., “El complejo de Rock Hudson”, en No Hay Derecho, Buenos Aires, Nº
4, 1991, p. 10. El autor aclara que la suposición implica la idea de que entre el discurso práctico
de los órganos que aplican el derecho y el discurso teórico existe “uniformidad semántica, lo que
permite a la teoría jurídica hablar de un solo objeto jurídico, o campo semántico uniforme, y el
consiguiente menosprecio de la práctica judicial en tanto se imputa todo desajuste entre discur-
sos a la inoperancia del aparato burocrático de administración de justicia”.
89. Abramovich, V., “El complejo de Rock Hudson”, op. cit., p. 10.
90. Marí, E. E., “Moi, Pierre Riviere... y el mito de la uniformidad semántica en las ciencias
jurídicas y sociales”, en AA.VV., El discurso jurídico, Buenos Aires, Hachette, p. 58.
91. Ruiz, A., “La ilusión de lo jurídico. Una aproximación al tema del derecho como un lugar
del mito en las sociedades modernas”, en Crítica Jurídica, Puebla, Universidad Autónoma de
Puebla, Nº 4, 1986, p. 165.

334
Por una dogmática conscientemente política

los litigantes retroactivamente y en virtud de la actividad desplegada para


obtener la decisión. No gana quien tiene razón, sino que quien gana,
tiene razón. Los litigantes utilizan con irreverencia el discurso dogmático,
trastocando, segmentando y aun utilizando piezas contradictorias, estra-
tégicamente, atendiendo a la actividad de la contraparte y la postura del
juzgador. El resultado de este proceso, la sentencia, se funda en los térmi-
nos del discurso dogmático sin aludir a los múltiples elementos y varia-
bles que la configuraron.92 Así, el discurso judicial es un mecanismo que
construye estratégicamente sus soluciones. Por ello, estudiar un caso a
partir de su sentencia implica convertir esa sentencia en una pieza
“aséptica” y suponer la existencia de una falsa uniformidad semántica en-
tre el discurso práctico y las elaboraciones de la dogmática.93

92. En este proceso, el discurso de los abogados se entrecruza dentro y fuera del expediente con
múltiples discursos, acotando y redefiniendo la realidad por las marchas y contramarchas de la
actividad probatoria, que expresa la lucha por definir los hechos y la verdad jurídica aplicable al
caso. “La autonomía de la teoría jurídica, creada por la idea de que el derecho es separable de las
valoraciones políticas de los jueces, otorga legitimidad a las decisiones tomadas en nombre de la
ley. Los académicos dedicados al derecho dan legitimidad al sistema y el principio del stare decisis
es una ‘justificación que legitima falsamente’ decisiones que son esencialmente sociales y políti-
cas” (Russell, J. S., “The Critical Legal Studies challenge to contemporary mainstream legal
philosophy”, en Otawa Law Review, Vol. 18, 1986, p. 15). La traducción es nuestra.
93. Abramovich, V., “El complejo de Rock Hudson”, op. cit., p. 10. El mismo fenómeno ha
sido demostrado desde el enfoque sociológico a través de investigaciones empíricas de la
criminología de la reacción social sobre los procesos de criminalización secundaria. Estas
investigaciones han señalado la existencia de patrones uniformes de criterios extranormativos
que orientan la selección de los individuos a criminalizar. Factores como la raza, o la posición
social y económica tienen más influencia en la decisión que la gravedad del hecho.
Sobre la influencia de la raza en las decisiones de la justicia penal en los EE.UU., cf. Peller, G.,
“Criminal Law, Race, and the Ideology of Bias: Trascending the Critical Tools of the Sixties”, en
Tulane Law Review, Vol. 67, 1993, p. 2231; Wright, B., Black Robes, White Justice, Nueva York,
Carol Publishing Group, 1993, 2ª ed.; Roberts, D. E., “Crime, Race and Reproduction”, en
Tulane Law Review, Vol. 67, 1993, p. 1945; “Race and the Prosecutor’s Charging Decision”, en
Harvard Law Review, Vol. 101, 1988, p. 1472; Applegate, A. G., “Prosecutorial Discretion and
Discrimination in the Decision to Charge”, en Temp. Law Quarterly, Vol. 55, 1982, p. 35; Dailey,
D., “Prison and Race in Minnesota”, en University of Colorado Law Review, Vol. 64, 1993, p. 761.
El criminólogo alemán Sack denomina “metarreglas” a estos patrones de comportamiento
que determinan la decisión de los casos fundados en estas variables –cuya relevancia no se
reconoce explícitamente–. Su análisis distingue entre reglas (reglas jurídicas generales que se
aplican para dar la respuesta jurídica al caso) y metarreglas (reglas sobre la interpretación y la
aplicación de las reglas generales). La originalidad de la propuesta de Sack consiste en haber
sugerido un “desplazamiento” del análisis de las “metarreglas” del plano prescriptivo de la
metodología jurídica al plano descriptivo de la sociología. Así, el concepto de “metarregla” no

335
Alberto Bovino y Christian Courtis

A pesar de ello, la concepción mayoritaria del derecho que subyace a la


dogmática excluye completamente la consideración de la práctica jurídi-
ca o bien supone relaciones erróneas entre el programa establecido en el
texto legal –y reformulado por la dogmática– y la instancia en donde
tiene lugar la práctica jurídica como práctica social. En el primer caso, se
acota todo el fenómeno jurídico a un conjunto de textos explicados por
juristas teóricos que se ocupan de sus aspectos formales a través de un
reduccionismo que propone el ideal de neutralidad y ahistoricidad del
derecho y concibe las decisiones judiciales como un mero proceso de apli-
cación de reglas generales al caso concreto.94 En el segundo caso, se esta-
blece una relación de continuidad entre el discurso dogmático y el dis-
curso de la práctica jurídica, idea que define al discurso teórico “por lo
que excluye como objeto teórico: las características del funcionamiento
de la práctica judicial y el proceso de producción y transformación de su
propio discurso”.95
Desde esta perspectiva, las instituciones que producen las prácticas
jurídicas no son una mala copia –distorsionada por la praxis– del sistema
explicado por la teoría jurídica, sino un modelo distinto a ese modelo
teórico, un sistema independiente que tiene su propia lógica, sus propias
reglas que lo estructuran y dan sentido a cada uno de sus actos.96 La
relación más estrecha entre práctica jurídica y discurso dogmático es la

queda limitado a los principios normativos conscientemente aplicados por el intérprete de las
reglas generales, sino que se transforma en el de los mecanismos que real y efectivamente
actúan en la mente y en la actividad del intérprete. Estas metarreglas, configuradas por la
interacción en la estructura social, permiten describir cómo opera en la realidad la adminis-
tración de la justicia penal en la atribución de responsabilidad penal, es decir, cuál es la
importancia relativa de las distintas variables (pertenezcan o no al discurso jurídico) en el
proceso de configuración de las decisiones que los jueces penales toman habitualmente. Estas
metarreglas de aplicación de las reglas jurídicas del derecho penal son seguidas, consciente-
mente o no, por los integrantes de las instancias oficiales que participan en los procesos de
criminalización, y su contenido se vincula con leyes, mecanismos y estructuras objetivas de la
sociedad basadas en relaciones de poder entre grupos e individuos y relaciones sociales de
producción. Estas “metarreglas” no sólo explican la “cifra negra”, sino también, y especial-
mente, cómo opera la distribución social del castigo. Sobre este problema, cf. Baratta, A.,
Criminología crítica y crítica del derecho penal, México, Siglo XXI, 1993, 4ª ed., p. 104 y ss.
94. Abramovich, V., “El complejo de Rock Hudson”, op. cit., p. 10.
95. Abramovich, V., “El complejo de Rock Hudson”, op. cit., p. 10.
96. Courtis, C., “En ese orden de cosas”, en No Hay Derecho, Buenos Aires, Nº 3, 1991, p. 8.

336
Por una dogmática conscientemente política

utilización irrespetuosa de sus piezas realizadas por quienes revisten po-


der para racionalizar las solicitudes y decisiones que toma el aparato de
administración de justicia (y, al mismo tiempo, ocultar los criterios efec-
tivamente utilizados).
Así, se elaboran conceptos dogmáticos para una justicia que no existe
y, al mismo tiempo se elude la elaboración de un discurso que resulte
aplicable para las instituciones existentes. Este estado de cosas permite
sospechar de la validez de toda esa producción teórica: “Como lo ha puesto
en evidencia la epistemología (Althusser, Bachelard, Moulines), las teo-
rías incluyen sus condiciones de aplicación en su aparato conceptual, por
lo que la ignorancia o las falsas ideas acerca del funcionamiento de la
práctica jurídica afectan en su validez a toda la producción teórica”.97
Ello no significa, claro, que los textos legales y las teorías dogmáticas
no tengan influencia alguna sobre la práctica jurídica, sino simplemente
que el empleo práctico de la teoría generada por la dogmática no siempre
coincide con el sentido para el que ésta fue originariamente formulada.
Siempre existe una tensión entre el programa legal formulado por la dog-
mática y las decisiones de la práctica jurídica. Esa tensión no sólo se re-
suelve de modos diferentes para las diversas promesas contenidas en el
programa utópico.98 Los múltiples condicionamientos que resuelven esa
tensión, por otra parte, además de variar en el tiempo, influyen en distin-
ta medida sobre diferentes tipos de conflictos sociales.99
El reconocimiento de la lógica que informa el discurso jurídico prácti-
co, ignorado por la teoría jurídica tradicional, explica la propuesta de
ampliar el objeto de estudio formulada por la teoría crítica. Ello permite

97. Abramovich, V., “El complejo de Rock Hudson”, op. cit., p. 11. En el campo de la
epistemología de las ciencias, existen formulaciones similares. V., por ejemplo, Marí, E.,
quien pone énfasis en la inclusión dentro de la ciencia de sus condiciones de aplicación, en
Elementos de epistemología comparada, Buenos Aires, Punto Sur, pp. 30-37.
98. Pues los grados de realización de esas promesas, en la práctica, pueden ir desde una
realización completa hasta la irrealización. Así, mientras es posible afirmar que el derecho de
propiedad garantizado constitucionalmente alcanza un efectivo grado de protección cuando
se trata de conflictos interindividuales que no involucran al Estado, también se puede cons-
tatar el incumplimiento de otras promesas del texto constitucional (por ej., los derechos
sociales del art. 14 bis o la garantía del juicio por jurados).
99. Así, por ej., la ausencia de independencia del poder judicial respecto del poder ejecutivo
puede tener mucho peso en casos de delitos cometidos por funcionarios y escasa influencia
para algunos delitos comunes.

337
Alberto Bovino y Christian Courtis

preguntarse: “¿Con qué categorías conceptuales hay que dar cuenta de la


presencia, en el campo de producción semántico del derecho, de otros
discursos que no obstante ser distintos en su origen y función, lo deter-
minan y fijan las condiciones de su aparición material?”.100

3. 2 Los problemas del discurso teórico de los dogmáticos

Las elaboraciones teóricas de los juristas dogmáticos, como instancia


de conocimiento del derecho positivo, reexpresan el programa utópico
contenido en los textos jurídicos, para indicar a los autorizados legalmen-
te cómo deben aplicar el derecho. La reexpresión del programa utópico
contenido en los textos legales comprende los fundamentos y las solucio-
nes que los operadores jurídicos deben adoptar en sus decisiones para la
realización del orden deseado. Sin embargo, los dogmáticos trabajan ha-
bitualmente sólo sobre los textos legales, y, en general, ignoran el nivel de
la práctica jurídica que produce el discurso jurídico práctico. Si aquella es
la finalidad de las elaboraciones teóricas, es hora de preguntarnos por la
idoneidad de la teoría jurídica para alcanzar tal fin. La influencia de la
teoría aumentará en la medida en que más materializados estén sus prin-
cipios en la lógica de la práctica jurídica y disminuirá cuando las piezas
teóricas sólo sirvan para ocultar los criterios que efectivamente informan
esa práctica y que difieren de los criterios teóricos. El mayor grado de
materialización de los principios del discurso teórico depende de múlti-
ples condicionamientos sociales y políticos, muchas veces externos a los
órganos que aplican el derecho. Aun en el caso de un alto grado de mate-
rialización de los principios utópicos, siempre habrá un espacio en el que
esos principios sean ignorados.101
Ello permite afirmar que la teoría jurídica tradicional no siempre re-
sulta idónea para cumplir con cierto grado de efectividad el fin que se
propone. La restricción de su objeto a la dimensión normativa agrava el

100. Marí, E., “¿Qué iusfilosofía para la Argentina de la posmodernidad?”, en No Hay Dere-
cho, Buenos Aires, Nº 3, 1991, p. 27.
101. Es lo que Ferrajoli denomina “la irreducible ilegitimidad política del poder en el estado
de derecho”. V. Ferrajoli, L., Derecho y razón, op. cit., p. 886. Especialmente en el ámbito del
derecho penal, aún en países con un alto grado de influencia del discurso teórico, parece
imposible eliminar ciertos elementos ajenos al programa jurídico de constituciones y pactos
de derechos humanos.

338
Por una dogmática conscientemente política

problema pues impide el reconocimiento de los elementos extra-norma-


tivos que determinan la práctica jurídica, de la forma en que operan estos
elementos y del grado de influencia de cada uno de ellos.
En el ámbito de una cultura jurídica cuya práctica reconoce un grado
escaso de realización del programa utópico –y desconoce los criterios de
formación del discurso práctico propuestos por la teoría jurídica–, las posi-
bilidades y dificultades para realizar el programa legal estarán más condi-
cionadas por circunstancias externas al discurso jurídico que por el conteni-
do del texto legal. Si ello es así, aun el discurso teórico que reexprese el
programa legal lealmente –es decir, sin alterarlo profundamente y sin negar
los principios que lo estructuran– deviene superfluo, pues las posibilidades
de realización del programa están más condicionadas por circunstancias
externas a ese discurso que por la necesidad de contar con una reformulación
adecuada del texto legal. En una situación tal, la sola presencia de los textos
legales resulta suficiente para expresar el orden deseado, y las posibilidades
del texto legal de influir efectiva o inefectivamente en la realización de la
utopía no variarán de modo significativo por la existencia de una elabora-
ción teórica que la reformule. Como consecuencia la utilidad social de la
actividad teórica de los juristas disminuye sensiblemente.

3. 3 Algunas opciones

Según hemos visto, una de las causas de la escasa efectividad del dis-
curso teórico para determinar el discurso jurídico práctico consiste en que
aquél habitualmente no se interesa por las efectivas condiciones de pro-
ducción de éste. Parte de esta limitación es, desde luego, estructural e
irreducible. Sin embargo, existen excepciones que representan el recono-
cimiento de esas condiciones de producción y dan soluciones que las tie-
nen en cuenta e intentan disminuir o neutralizar su influencia. El reco-
nocimiento de esas condiciones supone al menos la apertura de la dogmá-
tica a una orientación sociológica, capaz de relevar las propias dificultades
de concreción.
El surgimiento del derecho laboral resulta un caso paradigmático del
intento de realizar la promesa incumplida del derecho civil de posibilitar
las relaciones contractuales entre personas libres e iguales. Sólo a partir
del reconocimiento de ciertos condicionamientos materiales que impe-
dían esas relaciones en las condiciones garantizadas legalmente pudo de-
sarrollarse una rama jurídica fundada en principios que incorporaron las

339
Alberto Bovino y Christian Courtis

condiciones de aplicación del derecho a las relaciones laborales para dis-


minuir la desigualdad material de los contratantes. El surgimiento de
una dogmática crítica, orientada a señalar la inadecuación de las catego-
rías jurídicas del derecho civil para ajustarse a cierto ideal de justicia, llevó
a la construcción de técnicas y categorías teóricas –finalmente convertidas
en derecho positivo– estructuradas íntegramente a partir de la considera-
ción de esos condicionamientos externos.102 Por carriles similares ha trans-
currido la evolución del derecho del consumo, cuyos dogmáticos se han
dedicado a construir categorías para corregir los desequilibrios de poder
entre profesional y consumidor que son efecto de la tematización de los
contratos de consumo a partir de la teoría del derecho civil clásico.103
Otra excepción que en cierto modo influye toda una rama del derecho se
vincula al derecho comercial. La fuerza normativa de los usos comerciales
no pudo sino ser reconocida, teniendo en cuenta las condiciones de apli-
cación del derecho comercial, a pesar de que esa rama fuera codificada
(piénsese en la tensión generada por la idea de inmovilización del derecho
que representa un código y el valor concedido a las prácticas mercantiles
para variar las reglas jurídicas).104
En otras ramas del derecho pueden hallarse más excepciones, aunque no
siempre como principios estructuradores, sino como decisiones acotadas a
algún problema determinado. El derecho penal –afectado en cualquier país
por la irracionalidad de los criterios prácticos de selección de casos y por las
arbitrariedades de sus operadores– brinda algunos ejemplos de excepciones
limitadas a ciertos problemas específicos. Tal vez un ejemplo de ello sea, en
la Argentina, la reforma del Código Procesal Penal federal anterior, que al
incorporar la prohibición de valorar la confesión “espontánea” prestada en
la comisaría significó un intento de reducir la brutalidad policial contra los

102. Es obvio que la transformación no fue producto de la mente de algunos dogmáticos, sino
reflejo del cambio de situación en las relaciones de poder entre patrones y empleados. Pero
una vez dadas las condiciones políticas para responder legalmente al problema, la teoría
jurídica tuvo que tener en cuenta los condicionamientos materiales (la desigualdad entre los
contratantes) para dar una solución efectiva. V. Hepple, B. (comp.), La formación del derecho
del trabajo en Europa, Madrid, Mrio. de Trabajo y Seguridad Social, 1994, pp. 78-98; Le Goff,
J., Du silence à la parole. Droit du travail, société, Etat (1830-1989), Quimper, Calligrammes,
1989, pp. 73-116; Ewald, F., L’ Etat Providence, París, Grasset, 1986.
103. V. Bourgoignie, T., Elementos para una teoría del derecho del consumo, Vitoria-Gasteiz,
Departamento de Consumo y Turismo, 1994.
104. V. Galgano, F., Historia del derecho mercantil, Barcelona, Laia, 1981, pp. 96-97.

340
Por una dogmática conscientemente política

imputados. La reforma se inspiró en la crítica dogmática a la norma, orien-


tada por la evaluación de sus condiciones de aplicación.
Un ejemplo muy ilustrativo en el derecho de los EE.UU. se vincula
con varias decisiones de la Corte Suprema declarando la invalidez del
procedimiento de decisión sobre la imposición de la pena de muerte a
partir del reconocimiento de la discriminación racial –probada
estadísticamente– que orienta profundamente esa práctica. La Corte obligó
a los estados a adoptar procedimientos tendientes a reducir la influencia
de los prejuicios raciales.105 La clausura del procedimiento en casos en los
cuales el fiscal está autorizado legalmente a perseguir pero el motivo con-
creto que impulsó su decisión se considera ilegítimo es otro ejemplo.106
En estos casos, la construcción de criterios jurídicos está inspirada en la
necesidad de incluir la evaluación de factores extranormativos como filtro
de la toma de decisiones legales.

105. Cf., entre otros, Furman v. Georgia, 408 US 238 (1972); Woodson v. North Carolina, 428
US 280 (1976); Roberts v. Louisiana, 428 US 325 (1976); Gardner v. Florida, 430 US 349
(1977); Pulley v. Harris, 465 US 37 (1984); Turner v. Murray, 476 US 28 (1986).
A pesar del intento, la influencia de la raza continuó siendo significativa en perjuicio de las
minorías, circunstancia que motivó un voto en disidencia en un fallo reciente reconociendo
la imposibilidad de evitar la discriminación: “Aún con el más sofisticado marco legal que
regule la pena de muerte, la raza del acusado continúa desempeñando un papel principal en
la decisión acerca de quién debe morir y quién debe vivir” (Callins v. Collins, 114 S.Ct.
1127, 1135 [1994] [disidencia del juez Blackmun]). Traducción nuestra. Lo más interesan-
te del voto es que todas las afirmaciones referidas a la arbitrariedad y al racismo con que se
condena a muerte a personas negras son aplicables a todo proceso penal, más allá de la pena
que se aplique.
106. La clausura de la persecución se aplica en dos tipos de casos. El primer caso se da cuando
el fiscal decide perseguir en respuesta al ejercicio legítimo de un derecho del imputado (por
ej., demandar al estado por maltrato policial durante la detención). Sobre este tipo de casos,
denominado persecución vindicativa (vindictive prosecution) y considerado como una viola-
ción del debido proceso, cf. Blackledge v. Perry, 417 US 21 (1974); Bordenkircher v. Hayes, 434
US 357 (1978); US v. Goodwin, 102 S.CT. 2485 (1982). Sobre este desarrollo jurisprudencial,
cf. Garnick, M. G., “Two Models of Prosecutorial Vindictiviness”, en Georgia Law Review,
Vol. 17, 1983, p. 467.
El segundo caso se da cuando se inicia la persecución, por un delito que habitualmente no se
persigue, sólo contra una persona o grupo de personas que comparten ciertas particularidades
(por ej., sólo persigue por ese delito a las personas de cierta raza). Sobre este tipo de casos,
denominado persecución selectiva (selective prosecution) y considerado una violación al princi-
pio de igualdad, cf. Wayte v. US, 470 US 598 (1985). Sobre el desarrollo jurisprudencial, cf.
Kane, P. S., “Why Have You Singled Me Out? The Use of Prosecutorial Discretion for
Selective Prosecution”, en Tulane Law Review, Vol. 67, 1993, p. 2293.

341
Alberto Bovino y Christian Courtis

Las excepciones también surgen como propuestas del discurso teórico


de los penalistas. Una propuesta reciente de Zaffaroni representa un es-
fuerzo teórico que dedica especial atención a los condicionamientos exter-
nos y propone criterios para reducir su influencia en las decisiones judi-
ciales. La categoría de la “vulnerabilidad” es un ejemplo claro del sentido
de su propuesta.107
Uno de los efectos más beneficiosos de la incorporación al discurso
teórico de los condicionamientos externos consiste en la transformación
del procedimiento judicial: el ámbito del proceso deja de ser un lugar que
impide la discusión del problema y se transforma en un ámbito que lo
nombra, lo reconoce y lo cuestiona. Así, no sólo se permite que un indi-
viduo concreto organice su estrategia para reducir la influencia de esos
condicionamientos sino que, además, se genera una nueva instancia para
organizar la lucha contra tales condicionamientos.108
Los ejemplos sugieren la necesidad de un cambio en la teoría jurídica si
su finalidad consiste en formular un sistema que oriente la interpretación y
aplicación del derecho positivo. Mientras la teoría jurídica mantenga limi-
tado su objeto, sus posibilidades de actuar efectivamente sobre la práctica
jurídica no variarán de modo significativo y, al mismo tiempo, colaborará –
por omisión– en la ocultación de los criterios que efectivamente informan
la aplicación del derecho y facilitará su utilización, al poner la racionalidad
de su discurso al servicio de la justificación de prácticas arbitrarias opuestas
al programa utópico. Si la teoría jurídica pretende sinceramente colaborar
en la realización de la utopía, no tiene más alternativa que incorporar enfo-
ques que excedan la dimensión normativa del fenómeno jurídico. Mante-
ner su visión idealizada y formalista del derecho no sólo implica la escasa
utilidad social de la actividad de los juristas sino que, lo que es más grave,
convierte a estos últimos en cómplices de la arbitrariedad.

107. Cf. Zaffaroni, En busca de las penas perdidas, op. cit., cap. VI, III, pp. 271 y ss.
108. Así, por ejemplo, el caso estadounidense sobre la pena de muerte no sólo permite al
condenado resistir la decisión de imponer esa pena sino que, adicionalmente, abre un nuevo
espacio político en el escenario judicial para luchar contra el racismo.

342
Detrás de la ley
Lineamientos de análisis ideológico del derecho

Christian Courtis*

1. Introducción

La intención de este trabajo es presentar y ordenar sucintamente algunas


manifestaciones de lo que podría denominarse, de manera genérica, aná-
lisis ideológico del derecho, de modo de ofrecer un panorama que pueda
ser útil como instrumental de investigación jurídica. No está destinado a
discutir desde la perspectiva de la teoría del derecho el lugar de la ideolo-
gía o la justificabilidad de los distintos empleos del término, sino a ilus-
trar algunas posibilidades de abordaje de la investigación jurídica a partir
de la clave del análisis ideológico. En todo caso, es útil subrayar que, dado
el predominio teórico de posiciones normativistas, centradas en el estu-
dio del derecho en tanto forma, la teoría del derecho continental ha elu-
dido mayormente el análisis ideológico, que retoma en gran medida la
cuestión del contenido de las normas –aunque, como veremos, no se ago-
ta necesariamente en esa dimensión–.
En el campo de la teoría social contemporánea, la noción de ideología
es objeto de evaluaciones que se encuentran en tensión. Por un lado, se le
reconoce una gran riqueza y potencial –para muchos autores, se trata de
una noción de capital importancia para entender la ciencia social produ-
cida en los siglos XIX y XX–.1 Por otro lado, se subraya un cierto estado

* Profesor de Filosofía del Derecho, Facultad de Derecho, Universidad de Buenos Aires.


1. Ver, por ejemplo, Enrique Marí, Neopositivismo e ideología, Eudeba, Buenos Aires, 1974,
p. 81; John Thompson, Ideología y cultura moderna. Teoría crítica social en la era de la
comunicación de masas, UAM-Xochimilco, México, 1993, p. 31; Slavoj Zizek, š š “El espectro
š š (comp.), Ideología: un mapa de la cuestión, FCE, Buenos
de la ideología”, en Slavoj Zizek
Aires, 2003, p. 7.

343
Christian Courtis

de confusión alrededor de la noción, dado lo escurridizo del término y


la gran cantidad de significados y alcances teóricos que se le han
endilgado.2 No es éste el lugar para abordar la tarea de una clarificación
teórica de los sentidos del término.3 Acudiré, sin embargo, a una clasi-
ficación bastante elemental, que permite ordenar algunos rasgos o ca-
racterísticas asignados al término, con el objeto de proyectar su posible
empleo en el campo de la investigación jurídica. Las implicaciones con-
cretas de la elección de esta metodología de análisis, y de los presupues-
tos teóricos asumidos en cada abordaje, correrán por cuenta de quien
decida que se trata de un instrumento de investigación fructífero –pre-
misa que desde ya comparto–.
Con todas las prevenciones que merece la simplificación, la literatura
dedicada a la ideología distingue centralmente entre dos tipos de concep-
ciones de esa noción: una concepción descriptiva o neutra, y una concep-
ción crítica o negativa.4 Más allá de los distintos alcances asignados al

2. Ver, por ejemplo, Gabriel Cohn, “Ideología”, en Carlos Altamirano (dir.), Términos críticos
de sociología de la cultura, Paidós, Buenos Aires, 2002, p. 134; Terry Eagleton, Ideología.
Una introducción, Paidós, Barcelona, pp. 17-55; David McLellan, Ideología, Nueva Imagen,
México, 1994, p. 13; Raymond Williams, Marxismo y literatura, Península, Barcelona, 1997,
pp. 71-89.
3. Para ello, remito a Antonio Ariño, Sociología de la cultura. La constitución simbólica de la
sociedad, Ariel, Barcelona, 1997, cap. 3; Center for Contemporary Cultural Studies, On Ideology,
Hutchinson, Londres, 1978; Terry Eagleton, Ideología. Una introducción, op. cit.; Raymond
Geuss, The Idea of a Critical Theory, Cambdrige University Press, Cambdrige, 1981; David
Hawkes, Ideology, Routledge, Londres, 1997; Jorge Larraín, The Concept of Ideology,
Hutchinson, Londres, 1979; David McLellan, Ideología, op. cit.; Enrique Marí, Neopositivismo
e ideología, Eudeba, Buenos Aires, 1974, pp. 81-155 e “Ideología”, en Elías Díaz y Alfonso Ruiz
Miguel (eds.), Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía. Filosofía Política II. Teoría del Estado,
Trotta, Madrid, 1996, pp. 211-230; Paul Ricoeur, Ideología y utopía, Gedisa, Barcelona, 2001;
Eliseo Verón (dir.), El proceso ideológico, Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1971; Slavoj
š š (comp.), Ideología: un mapa de la cuestión, op. cit.
Zizek
4. Ver Antonio Ariño, Sociología de la cultura, op. cit., pp. 120-140; Jack Balkin, Cultural
Software. A Theory of Ideology, Yale University Press, New Haven, 1998, pp. 122-126; Terry
Eagleton, Ideología. Una introducción, op. cit., pp. 52-55, 68-71; Raymond Geuss, The Idea
of a Critical Theory, op. cit., cap. 1; David McLellan, Ideología, op. cit., pp. 117-121; John
Thompson, Ideología y cultura moderna, op. cit., pp. 58-61. No trataré aquí los denomina-
dos enfoques ambivalentes de la ideología –cabe apuntar, sin embargo, que éstos pretenden
articular aspectos negativos, “neutrales” e incluso positivos de la ideología–. Ver, por ejemplo,
Jack Balkin, Cultural Software. A Theory of Ideology, op. cit., pp. 122-141; Ernesto Laclau,
“Muerte y resurrección de la teoría de la ideología”, en Misticismo, retórica y política, FCE,
Buenos Aires, 2000, pp. 16-27; Paul Ricoeur, Ideología y utopía, op. cit., pp. 45-59.

344
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

término,5 en ambas concepciones existe un sustrato común: la ideología


es un modo de ver,6 aprehender, interpretar, valorar, simbolizar o pro-
ducir significado sobre la realidad, el mundo o al menos alguna parte
de ellos.7 La concepción descriptiva o neutra constata la existencia de
ideologías o manifestaciones ideológicas –en general, de una pluralidad
de maneras de ver, interpretar, valorar o producir significado sobre la
realidad– y pretende dar cuenta de su contenido. La concepción nega-
tiva o crítica da un paso más allá: pretende evaluar una forma de ver,
interpretar, valorar o producir significado sobre el mundo, o sus resul-
tados, a partir de un criterio normativo, referente o parámetro que per-
mita afirmar su parcialidad, interés, distorsión, falsedad, desviación o
injusticia. En este segundo sentido, la ideología constituiría un modo

5. Para algunos autores, el empleo del término debe limitarse a significados, ideas, nociones,
creencias o valores asumidos conscientemente por un sujeto; para otros, el término incluye
también significados, ideas, nociones, creencias o valores inconscientes. Ver Terry Eagleton,
Ideología. Una introducción, op. cit., pp. 30-55.
6. Sobre el empleo de metáforas visuales en la definición de ideología, ver Martin Jay, “Ideo-
logía y ocularcentrismo: ¿hay algo detrás del azogue del espejo?”, en Campos de Fuerza. Entre
la historia intelectual y la crítica cultural, Paidós, Buenos Aires, 2003, pp. 253-272; Sarah
Kofman, Cámara oscura de la ideología, Taller de Ediciones JB, Madrid, 1975.
7. Para algunos autores el análisis ideológico puede emplearse en forma amplísima, sobre todo
texto, acción u objeto que requiera interpretación, intelección, asignación de significado o de
sentido –así, por ejemplo, tendría sentido hablar de ideologías políticas, pero también de
ideologías científicas, estéticas, deportivas, médicas, etcétera–. Una versión más estricta del
término limita su uso al campo de la política o de las relaciones de poder. Ver Antonio Ariño,
Sociología de la cultura, op. cit., pp. 126-135; Terry Eagleton, Ideología. Una introducción,
cit., p. 24; John Thompson, Ideología y cultura moderna, op. cit., pp. 61-66.
En otro sentido, además del ya mencionado aspecto “epistemológico” de la ideología –es
decir, el referido al modo de percibir o conocer el mundo– existen análisis “genéticos” y
“funcionales” de la ideología. Los primeros pretenden desentrañar causalmente el factor
social –como el interés de clase o de grupo, la racionalización de una situación indeseable o
inestable, etc.– que determina los productos o manifestaciones ideológicas; los segundos
pretenden identificar la función cumplida por la ideología –por ejemplo, la legitimación de un
régimen de gobierno, la opresión o marginación de un grupo, el mantenimiento de una
situación dominio de un grupo sobre otro, o del statu quo, etc. En muchos casos, la demar-
cación o delimitación del concepto de ideología incluye la designación de algún factor genético
o función privilegiada –por ejemplo, sólo considerar ideologías aquel conjunto de representa-
ciones, creencias y valores destinados a mantener la situación de dominio de un determinado
grupo–. Ver Antonio Ariño, Sociología de la cultura, op. cit., pp. 120-140; Terry Eagleton,
Ideología. Una introducción, op. cit., pp. 19-55; Göran Therborn, La ideología del poder y
el poder de la ideología, Siglo XXI, Madrid, 1987, pp. 1-12; John Thompson, Ideología y
cultura moderna, op. cit., pp. 31-57.

345
Christian Courtis

sesgado, erróneo o viciado de conocimiento, interpretación, apreciación o


producción de sentido sobre el mundo. Diré algo más de estas dos con-
cepciones cuando aborde su posible empleo en el campo del derecho.
Baste decir aquí que ambas proporcionan elementos de análisis potencial-
mente útiles, capaces de echar luz sobre aspectos de la estructura y fun-
cionamiento tanto del derecho como de la teoría jurídica.
Si las concepciones acerca de la ideología han sido desarrolladas funda-
mentalmente en el ámbito de la teoría social, ¿cómo podrían aplicarse al
derecho? La pregunta supone un esfuerzo de argumentación por parte de
quien pretenda emplear el término en el campo del derecho –ya que la
articulación de la noción de ideología en el ámbito de la teoría social sólo
aporta algunos apuntes sumarios y externos acerca del vínculo entre fenó-
meno ideológico y derecho. Muchos de esos apuntes apenas si sirven para
iniciar una indagación que al menos considere el funcionamiento de la
ideología o la producción de efectos ideológicos –cualquiera que sea la
definición de ideología que uno adopte– en el nivel interno del derecho,
o que al menos logre –para proporcionar una explicación aceptable– arti-
cular el plano externo y el plano interno del derecho. Uno de los proble-
mas de la forma en que ha sido abordada la noción de ideología en la
teoría del derecho continental que ha intentado emplearla como prisma
de análisis es la excesiva generalidad del enfoque elegido –de modo que lo
asumido como ideológico o mistificador son, por ejemplo, las categorías
completas de “relación jurídica” o de “sujeto de derecho”–.8 Más allá de lo
interesante que puede resultar este abordaje, lo cierto es que difícilmente
ofrezca mucho al jurista que pretenda desarrollar investigaciones en algu-
na rama específica del derecho, como el derecho constitucional, civil, la-
boral o penal. La pretensión de este trabajo es justamente la de delinear
algunas aproximaciones de análisis ideológico que resulten útiles para la
investigación dogmática o para la investigación socio-jurídica más habi-
tual en el campo del derecho.
Dicho esto, comenzaré con algunas ideas elementales que permitan
vislumbrar la aplicación de la noción de ideología al derecho. Indepen-
dientemente de cuál sea la concepción de ideología adoptada, el análisis

š
8. Por ejemplo, Evgeni Pasukanis, Teoría general del derecho y marxismo, Labor, Barcelona,
1976, pp. 73-89; Alicia Ruiz, “Aspectos ideológicos del discurso jurídico”, en AA.VV., Mate-
riales para una teoría crítica del derecho, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1991, pp. 189-202.

346
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

del derecho en clave ideológica puede aplicarse a diferentes objetos o ni-


veles discursivos. Para los efectos de este texto, importa señalar al me-
nos tres:9 las normas jurídicas, el producto discursivo de los operado-
res del derecho, tales como jueces, fiscales y abogados –paradigmá-
ticamente, las sentencias judiciales–, y el producto discursivo de los
juristas –paradigmáticamente, la dogmática o doctrina jurídica–. Más
allá de la continuidad de estos niveles discursivos, es posible señalar
algunas especificidades de cada uno, donde el análisis ideológico co-
bra mayor relevancia. Con respecto a las normas jurídicas, los aspectos
en los que el análisis de la dimensión ideológica promete mayor fertili-
dad –sin descartar su posibilidad de aplicación a otros aspectos– son el
del contenido material de las normas, el del contenido de la forma del
derecho y el de los posibles desajustes entre fines y eficacia de las normas.
Con respecto a los productos discursivos de los operadores del derecho y,
en especial, de la jurisprudencia o derecho judicial, el aspecto central es el
de la construcción de decisiones cuando median espacios de indetermi-
nación o discrecionalidad en la interpretación de normas que aquellos
operadores están llamados a aplicar. Con respecto a la dogmática o doctri-
na judicial, los aspectos que destacaría como especialmente proclives a ser
leídos a partir de su dimensión ideológica son la elaboración y propuesta de
puntos de vista, de categorías y de “teorías” destinadas a sistematizar, a
interpretar y a operar sobre las normas, la labor de comentario y análisis de
normas y de jurisprudencia, y las propuestas de creación o modificación de
normas –es decir, las formulaciones de lege ferenda de la dogmática–.
En todo caso, conviene aclarar que la distinción entre niveles no supo-
ne una separación absoluta, ya que en el entendimiento convencional de

9. Sobre la necesidad de analizar distintos “niveles” del discurso jurídico, ver Carlos Cárcova,
“Notas acerca de la Teoría Crítica del Derecho”, en Christian Courtis (comp.), Desde otra
mirada. Textos de teoría crítica del derecho, Eudeba, Buenos Aires, 2001, pp. 31-32; Ricardo
Entelman, “Discurso normativo y organización del poder. La distribución del poder a través
de la distribución de la palabra”, en AA.VV., Materiales para una teoría crítica del derecho,
Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1991, pp. 307-310. Los niveles propuestos por estos autores
son a) el producto discursivo de los órganos institucionales –esto abarcaría tanto normas
como sentencias–; b) el producto discursivo de los teóricos del derecho –es decir, la dogmá-
tica– y el de sus operadores prácticos; y c) el producto discursivo de los destinatarios del
derecho, donde se juega –de acuerdo con Entelman– “el imaginario de una formación social”.
Dadas las dificultades metodológicas que entraña este tercer nivel, mi sugerencia se limita a
reordenar los primeros dos. Ver, sin embargo, notas a pie de página 13, 14 y 15.

347
Christian Courtis

los operadores jurídicos, cuando se habla de alguna rama del derecho


(como el derecho civil, el derecho penal o el derecho laboral) se integran
normas, aplicaciones jurisprudenciales y construcciones dogmáticas
prevalentes. Dado que la jurisprudencia aplica normas, y la dogmática
teoriza sobre normas, analizar la jurisprudencia y la dogmática desde el
punto de vista ideológico supone también tomar en consideración el len-
guaje-objeto sobre el que operan. Inversamente, es frecuente que la legis-
lación contemporánea cristalice conceptos o teorías formuladas por la
doctrina, de modo que, cuando se analizan normas, uno se enfrente tam-
bién a construcciones dogmáticas. Relaciones similares pueden trazarse
entre legislación y jurisprudencia, y jurisprudencia y dogmática.
Me apresuro a señalar que, para que el análisis ideológico tenga alguna
utilidad, es necesario tomar en consideración dimensiones de escala: existe un
cierto umbral de significación por debajo del cual el análisis ideológico pierde
completamente el sentido. Uno puede someter a análisis en clave ideológica a
las normas que instituyen un determinado sistema procesal: analizar los pre-
supuestos de sus principios de organización, las imágenes típicas que subyacen
al diseño de las formas procesales, la estructura del proceso, las reglas de
prueba, la designación y atribuciones de los participantes del proceso –como
los litigantes particulares, los representantes del Estado o los jueces–, etcéte-
ra. Pero el análisis ideológico tiene poco para decir si lo que se pretende desci-
frar es la norma del Código Procesal que establece que las demandas deben
presentarse escritas en tinta negra y con márgenes de diez centímetros, o que
deben sortearse a través de la mesa de entradas de la Cámara de Apelaciones.
Esto no significa que, leídas a la luz de un conjunto normativo más amplio,
estas normas no expresen alguna dimensión ideológica –en el caso, la prefe-
rencia por sistemas escriturales o por una determinada forma de organización
jerárquica de los tribunales– pero es difícil que proporcionen en forma aislada
información suficiente como para permitir un análisis de alguna utilidad. Lo
mismo puede decirse, con las adaptaciones del caso, del análisis ideológico de
piezas discursivas de los operadores jurídicos, o de textos doctrinarios. En
resumen, la advertencia se dirige a la necesidad de calibrar el nivel de detec-
ción de la relevancia de la dimensión ideológica –la excesiva generalidad o el
excesivo detalle del objeto de análisis mermará o disolverá el rendimiento de
la explicación ofrecida–.10

10. Ver, al respecto, Alan Hunt, “The Ideology of Law”, en Explorations on Law and Society.
Towards a Constitutive Theory of Law, Routledge, Nueva York, 1993, pp. 135-138.

348
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

Algunos enfoques teóricos sugieren también la distinción entre tres


planos de análisis ideológico conectados pero diferenciables: el de los me-
canismos de producción ideológica, el de sus manifestaciones o produc-
tos, y el de los efectos ideológicos de un determinado discurso o prácti-
ca.11 La distinción refleja otros matices en el empleo del término “ideolo-
gía”: el término se usa a veces para designar el proceso de producción de
significados e ideas, otras veces para designar el producto de ese proceso –
es decir, el conjunto de significados, ideas o creencias–, y a veces para
designar los efectos sociales de ese conjunto de significados.12 Mientras
los primeros dos planos están relacionados con el arsenal instrumental
con el que los juristas dogmáticos están habituados a tratar –por ejemplo,
el análisis de textos y de otras formas de producción discursiva–, el terce-
ro requeriría herramientas de otra índole, capaces de captar el efecto so-
cial alcanzado por los mecanismos a través de los cuales el derecho produ-
ce significados ideológicos.13 Aunque esto no significa descartar la posi-
bilidad de análisis de los efectos ideológicos del derecho –el actual auge
de los estudios cualitativo-cuantitativos sobre representaciones sociales
es una buena muestra de ello– 14 este plano requiere una gran cautela
teórica –los efectos sociales del derecho, ideológicos o de cualquier otra
índole–, no pueden presuponerse sin mayor prueba.15 Dada la escasa
tradición interdisciplinaria de los estudios jurídicos, y la poca predis-
posición de los juristas a embarcarse en el análisis de tipo empírico, no
es raro que el análisis ideológico del derecho se mueva preeminentemente
en los primeros dos planos.

11. Ver, por ejemplo, Alan Hunt, “The Ideology of Law”, op. cit., p. 126.
12. Ver Raymond Williams, Marxismo y Literatura, op. cit., p. 71-72. Proponen distinciones
similares Ernesto Laclau, “Muerte y resurrección de la teoría de la ideología”, op. cit., pp. 9-
š š “El espectro de la ideología”, op. cit., pp. 16-24.
11; Slavoj Zizek,
13. Sobre esta disputa metodológica, ver Duncan Kennedy, A Critique of Adjudication (fin de
siècle), Harvard University Press, Cambridge, 1997, pp. 264-296.
14. Ver, por ejemplo, los ensayos recogidos en Jean-Claude Abric (dir.), Prácticas sociales y
representaciones, Coyoacán, México, 2001.
15. Al respecto, ver Luciano Oliveira, “‘No me venga con el Código de Hammurabi...’. La
investigación socio-jurídica en los estudios de posgrado en derecho”, en Christian Courtis
(comp.), Observar la ley. Ensayos sobre metodología de la investigación jurídica, Trotta,
Madrid, 2006, pp. 277-298. Puede verse una propuesta teórica para el estudio de los efectos
sociales del derecho en Mauricio García Villegas, La eficacia simbólica del derecho, Uniandes,
Bogotá, 1993, pp. 237-288.

349
Christian Courtis

Para cerrar esta introducción al tema, me referiré a un punto de crucial


importancia en la discusión de la teoría de la ideología que ha tenido lugar
durante gran parte del siglo XX: se trata del problema de la autorreferencia
o reflexividad –la denominada “paradoja de Mannheim”–.16 El análisis
ideológico supone una mirada externa de la ideología, la capacidad de
describirla y evaluarla desde algún punto de vista no comprometido con
la ideología analizada. Sin embargo, ese punto de vista también puede ser
objeto de análisis ideológico, en la medida en que para analizar una ideología
es necesario también fijar categorías de análisis y de interpretación. Este
tránsito llevaría a una regresión al infinito –el análisis ideológico del análisis
ideológico también puede ser analizado ideológicamente, y así
sucesivamente. La pregunta pertinente es, sin embargo, si esta constatación
invalida la utilidad del análisis ideológico aplicado al derecho. Mi respuesta
al respecto es negativa: uno puede evaluar la utilidad del análisis ideológico
a través de su rendimiento explicativo, preguntándose si este tipo de análisis
permite saber algo más acerca del derecho, o explicarlo mejor. Ciertamente,
la posibilidad de análisis ideológico del propio análisis ideológico puede
funcionar como resguardo al respecto de la pertinencia del punto de vista
elegido para inquirir en esa dimensión del derecho. Me parece, de todos
modos, que la posibilidad de regresión infinita nos aleja cada vez más del
objeto que se pretende abordar –el plano de discusión pasa a ser el del
meta-meta-meta análisis ideológico– y ya no el de la normas, la
jurisprudencia o la doctrina de las que se pretende dar cuenta. Creo que
este alejamiento se encuentra en tensión con el carácter relativamente
pragmático de las elaboraciones jurídicas: la pertinencia o el poder
explicativo de un determinado análisis debe sostenerse en los resultados
que pueda aportar, más que en el hallazgo de un punto de partida omnis-
ciente o insospechado de parcialidad.
Paso ahora a presentar algunas aplicaciones posibles de las dos concep-
ciones de la noción de ideología presentadas antes al derecho.

16. Ver Karl Mannheim, Ideología y utopía, Aguilar, Madrid, 1973, pp. 267-289. Ver tam-
bién Jack Balkin, Cultural Software. A Theory of Ideology, op. cit., pp. 125-129; Clifford
Geertz, “Ideology as a Cultural Symbol”, en The Interpretation of Cultures, Basic Books,
Nueva York, 1973, pp. 194-196; David McLellan, Ideología, op. cit., pp. 64-75; Robert
Merton, Teoría y estructura sociales, FCE, México, 1964, pp. 485-503; Paul Ricoeur, Ideo-
logía y utopía, op. cit., pp. 51-52 y 191-210.

350
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

2. Análisis ideológico y concepción “neutra”


de la ideología

La concepción “neutra” de la ideología parte de la asunción de que


toda observación y valoración de la realidad supone un punto de mira
pautado por coordenadas históricas, culturales, sociales, económicas, etc.
A esto se agrega la obvia constatación de que, en terrenos diversos de la
vida social, los puntos de vista acerca de cómo es y cómo debiera ser el
mundo difieren. De ahí el intento por “modelizar” los distintos puntos
de vista, tratando de describirlos en su coherencia –o incoherencia–, de
explicar los factores que determinan el carácter compartido o colectivo –y
no meramente individual– de ciertos puntos de vista, y de contrastar los
distintos puntos de vista sobre la misma cuestión. Como dije antes, la
extensión de este análisis depende de limitar el punto de vista estudiado
a manifestaciones conscientes, o a incluir también elementos inconscien-
tes. La extensión también varía de acuerdo a la mayor o menor amplitud
con las que se identifiquen los temas o cuestiones sobre los cuales es per-
tinente hablar de ideologías: poca duda cabe sobre la aplicación del tér-
mino a los distintos puntos de vista sobre la política o el poder; probable-
mente, la aplicación del término a las distintas maneras de entender o
valorar el juego del fútbol generará menor aceptación.
Dicho esto, la pregunta que sigue es: ¿en qué sentido puede aplicarse
esta concepción “neutra” de la ideología al derecho? ¿Qué sentido tiene
decir que pueden rastrearse en el derecho componentes ideológicos? Ya
he sugerido tres áreas de aplicación posibles de la noción de ideología al
derecho: las normas, las decisiones de operadores jurídicos y la dogmática
jurídica. Veamos qué utilidad puede tener la noción neutra de ideología
en estas tres áreas.

2.a Ideología y normas jurídicas

La primera área en la que es posible explorar el empleo del análisis


ideológico es la de las normas jurídicas que forman parte de un deter-
minado ordenamiento positivo. Una primera observación, bastante ob-
via, es que las normas son manifestaciones ideológicas en el sentido de
que encarnan justamente modos de concebir y valorar las áreas de la
realidad social que, se supone, aquéllas están destinadas a regular. En
un sentido bastante amplio, en todo conjunto normativo que supere un

351
Christian Courtis

cierto umbral significativo pueden “leerse” marcas de una determinada


concepción política, social, económica, etc. En su intento por caracterizar
estas marcas, la dogmática jurídica suele “modelizar” tipos de ordena-
miento jurídico, distinguiendo, por ejemplo, entre constitucionalismo
liberal y constitucionalismo social, derecho penal autoritario y derecho
penal liberal, derecho civil de orientación liberal y derecho civil de orien-
tación social, etcétera.17
La explicitación del contenido o de la orientación ideológica de un
conjunto normativo está directamente relacionada con el análisis de los
“principios” que lo informan. La identificación de “principios” por parte
de la dogmática se efectúa principalmente a través de dos vías: la primera
es simplemente la descripción de los principios que el propio legislador
incorporó expresamente al conjunto normativo de que se trata –así, es
común en la tradición del derecho continental que las Constituciones o
las leyes orgánicas o reglamentarias hagan una declaración de los princi-
pios que, se pretende, constituyen los pilares ideológicos del régimen que
la norma instituye–. En este sentido, por ejemplo, la Constitución espa-
ñola declara que “España se constituye en un Estado social y democrático
de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento
jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político” (art.
1.1); la Ley General de Salud mexicana establece que, entre las finalida-
des del Sistema Nacional de Salud que la ley organiza, se encuentra la de
“(p)roporcionar servicios de salud a toda la población y mejorar la calidad
de los mismos, atendiendo a los problemas sanitarios prioritarios y a los
factores que condicionen y causen daños a la salud, con especial interés en
las acciones preventivas” (artículo 6 fracción I, LGS).
Hattenhauer presenta un ejemplo de otro signo político pero igual-
mente gráfico:

“El adiós al concepto ilustrado-burgués de persona se dio


en el Derecho público (...). La ‘ Reichsbürgergesetz ’ (Ley
de ciudadanía del Reich) del 15-9-1935 dijo adiós al pasa-
do. Su párr. 1º decía:

17. Luis Prieto Sanchís ofrece un ejemplo ilustrativo de este empleo del término en su
artículo “Presupuestos ideológicos y doctrinales de la jurisdicción constitucional”, en su
Justicia constitucional y derechos fundamentales, Trotta, Madrid, 2003, pp. 21-99.

352
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

Es miembro del Estado quien pertenece a la unión para la


defensa del Reich alemán, y por ello está especialmente obli-
gado con él.

Respecto de la nacionalidad, la Ley establecía en su párr. 2.º el


‘Derecho de ciudadano del Reich’:

Es ciudadano del Reich únicamente el nacional de sangre ale-


mana o afín, que demuestre con su comportamiento que desea
y es apto para servir con lealtad al pueblo y al Reich alemanes.

Mientras que, hasta entonces, la nacionalidad se adquiría ge-


neralmente por origen, el Derecho de ciudadanía del Reich la
fundamentaría en el otorgamiento de la carta de ciudadanía,
lo que propiciaba no sólo en la práctica política, sino también
en la letra de la Ley, dos grupos de nacionales que poseían
derechos y deberes diferentes y también distinta capacidad.
Volvió a estar vigente en Derecho el sistema de capacidades
jurídicas escalonadas, superado desde la desaparición del Esta-
do corporativo. Todos veían con claridad que la Ley estaba di-
rigida sobre todo contra los nacionales alemanes de origen ju-
dío. Aún no se quería prescindir de ellos como fuerza de traba-
jo o como contribuyentes, pero se adoptaron los derechos po-
líticos de cooperación precisamente contra ellos al clasificarlos
como ciudadanos de segunda clase. Ya quedaba recogido en el
texto de la Ley de ciudadanía del Reich que esta reforma era
susceptible de ampliación, que el sistema clasificatorio se iba a
depurar para poder aplicarlo también a los no judíos, lo que
hacía innecesaria cualquier nueva ley para aplastar con sus pos-
tulados a los enemigos políticos, a los masones, a los investiga-
dores de la Biblia, a los cristianos incómodos, etc.”.18

Una segunda vía para hacer explícitos los principios que informan un
determinado conjunto normativo, cuando éstos no son expresamente iden-
tificados por las propias normas bajo análisis, es la inducción o inferencia

18. Hans Hattenhauer, Conceptos fundamentales del Derecho civil, Ariel, Barcelona, 1987,
pp. 24-25.

353
Christian Courtis

del doctrinario. Muchos de los “principios” jurídicos de los que habla la


dogmática para caracterizar un determinado régimen legal son construc-
ciones inductivas o inferencias del sentido general que el observador le ha
asignado –es decir, una lectura en clave ideológica de cómo entender e
interpretar ese régimen legal–.
Esta inducción supone además efectos performativos, ya que –como se
sabe– una de las funciones cumplidas por la dogmática –que en otro
lugar he llamado función de lege lata– es la de sugerir soluciones dirigi-
das a los operadores del derecho frente a problemas de interpretación y
aplicación de las normas analizadas. Como veremos, uno de los soportes
ideológicos de las soluciones ofrecidas por el autor dogmático es, con
frecuencia, su propia inducción o inferencia al respecto de los “princi-
pios” que informan el conjunto normativo en el que la norma problemá-
tica está situada, de modo que su solución aparezca como coherente o
como “derivada” de aquel conjunto.
Creo, sin embargo, que el análisis ideológico potencia su utilidad cuando
hace explícita la conexión, frecuentemente pasada por alto, entre los “princi-
pios” declarados o inferidos de un cuerpo normativo determinado y una con-
cepción ideológica más general –mostrando así de qué manera aquel cuerpo
normativo constituye una “traducción” técnica de esta concepción–. Montero
Aroca suministra un buen ejemplo en materia de derecho procesal:

“El sistema procesal civil encuentra su apoyo ideológico en la


concepción liberal de la sociedad, que se manifiesta princi-
palmente en el aspecto económico, en la distinción entre in-
tereses públicos e intereses privados. En el proceso civil el
interés que la parte solicita que sea protegido o tutelado por
el órgano jurisdiccional es privado, siendo preponderante en
él la autonomía de la voluntad. El titular de ese interés es el
individuo, no la sociedad y, por tanto, se trata de un derecho
o interés disponible. La distinción entre derecho público y
derecho privado es fundamental y también el que el proceso
civil es el instrumento destinado a la satisfacción o tutela de
intereses privados.
La diferente naturaleza de los intereses en juego presupone la
existencia de dos tipos de procesos. Frente a un proceso nece-
sario, en el que por tratarse de intereses públicos el principio
de necesidad determinará su nacimiento y contenido, ha de

354
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

existir otro proceso en el que, por tratarse de intereses priva-


dos, la voluntad de las partes es el elemento determinante tan-
to de su nacimiento como de su contenido y de su extinción.
Estos dos modelos básicos se corresponden con los procesos
penal y civil; en el primero predomina el interés público, sien-
do su realización necesaria; en el segundo lo determinante para
la iniciación del mismo es la voluntad del individuo, el cual,
atendiendo a razones de oportunidad, acudirá o no al proceso
para la defensa de sus intereses”.19

Por obvio que parezca este ejercicio, hay algunos vericuetos más que
merecen ser explorados. He sugerido que todo conjunto normativo en-
carna cierto punto de vista político, social, económico, etc., es decir,
que incluye “marcas” ideológicas. Sin embargo, esta afirmación merece
algunas calificaciones. Nada asegura que un determinado régimen legal
sea exponente de “pureza” ideológica: la textura abierta de las normas y
el origen habitualmente transaccional de la legislación –sea por efecto
del pluralismo político, sea por efecto del pluralismo de intereses que
han jugado en sentidos opuestos detrás de la aprobación de una norma,
o de algún otro factor– es más bien propicio para el surgimiento de
valores o modelos en tensión en un mismo conjunto normativo. Un
ejemplo magnificado de este fenómeno es la sucesiva modificación par-
cial de un cuerpo normativo –Constitución o Código o ley orgánica,
por ejemplo–: es frecuente que cada nueva modificación incorpore “mar-
cas” ideológicas nuevas a una base normativa que respondía a una con-
cepción ideológica distinta, con lo que el efecto de las sucesivas modifi-
caciones parciales es la de un texto “parchado” por “marcas” ideológicas
no siempre compatibles. A partir de estas observaciones, y sin ánimo de
exhaustividad, sugeriré cuatro situaciones en las que el análisis ideológi-
co puede ser de utilidad.
La primera es el análisis de las orientaciones ideológicas en tensión
que alberga un mismo conjunto normativo. El conflicto entre valores
insertos en un mismo conjunto normativo, que conduce a impasses
interpretativos y a resultados opuestos, ha sido explorado con particular

19. Juan Montero Aroca, Los principios políticos de la Nueva Ley de Enjuiciamiento Civil,
Tirant Lo Blanch, Valencia, 2001, pp. 60-61.

355
Christian Courtis

detalle por el movimiento Critical Legal Studies.20 Así, por ejemplo,


autores como Jack Balkin, James Boyle, Clare Dalton y Duncan Kennedy
han sugerido la coexistencia de dos modelos ideológicos en gran medida
incompatibles en el derecho privado estadounidense, ofreciendo nume-
rosos ejemplos en el campo del derecho contractual y de la responsabili-
dad civil. Kennedy los denomina, respectivamente, individualismo y al-
truismo; Balkin, individualismo y comunalismo. Se trata, resumidamente,
de dos concepciones distintas acerca de la imposición de deberes y res-
ponsabilidades para con los demás: de acuerdo con Balkin, mientras el
individualismo aboga por la limitación de la imposición de responsabili-
dad a los casos de reprochabilidad moral, y a favor de la libertad de acción
y del derecho de autodeterminación de los demandados; el altruismo o
comunalismo propugna la aplicación de estándares más estrictos de res-
ponsabilidad, destinados a proteger a víctimas inocentes o a quienes pu-
dieran ser dañados por las actividades del demandado. La diferencia en el
grado de responsabilidad impuesto al demandado en cada modelo estri-
baría en una distinta concepción acerca de las expectativas y requerimien-
tos de la comunidad a cada uno de sus miembros, en una distinta con-
cepción acerca del empleo del poder coercitivo del Estado –en forma de
sanciones pecuniarias, restricciones de conducta o sanciones penales–, y
en una distinta concepción acerca de la justificabilidad de inhibir la li-
bertad de acción o elección de las personas a través de la imposición de
estándares de responsabilidad más altos.21 Balkin afirma que las posiciones
individualista y comunalista “representan dos visiones muy diferentes acer-
ca de la relación del individuo con los demás y con la sociedad como un
todo. Se trata de posiciones filosóficas polares. Se contradicen mutuamen-
te, y sin embargo están simultáneamente presente en nuestra conciencia

20. En el ámbito de la teoría del derecho española se ha banalizado la postura del movimien-
to, identificándolo con el rótulo “el derecho es política”. La tarea más interesante del grupo
no es la formulación de una nueva “teoría del derecho”, sino el trabajo concreto en distintas
ramas del derecho, como el derecho privado o el derecho constitucional. En esos ámbitos, los
autores vinculados al movimiento han articulado los distintos modelos en tensión y han
explorado las formas en las que afloran las contradicciones. Puede verse un breve panorama,
con ejemplo incluido, en Robert W. Gordon, “Cómo ‘descongelar’ la realidad legal: una
aproximación crítica al derecho”, en Christian Courtis (comp.), Desde otra mirada. Textos de
teoría crítica del derecho, op. cit., pp. 343-372.
21. Ver Jack Balkin, “The Crystalline Structure of Legal Thought”, en 39 Rutgers Law
Review (1986), p. 14

356
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

moral. La tensión entre ellas reaparece en cada paso de nuestras tomas de


decisión moral y jurídica, y se manifiesta en casi toda elección jurídica
con la que nos topamos”.22 En esta línea de ideas, Balkin dedica un largo
artículo a reconstruir y a oponer los argumentos doctrinarios típicos de
cada posición. Entre los argumentos sobre “responsabilidad y mereci-
miento moral” del derecho de daños, por ejemplo, identifica las siguien-
tes formas argumentativas individualistas:

“1) No debe haber responsabilidad civil sin culpa.


2) No debe haber responsabilidad civil sin causalidad.
3) No debe haber responsabilidad civil sin conducta o acción
humana.
4) No debe haber responsabilidad civil sin daño.
5) Entre dos culpables, el daño debe ser soportado por quien
lo sufrió.”

Las formas opuestas de argumentación comunalistas serían:

“1) La acción dañosa del demandado requiere la imposición


de responsabilidad.
2) Entre dos inocentes, quien causó el daño debe indemnizarlo.
3) La libertad de acción implica hacerse cargo de los riesgos
creados.
4) El daño sufrido por la víctima requiere la imposición de
responsabilidad.
5) Una víctima inocente no puede ser forzada a renunciar a la
indemnización.”23

Balkin señala que todo cuerpo de normas y de doctrina puede ser visto
como una serie diádica de elecciones entre reglas de creciente especifici-
dad. 24 Cada elección nos confronta nuevamente con respuestas
individualistas y comunalistas, de manera que “amplios segmentos de la
doctrina legal (expresada en elecciones diádicas de reglas) recapitula la
dialéctica entre pares de ideas opuestas. La oposición se replica en cada

22. Jack Balkin, “The Crystalline Structure of Legal Thought”, op. cit., pp. 15-16.
23. Jack Balkin, “The Crystalline Structure of Legal Thought”, op. cit., p. 24.
24. Jack Balkin, “The Crystalline Structure of Legal Thought”, op. cit., p. 10.

357
Christian Courtis

nivel de complejidad doctrinal (...), y a través de las distintas áreas de la


doctrina legal”.25
No muy distinto es el señalamiento de Luis Prieto respecto de la hete-
rogeneidad del contenido material de las constituciones contemporáneas:

“Las Constituciones principialistas de nuestros días asumen la


función de modelar el conjunto de la vida social, pero ¿cómo y
en qué sentido lo hacen? Parece que no como un decisión cate-
górica de un grupo o ideología que, desde una filosofía política
homogénea, diseña un marco unívoco y cerrado de conviven-
cia; no se trata, para entendernos, de Constituciones comunis-
tas o fascistas, ni siquiera de documentos claramente transfor-
madores o conservadores. (...) Me parece que el fenómeno co-
mentado es particularmente cierto en el caso de la Constitu-
ción española, cuyo título de Constitución del consenso, muy
celebrado en los comienzos de su andadura, tal vez deba ser
matizado. No significa ese consenso –que sin duda existió en
la aprobación del documento– un simple acuerdo de mínimos
sobre las reglas del juego democrático que dejase las manos
libres al futuro legislador, tampoco la incorporación de conte-
nidos materiales claros y precisos, aun cuando pudieran ser el
fruto de mutuas concesiones, sino que viene a expresar la
plasmación de líneas o principios ideológicos heterogéneos y a
veces tendencialmente contradictorios que presentan, sin em-
bargo, una idéntica pretensión de validez y de conformación
de la sociedad. (...) Otras veces (...) lo que ocurre es que se
incorporan normas que resultan coherentes en el nivel abstrac-
to o de la fundamentación, pero que conducen a eventuales
conflictos en el nivel concreto o de la aplicación. Así (...) las
Constituciones suelen estimular las medidas de igualdad sus-
tancial, pero garantizan también la igualdad jurídica o formal,
y es absolutamente evidente que toda política orientada en
favor de la primera ha de tropezar con el obstáculo que supone
la segunda; se proclama la libertad de expresión, pero también
el derecho al honor, y asimismo es obvio que pueden entrar en

25. Jack Balkin, “The Crystalline Structure of Legal Thought”, op. cit., p. 12.

358
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

conflicto; la cláusula del Estado social, que comprende distin-


tas directrices de actuación pública, necesariamente ha de in-
terferir con el modelo constitucional de la economía de merca-
do, con el derecho de propiedad o con la autonomía de la
voluntad y, desde luego, ha de interferir siempre con las anti-
guamente indiscutibles prerrogativas del legislador para dise-
ñar la política social y económica. Y así sucesivamente; tal vez
sea exagerar un poco, pero casi podría decirse que no hay nor-
ma sustantiva de la Constitución que no encuentre frente a sí
otras normas capaces de suministrar eventualmente razones
para una solución contraria”.26

Un segundo escenario que ofrece un potencial interesante para explo-


rar es el de aquellos casos en los que la ideología expresamente declarada
por una norma es frustrada o dificultada por su regulación. Nuevamente
nos enfrentamos con tensiones ideológicas en un mismo cuerpo normati-
vo, o entre un cuerpo normativo y las normas inferiores que pretenden
reglamentarlo: a la ideología declarada del texto normativo se le opone
una ideología no explicitada, pero operativa, que puede identificarse en
los dispositivos normativos aparentemente destinados a especificarlo y
ponerlo en funcionamiento.
Un par de ejemplos –uno mexicano y otro español– pueden ilustrar la
cuestión. El caso mexicano es el siguiente: la llamada Ley Federal de Res-
ponsabilidad Patrimonial del Estado, publicada el 31 de diciembre de
2004, afirma tener por objeto “fijar las bases y procedimientos para reco-
nocer el derecho a la indemnización a quienes, sin obligación jurídica de
soportarlo, sufran daños en cualquiera de sus bienes y derechos como
consecuencia de la actividad administrativa irregular del Estado” (art. 1).
La misma norma establece un régimen de responsabilidad estatal objetiva y
directa. Sin embargo, el articulado de la ley se encarga de obstaculizar el
derecho a la indemnización declarado como objeto de la ley: así, por ejem-
plo, el artículo 5 subordina el pago de las indemnizaciones derivadas de la
ley a la disponibilidad presupuestaria del ejercicio fiscal correspondiente; el
artículo 6 fija un tope máximo a la inclusión de partidas presupuestarias

26. Ver Luis Prieto Sanchís, “Sobre el neoconstitucionalismo y sus implicaciones”, en Justicia
constitucional y derechos fundamentales, Trotta, Madrid, 2003, pp. 122-124 (los resaltados
son míos).

359
Christian Courtis

para pagar indemnizaciones; el artículo 7 somete el pago de las


indemnizaciones a la previa autorización de la Secretaría de Hacienda y
Crédito Público o a la de los órganos de gobierno de entidades de la
Administración Pública no sujetas o sujetas parcialmente a control
presupuestal; el artículo 11 inciso f ) autoriza a los entes públicos a cubrir
el monto de las indemnizaciones a través de pagos parciales subsecuentes.
Las condiciones establecidas parecen destinadas no a garantizar la indem-
nización, sino a darle al Estado facilidades para postergarla o frustrarla.
La Ley española 51/2003, del 2 de diciembre, de Igualdad de Opor-
tunidades, No Discriminación y Accesibilidad Universal de las Personas
con Discapacidad adopta una concepción social de la discapacidad, po-
niendo énfasis en la eliminación de la discriminación y de las barreras a la
participación, y en el diseño universal. La ley relaciona estos objetivos con
la garantía y efectividad del principio de igualdad de oportunidades de
las personas con discapacidad (cfr. art. 1 de la ley y el punto I de la
exposición de motivos). Este enfoque se complementa con el reconoci-
miento de la necesidad de acciones positivas, y con la adopción de medi-
das que permitan compensar desventajas creadas por el entorno y poten-
ciar las capacidades individuales (artículos 8 y 9). Sin embargo, la defini-
ción de “persona con discapacidad” adoptada frustra en alguna medida el
objetivo antidiscriminatorio de la ley. El art. 1.2 establece que:

“A los efectos de esta ley, tendrán la consideración de personas


con discapacidad aquellas a quienes se les haya reconocido un
grado de minusvalía igual o superior al 33 por ciento. En todo
caso, se considerarán afectados por una minusvalía en grado
igual o superior al 33 por ciento los pensionistas de la Seguri-
dad Social que tengan reconocida una pensión de incapacidad
permanente en el grado de total, absoluta o gran invalidez, y a
los pensionistas de clases pasivas que tengan reconocida una
pensión de jubilación o de retiro por incapacidad permanente
para el servicio o inutilidad.
La acreditación del grado de minusvalía se realizará en los tér-
minos establecidos reglamentariamente y tendrá validez en todo
el territorio nacional.”

La definición adoptada va en contra del modelo que informa primaria-


mente la ley: no responde a una concepción social de la discapacidad,

360
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

sino a una concepción médica. Definiciones de este tipo podrían ser acep-
tables para normas que tengan como fin distribuir beneficios. Esta ley,
sin embargo, declara no estar destinada a distribuir beneficios sino a re-
mover la discriminación. Para ello, es irrelevante el “porcentaje de disca-
pacidad” que se alegue: la existencia de prejuicios y barreras sociales afec-
tan también a quien es percibido como persona con discapacidad, inde-
pendientemente de la afectación concreta que pueda tener cierta diferen-
cia física o psíquica sobre su habilidad para realizar cierta actividad. La
apariencia de discapacidad o percepción de discapacidad por parte de
terceros –el caso de los infectados de VIH/SIDA es paradigmático al res-
pecto– también es fuente potencial de discriminación y, sin embargo, la
definición adoptada excluye la tutela de la ley en esos casos. Quien no
registre limitaciones en alguna actividad no requerirá compensaciones,
pero eso no lo libra de ser víctima de discriminación. La definición de la
ley pone a estas personas en la peor situación posible: sufren de discrimina-
ción porque se las percibe como personas con discapacidad o porque tienen
un antecedente de discapacidad, pero no reúnen el “porcentaje de
discapacidad” necesario para recibir la tutela antidiscriminatoria de la ley.
En tercer lugar, la ideología encarnada en un conjunto normativo pue-
de ser frustrada por sus aplicadores: en la medida en que la ideología que
informa un conjunto normativo no opera sola, sino que requiere, al me-
nos en los casos litigiosos, del concurso del Poder Judicial, la interpreta-
ción judicial de las normas es un campo nada infrecuente de bloqueo o
modificación de ese contenido ideológico. Guardaré algunos comentarios
para el tratamiento del análisis ideológico de la función judicial.
En cuarto lugar, y en sentido similar, dado que la posibilidad de operar
con normas está en parte mediada por las construcciones teóricas de la
dogmática, el discurso de la doctrina puede colaborar con el bloqueo o
modificación del contenido ideológico de un conjunto normativo. Más
abajo agregaré algunos comentarios al respecto.
Agregaré a lo dicho otra dimensión en la que el análisis ideológico
puede proporcionar una clave de lectura fértil para entender la estructura y
contenido de las normas. Es evidente que las normas no describen el mun-
do, sino que pretenden regularlo. Sin embargo, para regularlo, un requisito
mínimo es el de nombrarlo, el de aproximarse al área de la realidad social
que se pretende normar a través de distinciones que permitan operar sobre
ella. Para normar o juridificar un área determinada de la vida social, es
necesario desarrollar elementos que guardan una poderosa analogía con los

361
Christian Courtis

dispositivos narrativos de la literatura: establecer sujetos (personajes, agen-


tes o actantes, según el lenguaje de distintas disciplinas), asignarles carac-
terísticas, establecer modos de relación entre esos personajes, fijar marcos
espaciales y temporales, establecer hipótesis de cooperación o de conflicto
–en resumen, urdir una trama–. Abordar la construcción de estos ele-
mentos, de sus caracteres y de sus relaciones pone en evidencia el carácter
artificial y convencional del derecho. Las decisiones relativas a la cons-
trucción de esta trama de elementos en cada rama del derecho constitu-
yen, evidentemente, otro lugar privilegiado del análisis ideológico. Aun-
que el contenido ideológico de esta trama raramente aparezca explicitado
del mismo modo en que aparecen explicitados los “principios” que infor-
man un cuerpo normativo o un instituto jurídico, el análisis de la forma
en que cada rama del derecho delinea sus propios elementos es una fuente
fascinante de descubrimientos. Por razones de espacio, me limitaré aquí a
un ejemplo suficientemente ilustrativo. Uno de los dispositivos más co-
munes de la construcción de “tramas” jurídicas es la normatización de
una situación ideal-típica, de una “imagen” que se adopta como modelo
para diseñar regulaciones –prohibiciones, mandatos o facultades–. Esa
“imagen” es, frecuentemente, el resultado de un proceso de “selección”,
de “normalización” –en el sentido de transformación en un parámetro, en
un referente, en una regla– de rasgos que se abstraen de una situación
determinada de la vida social. La situación ideal-típica funciona, por opo-
sición, como parámetro para delimitar excepciones y casos excluidos, como
fuente de analogía, como modelo teórico para extraer notas definitorias,
categorías y “principios”, en fin, como ejemplar del que pueden extraer-
se criterios para crear nuevas normas y para operar sobre las existentes.
La selección de una situación ideal-típica o “imagen” constituye, como
es evidente, una manifestación ideológica, ya que es justamente la ex-
presión de una concepción o punto de vista particular de observación y
valoración del mundo.
Dos ejemplos servirán para ilustrar este punto. Después de describir el
modelo de organización sindical y el diseño de sus funciones en el marco de
las relaciones de trabajo y en el del sistema político, Antonio Baylos afirma:

“Sin embargo, el panorama que ofrecía la realidad en 1978 no


se correspondía con el tipo de sindicato que diseñaba la Cons-
titución. Era inexistente una práctica organizativa estable de
los sindicatos de trabajadores, habituados a la clandestinidad

362
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

o, incluso, a expresarse teórica y organizativamente más como


‘movimiento’ que como ‘organización’. La presencia de sindi-
catos no era uniforme en los diversos sectores de la población
ni en los diversos territorios del Estado, ni resultaba fácil pre-
decir el peso real de las principales opciones sindicales, tanto
históricas como nacidas en la clandestinidad bajo el franquismo
y, en fin, tras la ruptura de los incipientes intentos de unidad
de acción sindical a través de la COS [Coordinadora de orga-
nizaciones sindicales], la situación de hecho se caracterizaba,
después de la euforia de la legalización de las organizaciones
profesionales por obra de la LAS [Ley de asociaciones sindica-
les], por una explosión de siglas, un acentuado y enconado
pluralismo sindical de tendencias centrífugas”.27

En otras palabras: la situación ideal-típica elegida para delinear el


modelo de sindicato incorporado al texto constitucional de 1978 parece
haber elegido rasgos poco comunes en la situación sindical española de
ese período, y se inspiró más bien en la proyección de rasgos de países con
un mayor desarrollo sindical, como Italia y Alemania.
Al comentar las necesidades de formulación de nuevos instrumentos
legales capaces de tratar adecuadamente el riesgo tecnológico de las socie-
dades contemporáneas, Esteve Pardo señala la inadecuación de la tradi-
cional noción de poder de policía administrativo en la materia:

“La fórmula característica [del modelo de poder de policía ad-


ministrativo] era –y se mantiene plenamente operativa con
modulaciones– el acto de intervención singular y puntual. Ello
es así desde el momento en que estas medidas se conciben para
hacer frente a molestias (Storungen) que se producen también
con carácter singular por los individuos (desde la existencia
individual, Einzeldasein). En rigor; con estas medidas de poli-
cía lo que se trata es de corregir a los elementos discordantes,
por principio marginales, que se desvían o atentan contra el
orden establecido en la comunidad.

27. Antonio Baylos, Derecho del Trabajo: modelo para armar, Trotta, Madrid, 1991, p. 131.

363
Christian Courtis

Pues bien, este planteamiento se ha invertido del todo si fija-


mos la atención en los riesgos derivados del progreso en la
moderna sociedad industrial. No se trata de riesgos externos,
generados por elementos discordantes y marginales, allende la
legalidad. Es el orden mismo de la comunidad el que ha hecho
de la actividad industrial y de transformación de la naturaleza
su principal eje de progreso perfectamente protegido, progra-
mado e incentivado por el orden jurídico. Y es precisamente
en el seno mismo del orden de la sociedad –objeto central de
protección de la policía administrativa y sus medidas–, de la
sociedad industrial, y en el marco de la legalidad, donde se
generan los riesgos a los que atendemos y que planean sobre el
medio ambiente y las condiciones de vida de la propia socie-
dad. En esta paradójica encrucijada, el tradicional
instrumentario jurídico, hasta ahora decididamente al servicio
del progreso tecnológico, muestra sus contradicciones cuando
se trata de reorientarlo para controlar y encauzar ese progreso
y hacer frente a los riesgos que genera”.28

En este caso, se subraya que la situación ideal-típica que ha determina-


do el diseño del modelo de poder de policía administrativo no se corres-
ponde con las necesidades actuales de gestión del riesgo tecnológico, y
que, por ende, resulta inadecuado para regularlo.

2.b Ideología y jurisprudencia

Hasta aquí, he formulado algunas aproximaciones al posible empleo


de la noción “neutra” de ideología para analizar normas. El caso de la
jurisprudencia presenta, para esta perspectiva, algunos problemas parti-
culares, relacionados con el tradicional problema de la interpretación ju-
dicial del derecho. El marco fundamental de las posibilidades de análisis
ideológico de la jurisprudencia es el de la relativa indeterminación e
interpretabilidad del derecho. Razones diversas –características de los len-
guajes naturales en los que se expresan normas y principios, como la ambi-
güedad, vaguedad y textura abierta–; tensiones entre valores incorporados

28. José Esteve Pardo, Técnica, riesgo y Derecho. Tratamiento del riesgo tecnológico en el
Derecho ambiental, Ariel, Barcelona, 1999, p. 71.

364
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

simultáneamente por el orden jurídico; la existencia de normas incompa-


tibles y de normas incompletas; remisiones a estándares de moralidad
social; incompatibilidad aparente entre los motivos de sanción de una
norma y su texto; incoherencia de los precedentes legales, entre muchas
otras– hacen que el orden jurídico no sea un sistema unívoco, que permi-
ta extraer deductivamente soluciones para todos los casos sin que medie
por parte de los jueces una tarea de asignación y deslinde de sentidos, de
reconstrucción hermenéutica, de decisión entre opciones interpretativas.
Ésta constituye, claro está, una instancia privilegiada de análisis ideológi-
co, en la medida en que las tomas de decisión hechas por los jueces –y,
especialmente, los motivos o construcciones discursivas empleados para
justificar esas tomas de decisión– pueden ser leídas como manifestaciones
particulares de concepciones ideológicas más amplias.
He mencionado antes un ejemplo –que es sólo uno entre muchos ejem-
plos posibles– en el que la dimensión ideológica de una interpretación
judicial se hace evidente: los casos de frustración de la ideología encarna-
da por la norma aplicada a partir de interpretaciones judiciales que modi-
fican, desplazan o sencillamente niegan su sentido. Un ejemplo argentino
–casi folklórico– servirá de ilustración. En marzo de 1997, el Congreso
de la Nación aprobó una ley que, entre otras disposiciones, derogó la
exención del pago del impuesto a las ganancias a los sueldos de los minis-
tros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, los tribunales provin-
ciales, los vocales de las Cámaras de Apelaciones, los jueces nacionales y
provinciales, los vocales de los tribunales de Cuentas y tribunales Fiscales
de la Nación y las provincias. Pocos días después –en un ejemplo inédito
de activismo– la Corte Suprema de Justicia dictó una acordada por la cual
resolvió que esta ley era inaplicable a los magistrados y funcionarios del
Poder Judicial de la Nación, bajo la justificación de la vulneración del
principio de intangibilidad del salario de los magistrados. Esta acordada
decide sobre la constitucionalidad de una ley fuera de una causa concreta,
sin pedido de parte y pretendiendo reglar la cuestión de modo general –es
decir, contrariando todos los principios tradicionales, impuestos
pretorianamente, de control judicial de constitucionalidad en el denomi-
nado sistema de control difuso–. Los jueces que firmaron la acordada tam-
poco se excusaron de decidir sobre la cuestión –cuando evidentemente les
era aplicable–. Amén de la posible explicación a partir del autointerés –“los
jueces no quieren pagar impuestos”–, la justificación dada por los jueces de
la Corte Suprema para incumplir derechamente con la ley representa un

365
Christian Courtis

ejemplo manifiesto de choque ideológico –entre la ideología encarnada


por la norma en cuestión sobre la subordinación de los jueces al poder
tributario del Estado y la reconstrucción ideológica de los jueces acerca
de la garantía institucional de la intangibilidad de sus salarios.
El ejemplo, sin embargo, no pretende sugerir que la instancias de de-
cisión en las que se manifiestan opciones ideológicas de los jueces son sólo
aquellas situaciones extremas en que los jueces desconocen una norma. El
caso ilustra simplemente una situación en la que esta manifestación es
evidente. Sin embargo, todo caso en el que los jueces ejercen algún poder
interpretativo frente a opciones significativas que derivan de la indetermi-
nación del orden jurídico puede ser reconstruido a partir de su conexión
con una concepción ideológica más amplia.
Duncan Kennedy contribuye con un interesante ejemplo de un pro-
yecto académico de este tipo. En una obra dedicada a analizar críticamente
la función judicial, Kennedy articula las concepciones neutra y negativa
de ideología. Trataré después su empleo de la concepción negativa de
ideología: aquí interesa señalar el uso que hace de la concepción neutra.
De acuerdo con el intento de reconstrucción de Kennedy, el ejercicio de
la función judicial en los Estados Unidos es un espacio de confrontación
de dos ideologías, la liberal y la conservadora. Estas posiciones son descri-
tas brevemente de este modo:

“El liberalismo estadounidense ante los tribunales puede ser


someramente definido como el proyecto de eliminar las des-
igualdades basadas sobre un status, tanto en el tratamiento
del sistema legal formal como en el del mercado privado; la
promoción del pluralismo cultural (tolerancia); la promoción
de reglas legales que aumenten el provecho de los trabajado-
res, de otros grupos desfavorecidos, de consumidores y de los
amantes del medio ambiente, a expensas de los dueños de
empresas; la promoción de un marco participativo/terapéuti-
co para el ejercicio de la autoridad legítima; y la promoción de
concepciones participativas de la democracia. Conservaduris-
mo significa favorecer la preservación de distinciones de status
preliberales, la represión de distintos tipos de desviaciones, la
preservación o el aumento del provecho de los dueños de em-
presas en su trato con trabajadores, consumidores y
ambientalistas, la defensa de medios autoritarios de ejercicio

366
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

de la autoridad, y la resistencia frente a formas participativas


de la democracia, en favor de las instituciones establecidas”.

Ambas ideologías, sin embargo, comparten algunos principios:

“Puede decirse que ambas teorías generales confían en los de-


rechos, en la moralidad y en el bienestar social, y lo que es más
sorprendente sobre el liberalismo y el conservadurismo es su
acuerdo virtualmente total acerca de los principios generales
[que las rigen]. Ambas posiciones favorecen la regla de la ma-
yoría, los derechos individuales y el Estado de derecho; ambas
abrazan los códigos morales judeo-cristianos; ambas favorecen
una economía de mercado regulada con redes de seguridad”.29

La tesis expuesta en el libro pretende mostrar cómo las decisiones judi-


ciales que Kennedy toma como ejemplo –las decisiones de tribunales de
apelación que deciden mayoritariamente sobre cuestiones de derecho–
suponen para los jueces estadounidenses una opción, en todas las áreas
jurídicas, entre una interpretación liberal y una interpretación conserva-
dora. Kennedy señala además –en sentido similar a la ya mencionada
tesis de Balkin– que todo el instrumental argumental de una y otra posi-
ción se construye a partir de series de oposiciones similares que generan
argumentos y contraargumentos canónicos sobre cada tema en disputa.30

2.c Ideología y dogmática

En tercer lugar, el análisis ideológico puede dirigirse a las construccio-


nes y soluciones debidas a la dogmática jurídica. Ya he adelantado alguna
idea sobre las posibilidades de análisis ideológico de la dogmática. Algu-
nas de estas posibilidades se emparentan con las dimensiones tratadas
para el caso del análisis ideológico de la jurisprudencia: las propuestas de
lege lata hechas por la dogmática pueden ser vistas como recomendacio-
nes interpretativas dirigidas a convencer a los jueces de que las apliquen.
De modo que lo único que diferencia conceptualmente la decisión de un

29. Ver Duncan Kennedy, A Critique of Adjudication (fin de siècle), op. cit., p. 47.
30. Ver Duncan Kennedy, A Critique of Adjudication (fin de siècle), op. cit., pp. 133-156.

367
Christian Courtis

juez de la propuesta de lege lata de un dogmático es que el ordenamiento


legal dota a las decisiones del juez de valor jurídico, mientras que las
interpretaciones del dogmático carecen de ese valor –de modo que su
peso depende de su capacidad de persuasión–. Más allá de esta importan-
te diferencia, el tipo de problemas que motiva la articulación de interpre-
taciones que pueden leerse ideológicamente es el mismo –para decirlo
brevemente, problemas que surgen de la indeterminación del derecho, de
la que se deriva la posibilidad de dos o más soluciones aceptables. Como
ya he dicho, una de las formas de presentar una solución propuesta como
“derivada” del derecho positivo es la de inducir o inferir los “principios”
que informan el conjunto normativo en el que se sitúa o con el cual se
relaciona la norma problemática. La mediación a favor de una de esas
posibles soluciones por parte de la dogmática puede reconstruirse en tér-
minos ideológicos, esto es, de preferencia axiológica de una posibilidad
por sobre las demás.
Un ejemplo puede aclarar lo dicho. Tulio Rosembuj delinea dos mode-
los ideológicos de concepción de la garantía de reserva de ley en materia
tributaria. La versión clásica, ligada al liberalismo, reposaría sobre los si-
guientes supuestos:

“La propiedad privada, inviolable y libre, junto al contrato


libremente formado y con valor de ley (...), son las dos bases
sobre la cual se edificará el orden liberal. La reserva de ley es
una garantía para que la supremacía jurídica del poder públi-
co no desborde tales bases; pero, siempre teniendo en cuenta
que los términos del problema presuponen que no existe en la
sociedad otro poder de imperio que el derivado del poder pú-
blico. Obviamente, se parte de la premisa que en los negocios
jurídicos de derecho privado las partes ocupan posiciones
simétricamente iguales, están en paridad de posiciones”.

La versión correspondiente al Estado social se presenta del siguiente modo:

“Si es coherente sostener la legalidad tributaria como límite de


la arbitrariedad del Estado en circunstancias de la celebración
de negocios jurídicos de derecho privado entre partes libres e
iguales, no sucede lo mismo en circunstancias de supremacía o
prevalencia sustantiva de una de las partes según esquemas

368
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

formales de derecho privado. En ese caso, nada impide reco-


nocer en la supremacía del sujeto privado una fuente extralegal
de imposición de prestaciones pecuniarias realizadas a través
de figuras contractuales. La posibilidad de ejercer poderes de
supremacía por los particulares, imponiendo prestaciones sobre
los otros particulares, produce la multiplicación del imperium
–en sentido lato– en el seno de la sociedad y con ello cede el
razonamiento que trata de encerrar la arbitrariedad única y ex-
clusivamente en el poder público, ya que también hay particu-
lares con poder de imperio que penetran coactivamente en la
esfera patrimonial de otros particulares. (...)
La exigencia actual de la reserva de ley en materia tributaria
obedece a la aptitud del procedimiento legislativo de realizar
una función de control social, directo o indirecto, tanto sobre
la conducta del Estado-organización como, en manera refleja,
respecto del poder de supremacía de determinados entes pri-
vados en las relaciones interprivadas, en razón de la tutela del
interés general de la sociedad.
Los términos actuales de la cuestión, entonces, pueden
resumirse en legalidad-tributo-sociedad en lugar de legalidad-
tributo-propiedad privada. La eficacia de la reserva de ley, su
virtualidad jurídica, reside en su instrumentación, ya no en
carácter de garantía de la autonomía patrimonial del indivi-
duo, sino a modo de garantía de las necesidades comunes y
fines sociales de la organización nacional”.31

Lo particular del caso es que, como reconoce el mismo autor, ambos


modelos son reconstrucciones alternativas del mismo texto constitucio-
nal. Más allá del hecho, ilustrativo aunque no siempre frecuente, de que
el autor identifique el sentido político de cada una de las opciones
interpretativas que presenta, toda discusión dogmática de lege lata, es
decir, toda recomendación interpretativa formulada por la dogmática en
casos de indeterminación, puede ser reconstruida a partir del develamiento
de su preferencia axiológica vis-à-vis la preferencia ideológica encarnada por

31. Tulio Raúl Rosembuj, “Reflexiones actuales sobre la reserva de ley en materia tributaria”,
en El hecho de contribuir, Cooperadora de Derecho y Ciencias Sociales, Buenos Aires, 1973,
pp. 57-58 y 65-67.

369
Christian Courtis

opciones interpretativas que se le oponen. Paternalismo/autodeterminación,


defensa social/garantismo, preservación del principio de autoridad del em-
presario/protección de los trabajadores, defensa de la libertad de prensa/
defensa de la intimidad y del honor de las personas, intervención estatal/
autorregulación, altruismo/individualismo, son algunos de los múltiples
ejes de oposición ideológica a partir de los cuales es posible reconstruir el
debate dogmático en las diferentes ramas del derecho. Las propuestas de
lege ferenda de la dogmática son manifestaciones aun más evidentes de la
orientación ideológica de quien las postula.
Hay, sin embargo, un terreno importante de exploración en clave ideo-
lógica, poco frecuente en el análisis jurídico tradicional. Una de las tareas
más importantes llevadas a cabo por la dogmática es la tarea de sistemati-
zación del derecho positivo. Esta tarea no se limita a la mera síntesis o
reexpresión de las normas del derecho positivo, sino que se vehiculiza
fundamentalmente por medio de la construcción de teorías, principios,
distinciones y categorías, a través de los cuales el doctrinario pretender
dar cuenta del contenido y del sentido del subconjunto normativo anali-
zado, proporcionar un marco interpretativo a partir del cual derivar solu-
ciones para casos de indeterminación y proporcionar un esquema heurístico
que permita la transmisión del conocimiento de las normas en cuestión.
El éxito de tales teorías, principios o categorías se traduce en su influencia
tanto en el plano de las decisiones judiciales como en la creación y modi-
ficación de normas del derecho positivo. Construcciones teóricas tales
como las denominadas “teoría del delito”, “teoría general de los hechos y
actos jurídicos”, “teoría de la responsabilidad civil”, “teoría de las rela-
ciones especiales de sujeción”, “teoría de la zona de reserva de los po-
deres del Estado” constituyen generalizaciones ordenadas a partir de
un punto de vista axiológico, que pretende dar unidad a un conjunto
normativo, superar problemas de inconsistencia valorativa y proyectar
guías interpretativas para superar problemas de aplicación. La cons-
trucción de teorías está articulada sobre principios, distinciones y ca-
tegorías, y todas ellas son expresión de un punto de vista, de una
mirada acerca del mundo, de un recorte particular de rasgos relevan-
tes y preferencias axiológicas. El análisis ideológico estaría orientado a
develar estas escalas de relevancia, estas preferencias axiológicas que
subyacen a las construcciones dogmáticas.
Aunque la cuestión requeriría mucho más espacio del que puedo dedi-
car aquí, presentaré un ejemplo interesante de una vertiente de este tipo

370
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

de análisis –la variante “genealógica”, es decir, aquella dedicada a mos-


trar las raíces histórico-políticas de una determinada categoría jurídi-
ca. José Reinaldo de Lima Lopes efectúa un análisis de la relación
entre la noción de derecho subjetivo y el derecho de propiedad –la
tesis afirma que la construcción originaria de la noción de derecho
subjetivo tuvo como modelo al derecho de propiedad–. El autor citado
señala que:

“Hay una relación directa entre el desarrollo del concepto de


derecho de propiedad y del de derecho subjetivo (...) Estas
concepciones modernas de derecho subjetivo [las de Hobbes
y Locke] tienen la característica del reflejo: funcionan cuan-
do se trata de dos individuos, de dos partes. La cuestión se
complica cuando se trata de hablar de derecho o libertades
para el mantenimiento de la vida en general, no sólo de in-
tercambios individuales. (...) Así, es con el advenimiento de
la modernidad, del jusnaturalismo racionalista y del nuevo
orden burgués, que la propiedad se constituye en categoría
central del derecho subjetivo; antes, se produce la constitu-
ción de la propia categoría de derecho subjetivo, como ya fue
apuntado, en la obra de Hobbes, Locke, Grocio. (...) Esta
digresión histórica no puede ser confundida con la inexisten-
cia de proceso de apropiación en fases históricas anteriores a
la modernidad. Nuestro objetivo aquí es sólo constatar que
el concepto de derecho subjetivo como fundamento del or-
den jurídico tiene una formulación propia en la moderni-
dad. Además de eso, que la propiedad, como exclusión de
todos los otros derechos sobre la cosa, o incluso de todos los
otros derechos sobre la cosa como simples derivados de la
propiedad, es moderna”.32

32. José Reinaldo de Lima Lopes, “Direito subjetivo e direitos sociais: o dilema do Judiciário
no Estado social de direito”, en José Eduardo Faria (org.), Direitos humanos, direitos sociais
e justiça, Malheiros, San Pablo, 1994, pp. 116, 120, 123.

371
Christian Courtis

3. Análisis ideológico y concepción “negativa” de


la ideología

Aunque el sentido negativo, crítico o peyorativo33 del término ideo-


logía es generalmente asociado con su empleo en la obra de Karl Marx,34
lo cierto es que este sentido no es típico de todas las aproximaciones
marxistas o posmarxistas al problema de la ideología.35 El sentido nega-
tivo del término también aparece, explícita o implícitamente, en abor-
dajes de otras teorías emancipatorias –como el feminismo, el
multiculturalismo, los estudios raciales, los estudios coloniales y
poscoloniales, los estudios queer o los estudios sobre discapacidad,

33. Paradójicamente, el sentido originario del término “ideología” era positivo: se trataba
de un proyecto de “ciencia de las ideas”, debido a Destutt de Tracy y la Escuela de los
Ideólogos. Quien le asignó el tono peyorativo que se mantiene aún hoy fue Napoleón
Bonaparte, que imputó a los “ideólogos” parte del descrédito político debido a la derrota
militar en Rusia. Para un análisis del origen del término, ver Terry Eagleton, Ideología. Una
introducción, op. cit., pp. 96-102; Enrique Marí, Neopositivismo e ideología, op. cit., pp.
87-95; Arne Naess, “Historia del término ‘ideología’, desde Desttut de Tracy hasta Karl
Marx”, en Irving Louis Horowitz (dir.), Historia y elementos de la Sociología del Conoci-
miento, Eudeba, Buenos Aires, 1964, T. I, pp. 23-29; John Thompson, Ideología y cultura
moderna, op. cit., pp. 32-36.
34. Ver Terry Eagleton, Ideología. Una introducción, op. cit., pp. 103-126; Enrique Marí,
Neopositivismo e ideología, op. cit., pp. 97-117; David McLellan, Ideología, op. cit., pp. 25-
38; Jorge Larraín, The Concept of Ideology, op. cit.; Arne Naess, “Historia del término
‘ideología’, desde Desttut de Tracy hasta Karl Marx”, op. cit., pp. 29-37; Paul Ricoeur,
Ideología y utopía, op. cit., pp. 65-140; John Thompson, Ideología y cultura moderna, op.
cit., pp. 36-49; Luis Villoro, “El concepto de ideología en Marx y en Engels”, en Mario H.
Otero (comp.), Ideología y ciencias sociales, UNAM, México, 1979, pp. 11-39; Raymond
Williams, Marxismo y literatura, Península, Barcelona, 1997, pp. 77-84, e “Ideología”, en
Palabras claves. Un vocabulario de la cultura y de la sociedad, Nueva Visión, Buenos Aires,
2003, pp. 170-172.
35. Autores del peso de Gramsci, Lenin y Lukács, por ejemplo, emplean la noción de ideología
en un sentido neutro –y en ese sentido hablan de “ideología burguesa” e “ideología proletaria”.
Ver Terry Eagleton, Ideología. Una introducción, op. cit., pp. 127-162; John Thompson,
Ideología y cultura moderna, op. cit., pp. 50-51. La posición de Louis Althusser –uno de los
autores más influyentes de la tradición marxista sobre esta cuestión– es equívoca: por un lado,
sostiene el carácter “imaginario” y distorsionado de la ideología con respecto a las condiciones
“reales” de existencia; por el otro, afirma su carácter constituyente, universal e inevitable. Ver
Louis Althusser, “Ideología y aparatos ideológicos de estado”, en La filosofía como arma de la
revolución, 8ª ed., Cuadernos de Pasado y Presente, México, pp. 120-134. Al respecto, Terry
Eagleton, Ideología. Una introducción, op. cit., pp. 189-194; David McLellan, Ideología, op.
cit., pp. 52-55; Paul Ricoeur, Ideología y utopía, op. cit., pp. 176-189.

372
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

entre muchos otros–36 en los que el sentido de la opresión no se vincula


con la dominación de clase, sino con otros factores, tales como la subor-
dinación de género, o las vinculadas con la posición colonial, la identi-
dad cultural, racial, étnica o sexual, o las diferencias físicas o psíquicas.
Ciertamente, el análisis ideológico en clave negativa es un rasgo común
de muchas de las denominadas teorías críticas, incluyendo sus
formulaciones jurídicas.37 Más allá de esta convergencia –que puede ex-
plicarse dada la sospecha común de todos estos abordajes frente al statu
quo–, tampoco debería sorprender un uso similar del término en la epis-
temología realista, positivista o funcionalista, en la medida en que desde
estas posiciones también se postula la posibilidad de conocimiento obje-
tivo, y por ende la existencia de un referente firme a partir del cual criticar
creencias, ideas o puntos de partida falsos, distorsionados o erróneos.
Clifford Geertz y Paul Ricoeur han puntualizado el empleo de una con-
cepción negativa de la ideología en la sociología funcionalista y en la
ciencia política estadounidense.38 Entre las corrientes dominantes en el

36. Cito algunos ejemplos al respecto: Homi Bhabha, El lugar de la cultura, Manantiales,
Buenos Aires, 2002; Judith Butler, El género en disputa. El feminismo y la subversión de la
identidad, Paidós-UNAM, México, 2001; Kimberlé Crenshaw, “A Black Feminist Critique of
Antidiscrimination Law and Politics”, en David Kairys (ed.), The Politics of Law. A Progressive
Critique, 3ª ed., Basic Books, Nueva York, 1998, pp. 356-380; Lennard J. Davis, Enforcing
Normalcy. Disability, Deafness and the Body, Verso, Nueva York, 1995; Katherine M. Franke,
“What is Wrong with Sexual Harassment?”, en 49 Stanford Law Review (1997), pp. 691-
772; Frances Olsen, “The Family and the Market: A Study of Ideology and Legal Reform”, en
96 Harvard Law Review (1983), pp. 1497-1578; Edward W. Said, Orientalismo, Libertarias,
Madrid, 1990; Gayatri Spivak, “Can the Subaltern Speak?”, en Patrick Williams y Laura
Chrisman (eds.), Colonial Discourse and Post-Colonial Theory, Harvester Wheatsheaf, Hemel
Hempstead, 1993, pp. 66-111; Iris Marion Young, La justicia y la política de la diferencia,
Cátedra, Valencia, 2000, Caps. III y IV.
37. Ver, por ejemplo, Peter Gabel y Jay Feinman, “Contract Law as Ideology”, en David
Kairys (ed.), The Politics of Law. A Progressive Critique, op. cit., pp. 497-510; Karl Klare,
“Labor Law as Ideology: Toward a New Historiography of Collective Bargaining Law”, 4
Industrial Relations Law Journal (1981), pp. 450-492, entre la producción del movimiento
Critical Legal Studies; Antoine Jammeaud, “Propuestas para una comprensión materialista
del derecho del trabajo”, en AA.VV., La crítica jurídica en Francia, Universidad Autónoma de
Puebla, Puebla, 1986, pp. 92-112, entre la producción crítica francesa.
38. Ver Clifford Geertz, “Ideology as a Cultural Symbol”, op. cit., pp. 196-200; Paul Ricoeur,
Ideología y utopía, op. cit., pp. 51-53, 278 y 281-282. En el mismo sentido, David McLellan,
Ideología, op. cit., pp. 77-93. Ver, por ejemplo, Harry Johnson, “Ideology and the Social
System”, en International Encyclopaedia of the Social Sciences, vol. 7, 1968, pp. 77-78; Edward
Shiels, “Ideología”, en Los intelectuales y el poder, Tres Tiempos, México, 1976, pp. 47-70. En
sentido similar, Kenneth Minogue, La teoría pura de la ideología, GEL, Buenos Aires, 1988.

373
Christian Courtis

campo de la teoría jurídica han hecho uso de una noción negativa del
concepto de ideología, por ejemplo, Hans Kelsen,39 Alf Ross40 y –entre
nosotros– Carlos Santiago Nino.41
Veamos sucintamente cuáles serían los elementos que caracterizarían la
versión negativa o crítica de la ideología. Como he dicho antes, el sustrato

39. Kelsen emplea la noción de ideología en el sentido de “representación errónea de la


realidad”, “reflejo defectuoso o torcido de la realidad”, “exposición no objetiva, transfiguradora
o desfiguradora de [un] objeto”, y la opone a la noción de ciencia, de un modo que no se
diferencia demasiado de la oposición entre ideología y ciencia debida a Althusser –aunque sus
respectivas ideas sobre la ciencia fueran bastante distintas–. Ver, por ejemplo, Hans Kelsen,
La teoría comunista del derecho y del Estado, Emecé, Buenos Aires, 1957, p. 32 (sobre la
concepción marxista del derecho como ideología); Teoría pura del derecho, UNAM, México,
1979, pp. 121-122, entre muchísimos otros. Ciertamente, pueden encontrarse en su obra
otros sentidos del término (entre ellos, la propuesta de que es ideológico todo lo que no
corresponde al orden de la naturaleza, es decir, en el lenguaje de las ciencias sociales contem-
poráneas, lo “socialmente construido”; cfr. Hans Kelsen, La teoria generale del Diritto e il
materialismo storico, Istituto della Enciclopedia Italiana, Roma, 1979, p. 61; Teoría pura del
derecho, op. cit., pp. 120-121) pero Kelsen parece preferir el primero. Para comentarios
acerca del empleo del término por parte de Kelsen, ver Carlos María Cárcova, “La idea de
ideología en la Teoría Pura del Derecho”, Cooperadora de Derecho y Ciencias Sociales,
Buenos Aires, 1973; Horacio Guillermo Corti, Las guerras silenciosas. Lecturas de filosofía
del derecho, Eudeba, Buenos Aires, 2000, pp. 355-359; Ricardo Guastini, “Kelsen y Marx”,
y Juan Ruiz Manero, “Sobre la crítica de Kelsen al marxismo”, en Oscar Correas (comp.), El
otro Kelsen, UNAM, México, 1989, pp. 88-90 y 135-138, respectivamente, y Ljubomir
Tadiè, “Kelsen y Marx. Contribución al problema de la ideología en la ‘Teoría pura del
derecho y en el marxismo’”, en Juan Ramón Capella (comp.), Marx, el derecho y el Estado,
Oikos-Tau, Barcelona, 1969, pp. 109-130.
40. Cito dos párrafos expresivos de Ross al respecto:
“El pensamiento jurídico no es una guía de confianza para el análisis lógico. Puede ser, y es
muy probable en el campo del derecho y de la moral que la manera ‘corriente’ de pensar esté
saturada de conceptos ideológicos que reflejan experiencias emocionales pero que carecen de
toda función en la descripción de la realidad, que es la misión de la ciencia jurídica” (“El
concepto de validez y el conflicto entre el positivismo jurídico y el derecho natural”, en Alf
Ross, El concepto de validez y otros ensayos, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires,
1969, p. 43).
“El derecho natural es primera y principalmente una ideología creada por quienes se encuen-
tran en el poder –los estadistas, los juristas, el clero– para legitimar y robustecer su autoridad”
(en Alf Ross, Sobre el derecho y la justicia, Eudeba, Buenos Aires, 1963, pp. 256-257).
41. Nino dedica una parte sustancial de un capítulo de su obra Consideraciones sobre la
dogmática jurídica a describir y a criticar la “ideología básica de la dogmática jurídica”, y
señala el carácter contradictorio de sus bases y las ficciones a través de las cuales se cubren
estas contradicciones. Nino usa el término en varios sentidos en su texto, pero el principal
empleo parece ser de corte negativo o crítico. Cfr. Carlos Santiago Nino, Consideraciones
sobre la dogmática jurídica, UNAM, México,1979, pp. 21-39.

374
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

de la versión negativa no contiene variaciones sustantivas con respecto al


de la versión “neutra”: en ambos casos se trata –con las diferencias de
enfoque señaladas– de formas de representar y asignar significado al mundo,
y de sus productos o manifestaciones –esto es, un conjunto de represen-
taciones, teorías, ideas, creencias, valores o símbolos, conscientes o in-
conscientes–. La versión negativa, sin embargo, evalúa ese conjunto a par-
tir de la asunción de un parámetro o referente –que a veces se pretende
empírico, y otras veces normativo–. La conclusión de esa evaluación es
que el conjunto de representaciones, teorías, ideas, creencias, valores o
símbolos supone distorsiones sistemáticas respecto del referente (ésta es
la variante “epistemológica” del uso negativo de ideología), que enmasca-
ra el interés o el punto de vista particular de un grupo o clase (se trata de
la variante “genética”) o que tiene como efecto el mantenimiento de situa-
ciones de dominio, opresión o injusticia (variante “funcional”). Por su-
puesto, para que la crítica en clave ideológica tenga algún poder explica-
tivo, quien la realiza tiene la carga de señalar cuál es el parámetro o refe-
rente –empírico o normativo– que pretende utilizar, y de suministrar
alguna justificación al respecto. Sólo así este tipo de análisis puede expli-
car algo. Como es obvio, la postulación del parámetro puede a su vez ser
objeto de crítica: esto, sin embargo, no tiene nada de particular –cual-
quier punto de partida teórico es susceptible de crítica o deconstrucción.
Salvo que pueda demostrarse a priori la manifiesta debilidad o inconsis-
tencia del punto de partida –por ejemplo, el empleo de la astrología como
parámetro–, creo que es preferible dejar que una explicación demuestre
su poder de convicción, en lugar de invalidarla desde el inicio.
La ya mencionada distinción entre mecanismos de producción ideoló-
gica y manifestaciones ideológicas, debida en gran medida a la semiolo-
gía, permite interrogarse además acerca del funcionamiento de esos me-
canismos –pregunta especialmente relevante para la concepción negativa
de la ideología: ¿cuáles son los mecanismos que generan mensajes ideoló-
gicos? ¿Cuáles son los medios y dispositivos a través de los cuales operan
esos mecanismos?–. Así, desde distintas perspectivas, se ha señalado que,
entre otros mecanismos, la ideología funciona a partir de la racionalización
de una situación injustificable, de su naturalización, de su universaliza-
ción o negación de su carácter parcial, del ocultamiento de alternativas,
de la interpelación que constituye a un individuo en sujeto de una trama
discursiva, y que se vehiculiza a través de dispositivos tales como esque-
mas de clasificación diádicos, la articulación de cadenas de significados, el

375
Christian Courtis

recurso a ficciones, narrativas, homologías, asociaciones o a figuras retóri-


cas como sinécdoques, metáforas, metonimias, etcétera.42 El derecho apa-
rece como un campo de aplicación especialmente prometedor para la apli-
cación de esta perspectiva.
Dicho esto, pasemos a explorar algunas formas de utilización de la
noción negativa de ideología en el ámbito del derecho. Sugiero, una vez
más, la exploración del empleo de esta noción sobre tres objetos distintos:
las normas, la jurisprudencia y la dogmática jurídica. He agregado un
cuarto apartado, destinado a relevar el posible empleo de la denominada
teoría del discurso como herramienta de crítica ideológica del derecho.

3.a Crítica ideológica y normas

Con respecto a las normas, aunque autores como Kelsen muestren una
aversión visceral a efectuar sobre ellas consideraciones ideológicas,43 lo
cierto es que, como ya dije antes, pese a no tratarse de proposiciones que
pretendan describir la realidad, su construcción supone, entre muchas
otras operaciones, la selección de imágenes o situaciones-tipo, la adop-
ción de decisiones sobre los elementos que constituirán su “trama”, y la
cristalización de valores y opciones políticas –operaciones todas suscepti-
bles de análisis en clave ideológica–. El empleo de una concepción negativa
de la ideología en este campo supone postular bien los “defectos de cons-
trucción” del conjunto normativo con respecto al referente social que pre-

42. Ver Jack Balkin, Cultural Software. A Theory of Ideology, op. cit., pp. 173-258; Jon
Elster, Una introducción a Karl Marx, Siglo XXI, Madrid, pp. 175-180; Robert W. Gordon,
“Nuevos desarrollos de la teoría jurídica”, en Christian Courtis (comp.), Desde otra mirada.
Textos de teoría crítica del derecho, cit., pp. 332-341; Terry Eagleton, Ideología. Una intro-
ducción, cit., pp. 24, 71-91; John Thompson, Ideología y cultura moderna, cit., pp. 66-74.
43. Kelsen niega que las normas puedan ser ideológicas y reserva el uso de la noción de
ideología a la teoría jurídica. Ver Hans Kelsen, La teoría comunista del derecho y del Estado,
op. cit., pp. 32-33. Guastini comenta la postura kelseniana del siguiente modo: “Menos que
nunca el derecho puede llamarse una ideología, en el segundo sentido de ideología [es decir,
en el sentido de ‘representación distorsionada’]. En ningún caso el derecho es una ‘represen-
tación’, aunque sea falsa, del mundo. El vocablo ‘representación’ comúnmente designa un
discurso verdadero o falso y las normas jurídicas no son proposiciones apofánticas. La opinión
de Kelsen es que la concepción del derecho como ideología está fundada sobre una confusión
radical entre derecho (lenguaje-objeto) y la Teoría del derecho (metalenguaje que versa sobre
el derecho). Según Kelsen, sólo a una Teoría del Derecho y nunca al derecho mismo le puede
convenir el predicado ‘ideología’”. Ver Riccardo Guastini, “Kelsen y Marx”, op. cit., p. 90.

376
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

tendió regular (es decir, una aplicación del enfoque “epistemológico”),


bien la vinculación de esas operaciones con factores sociales, políticos o
económicos determinantes (se trata del enfoque “genético”) –y el
develamiento del interés concreto y la consiguiente falta de “universali-
dad” o “neutralidad” que subyace a cierto conjunto normativo–, bien la
distorsión, ocultamiento, enmascaramiento, “efecto de congelamiento” o
perpetuación de situaciones de dominación o injusticia que ese conjunto
genera (se trata del enfoque “funcional”).
Probablemente uno de los abordajes más tradicionales de análisis ideo-
lógico de las normas esté vinculado con la distinción, debida al realismo
jurídico estadounidense, entre el derecho en los libros y el derecho en
acción (law in books/law in action). La ineficacia o incumplimiento de las
normas que establecen, por ejemplo, derechos a grupos desaventajados
crearía un efecto “placebo”, prometiendo discursivamente una protección
que en la realidad se niega. La declamación solemne de derechos y garan-
tías de carácter universal se agota en el propio acto de enunciación: de los
derechos sólo nos queda su promesa en el papel. Esto convertiría al dere-
cho en un discurso vacío, hipócrita, que colabora en la representación
distorsionada del mundo en la medida en que, por un lado, promete garan-
tías y protecciones que en realidad niega, creando falsas ilusiones de univer-
salidad, y, por otro lado, oculta el empleo provechoso del derecho por gru-
pos sociales privilegiados y colabora en el mantenimiento de ese privilegio.
Este abordaje ha sido empleado, por ejemplo, por los estudios de Derecho
y Sociedad (Law & Society), la criminología crítica, el feminismo y el mo-
vimiento por el “Acceso a la justicia” en campos tales como el derecho so-
cial, el derecho penal, el derecho de familia y el derecho procesal.44
El marxismo también aporta ejemplos clásicos de análisis ideológico de
las normas,45 generalmente en relación con la forma jurídica que adoptan

44. Consigno apenas un ejemplo de cada tendencia: Mauro Cappelletti y Bryant Garth, El
acceso a la justicia. La tendencia mundial para hacer efectivos los derechos, FCE, México,
1996; Joanne Conaghan, “The Invisibility of Women in Labor Law: Gender Neutrality in
Model-Building”, en 14 International Journal of the Sociology of Law, pp. 377-392; Marc
Galanter, “Por qué los poseedores salen adelante: especulaciones sobre los límites del cambio
jurídico”, en Mauricio García Villegas (ed.), Sociología jurídica. Teoría y sociología del
derecho en Estados Unidos, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2001, pp. 69-103;
Jock Young, “Criminología de la clase obrera”, en Ian Taylor, Paul Walton y Jock Young,
Criminología crítica, Siglo XXI, México, 1977, pp. 89-127.
45. Ver, al respecto, Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero, Marxismo y filosofía del derecho,
Fontamara, México, 1993, p. 16.

377
Christian Courtis

las relaciones de producción y la producción, circulación y consumo de


mercancías. Graciela Bensusán aporta un buen ejemplo de análisis de las
normas laborales en clave ideológica. Después de revisar la legislación
mexicana en la materia, la autora concluye:

“Puede decirse que el derecho del trabajo, íntimamente vincu-


lado a la ideología de la Revolución Mexicana, contribuye de
una manera importante en la organización de una dominación
compleja y efectiva. Es así que un sector específico del orden
jurídico, el derecho laboral, reglamenta la adquisición de la
fuerza de trabajo (y la prescindencia de ella cuando no es nece-
saria), fija las reglas de uso de esta mercancía y garantiza la
percepción de un salario destinado a la reproducción de la
misma. En este sentido, el derecho integra el elemento ‘histó-
rico-moral’ del valor de la mercancía fuerza de trabajo.
Además de lo anterior, el derecho del trabajo contiene impor-
tantes mecanismos destinados al control social y político de la
acción obrera. La legalización de esa acción produce el encua-
dramiento de la misma: por una parte, como consecuencia de
la ‘juridicidad’ que provoca el efecto de limitar las prerrogati-
vas reconocidas por el orden jurídico. Por otra, debido al con-
tenido mismo de la legislación que autoriza la intervención del
Estado en forma directa o a través de las organizaciones obre-
ras a quienes transfiere algunos aspectos de este control.
Todas estas funciones, de índole práctica puesto que ordenan
y reglamentan, se realizan a través de normas que enmascaran
y deforman las relaciones de producción en la medida necesa-
ria a su constitución y reproducción. Se ha dicho entonces que
ambas funciones (ideológica y práctica) son esenciales y se en-
cuentran íntimamente relacionadas en el derecho (...).
El ocultamiento del carácter de mercancía que la fuerza de
trabajo tiene en el capitalismo; la forma jurídica ‘salario’ que
borra la existencia de un tiempo de trabajo excedente, no re-
tribuido; las definiciones de patrón y empresa que enmascaran
la finalidad perseguida en el proceso de producción capitalista
(la obtención de plusvalía); la figura del contrato de trabajo,
forma universal y abstracta que no revela jamás la operación que
regula, son algunos de los mecanismos a través de los cuales se

378
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

deforman las relaciones de producción y se presentan encu-


biertas bajo un manto de justicia”.46

La denuncia de estereotipos sociales implícitos en la regulación legal –


según el ya recordado recurso a construir regulaciones a partir de situa-
ciones ideal-típicas– es una de las armas críticas favoritas de muchos mo-
vimientos emancipatorios, tales como el feminismo, el movimiento queer
o el movimiento en favor de los derechos de las personas con discapacidad.
La consagración legal de un estereotipo tendría, de acuerdo con este pun-
to de vista, efectos múltiples: “naturalizar” los estereotipos, “normalizar”
el tratamiento segregado o diferenciado de grupos sociales a partir de
estos estereotipos, “generalizar” un esquema de interpretación del mundo
que reproduce la subordinación y dominación de esos grupos, “invisibilizar”
las formas alternativas de concebir espacios e identidades, etcétera. Un
ejemplo de Carol Pateman puede ser ilustrativo de esta perspectiva:

“La base del modelo de la ‘seguridad social’ del Estado de bien-


estar anglo-estadounidense consiste en que los ‘individuos’ rea-
lizan una ‘contribución’ que luego les da derecho a recibir be-
neficios sociales: es lo que T. H. Marshall llamó ‘derechos so-
ciales de ciudadanía’. El empleo pago se torna central en el
Estado de bienestar, ya que la ‘contribución’ surge del salario
del trabajador. Salvo en discusiones feministas, raramente se
repara en que son los hombres, en tanto son los ‘trabajadores’,
aquellos que se ‘ganan el pan’ y los destinatarios del salario
familiar, quienes han sido considerados ‘individuos’ capaces
de realizar una ‘contribución’ al Estado de bienestar.
Las mujeres no han sido (consideradas) capaces de realizar la
misma contribución que los hombres, y por ende no han teni-
do los mismos derechos en el Estado de bienestar. Esto es ex-
plícitamente reconocido por William Beveridge, cuyo Infor-
me estableció las bases del Estado de bienestar inglés en los
años 40: ‘Debe verse a la gran mayoría de las mujeres casadas
como ocupadas en un trabajo vital pero no pago, sin el cual
sus maridos no podrían realizar el trabajo pago, y sin el cual la

46. Graciela Irma Bensusán Areous, La adquisición de la fuerza de trabajo y su expresión


jurídica, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1982, pp. 146-147.

379
Christian Courtis

nación no podría continuar’. Las tareas de mujer y madre no


eran consideradas el tipo de ‘trabajo’ asociado con la igualdad
y la ciudadanía; la Ley Nacional de Seguridad Social de 1946
trataba de manera diferente a esposos y esposas. Esto no signi-
fica que las mujeres hayan sido dejadas de lado por el Estado
de bienestar. Significa, más bien, que no han recibido benefi-
cios como ciudadanas. Durante la década pasada, autoras femi-
nistas han mostrado cómo las mujeres –que son ahora las mayo-
res beneficiarias del Estado de bienestar, y la mayoría de la po-
blación pobre– todavía tienden a recibir beneficios sociales no,
como los hombres, por propio derecho, sino como dependien-
tes y subordinadas de los ciudadanos hombres –los que se ga-
nan el pan–. Es decir que la estructura del Estado de bienestar
encarna (la construcción patriarcal) de la diferencia sexual”.47

En sentido similar, Ruth Mestre analiza el modo en el que la regula-


ción de la reunificación familiar en la legislación de extranjería española
cristaliza un estereotipo referido al papel asignado a la mujer:

“La apelación a la naturaleza de la mujer y su papel relevante


en el proceso de integración de los individuos y grupos es una
de la razones que se esgrimen para pedir el reconocimiento
efectivo y facilidades para ejercer el derecho a vivir en familia.
Esta conveniencia de la presencia de mujeres en la sociedad de
recepción, al menos en estos términos, tiene sentido especial-
mente si recordamos la construcción de la ideología del sitio
de la mujer. La apelación a este modelo normativo de familia
como modelo legítimo ha sido la estrategia utilizada para rei-
vindicar el derecho a vivir en familia. La relegación de la mujer
en el espacio privado no ha sido nunca presentada como el
castigo o como la expulsión de un mundo más amable sino
como un hecho incuestionable. La esfera pública y las virtudes
cívicas encontraban en la mujer en el espacio privado el vehí-
culo adecuado para su transmisión y mantenimiento. Las

47. Carol Pateman, “Equality, Difference, Subordination. The Politics of Motherhood and
Women’s Citizenship”, en Gisela Bock y Susan James (eds.), Beyond Equality and Difference.
Citizenship, Feminist Politics and Female Subjectivity, Routledge, Londres, 1992, pp. 22-23.

380
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

mujeres son consideradas como corresponde en la medida en


que respeten su sitio (el espacio doméstico) y sus funciones (guar-
diana de las buenas costumbres y mantenedora/suplidora de la
necesidades básicas). Las virtudes cívicas no están pensadas para
ella sino para las personas a las que atiende y está dedicada. Ésta
es su función, su utilidad, el sentido de ser ciudadana y la medi-
da en que será admitida como extranjera”.48

Con todo, es probable que el tipo de análisis ideológico crítico más


extendido en el campo del derecho sea aquel que asume como referente
un parámetro normativo, y no necesariamente un parámetro material o
empírico. Lo que se subraya en este tipo de análisis es la desviación explí-
cita o implícita de un modelo legal con respecto a un parámetro norma-
tivo de justicia –y ello puede incluir parámetros normativos externos al
sistema legal, o bien parámetros normativos propios del sistema legal,
como aquellos incorporados en normas o principios constitucionales, o
en normas internacionales de derechos humanos–. Dos ejemplos pueden
ser útiles para ilustrar lo dicho.
Javier de Lucas analiza el problema de la institucionalización jurídica
de la xenofobia en estos términos:

“Aunque cuando se plantea la xenofobia como problema jurí-


dico, o, para ser más exactos, como problema del Derecho,
pensemos sobre todo en lo que podríamos calificar de ‘patolo-
gía’ xenófoba de nuestros ordenamientos, quizá valga la pena
reflexionar sobre algunas consideraciones previas que acaso
muestren que los ‘virus’ de lo que nos parece una ‘epidemia’
pasajera –el rechazo hacia los extranjeros, que incluso puede
verse traducido, más o menos abiertamente, en normas jurídi-
cas– están posiblemente en la ‘herencia genética’ transmitida
desde la concepción de nuestro modelo jurídico a finales del
siglo XVIII. En efecto, la distinción entre hombre y ciudada-
no ha calado hasta tal punto en nuestra cultura jurídico-polí-
tica que nos parece evidente que no cabe igualdad jurídica

48. Ruth Mestre, “Mujeres inmigrantes: cuidadoras por norma”, en Salomé Peña (coord.), Inmi-
grantes: una aproximación jurídica a sus derechos, Germania, Alzira (Valencia), 2003, p. 132.

381
Christian Courtis

entre esas dos categorías. La manifestación más importante de


lo que acabamos de apuntar es, como decía más arriba, la crea-
ción de una condición jurídica de segunda clase para el extran-
jero. Por ejemplo, es evidente la importancia de examinar las
respuestas jurídicas a la inmigración, a la hora de establecer un
juicio sobre la reacción del derecho frente a la xenofobia”.49

Como puede verse, el autor denuncia la incoherencia axiológica de los


ordenamientos jurídicos que declaran repugnante la xenofobia y, simul-
táneamente, establecen una condición jurídica degradada para los extran-
jeros. La persistencia de esta distinción de trato jurídico entre ciudadanos
y extranjeros ha tenido, además, el efecto de “naturalizarla”, de modo que
el trato diferenciado aparece como “normal” y “aceptable”, y refractario a
los cuestionamientos.
Luigi Ferrajoli ofrece otra ilustración interesante, vinculada con la
justificabilidad de los criterios de distinción entre delicta publica (es de-
cir, de aquellos delitos perseguibles directamente por los órganos públi-
cos) y delicta privata (es decir, de aquellos delitos que requieren, para su
persecución, denuncia o querella de la víctima).

“Parecería evidente (...) que entre los delitos perseguibles en


virtud de querella deberían estar aquellos en los que el bien
lesionado es disponible: en estos casos la querella es una garan-
tía esencial de la autonomía de la parte ofendida y más concre-
tamente de su disponibilidad del bien. Pero el problema se
desplaza en ese caso a la identificación de los bienes disponi-
bles ¿Qué bienes hay que valorar como disponibles y cuáles
como indisponibles? Parece pacífico que la categoría más ejem-
plar de bienes disponibles tendría que ser la de los bienes pa-
trimoniales privados; de modo que deberían resultar
perseguibles a instancia de parte todos los delitos contra la
propiedad privada: no sólo la apropiación indebida, la insol-
vencia fraudulenta o los daños, sino también el hurto, la esta-
fa, la receptación y otros similares. (...) En efecto, ¿por qué el

49. Javier de Lucas, “Racismo y xenofobia: la respuesta del derecho”, en Sami Naïr y Javier de
Lucas, El desplazamiento en el mundo, IMSERSO-Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales,
Madrid, 1998, pp. 89-90.

382
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

hurto, la estafa u otros delitos que lesionan bienes alienables y


negociables por su naturaleza deben ser perseguibles de oficio?
¿Qué interés superior, que no sea ideológico o simbólico, se
protege por el estado al proceder de oficio en materia de pro-
piedad? Si no es al propietario concreto al que se intenta tute-
lar, dado que se procede incluso contra su voluntad, ¿no será
quizás la idea o el valor abstracto de la propiedad lo que cons-
tituye el objeto de las normas sobre el hurto? (...) Es evidente
que el problema remite a la escala de bienes y de valores que se
consideran merecedores de tutela penal incondicionada, o bien
condicionada a la iniciativa de la parte ofendida. Y esta escala
en la mayor parte de los ordenamientos expresa una injustifi-
cada valorización de la propiedad privada”.50

Aquí el blanco de crítica es la desviación de la decisión de considerar


delicta publica a los delitos contra la propiedad, a partir del parámetro
fijado por la escala axiológica de bienes jurídicos tutelados por los
ordenamientos jurídicos que afirman proteger los derechos humanos o
derechos fundamentales. En esa escala –afirma el autor florentino– la
propiedad privada tiene menos peso que otros bienes indisponibles, como
la vida o la integridad física. Esta decisión esconde, por ende, una velada
e injustificada preferencia axiológica por la propiedad.

3.b Crítica ideológica y jurisprudencia

En cuanto a la jurisprudencia, la crítica ideológica estaría destinada a


develar las operaciones de desplazamiento u ocultamiento efectuados por
los jueces al decidir casos. Si bien la expresión más típica de esta crítica es
el análisis de las construcciones interpretativas efectuadas por los jueces
para arribar a una conclusión presentada como ineluctable, ciertamente
su objeto no tiene por qué limitarse a la interpretación de normas –de
hecho, un área notablemente abandonada por la teoría del derecho orto-
doxa y también por los abordajes con pretensiones críticas es el de la
interpretación de hechos y prueba, donde el análisis ideológico sería per-
fectamente pertinente–. Veamos algunos ejemplos de lo dicho.

50. Luigi Ferrajoli, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Trotta, Madrid, 1995, p. 573.

383
Christian Courtis

Además de un empleo neutro de la noción de ideología (que escribe


con letra minúscula) para describir las disputas interpretativas entre libe-
ralismo y conservadurismo en el terreno de la decisión judicial, Duncan
Kennedy reserva un espacio para el uso negativo de ideología (que escribe con
letra mayúscula). En los párrafos citados antes, Kennedy sostenía que libera-
lismo y conservadurismo comparten una matriz axiológica común, a la que el
autor denomina Liberalismo, con mayúscula.51 El autor señala que:

“La concepción Liberal del estado de derecho, y la negación


del carácter ideológico de la decisión judicial son ampliamen-
te compartidos a través del espectro político, en el mismo sen-
tido de la Ideología en el análisis marxista. He tratado, ade-
más, de mostrar el fracaso de los intentos de sostener la co-
herencia de la concepción Liberal y de demostrar que la decisión
judicial es o puede plausiblemente ser considerada no ideológica.
La negación del carácter ideológico de la decisión judicial es una
respuesta ante la incoherencia, de modo que nos enfrentamos a
una noción muy cercana a la de ‘falsa conciencia’. (...)
En cuanto al efecto de legitimación, el discurso mistificado
del derecho creado por los jueces en general y los numerosos
discursos específicos que explican regímenes legales particula-
res contribuyen a la naturalización de las relaciones sociales de
dominación existentes (jerarquía, desigualdad, alienación).
Tanto el discurso general como los discursos más particulares
contribuyen a esa naturalización cuando se presenta a las re-
glas jurídicas como si fluyeran de un razonamiento meramen-
te técnico, cuando son ‘realmente’ un producto de la estrate-
gia ideológica judicial.
La naturalización es un efecto Ideológico porque las propuestas
de cambio que están fuera de la ortodoxia liberal/conservadora –
que se autodefine en relación con los “extremos”– parecen, para
los participantes de la cultura política, menos plausibles de lo
que podrían ser en un sistema más transparente (por “transpa-
rente” entiendo menos mistificado por la negación del carácter

51. La posible ambigüedad que surge del empleo de la misma palabra podría evitarse si
“liberalismo” con minúscula se tradujera por un término más afín a la terminología política
continental, como “progresismo”.

384
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

ideológico de la decisión judicial). En otras palabras, las alter-


nativas que quedan fuera de la ortodoxia son excluidas
“cognitivamente” de toda consideración por impracticables,
en lugar de excluírselas sobre la base de su mérito”.52

Más allá del intento de síntesis de Kennedy, la crítica ideológica de


decisiones judiciales suele operar a partir del análisis de sentencias parti-
culares. Jerome Bruner presenta un breve y jugoso ejemplo de este enfo-
que. Bruner señala que la revisión de una sentencia por una instancia
judicial superior abre posibilidad de modificar el relato judicial consoli-
dado en la instancia inferior. En general, se supone que los tribunales de
revisión o apelación deciden sólo sobre cuestiones jurídicas, y que las
“cuestiones de hecho” ya han sido fijadas por la instancia inferior,

“[p]ero con bastante frecuencia sucede que nuevas interpreta-


ciones judiciales modifican la importancia de los hechos verifi-
cados anteriormente. Cuando, por ejemplo, la Corte Suprema
[de los Estados Unidos], con la opinión de la mayoría puesta
por escrito por el juez Antonin Scalia, rechazó la apelación de
un padre natural que solicitaba el derecho de visitar a su hija,
que vivía con la madre, una mujer casada con la que había
tenido una aventura y que había vuelto con su marido, a quien
le había sido infiel, el hecho mismo de la paternidad fue mo-
dificado por la interpretación de la Corte. “La ley, como la
naturaleza –escribió el juez Scalia–, sólo reconoce un padre” y,
en consecuencia la Corte se negó a aceptar como pruebas los
análisis genéticos ¡que demostraban el parentesco entre padre
natural e hija!”.53

Puesto en otros términos: la interpretación normativa de la mayoría de


la Corte Suprema estadounidense tuvo el efecto de desplazar el referente
biológico presentado por el padre natural como parámetro objetivo –y,

52. Duncan Kennedy, A Critique of Adjudication (fin de siècle), op. cit., pp. 291-292.
53. Jerome Bruner, La fábrica de historias. Derecho, literatura, vida, FCE, Buenos Aires,
2003, p. 64. El caso referido es Michael H. vs. Gerald D., 491 US 110 (1989), decidido por
la Corte Suprema estadounidense.

385
Christian Courtis

por ende–, impidió la demostración de la relación paterno-filial y la co-


rrelativa concesión del derecho de visita.
En sentido similar, Paula Viturro discute los presupuestos que subyacen
al siguiente párrafo de una decisión del Tribunal Supremo español:

“El varón operado transexualmente no pasa a ser una hembra,


sino que ha de tenérsele por tal por haber dejado de ser varón. (...)
Será una ficción de hembra, si se quiere, pero el derecho también
tiende su protección a las ficciones [porque] sólo aceptando una
ficción se hace viable en ciertos casos establecer derechos que de
otra suerte carecerían de base racional o jurídica en que apoyarse.”

Viturro apunta que el Tribunal da por supuesta la obviedad de la defi-


nición de “hembra”, y la posibilidad de etiquetar claramente a todo ser
humano como macho o hembra. La base de esa obviedad “no es otra que
la tranquilizadora anatomía y sus dogmas biologicistas”. “[P]robablemente
ese apego al biologicismo haya impulsado al Tribunal Superior español a
calificar al transexual como una ‘ficción de hembra’, dando por desconta-
do que ‘la hembra’ pertenece a una realidad natural evidente e incontes-
table. Lo que no resulta tan evidente es cuál es el sentido de ‘ficción’ (...)
empleado”. El empleo de ficciones en el derecho “parece requerir de un
modelo original que sirva de base a la ficción, lo cual nos remite necesaria-
mente a la naturaleza”. La autora señala, sin embargo, que –lejos de que la
naturaleza “hable por sí sola”– la concepción biológica de los sexos es un
producto convencional e histórico. El cuerpo humano “nunca está total-
mente dado sino que también es construido, y esta construcción es pri-
mordialmente lingüística. Así, la jerarquización sexual del cuerpo por el
lenguaje es la precondición de todo el sistema de diferencias sexuales y,
por lo tanto, la heterosexualidad no sólo vendría a privilegiar el deseo por
el otro sexo por sobre el deseo por el mismo sexo, sino que propicia el gran
mito de que existe una diferencia de sexo ‘verdadera’”.54 Puede verse aquí
la denuncia de un estereotipo sexual, que cumple la función de naturali-
zar y reproducir “normalidades” y “desviaciones”.

54. Paula Viturro, “Ficciones de hembras”, en Roberto Bergalli y Claudio Martyniuk (comps.),
Filosofía, política, derecho. Homenaje a Enrique Marí, Prometeo, Buenos Aires, 2003, pp. 270-
276. La decisión comentada es la primera resolución dictada en la materia por la Sala Primera
del Tribunal Supremo español, el 02/07/1987, Repertorio de Jurisprudencia 1987, 5045.

386
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

Por su parte, Silvia Chejter incluye en su libro La voz tutelada buenos


ejemplos de crítica ideológica del razonamiento sobre hechos y diversos
fallos de tribunales argentinos, en los que se absuelve a hombres acusados
de violación y homicidio de mujeres. La crítica denuncia la desviación del
razonamiento empleado por los jueces con respecto a las conclusiones a
las que se hubiera llegado a través de un procedimiento argumentativo no
prejuiciado –subyace a la investigación el intento de mostrar que la im-
punidad en estos casos es motivada por un prejuicio misógino y por la
solidaridad de género de los jueces con los victimarios–.55

3.c Crítica ideológica y dogmática

Por último –aunque con el cuidado de subrayar que estas distinciones


referidas al objeto de la crítica son relativas, y en muchos casos los planos
se confunden–, la construcción de categorías, estándares interpretativos y
“teorías” dogmáticas también es pasible de crítica de corte ideológico. El
análisis ideológico de estas construcciones tendría como objetivo esclare-
cer el efecto de mistificación, naturalización o universalización que pre-
tenden generar las categorías creadas por los juristas, señalando su desvia-
ción con respecto a un parámetro o referente empírico o normativo. Dos
ejemplos pueden ilustrar este abordaje.
En un breve y sugerente ensayo, Genaro Carrió elabora –aunque no la
califique de ese modo– un ejemplo interesante de crítica ideológica apli-
cada a una categoría de la teoría general del derecho de raigambre positi-
vista: la de deber jurídico. De acuerdo con Carrió, el intento de la teoría
general del derecho kelseniana, y de otras formulaciones similares, ha
sido el de reducir toda descripción del derecho “a un grupo pequeño de
nociones, que se seleccionan, definen y estructuran” en función de algu-
nas pretensiones preconcebidas: “a) la repulsa del jusnaturalismo y la con-
siguiente vindicación del derecho positivo como único derecho; b) el afán
de echar las bases de una ciencia jurídica rigurosa y autónoma, que se
ocupe del derecho positivo y nada más que de él; c) la pretensión de
distinguir entre el derecho y otros órdenes sociales (en especial, la moral
positiva) en base a criterios externos fácilmente identificables; y d) la idea
de que el derecho tiene una función primordial, si no exclusiva: ordenar o

55. Silvia Chejter, La voz tutelada: violación y voyeurismo, Nordan-Comunidad, Montevi-


deo, 1990, pp. 32-93.

387
Christian Courtis

prohibir coactivamente ciertos actos”. La formulación de una noción de


deber jurídico a partir de estas ideas ha llevado, afirma Carrió, a un
reduccionismo que, empleando una definición de Strawson, denomina
“pérdida de equilibrio conceptual”: “el resultado de una especie de cegue-
ra selectiva que suprime grandes extensiones del campo de visión intelec-
tual, pero que permite que se destaque una parte del mismo con una
claridad muy particular”. Como puede apreciarse, esta idea tiene gran
afinidad con la noción negativa de ideología: se aplica a una red concep-
tual que deforma u oculta sistemáticamente el objeto del que pretende
dar cuenta. Más interesante aun es el intento de develamiento de la fuen-
te de esta “pérdida de equilibrio conceptual”, que pone en evidencia el
mecanismo de distorsión de la teoría con respecto a su referente. De acuerdo
con Carrió, “al definir ‘deber jurídico’, y al atribuir una función a ese
concepto” en teorías tales como la kelseniana “se presupone como modelo
de sistema jurídico un tipo de organización social perimida: el Estado
gendarme que con técnicas limitadas perseguía finalidades también limi-
tadas”. Carrió dedica varias páginas a señalar cómo ese modelo constituye
una descripción inadecuada de las funciones y de los medios que caracte-
rizan a los Estados sociales contemporáneos. En resumen: la noción posi-
tivista de deber jurídico importa una suerte de hipóstasis de las funciones
mínimas y de la preeminencia de las técnicas represivas del Estado liberal
del siglo XIX, y constituye un obstáculo para comprender los mecanis-
mos de funcionamiento del derecho contemporáneo. En este sentido,
podría afirmarse perfectamente que se trata de una noción ideológica.56
Gerardo Pisarello subraya el contenido ideológico del embate doctri-
nario contra los derechos sociales y en favor de la vinculación de su reco-
nocimiento limitado con la correlativa imposición de deberes:

“Se abre paso así la conversión, originariamente impulsada en


el mundo teórico y político del Estado social liberal anglo-
sajón, pero cada vez más extendida al ámbito de los Estados
sociales del resto de los países centrales y de la periferia, del
Welfare al Workfare, del Estado social de derechos al Estado
social contributivo, de deberes. Para esta concepción, los dere-
chos sociales incondicionados encierran perniciosos ejemplos

56. Genaro Carrió, “Sobre el concepto de deber jurídico”, en Notas sobre derecho y lenguaje,
4ª ed., Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1990, pp. 184-185, 187-189 y 192.

388
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

de ‘derechos sin deberes’ y, por tanto, fuente de irresponsabili-


dad y dependencia para sus destinatarios. De lo que se trataría,
en consecuencia, es de introducir un nuevo pragmatismo carac-
terizado por el control milimétrico de los menguantes subsidios
sociales y por la obligatoriedad en la búsqueda y aceptación de
empleo, con independencia de su calidad y estabilidad.
En la realidad, la severa retórica de los deberes va dirigida casi
exclusivamente a los estratos sociales más vulnerables y nunca, en
cambio, a los ‘satisfechos’. Los primeros, en efecto, tienen que
resignar derechos presentados como ingobernables e insaciables.
Los segundos, en cambio, deben ser ‘incentivados’ y, por con-
siguiente, librados de las incómodas trabas que suponen los
controles políticos y jurídicos”.57

El mecanismo ideológico que Pisarello denuncia es la utilización selec-


tiva y políticamente dirigida de construcciones teóricas como la de
“ingobernabilidad”, aplicadas asimétricamente a sectores excluidos y de-
bilitados y, sin embargo, escamoteadas cuando se trata de defender los
intereses empresariales y mercantiles.
Cabe apuntar también que las teorías y categorías de la dogmática tienen
tendencia a perpetuarse, y a “congelar” los rasgos del conjunto normativo que
pretendieron reconstruir, independientemente de su posterior modificación
o derogación. No es infrecuente que en estos casos las construcciones de la
dogmática sean incompatibles con el material normativo del que pretenden
dar cuenta, o que sirvan para articular soluciones interpretativas que difícil-
mente puedan derivarse de aquel.58 Este fenómeno también ofrece un terreno
fértil para el análisis ideológico: en este caso el parámetro o referente emplea-
do para medir la “distorsión” o “desviación” de la construcción dogmática es
el texto normativo sobre el cual se pretende fundada la teoría, categoría o la
inferencia de un principio. Tanto la vertiente “epistemológica” como la “genética”
de la crítica ideológica pueden jugar un papel develador en este sentido.

57. Gerardo Pisarello, “El Estado social como Estado constitucional: mejores garantías, más
democracia”, en Víctor Abramovich, María José Añón y Christian Courtis (comps.), Dere-
chos sociales: instrucciones de uso, Fontamara, México, 2003, pp. 32-33.
58. Ver, por ejemplo, respecto de la denominada “teoría del delito”, Paul K. Ryu y Helen
Silving, “Towards a Racional System of Criminal Law”, Revista Jurídica de la Universidad de
Puerto Rico, vol. XXXII, nº 2 (1963), pp. 62-73.

389
Christian Courtis

La doctrina constitucional argentina provee varios ejemplos al respec-


to. Antes de la reforma constitucional llevada a cabo en 1994, gran parte
de la doctrina tradicional, apoyada en una lectura literal del texto consti-
tucional de 1853/1860, sostenía una concepción meramente formal de
igualdad ante la ley (art. 16). En lo que aquí concierne, la reforma de
1994 incorporó cláusulas de igualdad de oportunidades, que autorizan al
Congreso a adoptar medidas de acción positiva para garantizar el goce y
ejercicio de derechos a mujeres, niños, personas con discapacidad y ancia-
nos (arts. 37 y 75, inc. 23), e incluyó una cláusula de derechos especiales
para los pueblos indígenas (art. 75, inc. 17). Pues bien, pese a la reforma,
parte de la doctrina sigue sosteniendo las mismas posiciones que antes de
que ésta ocurriera, sin hacerse cargo de las modificaciones introducidas en
el texto constitucional. Así, por ejemplo, la cláusula del art. 37 establece
que “[l]a igualdad real de oportunidades entre varones y mujeres para el
acceso a cargos electivos y partidarios se garantizará por acciones positivas
en la regulación de los partidos políticos y en el régimen electoral”, y la
Cláusula Transitoria Segunda dispone que “[l]as acciones positivas a que
alude el artículo 37 no podrán ser inferiores a las vigentes al tiempo de
sancionarse esta Constitución y durarán lo que la ley determine”. Al co-
mentar la ley y decreto reglamentario a los que hace referencia la Cláusula
Transitoria Segunda –normas que imponen un cupo femenino de al me-
nos el 30 por ciento de las listas de candidatos a los partidos políticos–,
un autor afirma que “[e]s opinable si la escala del decreto nº 379/93 y la
propia ley nº 24.012 son constitucionales, en la medida en que imponen
fórmulas arbitrarias con total prescindencia del principio de idoneidad y,
en definitiva, pueden traducirse en mecanismos discriminatorios para el
hombre y para la propia voluntad popular”.59 Es decir, analiza la legisla-
ción que establece acciones positivas a favor de las mujeres –triplemente
autorizadas: de manera genérica en el art. 75 inc. 23, de manera específi-
ca para el caso del acceso a cargos electivos en el art. 37, y aun más espe-
cíficamente en la Cláusula Transitoria Segunda, en la que se dispone la
necesidad de mantener al menos el contenido de la legislación comentada–
a la exclusiva luz del principio de igualdad formal, como si la inclusión del
principio de igualdad de oportunidades y de la facultad de adopción de

59. Gregorio Badeni, Nuevos derechos y garantías constitucionales, Ad Hoc, Buenos Aires,
1995, p. 71.

390
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

medidas de acción positiva no hubiera tenido lugar, y sugiere que la


constitucionalidad de esas medidas es opinable... Párrafos adelante, el
mismo autor aclara que “cuando la ‘clase política’ tenga la madurez inte-
lectual suficiente para ralear los preconceptos que aplican a las mujeres en
la vida política, no habrá reparos para que impere la espontánea igualdad
impuesta por el art. 16 de la Ley Fundamental”60 (la bastardilla es mía).
Se hace explícita aquí su concepción acerca del “grado cero de la igual-
dad”, y su percepción de la noción de igualdad de oportunidades como
una desviación con respecto a aquella, sin importarle en demasía el hecho
de su adopción por parte del constituyente...

3.d Crítica ideológica del derecho y teoría del discurso

Aunque las relaciones entre la denominada teoría del discurso y la teo-


ría de la ideología son bastante tortuosas,61 no han faltado formulaciones
que intentaran reconciliar ambas perspectivas. Parte de estos intentos ha
consistido en dejar de lado el análisis de contenidos de los discursos, y
poner énfasis en sus mecanismos de producción. Así, se ha señalado que
el análisis de la dimensión ideológica de un discurso debe centrarse en las
relaciones entre un conjunto significante y sus condiciones sociales de pro-
ducción. El análisis ideológico supondría, en esta clave, develar las marcas
de producción –la “estructura profunda”– de un discurso, a partir de su
estructura superficial. El “efecto ideológico” de un discurso estaría dado por
el intento de hacer desaparecer esas marcas, de presentarse como absoluto,
de presentar la descripción de su objeto como la única posible.62

60. Gregorio Badeni, Nuevos derechos y garantías constitucionales, op. cit., p. 72.
61. Sobre este conflictivo vínculo, ver Sara Mills, Discourse, 2ª ed., Routledge, Londres,
2004, pp. 26-42. Uno de los representantes prominentes de esa perspectiva, Michel Foucault,
formuló serias reservas contra el empleo de la noción de ideología. Ver, por ejemplo, Michel
Foucault, “Verdad y poder”, en Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones, Alianza,
Madrid, 1981, pp. 136-137.
62. Ver, por ejemplo, Umberto Eco, Tratado de semiótica general, Lumen, Barcelona, 1985;
Emilio de Ípola, “Introducción”, “Sociedad, ideología y comunicación” y “Sobre algunas
deudas y divergencias teóricas”, en Ideología y discurso populista, Folios, México, 1982, pp.
9-26, 73-92 y 165-173, respectivamente; Michel Pêcheux, Hacia el análisis automático del
discurso, Gredos, Madrid, 1978; Ferruccio Rossi-Landi, Ideología, Labor, Barcelona, 1980;
Eliseo Verón, “Condiciones de producción, modelos generativos y manifestación ideológica”,
en Eliseo Verón (comp.), El proceso ideológico, Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires,
1971, pp. 251-293, “Lo ideológico y la cientificidad”, en La semiosis social. Fragmentos de

391
Christian Courtis

En el campo jurídico, autores identificados con la teoría crítica del


derecho han sugerido líneas de análisis en este sentido. 63 Ricardo
Entelman, por ejemplo, sostiene que “el discurso jurídico es el discurso
del ejercicio del poder y, por ende, alude e identifica a aquellos que pue-
den producirlo, configurando la noción de autoridad y órgano y orde-
nando las relaciones recíprocas de los productores de ese discurso del
poder entre sí, y de éstos con el resto de los individuos actuantes en
relación a una determinada institución social, con la mediación del dis-
curso jurídico. (...) [L]as reglas que permitirán establecer el sentido de la
proposiciones jurídicas no serán la explicitación de los criterios gramati-
cales y semánticos de los que depende la construcción de ese sentido, sino
reglas de designación de los sujetos cuya lectura producirá, establecerá y
fijará esos sentidos”.64 Se trataría, entonces, de develar el funcionamiento
concreto de aquellos mecanismos de distribución de la palabra que per-
miten que algunas cosas sean dichas con sentido jurídico y otras perma-
nezcan no dichas. Dos ejemplos pueden ilustrar esta forma de análisis.
En el caso “Ekmekdjian c/Sofovich”, la Corte Suprema argentina aco-
gió una acción de amparo dirigida por un televidente contra el conductor
de un programa televisivo y el canal de televisión. El actor pretendía ha-
cer uso de su derecho de rectificación o respuesta, a raíz de frases vertidas
por un invitado a un programa de entretenimiento que, a su juicio, eran
agraviantes para Jesucristo y la Virgen María. Aunque el supuesto de he-
cho no tiene ninguna relación con el establecido en la norma invocada (el
art. 14.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos estable-
ce que tiene derecho a rectificación o respuesta “toda persona afectada por

una teoría de la discursividad, Gedisa, Barcelona, 1987, pp. 13-26, y “Diccionario de lugares
no comunes”, en Fragmentos de un tejido, Gedisa, Barcelona, 2004, pp. 39-59.
63. Ver, por ejemplo, Lucía María Assef, “Sobre el discurso jurídico”, en La interpretación de
la ley y otros textos críticos de teoría general, Juris, Rosario, 2004, pp. 37-49; Ricardo
Entelman, “Aportes a la formación de una epistemología jurídica en base a algunos análisis del
funcionamiento del discurso jurídico”, en AA.VV., El discurso jurídico. Perspectiva psicoana-
lítica y otros abordajes epistemológicos, Hachette, Buenos Aires, 1982, pp. 85-109, y “Dis-
curso normativo y organización del poder. La distribución del poder a través de la distribu-
ción de la palabra”, op. cit., pp. 295-311; Norma Fóscolo y María del Carmen Schilardi,
Materialidad y poder del discurso, EDIUNC, Mendoza, 1996; Luis Alberto Warat, El dere-
cho y su lenguaje, Cooperadora de Derecho y Ciencias Sociales, Buenos Aires, 1976, Caps. VI
y VIII.
64. Ricardo Entelman, “Aportes a la formación de una epistemología jurídica en base a
algunos análisis del funcionamiento del discurso jurídico”, op. cit., p. 96.

392
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

manifestaciones inexactas o agraviantes dirigidas en su perjuicio a través


de medios de difusión”), el tribunal justifica la legitimación del actor y la
aplicación de la norma del siguiente modo:

“Debe advertirse –con relación al caso planteado– que se trata


de un derecho subjetivo de carácter especial y reconocimiento
excepcional, que requiere –para habilitar el ejercicio del dere-
cho de rectificación o respuesta– una ofensa de gravedad sus-
tancial, es decir, no una mera opinión disidente con la sosteni-
da por el afectado, sino una verdadera ofensa generada en una
superficial afirmación sin siquiera razonable apariencia de sus-
tento argumental. En estas condiciones, la afirmación que pro-
voca la rectificación o respuesta invade, como ya se dijo, los
sentimientos más íntimos del afectado, convirtiéndose así –y
tratándose de un sentimiento o creencia de sustancial valora-
ción para el derecho– en un agravio al derecho subjetivo de
sostener tales valores trascendentales frente a quienes, sin ra-
zón alguna, los difaman hasta llegar al nivel del insulto soez,
con grave perjuicio para la libertad religiosa. Estos extremos
quedarán sujetos a la severa valoración del juez de la causa,
aunque no cabe duda de que, en tales condiciones, la ofensa
afecta la honra personal, por tanto a uno de los derechos sub-
jetivos que mayor protección debe recibir por parte del orde-
namiento jurídico.

Ejercido este derecho de responder a los dichos del ofensor, su


efecto reparador alcanza, sin duda, al conjunto de quienes pu-
dieron sentirse con igual intensidad ofendidos por el mismo
agravio, en las condiciones que el legislador establezca –o el juez,
frente a la omisión del legislador, estime prudente considerar– a
los efectos de evitar que el derecho que aquí se reconoce se con-
vierta en un multiplicador de respuestas interminables.

A diferencia de quien ejerce la rectificación o respuesta en de-


fensa de un derecho propio y exclusivo, en los casos como el
presente quien replica asume una suerte de representación co-
lectiva, que lleva a cabo en virtud de una preferencia temporal,
previo reclamo al órgano emisor de la ofensa, quien podrá

393
Christian Courtis

excepcionarse de cumplir con otras pretensiones de igual o


semejante naturaleza simplemente con la acreditación de la
difusión de la respuesta reparadora”.65 (La bastardilla es mía.)

Llama la atención aquí, en línea con la tesis de Entelman, el mecanis-


mo de asignación de la palabra, generado por el tribunal: el actor tiene al
mismo tiempo un derecho subjetivo especial y excepcional, y es portavoz
de una clase fantasmática –la clase de los supuestamente agraviados por
los dichos del programa– cuyo interés es al tiempo constituido y agotado
por el reconocimiento de legitimación. La referencia a esa clase virtual
elide, a su vez, la consideración del interés de clases fantasmáticas potencia-
les –la clase antagónica de los que se sintieran identificados con los dichos
del invitado, la clase de los que pudieran haber interpretado los dichos
como un chiste, la clase de los que simplemente no consideraran que los
dichos tuvieran contenido referencial, etcétera–. En definitiva, en el campo
de lo que no son más que creencias opinables, el tribunal constituye los
sentimientos del actor en referencia “objetiva”, elude la consideración de
otras voces o intereses, y borra las marcas de esa asignación/negación por vía
de la consideración de una supuesta “representación virtual”.
En el caso “Portal de Belén”,66 la Corte acogió una acción de amparo
interpuesta por una asociación civil, destinada a revocar la autorización y
a prohibir la fabricación, distribución y comercialización del fármaco an-
ticonceptivo popularmente denominado “píldora del día después”. La
asociación fundó su derecho en la supuesta violación a un “derecho de
incidencia colectiva a la vida humana, desde el momento de la concep-
ción”. Más allá del dudoso carácter de un derecho “colectivo” a la vida –
¿de los óvulos potencialmente fecundados?–, lo que interesa para nuestro
análisis es el mecanismo de atribución monopólico de la palabra acerca de
una cuestión de trascendencia pública, como es la discusión sobre el ini-
cio de la vida humana, a una asociación que aparece como representante
de un supuesto interés colectivo. Sobre la exclusiva base de los dichos y
las opiniones aportados por la actora, en el marco de una acción sumarísima
que no admite mayor debate y prueba, y sin acudir a un procedimiento

65. Corte Suprema argentina, caso Miguel A. Ekmekdjian c/Gerardo Sofovich y otros, 7 de
julio de 1992, consid. 25.
66. Corte Suprema argentina, caso Portal de Belén - Asociación Civil sin Fines de Lucro c/
Ministerio de Salud y Acción Social de la Nación s/amparo, 5 de marzo de 2002.

394
Detrás de la ley. Lineamientos del análisis ideológico del derecho

público –la recepción de memoriales amici curiae, o la celebración de una


audiencia pública, por ejemplo– en el que fuera posible escuchar más voces o
intereses representados, la mayoría del tribunal cierra el círculo de considera-
ciones a tener en cuenta y se aboca a decidir sobre el fondo de la cuestión.
Puede identificarse nuevamente los trazos del mismo mecanismo: asignación
de la calidad de portavoz de un interés colectivo –que ni siquiera se justi-
fica–, elusión de la pertinencia de otras voces que participen en el debate.

4. (Breves) comentarios finales

Creo haber presentado –de modo fragmentario e incompleto– un pa-


norama sobre posibles empleos del análisis ideológico en el campo del
derecho. Aunque se trata de una perspectiva que abre rumbos de investi-
gación interesantes, es importante subrayar algunos inconvenientes con
los que es frecuente toparse.
El primero es la distancia entre esta mirada sobre el derecho, y la pers-
pectiva dominante en gran parte del cultivo de la llamada dogmática
jurídica, que ha absorbido el costado más esclerótico del positivismo –la
imposibilidad de mirar más allá de los aspectos formales de las normas, la
insistencia en un modelo de supuesta pureza metódica ya superado en los
demás ámbitos de las ciencias sociales, etcétera.
El segundo es la distancia entre los desarrollos de la teoría de la ideolo-
gía en las ciencias sociales y la articulación teórica de esta noción en el
campo del derecho. El fenómeno es paradójico: las ciencias sociales han
prestado poca atención al derecho como objeto de estudio en clave ideo-
lógica, y los juristas tampoco han articulado una perspectiva coherente en
este sentido con respecto a su propio campo de trabajo. La tarea de “tra-
ducción” y “traslación” teórica de un campo a otro constituye aún una
tarea pendiente, al menos en la teoría jurídica dominante en Europa con-
tinental y América Latina. En todo caso, y dada la variedad de concepcio-
nes y definiciones de la noción de ideología, para que su empleo sea útil
en el campo del derecho resulta necesario como premisa aclarar en qué
sentido y con qué alcances se usará el término.
En tercer lugar, y en conexión con el punto anterior, parte de los autores
que sí han hecho algún esfuerzo de traducción o traslación, se han limitado a
la formulación de sugerencias epistemológicas o teóricas generales, sin avan-
zar mayormente en el trabajo de aplicación de las perspectivas sugeridas a

395
Christian Courtis

material jurídico concreto. Si alguna fertilidad ha de concederse a este tipo de


análisis, el espacio para demostrarlo es su utilización para analizar normas
jurídicas, decisiones judiciales o construcciones dogmáticas específicas.
Por último, he presentado una serie de ejemplos de diversas proceden-
cias nacionales, y de distintas ramas del derecho. Esto demuestra que,
pese a todas las falencias a las que me he referido, este tipo de análisis no
está ausente en la tarea de producción teórica de los juristas. Sin embar-
go, muchos de estos ejemplos constituyen perspectivas aisladas, poco
metódicas o inorgánicas, que se agregan a veces apenas como comentario
marginal al análisis normativo tradicional. La intención última de este
trabajo es la asunción de esta perspectiva de análisis como un foco de
atención autoconsciente y permanente en los trabajos de investigación en
el campo del derecho.

396
El poder judicial frente
a los conflictos colectivos*

José Eduardo Faria**

“El Derecho importa y por eso nos incomodamos


con toda esta historia.”

E. P. Thompson, Señores y cazadores.

I.

Los problemas del acceso a la jurisdicción, de la administración de


justicia, de la reforma del derecho procesal, de la ampliación de los servicios
de asistencia judicial, de la flexibilización de los procedimientos, de la
informalización de los tribunales y de la creación de una hermenéutica
alternativa se han vuelto, en los últimos años, bastante polémicos en los
países de América Latina. Dentro de éstos, se destacan especialmente aque-
llos en los que, como en el caso brasileño, la industrialización reciente
provocó a un tiempo una diferenciación socioeconómica más compleja y
contradictoria, propiciando la emergencia de innumerables asociaciones
políticas parapartidarias y de movimientos sociales urbanos compuestos

* Extraído de Faria, J. E., Justiça e conflito, Editora dos Tribunais, San Pablo, 1992. Una
primera traducción de este artículo fue publicada en la revista El Otro Derecho, vol. 5, marzo
de 1990, ILSA, Bogotá, pp. 5-34, sin indicación de traductor. Ésta es una versión completa-
mente corregida de aquella traducción con autorización expresa del autor. Revisado por
Pablo Perel y Christian Courtis.
** Profesor titular de Filosofía de Derecho, Facultad de Derecho, Universidad de São Paulo.

397
José Eduardo Faria

por diversas clases –asociaciones y movimientos constituidos, en su gran


mayoría, al margen de los mecanismos representativos tradicionales y de
las estructuras jurídicas vigentes.
Uno de los efectos de este fenómeno fue la crisis estructural de las
instituciones gubernamentales, expresada por la creciente atribución de
facultades legislativas al Poder Ejecutivo, en detrimento de las tradicionales
competencias del Congreso y aun de la autonomía de la rama jurisdiccional.
Otro efecto, vinculado al carácter intervencionista de un Estado que
garantiza una economía oligopolizada y cartelizada, fue la decadencia de
la idea del contrato y con ella, el agotamiento gradual de los principios de
autonomía de la voluntad y de la responsabilidad individual como
categorías jurídicas fundamentales para la formalización de las relaciones
capitalistas. Dicho fenómeno se traduce en el creciente carácter “público”
del derecho privado, en la “administrativización” del derecho público y
en la “reprivatización” del derecho administrativo.
Un tercer efecto, no menos importante, fue el tipo de conducta
adoptado por esos nuevos movimientos y asociaciones, basado en cuatro
ejes: a) rechazo de las relaciones jerárquicas impuestas por el orden
económico, político y jurídico vigente; b) énfasis en el compromiso y
participación de los ciudadanos a partir de valores comunitarios de fuerte
connotación ideológica y un cierto contenido utópico; c) descubrimiento
de la importancia de un uso “alternativo” del derecho vigente; d) planteo
de estrategias inéditas de socialización y articulación de los grupos y clases
subalternas en los espacios colectivos de la vida cotidiana, casi siempre
fuera de los marcos institucionales establecidos por la Constitución.
La agudización de las contradicciones socioeconómicas fue generando
una marcada polarización ideológica capaz de hacer temblar los cimientos
del sistema representativo. En este contexto, no es casual que hayan surgido
nuevas formas de participación política, protagonizadas por actores sin
tradición previa de movilización y actuación en conflictos jurídico-políticos.
Esos grupos y clases consiguieron apropiarse política y discursivamente
de los derechos humanos para convertirlos en sinónimo de “derecho
alternativo” de las mayorías marginadas. Su poder de lucha y confronta-
ción colectiva abrió camino a una cuestión importante: la reevaluación
del papel de un poder judicial unificado, centralizado y apropiado de
forma monopólica por el Estado en el marco de la transformación social y
la democratización política. O sea, los actores políticos emergentes,
valorando acciones y conductas que hasta entonces no alcanzaban expre-

398
El poder judicial frente a los conflictos colectivos

sión institucionalizada al nivel de las relaciones de poder articuladas alre-


dedor del Estado, utilizan alternativas frente a aquellas ofrecidas por las
instituciones representativas comunes a la concepción liberal burguesa
del Estado y del derecho para: a) buscar elaborar sus propios códigos de
identidad y autorreconocimiento, b) construir sus paradigmas de
legitimidad, y c) concretar en las prácticas de lucha cotidiana la utopía en
favor de una sociedad “libre y justa”.
En América Latina, desde la década del 70 se ha puesto énfasis en la
gradual toma de conciencia de la desigualdad económica y en la creciente
percepción de un nuevo sentido de la justicia, que llevaron a estos actores
colectivos emergentes a redefinir las relaciones de sociedad y Estado,
redescubriendo el sistema social como el “lugar” de la política y trasladando
con eso la clásica cuestión de la constitución de los sujetos políticos,
tradicionalmente subsumida en la relación clase-partido.1 También aquí
se ha escrito mucho al respecto de la crisis de las concepciones liberal-
burguesas del Estado y del derecho, como correlato de la implosión de un
poder “cósmico”, y de su sustitución por un poder “caósmico”; de la
emergencia de una racionalidad sustantiva y de una justicia material sobre
una racionalidad instrumental, y una justicia formal, de la perversión de
la razón jurídica frente a su vinculación con el poder normativo de la
realidad “ideal”; de la quiebra epistemológica y funcional de la dogmática
jurídica de carácter positivista normativista; de la revisión (por vía de la
praxis judicial) de los tradicionales modelos de hermenéutica, de la
inviabilidad de mantener una imagen unitaria del ordenamiento jurídico
por causa del creciente uso “alternativo” del derecho; de la implantación

1. Ver en ese sentido, Vera da Silva Talles: “Movimentos sociais: reflexões sobre a experiência
dos anos 70”, Eduardo Viola y Scott Mainwaring: “Novos movimientos sociales: cultura
politica e democracia -Brasil e Argentina”; Ilse Scherer-Warren: “O caráter dos novos movimentos
sociais”; Pedro Jacobi: “Movimentos sociais. teoría e práticas em questão”; y Paulo Krischke:
“Movimentos sociais e transição política: contribuições da democracia de base”, todos estos
trabajos en Ilse Scherer-Warren y Paulo Krischke (eds.): Um revolução no cotidiano. Os novos
movimentos sociais na América do Sul, San Pablo, Brasilense, 1988. Ver también Ruth Cardoso:
“Movimentos sociais urbanos: balanço crítico”, en María Herminia Tavares de Almeida y
Bernardo Sorj (eds.): Sociedade e Politica no Brasil pós-64, San Pablo, Brasilense, 1983, y “Formas
de participacão popular no Brasil contemporáneo”, en Revista da Fundação SEADE, San Pablo,
n° 3, 1985; Eunice Durham: “Movimentos Sociais: a construção de ciudadania”, en Novos
Estudos, San Pablo, CEBRAP, n° 10, 1984; y Renato Raul Boschi: “A arte da associação: política
de base e democracia no Brasil”, San Pablo, Vértice/luperj, 1987.

399
José Eduardo Faria

de servicios de asesoría jurídica a las organizaciones populares; de la


prolongación de las competencias judiciales y del propio énfasis de un
supra-legalismo y un supra-normativismo social por parte de los juristas
heterodoxos.2 Con todo, un importante problema no ha merecido aún
toda la atención que concita en los medios académicos, en los círculos
políticos o en el ámbito judicial. Se dice que: a) En la redefinición de las
relaciones del Estado con la sociedad, ésta aparece construida en el interior
de una nueva representación de lo social y de lo político, por medio de la
cual adquiere sentido en cuanto espacio de experiencias originales y en cuanto
espacio de constitución de nuevos sujetos; b) Las redefiniciones de esas
relaciones entre el Estado y la sociedad en el ámbito del capitalismo son
siempre contradictorias, en la medida en que generan continuamente
condiciones para nuevas luchas por transformaciones alternativas de las
estructuras socioeconómicas, y c) Los nuevos conflictos colectivos exigen
nuevos instrumentos jurídicos y nuevos procedimientos judiciales para poder
ser canalizados, filtrados y decididos en el ámbito de las instituciones formales
del Estado, lo que transforma la rama jurisdiccional en un locus político
privilegiado como arena de lucha, confrontación y negociación de intereses.

2. La bibliografía, en esta materia, es bastante amplia. Entre los trabajos pioneros y paradigmáticos,
ver Roberto Lyra Filho: Para un direito sem dogmas, Porto Alegre, Sérgio Fabris, 1980; “Para uma
vísão dialéctica do direito”, en Claudio Souto y Joaquim Falção (eds.):Sociologia e Direito, San
Pablo, Pioneira, 1980; Razões de defesa do direito, Brasilia, Obreira, 1981; Luis Alberto Warat, El
derecho y su lenguaje, Buenos Aires, Cooperadora de Derecho y Ciencias Sociales, 1973; Mitos e
Teorias na Interpretação das Leis, Porto Alegre, Síntese, 1980; “O senso comun teórico dos
juristas”, en José Eduardo Faria (ed.): A crise do direito numa sociedade em mudança, Brasilia,
UNB, 1988; y A pureza do poder, Florianópolis, UFSC, 1983; Rosa Maria Cardoso da Cunha: O
carácter retórico do principio de legalidade, Porto Alegre, Síntese, 1980; Roberto Mangabeira
Unger: O Direito na sociedade moderna, Río de Janeiro, Civilização Brasileira, 1979; Boaventura
Santos: “The Law of Oppressed: the Construction and Reproduction in Pasagarda”, en Law and
Society Review, Denver, 1977, n° 12, “O discurso e o poder: teste sobre a sociología da retórica
jurídica”, en Boletim da Faculdade de Direito de Coimbra, 1979; “Estado, Direito e Questão
Urbana”, en Revista Critica de Ciéncias Sociais, Coimbra, 1982, n° 10; e “Introdução a sociología
da administracao da justica”, en José Eduardo Faria (ed.): Direito e justiça: a função social do
judiciario, San Pablo, Ática, 1983; Aurélio Wander Bastos: Conflitos sociais e limites do Poder
Judiciario, Río de Janeiro, Eldorado, 1975, Carlos Simões: Direito do trabalho e modo de produção
capitalista, San Pablo, Símbolo, 1979; Joaquim Falção, “Justiça Social e Justiça Legal. Conflictos
de propiedade no Recife”, en Conflito de Direito de Propiedade, Río de Janeiro, Forense, 1984.
Ver, también, Enrique Zuleta Puceiro, Paradigma dogmático y ciencia del derecho, Madrid, Edusa,
1981.

400
El poder judicial frente a los conflictos colectivos

La cuestión a la que me refiero se relaciona con la cultura profesional,


la sensibilidad social y la percepción política de la magistratura. En última
instancia, con el alcance y el grado de actualización, desalienación y
conciencia de su saber.3 Identificar esa cultura, esta sensibilidad y esta
percepción frente a los conflictos colectivos y, por extensión, al propio uso
“alternativo” del derecho es el objetivo central de este trabajo. Un objetivo
que, en términos muy generales y bastante esquemáticos –partiendo de la
implosión de aquella confianza ingenua e “idealista” en la racionalidad
intrínseca de las leyes y de los códigos conjugada con una idea mecanicista
de la jurisprudencia–, está asociado a dos tipos de problemas distintos
pero convergentes, a saber:
a) ¿Hasta qué punto son los tribunales y sus magistrados funcional y
técnicamente aptos para manejar conflictos de clase y transgresiones
jurídicas en masa que envuelven a grupos, clases y colectividades? Dada
la explosión de litigios en sociedades estigmatizadas por las
contradicciones socioeconómicas y por formas inéditas de lucha, con-
frontación y resistencia, como es el caso de la sociedad brasileña, las
diferentes instancias judiciales ¿estarán en condiciones de continuar
desempeñando con un mínimo de eficacia su función tradicional de
apaciguar las tensiones y reducir las incertidumbres del sistema político,
limitando y “desarmando” los conflictos o bien impidiendo su
generalización?
b) Si, como se dijo, los patrones normativos en vigor en las naciones de
industrialización reciente en América Latina se revelan progresivamente
incapaces de proseguir suministrando un “sentido de orden”, y si la
consecución de un orden alternativo estable y legítimo necesita la
representación de una “voluntad colectiva” por medio de la cual los

3. Utilizo aquí la relación de saber en el sentido que Foucault da a ese término, o sea, como
“un conjunto de elementos, formados de manera regular por una práctica discursiva que son
indispensables en la constitución de una ciencia, a pesar de no estar destinados necesariamen-
te a darle un lugar (...); un saber es aquel del que podemos hablar en una práctica discursiva
que se encuentra así especificada: el dominio constituido por los diferentes objetos que
adquirirán o no estatuto científico (...); un saber es también el espacio en que el sujeto puede
tomar posición para hablar de los objetos de que se ocupa en su discurso (...); un saber es
también un campo de coordinación y de subordinación de los enunciados en que los concep-
tos aparecen, se definen, son aplicados y se transforman (...); finalmente, un saber se define
por posibilidades de utilización y de aproximación ofrecidas por el discurso...”. Cf. Michel
Foucault: Arqueologia do Saber, Río de Janeiro, Forense-Universitária, 1986, p. 206-207.

401
José Eduardo Faria

grupos y clases en conflicto se reconozcan recíprocamente como partes


de un nuevo contrato político, ¿de qué manera podrá actuar el Poder
Judicial tanto en la reorganización del cuerpo social sobre bases más
igualitarias como en la consolidación de un sistema jurídico eficaz y al
mismo tiempo reconocido y acatado por todos?
Desde el punto de vista de la práctica jurídica, tales interrogantes han
suscitado muchísimas y significativas discusiones relativas, por ejemplo, a
las cuestiones del acceso diferenciado a la justicia por parte de las diversas
clases y estratos sociales; a la racionalización de las actividades de asistencia
jurídica, en virtud del impacto de sus costos sobre la crisis fiscal del Estado;
a la transformación de los servicios legales tradicionales –que no cuestio-
nan la estructura social y que se limitan a asistir judicialmente a sus usua-
rios, considerados apenas como “sujetos individuales”– en servicios más
amplios, capaces de trabajar con “sujetos colectivos” con la finalidad de
proponer estrategias aun de corte extrajudicial; a la reforma de los proce-
sos civil, penal y laboral para volverlos más flexibles, rápidos y baratos y,
finalmente, a la transformación del juez en un legislador activo y creativo,
consciente de que la justicia no puede ser reducida a una dimensión ex-
clusivamente técnica, debiendo ser concebida como instrumento para la
construcción de una sociedad verdaderamente justa.
A través de una reflexión más teórica o analítica, esas cuestiones deben
abrir un campo original de estudio multidisciplinario sobre las relaciones
entre Estado y derecho, sobre la función social del proceso, sobre la orga-
nización de los tribunales, sobre las formas de reclutamiento de los ma-
gistrados, sobre su ethos profesional y sobre su cultura política (o sea,
sobre los valores que, representando visiones del mundo formadas
históricamente antes que preferencias axiológicas de los actores
individuales, actúan como orientaciones básicas de sus prácticas cotidianas,
determinan sus formas de comprensión de la realidad y están incorporados
de modo difuso en sus resoluciones y sentencias). Esos valores, considerados
como parte fundamental de las interacciones políticas de una sociedad
determinada, se relacionan con las clases sociales en conflicto, y sin embargo
no se reducen a ellas; es decir, se refieren a los patrones económicos vigentes,
pero tienen una relativa autonomía con referencia a la economía.4

4. “Esta definición supone que los actores no siempre son conscientes de sus valores políticos.
En este sentido, la noción de valores políticos no es sinónimo de discurso o ideología, aunque

402
El poder judicial frente a los conflictos colectivos

Aunque todas estas cuestiones estén evidentemente ligadas, relaciona-


das y sean convergentes, esta última, relativa a la formación cultural, técnica,
profesional y política de los actores jurídicos encargados funcionalmente
de la tarea de la aplicación de las reglas generales, abstractas e impersonales
es la que nos interesa más de cerca en este trabajo. Cabe preguntarse si
esta formación está aún impregnada de la vieja tradición legalista, formalista
y normativista de la dogmática jurídica, expresada por medio de
proposiciones hipotéticas del deber ser y cuya preocupación central es la
subsunción de los hechos a la prescripción legal, atendiendo sólo los
aspectos lógico-formales del derecho positivo y poniendo énfasis solamente
en las cuestiones de la validez de la norma, de la determinación del
significado de las reglas, de integración de las lagunas y de la eliminación
de las antinomias. O si, por el contrario, sea ya sensible a la necesidad de
un background cultural capaz de identificar y esclarecer el significado
político de las profesiones jurídicas, haciendo posible, así, un
distanciamiento crítico y una clara conciencia de las innumerables
implicaciones de sus funciones, en sociedades fuertemente marcadas por
el creciente desequilibrio entre la igualdad jurídico-formal y las
desigualdades socioeconómicas.

II.

En contextos fragmentados, tensos y explosivos como los actuales en


América Latina, esas desigualdades han sido continuamente reubicadas

el discurso y la ideología expresen elementos valorativos. El discurso refleja la actitud cons-


ciente o instrumental del actor acerca de la política, siendo por tanto un elemento clave para
comprender aspectos de sus valores. No obstante, los actores no poseen plena consciencia de
los factores que integran su visión del mundo y orientan su acción –y en ese sentido su
discurso para fines instrumentales no reflejaría aun sus valores conscientes–. Las prácticas
políticas pueden ser definidas como el estilo y patrón de actuación política. Este aspecto de
la cultura política, aunque mucho más difícil de estudiar empíricamente que el discurso
político, es igualmente importante. Se han hecho más estudios sobre el discurso e ideología
que sobre las prácticas políticas. No obstante, debido a las diferencias existentes entre la
ideología y la práctica, todo tratamiento adecuado de la cultura política debe considerar los
estilos de actuación política”. Cf. Eduardo Viola y Scott Mainwaring: “Novos movimentos
sociais: cultura política e democracia -Brasil e Argentina”, en Uma revolução no cotidiano: os
novos movimentos sociais na América do Sul, op. cit.

403
José Eduardo Faria

en el imaginario social y político, constituyéndose progresivamente en


una amenaza a la estabilidad de los regímenes fundados en una concepción
liberal individualista del Estado y del derecho. Esos regímenes expresan
un sistema político cada vez más contradictorio, en la medida en que
agravan la atomización de las clases en cuanto electores y ciudadanos, y al
mismo tiempo establecen condiciones de organización socioeconómica,
jurídica y administrativa que, en ciertas circunstancias, llevan a la
polarización y confrontación social tanto a las profesiones jurídicas como
a las propias instituciones del derecho, atravesadas , como se dijo, por la
naturaleza colectiva y por el carácter clasista de los conflictos. La entrada
en escena de movimientos populares, sindicales, religiosos y comunitarios
bien organizados, que a) rechazan la concepción liberal de los derechos
humanos (limitada a definirlos como un conjunto de salvaguardia de
las libertades públicas) a partir de una perspectiva según la cual las
desigualdades sociales son concreta expresión de la violencia y arbitrio
en las sociedades capitalistas; b) hacen de las relaciones sociales una
intrincada trama de prácticas dirigidas a la construcción de nuevas formas
de relaciones sociales, de nuevas solidaridades e identidades comunes; c)
articulan nuevos espacios dentro y fuera de las estructuras del Estado
como locus políticos en los cuales se constituyen sujetos que ejercitan
prácticas de resistencia que se apartan de las leyes y códigos en vigor; d)
rompen con los espacios tradicionales monopolizados por las instituciones
estatales para la canalización, filtro y arbitraje de los litigios encuadrados
básicamente dentro de una dimensión “interpersonal”; e) desafían la
rigidez lógico-formal de los sistemas legales y judiciales, mediante la
politización de las cuestiones aparentemente técnicas; y f ) procuran
crear hechos consumados para reivindicar nuevos derechos, mediante el
énfasis en experiencias particulares centradas en las ideas de auto-
organización, autogestión y solidaridad.
Como se ve, estos movimientos han abierto camino para acciones y
conductas contradictorias, es decir, comportamientos que comprometen
la integridad y la plenitud del orden vigente a partir de las discusiones de
problemas específicos. Entre ellos, la vieja cuestión de la relación capital
versus trabajo, ahora polarizada por la centralización y concentración del
capital, por la oligopolización y monopolización del mercado, por la
concentración de los poderes burocráticos, por la emergencia de un sistema
notarial corporativo de administración de los precios y salarios y por la
transformación del espacio de la fábrica como campo de lucha.

404
El poder judicial frente a los conflictos colectivos

Tales prácticas profundizan la crisis de racionalidad y legitimidad de los


Estados latinoamericanos, ponen en riesgo su propia “matriz organizacional”,
y exigen la creciente intervención del Poder Ejecutivo. Ante las numerosas
demandas conflictivas y excluyentes, las respuestas oficiales son cada vez
más inmediatas y pragmáticas, pretendiendo dispersar, trivializar,
desideologizar y decidir los conflictos socioeconómicos sin resolverlos. Estas
respuestas, a su vez, llevan a estos Estados a prolongar su propio espacio de
acción y a modificar su dinámica de interacción, lo que aumenta la diversidad
de sus instrumentos normativos, amplía la heterogeneidad de sus modos de
juridicidad y diversifica las estructuras normativas e institucionales,
permiténdoles expandirse más allá de sus aparatos formales.
Como consecuencia de las contradicciones socioeconómicas generadas
por un desarrollo capitalista tardío y desigual, esos Estados tienden a
regular cada problema y a tratar cada conflicto como una cuestión aislada
y específica. Esa estrategia vuelve asimétrica la praxis jurídica estatal y
termina por producir la propia fragmentación de sus funciones reguladores
y arbitrales. Cuanto mayor es la diversificación fragmentaria de esas
funciones, menor es la coherencia lógico-formal del sistema jurídico y,
por consiguiente, mayor el número de posibilidades de combinaciones y
articulaciones entre los diferentes modos de juridicidad y sus respectivas
estructuras normativas e institucionales.5
De este modo, no es simple imaginar cómo el mismo derecho en una
misma formación social pueda desdoblarse en una multiplicidad de nuevos
vehículos jurídicos. Ese fenómeno tiene una doble consecuencia: por un
lado, atiende a las necesidades funcionales del Estado obligando a responder
contradictoriamente las presiones contradictorias de una sociedad
contradictoria. Lo que lo lleva, paradójicamente a “balcanizarse” en el
mismo proceso social en que mantiene formalmente el control de las
técnicas jurídicas de dominación.

5. Para una discusión teóricamente profunda de ese proceso de fragmentación de los sistemas
jurídicos en el estado capitalista, ver: Boaventura Santos: “Law and Community: the Changing
Nature of State Power”, en Richard Abel (ed.): The Politics of Informal Justice, Nueva York,
Academic Press, 1982, y On Modes of Production of Law and Social Power, Madison, Institute for
Legal Studies, University of Wisconsin Law School, 1984. Discuto ese proceso en Eficácia Jurídica
e Violência Simbólica, San Pablo, Edusp, 1988, “Ideologia e função do modelo liberal de direito e
Estado”, en Lua Nova, San Pablo, Cedec, 1988, n° 14; “A Constituinte e suas condicões de
eficácia”, en José Eduardo Faria (ed.): A crise do direito numa sociedade em mudança, organizador, y
Retórica Política e Ideologia Democratica, Río de Janeiro, Graal, 1984.

405
José Eduardo Faria

Por otro lado, abre espacios para nuevas opciones de lucha por parte de
los actores colectivos emergentes. Entre ellos, el espacio del Poder Judicial,
que se convierte en un campo propicio para el avance significativo de las
luchas populares, en términos de desafío a la coherencia de las decisiones
judiciales, de reformulación de las concepciones y procedimientos
individualistas del proceso civil, de la exigencia de interpretaciones praeter
legem capaces de volver exigibles nuevos derechos colectivos, de presiones
en favor de sentencias fundadas en argumentos de justicia sustantiva más
que en argumentos de carácter lógico-formal, de reivindicaciones para la
descentralización, desburocratización e informalización de la justicia, de
peticiones para el reconocimiento de los intereses que son tenidos como
“difusos” y hasta de tentativas de recuperación de antiguas prácticas
jurídicas de naturaleza clasista.
Como resultado de esta ruptura de organicidad del sistema legal vigente,
recurrente en los conocidos conflictos entre tradición y modernidad,
arcaísmo y racionalidad, burguesía industrial y oligarquías agrarias, clases
dominantes urbanas y rurales, movimientos populares de las áreas
metropolitanas y del campo, Estado fuerte y sociedad civil aparentemente
débil, nacionalismo e internacionalismo, libre comercio y proteccionismo,
distribución de la renta y acumulación, legitimidad y gobernabilidad, las
reivindicaciones de los nuevos derechos basados exclusivamente en criterios
de la racionalidad material y las necesidades de orden práctico exigen de
los juristas, cada vez más, nuevos grados de especialización funcional y
técnica en su discurso y en su formación profesional. Especialización
que requiere saberes no sólo extradogmáticos, sino también extrajurídicos
(por ejemplo, en los campos de la medicina, del urbanismo, de la
tecnología, etc.). ¿Por qué? Por una razón simple. Además de sus
preocupaciones de naturaleza profesional, muchos abogados y
magistrados, cobran conciencia de: a) todo discurso jurídico –sea en la
elaboración de las normas, y en la aplicación a casos concretos– es siempre
un discurso argumentativo (y, por ende, organizado como cara visible
de un proyecto específico que el discurso “negocia” frente a una audiencia
particular o general), y b) todo discurso jurídico está constituido por
estrategias que asumen una apariencia lógica y están destinadas a inducir
y regular el juicio colectivo sobre una situación o un objeto. Por ello, no
descartan la posibilidad de recurrir a un arsenal de efectos retóricos para
hacer prevalecer sus opciones políticas. Así, terminan valiéndose de los
aspectos contradictorios del derecho positivo y de la ambigüedad

406
El poder judicial frente a los conflictos colectivos

conceptual de su lenguaje hacia una praxis “alternativa” y “liberadora”, en


aras de una efectiva justicia social. El lenguaje no es entendido aquí como la
síntesis de lenguas, sino como la colección de las cosas dichas, la síntesis de
los mensajes más significativos utilizados no solamente por la lengua ordinaria
sino también por todas las lenguas que, como dice Ricoeur, “hicieron de
nosotros lo que nosotros somos”. Como afirma un integrante de la magis-
tratura, en una importante declaración:

“Sólo una visión del derecho que mira la realidad social puede
salvar el país e impedir la disgregación de su pueblo. Esa
visión se da a través de la conciencia crítica, que no puede
ignorar las fuerzas conflictivas a nivel de la infraestructura,
para que el capital, divinizado en detrimento del sudor
humano, no perpetúe las injusticias a nivel de la
superestructura. (...) A través de la visión dialéctica,
eminentemente crítica, el juez se coloca dentro de la realidad
social e identifica las fuerzas que producen el derecho, para
establecer la relación entre ese derecho y la sociedad. En esa
postura, el juez puede y debe cuestionar la propia legitimidad
de la norma, para adecuarla a la realidad social. Asumiéndola,
puede llegar a decisiones más justas y renovadoras, utilizando
los procesos tradicionales de la hermenéutica. Está
comprobado que el derecho no es neutro; que la norma legal
no siempre es el punto de equilibrio entre intereses
conflictivos; que el poder muchas veces actúa en beneficio de
unos y en detrimento de muchos; que, en el Brasil, la mayoría,
constituida por las clases trabajadoras, está marginalizada y
no tiene acceso a los bienes de la producción. En suma, que
el orden legal es injusto y opresor. Cabe entonces preguntarse:
¿en qué consiste la práctica liberadora del abogado en función
de su compromiso político? Ella se inicia por la defensa de
los derechos individuales violados, surgidos en los conflictos
motivadores de la controversia. En la fuerza renovadora de la
jurisprudencia muchas veces resplandece la tesis del abogado.
Pero la práctica libertaria adquiere dimensión social en la
medida en que trasciende tales límites y se manifiesta
coherentemente en todos los actos de la vida del hombre-
abogado. El compromiso político se refiere a los actos de la

407
José Eduardo Faria

vida pública y particular, y no a la actividad política y pro-


fesional en sí. Ella envuelve la práctica de la liberación de las
clases dominadas”.6

III.

¿Cuál debe ser el eje central de un saber técnico y político capaz de


sustentar esa práctica? ¿Cuáles serán las responsabilidades profesionales y
sociales de los actores jurídicos en las sociedades en transformación? ¿De
qué manera proceder frente al uso alternativo del derecho? ¿Cómo ignorarlo?
En virtud de las recientes transformaciones sociales que han abierto
camino a las acciones colectivas y a la institucionalización de derechos
sociales e intereses difusos cuya titularidad individual es como mínimo
problemática,7 ¿seguirá siendo posible una enseñanza jurídica atada a los

6. Cf. Shelma Lombardi de Kato: “O advogado e o compromiso político de liberação”, en


Revista dos Tribunais, v. 589, 1984. La conclusión de la autora es en el sentido de que el jurista
necesita “ayudar a la Nación a repensar el derecho en la óptica de los oprimidos y a vivir esta
práctica en el interior de su compromiso”. Debido a los argumentos invocados por esa
integrante del poder judicial, las especializaciones comunes y unidisciplinarias están cediendo
lugar a nuevas especializaciones más ligadas a la moderna producción agrícola, industrial y de
servicios y a los nuevos conflictos recurrentes, que requieren un saber crecientemente
multidisciplinario, antidogmático y antiformalista.
7. A título de ilustración puede verse la siguiente decisión sobre el problema de la notificación
de ocupantes de tierra en una acción de reposesión en San Pablo, en donde se consideró válida
la citación por edicto en el caso de invasión de áreas de tierras por favelados, dado el carácter
colectivo de los intereses y para asegurar el respeto por las partes de los principios constitucionales
del proceso. Según el juez relator “muchos de esos favelados fueron notificados personalmente,
como se ve a fojas 28. Algunos, ya mencionados en la parte inicial, no pudieron ser alcanzados
por el Sr. Oficial de Justicia, que en su certificación notifica la existencia de un clima desfavorable
en el predio para llevar a cabo la citación personal de todos los citados. Ahora bien, no se ha de
perder de vista el carácter colectivo de los intereses en cuestión, como la imposibilidad de
atender las exigencias del numeral II del art. 282 del CPC, bajo pena de quedar los autores
impedidos del ejercicio de su derecho de acción. Se enfrenta la justicia en el caso de invasión de
áreas de tierras por favelados, acampados o asentados irregularmente, casi siempre inciertos y
desconocidos, con un fenómeno social emergente de las condiciones recientes de la vida nacional,
en que el flujo migratorio irracionalmente tolerado y aun incentivado en algunos casos deroga
los parámetros tradicionales del formalismo procesal e impone modos a veces aparentemente
heterodoxos para asegurar a las partes el respeto de los principios constitucionales del proceso.
Interviniendo el Ministerio Público en calidad de Curador de Ausentes, no se puede afirmar que

408
El poder judicial frente a los conflictos colectivos

tradicionales paradigmas dogmáticos de inspiración kelseniana? ¿De qué


modo conjugar la reorganización de los cursos jurídicos, enfrentados como
“espacio” institucional de transmisión de un saber específico y de forma-
ción de agentes transmisores, creadores y reproductores del derecho, con
las consecuencias concretas de la ruptura de la organicidad y de la cohe-
rencia lógico-formal de los sistemas legales, hoy convertidos en vastos
conjuntos de leyes desordenadas y carentes de principios unificadores?
¿Cuál es la posibilidad de conciliar una enseñanza crítica y
multidisciplinaria con una enseñanza profesionalizante, en cuyo ámbito
convergen los diferentes sujetos y las distintas variedades de practicantes
generadores del derecho? ¿De qué modo evitar las presiones corporativas
de las asociaciones representativas de los actores jurídicos formados por
cursos dogmáticos y formalistas, que aún hoy continúan insistiendo en
la imagen del jurista como un ser superior, que está por encima de las
pasiones de los hombres comunes?
Estas cuestiones, formuladas con la convicción de que no se debe pensar
en el universo jurídico como algo homogéneo, abren la discusión ideológica
inherente a la formación de los abogados y de la magistratura, ya que no
se puede pensar en una ideología profesional de juristas sin una estructura
jurídica correspondiente. Si es cierto que la especificidad de su papel
profesional supone la especificidad del objeto, y que ésta del mismo modo
supone aquélla, se vuelve entonces imposible promover una discusión
sobre los actores jurídicos que no sea, simultáneamente, una discusión
sobre el derecho. Es por esto que las cuestiones arriba mencionadas también
reflejan la crisis de identidad epistemológica en que hoy se debate la propia
reflexión sobre el derecho. El derecho actualmente se encuentra
“hamletianamente” martirizado por el dilema de ser arte o ciencia.8 O

fueran ignorados los derechos de aquellos que por imposibilidad material no fueron citados
personalmente, pero que habían sido defendidos en la acción del conocimiento. Además, la
alegación de falta de citación es prematura, ya que ésta tiene su lugar apropiado en la fase de
ejecución. Por ahora bastan las citaciones ya efectuadas en la actuación del celoso órgano del
Ministerio Público, para un desenvolvimiento válido y regular del proceso. Por lo expuesto, para
el suministro de las calificaciones de los ocupantes eventuales del área es suficiente, por ahora,
la notificación por edicto a la que ya se procedió”. Cf. Tribunal de Justicia de San Pablo,
providencia 58.7551-1, 5ª Cámara, 12/09/85.
8. Para una profundización de esa cuestión, ver José Eduardo Faria: Reforna do Ensino
Jurídico, Porto Alegre, Sérgio Fabris Editor, 1987, y “O ensino do direito”, en Revista Crítica
de Ciências Sociais, Coimbra, 1986, n° 21.

409
José Eduardo Faria

sea, entre ser “tecnología de control, organización y dirección social”, lo


que implica una formación unidisciplinaria, meramente informativa,
despolitizada y adiestradora, estructurada alrededor de un sistema jurídico
que es concebido como autosuficiente, completo, lógico y formalmente
coherente o, por el contrario, constituirse como “actividad verdaderamente
científica”, de naturaleza problematizadora, eminentemente especulativa
y sobre todo crítica –lo que exige una formación reflexiva, no dogmática y
multidisciplinaria, organizada a partir de un cuestionamiento sobre la
dimensión política, las implicancias socioeconómicas y la naturaleza ideo-
lógica de todo orden jurídico.
En primer caso, en tanto “tecnología del control social”, el derecho es
visto como un orden coactivo emanado de la autoridad estatal y constituido
por normas de diferentes niveles, que reglamentan el empleo de la fuerza
en las relaciones sociales y, a la vez, determinan los límites de los
comportamientos y sancionan las conductas no deseadas según el orden
que debe ser mantenido. En cuanto técnica destinada a organizar y orientar
las interacciones sociales, el derecho no es considerado un fin en sí mismo,
sino un simple instrumento. Esta concepción se caracteriza por el énfasis
del carácter abstracto y aparentemente impersonal de sus elaboraciones,
énfasis que pretende depurar las determinaciones subjetivas y objetivas
del derecho, proponiéndose como modelo válido por el efecto de la propia
fuerza lógica de la abstracción y de la impersonalidad. Las normas, al
establecer una relación de imputación entre actos ilícitos y sanciones, dan
origen a una sucesión de deberes jurídicos, elemento primario de todo
ordenamiento normativo. Esos deberes, simultáneamente, no tendrían
significado moral, dado que las ideas morales están por encima de toda
experiencia y su contenido varía ad infinitum. Al derecho positivo
solamente le interesa el establecimiento de las sanciones como consecuencia
del incumplimiento de las normas. El hecho ilícito no es en sí
necesariamente inmoral o éticamente condenable: es sólo una conducta
contraria a aquellas fijadas por la norma. El derecho es, así, reducido a un
simple sistema de normas, que se limita a dar sentido jurídico a los hechos
sociales en la medida en que éstos son encuadrados en el esquema norma-
tivo vigente. Por eso, al determinar el uso de las normas y los instrumen-
tos jurídicos exclusivamente en función de las categorías y de los concep-
tos legales, esta concepción vuelve innecesario el cuestionamiento del con-
tenido de sus dogmas. Es decir, la discusión relativa a la función social de
las leyes y a la identificación de los nexos ocultos que vinculan el derecho

410
El poder judicial frente a los conflictos colectivos

a las estructuras (y viceversa). En este sentido, una de las características de


los sistemas jurídicos es la de regular su propia creación y aplicación me-
diante presupuestos, postulados y principios unificadores que sirven como
elementos básicos tanto para la formulación de un determinado orden
jurídico como para la propia conceptualización de la dogmática jurídica.
Tal concepción, privilegiando las argumentaciones lógicas fundadas en el
principio de no contradicción, deja de lado los aspectos políticos e histó-
ricos del fenómeno jurídico, por considerarlos empíricamente contingen-
tes, destacando por un lado lo jurídico-racional como universal y necesa-
rio, y reduciendo, por otro, las conductas a estructuras normativas, en
una continua destrucción y reconstrucción de las propias estructuras for-
males del derecho.
En esa concepción, lo que realmente importa es la determinación de
un conjunto articulado de conceptos relacionados en un discurso único y
sin contradicciones internas, de modo que la organización “científica” del
saber jurídico extrae todos sus criterios de “orden” a partir, básicamente,
de la racionalidad formal del sistema normativo. Las relaciones jurídicas
facultadas, impuestas y prohibidas por los códigos y las leyes, expresadas
en normas generales e impersonales, establecen tanto los parámetros de
coercibilidad –las reglas que determinan cómo puede ser operacionalizada
la sanción– como el control racional de los ciudadanos “libres” –es decir,
los individuos autónomos y atomizados, concebidos como personas privadas
y como miembros participantes de la comunidad política, mediante una
separación explícita entre el espacio público y la vida privada–.
Para la consecución de este proceso de intermediación formalizadora
de las relaciones sociales, siempre en la perspectiva de forzar la atomización,
la dispersión, la “desideologización” y la banalización de los conflictos de
intereses, son necesarias categorías abstractas, capaces de permitir a la
dogmática situarse de manera distanciada y “despolitizada” de los
antagonismos reales. Gracias a ese ingenioso proceso de abstracción
generalizante, se vuelve posible reducir a la unidad del sistema jurídico
toda la multiplicidad y heterogeneidad de las experiencias, objetos y sujetos
(con su propia individualidad específica), mediante la selección de sus
cualidades y de sus perfiles comunes.9 Pero, ¿cuál es el criterio de esta

9. Como afirman Barcellona y Cotturri, las operaciones de abstracción presuponen una


opción, esto es, la afirmación del carácter esencial de una cualidad con relación a las demás,
las cuales no son consideradas esenciales para los fines de la unificación en una categoría

411
José Eduardo Faria

selección? ¿Puede ser fundamentado y demostrado en términos lógicos?


O, por el contrario, ¿dependerá de un juicio de valor determinado por un
punto de vista previamente fijado e históricamente condicionado por el
tipo de base económica que caracteriza una formación social dada?
Para ilustrar esta exposición esquemática del positivismo normativista
que tradicionalmente ha funcionado entre nosotros como matriz
disciplinaria del proceso de socialización que lleva a la articulación de un
esquema teórico-práctico particular y específico del saber normativo, y
que aún sigue siendo la “cultura general” en el ámbito de los cursos
jurídicos, tomemos como ejemplo la importante categoría del “sujeto de
derecho”. Entendida como el conjunto de normas positivas relacionadas a
un mismo ámbito personal de validez, esta fórmula intenta diluir
retóricamente las diferencias de los hombres concretos y socialmente
situados. La noción de “sujeto de derecho” en tanto “hombre medio” es
un caso paradigmático del proceso de abstracción generalizante antes
mencionado. Por medio de esta estrategia de generalización indeterminada,
las normas pretenden organizar relaciones formalmente “igualitarias” entre
los “sujetos de derecho” a través de una organización que privilegia la
autonomía (formal) de la voluntad y la libertad (formal) de disposición
contractual, condiciones básicas para la satisfacción de las necesidades
por medio del mercado. También vuelve previsibles y controlables los
actos de autoridad emanados de los diferentes órganos decisorios del sistema
normativo. En nombre de esta concepción legal racional de legitimidad,
que desprecia las determinaciones genético-políticas de sus categorías y
preceptos, el sistema se autolimita para resolver los conflictos jurídicos a
partir de decisiones estrictamente legales, lo que hace que el orden
institucional sea considerado una estructura formalmente homogénea,
exclusiva y disciplinadora tanto de los órganos estatales como del
comportamiento de los ciudadanos.

única. Según los autores, como esas operaciones no son lógicas, sino ideológicas, los juristas
precisan presentarlas bajo las formas de simples “descripciones”, a fin de que puedan desarrollar
la dogmática jurídica. Las abstracciones generalizantes propician así un processo de idealización
del derecho y de las categorías jurídicas, por medio del cual los sistemas legales se presentan
como la “razón ordenadora” de las relaciones reales, esto es “como inmutable deber ser de lo
transitorio y desordenado, como rescate y como sublimación de la precariedad y de la finitud”.
Cf. Pietro Barcellona y Giuseppe Cotturri, “La imagen del jurista, de la doctrina y de los
magistrados”, en El Estado y los juristas, Barcelona, Fontanella, 1976, pp. 99-102.

412
El poder judicial frente a los conflictos colectivos

El éxito de esta concepción autárquica y autónoma del derecho como


elemento de intermediación formalizadora de las relaciones sociales depende,
entre otros factores, de la propia capacidad de la dogmática de regular las
condiciones de producción de sus verdades. O sea: de establecer lo que es
jurídico –situando del lado del derecho positivo (el universo del deber ser)
las condiciones de posibilidad de la razón del orden y del sistema– y lo que
es metajurídico –dejando del lado de la sociedad (el mundo del ser) lo
irracional, el caos, la inseguridad–. Lo cotidiano, presentado como el reino
de lo no sistemático, se vuelve así racional a partir de la intervención
armoniosa y uniforme de los códigos y las leyes. Pero ¿hasta qué punto, en
especial en las conflictivas y desiguales sociedades de América Latina, es
posible separar el derecho imaginado como un sistema coherente, abstracto
y universal, de las aplicaciones políticas, económicas, sociales y culturales
inherentes a su real funcionamiento? ¿Hasta qué punto el derecho como
mecanismo regulador ad extra a partir de criterios exclusivamente lógico-
formales no presupone también una regulación ad intra de naturaleza política,
en virtud de la correlación de fuerzas e intereses sociales vigentes, que se
manifiesta no sólo en el control del acto de aplicación de las normas, sino
también en los modos y en las formas de producción?
Tomemos ahora otro ejemplo, relativo al problema del alcance y del sentido
de las expresiones “fines sociales” y “bien común”, dos principios generales de
derecho, siempre presentes en las exposiciones de motivos de los legisladores
(“En la aplicación de la ley” reza el artículo 51 de la Ley de Introducción del
Código Civil del Brasil, “el Juez atenderá a los fines sociales a que ella se dirige
y a las exigencias del bien común”).
En un contexto socioeconómico como el de Brasil, en que el 20% más
pobre del país reúne apenas el 2% de la riqueza nacional, en tanto el 20%
más rico se queda con el 66%, ¿“sociales” en la perspectiva de quién? ¿Común
a quién? Lejos de poseer un significado evidente, tales conceptos expresan
varias representaciones conflictivas entre sí: en lugar de propiciar una visión
precisa del sistema jurídico, funcionan como barreras ideológicas, tendiendo
un velo sobre contradicciones sociales profundas y antagonismos inconciliables.
Así, ¿en qué medida todos los grupos y clases pueden tener realmente los
mismos intereses “comunes” y anhelos por los mismos fines? ¿Hasta qué punto
todos los hombres situados en una formación social como la brasileña,10 en la

10. Los indicadores socioeconómicos revelan que, entre los años 60 a 80, el 20% redujo su
participación en la renta nacional de 3,9% a 2,8%, en cuanto los 10% más ricos pasaron de

413
José Eduardo Faria

que la miseria y la pobreza alcanza el 64% de la población, pueden ser tomados


como ciudadanos efectivamente iguales entre sí, en sus derechos, en sus deberes
y en sus capacidades tanto subjetivas como objetivas para hacerlos prevalecer?
En el segundo caso, el del derecho visto, pensado y practicado a partir
de una perspectiva crítica y especulativa y, por tanto, sensible a la cues-
tión del uso “alternativo”, la cultura jurídica es asumida como un conjun-
to de diferentes manifestaciones parciales y una experiencia vivida y, como
tal, incorporada a la propia percepción de la realidad por parte de los
actores jurídicos. Esa concepción de derecho se funda en la conciencia de
que en el ámbito de un mismo ordenamiento jurídico, hay instancias
axiológicas antagónicas que constituyen puntos de referencia alternativos
para la actividad concreta del intérprete. Éste puede, simultáneamente, en
la aplicación del derecho a casos concretos y dentro de ciertos límites, optar
por la modificación o por la conservación del orden vigente. Esto porque,
según esta concepción, es imposible reducir la interpretación y la aplicación
del derecho a una operación puramente lógica. Por el contrario, de acuerdo
con ella, en todas las etapas de la elaboración legislativa y de la interpretación
y aplicación del derecho, los actores jurídicos son influidos, de manera
decisiva, por principios metajurídicos, filosóficos y sociales.
Por eso, la propuesta de una ciencia del derecho reflexiva y asumidamente
política, consciente de las contradicciones del derecho positivo y de sus
dimensiones políticas, se niega tanto a limitar el análisis de las leyes y de
los códigos a sus aspectos lógico-formales como a atribuir un carácter
pretendidamente “neutro” a su aplicación a los casos concretos. Esta
concepción va mucho más allá, considerando, por un lado, al ordenamiento
jurídico como algo incompleto, abierto y con lagunas que expresan y
reproducen las contradicciones sociales, económicas, políticas y culturales,
y denunciando, por otro lado, los reduccionismos que aprehenden o
perciben el derecho como un sistema completo y autosuficiente.

una participación del 39,6% al 50,9%. Esa tendencia se acentuó aún más en el inicio de la
década del 80: en 1960, el 50% más pobre de la población económicamente activa acumulaba
el 16% de la renta total, mientras que en 1980 esta participación declinó al 14,4% y, en 1983,
al 12,4%. El cuadro es aún más dramático desde el ángulo de la pobreza absoluta: en 1980,
el 60% las familias tenían rentas de menos de tres salarios mínimos y el 42% se situaban en la
franja de menos de medio salario mínimo. Cf. Núcleo de Estudos em Politicas Substantivas:
Brasil 1985: relatório sobre a situação social do país, V. I, Campinas, Unicamp, 1986.

414
El poder judicial frente a los conflictos colectivos

Al enfrentar los postulados positivistas y las premisas normativas de la


dogmática jurídica, este tipo de propuesta rechaza la noción kantiana que
postula al hombre como una personalidad moral libre, capaz de distinguir
entre el bien y el mal. Por el contrario, afirma que la imagen de un “sujeto
abstracto” y atomizado debe ser sustituida por la de “ser socializado”, es
decir, como producto de fuerzas que están fuera de su control directo e
inmediato. Tanto sus juicios morales como su propia conciencia dependen,
así, del modo de su inserción en una formación social dada. En ese sentido
la “libertad interior” de cada ciudadano no sería más que la otra cara de la
moneda de la “libertad exterior”, pues son factores externos los que
condicionan y determinan el conocimiento de los hombres. De esta
manera, la tan invocada “voz de la conciencia”, celebrada hasta el hartazgo
desde la moral liberal, no pertenecería a cada ciudadano: por el contrario,
ella le sería impuesta por la educación, por la tradición, por la religión y
por los principios generales de la cultura jurídica de carácter dogmático,
que privilegian el estatismo de las fuentes, cultivan la seguridad del derecho,
santifican la certeza y canonizan el orden.
En pocas palabras, la preocupación central de este tipo de propuesta
de ciencia del derecho es:
a) explicar cómo las formas jurídicas influyen y al mismo tiempo son
influidas en la organización de un determinado tipo de relaciones de
producción económicas y políticas;
b) identificar el derecho positivo como un sistema abierto, integrado
por conceptos, fórmulas y categorías tópicas susceptibles de una progresiva
determinación por medio de la práctica creadora del intérprete; y
c) demostrar cómo a partir de la pretensión de objetividad y neutralidad
de la dogmática se acostumbra a enmascarar los conflictos socioeconómicos
y políticos.
Se parte aquí, pues, de la tesis de que las funciones de organización,
reproducción y consenso cumplidas por las leyes no pueden ser concebidas
al margen del saber que las constituye. Tal saber debería ser analizado como
integrante del propio sistema jurídico, simultáneamente considerado como
producto y condición de la existencia y de la producción de una formación
social determinada. El saber jurídico sería, entonces, el modo en el que se
reviste la forma del derecho en la estructura de las relaciones sociales.
Como afirman los defensores de esta propuesta reflexiva y crítica de
ciencia del derecho, no es que las doctrinas jurídicas de inspiración
positivista –al presentar una concepción universalista de las categorías y

415
José Eduardo Faria

normas jurídicas como atributo de una sociedad abstracta– violen alguna


ley epistemológica fundamental. En realidad, lo que hacen es suministrar
las condiciones de intermediación simbólica que propician la representa-
ción de los momentos normativos de la sociedad como expresiones cohe-
rentes, axiomáticas y abstractas.
La cuestión básica a la que se enfrenta este abordaje es, entonces, la
explicitación del poder social de las significaciones jurídicas, con el
propósito de esclarecer de qué modo los puntos de vista inmanentes y
formales –que comandan la producción de la dogmática– expresan
funciones sociales específicas, como elementos constituidos por los efectos
materiales de la ley en la sociedad.

IV.

Frente a la realidad actual de Brasil y de América Latina, en cuyas


sociedades los movimientos sociales luchan por profundizar el contenido
democrático de los regímenes que sucedieron al autoritarismo burocrático-
militar, ambas concepciones de derecho han enfrentado dificultades para
afirmarse hegemónicamente en la formación de los actores jurídicos. ¿Por
qué? La primera, como vimos, porque sus postulados, principios y
categorías han sido erosionados por las crecientes contradicciones
socioeconómicas de esas sociedades: finalmente, para ajustarse a situa-
ciones cada vez más tensas y explosivas, la dogmática jurídica se ve obli-
gada a asumir tareas con dimensiones ignoradas por el liberalismo polí-
tico que las inspiró, tendiendo a sustituir el carácter individualizante de
los códigos tradicionales por soluciones metaindividuales, que desorga-
nizan la estructura formal del ordenamiento vigente. La segunda, por-
que se les ha impedido expandirse en el ámbito universitario, pues las
facultades de derecho se reducen a actuar como “escuelas de la legali-
dad”, limitadas a reproducir soluciones preelaboradas a partir de casos
ejemplares, mediante premisas y conceptos nacidos en el siglo XIX y
consolidados en la primera mitad del siglo XX. Eso permite, por un
lado, que se resguarden acríticamente determinadas opiniones tenidas
como “juicios científicos”. Y propicia, por otro lado, –gracias a un saber
pretendidamente humanista y supuestamente no-ideológico, presentado
bajo la falsa apariencia de un conocimiento sistemático y coherente–
que se transmitan las creencias que sustentan la dogmática. Es así como

416
El poder judicial frente a los conflictos colectivos

los actores jurídicos formados por el sistema vigente terminan siendo


meros “encubridores” ideológicos de los intereses dominantes y
“cooptadores” de los integrantes de grupos y clases subalternas. Al in-
tentar forjar una mentalidad estrictamente legalista en flagrante contra-
dicción con una realidad no legalista, los cursos jurídicos, tradicional-
mente reconocidos como los más aptos para inculcar una “cultura téc-
nica legítima”, es decir, de inculcarla y reproducirla en un universo pro-
fesional específico, condenan a los estudiantes a una formación burocrá-
tica y dependiente, incapaz de percibir y captar las razones de los con-
flictos y de las tensiones sociales. Al mismo tiempo, esos cursos también
cristalizan y reproducen, con propósitos hegemónicos, un contradicto-
rio conjunto de creencias, juicios éticos, proposiciones científicas, justi-
ficaciones y saberes acumulados, expresados por medio de disciplinas
específicas legitimadas por discursos producidos por los tribunales e
institucionalizados por las prácticas jurídicas realizadas en su interior.
Una enseñanza jurídica de ese tipo termina por atribuir significaciones
arbitrarias a la realidad social, proyectándolas imaginariamente como
posibles y deseables –aunque no siempre factibles– y plasmándolas en
discursos edificantes, ahistóricos, con pretensiones de generalidad. En
lugar de presentar los institutos jurídicos a partir de sus raíces en el proceso
de las relaciones sociales, reconociendo la existencia de múltiples formas
estatales y paraestatales de resolver conflictos interpersonales y colectivos,
este tipo de enseñanza jurídica se limita –y no lo hace de modo inocente
o ingenuo– a asignar valor a un entendimiento sistemático y lógico-de-
ductivo, privilegiando el principio de autoridad.
Al consolidar un conocimiento tecnicista, que tiene en vista objetivos
prácticos e inmediatos, este tipo de enseñanza conduce a una saturación
ideológica en la reflexión sobre el derecho, a un cerramiento de las
posibilidades de discusión epistemológica y –por ende– produce impedi-
mentos para un cambio de la propia problemática jurídica.11 Mediante el
sentido común teórico producido por esa enseñanza, lo que se tiene es
apenas un conjunto de discursos aparentemente unitarios, pero de
cientificidad dudosa. Tales discursos provocan efectos de realidad y cohe-
rencia, que consiguen configurar la historia de modo solamente idealiza-
do, con la finalidad de reproducir formas sociales hegemónicas. Al buscar la

11. Cf. Luis Alberto Warat, “O sentido comun teórico dos juristas”, en José Eduardo Faria
(ed.): A crise do directo numa sociedade em mudança, op. cit.

417
José Eduardo Faria

conciliación aparente y retórica de las contradicciones sociales, como en el


caso de la noción de “sujeto de derecho”, ese sentido común proyecta los
conflictos en una dimensión armoniosa, de esquemas ideales, homogenizando
valores sociales y jurídicos, y silenciando el papel social e histórico del derecho.
El gran problema, sin embargo, es que la realidad social, tal como se
presenta en Brasil y en casi toda América Latina, está lejos de ser armoniosa,
lineal y progresiva: en realidad ella es articulada y conformada
significativamente por diferencias dialécticas, lo que coloca en nuevos tér-
minos la tradicional cuestión de la efectividad jurídica tal como ha sido
formulada en el ámbito de la teoría del derecho. Según los teóricos del
derecho, la eficacia de un orden jurídico puede ser definida como el po-
der de producir efectos jurídicos concretos en la regulación de situacio-
nes, relaciones y comportamientos previstos por sus códigos y leyes.12 La
eficacia se refiere a la aplicabilidad, exigibilidad o ejecutoriedad de las
diferentes normas en vigor. Desde el punto de vista estrictamente jurídi-
co, tales normas son efectivas cuando técnicamente pueden ser aplicadas
y exigidas dentro de los límites del sistema legal. Desde un punto de vista
menos jurídico y más sociológico, esas prescripciones son efectivas cuan-
do encuentran en la realidad socioeconómica las condiciones políticas,
culturales e ideológicas para su aceptación y cumplimiento por parte de
sus destinatarios. Esa distinción es bastante esquemática: en realidad, le-
jos de excluirse, las dos definiciones de eficacia se yuxtaponen. Un orden
jurídico no se torna eficaz sólo porque sea un sistema de reglas interna-
mente coherente en términos lógico-formales, o porque esté sustentado
en el monopolio de la fuerza por parte del Estado, gracias a las fuerzas
policiales encargadas de la seguridad pública; también se vuelve eficaz
porque los ciudadanos incorporan en sus conciencias la premisa de que
todas las directrices legales deben ser inviolables. Sin la internalización de
un sentido genérico de disciplina y respeto a las leyes, códigos y normas,
la eficacia de un ordenamiento legal se encuentra comprometida,
independientemente del poder represivo del Estado que lo impone.

12. Cf. Antoine Jeammeaud, “En torno al problema de la efectividad del derecho”, en Crítica
Jurídica, Puebla, Universidad Autónoma de Puebla, 1984; y Domenico Corradini, Historicismo
y Politicidad del Derecho, Madrid, E.D.R., 1982. Discuto esta cuestión con mayor profundi-
dad, en Eficácia Jurídica e Violéncia Simbólica: o direito como instrumento de transformação social,
San Pablo, Edups, 1988.

418
El poder judicial frente a los conflictos colectivos

Por ello, la cuestión de la efectividad del derecho debe ser examinada


dentro de una perspectiva histórica más amplia. Finalmente, el deseo
de estabilidad jurídica y la reivindicación de reformas sociales han tenido
–tal como lo revela la historia contemporánea de América Latina– lógi-
cas específicas y ritmos diferentes. Muchas de las luchas políticas y de los
impasses institucionales de nuestro continente no pasaron de esfuerzos y
tentativas, casi siempre frustrados, para hacer real lo que las constituciones
de los respectivos países consagraban formalmente como derechos de los
ciudadanos, pero que se habían transformado, en realidad, en privilegio
de algunos sectores sociales.
De allí la importancia del tema de la administración de justicia, en la
medida en que los tribunales no sólo constituyen, en la actualidad, un
importante espacio de lucha para los movimientos sociales y populares
emergentes: dado que todo orden jurídico es por su propia naturaleza
ambivalente, al consagrar al mismo tiempo las diferentes formas de
opresión y discriminación existentes y algunas concepciones normativas
propuestas por grupos políticos efectivamente dedicados con las causas
democráticas y populares, los tribunales también permiten la
reintroducción del propio derecho positivo en el interior de las relaciones
sociales, en la medida en que los jueces pueden ejercer un papel
fundamental en la adecuación de nuevos procedimientos formales para
la formulación de una nueva voluntad colectiva –es decir, en la
producción de un nuevo “sentido de orden”–.
Cabe a una magistratura con un conocimiento multidisciplinario y
poderes decisorios ampliados la responsabilidad de criticar el carácter
opresor de un orden jurídico ambivalente y de reformular, por vía juris-
diccional y a partir de las propias contradicciones sociales, los conceptos
cerrados y tipificantes de los sistemas legales vigentes, so pena de que la
propia magistratura agote progresivamente tanto la operacionalidad como
el acatamiento de sus decisiones frente a la expansión de los conflictos
colectivos. Un buen ejemplo de este “agotamiento”, en el Brasil
contemporáneo, ocurrió hace algunos años cuando un Tribunal Regional
del Trabajo, reconociendo que sus decisiones sobre la ilegalidad de las
huelgas contra decretos-leyes que habían reducido el salario nominal de
los trabajadores eran sistemáticamente ignoradas por éstos, y convencido
de que la desobediencia justificada en nombre de la legitimidad de los
fines terminaba desmoralizando a la propia Corte, optó por una argu-
mentación eminentemente crítica de la propia legislación aplicable al caso.

419
José Eduardo Faria

En su polémica sentencia, los integrantes del tribunal hicieron, entre


otras, las siguientes afirmaciones:

“La marginalización legal de la huelga presenta una serie de


inconvenientes. En primer lugar, debe observarse que la decla-
ración de ilegalidad puede ocasionar o no la culminación del
movimiento huelguista. En la primera hipótesis, a pesar de la
expresa prohibición legal (art. 23, de la Ley 4.330), ocurren
los despidos, cuyo sacrificio sufre la clase trabajadora a partir
de la represalia impuesta por los empleadores como respuesta
a los perjuicios nacidos por la paralización de sus fábricas. En
la segunda hipótesis, la huelga continúa, a pesar de la declara-
ción de su ilegalidad. En esta situación, deben analizarse va-
rios matices: resulta patente la derogación sociológica de la
Ley de Huelga, que evidencia su impotencia para solucionar el
litigio que le da origen y motivación. Esto es lo que ha ocurri-
do de manera general. Las negociaciones continúan y las par-
tes terminan llegando a un arreglo, estimuladas incluso por el
propio Gobierno, que a su vez demuestra indiferencia frente al
fracaso del propio instrumental que él coloca legalmente a dis-
posición de los patrones y empleados para la composición de
sus intereses. Dentro de este panorama la situación del tribu-
nal laboral es singular. Apremiado por la propia Ley de Huel-
ga, que de manera general –como ya se ha demostrado– impi-
de la juridicidad del instituto, cuando proclama la ilegalidad
del movimiento huelguista y el movimiento continúa, asiste
impotente al incumplimiento de una de sus decisiones. Por el
otro lado, dado que no profundizó en el mérito del problema,
habiéndolo pasado por alto, siente la frustración de la imposi-
bilidad del cumplimiento de la misión constitucional que le
fue otorgada, es decir, la de dirimir los litigios emergentes de
las relaciones de trabajo. Se llega entonces a la melancólica
conclusión de que la proclamación de la ilegalidad de la huel-
ga no lleva a nada en términos de contribuir al apaciguamien-
to de la denominada cuestión social brasileña. Por el contrario:
aparta al Tribunal del Trabajo especializado del análisis del
mérito motivador de la eclosión del movimiento, y ratifica una
vez más, y como siempre, la ineficacia de la Ley de Huelga.

420
El poder judicial frente a los conflictos colectivos

(...). Es preciso comprender que, antes de ser un hecho jurídi-


co, la huelga es un hecho social, un medio político de presión
que debe ser encarado sin subterfugios. Está probado que la
simple declaración de su ilegalidad no extingue el hecho, no
resuelve sus causas ni afecta sus objetivos. Por el contrario, en
la mayoría de los casos el instinto se revitaliza o resurge de las
cenizas, y termina por imponer arreglos a costa de sacrificios
de la empresa y del trabajador, sacrificios que podrían y deben
ser evitados”.13

Otro ejemplo de “agotamiento” de la operacionalidad de las decisiones


judiciales ocurre en el caso de las ocupaciones de tierras, justificadas
porque “no puede concentrarse, obviamente, en las manos de unos pocos,
ni ser utilizada como instrumento de dominación y explotación de otros
seres humanos”.14
Son innumerables los estudios de caso que revelan la creciente
tendencia de los ocupantes a desconocer la autoridad del poder judicial
cuando los magistrados, comportándose como técnicos preocupados en
hacer de las sentencias meras operaciones lógicas, insisten en enmarcar
los conflictos estrictamente en la concepción del derecho de propiedad
establecida en el Código Civil. (Es importante registrar que ese
desconocimiento no se ha verificado en los procesos judiciales en los
que los jueces sustituyeron esta concepción por otra, según la cual el
derecho social a la vivienda es concebido como una efectiva limitación
al derecho de usar y disponer por parte de los propietarios: esta nueva
concepción puede ser ilustrada por una importante e innovadora
sentencia de la 3ra. Cámara del 1er. Tribunal de 2da. Instancia en lo
Civil de San Pablo en un proceso de reposesión en cuyo decisiorio se
afirma que “llevando a la realidad de San Pablo la presunción de que los
favelados son personas comunes, visto que se establecen cada vez más
favelas en nuestra ciudad, y que aquellos no son necesariamente bandidos
o marginales, sino simplemente pobres, no existe forma de soslayar la
aplicación del principio constitucional de la función social de la

13. Cf. Proceso TRT, 11a. Regiáo, n°. DC 2/86, Manaus, 25 de marzo de 1986.
14. Cf. Conferencia Nacional de Obispos Brasileños (CNBB): Por uma nova orden constitucio-
nal, Sao Paulo, Paulinas, 1986, 24a. Asamblea General.

421
José Eduardo Faria

propiedad, ya que no hay en autos prueba alguna de que los poseedores


sean marginales desde el punto de vista jurídico penal”.)15
Este ejemplo nos muestra que muchos de los actores jurídicos
involucrados en este tipo de conflicto usan instrumentalmente el sistema
legal vigente, teniendo en miras la posibilidad de su reformulación
“alternativa” por vías judiciales. En la medida en que las partes, propietarios
y ocupantes, defienden concepciones distintas y excluyentes del derecho
de propiedad, contraponiendo legalidad y legitimidad, el intérprete se ve
así preso de un difícil dilema: intentar mantener el “espíritu” del sistema
legal vigente, actualizando ciertas normas dentro de un límite razonable
de flexibilidad, adaptándolas jurisprudencialmente como verdaderas reglas
colectivas y atribuyéndoles la función de especificar y conciliar la genera-
lidad de las prescripciones en vigor con la nueva realidad; o, por el contra-
rio, intentar resolver el problema en sí, dejando de lado algunas de las
limitaciones formales a las que están sometidos los magistrados, así como
el propio ethos profesional de la corporación, para actuar como una espe-
cie de “arquitecto social”, modificando las concepciones discriminatorias
del orden jurídico vigente y valiéndose de sus sentencias como instru-
mento para auxiliar a los grupos y clases subalternas a constituirse efecti-
vamente como “sujetos colectivos del derecho”.
En el primer caso, al empeñarse en cambiar tópicamente el sentido de
ciertas prescripciones con el fin de reforzar el sentimiento general de la
legalidad, para que las partes vuelvan a asumir directamente su cuota de
responsabilidad en la defensa del derecho positivo, los jueces corren el
riesgo de que sus decisiones praeter legem sean desafiadas por una situa-
ción de hecho –lo que torna sus sentencias ineficaces–.
En el segundo caso, al esforzarse por la revitalización del poder
jurisdiccional como agente activo en la construcción de un orden legal
alternativo, esto es, nuevo, descentralizado, difuso y capaz de abrir caminos
para una democracia social, económica, cultural y cotidiana, dado el efecto
legitimador de retorno que el aumento de las funciones judiciales pasa a
tener sobre todo el sistema social, los jueces corren otro riesgo: el de que
sus sentencias innovadoras contra legem sean revocadas por los diferentes
órganos disciplinarios y procedimientos de control funcional-ideológico
creados por el poder judicial, bajo la forma de apelaciones y recursos de

15. Cf. 1er. Tribunal de Alzada Civil, 3a. Cámara, AC. N° 291.722-SP.

422
El poder judicial frente a los conflictos colectivos

oficio, para vigilarse a sí mismo –entre otras razones, con el objetivo de


evitar que los magistrados se vean tentados a someter las leyes vigentes y
las concepciones jurisiprudenciales establecidas a sus sentimientos
personales de justicia y terminen por desencadenar aisladamente procesos
autonomizantes de legitimación por medio de su actividad decisorio/
creadora en cada caso concreto–.16
El ejemplo arriba citado revela el sentido y el alcance de la crisis actual-
mente vivida por el poder judicial en América Latina, especialmente, en
un país como Brasil, en cuyo ámbito se desenvuelven interacciones con-
flictivas y convivencias contradictorias entre una concepción instrumen-
tal, formalista y normativista del orden legal, y concepciones alternativas
de un orden justo, legítimo y pluralista (todas ellas de carácter teleológico
e historicista, que conciben un derecho que esté en condiciones de reco-
nocer como efectivamente iguales a todos los actores sociales y la diversi-
dad de los conflictos en juego y sus respectivas propuestas políticas). Para
minimizar los efectos disfuncionales de estas interacciones conflictivas y
de esas convivencias contradictorias, el Estado ha utilizado sutiles estrate-
gias de informalización, descentralización y desburocratización de la jus-
ticia, demostrando, por un lado, alguna “buena voluntad” al “aceptar”
una mayor participación de los ciudadanos en la resolución de sus propios
conflictos, aunque valiéndose, por el otro, de esa aparente condescendencia
para con el derecho resultante de los procedimientos de medicación y
conciliación comunitaria, para aprisionar y domesticar al “derecho
encontrado en la calle”. Se trata de una estrategia que, de cierto modo,
reproduce el control arbitrario de la “violencia dulce de la razón jurídica”
sobre las tradiciones jurídicas populares de la Europa de los siglos XVI a
XIX, tradiciones también descritas por el movimiento codificador entonces
emergente como “el derecho de los rústicos”. Esa aparente condescendencia
pretende recuperar, en el plano simbólico e ideológico, lo que es

16. Como afirma Fernando Ruivo, “se podría pensar que, para superar la crisis de legitimación, el
aparato judicial se vería impelido a abolir su estado de desconexión con la sociedad, y esto se
lograría a través de un incremento de su libertad decisoria. Ahora, si lo primero es verdad, lo
segundo no es necesariamente su consecuencia: si el cuerpo judicial necesita ver legitimadas sus
decisiones abandonando para eso, por tanto, su posición de distanciamiento frente a la sociedad,
esto no conlleva forzosamente al incremento del activismo judicial innovador del derecho, sino
tan solo en una aproximación del proceso de toma de decisión. Cf. Fernando Ruivo: “Aparelho
Judicial, Estado e Legitimidade”, en Revista Critica de Ciéncias Sociais, Coimbra, 1981, n° 6, pp.
133-134.

423
José Eduardo Faria

“concedido” en el plano jurídico-institucional. Como afirma A. M.


Hespanha en su instigante interpretación histórica de las posiciones
jurídicas de los “sabios” y de los rústicos, “el discurso sobre el derecho de
los rústicos es dominado por una oposición fundamental: la oposición
entre “saber” e “ignorancia”. Los dos términos de esta oposición no están,
por tanto, en equilibrio, porque el saber representa el ideal cultural de
una época, y la ignorancia ya no es la inocencia original, sino por el con-
trario, la actitud antinatural de aquél que rechaza su realización humana.
Toda la violencia del discurso erudito reside en este hecho. Se clasifica a sí
mismo como el discurso de la verdad, producto de la tendencia natural
del hombre hacia el saber. Al mismo tiempo, remite a los discursos alter-
nativos a una zona de no-saber que los priva de toda legitimidad. En otras
palabras, el jurista erudito nunca considera la práctica jurídica de los
rústicos como presencia de “otro derecho”, sino como resultado de una
ignorancia malsana, de lo arbitrario, del error, en fin, de la “rusticidad”. Y
si transige con esas prácticas es siempre por razones de orden táctico,
semejantes a las que llevaron a Castillo de Bobadilla a aconsejar a los
corregidores una actitud de contemporización provisional cuando no
pudiesen vencer por la fuerza la resistencia de sus súbditos. La estrategia
de la condescendencia (en el plano institucional) se conjugaba, así, como
una estrategia de rechazo (en el plano ideológico-simbólico). Pero, teniendo
en cuenta la fuerza expansiva de ese capital simbólico extremadamente
reproductivo que es el discurso jurídico erudito –que actúa en la forma-
ción de todos los cuadros políticos y administrativos, sea en la adminis-
tración central, sea, poco a poco, en la administración loca–, el resultado
no podía ser sino la gradual negación del derecho a la existencia de esa
práctica jurídica tradicional, en nombre del progreso de la razón, de un
proceso civilizador, de una teleología de la historia que, aún hoy, expro-
pian la legitimidad de muchos otros hechos culturales minoritarios. En
este sentido, la inversión en la idea de que el saber jurídico (tal como es
entendido en los medios eruditos de la época medieval y moderna) es la
única base legítima de la Rechtsfindung funciona como medio de expro-
piación de los poderes periféricos y es comparable a otras formas contem-
poráneas de centralización del poder”.17

17. Cf. A. M. Hespanha, “Sábio e rústicos: a violencia doce da razão Jurídica”, en Revista
Crítica de Ciéncias Sociais, Coimbra, 1988, n° 25/26, pp. 52-53.

424
El poder judicial frente a los conflictos colectivos

Los grupos de asesoría jurídica a los movimientos populares ya han


tomado conciencia del impacto desorganizador y desmovilizador de las
estrategias contemporizadoras, de las técnicas de desarme y de los meca-
nismos de desvalorización cultural del saber jurídico popular. Optando
por el uso “alternativo” del derecho vigente para formular un “derecho
alternativo”, han llamado la atención sobre la importancia práctica de
este problema, enfatizando el espacio de la lucha abierto en el ámbito de
los tribunales. Y aun algunos magistrados han hecho, con mucho coraje,
lo mismo, reconociéndose a sí mismos como protagonistas de la formula-
ción de una justicia sustantiva y denunciando el carácter ideológico inhe-
rente a la atmósfera de la “oficialidad” y la “normatividad” que caracteri-
zan al poder judicial en el modelo liberal-burgués del Estado y del dere-
cho –atmósfera cuya función es promover, facilitar y asegurar el respecto
de las partes a las decisiones judiciales, garantizar el distanciamiento en-
tre las mismas y los tribunales, y reforzar el postulado de la concepción
legal-racional de legitimación de poder, en el sentido de que la realización
de la justicia exige como condición fundamental la heteronomía del órga-
no arbitral y judicia–. Veamos, a título de ejemplo, declaraciones bastan-
te significativas de algunos abogados y jueces:
1) “La utilización de las normas vigentes no significa adhesión al
ordenamiento legal injusto. El derecho debe ser criticado siempre que no
corresponda a los deseos populares. Ocurre que las normas pueden ser un
eficiente instrumento de defensa del pueblo. El desprecio de la vía jurídica
como solución para ciertos problemas implica el desperdicio de una opor-
tunidad para la conquista de beneficios reales. Existen determinadas leyes
que favorecen, bajo diferentes aspectos, las luchas populares y que resul-
tan no sólo de la voluntad de las clases dominantes, sino de la suma de
varios factores que convergen para la producción del derecho. El despre-
cio de la legalidad refleja una tentativa de alienarse, huyendo de una
realidad difícil y muchas veces cruel. Al asesor jurídico le compete
desmitificar el derecho, decodificar el lenguaje jurídico, hermético e
ininteligible para el lego, esclareciendo los hechos a la luz de las normas y
alertando, incluso, sobre los desdoblamientos de orden político que pueden
tener las diversas opciones de decisión”.18

18. Cadernos GAJOP, pp. 49-50.

425
José Eduardo Faria

2) “El derecho que existe actualmente está viejo y moribundo. No


atiende al conjunto de la sociedad, pero las fuerzas populares aún no
tienen capacidad de organización y de movilización para formular
alternativas. Estas alternativas ya existen, y pueden ser encontradas aun
en las entrelíneas del viejo derecho. Ésta es la gran tarea de los abogados
comprometidos con las luchas populares: servir, digamos así, de parteros
para que nazcan aquellas relaciones jurídicas nuevas, de las cuales la socie-
dad ya está ‘embarazada’. Los abogados no son los principales agentes de
las transformaciones sociales, pero pueden ofrecer una inestimable con-
tribución en el avance de las luchas y la consolidación de las conquistas.
En cuanto a la cuestión de la posesión, es necesario considerarla como un
valor jurídico superior a la propiedad. Mientras ésta es una figura abstrac-
ta, que ni siquiera los códigos consiguen definir correctamente –definen
apenas los modos de adquirir la propiedad y los atributos del propieta-
rio–, por el contrario, la posesión es una cosa muy concreta, que se genera
de la necesidad de tener una vivienda o una tierra para trabajar y retirar el
producto del trabajo. El derecho actual, viejo y carcomido, protege de
manera irracional al propietario, por el simple hecho de ser portador de
un papel: el título. Al contrario, persigue aquel que ocupa, trabaja, produce
y hace generar riquezas”.19
3) “En el Instituto consideramos que los abogados y otros doctores
sólo tienen dos caminos en sus profesiones: uno de ellos es prestar sus
conocimientos a los movimientos populares y no quedar separados de
ellos, estar firmemente juntos en la lucha por las transformaciones de la
sociedad. El otro camino es “quedarse en la suya”, es decir, aun teniendo
simpatía por el pueblo, “cuidar su vida” en una posición individualista.
Esta posición es conservadora: ayuda a las fuerzas que no quieren cambios
en la sociedad, las que pretenden conservar las cosas tal como están. Un
abogado que nunca vio a los obreros en la fábrica, ni fue al campo a saber
cómo trabaja duro el campesino, de sol a sol, ni subió nunca al morro a
conocer la situación de los favelados, no puede imaginar lo que las personas
sencillas piensan sobre el derecho y la justicia. Sólo sabrá lo que los
profesores le enseñaron en la facultad, lo que los jueces dicen en el tribu-
nal, lo que sus colegas discuten en sus oficinas. Pero ni los profesores, ni

19. Cf. Nilson Marques: A luta de classes na questão fiduciária, Rio de Janeiro, Instituto Apoio
Jurídico Popular, 1987.

426
El poder judicial frente a los conflictos colectivos

los jueces, ni la mayoría de los colegas conocen una fábrica por dentro, o
fueron al campo o subieron a la favela. Por eso el derecho y la justicia
pueden parecer una cosa para quien vive en el mundo de las salas de
audiencia, de los estudios jurídicos, de los pasillos tribunalicios; y parecer
otra cosa para el pueblo que no conoce aquel mundo”.20
4) “La ley no es más que el instrumento utilizado por las clases domi-
nantes para perpetuarse en el poder. Luego, la formación de los juristas
está dirigida a conservar el viejo sistema de dominación, es decir, a conocer
y aplicar las normas dictadas por los dominadores. (...) Para rescatar la
dignidad del derecho no es posible pretender mantenerlo aislado,
compartimentalizado. Es necesario vincularlo al conjunto social, a su
contexto histórico. (...) Desde el momento en que se busca un
conocimiento más totalizante, se toma conciencia de que el saber es parcial,
ya que está comprometido con la producción de la vida social, que es
dinámica. Cuanto más conciencia se tiene de la parcialidad, por más pa-
radójico que parezca, menos parcial se puede ser, por cuanto existe un
distanciamento de la relación en cierto sentido neurótica que genera la
proximidad. (...) El jurista debe: a) participar de todas las actividades
tendientes a explicar y divulgar los derechos del ciudadano; b)
comprometerse con las luchas populares para la ruptura del sistema y la
construcción de una sociedad más justa; c) utilizar los aparatos teórico-
formales, dirigiéndolos contra los propios intereses y sujetos que ellos
representan; d) fortalecer los poderes de autodeterminación de los
trabajadores, a través de la crítica y el desgaste de los aparatos de dominación
del derecho burgués. Creo que es función del jurista orgánico luchar para
que sean preservadas todas las conquistas alcanzadas por los menos
favorecidos, usando todos los elementos posibles e inclusive la lógica
positivista. (Adviértase: el derecho es instrumento de un fin mayor: la
Justicia.) Es más, debe ampliar los conceptos ya establecidos en una ópti-
ca liberadora y restringir la aplicación de los conceptos conservadores, en
especial en los casos en los que entran en conflicto: propiedad vs. posesión,
locador vs. locatario, acreedor vs. deudor; empleador vs. empleado. Y aun
más, debe aportar herramientas a las luchas populares, o sea construir el
acervo práctico-teórico que posibilite victorias y avances en la lucha popular.
(...) El abogado orgánico debe estar preparado para propiciar el avance,

20. Cf. Miguel Pressburger: O Direito, a Justiça e a Lei, presentación del IAPJ en coedición con
la Federação de Orgãos para Assistência Social e Educacional, Rio de Janeiro, 1988.

427
José Eduardo Faria

empleando conocimientos del derecho positivo (sobre el cual debe ser


especialista), de la sociología y la filosofía, para aportar, así, otros elementos
para que el juez tenga una visión más global de la situación litigiosa y
opciones técnicas que puedan fundamentar el derecho de invadir”.21

Es justamente por causa de argumentos como los mencionados, según


reconocen Pietro Barcellona y Giuseppe Coturri –responsables de impor-
tantes estudios sobre la “Magistratura Democrática” y el “uso alternativo
del derecho” en Italia– que el acatamiento o el rechazo de una sentencia
“responden a la misma ley de identificación, expresan meras opciones
ideológicas, sin escapar al círculo del falso dilema de autoridad versus anar-
quía”. Consecuentemente, concluyen ambos autores, la superación del
modelo liberal de organización jurídica, a partir de las presiones conti-
nuas sobre los límites de las formas y estructuras legales vigentes por
parte de los grupos y clases sociales en conflicto, “presupone la conciencia
de la diversidad y la comprensión del tiempo histórico”.22

Conclusión

En estos tiempos en que: a) la transición democrática de América Latina


se vuelve simultáneamente un deseo imposible de rechazar y un desafío
irreversible; b) la democracia ya no es más vista sólo como una simple
cristalización formal de ciertas normas procedimentales, sino también como
una dimensión simbólica de la política que se abre interrogativamente en
dirección a un futuro visto como un problema y jamás como una certeza,
concebida como un proceso de construcción permanente que se enriquece
y revitaliza en los movimientos de cuestionamiento continuo de lo
establecido, en la lucha por nuevos derechos que prolongan, reformulan y
aun contradicen los ya concebidos y en la permanente reinstitucionalización
de lo social y de lo político; y c) el reordenamiento institucional de sus
países depende menos de una estructura constitucional programada ex
ante y más de un proceso bastante intrincado en cuyo ámbito se desarrollan

21. Cf. Amilton Bueno de Carvalho, “Jurista Orgânico: uma contribuição”, en Revista Ajuris,
Tribunal de Justica, Porto Alegre, n° 42, año 15, marzo de 1988.
22. Cf. Pietro Barcellona e Giuseppe Cotturri, “La imagen del jurista, de la doctrina y de los
magistrados”, en El Estado y los juristas, op. cit., p. 111.

428
El poder judicial frente a los conflictos colectivos

múltiples estrategias de negociación que pretenden como resultado ex


post un orden jurídico-político nuevo y alternativo, es imposible dejar de
correr riesgos. Y es justamente por ese motivo que, paralelamente a la
crisis de identidad enfrentada hoy por el poder judicial, crecientemente
desafiado por la disposición de los movimientos sociales a sustituir el
“sujeto de derecho” autónomo y atomizado por los “sujetos colectivos”
empeñados en desarrollar al máximo su ciudadanía, en ampliar su parti-
cipación por fuera de los mecanismos representativos tradicionales, en
autorrealizar sus intereses y en construir sus propios derechos, tampoco
puede dejarse de lado el problema de la formación técnico-profesional y
político-social de los magistrados. ¿Por qué? Porque en los moldes actuales
de esta formación en los cursos hoy existentes, abordados en los términos
de este trabajo como un lugar estratégico para la aprehensión del universo
jurídico y como un locus fundamental para la articulación de los mecanis-
mos de transmisión, creación y reproducción del derecho, la autoridad
del profesor no hace más que representar la mera autoridad de una ley
crecientemente puesta en discusión por las contradicciones sociales. De
modo que, para concluir, el tono de la clase magistral sólo permite a los
futuros jueces adaptarse al lenguaje instituido de la autoridad, impidien-
do al alumno de hoy (y al intérprete del mañana) reflexionar sobre la
producción, función y condiciones sociales, económicas, políticas y cul-
turales de una aplicación alternativa del derecho positivo.

429
430
La democracia constitucional *
Luigi Ferrajoli

1. Democracia plebiscitaria

En el debate que en estos años ha dividido nuestro país en torno a la


reforma de la constitución se han confrontado dos concepciones de la
democracia: una primera concepción, impulsada por la derecha aunque
también compartida por un sector de la izquierda, que llamaré democra-
cia mayoritaria o plebiscitaria, y una segunda concepción que llamaré
democracia constitucional.
Según la imagen simplificada propuesta por la primera concepción, la
democracia consistiría esencialmente en la omnipotencia de la mayoría, o
bien de la soberanía popular. De esta premisa se siguen una serie de coro-
larios: la descalificación de las reglas y de los límites al poder ejecutivo
que es expresión de la mayoría, y en consecuencia de la división de pode-
res y de las funciones de control y garantía de la magistratura y del propio
parlamento; la idea de que el consenso de la mayoría legitima cualquier
abuso; en resumen, el rechazo del sistema de mediaciones, de límites, de
contrapesos y de controles que forman la sustancia de aquello que consti-
tuye, por el contrario, lo que podemos denominar “democracia constitu-
cional”. De esta impostura se desprende, sobre todo, una connotación
plebiscitaria y antiparlamentaria de la democracia, que encuentra su ex-
presión más apropiada en el presidencialismo, es decir en la delegación a
un jefe asumido como expresión directa de la soberanía popular.

* Publicado en Vulpiani, Pietro (ed.), L´acceso negato. Diritti, sviluppo, diversità, Milán, Alisei/
Armando Editore, 1997. Traducción de Christian Courtis.

431
Luigi Ferrajoli

Se trata de una idea nueva en la cultura política italiana, afirmada en


estos años junto a lo que podemos llamar “ideología de la mayoría”. Y
sin embargo representa una idea antiquísima en la historia del pensa-
miento político: es la idea del gobierno de los hombres contrapuesta a la
del gobierno de las leyes, criticada ya por Platón y Aristóteles. Una ilu-
sión que siempre vuelve a proponerse en los momentos de crisis de la
democracia. Basta recordar la polémica, al inicio de la década del 30,
entre Hans Kelsen, el jurista más grande de nuestro siglo, y Carl Schmitt,
que terminó adhiriendo al nazismo. Ante las tesis antiparlamentarias y
presidencialistas de Schmitt –que contraponía al “desmembramiento
partidista” del cuerpo social expresado en el parlamento, el carácter
unitario y orgánico de la representación operada por un presidente electo
por el pueblo– Kelsen replicaba que un órgano monocrático, por lo
demás desvinculado de una relación permanente de confianza con su
base electoral, no puede, por su naturaleza, representar del mismo modo
que un parlamento la pluralidad de fuerzas y de intereses en conflicto
en la sociedad, sino únicamente a la parte vencedora en las elecciones. Y
agregaba: “La idea de democracia implica ausencia de jefes. En ese espí-
ritu se enrolan enteramente las palabras que Platón, en su República
(III, 9), pone en boca de Sócrates, en respuesta a la pregunta acerca de
cómo debería ser tratado en el Estado ideal un hombre de calidades
superiores, un genio: “le rendiríamos homenaje como a un ser divino,
maravilloso, encantador, pero le diríamos que no hay en nuestra ciudad
ningún hombre como él y que no puede haberlo, y lo enviaríamos a otra
después de haber ungido con perfumes y coronado con cintas de lana su
cabeza”. Evidentemente, tal concepción de la democracia como omni-
potencia de la mayoría es abiertamente inconstitucional, ya que la cons-
titución es justamente un sistema de límites y de vínculos a todo poder.
Esa concepción tiene una inevitable connotación absolutista que, por lo
demás, está en línea con la concepción hoy dominante del liberalismo
que, de modo similar, ha venido identificándose cada vez más para el
sentido común con la ausencia de reglas y de límites a la libertad de
empresa. De allí ha resultado un trastocamiento del sentido de la ex-
presión “democracia liberal”. Hasta hace pocos años “democracia libe-
ral” era un término noble, que designaba un sistema democrático infor-
mado por la tutela de las libertades individuales, por el respeto del
disenso y de las minorías, por la defensa del estado de derecho y de la
división de poderes, así como por la rígida separación entre la esfera

432
La democracia constitucional

pública del Estado y la esfera privada del mercado: el exacto opuesto,


como puede verse, de la palabra “absolutismo”. En el uso que desde
entonces ha penetrado en el lenguaje corriente, “democracia liberal” ha
terminado por significar la ausencia de límites tanto a la libertad de
mercado como a los poderes de la mayoría, y en consecuencia la conver-
gencia de dos absolutismos: el absolutismo de la política y el absolutis-
mo del mercado; la omnipotencia de la mayoría y la ausencia de límites
a la libertad de empresa, el desdén por las reglas y por los controles
tanto en la esfera pública como en la esfera económica.
Es claro que estas dos ideas de “democracia” y de “liberalismo” son
incompatibles entre sí y con la idea misma de “constitución”, y que desig-
nan en realidad dos absolutismos convergentes: el de los poderes políticos
de la mayoría y el de los poderes económicos del mercado. La esencia del
constitucionalismo y del garantismo, es decir de aquello que he llamado
“democracia constitucional”, reside precisamente en el conjunto de lími-
tes impuestos por las constituciones a todo poder, que postula en conse-
cuencia una concepción de la democracia como sistema frágil y complejo
de separación y equilibrio entre poderes, de límites de forma y de sustan-
cia a su ejercicio, de garantías de los derechos fundamentales, de técnicas
de control y de reparación contra sus violaciones. Un sistema en el cual la
regla de la mayoría y la del mercado valen solamente para aquello que
podemos llamar esfera de lo discrecional, circunscripta y condicionada
por la esfera de lo que está limitado, constituida justamente por los dere-
chos fundamentales de todos: los derechos de libertad, que ninguna ma-
yoría puede violar, y los derechos sociales –derecho a la salud, a la educa-
ción, a la seguridad social y a la subsistencia– que toda mayoría está obli-
gada a satisfacer. Es ésta la sustancia de la democracia constitucional –el
pacto de convivencia basado sobre la igualdad en droits, el estado social,
más que liberal, de derecho– garantizada por las constituciones: “la De-
claración de Derechos”, disponía la Constitución francesa del año III,
“contiene obligaciones para los legisladores”, de cuya observancia depen-
de su legitimación.
Pero es precisamente esta substancia de la democracia constitucio-
nal como sistema complejo de reglas, de vínculos y de equilibrios –el
parlamentarismo y juntamente con él el Estado social, la división de
poderes y con ella las garantías de los derechos– la que está hoy en
crisis en el imaginario colectivo. Y sobre este modelo, entonces, resul-
ta necesario hablar.

433
Luigi Ferrajoli

2. La democracia constitucional: un nuevo paradigma

La tesis que sostendré aquí es que la democracia constitucional es un


modelo de democracia fruto de un cambio radical de paradigma acerca
del papel del derecho producido en estos últimos cincuenta años: un
cambio sobre el que aún hoy en día no hemos tomado suficiente concien-
cia y –sobre todo– cuyas formas y técnicas de garantía aún estamos lejos
de haber elaborado y asegurado.
¿Cuándo se produjo este cambio de paradigma? Creo que los cam-
bios de época de tal alcance no son identificables a partir de fechas
determinadas. Se trata en realidad de mudanzas que se producen en el
imaginario colectivo y en la cultura jurídica y política, más que en las
estructuras institucionales. De todos modos, si quisiéramos fijar una
fecha para ubicar este cambio, tanto en la estructura del derecho como
en la naturaleza de la democracia, podríamos señalar ciertamente 1945
o, si se quiere, el quinquenio 1945-1949, período posterior a la derrota
del nazismo y del fascismo.
Es entonces, en aquellos años cruciales de nuestro siglo, cuando nace el
actual paradigma de la democracia constitucional. En las circunstancias
culturales y políticas en las que nace el constitucionalismo actual –la Car-
ta de la ONU de 1945, la Declaración Universal de los Derechos Huma-
nos de 1948, la constitución italiana de 1948, la ley fundamental de la
República Federal Alemana de 1948– se comprende que el consenso de
masas sobre el cual estaban fundadas las dictaduras fascistas, aunque fue-
ra mayoritario, no puede ser más la única fuente de legitimación del po-
der. Y se redescubre, por ello, el significado de la “constitución” como
límite y vinculo a los poderes públicos, estipulado dos siglos antes en el
art. 16 de la Declaración de Derechos del Hombre de 1789: “Toda socie-
dad en la que no están aseguradas la garantía de los derechos ni la separa-
ción de los poderes no tiene constitución”. Se redescubre, en suma –a
nivel no sólo estatal sino internacional– el valor de la constitución como
norma dirigida a garantizar la división de poderes y de derechos funda-
mentales de todos, es decir, exactamente los dos principios negados por el
fascismo. Por esto es apropiado decir que el antifascismo es una nota ge-
nética no sólo de la democracia italiana, sino más generalmente de la
democracia contemporánea nacida de las ruinas de la segunda guerra mun-
dial, ya que la democracia ha sido redefinida y ha –por así decirlo– toma-
do nueva conciencia de sí misma a través de la negación del fascismo y de

434
La democracia constitucional

todo cuanto el fascismo había negado –el valor de la paz, la división de


poderes, la igualdad de todos los hombres y las mujeres del planeta, la
tutela de sus derechos fundamentales.
Pues bien, este cambio de paradigma, que ha hecho posible el papel
de las constituciones como garantía de la división de poderes y de los
derechos fundamentales, se produjo con aquella verdadera invención de
este siglo, consistente en el carácter rígido de la constitución –o, si se
prefiere, en la garantía de esa rigidez–, y en consecuencia en la sujeción
al derecho de todos los poderes, incluso el poder legislativo, en el plano
del derecho interno y también en el del derecho internacional: su suje-
ción, precisamente, al imperativo de la paz y a los principios de justicia
positiva, y ante todo a los derechos fundamentales, establecidos tanto
en las constituciones estatales como en ese embrión de constitución
mundial constituido por la Carta de la ONU y la Declaración Universal
de Derechos Humanos.
¿Qué significa en realidad la “rigidez” de las constituciones? Significa
el reconocimiento de que las constituciones son normas supraordenadas a
la legislación ordinaria, a través de la previsión, por un lado, de procedi-
mientos especiales para su reforma y, por otro, de la institución del con-
trol constitucional de las leyes por parte de tribunales constitucionales.
Gracias a estas dos innovaciones se desvanece el principio de soberanía en
el sentido clásico de potestas legibus soluta ac superiorem non recognoscens,
dado que en presencia de constituciones no existen ya sujetos soberanos ni
poderes legibus soluti. Ya no existe la soberanía interna, dado que todos los
poderes públicos –incluso el legislativo y por ende el parlamento, y con él
la llamada soberanía popular– están sujetos a la ley constitucional. Y tam-
poco existe más, al menos en el plano jurídico, la soberanía externa, ya que
los Estados se han sometido al pactum subiectionis –ya no simplemente a
associationis– representado por el nuevo ordenamiento internacional nacido
con la Carta de la ONU y con la prohibición de la guerra y la obligación de
respeto de los derechos fundamentales establecidos por ella.
De allí se desprende un cambio de paradigma tanto del derecho como
de la democracia. En el paradigma paleopositivista del Estado liberal la
ley, sea cual fuera su contenido, era considerada la fuente suprema e ili-
mitada del derecho.
Es cierto que en todos los ordenamientos evolucionados había consti-
tuciones y leyes. Pero las cartas constitucionales –más allá de lo que pen-
semos hoy de su “natural” rigidez– no eran consideradas, en la cultura de

435
Luigi Ferrajoli

aquella época, como vínculos rígidos hacia el legislador, sino más bien
concebidas como documentos políticos, o a lo sumo como simples leyes
ordinarias. Basta recordar el juicio lapidario sobre la Declaración de 1789
formulado por Jeremy Bentham, quien en un panfleto titulado Anarchical
fallacies (“Falacias anárquicas”) la descalificó como un conjunto de edifi-
cantes principios de justicia o de derecho natural que nada tenían que ver
con el derecho positivo, sin darse cuenta de que el propio derecho positi-
vo, gracias a esa Declaración, había cambiado su naturaleza y que los
principios de justicia incorporados en ella cesaban, una vez estipulados,
de ser sólo principios ético-políticos para convertirse en normas de dere-
cho positivo que obligaban al sistema político a su respeto y tutela. O
bastaría recordar el Estatuto albertino del Reino de Italia, que fue consi-
derado una simple ley –aun cuando particularmente solemne– y como
tal pudo ser trastocada y despedazada en 1925, sin necesidad de un golpe
de estado formal, por las “leggi fascistissime” de Mussolini.
Y ello dado que no existía en el imaginario de los juristas y en el senti-
do común, hasta hace cincuenta años, la idea de una ley por sobre las
leyes, o bien de un derecho sobre el derecho. Era inconcebible que una
ley pudiese limitar a la ley, siendo la ley –este era el paradigma iuspositivista
de la modernidad jurídica– la única fuente, y por ello omnipotente, del
derecho: sea concebida como producto de la voluntad del soberano, sea
legitimada como la expresión de la mayoría parlamentaria. De allí que el
legislador, o en la mejor de las hipótesis el parlamento, era a su vez conce-
bido como omnipotente, y omnipotente era en consecuencia la política,
cuyo producto e instrumento es el derecho. Con el ulterior resultado de
una concepción formal y procedimental de la democracia, identificada
únicamente con el poder del pueblo y en realidad con los procedimientos
y mecanismos representativos dirigidos a asegurar el poder de la mayoría.
Todo esto cambia radicalmente con la afirmación, o si se quiere con el
reconocimiento, de la constitución como norma suprema, a la cual todas
las otras están rígidamente subordinadas. Gracias a la garantía ilustrada
antes de la rigidez constitucional, la legalidad cambia de naturaleza: no es
más sólo condicionante y disciplinante, sino que ella misma es condicio-
nada y disciplinada por vínculos jurídicos no sólo formales, sino también
sustanciales; ya no es simplemente un producto del legislador, sino que
también es proyección jurídica del derecho mismo y por ende límite y
vínculo para el legislador. De allí que el derecho resulta “positivizado” no
sólo en su “ser”, es decir en su “existencia”, sino también en su “deber

436
La democracia constitucional

ser”, es decir en sus condiciones de “validez”; ya no sólo el “quién” y el


“cómo” de las decisiones, sino también el “qué”: qué no debe decidirse
–es decir, la lesión de los derechos de libertad– y, por el contrario, qué
debe decidirse –es decir, la satisfacción de los derechos sociales–.
Podemos llamar a este derecho sobre el derecho “modelo”, “sistema” o
“paradigma garantista”, en oposición a aquel paleo-positivista del Estado
liberal preconstitucional. Este modelo ya no se limita a programar sólo
las formas de producción del derecho mediante normas procedimentales
sobre la formación de las leyes, sino que además programa sus contenidos
sustanciales, vinculándolos normativamente a los principios de justicia
–igualdad, paz, tutela de los derechos fundamentales– inscritos en las
constituciones.
Precisamente en este derecho sobre el derecho, en este sistema de nor-
mas metalegales destinadas a los poderes públicos y ante todo al legislador,
consiste la constitución: se trata de la convención democrática acerca de lo que
es indecidible para cualquier mayoría, o bien el por qué ciertas cosas no
pueden ser decididas, y por qué ciertas no pueden no ser decididas. Esta
convención –en la cual bien podemos reconocer la forma positiva concreta-
mente asumida por el “contrato social”, hipotetizado por las filosofías
iusnaturalistas, de Hobbes a Locke y a Beccaria– no es otra cosa que la
estipulación de aquellas normas que son “derechos fundamentales”, es de-
cir, de aquellos derechos elaborados por la tradición iusnaturalista, en el
origen del Estado moderno, como “innatos” o “naturales”, y convertidos,
una vez incorporados en aquellos contratos sociales en forma escrita que son
las modernas constituciones, en derechos positivos de rango constitucional.
Se trata de un cambio revolucionario de paradigma del derecho y, con-
juntamente, de la jurisdicción, de la ciencia jurídica y de la misma demo-
cracia: de un cambio cuyo alcance considero que aún hoy no hemos me-
dido suficientemente.
Cambian en primer lugar las condiciones de validez de las leyes, que
dependen del respeto ya no sólo de normas procedimentales sobre su
formación, sino también de las normas sustanciales sobre su contenido,
es decir sobre su coherencia con los principios de justicia establecidos en
la constitución.
Cambia en segundo lugar la naturaleza de la jurisdicción y la relación
entre el juez y la ley, que ya no es más, como en el viejo paradigma iuspositivista,
sujeción a la letra de la ley sin importar cuál fuera su significado, sino antes
que nada sujeción a la constitución, que impone al juez la crítica de las

437
Luigi Ferrajoli

leyes inválidas a través de su reinterpretación en sentido constitucional o


de la denuncia de su inconstitucionalidad.
Cambia en tercer lugar el rol de la ciencia jurídica, que en tal cambio
resulta investida de una función ya no sólo descriptiva, como en el viejo
paradigma paleo-positivista, sino crítica y proyectual frente a su objeto:
crítica de las antinomias y de las lagunas de la legislación vigente respecto
a los imperativos constitucionales, y proyectual en orden a la introduc-
ción de técnicas de garantías que son necesarias para superar aquellas
antinomias y lagunas.
Cambia, sobre todo, la naturaleza misma de la democracia. La
constitucionalización rígida de los derechos fundamentales –imponiendo obli-
gaciones y prohibiciones a los poderes públicos– ha en efecto insertado en la
democracia una dimensión “sustancial”, que se agrega a la tradicional dimen-
sión “política”, meramente “formal” o “procedimental”. Si las normas forma-
les de la constitución –aquellas que disciplinan la organización de los poderes
públicos y que en la constitución italiana están contenidas en la segunda
parte– garantizan la dimensión formal de la “democracia política” que se
refiere al quién y al cómo de las decisiones, sus normas sustanciales –aquellas
que establecen los principios y derechos fundamentales y que, en la constitu-
ción italiana, están contenidas en la primera parte– garantizan lo que bien
podemos denominar la dimensión material de la “democracia sustancial”,
que se refiere a qué no puede ser decidido o debe ser decidido por toda mayo-
ría, vinculando la legislación, bajo pena de invalidez, al respeto de los dere-
chos fundamentales y de los otros principios axiológicos establecidos por ella.
Cambia, finalmente, y como consecuencia de todo ello, la relación
entre la política y el derecho, dado que ya no es más el derecho el que se
subordina a la política como instrumento, sino la política la que se
convierte en instrumento de actuación del derecho, sometida a los lími-
tes impuestos por los principios constitucionales: vínculos negativos,
tales como los generados por los derechos de libertad que no pueden ser
violados; vínculos positivos, tales como los generados por los derechos
sociales que deben ser satisfechos. Política y mercado quedan configura-
dos de tal manera como la esfera de lo decidible, rígidamente delimitada
por los derechos fundamentales, los cuales, justamente por estar garan-
tizados a todos y sustraídos de la disponibilidad del mercado y de la
política, determinan la esfera de lo que no debe o debe ser decidido, sin
que ninguna mayoría –ni siquiera la unanimidad– pueda decidir legíti-
mamente violarlos o no satisfacerlos.

438
La democracia constitucional

3. Qué es una constitución

Aquello que llamamos constitución consiste precisamente en este sis-


tema de reglas, sustanciales y formales, que tiene como destinatarios pro-
pios a los titulares del poder. Bajo este aspecto las constituciones no re-
presentan sólo el perfeccionamiento del Estado de derecho a través de la
extensión del principio de legalidad a todos los poderes, incluso al legis-
lativo. Constituyen también un programa político para el futuro: la im-
posición a todos los poderes de imperativos negativos y positivos como
fuente para su legitimación, pero además –y diría sobre todo– para su
deslegitimación. Constituyen, por así decirlo, utopías de derecho positi-
vo, que a pesar de no ser realizables perfectamente, establecen de todos
modos, en cuanto derecho sobre el derecho, las perspectivas de transfor-
mación del derecho mismo en dirección de la igualdad en los derechos
fundamentales.
Bastaría esta función de límite y vínculo a la mayoría, como garantía
de los derechos de todos, para excluir la posibilidad de que las constitu-
ciones estén a disposición de la misma mayoría y para reconocer su natu-
raleza de pacto fundante dirigido a asegurar la paz y la convivencia civil.
Si es el conjunto de reglas del juego el que mantiene la corrección del
juego, estos pactos no pueden dejar de establecer garantías para todos los
jugadores –comenzando por los más débiles–. Si tienen por destinatarios
a los poderes constituidos, no pueden ser modificados, o derogados, o
debilitados por ellos mismos, sino sólo ampliados y reforzados. En fin, si
las normas constitucionales sustanciales no son otra cosa que los derechos
fundamentales, ellas pertenecen a todos nosotros, que somos los titulares
de los derechos fundamentales. Es en esta titularidad común, según creo,
en donde reside el sentido de la democracia y de la soberanía popular.
Esta naturaleza pactada es, al fin y al cabo, intrínseca a la noción mis-
ma de constitución, tanto en el plano filosófico como en el plano históri-
co. En el plano filosófico, se trata de un fruto de la idea contractualista
–formulada por Hobbes y desarrollada posteriormente por el pensamien-
to jurídico iluminista– según la cual el Estado y el derecho no son, como
en la concepción clásica y premoderna, un hecho natural (de acuerdo con
la clásica máxima ubi societas, ubi ius), sino un fenómeno artificial y con-
vencional, construido por los hombres para la tutela de sus necesidades y
derechos naturales: el derecho a la vida según Hobbes, los derechos de
libertad y propiedad según Locke, los derechos políticos y sociales tal

439
Luigi Ferrajoli

cual se han venido agregando con el constitucionalismo moderno. Se tra-


ta de una idea moderna, que invierte la concepción aristotélica del dere-
cho y de la comunidad política como entidades necesarias y naturales expre-
sada por ubi societas, ubi ius: naturales no son el derecho y el Estado, si no la
ausencia de derecho y el estado de naturaleza, es decir los seres humanos de
carne y hueso, con sus necesidades y derechos naturales, mientras que el
Estado es un artificio que se justifica sólo en cuanto instrumento de tutela de
las personas físicas y naturales. En este sentido, la idea del contrato social es
una gran metáfora de la democracia, en sus dos dimensiones: de la democra-
cia política o formal, dado que la legitimación del poder público pasa a fun-
darse en el consenso de los contratantes; del estado de derecho y de la demo-
cracia sustancial, dado que este consenso está condicionado por el respeto a
los derechos naturales positivamente estipulados para la tutela de todos.
Las cartas constitucionales y las declaraciones de derechos no son otra
cosa que estos pactos sociales, expresados en forma escrita, cuyas cláusulas
son los principios y derechos fundamentales que de “naturales” se trans-
forman, gracias a su estipulación, en “positivos” y “constitucionales”: los
derechos de libertad, cuya negación y limitación queda prohibida y los
derechos sociales, cuya satisfacción es exigida. Bajo este aspecto el Estado
de derecho precede a la democracia política, no sólo históricamente, en el
sentido de que nace con las monarquías constitucionales, mucho antes
que la democracia representativa, sino también axiológicamente, en el
sentido de que se trata de un conjunto de límites y vínculos a la misma
democracia política. Lo que la democracia política no puede suprimir,
aunque estuviera sostenida en la unanimidad del consenso, son precisa-
mente los derechos fundamentales, que por ende son derechos contra la
mayoría, siendo establecidos –como inalienables e inviolables– contra cual-
quier poder y en defensa de todos.
La génesis histórica de las constituciones también confirma su natura-
leza de pacto, de contrato social escrito impuesto al soberano para limitar
y vincular los poderes que de otro modo serían absolutos. Todos las cons-
tituciones dignas de esa denominación han nacido como ruptura con el
pasado y, simultáneamente, como convención programática sobre el fu-
turo. La idea de contrato social no sólo es una categoría filosófica, sino
que se identifica con la idea misma de la liberación revolucionaria y de la
refundación sobre la base pactada de la convivencia civil, como obra de las
convenciones constitucionales con las cuales los padres constituyentes del
moderno estado de derecho decretaron el fin del absolutismo real.

440
La democracia constitucional

Bajo este aspecto fueron cartas revolucionarias no sólo la estadouni-


dense y la francesa, sino también la mayor parte de las europeas, reivindi-
cadas por los movimientos a favor de los estatutos durante la primera
mitad del siglo XIX. Ninguna de estas constituciones cayó espontánea-
mente desde el cielo, ni fue elaborada en los gabinetes de los juristas.
Todas, no sólo las constituciones de los siglos XVIII y XIX, sino también
las del siglo XX, fueron conquistadas con luchas sangrientas por movi-
mientos populares que –sin preocuparse de su naturaleza jurídica– afir-
maban con ella su voluntad constituyente: la constitución italiana, naci-
da de la Resistencia y de la guerra de liberación contra la dictadura fascis-
ta; la ley fundamental alemana, fruto del repudio del nazismo; las consti-
tuciones española y portuguesa, fruto de la ruptura de los regímenes de
Franco y Salazar; la misma Carta de la ONU y la Declaración Universal
de los Derechos Humanos de 1948, nacidas de la ruptura de aquel ancien
régime internacional constituido por la anarquía de las relaciones entre
Estados basada sobre la guerra y sobre la soberanía salvaje. Las constitu-
ciones son siempre el producto de rupturas revolucionarias y de pactos
fundadores o refundadores de la convivencia civil. Y es en esta génesis y
naturaleza donde radica su diferencia con las constituciones de papel,
meras concesiones o simples copias de las europeas, como aquellas con las
que cuentan muchos ordenamientos autoritarios o democracias frágiles.

4. El constitucionalismo del futuro

Si todo esto es cierto, el constitucionalismo no sólo es una conquista y


legado del pasado sino tal vez el legado más importante de nuestro siglo.
Es también, y creo que ante todo, un programa para el futuro, en un
doble sentido. En primer lugar, en el sentido de que los derechos funda-
mentales incorporados por las constituciones deben ser garantizados y
satisfechos concretamente: el garantismo, bajo este aspecto, es la otra cara
del constitucionalismo, dirigida a establecer las técnicas de garantías idó-
neas y a asegurar el máximo grado de efectividad a los derechos constitu-
cionalmente reconocidos. Y también en el sentido de que el paradigma
de la democracia constitucional es todavía un paradigma embrional, que
puede y debe ser extendido en una triple dirección: ante todo, hacia la
garantía de todos los derechos, no sólo de los derechos de libertad sino
también de los derechos sociales; en segundo lugar, frente a todos los

441
Luigi Ferrajoli

poderes, no sólo frente a los poderes públicos sino también frente a los
poderes privados; en tercer lugar a todos los niveles, no sólo en el derecho
estatal sino también en el derecho internacional.
Se trata de tres expansiones, todas igualmente indispensables, del pa-
radigma garantista y constitucional legado de la tradición. Este paradig-
ma, como sabemos, ha nacido en defensa de los derechos de libertad, ha
sido conjugado sólo como sistema de límites a los poderes públicos y no
a los poderes económicos y privados –que la tradición liberal ha confun-
dido con los derechos de libertad– y ha permanecido dentro de los confi-
nes del Estado nación. El futuro del constitucionalismo jurídico, y con él
el de la democracia, sólo quedará garantizado por esta triple articulación
y evolución: hacia un constitucionalismo social, como complemento del
constitucionalismo liberal; hacia un constitucionalismo de derecho pri-
vado, como complemento del constitucionalismo de derecho público;
hacia un constitucionalismo internacional, como complemento del
constitucionalismo estatal.
Creo que tal expansión reside en la lógica misma del constitu-
cionalismo. La historia del constitucionalismo es la de un progresivo
ensanchamiento de la esfera de los derechos: de los derechos de libertad
en las primeras declaraciones de derechos y en las constituciones del
siglo pasado, al derecho de huelga y a los derechos sociales en las
constituciones de este siglo, hasta los nuevos derechos a la paz, al medio
ambiente sano y a la información hoy reivindicados y aún no totalmen-
te constitucionalizados. Una historia no teórica, sino social y política,
dado que ninguno de estos derechos ha caído del cielo, sino que se trata
de conquistas de movimientos revolucionarios: las grandes revoluciones
liberales estadounidense y francesa, los movimientos del siglo XIX por
los estatutos, las luchas obreras del siglo pasado y de este siglo. Puede
decirse que todas las generaciones de derechos equivalen a otras tantas
generaciones de movimientos revolucionarios: liberales, socialistas, fe-
ministas, ecologistas, pacifistas.
Y no sólo eso. Los derechos fundamentales –desde el derecho a la vida,
pasando por los derechos de libertad, hasta los derechos sociales a la sa-
lud, al trabajo, a la educación y a la subsistencia– siempre se han afirma-
do como la ley del más débil, como alternativa a la ley del más fuerte, que
regía y regiría en su ausencia: de quien es más fuerte económicamente
como en el mercado capitalista; de quien es más fuerte militarmente como
en la comunidad internacional.

442
La democracia constitucional

Y aún más. Todo el derecho es la ley del más débil, y como ley del más
débil ha progresado. Es la ley del más débil el derecho penal, que protege
al más débil que es, dependiendo de la circunstancia, la víctima en el
momento del delito, el imputado en el momento del proceso, el detenido
en el momento de la ejecución penal. Es la ley del más débil el derecho
del trabajo, que protege a los trabajadores contra las razones del lucro y
de la empresa. Es la ley del más débil el derecho de familia, que protege a
los hijos o a los padres o a los cónyuges contra los abusos y los incumpli-
mientos de los padres más fuertes. Es la ley del más débil incluso el dere-
cho civil, que protege la propiedad contra la apropiación violenta. Es la
ley del más débil el derecho público, constitucional y administrativo, que
protege a los ciudadanos contra el arbitrio de los poderes públicos. Es la
ley del más débil –hoy mucho más que nunca antes– el derecho interna-
cional, que protege a los individuos de la violencia de sus Estados, a los
Estados más débiles de aquellos más fuertes, a la humanidad entera de la
amenaza de la guerra, de la lógica de otro modo desenfrenada del merca-
do y de los atentados al ambiente.
Pues bien: siempre, en la historia, toda conquista de derechos, todo
progreso de la igualdad y de las garantías de la persona, ha sido determi-
nada por el desvelamiento de una discriminación o de una opresión de
sujetos débiles o distintos, que se tornó en cierto punto intolerable: la
persecución de los herejes y la lucha por la libertad de conciencia al inicio
de la Edad Moderna, más tarde la de los disidentes políticos y las batallas
por la libertad de prensa y de opinión; más tarde la explotación del traba-
jo obrero y las luchas sociales por los derechos del trabajador; más tarde,
aún, la opresión y la discriminación contra las mujeres y las batallas por
su emancipación y liberación. Siempre, en un determinado momento, el
velo de “normalidad” que ocultaba las opresiones de los sujetos débiles ha
sido desgarrado por sus luchas y reivindicaciones.
Hoy el gran desafío que se le plantea a la democracia ante el siglo
próximo es el generado por la desigualdad, creciente y cada vez más into-
lerable, entre países ricos y países pobres; entre nuestras opulentas socie-
dades democráticas y los cuatro quintos del mundo que viven en condi-
ciones de miseria; entre nuestro alto nivel de vida y el de millones de seres
humanos con hambre. Se trata además de una desigualdad agravada, con
la aparente paradoja del reconocimiento y de la garantía de los derechos
en nuestras democracias, cuyo efecto es el de hacer que nuestra cultura
jurídica “superior” –la de nuestros derechos y nuestra democracia– se

443
Luigi Ferrajoli

convierta en un factor ulterior de diferencia entre “nosotros” y los “otros”,


entre incluidos y excluidos de nuestras ricas ciudadanías democráticas, o
–aún peor– de diferenciación racista de los excluidos como inferiores y,
por ello, destinatarios de la exclusión. Y ello porque existe un nexo pro-
fundo entre la idea de democracia en un solo país, o sea sólo en los países
de Occidente –y en consecuencia de la desigualdad en los derechos– y el
racismo. Como la paridad de derechos genera un sentido de la igualdad y
con él la tolerancia y el respeto del otro como igual, del mismo modo la
desigualdad de derechos, sobre todo en sociedades fundadas sobre la igual-
dad interna, genera la imagen del otro como desigual, es decir como infe-
rior antropológicamente en cuanto inferior jurídicamente.
Es entonces un nuevo y gran salto –que todavía falta cumplir– el anun-
ciado y prometido por la Carta de la ONU y por los tratados internacio-
nales de derechos humanos, tanto los referidos a derechos de libertad
como aquellos que estipulan derechos económicos, sociales y culturales.
Un salto del que depende no sólo el futuro de la convivencia mundial,
sino también la credibilidad de nuestras mismas democracias nacionales.
Creo justamente que hoy no puede hablarse decentemente de democra-
cia, de igualdad, de garantías y de universalidad de los derechos huma-
nos, si no tomamos finalmente “en serio” –según la feliz expresión de
Ronald Dworkin– la Declaración Universal de Derechos Humanos de la
ONU de 1948 y los Pactos Internacionales de Derechos Humanos de
1966; si continuamos encerrándonos en los confines estatales de nuestras
democracias, extendidos tal vez a los de la “fortaleza Europa”; si seguimos
disociando derechos humanos y derechos del ciudadano, preocupándo-
nos sólo de éstos y no de aquéllos. Después de la caída de los muros y del
fin de los bloques, no existen más pretextos para que la democracia
–cuyos triunfos celebramos– no se torne finalmente una realidad. Tornar
real la democracia en su dimensión transnacional, tomar en serio los dere-
chos humanos solemnemente proclamados en nuestras constituciones y
en las declaraciones internacionales, significa esencialmente dos cosas.
Significa ante todo reconocer el carácter supraestatal de los derechos
fundamentales y en consecuencia desarrollar, en sede internacional, ga-
rantías idóneas para tutelarlos y satisfacerlos aún contra o sin sus Estados:
1) la concreta institución de la Corte Penal Internacional para crímenes
contra la humanidad, cuyo estatuto ha sido aprobado en Roma en julio
de 1998; 2) la imposición de un sistema de obligaciones internacionales
para la protección de los derechos sociales, aún en los países más pobres;

444
La democracia constitucional

3) el progresivo desarme de los Estados miembro de la ONU y en general


la calificación de todas las armas como bienes ilícitos, a través de la
prohibición de su producción y tenencia, y simultáneamente la instaura-
ción del monopolio de la fuerza legal en cabeza de organismos internacio-
nales democráticamente representativos.
En segundo lugar, tomar en serio los derechos fundamentales significa
hoy tener el coraje de desvincularlos de la noción de ciudadanía: tomar
conciencia de que la ciudadanía de nuestros países ricos representa el
último privilegio de status, la última rémora premoderna de las diferen-
ciaciones personales, el último factor de exclusión y de discriminación
–en lugar de ser factor de inclusión e igualación, como lo fue en el origen
del Estado moderno–, la última contradicción irresuelta con la universa-
lidad de los derechos humanos proclamada en las constituciones estatales
y en las convenciones internacionales. Y desvincular los derechos huma-
nos de la ciudadanía significa no sólo reconocer su carácter supraestatal y
protegerlos no solamente dentro sino también fuera y contra los Estados.
Significa también poner fin a ese gran apartheid que excluye de su goce a
la gran mayoría de la humanidad y condena al hambre a más de mil
millones de seres humanos. Significa, en concreto, transformar en dere-
chos de la persona a los únicos dos derechos de libertad reservados a los
ciudadanos: el derecho de residencia y el derecho de circulación en nues-
tros países privilegiados.
Es cierto que la efectiva universalización de tales derechos, comenzan-
do por la libertad de residencia y circulación, crearía enormes problemas
para nuestros países, hoy asediados por la presión de la inmigración de
todo el resto del mundo; y que el problema de la pobreza de los países
subdesarrollados del sur del mundo se soluciona no tanto abriendo las
fronteras, sino resolviendo en esos países el problema del desarrollo. Pero
también es cierto que Occidente no afrontará jamás seriamente estos pro-
blemas si no los siente como propios. Y no los sentirá jamás como propios
si no se siente amenazado directamente por la presión demográfica que
proviene de esos países, y forzado a enfrentar, después de haber invadido
primero con la voracidad de su rapiña y luego con sus promesas el mundo
entero, la irrupción de las poblaciones hambrientas que hoy se agolpan
en sus fronteras. Los derechos fundamentales, como enseña la experien-
cia, jamás caen de lo alto, sino que se consagran sólo cuando la presión de
quien está excluido sobre las puertas de quien está incluido se hace irresis-
tible. Esto significa admitir, realistamente, que no existe, a largo plazo,

445
Luigi Ferrajoli

otra alternativa a las guerras y al terrorismo que no sea la efectiva universa-


lización de los derechos fundamentales, de modo que jamás fue más actual
e ineludible el nexo entre derechos fundamentales y paz consagrado en el
preámbulo de la Declaración Universal de 1948, y que en consecuencia la
presión de los excluidos sobre nuestro mundo privilegiado no adoptará la
forma de una violencia incontrolada sólo si nos vemos constreñidos a remo-
ver justamente las causas de la insostenibilidad de la ciudadanía en tanto
que status privilegiado y a garantizar, tarde o temprano, a todos los mismos
derechos, incluso las libertades de residencia y circulación.
Por una paradoja de la historia, estos mismos derechos –el de residen-
cia y de circulación– fueron proclamados como universales justamente en
el origen de la edad moderna, de nuestra propia cultura occidental. En
1539, en sus Relectiones de Indis recenter inventis, desarrolladas en la Uni-
versidad de Salamanca, Francisco de Vitoria formuló la primera doctrina
orgánica de los derechos naturales, proclamando como derechos univer-
sales de todos los hombres y de todos los pueblos el “ius communicationis”,
el “ius migrandi”, el “ius peregrinandi in illas provincias et illic degendi”, e
incluso el de “accipere domicilium in aliqua civitate illorum”.
En ese entonces, cuando los hombres eran concretamente desiguales y
asimétricos, siendo impensable la migración de los indígenas hacia Euro-
pa, la afirmación de aquellos derechos ofreció a Occidente la legitimación
jurídica de la ocupación del Nuevo Mundo y posteriormente, durante
cinco siglos, de la colonización y de la explotación del planeta entero,
primero en nombre de la “misión de evangelización” y después de la “mi-
sión de civilización”. Hoy, cuando la situación se ha invertido –son los
pueblos del tercer mundo los empujados por el hambre hacia nuestros
opulentos países– la reciprocidad y la universalidad de esos derechos es
negada. Estos derechos han sido transformados en “derechos de ciudada-
nía” –exclusivos y privilegiados, ya que están reservados sólo a los ciuda-
danos– y ni siquiera se ha tratado de tomarlos en serio y de pagar su
costo. Por ello, sobre su efectiva universalización se juega en el futuro
próximo la credibilidad de los “valores de occidente”: de la igualdad, de
los derechos de la persona, de la propia ciudadanía.
Ciertamente, tal perspectiva de universalización puede hoy parecer poco
realista y tener el sabor de una utopía jurídica. Pero la historia del dere-
cho es también una historia de utopías bien o mal realizadas. No menos
irreales ni menos ambiciosas debieron parecer, por ejemplo, hace dos si-
glos, los desafíos a las desigualdades del ancien régime lanzadas por las

446
La democracia constitucional

primeras Declaraciones de Derechos y la utopía que entonces animó al


iluminismo jurídico y, sucesivamente, la historia entera del
constitucionalismo y de la democracia. De modo que ésta es hoy, después
de la caída de los muros y del fin de los bloques, la cuestión más impor-
tante que se le plantea a toda teoría de la democracia que pretenda ser
consecuente con una teoría de los derechos fundamentales: constituir un
“mundo de derecho” que niegue finalmente la ciudadanía, reconociendo
a todos los hombres y las mujeres del mundo, simplemente en cuanto
personas, los mismos derechos fundamentales.
Por otro lado, si queremos asumir un punto de vista “realista”, creo que
debemos distinguir entre realismo a corto plazo y realismo a largo plazo.
Creo que la hipótesis menos realista es la de creer que la realidad puede
permanecer tal como está: que podamos mantener nuestra “fortaleza Eu-
ropa” y continuar basando nuestras ricas democracias y nuestro nivel de
vida acomodadado y despreocupado sobre el hambre y la miseria del res-
to del mundo. Todo esto no puede durar. La presión de los excluidos,
como se ha dicho, en un cierto momento resulta irresistible. Y sería segu-
ramente una señal de realismo que tomáramos por primera vez el derecho
internacional en serio para no vernos arrollados por un futuro de guerras
y violencia.
Y ello porque –podemos afirmarlo “realistamente”– no existen alterna-
tivas realistas frente al derecho y a su normatividad. También ésta es una
de las duras lecciones de la historia, que nos ha enseñado que tal vez la
razón del fracaso de aquella gran esperanza de nuestro siglo constituida
por el comunismo ha sido la ausencia de toda teoría del derecho y del
Estado, y el total y ostentoso desprecio por la legalidad y el Estado de
derecho. Por lo demás –y nuevamente la historia de la Edad Moderna nos
lo recuerda–, el derecho y la democracia son construcciones humanas:
dependen de la política y de la cultura, de la fuerza de los movimientos
sociales y del empeño de cada uno de nosotros. Y por su presente y su
futuro todos nosotros tenemos parte de responsabilidad.

447
El Estado y el derecho en la transición
posmoderna: por un nuevo sentido común
sobre el poder y el derecho ∗
Boaventura de Sousa Santos

I. Las dicotomías de la modernidad


y su relativización

I. 1 Lo formal y lo informal

El proyecto de la modernidad es fértil en dicotomías, lo que en última


instancia debe atribuirse al modelo de racionalidad cartesiana que le
subyace. Este modelo no es monolítico, pero en cualquiera de las lógicas
de racionalidad en que se desdobla están presentes, como principios orga-
nizadores, polarizaciones dicotómicas. En la racionalidad instrumental-
cognitiva, las dicotomías sujeto/objeto y cultura/naturaleza; en la racio-
nalidad estético/expresiva, las dicotomías arte/vida y estilo/función; en la
racionalidad moral-práctica, las dicotomías sociedad/individuo y públi-
co/privado. La dicotomía formal/informal –o sea, la distinción polar en-
tre construcción conceptual autorreferenciable y contenido empírico des-
organizado– subyace a todas estas dicotomías y está presente en ellas de
varios modos.
Esta característica del proyecto de la modernidad coexiste con otra, la
ausencia o extrema deficiencia de mediaciones entre las dicotomías. Esto
mismo es señalado por Umberto Cerroni (1986), al referirse, desde otra
perspectiva, a la dicotomía formal/informal.
Estas dos características son interactivas: el déficit de la capacidad de
mediación exacerba la polarización de las dicotomías e, inversamente, esta

* Traducción de Diego J. Duquelsky Gómez.

449
Boaventura de Sousa Santos

última agrava el primero. El efecto conjunto de estos dos procesos ha sido


la recurrente oscilación entre los polos de las dicotomías y, consecuente-
mente, la vigencia exagerada de uno u otro polo. En diferentes momentos
o en sectores diversos de la vida social, se atribuye total precedencia, bien
a uno de los polos, bien al otro: al subjetivismo o al objetivismo, al
esteticismo o al vitalismo, al colectivismo o al individuo, o incluso, en la
base de todas estas vigencias exageradas, al formalismo o al informalismo.
La prioridad total dada en un cierto momento a uno de los polos,
suscita una reacción que contribuye, por sí misma, para que en el mo-
mento siguiente la prioridad se dé en el polo opuesto. Dado que el movi-
miento y la temporalidad de la oscilación se inscriben en la estructura y
en las prácticas de cada sector de la vida social, del derecho y el arte, tanto
como de la economía, la política y la religión, las prioridades polares de
un cierto momento permanecen residualmente en las que les siguen. Por
eso, el individualismo pre-colectivista será diferente del individualismo
pos-colectivista, tal como el esteticismo pre-funcionalista será diferente al
esteticismo pos-funcionalista, tal como, en suma, el informalismo pre-
formalista será diferente del informalismo pos-formalista.
Esta doble característica del proyecto de la modernidad –la polariza-
ción dicotómica combinada con el déficit de mediación– se profundizó
en nuestro siglo. Para limitarnos al dominio de la racionalidad moral-
práctica del derecho y de la política, podemos decir que nuestro siglo
nació en plena reacción al formalismo del derecho napoleónico y de la
teoría política liberal. La reacción asume dos formas: una, radicalmente
anti-formalista, la revolución; y otra, moderadamente anti-formalista, el
reformismo.
Después de dos décadas tumultuosas, la reforma terminó transformán-
dose en el modelo hegemónico de transformación social en los países ca-
pitalistas centrales y la forma política en que se cristalizó fue el Estado de
Bienestar. La precedencia dada al reformismo fue acentuando los rasgos
formalistas de éste. En primer lugar, porque la reglamentación extensiva e
intensiva de las relaciones sociales se hizo en el marco del derecho estatal
formal; en segundo lugar porque, paralelamente a esa reglamentación en
permanente crecimiento, el Estado expandió enormemente su aparato
burocrático, dominado él mismo por procesos formales de decisión; en
tercer lugar porque las teorías dominantes de representación política con-
virtieron a los partidos y en alguna medida también a los sindicatos en
organizaciones formales y exclusivas de los intereses sectoriales, rechazando

450
El Estado y el derecho en la transición posmoderna...

todas las alternativas informales de manifestación de intereses, tal como la


democracia directa o de base o los derechos no estatales. Esta formaliza-
ción jurídico-política de la vida social –bien representada en la teoría de
la burocracia y la racionalidad jurídico-formal de Weber, en el formalis-
mo kelseniano y en la legitimación por la reducción procedimental de la
complejidad de Luhmann– tuvo su correlato, en el dominio estético, en
el canon modernista –del que la arquitectura de Le Corbusier es un buen
ejemplo–, en las epistemologías positivistas, en la microética individua-
lista, en la creciente colonización de la sociedad civil por el Estado en
cuanto versión reformista del colectivismo y del estatismo.1
El formalismo reformista nunca dejó de ser contestado, ya sea por el
informalismo socialista revolucionario, sobre todo en los países periféri-
cos, como por el informalismo fascista de la política concebida como fuer-
za en una relación dicotómica amigo/enemigo. Pero, a pesar de eso, su
precedencia se mantuvo intacta hasta mediados de la década del 60 en los
países capitalistas centrales. A su vigencia corresponde el período del ca-
pitalismo que, en la línea de Hilferding (1981) y Offe (1985), llamamos
capitalismo organizado. Con todo, a partir de fines de la década del 60, se
acumulan signos de crisis del formalismo reformista, una crisis que con el
tiempo se ha ido profundizando, de tal modo que podemos caracterizar el
tiempo presente como de un nuevo movimiento de péndulo, esta vez en
sentido del informalismo, un movimiento que parece ser también del
estatismo al civilismo, del colectivismo hacia el individualismo, de lo
público a lo privado, de la estética modernista a la estética posmodernis-
ta, de la totalidad estructuralista a la deconstrucción pos-estructuralista.
Este período que, en la secuencia del anterior, podemos designar como
período del capitalismo desorganizado, se define en el plano político, en
los países capitalistas centrales, por la crisis del Estado de Bienestar (y,
por lo tanto, de las ramas del derecho que sustentaban la regulación so-
cial, derecho social y derecho del trabajo) y por la crisis de las formas de
representación política que aseguraban su reproducción, es decir, la de-
mocracia representativa, los partidos y los sindicatos.
En el dominio de la sociología del derecho, los dos fenómenos más
importantes de oscilación anti-formalista son la desregulación y la

1. Un análisis del proyecto de la modernidad y su crisis, con especial incidencia en el derecho


y la política, puede leerse en Santos (1987-1988).

451
Boaventura de Sousa Santos

informalización de la justicia. La primera cuestiona directamente al Esta-


do de Bienestar, mientras que la segunda cuestiona la forma jurídica y
judicial en que éste se apoyó. El movimiento de informalización de la
justicia, bajo designaciones varias (justicia informal, justicia comunita-
ria), tuvo un impacto muy importante en la sociología del derecho y sus
repercusiones continúan hoy a medida que los países periféricos y semi-
periféricos van adoptando el mismo tipo de reformas. En el plano de la
transformación práctica de la administración de justicia estas reformas
consisten en la creación de mecanismos de procesamiento y resolución de
litigio con las siguientes características:
1) Énfasis en resultados mutuamente acordados, en lugar de estricta obe-
diencia normativa.
2) Preferencia por decisiones obtenidas por mediación o conciliación, en
lugar de decisiones obtenidas por adjudicación (vencedor/vencido).
3) Reconocimiento de competencia de las partes para proteger sus pro-
pios intereses y conducir su propia defensa en un contexto institucio-
nal desprofesionalizado a través de un proceso conducido en lenguaje
común.
4) Elección como tercera parte de un no-jurista (aunque con alguna expe-
riencia jurídica), elegido por la comunidad o grupo cuyos litigios pre-
tende resolverse.
5) Diminuto o casi nulo poder de coerción que la institución puede mo-
vilizar en su propio nombre (Santos, 1982).

Estos mecanismos informales tendieron a concentrarse en la resolución


de litigios de poca monta, considerados individualmente, pero muy recu-
rrentes y por lo tanto susceptibles de producir una sobrecarga exagerada
de los tribunales. Se trataba de pequeños litigios entre vecinos, pero tam-
bién de litigios propios de los derechos sociales conquistados en la década
anterior, litigios en el dominio del derecho de los arrendamientos urba-
nos, derecho del consumidor, del trabajo y de la seguridad social. En
estas reformas, tal como en el movimiento de deslegalización y
desregulación en general, era posible detectar la oscilación del péndulo
en dirección a la sociedad civil, en la medida en que los mecanismos
informales, o no eran estatales, o en ellos la presencia del Estado era, en
apariencia al menos, más o menos remota.
En el plano científico, las reformas, o las meras propuestas de reforma
en el sentido de la informalización, debieron mucho a la sociología del

452
El Estado y el derecho en la transición posmoderna...

derecho emergente y tuvieron, a su vez, un impacto decisivo en ella. La


crisis cada vez más perceptible de la forma jurídica y judicial del Estado
de Bienestar creó las condiciones para un cuestionamiento más profundo
del derecho estatal. De hecho, un cuestionamiento doble, que condujo a
una doble relativización del derecho estatal. En primer término, la socio-
logía del derecho comenzó por cuestionar el monopolio de la producción
estatal de derecho, admitiendo la existencia, en las sociedades complejas
y no sólo en las sociedades llamadas primitivas, de una pluralidad de
órdenes jurídicos en un mismo espacio político, en las fábricas, en la
familia, en las escuelas, en los barrios marginales, al interior de comuni-
dades más o menos segregadas, etc. Yo mismo hice mi primer trabajo de
campo en las favelas de Río de Janeiro, procurando identificar y caracteri-
zar el derecho interno, no oficial, que centrado en la Asociación de Mora-
dores, regulaba sectores importantes de la vida de los habitantes del ba-
rrio, al margen de la regulación jurídica oficial que allí no penetraba (San-
tos, 1977). Este tipo de investigaciones tenía una inspiración remota en
la tradición romántica anti-formalista de fines del siglo XIX, principios
del siglo XX (derecho vivo de Eugen Ehrlich; escuela del derecho libre) y
una inspiración mucho más próxima a la antropología jurídica anglosajona.
Pero se distinguía de la primera por tener una fundamentación empírica
que se pretendía sólida, y de ambas, por tener un sentido epistemológico
crítico, progresista. Se trataba de denunciar el ocultamiento (o supresión)
de otras juridicidades existentes en la sociedad, llevada a cabo por el Esta-
do capitalista como estrategia de dominación.
Pero el cuestionamiento o la relativización del derecho estatal tuvo una
segunda dimensión. El estudio de otras formas de juridicidad permitió
compararlas con el derecho formal estatal, y reconstruir sus características
desde un cuadro sociológico dinámico. Retomando el ejemplo de mi in-
vestigación, procedí a una comparación entre el derecho oficial brasileño,
de corte europeo continental, y el derecho de las favelas, y verifiqué que el
discurso jurídico de éste ultimo tenía un contenido retórico mucho más
amplio que el discurso jurídico del derecho oficial, al mismo tiempo que
las formas de institucionalización burocrática de la función jurídica eran
apenas embrionarias y que los medios de coerción en el ejercicio de esta
última eran extremadamente débiles. Generalizando a partir de esta veri-
ficación, propuse, como hipótesis de trabajo, la siguiente correlación: la
amplitud del espacio retórico del discurso jurídico varía en relación inversa
al nivel de institucionalización de la función jurídica y del poder de los

453
Boaventura de Sousa Santos

instrumentos de coerción al servicio de la producción jurídica (Santos,


1980). Esta hipótesis de trabajo me condujo a considerar la retórica, la
burocracia y la violencia como los tres elementos estructurales del derecho
(oficial o no) de la modernidad. En estos términos, el tipo específico de
formalismo del derecho estatal moderno reside en el hecho de que la
burocracia y la violencia han variado hasta ahora en el mismo sentido y
en sentido inverso a la retórica. El formalismo es así producto del creci-
miento conjunto de la burocracia y la violencia y de la correspondiente
atrofia de la retórica. Consecuentemente, cualquier movimiento anti-
formalista significará siempre el decrecimiento de la burocracia pero, en
principio, tanto puede acarrear el refuerzo de la retórica como el de la
violencia. Siendo así, debemos precavernos contra apreciaciones
apriorísticas del informalismo, toda vez que su significado social y político
es, en principio, ambiguo.

I. 2 La relativización de las dicotomías

A unos años de distancia de las primeras manifestaciones de la oscila-


ción en sentido del informalismo y con el beneficio de la experiencia
social y política desarrollada entretanto bajo su signo, es posible ir más
allá de las conclusiones de los estudios antes referidos. Sostendré en esta
sección que la recurrencia del movimiento de oscilación entre polos
dicotómicos terminó por transformar internamente las dicotomías. En
vez de mediación, de la que el proyecto de la modernidad siempre se
mostró carente, se ha ido operando una progresiva aproximación de los
polos de las dicotomías a tal punto que cada uno de ellos tiende a trans-
formarse en el “doble” del polo al que se opone. De este modo, las
dicotomías que subyacen al proyecto de la modernidad tienden a colapsar
y los movimientos de oscilación entre sus polos son más aparentes que
reales. Siendo así, estamos ante una situación nueva que, a falta de mejor
nombre, puede designarse como transición pos-moderna. En tal situa-
ción incumbe a la sociología en general, por un lado, identificar analítica-
mente el proceso de colapso de las dicotomías y, por otro, proponer nue-
vos paradigmas conceptuales que permitan captar, en sus propios térmi-
nos, la novedad de la situación en que vivimos.
Comenzaré por referirme brevemente a algunos de los signos más con-
cluyentes del proceso de colapso de las dicotomías de la modernidad. En

454
El Estado y el derecho en la transición posmoderna...

orden decreciente de generalidad, invocaré, en el plano epistemológico, la


dicotomía naturaleza-sociedad, en el plano de la teoría y la sociología polí-
tica, la dicotomía Estado-sociedad civil, y, en el plano más específico de la
sociología del derecho, la dicotomía justicia formal-justicia comunitaria.

Naturaleza-sociedad

De la filosofía griega al pensamiento medieval, la naturaleza y el hombre


se pertenecen mutuamente en cuanto especificaciones del mismo acto de
creación. La ciencia moderna rompe con esta complicidad, una ruptura
ontológica y epistemológica que deshumaniza a la naturaleza en el mismo
proceso en que desnaturaliza al hombre. Al transformar la naturaleza en
objeto pasivo de un poder arbitrario, ética y políticamente neutro, la cien-
cia moderna construyó sobre ella un edificio intelectual sin precedentes en
la historia de la humanidad. Este edificio, como cualquier otro, tuvo un fin
práctico que fue el de crear un conocimiento capaz de instrumentalizar y
controlar la naturaleza por vía de transformaciones técnicas.
Este proceso, que en el plano ontológico y epistemológico fue de rup-
tura y polarización dicotómica, fue, en el plano sociológico y cultural, un
proceso de aproximación y de confluencia. En primer lugar, el hombre
desnaturalizado que emerge de la deshumanización de la naturaleza no es
un hombre cualquiera, una entidad abstracta, aunque así haya sido con-
cebido por la filosofía política emergente. En términos sociológicos, ese
hombre es la burguesía, la clase revolucionaria, que transporta en sí el
espíritu del capitalismo y que va a utilizar la relación de explotación de la
naturaleza para producir un desarrollo sin precedentes de las fuerzas pro-
ductivas. De ahí que la relación de explotación de la naturaleza sea la otra
cara de la relación de explotación del hombre por el hombre. La concep-
ción moderna de la naturaleza es, de este modo, un expediente de media-
ción de relaciones sociales, un expediente oculto que usa la naturaleza
para ocultar la naturaleza de las relaciones sociales.
En segundo lugar, el proceso de confluencia entre el hombre y la naturaleza
está inscripto en la propia transformación tecnológica de la naturaleza. La ciencia
moderna busca someter a la naturaleza “virgen” o “intocada” y, al hacerlo, la
desnaturaliza y la socializa. En estas condiciones la separación de la naturaleza
en relación con el hombre, en cuanto objeto de conocimiento, es condición de
su reintegración en el hombre, en cuanto objetivo del conocimiento.

455
Boaventura de Sousa Santos

Esta reintegración acontece hoy, a fines del siglo XX, de una manera
dramática, con la conciencia cada vez más generalizada del peligro de la
catástrofe ecológica. Tal peligro deja entrever que la naturaleza es la se-
gunda naturaleza de la sociedad, una sociedad de segundo grado, el doble
de la sociedad. De esta manera, la dicotomía naturaleza-sociedad es defi-
nitivamente encauzada y el hecho de que la ciencia moderna se funde en
ella explica, en última instancia, la crisis definitiva en que se encuentra
sumergida. La transición hacia una ciencia posmoderna parte del campo
de posibilidades abierto por esta crisis (Santos, 1989).

Estado-sociedad civil

Se ha afirmado que el dualismo Estado/sociedad civil es el más impor-


tante dualismo del pensamiento occidental moderno (Gamble, 1982:
45). En esta concepción, el Estado es una realidad construida, una crea-
ción artificial y moderna cuando se la compara con la sociedad civil. En
nuestro siglo, nadie mejor que Hayek expresó esta idea: “Las sociedades se
forman, pero los estados son construidos” (1979: 140). La modernidad
del Estado constitucional del siglo XIX se caracteriza por su organización
formal, unidad interna y soberanía absoluta en un sistema de estado y,
principalmente, por su sistema jurídico unificado y centralizado, conver-
tido en lenguaje universal por medio del cual el Estado se comunica con
la sociedad civil. Ésta, al contrario del Estado, es concebida como el do-
minio de la vida económica, de las relaciones sociales espontáneas orien-
tadas por los intereses privados y particulares.
Pese a todo, el dualismo Estado/sociedad civil nunca fue inequívoco y,
de hecho, se mostró, desde un comienzo, pleno de contradicciones y su-
jeto a crisis constantes.2 Para comenzar, el principio de separación entre
Estado y sociedad civil engloba la idea de un Estado mínimo y de un
Estado máximo, y la acción estatal es simultáneamente considerada como
un enemigo potencial de la libertad individual y como la condición para
su ejercicio. El Estado, en cuanto realidad construida, es la condición
necesaria de la realidad espontánea de la sociedad civil. El pensamiento

2. Desarrollo con más detalle en otro lugar el análisis crítico de la distinción Estado-Sociedad
Civil (Santos, 1985).

456
El Estado y el derecho en la transición posmoderna...

del S. XVIII está totalmente imbuido de esta contradicción, dado que, al


liberar la actividad económica de las reglas corporativas del ancien régime,
no presupone, en modo alguno, que la economía pueda prescindir de una
acción estatal esclarecida.
Esto es particularmente evidente en Adam Smith, para quien la idea
de que el comercio genera libertad y civilización, va de la mano con la
defensa de las instituciones políticas que garanticen un comercio libre y
civilizado. Al Estado le cabe un papel mucho más activo y, de hecho,
crucial, en la creación de condiciones institucionales y jurídicas para la
expansión del mercado. Como bien afirma Billet, del primer al último
capítulo de An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations,
“quedamos impresionados con la idea, fundamental en el pensamiento de
Adam Smith, de que la naturaleza de las instituciones y las prácticas po-
líticas de una nación afectan decisivamente a su capacidad para un desa-
rrollo económico firme” (Billet, 1975: 430). Comparando Portugal y
España con Gran Bretaña, Adam Smith considera el carácter despótico de
los dos primeros estados, los “gobiernos violentos y arbitrarios”, como
responsables por el estancamiento económico y la relativa pobreza: “La
industria no es allí ni libre, ni defendida, y los gobiernos civiles y eclesiás-
ticos de España y Portugal son de tal orden que por sí solos bastarían para
perpetuar su estado actual de pobreza” (1937: 509).
Más impresionante aún es que, para Adam Smith, el despotismo tanto
puede ser resultado de un gobierno arbitrario, que gobierne por la fuerza,
sin restricciones institucionales o legales, como resultado de un gobierno
débil, una autoridad inestable, incapaz de mantener el orden y la ley y de
desempeñar las funciones reguladoras exigidas por la economía (Billet,
1975: 439; Viner, 1927: 218).
La idea de separación entre lo económico y lo político basada en la
distinción Estado/sociedad civil y expresada en el principio del laissez
faire parece estar herida de dos contradicciones insolubles. La primera es
que, dado el carácter particular de los intereses en la sociedad civil, el
principio del laissez faire no puede ser igualmente válido para todos los
intereses. Su coherencia interna se basa en una jerarquía de intereses pre-
viamente aceptada, cándidamente expresada en la máxima de John Stuart
Mill: “cualquier desvío del laissez faire, a menos que dictado por un gran
bien, es un mal indudable” (1921: 950). La discusión del principio se
hizo siempre a la sombra de la discusión de los intereses a los que el
principio se aplicaba. Así, la misma medida jurídica puede ser objeto de

457
Boaventura de Sousa Santos

interpretaciones opuestas, aunque igualmente coherentes. Un ejemplo de


esto fue el caso de la legislación de 1825-65 sobre las sociedades por
acciones, considerada por unos como un buen ejemplo de laissez faire,
por eliminar las restricciones a la movilidad del capital, y por otros, como
una nítida violación de ese mismo laissez faire, por conceder a las socieda-
des comerciales privilegios que eran negados a los empresarios individua-
les (A. J. Taylor, 1972: 12). Esto explica que la Inglaterra victoriana fuese
considerada por unos como la edad del laissez faire y, por otros, el em-
brión del Welfare State.
La segunda contradicción se refiere a los mecanismos que activan so-
cialmente el principio del laissez faire. El siglo XIX inglés testimonió no
sólo un incremento de la legislación sobre políticas económica y social,
sino también la aparición de una amalgama de nuevas instituciones esta-
tales, como la Factory Inspectorate, el Poor Law Board, el General Board of
Health, etc. Es interesante notar que algunas de esas instituciones estaban
destinadas a aplicar políticas de laissez faire. Como subrayó Dicey, “since-
ros adeptos del laissez faire aceptaban que, para atender a sus fines, el
perfeccionamiento y fortalecimiento de los mecanismos gubernamentales
era una necesidad absoluta” (1984: 306). Esto significa que las políticas
de laissez faire fueran aplicadas, en gran medida, a través de una activa
intervención estatal. En otras palabras, el Estado tuvo que intervenir para
no intervenir.
Esto muestra que la dicotomía Estado-sociedad civil estuvo desde sus
orígenes atravesada por profundas contradicciones a las que no es extraño,
tampoco, el hecho de que bajo la misma designación de “sociedad civil”
se hubieran acumulado diferentes concepciones de la dicotomía, como
bien destaca Salvador Giner al distinguir cuatro concepciones diferentes:
la liberal clásica, la hegeliana, la marxista clásica y la neo-marxista (Giner,
1985: 247).
A pesar de estas contradicciones es, no obstante, innegable, que la di-
cotomía Estado-sociedad civil tradujo con cierta fidelidad aspectos cen-
trales de la práctica social y política de los países capitalistas centrales en
el siglo XIX y principios de nuestro siglo. Aun así, las transformaciones
operadas en estas sociedades desde entonces han venido a profundizar las
contradicciones de la dicotomía, a tal punto que para algunos ésta está
hoy definitivamente puesta en duda. Existe un cierto consenso sobre el
sentido general de esas transformaciones. Las divergencias giran en torno
a las implicancias analíticas y a las apreciaciones políticas que suscitan.

458
El Estado y el derecho en la transición posmoderna...

Giner, por ejemplo, identifica cuatro de las transformaciones que, en for-


ma conjunta, han puesto en peligro a la sociedad civil: la corporativización,
la expansión del Estado, la congestión jurídica y la tecno-estructura (Giner
1985: 259). Argumenta, en tanto, que más allá de que la sociedad civil
corra el riesgo de ser redefinida en términos que le quiten corresponden-
cia social estructural y la reduzcan a la esfera jurídica, cultural e ideológi-
ca, la dicotomía Estado-sociedad civil continuará resistiendo, sin vislum-
brarse ninguna alternativa conceptual. Por lo demás, tal posibilidad no es
ni siquiera deseable, al menos, en la medida en que continúen siendo
políticamente recomendables las dimensiones fundamentales de la socie-
dad civil, es decir, el individualismo, la privacidad, el mercado, el plura-
lismo y el clasismo.
A mi entender, aun cuando deban defenderse todas estas dimensiones
sociales (o algunas de ellas), éstas no pueden ser eficazmente defendidas
en el marco de la dicotomía Estado-sociedad civil. Las transformaciones
por las que recientemente pasaran las sociedades capitalistas aproximaron
e interpenetraron de tal manera al Estado y la sociedad civil, que cada una
de ellas se está aproximando progresivamente a su “doble”. El período
que terminó a fines de la década del 60 fue inequívocamente un período
de expansión del Estado a lo largo del cual éste fue adquiriendo una
centralidad en la regulación social sin precedentes en la época moderna.
Es, pues, fácil argumentar que, en las dos últimas décadas, el péndulo
ha vuelto a oscilar en dirección a la sociedad civil, dando lugar a la
reemergencia de ésta y a la consecuente retracción del Estado. Pienso, sin
embargo, que el argumento es demasiado sencillo. En primer término, el
hecho de que los presupuestos del Estado hayan seguido aumentando
globalmente y que la legislación reguladora, lejos de disminuir, haya con-
tinuado acumulándose, debe llevar a preguntarnos si en vez de retracción
no se trata de una nueva forma de expansión del Estado, distinta de la
expansión del Estado de Bienestar, pero probablemente no menos inter-
ventora y reguladora. En segundo lugar, un análisis detallado de las situa-
ciones de regulación social que el Estado viene, aparentemente, devol-
viendo a la sociedad civil nos revela no sólo que el Estado permanece
presente y actuante más allá del acto de devolución, sino también que las
nuevas situaciones de regulación social, a pesar de ser formalmente no
estatales (o sea a pesar de ser privadas) asumen prerrogativas y cualidades
hasta ahora asociadas al Estado. Las nuevas funciones atribuidas a entida-
des privadas, sean ellas compañías de seguros, empresas de seguridad,

459
Boaventura de Sousa Santos

escuelas, hospitales y prisiones privadas, asociaciones de agricultores y


cualquier otra organización corporativa, hacen que éstas ejerzan, por dele-
gación, auténticos poderes del Estado, transformándolas en entidades para-
estatales, o micro-Estados.
En estas condiciones la distinción entre Estado y no-Estado, se torna
cada vez más problemática, tal como se vuelve cada vez más difícil de-
terminar dónde acaba el Estado y comienza la sociedad civil. Lo que en
apariencia es un proceso de retracción del Estado, puede ser, en realidad,
un proceso de expansión del Estado. Sólo que, en vez de expandirse a
través de sus aparatos burocráticos formales, lo hace bajo la forma de
sociedad civil.
En un estudio realizado recientemente sobre el siempre accidentado
proceso de construcción de un Estado de Bienestar en Portugal, teniendo
como objeto central de investigación las políticas de salud, llegué a la
conclusión de que el Estado portugués ha usado su capacidad reguladora
y productiva para crear espacios de actividad económica y social privada,
promoviendo el asociativismo corporativo, asociando el capital privado
al sector público de manera de drenar hacia aquél las actividades de
salud más lucrativas, garantizando mercados para el capital privado,
transfiriendo tareas de control y supervisión de entidades privadas, etc.
(Santos, 1987). Por esas y otras vías, el Estado crea, por su intervención,
espacios de sociedad civil, invirtiendo así la concepción liberal clásica
en el sentido de que es la sociedad civil la que crea el Estado. Doy el
nombre de sociedad civil secundaria a este proceso de creación estatal de
la sociedad civil precisamente para señalar la inversión que en él se da de
la dicotomía clásica.
Como se verá seguidamente, las reformas de informalización de la
justicia en los países capitalistas centrales configuran también en gran
medida una situación de sociedad civil secundaria, en la medida en que
el Estado, al informalizar la Justicia, intenta cooptar el poder coercitivo
producido en el desarrollo de las “relaciones sociales continuadas”, arti-
culando explícitamente el poder estatal con el poder emergente de las
relaciones sociales, que hasta ahora fue mantenido fuera de su alcance.
En la medida en que el Estado consigue, por esta vía, controlar acciones
y relaciones sociales difícilmente regulables por procesos jurídicos for-
males e integrar todo el universo social de los litigios que discurren por
dichas acciones y relaciones en el procesamiento informal, el Estado está,
de hecho, expandiéndose. Y se expande a través de un proceso que en la

460
El Estado y el derecho en la transición posmoderna...

superficie de la estructura social surge como un proceso de retracción. Lo


que parece ser deslegalización es en verdad relegalización. En otras palabras,
el Estado está expandiéndose bajo la forma de sociedad civil. Y porque el
Estado se expande en forma de sociedad civil, el control social puede ser
ejercido bajo la forma de participación social; la violencia, bajo la forma de
consenso; la dominación de clase, bajo la forma de la acción comunitaria.
En suma, el poder del Estado se expande a través de un “gobierno indirecto”,
una forma política semejante al indirect rule que el colonialismo inglés adoptó
para disminuir los costos de la administración del imperio, envolviendo a
los nativos en su propia subyugación al poder colonial.
Estos procesos de interpenetración cada vez más profunda y compleja
entre Estado y sociedad civil no se limitan a transformar profundamente
la sociedad civil. Transforman en igual profundidad al Estado. Al expan-
dirse más allá de sus aparatos burocráticos, a través de redes sociales infor-
males, el Estado se torna, él mismo, más informal, más particularístico y
menos organizado. Es decir, asume características que hasta ahora fueron
consideradas propias de la sociedad civil. Todo esto me lleva a concluir
que se avanza hacia una situación en que el Estado y la sociedad civil se
duplican uno en otro, creando cada uno de ellos aquello a que se opone.
Si así fuera, la dicotomía Estado-sociedad civil dejaría de tener sentido.
La política posmoderna deberá partir de esta verificación para proponer
un nuevo paradigma conceptual que nos habilite a superar el juego de
espejos a que la dicotomía nos condena.

Justicia formal-justicia comunitaria

La justicia formal de la sociedad moderna se construyó a partir de la


formalización y unificación de las diversas “justicias” de la sociedad
premoderna, muchas de ellas de tipo comunitario, local, y más o menos
informal. La atribución al Estado del monopolio de la justicia formal,
convertida así en justicia oficial, y la consecuente negación de todos los
otros órdenes judiciales, constituyó la principal innovación jurídica de la
modernidad. En su larga duración histórica, esta innovación significa la
oscilación del péndulo en el sentido de lo formal y lo estatal, una oscilación
que, como es típico de la modernidad, no admite cualquier mediación,
una vez que se asienta en la eliminación autoritaria de todos los órdenes
judiciales informales, no estatales.

461
Boaventura de Sousa Santos

Cuando en la década del 60 se dio inicio al movimiento de


informalización de la justicia, fue fácil pensar que el péndulo comenzaba
a oscilar en sentido inverso, en el sentido de lo informal y lo no-estatal. Es
evidente que, después de casi dos siglos de formalización y estatización, el
nuevo informalismo y el nuevo civilismo no podían dejar de ser diferentes
del informalismo y el civilismo premodernos. Pero la idea de que el pén-
dulo oscilaba de nuevo fue largamente compartida. Y no quedan dudas
de que hay un grado de verdad en esta caracterización de las transforma-
ciones de la administración propuestas por entonces. Sólo que, a mi en-
tender, tal caracterización sustrae de nuestro campo analítico lo que es
más importante de tal proceso.
La diferencia fundamental entre el civilismo premoderno y el nuevo
civilismo es que este último es un producto del propio Estado y tiene lugar
en una sociedad saturada por muchas décadas de intervención y regulación
social estatal. Como expresé anteriormente, a propósito del cuestionamiento
de la dicotomía Estado-sociedad civil, el poder del Estado se insinúa de
múltiples formas en el movimiento de informalización de la justicia, ya sea
porque las reformas informalizantes son casi siempre una iniciativa del pro-
pio Estado, o porque el poder de éste encontró medios de articularse con
los poderes sociales informales de modo de poner a éstos últimos al servicio
de una nueva eficacia de la acción del Estado. Por esta razón, la justicia
informal nunca dejó de ser una justicia oficial.
Hoy es claro que las reformas de informalización de la justicia no fue-
ron adoptadas por cuestiones de principio, como medidas tendientes a
aproximar la justicia a los ciudadanos y, en ese sentido, democratizar la
justicia y la sociedad en general. Prueba de esto es que las reformas
informalizantes fueron adoptadas o propuestas al mismo tiempo que eran
adoptadas o propuestas reformas casi de signo contrario, que apuntaban a
un modelo de administración de justicia aún más alejado del control del
ciudadano común que el modelo clásico (Santos, 1982). Fueron las refor-
mas tecnocráticas que propusieron transformaciones profundas en la con-
cepción y gestión del sistema judicial, apertrechándolo con múltiples y
sofisticadas innovaciones técnicas, que van de la automatización de los
ficheros y archivos y del procesamiento automático de datos al uso gene-
ralizado de la tecnología del video, las técnicas de planeamiento y previsión
a largo plazo y la elaboración de módulos y cadenas de decisión que tor-
nen posible la rutinización (Goldman et al., 1976; Blake et al., 1977;
Haynes, 1977; Berkson, 1977; Heydebrand, 1979).

462
El Estado y el derecho en la transición posmoderna...

Las reformas de informalización de justicia fueron, en gran medida,


determinadas por criterios de eficacia definidos por la lógica formal y
estatista del Estado. Podemos identificar dos de esos criterios: el de la
rentabilidad de la acción estatal y el de la estabilización de las relaciones
sociales en tanto función primordial del Estado.
En cuanto al primero, el criterio de la rentabilidad funcionó, en la
medida en que con la justicia informal se pretendió aliviar a los tribunales
de litigios de poca monta y repetitivos, poco rentables en términos de
ejercicio profesional, ya sea de jueces como de abogados. Informalización
significó, en este caso, desvalorización social de las relaciones en litigio.
En relación con el criterio de la estabilización social, éste funcionó en
la medida en que funcionó la correlación positiva entre burocracia y vio-
lencia anteriormente señalada como una de las características fundantes
del Estado democrático moderno. La informalización y, por lo tanto, la
desburocratización acarrearán la reducción o eliminación del poder coer-
citivo a disposición de los agentes de resolución de conflictos.
Tal reducción o eliminación de la violencia contribuyó, en el contexto
en que ocurrió, para estabilizar las relaciones sociales, pues ningún cam-
bio dramático en éstas podría esperarse de instituciones o procesos de
decisión que, a causa de los límites estrictos de los poderes a su disposi-
ción, tenían forzosamente que orientarse a la obtención de consenso y
armonía (a través de mecanismos de mediación, negociación, concilia-
ción, arbitraje, etc.). Si se tuviera en cuenta que muchos de los conflictos
que se pretendía procesar informalmente acontecían entre partes con po-
der social estructuralmente diferente (conflictos entre locadores e inquili-
nos, entre comerciantes y consumidores), es fácil concluir que la media-
ción y el arbitraje eran susceptibles, en tales casos, de tornarse represivos
por la expresión de la ausencia de un poder coercitivo superior, capaz de
neutralizar, en alguna medida, las diferencias de poder entre las partes.
En vista de esto, no sorprende que las acciones de desalojo hayan aumen-
tado en Nueva York después de la puesta en funcionamiento de los tribu-
nales informales con competencia específica en el dominio de la habita-
ción y compuestos por representantes de locadores e inquilinos (Lazerson,
1982). La informalización, siempre que asume la forma de conciliación
represiva, significa el desarme y la desvalorización social de los grupos
sociales subordinados.
El proceso de duplicación de los opuestos en el dominio de la dicotomía
justicia formal-justicia comunitaria reside, así, en un primer momento, en

463
Boaventura de Sousa Santos

que, bajo una forma aparentemente no estatal o poco estatal, la justicia


comunitaria prolonga el poder formal del Estado. Además, tal proceso es
parte de otro más amplio que recorre la crisis del Estado de Bienestar y
que se traduce en la “devolución” a las comunidades de muchas tareas que
presuntamente le pertenecían antes de que el Estado se apropiara de ellas,
siendo precisamente una de ellas la administración de justicia. En todas
estas “devoluciones”, ya sean las de justicia, seguridad o salud, el Estado
se des-responsabiliza financieramente de las prestaciones sociales al mis-
mo tiempo que mantiene sobre ellas un control simbólico total. Esto me
lleva a pensar que, en el período del capitalismo desorganizado en que nos
encontramos, la expansión del Estado se da menos por la expansión mate-
rial (producción de bienes y servicios) que por la expansión simbólica
(producción extendida de símbolos e ideas con implantación en el imagi-
nario social, como, por ejemplo, los símbolos de la participación, la co-
munidad real, la autogestión). El Estado de Bienestar da lugar paulatina-
mente al Estado-Imaginación de la Sociedad de Bienestar.
Pienso, a su vez, que la duplicación de los opuestos se da también a
otro nivel, al nivel del funcionamiento real de los mecanismos informales.
A este nivel, la duplicación consiste en que la justicia informal acaba por
sucumbir a la lógica formal de la actuación burocrática del Estado.
Este proceso ha sido largamente documentado. Los mecanismos infor-
males tienden a formalizarse; el sentido común jurídico que le sirve de
soporte tiende a ser profesionalizado a través de acciones de formación de
los mediadores y de muchas otras formas; las partes, titulares de la repre-
sentación de sus intereses, van poco a poco confiando la representación a
otros con más experiencia y conocimientos sobre los modos de actuación
del tribunal. Por estos y otros procesos, la justicia informal va duplican-
do, si no las formas, por lo menos la lógica de las formas de la justicia
oficial. En suma, en lugar de dicotomía, duplicación.
Además, este proceso está de tal modo inscripto en la matriz de la
modernidad que parece acontecer en otros contextos donde la forma-
lización de la justicia nunca dominó incondicionalmente (por ejem-
plo, en los países recientemente salidos del yugo colonial). Referiré, a
propósito, algunas de las conclusiones a que llegué en una investiga-
ción realizada en las Islas de Cabo Verde (Santos, 1984). Se trató de
un estudio sociológico sobre los tribunales populares o tribunales de
zona en funcionamiento en las islas desde su independencia en 1975.
Con toda razón, la justicia portuguesa que dominó esa colonia durante

464
El Estado y el derecho en la transición posmoderna...

cinco siglos fue estigmatizada después de la independencia, no sólo


por su naturaleza colonial, sino también por su formalismo y su esta-
tismo. Para sustituirla en parte, el Estado de Cabo Verde creó –en
paralelo a la justicia profesionalizada, de tipo occidental, reservada
para los crímenes más graves o para los litigios más importantes– una
red de tribunales populares esparcidos por los barrios urbanos y las
aldeas más remotas del país, constituidos por jueces legos, designados
por iniciativa del PAICV –entonces partido único que lideraba el pro-
ceso de des-colonización–, y sujetos a ratificación popular entre las
personas más respetadas o más activas de la comunidad. Estos tribu-
nales tenían competencia para dirimir litigios de poca monta, débil
poder de coerción, privilegiaban las soluciones de mediación y conci-
liación y funcionaban en el seno de las comunidades y con activa par-
ticipación de éstas, y contribuyeron de modo decisivo en la construc-
ción de una nueva administración de justicia en este joven país. Sin
embargo, pude identificar una serie de signos que sugerían
preocupantemente la aproximación de la justicia informal comunita-
ria, si no a las formas, por lo menos a la lógica de la justicia profesio-
nal clásica. Entre muchas señales, destacaré algunas a título de ejem-
plo: un aumento de la distancia entre las partes y los jueces; la rele-
vancia dada a los símbolos oficiales; el recurso a la presencia policial;
el uso de un lenguaje técnico popular, semejante al que ya detectara
en las favelas de Río de Janeiro (Santos, 1977: 26 y ss.); la aspiración
de status y profesionalización por parte de los jueces; la sólida presen-
cia del partido y la consecuente identificación de la justicia popular
con el aparato del Estado; el recurso a formas procesales y a formula-
rios semejantes a los utilizados en la justicia profesional; la aspiración
manifestada por muchos jueces populares de estrechar las relaciones
con los jueces profesionales de modo de “aprender con ellos cómo
resolver los casos”. Todos estos signos apuntan, a mi modo de ver,
hacia la duplicación, una vez que, a través de ellos, la justicia popular
parece renunciar a su estatuto dicotómico de justicia alternativa.
El análisis de las dicotomías que fundan el proyecto de la modernidad,
aquí ejemplificadas con las dicotomías naturaleza-sociedad, Estado-socie-
dad civil y justicia formal-justicia comunitaria –concebidas como ilustra-
ciones de la dicotomía original formal-informal– nos revela que la pobreza
de los procesos de mediación entre opuestos ha sido superada por la nega-
tiva. En lugar de que los polos dicotómicos afirmaran su identidad a través

465
Boaventura de Sousa Santos

del reconocimiento de sus opuestos y se abrieran al diálogo con vista a la


construcción de soluciones sociales compartidas, está en curso un proceso
de des-caracterización recíproca, clandestina y, por lo tanto, incontrolada,
por vía de la cual el polo más pujante en el momento coloniza a su opues-
to y lo transforma en su “doble”.
A mi entender, es éste uno de los síntomas más perturbadores de la
crisis final de la modernidad. El incumplimiento de las promesas del
proyecto de la modernidad ha sido siempre considerado provisorio al per-
manecer disponibles, en el horizonte, alternativas de acción y de pensa-
miento caucionadas, en última instancia, por las dicotomías fundadoras.
La creciente falsificación de éstas acabará por trivializar las alternativas y
con eso el incumplimiento de las promesas será definitivo, un incumpli-
miento tanto más irreversible cuanto menos sea perceptible como tal. El
bloqueo epistemológico, social y político que de aquí resulta reside en
que lo que fue prometido y no se cumplió acaba por ser igual a lo que
existe sin haber sido prometido.
Para resistir a este bloqueo y procurar romperlo es necesario, ante todo,
una nueva actitud epistemológica que supere el conocimiento científico
moderno y lo ponga al servicio de un nuevo sentido común. Denomino a
tal actitud doble ruptura epistemológica (Santos, 1989: 33 y ss.). La ciencia
moderna se constituyó contra el sentido común (primera ruptura episte-
mológica). Esta ruptura, hecha un fin en sí mismo, posibilitó un asom-
broso desarrollo científico. Pero, por otro lado, expropió al hombre la
capacidad de participar, en cuanto actividad cívica, en el develamiento
del mundo y en la construcción de reglas prácticas para vivir sabiamente.
De ahí la necesidad de concebir esa ruptura como medio y no como fin,
de manera de recoger de ella sus incuestionables beneficios, sin renunciar
a la exigencia de romper con ella a favor de la construcción de un nuevo
sentido común (segunda ruptura epistemológica).
En una situación en que el juego de opuestos fue dando lugar gra-
dualmente a un juego de dobles, sólo un nuevo sentido común per-
mitirá reconstruir las alternativas. No se trata de inventar nuevas
dicotomías que, por su abstracción, estén, tal como las viejas, sujetas a
falsificación. Se trata antes de proponer configuraciones de saberes
locales adecuadas, para aplicarlas de modo edificante para que la
politización de sus resultados no pueda ser ocultada por supuestas
exigencias de aplicación técnica. Este nuevo sentido común teórico es,
así, intrínsecamente práctico, toda vez que su validación es siempre

466
El Estado y el derecho en la transición posmoderna...

pragmática. Pero, para que las alternativas emerjan, es necesario que


este nuevo sentido común florezca en las diferentes áreas de la acción
social, del arte a la política, de la religión al derecho, de la economía a
la cultura. Un nuevo orden civilizatorio, fragmentario y anti-totaliza-
dor estará entonces en gestación, un orden que no es más que una red
flexible de micro-órdenes emergiendo en nuestras varias
cotidianeidades. Uno de ellos es, por cierto, el derecho, y por eso tie-
ne sentido apelar a un nuevo sentido común jurídico, tema del que
me ocupo a continuación.

II. Hacia un nuevo sentido común jurídico

Pensar el derecho más allá de la dicotomía Estado-sociedad civil y de las


que le son próximas –las dicotomías público-privado y formal-informal–
exige una doble hermenéutica: una negativa que critique el supuesto carác-
ter único y la continuidad de la tradición jurídica moderna, y una herme-
néutica reconstructiva que recupere e invente las tradiciones y las prácticas
suprimidas por la vigencia “universal” del canon moderno. Las dos
hermenéuticas no son dos procedimientos teóricos autónomos; sino que
son momentos diferentes de la misma hermenéutica crítica.
La hermenéutica crítica del derecho moderno parte de la idea de
que el proyecto de la modernidad, aun siendo la herencia cultural
hegemónica de nuestra contemporaneidad, no es, sin embargo, la única.
El mundo moderno, más que cualquier otro, es un mundo de heren-
cias plurales y, a veces, conflictivas que, por otra parte, se reconstituyen
y renuevan incesantemente bajo nuestra mirada. La “universalidad”
de la gran tradición moderna se asienta en la supresión de esta plura-
lidad y conflictividad.
El derecho formal estatal es uno de los ejemplos más fidedignos de la
reivindicación universalista de la modernidad y la ciencia jurídica es su
forma de auto-conocimiento y auto-reconocimiento. La hermenéutica
crítica del derecho presupone la problematización de esta reivindicación
y de su conciencia teórica.

467
Boaventura de Sousa Santos

II. 1 La dispersión estructural del derecho:


el pluralismo jurídico

Todo el derecho es contextual. La descontextualización del derecho


operada por la ciencia jurídica se asienta en la conversión de la juridicidad
en un espacio abstracto (vacío: susceptible de ser ocupado) y en un tiem-
po abstracto (cronológico: susceptible de ser medido), a su vez transfor-
mados en expresiones de universalidad. La recontextualización del dere-
cho señala la emergencia de las espacialidades contra el espacio y de las
temporalidades contra el tiempo.
Las espacialidades son potencialmente infinitas: la espacialidad de la
casa, la escuela, la empresa, la prisión, la calle, el campo. Y lo mismo
sucede con las temporalidades: la temporalidad del campesino, del lí-
der político, de la mujer, del asalariado, etc. Un contexto es una plata-
forma de encuentro de espacialidades y de temporalidades concretas,
que se constituyen en una red de relaciones dotadas de un tipo especí-
fico de intersubjetividad: tal especificidad está inscripta en cada uno de
los elementos estructurales del contexto: unidad de práctica social, for-
ma institucional, mecanismo de poder, forma de derecho y modo de
racionalidad.
El derecho es, así, contextual en el sentido fuerte de que todos los
contextos producen derecho. Sin embargo, el significado y la relevancia
social de estas producciones varían mucho. El Estado moderno, al asumir
el monopolio de la producción del derecho, neutralizó el significado y
declaró la irrelevancia de todas las producciones no estatales de derecho.
La hermenéutica crítica del derecho moderno debe comenzar por
problematizar ese monopolio, pero para eso tiene que desarrollar una so-
ciología de los contextos sociales de manera de identificar aquellos cuya
producción jurídica sea lo suficientemente importante como para poner
en tela de juicio el monopolio estatal.
Distingo cuatro de esos contextos: el contexto doméstico, el de la pro-
ducción, el de la ciudadanía y el mundial. No son, como dije, los únicos
contextos sociales, pero son, sin embargo, los únicos contextos estructu-
rales porque las relaciones sociales que ellos constituyen condicionan
decisivamente todas las demás que se establecen en la sociedad (Santos,
1985). El contexto doméstico constituye las relaciones sociales (derechos y
deberes mutuos) entre los miembros de la familia, entre el hombre y la
mujer, y entre ambos (o cualquiera de ellos) y los hijos. En este contexto

468
El Estado y el derecho en la transición posmoderna...

la unidad de práctica es la familia, las formas institucionales son el matri-


monio y el parentesco, el mecanismo de poder es el patriarcado, la forma
de juridicidad es el derecho doméstico (las normas compartidas o im-
puestas que regulan las relaciones cotidianas en el seno familiar) y el modo
de racionalidad es la maximización del afecto. El contexto de la producción
constituye las relaciones del proceso de trabajo, tanto las relaciones de
producción al nivel de la empresa (entre productores directos y los que se
apropian de la plusvalía por éstos producida), como las relaciones en la
producción entre trabajadores y entre éstos y todos los que controlan el
proceso de trabajo. En este contexto la unidad de práctica social es la
clase, la forma institucional es la fábrica o empresa, el mecanismo de
poder es la explotación, la forma de juridicidad es el derecho de la pro-
ducción (el código de la fábrica, el reglamento de la empresa, el código
deontológico) y el modo de racionalidad es la maximización del lucro. El
contexto de la ciudadanía constituye las relaciones sociales de la esfera
pública entre los ciudadanos y el Estado. En este contexto, la unidad de
práctica social es el individuo, la forma institucional es el Estado, el me-
canismo de poder es la dominación, la forma de judidicidad es el derecho
territorial (el derecho oficial estatal, el único existente para la dogmática
jurídica) y el modo de racionalidad es la maximización de la legalidad.
Por último, el contexto mundial constituye las relaciones económicas in-
ternacionales y las relaciones entre Estados nacionales en la medida en
que ellos integran el sistema mundial. En este contexto, la unidad de
práctica social es la nación, la forma institucional son las agencias, los
tratados y los contratos internacionales, el mecanismo de poder es el in-
tercambio desigual, la forma de juridicidad es el derecho sistémico (las
normas, muchas veces no escritas ni expresas, que regulan las relaciones
desiguales entre Estados y entre empresas en el plano internacional) y el
modo de racionalidad es la maximización de la eficacia.

469
Boaventura de Sousa Santos

Elementos Unidad de Forma Mecanismo Forma de Modo de


Básicos práctica social institucional de poder derecho racionalidad
Contextos
estructurales

Domesticidad Familia Casamiento/ Patriarcado Derecho Maximización


parentesco doméstico de afecto

Producción Clase Fábrica/ Explotación Derecho de Maximización


empresa la producción de lucro

Ciudadanía Individuo Estado Dominación Derecho Maximización


territorial de legalidad

Mundialidad Nación Agencias y Intercambio Derecho Maximización


acuerdos desigual sistémico de eficacia
internacionales

He justificado teóricamente este cuadro taxonómico en otro trabajo (San-


tos, 1985). Para el análisis emprendido en esta sección basta decir que estos
cuatro contextos, a pesar de ser estructuralmente autónomos en el plano
teórico, están articulados entre sí y se interpenetran de múltiples formas.
Los modos de co-determinación son complejos y no son exactamente los
mismos en los países capitalistas centrales que en los periféricos. Cada uno
de estos contextos es un “mundo de la vida” servido por un saber común: en
suma, una comunidad de saber jurídico y de decisión jurídica.
El contexto de la ciudadanía es el contexto dominante en la sociedad
moderna, en gran medida porque su forma de derecho, el derecho oficial
estatal, tiene la prerrogativa de interferir en los derechos nacidos de los
restantes contextos. Cada uno de estos contextos es, simultáneamente,
sujeto y objeto de saberes jurídicos, autor de decisiones jurídicas propias
y destinatario de decisiones jurídicas ajenas.
Por ejemplo, en el contexto doméstico se yuxtaponen, se confrontan y
se interpenetran el derecho doméstico “nativo” y el derecho de familia
oficial, tal como en el contexto de la producción se yuxtaponen, confron-
tan e interpenetran el derecho “nativo” de la producción (el código de la
fábrica, el reglamento de la empresa) y el derecho oficial del trabajo, el
derecho comercial y el derecho económico.
En esta concepción, la preeminencia del derecho oficial estatal presu-
pone, al contrario de lo proclamado por la dogmática jurídica, su no
exclusividad y su carácter no único. El derecho oficial actúa, tanto en el

470
El Estado y el derecho en la transición posmoderna...

momento de su producción como en el de su aplicación, a través de un


proceso de negociación con los derechos de los restantes contextos. Se
trata de una negociación autoritaria, dado que es hecha a partir de un
centro de poder hegemónico, pero su eficacia reside precisamente en te-
ner que negociar con los derechos emergentes de las relaciones sociales en
que se traducen los diferentes contextos sociales. Esta negociación, o sub-
yugación negociada, explica también que el derecho oficial no sea el úni-
co y se constituya en tantos modos de juridicidad como interacciones con
los derechos no oficiales en que se envuelva.
La pluralidad de órdenes jurídicos así concebidos permite comprender
muchas de las vicisitudes del reformismo jurídico, sobre todo en los paí-
ses periféricos y semiperiféricos. Cuanto mayor es el poder de negociación
de los diferentes contextos sociales frente al contexto de la ciudadanía,
más falaz será la idea de que basta cambiar el derecho estatal para cambiar
la realidad social. Ahora bien, este poder de negociación tiende a ser ma-
yor en los países periféricos y semiperiféricos, una realidad que la ciencia
política convencional denomina, inadecuadamente, “deficiente penetra-
ción del Estado”. En lugar de esto, la concepción que aquí propongo
supone la superación de la dicotomía Estado-sociedad civil en la medida
en que cada uno de los contextos contienen, de modos diversos y con
intensidades diferentes, características del Estado y de la sociedad civil.
Dado que la sociedad moderna parece tender hacia la contingencia, la
negociación tiende a determinar la configuración concreta de cada con-
texto social en cada momento y lugar. Mientras tanto, la contingencia es
parcial y por eso la negociación es siempre, en mayor o menor medida,
autoritaria. La preeminencia del espacio de la ciudadanía (y en alguna
medida, del espacio mundial en los países dependientes, periféricos o
semiperiféricos) es una de las marcas estructurales de la sociedad contem-
poránea. La otra reside en la dispersión controlada de los contextos es-
tructurales y sólo ella nos permite proponer una nueva comprensión so-
ciológica del fenómeno jurídico. Si los contextos fuesen adicionados hasta
el infinito y, con ellos, las formas de derecho, y si a todos les fuese atribui-
do el mismo significado sociológico, habríamos regresado, por un dificul-
toso e inútil desvío, a los brazos de la teoría política liberal clásica: si el
derecho estuviese en todas partes, no estaría en ningún lado. Excepto, cla-
ro, en el lugar que esta teoría convirtió en totalidad, es decir, en el Estado.
La dispersión controlada del derecho aquí propuesta tiene dos impli-
cancias principales. La primera es que el derecho territorial o derecho

471
Boaventura de Sousa Santos

oficial estatal, aun siendo dominante en la sociedad moderna, comparte


el campo de la juridicidad con otras formas de derecho, y en esa medida
es un derecho relativo, parcial. En las condiciones en que el derecho esta-
tal se autoconstruyó, su relativización implica necesariamente su
trivialización y vulgarización y, con ellas, el autoconocimiento que sobre
él fue edificado, la dogmática jurídica. La segunda es que, aun en los
Estados democráticos, la juridicidad moderna sólo muy parcialmente es
una juridicidad democrática. De hecho, de las cuatro formas de derecho,
sólo el derecho estatal incorporó explícitamente algunas de las
reivindicaciones democráticas de los movimientos emancipatorios de la
modernidad. En consecuencia, el derecho doméstico, el derecho de la
producción y el derecho sistémico son mucho más despóticos que el
derecho estatal. Al convertir al derecho estatal en derecho único, la teoría
política liberal puede convertir su relativa democratización en
democratización universal y así ocultar eficazmente el despotismo de los
restantes órdenes jurídicos y, consecuentemente, el despotismo de las
relaciones sociales reguladas por ellos, más acá o más allá del derecho
estatal. La comprensión posmoderna del derecho parte de la necesidad de
develar el despotismo “no oficial” de la vida jurídica.

II. 2 La fenomenología del sujeto de derecho: la interlegalidad

El análisis del pluralismo jurídico nos revela que, en cuanto sujetos de


derecho, vivimos en diferentes comunidades jurídicas organizadas en re-
des de legalidad, ora paralelas, ora sobrepuestas; ora complementarias,
ora antagónicas. Nuestra práctica social es, así, una configuración de de-
rechos. Cada uno de ellos tiene una espacialidad y una temporalidad
propias. Pero, dado que las espacialidades son porosas y se interpenetran,
y que los diferentes derechos no son sincrónicos, las configuraciones de
sentidos jurídicos que ponemos en acción en los diferentes contextos de
nuestra práctica social son frecuentemente complejas mixturas, concep-
ciones jurídicas discrepantes y de normas de generación diferente, unas
nuevas, otras viejas, unas emergentes, otras en declinación, unas nativas,
otras importadas, unas testimoniales y otras impuestas. Tal vez, más que
en ninguna otra época, vivimos en un tiempo de porosidades y, por tanto,
también de porosidad jurídica de un derecho poroso constituido por
múltiples redes de juridicidad que nos fuerzan a constantes transiciones y
transgresiones. La vida socio-jurídica de fin de siglo es, así, constituida

472
El Estado y el derecho en la transición posmoderna...

por la intersección de diferentes líneas de fronteras jurídicas, fronteras


porosas y, como tal, simultáneamente abiertas y cerradas. A esta intersec-
ción la llamo interlegalidad, la dimensión fenomenológica del pluralis-
mo jurídico.
A este nivel, la cuestión principal es saber quién es el sujeto de esta
interlegalidad. No es, por cierto, el individuo abstracto que la teoría jurí-
dico-política liberal convirtió en sujeto universal de derecho, pues ése
respeta apenas uno de los derechos (el derecho territorial, o sea, el dere-
cho oficial estatal) que componen las configuraciones de juridicidades
antes referidas. El sujeto de la interlegalidad ha de ser, él mismo, una
configuración de subjetividades, y las cuatro subjetividades básicas que
identifiqué son: la subjetividad individual, la de la familia, de la clase y de
la nación. Más allá de éstas, somos probablemente muchas otras. Sin
embargo, a pesar de concordar con Agnes Heller (1987) en que la
diferenciación de la subjetividad es una variable histórica, pienso que tal
diferenciación no es ni infinita ni caótica. De allí, la identificación de cua-
tro subjetividades estructurales en que se fundan todas las demás.
Ninguno de nosotros es una configuración fija de subjetividades. Por
el contrario, la mutación es constante en función de las condiciones que
contextualizan nuestra práctica social. Cada actuación social tiene un
vínculo privilegiado con uno de los cuatro contextos estructurales, y ese
vínculo determina cuál de las subjetividades organizará, en aquella ac-
tuación concreta, la específica configuración de subjetividades con que
nos apropiamos de nuestra práctica. Cuando intento disciplinar a mis
hijos, esa práctica tiene un vínculo privilegiado con el contexto domés-
tico. Consecuentemente, mi subjetividad familiar predominará en esta
práctica. No obstante, en ella no dejaré de ser miembro de la clase
media, ciudadano y portugués.
Las redes de legalidad son, de este modo, también redes de subjetivi-
dad. Entre el individualismo y el colectivismo propongo el colectivismo
de la subjetividad como una de las vías posibles de construcción de una
nueva teoría de la subjetividad jurídica.
El colectivismo matricial del sujeto individual es la condición de posi-
bilidad de la construcción de sujetos colectivos de derecho, sean ellos
trabajadores, consumidores, mujeres, ecologistas, pacifistas, etc. Sujetos
colectivos en los que la subjetividad de sus integrantes, siendo colectiva
de raíz, no corre el riesgo de dejarse disolver en un colectivismo abstracto
y, por lo tanto, tan individualista como el individualismo. Esta concepción

473
Boaventura de Sousa Santos

y las prácticas sociales que ella asegura permiten regresar al individualis-


mo, pero no de un modo individualista. Este es, a mi entender, uno de
los pilares de una teoría crítica posmoderna.

II. 3 El fin del fetichismo jurídico: los derechos humanos como


práctica micro-revolucionaria

La concepción del pluralismo jurídico y de la interlegalidad aquí pro-


puesta conduce a una cierta trivialización del derecho en general y del
derecho oficial en particular. La aureola que este derecho conquistó en la
modernidad y el monopolio del canon jurídico que le fue atribuido son
frontalmente contestados por una concepción anti-áurica y pluralista del
derecho. Su relativización al interior de las diferentes configuraciones de
juridicidad produce, así, un efecto de des-canonización. Por esta razón, la
concepción aquí propuesta, al mismo tiempo que extiende significativa-
mente el campo jurídico, pone fin al fetichismo jurídico, entendido como
la conversión del derecho y la legalidad estatales en el único mecanismo
de transformación social.
A su vez, el fetichismo jurídico ha sido cuestionado en los últimos
tiempos en el plano social, por lo que de lo que se trata aquí es de teorizar
ese plano y señalar sus consecuencias prácticas. Puede afirmarse que en
los países periféricos el fetichismo jurídico nunca fue un programa hege-
mónico. Durante mucho tiempo, fue contestado por la presencia fuerte
del modelo revolucionario de transformación social. Hoy es contestado,
ya sea por el uso pragmático, alternativo, del derecho en las nuevas e
innovadoras prácticas jurídicas, casi siempre de base comunitaria, como
porque la discrepancia a nivel del derecho estatal, entre los marcos legales
(law in books) y las prácticas sociales (law in action) es cada vez más exul-
tante y socialmente visible. En los países centrales, el fetichismo jurídico
sólo fue hegemónico en el período del capitalismo organizado por vía del
privilegio concedido durante ese período al reformismo como modelo de
transformación social. En el período que hoy vivimos, capitalismo desor-
ganizado, este modelo está siendo puesto en tela de juicio, ya sea por la
izquierda (porque no llegó a cumplir sus promesas, porque redujo la com-
plejidad social, porque transformó ciudadanos autónomos en clientes); como
por la derecha (porque a través suyo, el Estado “ocupó” a la sociedad civil,
porque sus costos sociales nunca fueron debidamente estimados, porque la
transformación social no debe ser impuesta sino producto de la negociación

474
El Estado y el derecho en la transición posmoderna...

entre las partes interesadas por más desigual que sea el poder entre ellas).
Con el fin del fetichismo jurídico adquieren mayor credibilidad nuevas
formas de práctica emancipatoria, principalmente aquellas en que se com-
binan momentos de legalidad e ilegalidad. Las redes y las configuraciones
de legalidades aquí propuestas implican que nuestras prácticas socio-jurídi-
cas incluyen siempre momentos de ilegalidad. La porosidad de los diferen-
tes órdenes jurídicos nos obliga a constantes transiciones y transgresiones.
El respeto por algunas fronteras jurídicas acarrea la violación de otras. So-
mos, pues, en este sentido, no sólo interlegales, sino también transgresores
compulsivos. Pero si estamos condenados a la transgresión, nunca estamos,
de partida, condenados a las transgresiones en que efectivamente incurri-
mos. Las transgresiones concretas son siempre producto de una negocia-
ción y de un juicio político y tienen, por eso, un impacto político, por más
invisible o insignificante que sea.
Desde esta perspectiva, adquieren importancia central dos problemá-
ticas: la de los criterios de juicio político y la de las formas y medios de
negociación. Pero la respuesta a cualquiera de estas cuestiones presupone
la respuesta de otra, más básica: la definición del campo político. La teoría
política liberal clásica redujo el poder al poder político y éste, al poder del
Estado. La hiper-politización del Estado es la otra faz de la despolitización
de la sociedad civil. La reducción del campo político al campo del Estado
confinó a este último al ámbito de las luchas por la democratización del
poder y ocultó el carácter despótico de las relaciones de poder en los
diferentes contextos de la práctica social.
La concepción de los contextos estructurales de la práctica social pre-
tende ofrecer una alternativa a la teoría política liberal clásica. Cada con-
texto estructural se caracteriza por un mecanismo de poder. Nuestras prác-
ticas sociales, del mismo modo que constituyen configuraciones de
juridicidades, constituyen también configuraciones de poderes, de
patriarcado, explotación, dominación e intercambio desigual, y el privile-
gio concedido a una de estas formas de poder depende, tal como en el
caso del derecho, de las relaciones privilegiadas de la práctica concreta
con el respectivo contexto estructural. Consideradas aisladamente, nin-
guna de estas formas de poder es política. Políticas son las redes o confi-
guraciones de poderes, creadas y recreadas en las relaciones sociales.
Son ellas, pues, las que delimitan el campo político, un campo signifi-
cativamente más amplio que el campo político liberal clásico pero, por
otro lado, controladamente disperso e internamente diferenciado de

475
Boaventura de Sousa Santos

manera de distinguirse de la politización anárquica de las relaciones so-


ciales a la manera de Foucault.
Definido el campo político, es posible responder a las cuestiones antes
señaladas. En cuanto a los criterios de juicio político, ellos deben ser necesa-
riamente diferenciados, toda vez que las diversas formas de poder generan
modos de opresión estructuralmente distintos y suscitan, por ello, varia-
das formas de resistencia. Con esta precaución, puede afirmarse que el
criterio general de una política emancipatoria es la reciprocidad, ya que el
ejercicio del poder en las formas sociales se traduce siempre, de una u otra
forma, en no-reciprocidad, o sea, en la posibilidad de que alguien utilice
a otro en beneficio propio, sin correr el riesgo de ser usado. Las relaciones
de poder son opuestas a la situación ideal de juego. La reciprocidad es la
situación ideal de emancipación democrática.
Al ser diferentes las configuraciones de poder en cada práctica social
concreta, diversas son las luchas por la reciprocidad. La dimensión pri-
mordial de estas luchas es cultural, toda vez que la reciprocidad presupo-
ne configuraciones relacionales alternativas, las cuales, por su lado, presu-
ponen interpretaciones alternativas de la realidad existente. Las luchas
por la reciprocidad comienzan siempre por la transformación de los saberes
constituidos por los diferentes contextos estructurales de práctica, de modo
de generar nuevas prácticas interpretativas al servicio de nuevas comuni-
dades de sujetos socialmente más competentes. Las luchas por la recipro-
cidad comienzan, así, por la reciprocidad al interior de las configuracio-
nes de subjetividades. El primer enemigo es el enemigo interno y se vence
por la educación en el seno de comunidades interpretativas alternativas.
Las definiciones alternativas de la realidad exigen una hermenéutica
negativa que proceda a develar los mecanismos de poder y una hermenéu-
tica reconstructiva que ofrezca alternativas contra-hegemónicas creíbles.
Cada mecanismo de poder tiene una forma propia de ocultamiento: el
patriarcado se oculta bajo la forma de afectividad; la explotación, como
retribución; la dominación, como igualdad; el intercambio desigual, como
soberanía. La lucha cultural por el develamiento debe, pues, ser diferen-
ciada. Las alternativas que ella permite develar constituyen el horizonte
en que tienen lugar las negociaciones con vista a la constitución de confi-
guraciones de relaciones de poder progresivamente más recíprocas.
Se trata, finalmente, de responder a la cuestión de la identificación de
las formas y medios de negociación disponibles para los sujetos, individuales
y colectivos. La negociación tendrá por ámbito el campo jurídico aquí

476
El Estado y el derecho en la transición posmoderna...

propuesto y, por lo tanto, envolverá a cada una de las cuatro formas es-
tructurales de derecho, procurando enriquecer el contenido de reciproci-
dad de las relaciones que se constituyen bajo su égida. La forma y los
medios de negociación deberán ser privilegiadamente los derechos huma-
nos en cuanto expresión avanzada de luchas por la reciprocidad hasta
ahora confinadas al derecho territorial estatal, pero con capacidad virtual
para ser extendidas al derecho doméstico, al derecho de la producción y al
derecho sistémico. Tal virtualidad fue hasta ahora bloqueada, en los países
centrales al menos, por la hegemonía del reformismo, a través de la limi-
tación del ideal democrático al espacio de la ciudadanía. La crisis del
reformismo y la consecuente declinación del fetichismo jurídico ofrecen
nuevas oportunidades para imaginar luchas políticas de derechos huma-
nos –tanto civiles y políticos, como sociales y económicos, y aún derechos
culturales pos-materiales– y llevarlas a la práctica en el espacio domésti-
co, en el espacio de la producción y en el espacio mundial.
La práctica de los derechos humanos, así concebida, es una práctica
contra-hegemónica, cuya eficacia depende de la flexibilidad y diferencia-
ción interna con que se opone a las diferentes tradiciones hegemónicas
que sustentan los cuatro espacios jurídico-estructurales. Contra la tradi-
ción de la aplicación técnica (violencia con burocracia), dominante en el
derecho territorial, hay que oponer la aplicación edificante del derecho,
una aplicación en que el know-how técnico se subordine al know-how
ético.3 Contra la tradición de aplicación violenta informal (violencia sin
burocracia), dominante de diversos modos en los otros tres derechos es-
tructurales, hay que oponer una aplicación retórica informal.
Tal práctica de los derechos humanos es radical porque tiene lugar en las
diferentes configuraciones de legalidad y asume, por lo tanto, la posibili-
dad de envolver prácticas ilegales en cualquiera de los derechos estructura-
les, incluyendo al propio derecho estatal. Es, pues, una práctica pos-refor-
mista. Pero es también, de algún modo, una práctica pos-revolucionaria, en
la medida en que privilegia la negociación en detrimento de la ruptura y,
cuando recurre a esta última, la construye como una micro-ruptura consti-
tuida por momentos de legalidad e ilegalidad en un contexto práctico con-
creto, limitado. La radicalidad de la práctica de los derechos humanos aquí
propuesta reside ante todo en no tener fin y, como tal, en concebir cada

3. Sobre la distinción entre aplicación técnica y aplicación edificante ver Santos (1989; 180 y ss.)

477
Boaventura de Sousa Santos

lucha concreta como un fin en sí mismo. Es una práctica micro-revolucio-


naria. Una práctica contingente, tan contingente como los sujetos indivi-
duales y colectivos que se movilizan en ella a partir de las comunidades
interpretativas donde se aprende la aspiración de reciprocidad.

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Taylor, A., Laissez Faire and State Intervention in Nineteenth Century Britain,
Londres, MacMillan, 1972.
Viner, R., “Adam Smith and laissez faire”, The Journal of Political Economy,
XXXV, 1927, p. 198.

479
480
El sexo del derecho*
Frances Olsen

1.

Desde el surgimiento del pensamiento liberal clásico, y tal vez desde


los tiempos de Platón, nuestro pensamiento se ha estructurado en torno a
series complejas de dualismos, o pares opuestos: racional/irracional, acti-
vo/pasivo, pensamiento/sentimiento, razón/emoción, cultura/naturaleza,
poder/sensibilidad, objetivo/subjetivo, abstracto/concreto, universal/par-
ticular. Estos pares duales dividen las cosas en esferas contrastantes o po-
los opuestos.1
Tres características de este sistema de dualismos resultan importantes
para la discusión que sigue. Primero, los dualismos están sexualizados.
Una mitad de cada dualismo se considera masculina y la otra mitad, fe-
menina. Segundo, los términos de los dualismos no son iguales, sino que
constituyen una jerarquía. En cada par, el término identificado como
“masculino” es privilegiado como superior, mientras que el otro es consi-
derado como negativo, corrupto o inferior. Y tercero, el derecho se iden-
tifica con el lado “masculino” de los dualismos.

* Publicado en Kairys, David (ed.), The Politics of Law, Nueva York, Pantheon, 1990, pp. 452-
67. Traducción de Mariela Santoro y Christian Courtis.
1. Ver Hélène Cixous, “Sorties”, en E. Marks & I. Courtivron (eds.), New French Feminisms,
Nueva York, Schocken Books, 198l, pp. 90, 90-91; J. Derrida, Dissemination, Chicago, The
University of Chicago Press, 1981; C. Christ, Diving Deep and Surfacing, Boston, Beacon
Press, 1980, p. 25; J. Clegg, The Structure of Plato’s Philosophy, Lewisberg, Pa., Bucknell
University Press, 1977, pp. 18, 100-1, 188-91,; F. Olsen., “The Family and the Market: A
Study of ldeology and Legal Reform”, 96 Harvard Law Review 1497, 1570-76, 1983; G. Frug,
“The City as a Legal Concept”, 93 Harvard Law Review 1057, 1057, 1980.

481
Frances Olsen

Sexualización

La división entre lo masculino y lo femenino ha sido crucial para este


sistema dual del pensamiento. Los hombres se han identificado a sí mis-
mos con un lado de los dualismos: con lo racional, lo activo, el pensa-
miento, la razón, la cultura, el poder, lo objetivo, lo abstracto, lo univer-
sal. Las mujeres resultaron proyectadas hacia el otro lado, e identificadas
con lo irracional, lo pasivo, el sentimiento, la emoción, la naturaleza, la
sensibilidad, lo subjetivo, lo concreto, lo particular.
La identificación sexual de los dualismos posee elementos tanto des-
criptivos como normativos. A veces se dice que los hombres son raciona-
les, activos, etc.; y otras veces se dirá que los hombres deberían ser racio-
nales, activos, etc. De manera similar, a veces se considera que la aser-
ción sobre las mujeres es descriptiva: las mujeres simplemente son
irracionales, pasivas, sentimentales, etc. Mucha gente pensaba que esto
era un hecho inmutable e inevitable acerca de las mujeres: que las mu-
jeres son incapaces de ser racionales, activas, etc. Pero también suele
afirmarse que las mujeres deberían ser irracionales, pasivas y demás o,
por lo menos, que ellas no deberían intentar ser racionales, activas, etc.;
ya sea porque es importante que las mujeres sean diferentes a los hom-
bres, o porque lo irracional, pasivo, etc., son rasgos positivos cuando se
aplican a las mujeres.

Jerarquización

El sistema de los dualismos es un sistema de jerarquías. Los dualismos


no sólo dividen al mundo entre dos términos, sino que los dos términos
están colocados en un orden jerárquico. Del mismo modo en que los
hombres han dominado y definido tradicionalmente a las mujeres, un
lado de los dualismos domina y define al otro. Así, lo irracional se defi-
ne como la ausencia de lo racional; lo pasivo es el fracaso de lo activo; el
pensamiento es más importante que el sentimiento; la razón tiene prio-
ridad sobre la emoción. Esta jerarquía ha sido algo oscurecida por una
glorificación compleja –y a menudo poco sincera– acerca de las mujeres
y lo femenino. Los hombres han oprimido y explotado a las mujeres en
el “mundo real”; pero también han colocado a las mujeres en un pedes-
tal, situándolas en un mundo de fantasía. Los hombres exaltan y degra-
dan simultáneamente a las mujeres, como también exaltan y degradan

482
El sexo del derecho

simultáneamente los conceptos del lado “femenino” de los dualismos.


La naturaleza, por ejemplo, es glorificada como algo respetable, como
un valioso objeto de conquista por parte de héroes masculinos, y simul-
táneamente está degradada como una materia inerte, siendo explotada
y manipulada de acuerdo a los propósitos de los hombres. De modo
similar, la sensibilidad y la subjetividad irracionales son al mismo tiem-
po glorificadas y denigradas. Por más que se quiera romantizar las virtu-
des propias de las mujeres, la mayoría de la gente aún cree que lo racio-
nal es mejor que lo irracional, la objetividad es mejor que la subjetivi-
dad, y ser abstracto y universal, es mejor que ser concreto y particular.
De todas maneras, la cuestión es más compleja porque nadie quiere
eliminar realmente del mundo, de forma total, lo irracional, pasivo,
etc. Pero generalmente los hombres quieren tomar distancia de estos
rasgos, y pretenden que las mujeres sean las irracionales, pasivas, etc.
Para las mujeres, esta glorificación del lado “femenino” de los dualismos
resulta hipócrita.

El derecho como concepto masculino

Se identifica al derecho con los lados jerárquicamente superiores y “mas-


culinos” de los dualismos. Aunque la “justicia” sea representada como
una mujer, según la ideología dominante el derecho es masculino, y no
femenino. Se supone que el derecho es racional, objetivo, abstracto y uni-
versal, tal cual los hombres se consideran a sí mismos. Por el contrario, se
supone que el derecho no es irracional, subjetivo o personalizado, tal como
los hombres consideran que son las mujeres.
Las prácticas sociales, políticas e intelectuales que constituyen el dere-
cho fueron, durante muchos años, llevadas a cabo casi exclusivamente por
hombres. Dado que las mujeres fueron por mucho tiempo excluidas de
las prácticas del derecho, no sorprende que los rasgos asociados con las
mujeres no sean muy valorados en el derecho. Por otra parte –en una
especie de círculo vicioso– se considera que el derecho es racional y obje-
tivo, entre otras cosas, porque es valorado y, a su vez, es tan valorado
porque se lo considera racional y objetivo.
Los desafíos más interesantes y prometedores contra este sistema domi-
nante de pensamiento son aquellos hechos por las feministas. Las críticas
feministas del derecho encierran una analogía muy estrecha con las críticas
feministas sobre el dominio masculino en general, y las actitudes contestatarias

483
Frances Olsen

con las que varias feministas han enfrentado al derecho pueden compren-
derse mejor cuando son observadas desde un contexto más amplio.

2. Estrategias feministas

Las estrategias feministas para atacar al sistema dual dominante pue-


den dividirse en tres amplias categorías. La primera categoría está com-
puesta por estrategias que se oponen a la sexualización de los dualismos y
que luchan por identificar a las mujeres con el lado favorecido –con lo
racional, activo, etc–. Las estrategias de la segunda categoría rechazan la
jerarquía que los hombres han establecido entre los dos lados de los
dualismos. Esta segunda categoría acepta la identificación de las mujeres
con lo irracional, pasivo, etc., pero afirma el valor de estos rasgos: se trata-
ría de rasgos tan buenos o mejores que lo racional, activo, etc. La tercera
categoría rechaza tanto la sexualización como la jerarquización de los
dualismos. Las estrategias de esta tercera categoría cuestionan y rompen
con las diferencias que se sostiene existen entre los hombres y las mujeres,
y a la vez niegan la jerarquía de lo racional, activo, etc., por sobre lo
irracional, pasivo, etc. Racional e irracional, activo y pasivo y demás tér-
minos, no son polos opuestos y no pueden dividir –y de hecho no divi-
den– el mundo en esferas contrastantes.

Rechazo de la sexualización

Las estrategias que rechazan la sexualización de los dualismos mantie-


nen ciertas coincidencias con la ideología dominante, ya que aceptan la
jerarquía de lo racional sobre lo irracional, activo sobre pasivo, etc. Se
diferencian de la ideología dominante en que no admiten la aseveración
normativa de que las mujeres deberían ser –o seguir siendo– irracionales,
pasivas, etc., rechazando principalmente, la aserción descriptiva de que las
mujeres son irracionales, pasivas, etc. De modo aun más firme, rechazan la
idea de que las mujeres no pueden evitar ser irracionales, pasivas, etc.
Esta estrategia es ilustrada por un ensayo escrito en 1851 por Harriet
Taylor Mill. Mill criticó la afirmación de que las mujeres sean natural-
mente o universalmente inferiores a los hombres, sosteniendo que cada
individuo –mujer u hombre– debería ser libre para desarrollar sus pro-
pias habilidades del mejor modo posible “para demostrar sus capacidades

484
El sexo del derecho

a través de una prueba pública (by trial)”. Según Mill, “la esfera apropia-
da para todos los seres humanos es la más amplia y la más distinguida que
puedan alcanzar”.2
Harriet Taylor Mill rechaza la sexualización de los dualismos, y sin
embargo acepta la jerarquía de los rasgos colocados en primer término
sobre los segundos. Utiliza “racional” como digno de aprecio e “irracio-
nal” como un término despreciable, y afirma que “la razón y los princi-
pios” –y no el “sentimentalismo”–, ofrecen el apoyo más fuerte para la
emancipación de las mujeres. Niega que las mujeres sean inherentemente
irracionales, pasivas, etc., y cree que las causas que tienden a hacer que se
vean así son la educación y la forma de vida que las mujeres se ven obliga-
das a llevar. Mill dice que esto es “una injusticia para el individuo y un
daño para la sociedad”. Negar a las mujeres la oportunidad de desarro-
llarse hasta su más alto potencial, es una manera efectiva de impedir que
sean racionales, activas, etc. “Si no se permite ejercer ciertas cualidades,
estas no deberían existir”. Harriet Taylor Mill descartó como “absurdos”
los esfuerzos de algunas feministas de desafiar la jerarquía de lo racional
sobre lo irracional, activo sobre pasivo, etc. “Lo que se pretende para las
mujeres son derechos iguales, igual acceso a todos los privilegios sociales,
no una posición aparte, una especie de clero sentimental.” 3
Esta actitud en relación con la igualdad de las mujeres es abiertamente
sostenida en nuestros días. Muchas feministas y la mayoría de los libera-
les creen que los roles del sexo deberían ser una cuestión de elección del
individuo. Cuando los individuos actúan racional y razonablemente, de-
berían ser tratados conforme a esa actuación. Si los hombres o las mujeres
eligen ser irracionales, pasivos y demás, no pueden esperar ser tratados de
la misma manera. Además, si las mujeres no quieren criar y educar a sus
hijos, no deberían hacerlo, y si los hombres desean criarlos, deberían ser
libres para cumplir esa decisión.
Hay más en esta categoría que una simple indiferencia frente al sexo.
Lo que se afirma es que las mujeres han sido entrenadas para ser irracionales
y pasivas, y que ese entrenamiento debería ser revertido. Las acciones

2. Ver H. T. Mill, “Enfranchisement of Women”, en J. S. Mill & H. T. Mill, Essays on Sex


Equality, Chicago, University of Chicago Press, A. Rossi, 1970, pp. 89 y 100-101, M.
Wollstonecraft, A Vindication of the Rights of Woman, Londres, J. Johnson, 1792, pp. 49-92.
3. H. T. Mill, supra nota 2, pp. 101, 120; M. Wollstonecraft, supra nota 2.

485
Frances Olsen

afirmativas o positivas a favor de las mujeres, el abandono de la indiferen-


cia frente al sexo, pueden ser justificadas y respaldadas como método para
neutralizar años de enseñanza en que se formó a las mujeres para ser
irracionales, pasivas, etc. Una crítica diferente es que las mujeres ya son
racionales, activas y demás, pero no se reconoce que lo son. Las acciones
afirmativas pueden ser justificadas y respaldadas, en esta perspectiva, como
técnica para revertir opiniones incorrectas y anticipadas acerca de la irra-
cionalidad, pasividad, etc., de las mujeres. Lo que sostienen estas estrate-
gias no es que el género deba ser ignorado, sino que las mujeres son o
deberían ser racionales, activas, etc.4
Bajo estas estrategias, la igualdad o tratamiento igualitario es para las
mujeres la meta final. El tratamiento igualitario para las mujeres también
es propuesto como norma general, mientras que las políticas sobre la “con-
ciencia de género” (gender-conscious policies) son vistas como un abandono
limitado de esta norma –como una excepción que puede justificarse para
enfrentar y corregir la desigualdad–. El resultado de esas políticas de “con-
ciencia de género”, de acuerdo a sus defensoras, debería ser el de asegurar
a las mujeres el mismo poder y prestigio del que gozan los hombres, y el
de permitir que las mujeres sean –y esto se les reconozca– tan racionales,
activas, etc., como son los hombres (lo cual, por supuesto, sucede menos
de lo que los hombres dicen que sucede).

Rechazo de la jerarquización

La segunda serie de estrategias rechaza la jerarquía de los primeros


rasgos sobre los segundos pero acepta la sexualización. Estas estrategias se
parecen a la ideología dominante en que aceptan en general la afirmación
de que los hombres y las mujeres son diferentes –que los hombres son
racionales, activos, etc., y que las mujeres son irracionales, pasivas, etc–.
Tienden también a seleccionar, para describir los mismos rasgos, adjeti-
vos alternativos que tengan menor carga valorativa o que estén cargados
en la dirección opuesta: racionalista/espontáneo; agresivo/receptivo, etc.
Durante el siglo XIX y principios del XX, el principal objeto de de-
nuncia del movimiento de las mujeres fue la exclusión de éstas del ámbito
público y la negación a la mujer de igualdad de oportunidades. Estas

4. Ver Olsen, supra nota 1, pp. 1549-50.

486
El sexo del derecho

denuncias fueron sostenidas principalmente por estrategias de la primer


categoría (estrategias que rechazaban la sexualización de los dualismos)
más que por estrategias de la segunda categoría (estrategias que rechaza-
ban la jerarquía). La principal excepción fue el movimiento por la pureza
social y otras reformas morales.
En general, los movimientos de reforma social liderados por feministas
rechazaron la jerarquización de los dualismos y aceptaron su sexualización.
Las reformadoras sostenían que las mujeres son moralmente superiores a
los hombres y, en este sentido, que tienen una misión especial en la me-
jora de la sociedad. Muchas de estas reformadoras tenían la esperanza de
que los hombres adoptaran más virtudes femeninas –especialmente la
continencia sexual–, pero básicamente aceptaban los dualismos, la iden-
tificación de las mujeres con lo irracional, pasivo, etc. y, en general, se
resignaban a la imposibilidad de mayor cambio por parte de los hombres.
Su esfuerzo principal no consistía en transformar o abolir los dualismos,
sino en forzar una revalorización de lo irracional, pasivo, etc.5
Charlotte Perkins Gilman, una temprana feminista que criticó riguro-
samente muchos de los rasgos predominantes entre las mujeres de fin del
siglo pasado, escribió sin embargo una elocuente reivindicación del lado
desvalorizado de los dualismos. La novela Herland describe una utopía
feminista en un escenario geográficamente aislado, luego de que los hom-
bres se hubieran matado a sí mismos como consecuencia de una guerra.
Gilman describe brevemente un milagroso y poco plausible cambio hacia
la reproducción asexuada, para lograr así una descripción acerca de cómo
funcionaría una sociedad compuesta sólo por mujeres. A pesar de que las
mujeres de Gilman son más fuertes y más capaces de lo que el estereotipo
standard de su época hubiera permitido, y a pesar de que se observan en la
novela sobretonos andróginos, el mensaje principal del libro es la ruptura
e inversión parcial de la jerarquía de lo racional sobre lo irracional, lo
activo sobre lo pasivo, etc.6

5. Ver Barbara Easton, “Feminism and the Contemporary Family”, en A Heritage of Her Own,
ed. N. Cott & E. Pleck, Nueva York, Simon & Schuster, 1979, pp. 555-557; N. Cott & E.
Pleck, Introduction, id., p. 11; K. Melder, Beginnings of Sisterhood, Nueva York, Schocken
Books, 1977, p. 53; Judith Walkowitz, “The Politics of Prostitution”, Signs: Journal of Women
in CuIture and Society, 1980, Vol. 6, reeditado en C. Stimpson & E. Person (eds.), Women: Sex
and Sexuality, Nueva York, Simon & Schuster, 1980, p. 145.
6. Ver C. Gilman, Herland, Nueva York, Pantheon Books, 1979.

487
Frances Olsen

Un grupo de feministas modernas ha continuado esta idea de la ruptu-


ra e inversión parcial de la jerarquía. Hablar de la “psicología de la mu-
jer”, la “imaginación” y el “lenguaje común de las mujeres” es popular
hoy en día.7 La distinción entre la estrategia que rechaza la jerarquización
y acepta la sexualización de los dualismos por un lado y, por otro lado, la
estrategia de la “androginia”, que rechaza la propia estructura de los
dualismos, ha comenzado a disolverse.
Tomar en cuenta la experiencia femenina y la cultura, la psicología, la
imaginación o el lenguaje de las mujeres, puede ser una forma de recupe-
rar aquello que ha sido excluido u oscurecido por la cultura dominante,
pero también puede conllevar la aceptación de la sexualización de los
dualismos. Revertir o invertir la jerarquía entre lo racional y lo irracional,
lo activo y lo pasivo, etc., podría simplemente reforzar los dualismos y en
última instancia mantener los valores dominantes. Por otro lado, tal re-
versión podrá en algunas ocasiones constituir la forma más efectiva de
subvertir los dualismos.8 Además, una autora puede pretender seguir una
estrategia en su obra, y ser utilizada por los lectores para apoyar otra. A
pesar de que algunas autoras articulan un claro apoyo al mantenimiento
de los papeles sexuales,9 en otros casos la ruptura de la jerarquización de
los dualismos puede o no pretender romper con la sexualización de los
dualismos, o bien deshacerse de los propios dualismos. Cuando ésta es la
intención, yo clasificaría la estrategia en la tercera categoría: la “androginia”.

“Androginia”

Es posible atacar al mismo tiempo tanto la sexualización como la


jerarquización. Los hombres no son más racionales, objetivos y universa-
les que las mujeres, ni es particularmente admirable ser racional, obje-
tivo y universal, al menos en los términos en que la ideología dominante

7. Ver C. Gilligan, In a Different Voice, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1982; P.
Spacks, The Female Imagination, Nueva York, Knopf, 1975; A. Rich, “Origins and History of
Consciousness”, en The Dream of a Common Language: Poems, 1974-1977, Nueva York,
Norton, 1978, p. 7.
8. Ver. Drucilla Cornell & Adam Thurschwell, “Femininity, Negativity, Intersubjectivity”, en
Seyla Benhabib & Drucilla Cornell, Feminism as Critique, Minneapolis, University of Minnesota
Press, 1987; C. Christ, supra nota 1, pp. 26, 130.
9. Ver, p. ej. , Elshtain, “Against Androgyny”, Telos 47, 1981, p. 5.

488
El sexo del derecho

masculina ha definido estas ideas. A través de los años, varias feministas


han tratado de adoptar una actitud crítica en relación con las pretensio-
nes de dominio masculino. El rechazo tanto de la sexualización de los
dualismos como de la jerarquización establecida entre los dos lados de los
dualismos, es a menudo acompañado por un rechazo de todos los dualismos
y una ruptura de los papeles sexuales convencionales.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, hubo un significativo apoyo
a la propuesta de moderar las expectativas puestas sobre los papeles sexua-
les de los hombres y mujeres. William Leach, en su estudio del feminis-
mo en el siglo XIX, afirma que “todas las feministas creían que sólo los
hombres y mujeres fuertes, independientes, pero también tiernos, que
combinaran en su naturaleza las mejores virtudes de ambos sexos, podían
ser buenos cónyuges y buenos padres”. Sólo los “hombres y mujeres
simétricamente desarrollados” eran considerados “seres humanos completos”.10
El renacimiento del movimiento de las mujeres ha traído nuevamente
estas ideas al discurso popular. Algunas feministas sostienen que las mu-
jeres son y deben ser racionales e irracionales, objetivas y subjetivas, abs-
tractas y concretas, universales y particulares. Desde hace no mucho tiem-
po, mujeres influidas por el pensamiento posmoderno, y especialmente
por los movimientos de deconstrucción, han comenzado a cuestionar las
dicotomías básicas.
Esta estrategia desafía el límite entre los dos términos en cada uno de
los dualismos, poniendo en duda la oposición directa entre ellos y negan-
do sus separaciones. Ser irracional es racional, y la objetividad es necesa-
riamente subjetiva.11

3. Críticas feministas al derecho

Las críticas feministas al derecho se dividen en tres grandes categorías,


conforme a las tres categorías de las estrategias feministas que atacan el
dominio masculino en general. La ideología dominante sostiene que el

10. W. Leach, True Love and Perfect Union, Nueva York, Basie Books, 1980, p. 32.
11. Ver Olsen, supra nota 1, pp. 1577-78; C. Heilbrun, Towards a Recognition of Androgyny,
Nueva York, Harper & Row, 1973; E. Cook, Psychological Androgyny, Nueva York, Pergamon
Pess, 1985; W. O’Flaherty, Women, Androgynes, and Other Mythical Beasts, Chicago, The
University of Chicago Press, 1980.

489
Frances Olsen

derecho es racional, objetivo, abstracto y universal y que lo racional es mejor


que irracional, lo objetivo es mejor que lo subjetivo, etc. La primer categoría
consiste en aquellas críticas que atacan la afirmación de que el derecho es
racional, objetivo, abstracto y universal, mientras que están de acuerdo con
que lo racional, objetivo, etc., es mejor que lo irracional, subjetivo, etc. Estas
feministas sostienen que el derecho debería ser racional, objetivo y universal y
luchan para beneficiar a las mujeres, tratando de hacer que el derecho recoja
sus reclamos, y se torne así realmente racional, objetivo y universal. Las críti-
cas de la segunda categoría aceptan que el derecho es racional, objetivo y
universal pero rechazan la jerarquía de los dualismos. Las feministas que man-
tienen este punto de vista, caracterizan al derecho como masculino y patriar-
cal, y en este sentido, ideológicamente opresivo hacia las mujeres. La tercer
categoría de las críticas rechaza tanto la caracterización del derecho como
racional, objetivo, abstracto y universal, como la jeraquización de lo racional
sobre lo irracional, lo objetivo sobre lo subjetivo, etc. Tal derecho no es ni
puede ser racional, objetivo, abstracto y universal. Una vez más, de acuerdo a
esta tendencia feminista, racional e irracional, activo y pasivo, no son polos
opuestos, ni dividen ni pueden dividir el mundo en esferas contrastantes.

Reformismo legal

La primera categoría de las críticas cuestiona la exactitud de la afirma-


ción de que el derecho es racional, objetivo y universal. Acepta la noción
de que el derecho debería ser racional, objetivo y universal, pero denuncia
los modos en que el derecho fracasa en esta aspiración cuando se ocupa de
las mujeres. En particular, las reformadoras feministas denuncian que las
leyes que niegan derechos a las mujeres –o de alguna manera lesionan a
las mujeres– son irracionales, subjetivas y no universales. Esta ha sido la
estrategia feminista legal más importante, y es el soporte teórico de todo
el movimiento por los derechos de la mujer. Incluye un amplio espectro
de argumentos para efectuar reformas legales, desde la pretensión de que
el sexo resulte indiferente como criterio legal hasta la idea de que –para
ser “verdaderamente neutral”– el derecho debe tener en cuenta la actual
subordinación de las mujeres y elaborar normas cuidadosamente diseña-
das para rectificar y superar esta injusta desigualdad. Cada uno de estos
argumentos identifica un aspecto diferente del derecho y denuncia su
fracaso en el intento de ser racional, objetivo y universal.

490
El sexo del derecho

Denuncia de los casos de denegación de la igualdad formal: durante mu-


chos años, las feministas se han quejado de que el derecho establece dis-
tinciones irracionales entre hombres y mujeres. De acuerdo a estas críti-
cas, el derecho debería ser racional y objetivo, y para ello debería tratar a
las mujeres de la misma forma en que trata a los hombres. Este argumen-
to ha sido a menudo exitoso: los jueces han declarado, por ejemplo, la
inconstitucionalidad de leyes que establecían preferencias por los hom-
bres sobre las mujeres, o de leyes que establecían que los padres debían
mantener a sus hijas hasta una edad menor que a sus hijos, o bien de leyes
que fijaban diferentes edades –según se tratara de hombres y mujeres–
para autorizar la compra de bebidas alcohólicas, etc.12
Las feministas también han sostenido con éxito que las leyes deberían
prohibir a empleadores, escuelas, y otros importantes actores sociales,
discriminar a las mujeres. Estas leyes han sido sancionadas y se han gene-
ralizado en parte por la insistencia feminista en que el derecho trate con
igualdad jurídica formal a hombres y mujeres –que el derecho sea real-
mente racional, objetivo y universal–.

Denuncia de los casos de denegación de la igualdad sustancial: para alcanzar


como resultado una igualdad sustancial, puede ser necesario para el dere-
cho tener en cuenta las diferencias que existen entre la gente y consecuente-
mente abandonar la igualdad legal formal. En este sentido, en algunos
casos habrá conflicto entre las feministas que buscan la igualdad formal –
“tratamiento igualitario”– y aquellas que demandan la igualdad sustancial,
a veces a través de un “tratamiento especial”. El debate entre “tratamiento
igualitario” versus “tratamiento especial” tiene lugar dentro de esta misma
amplia categoría de crítica legal. Ambos coinciden en que el derecho debe
ser más racional, objetivo y universal, sólo que no coinciden sobre el resul-
tado particular al que deben traducirse estos rasgos en un caso concreto. Las
feministas que abogan por el “tratamiento especial” reclaman un resultado
verdaderamente neutro y denuncian la falsedad de ciertas instancias de la
igualdad formal, calificándolas de “pseudo-neutralidad”.13

12. Ver Reed v. Reed, 404 U.S. 71,1971; Stanton v. Stanton, 421 U.S. 7, //faltan referencias//
1975; Craig vs. Boren, 429 U.S. 190, 1976.
13. Ver F. Olsen, “From False Paternalism to False Equality: Judical Assaults on Feminist
Community, Illinois 1869-1895”, 84 Michigan Law Review 1518, 1518-20, 1541, 1986.

491
Frances Olsen

Denuncias sobre la existencia de modelos “asimilacionistas” o “masculi-


nos”: otra de las bases de la crítica feminista destinada a demostrar que
el derecho no es verdaderamente racional, objetivo y universal es que en
la actualidad la igualdad se juzga comparando a las mujeres con los
hombres. Para fundar una demanda por discriminación, una mujer tie-
ne que demostrar que es tratada peor de lo que se hubiera tratado a un
hombre. Esto significa que las normas sobre discriminación sexual ope-
ran sobre un modelo “asimilacionista” o “masculino”.14 Las normas so-
bre discriminación sexual sólo sirven para permitir que aquellas mujeres
que eligen actuar como lo hacen los hombres reciban las mismas recom-
pensas que reciben los hombres, es decir, facilitan la primer estrategia
feminista, la que rechaza la sexualización de los dualismos. Cuando el
derecho elige apoyar esta estrategia feminista en lugar de otra, no es
racional y objetivo. Las normas antidiscriminatorias podrían requerir,
por ejemplo, que el trabajo sea estructurado de manera tal que los tra-
bajadores puedan dedicar períodos significativos de tiempo, al cuidado
de sus hijos sin perjudicar sus ingresos o carreras, o podría requerir la
noción de “valor comparable”, es decir, que los trabajos –incluido el
cuidado de los hijos– sean remunerados de acuerdo a la habilidad y
responsabilidad que suponen.15

Denuncia de la exclusión del derecho de la esfera doméstica: las feministas


señalan que el derecho “ha estado claramente ausente de la esfera domés-
tica” 16 y que esto ha contribuido a consolidar la subordinación de las
mujeres. En un nivel práctico, deja a las esposas sin defensa frente a la
dominación de sus maridos, y en un nivel ideológico, “desvaloriza a las
mujeres y sus funciones”. Las actividades importantes de nuestra socie-
dad son reguladas por el derecho, y cuando el derecho mantiene una
postura o posición de “no intervención”, esto implica que “las mujeres

14. Ver C. MacKinnon, Sexual Harassment of Working Women: A Case of Sex Discrimination,
New Haven, Conn., Yale University Press, 1979, pp. 144-46.
15. Ver M. J. Frug, “Securing Job Equality for Women: Labor Market Hostility to Working
Mothers”, 59 Boston University Law Review 55,1979.
16. Ver Taub & Schneider, “Women’s Subordination and the Role of Law”, en D. Kairys
(ed.), The Politics of Law, Nueva York: Pantheon, 1990, p. 151; Kathryn Powers, “Sex,
Segregation, and the Ambivalent Directions of Sex Discrimination Law”, 1979 Wisconsin Law
Review 55, 1979.

492
El sexo del derecho

simplemente no son tan importantes para que sean dignas de regulación


legal”. El aislamiento de la esfera de las mujeres transmite un mensaje
importante: “En nuestra sociedad, el derecho es para los negocios y otros
asuntos importantes. El hecho de que el derecho en general tenga tan
poca conexión con las preocupaciones cotidianas de la mujer refleja y
subraya su insignificancia”. De esta forma, una vez más el derecho fracasa
en su intención de ser verdaderamente racional, objetivo y universal.
Debería hacerse una distinción entre esta descripción de parte de la
ideología y el cuadro más complejo de ideas y de la realidad. La historia
de las políticas de “laissez-faire” en relación con la vida doméstica es con-
siderablemente más compleja de lo que esta descripción sugiere. El dere-
cho ha regulado la vida familiar durante siglos, directa e indirectamente.
Las normas han reforzado también la dicotomía entre el hogar “privado” y
el mercado “público”, y lo han hecho de manera particularmente destruc-
tiva para las mujeres.17

El derecho como orden patriarcal

La segunda categoría de las críticas feministas del derecho acepta la


afirmación descriptiva de que el derecho es racional, objetivo, abstracto y
universal, pero rechaza la jerarquía de lo racional sobre lo irracional, de lo
objetivo sobre lo subjetivo, etc. Estas feministas identifican al derecho
como parte de la estructura de dominación masculina, caracterizan lo
racional, objetivo, etc., como “patriarcal”, y acusan al derecho de ser, por
esto, ideológicamente opresivo hacia las mujeres. Se dice que el sistema
legal tiene una “masculinidad penetrante”. “Toda la estructura del dere-
cho –su organización jerárquica, su estructura procesal litigiosa y
adversarial, y su regular inclinación en favor de la racionalidad por enci-
ma de todos los otros valores– lo define como una institución fundamen-
talmente patriarcal”. 18
Janet Rifkin afirmó que el derecho es un “paradigma de masculini-
dad” y “el símbolo fundamental de la autoridad masculina en la sociedad

17. Ver F. Olsen, supra nota 1, pp. 1501-7; F. Olsen, “The Myth of State Intervention in the
Family”, 18 University of Míchigan Journal of Law Reform 835, 1985.
18. D. Polan, “Toward a Theory of Law and Patriarchy”, en D. Kairys (ed.), The Polítics of
Law, 1ª ed., Nueva York, Pantheon Books, 1982, pp. 294, 300, 302.

493
Frances Olsen

patriarcal”.19 Catherine Mackinnon coincide con la idea de que el dere-


cho es masculino. La objetividad es una norma masculina, además de
constituir la imagen que el derecho proyecta de sí mismo. Por esta razón,
el derecho “no sólo refleja una sociedad en la que los hombres dominan a
las mujeres, sino que las dominan de modo masculino”.20
Esta concepción del derecho conduce a una visión mucho menos optimis-
ta sobre las posibilidades de reforma legal. Mackinnon escribe que “el dere-
cho refuerza más las distribuciones de poder existentes cuanto más
cercanamente se adhiere a su propio ideal supremo de justicia”. Diane Polan
advierte que en la medida en que las mujeres articulen su pensamiento en
términos de “igualdad de derechos” e “igualdad de oportunidades”, y limiten
su lucha al litigio judicial y al lobby, otorgan aprobación tácita al orden social
existente y “abandonan la batalla” por lograr más desafíos radicales a la socie-
dad. El litigio judicial y las propuestas legislativas sólo pueden ser efectivas
–afirma Polan– “cuando son emprendidas en un contexto de cambios econó-
micos, sociales y culturales más amplios”. Rifkin va más allá en la cuestión.
Sostiene que el litigio judicial “no puede conducir a cambios sociales porque,
al sostener y confiar en el paradigma del derecho, el paradigma patriarcal se
mantiene y se refuerza”. Para eliminar el patriarcado, es necesario “desafiar y
transformar” el “paradigma del poder masculino en el derecho”.

Teoría jurídica crítica

La tercera categoría de las críticas feministas del derecho rechaza la


jerarquía de lo racional sobre lo irracional, de lo objetivo sobre lo subjeti-
vo, etc., y niega que el derecho sea o pueda ser racional, objetivo, abstracto
y universal. Las feministas que adhieren a esta tercer categoría –denomi-
nada “teoría jurídica crítica feminista”– están en parte de acuerdo y en
parte en desacuerdo con las dos primeras categorías de críticas.
Estas feministas no menosprecian los beneficios obtenidos a través de
reformas legales feministas en nombre de los derechos de las mujeres,

19. J. Rifkin, “Toward a Theory of Law and Patriarchy”, 3 Harvard Women’s Law Journal 83,
84, 87, 88, 92, 1980.
20. Ver C. MacKinnon, “Feminism, Marxisrn, Method and the State: Toward Feminist
Jurisprudence”, en Signs: Journal of Women ín Culture and Socíety, 1983, Vol. 8, pp. 635, 645.

494
El sexo del derecho

pero resultan poco convencidas por la creencia de que la teoría jurídica


abstracta cumple algún rol en la obtención de estos beneficios. El razona-
miento jurídico y las batallas judiciales no son tajantemente distinguibles
del razonamiento moral y político y de las batallas morales y políticas.
De igual modo, las feministas que adhieren a la teoría jurídica crítica
coinciden con las feministas que definen al derecho como “patriarcal”, en
la afirmación de que el derecho es con frecuencia opresivo para las muje-
res. Sin embargo, están en desacuerdo en que el derecho sea masculino: el
derecho no tiene una esencia o naturaleza inmutable. El derecho es una
forma de actividad humana, una práctica llevada a cabo por gente. Las
personas que ejecutan esta actividad son predominantemente hombres, y
muchos de ellos ofrecen descripciones sobre su actividad que no son ni
podrían ser verdaderas. Si bien es verdad que el derecho ha sido domina-
do por los hombres, los rasgos asociados a las mujeres sólo han sido oscu-
recidos, no eliminados. El derecho no es masculino. El derecho no es
racional, objetivo, abstracto y universal. Es tan irracional, subjetivo, con-
creto y particular como racional, objetivo, abstracto y universal.
El derecho en conjunto no se corresponde completamente con ningu-
no de los lados de los dualismos. El derecho no es universal, racional y
objetivo y, conforme a lo que creemos, jamás podrá serlo.
La afirmación de que el derecho es universal se basa en la creencia de
que el derecho consiste en unas pocas normas o principios, y que estas
normas generales proporcionan fundamentos básicos para resolver casos
particulares. Pero en lugar de esto, el derecho está en realidad formado
por la acumulación de gran cantidad de normas específicas y algunos
principios muy generales. Las normas son demasiado específicas, precisas
y contextuales para considerarlas universales. La existencia de estas nor-
mas es lo que da al derecho el grado de “predecibilidad” que posee, pero
las normas son demasiado particulares: cada norma cubre muy pocos ca-
sos para hacer que el derecho sea universal. Por ejemplo, en la actualidad
hay una norma que establece que los estados pueden sancionar leyes so-
bre estupro diferenciadas según el género o sexo para reducir la incidencia
de los embarazos de las adolescentes, y hay otra norma que establece que
la emancipación por mayoría de edad no puede estar basada en el género
o sexo. En el caso “Michael M. vs. Sonoma County”,21 la Corte Suprema

21. 450 U.S. 464 (1981).

495
Frances Olsen

(de los EE.UU.) aceptó la validez de una norma sobre estupro que esta-
blecía diferencias según el sexo que, de acuerdo a la Corte Suprema de
California, fue sancionada para reducir la incidencia de embarazos de
adolescentes. En el caso “Stanton vs. Stanton”,22 la Corte Suprema declaró
que una ley del estado de Utah –que establecía que el padre debía mante-
ner a su hijo hasta los 21 años pero podía dejar de mantener a su hija a los
18 años– era inconstitucional. Lo que quiero decir no es que estas dos
normas estén en conflicto, ni que las soluciones de los casos no puedan
conciliarse. Más bien es que cada una de estas dos normas se aplica a muy
pocas circunstancias para proporcionar una respuesta universal a la cues-
tión de cuándo pueden los estados sancionar leyes basadas en el género.
Los principios o standards, por otra parte, son demasiado vagos e inde-
terminados para poder resolver casos. En todo caso interesante que se
disputa, pueden encontrarse al menos dos principios amplios y generales,
diferentes entre sí, que podrían aplicarse al caso y conducir a resultados
distintos. Por ejemplo, el principio de “no intervención” en la familia a
menudo ofrecerá un resultado, mientras que el principio de protección
de los menores ofrecerá el resultado opuesto. Así como las normas se apli-
can a muy pocos casos, los principios se aplican a demasiados. El sistema
legal fluctúa en su fundamento entre normas y principios, pero su aspira-
ción de ser universal jamás se ha concretado. El derecho no es más abs-
tracto y universal que personalizado y contextual.
El derecho tampoco es racional. Los esfuerzos de las feministas por
desarrollar una elaboración racional de derechos igualitarios para los seres
humanos destinada a lograr derechos para las mujeres no ha funcionado y
no funcionará. Los conflictos clásicos entre igualdad de oportunidades e
igualdad de resultados, entre derechos naturales y derechos positivos, y
entre “derechos considerados como garantía de seguridad” y “derechos
considerados como garantía de libertad” transforman al análisis jurídico
en un instrumento incapaz de resolver ningún conflicto significativo.23
Más específicamente, si una solución protege la libertad de acción del

22. 421 U.S. 7 (1975).


23. F. Olsen, “Statutory Rape: A Feminist Critique of Rights Analysis”, 63 Texas Law Review
391, 1984; J. Singer, “The Legal Rights Debate in Analytical Jurisprudence from Bentham to
Hohfeld”, Wisconsin Law Review 975 1982; D. Kennedy, “The Structure of Blackstone’s
Commentaries”, 28 Buffalo Law Review 205, 1979; O. W. Holrnes, “Privilege, Malice, and
Intent”, 8 Harvard Law Revíew 1 1894.

496
El sexo del derecho

actor, el resultado opuesto protege la seguridad del demandado. Si una


solución protege la igualdad formal de tratamiento de la mujer, su dere-
cho a la igualdad sustancial requiere un resultado diferente. Ésta es la
razón por la cual, por ejemplo, las feministas se dividen en posiciones
opuestas en el caso “California Federal vs. Guerra”.24 Algunas feministas
afirman que la igualdad formal requiere que el derecho trate al embarazo
del mismo modo que a cualquier otra incapacidad temporal, mientras
que otras feministas sostienen que la igualdad sustancial requiere que las
mujeres puedan dar nacimiento a sus hijos sin perder sus trabajos, aun-
que no se justificara ninguna otra ausencia temporal en el trabajo. En
consecuencia, algunas feministas afirman que las mujeres deberían insis-
tir sobre la igualdad formal y rechazar cualquier forma de licencia especial
por maternidad; mientras que otras feministas argumentan que las muje-
res que trabajan necesitan una licencia por maternidad adecuada, aunque
no se otorgue ninguna licencia similar a los hombres o a otras personas
que no están embarazadas. El derecho no proporciona ningún funda-
mento racional para elegir qué derecho reconocer y proteger en cada caso
particular. El análisis jurídico no puede resolver estos conflictos, y no
hace más que reexpresarlos en forma distinta y, en todo caso, más oscura.
Finalmente, el derecho no es objetivo. La idea de que el derecho es
objetivo es refutada por el gradual reconocimiento de que las cuestiones
políticas aparecen en todas partes. Cada vez que se hace una elección,
cada decisión legal que no sea tan obvia o tan simple que no genere con-
troversia, es una decisión que se basa en razones políticas –que por defini-
ción no pueden ser objetivas–. En este sentido, es simplemente un error
decir que el derecho es o podría ser racional, universal y objetivo. El dere-
cho no coincide con un único lado de los dualismos.
Algunas veces la teoría legal dominante reconoce que el derecho no es
universal, racional y objetivo. La ideología dominante reconoce los co-
múnmente llamados “rasgos femeninos” –y de hecho los celebra– pero
sólo en la periferia, o en su propia “esfera separada.” Por ejemplo, el dere-
cho de familia puede ser subjetivo, contextual y personalizado, pero se
supone que el derecho comercial es universal, racional y objetivo. Igual-
mente, se supone que los principios generales del derecho son universales,
racionales y objetivos, aunque puede haber excepciones minoritarias y

24. 107 S. Ct. 683 (1987).

497
Frances Olsen

doctrinas que permitan alguna influencia de lo subjetivo, concreto y par-


ticular. Para las feministas es importante corregir ésta percepción equívo-
ca, disolver los ghettos del derecho y mostrar que no se puede excluir lo
particular, irracional y subjetivo de ningún ámbito del derecho.
Una forma a través de la cual la ideología dominante hace que el dere-
cho aparezca como universal, racional y objetivo es expulsando hacia la
periferia del derecho aquellas áreas supuestamente teñidas por principios
inasibles y discrecionales –áreas como el derecho de familia, las normas
que rigen las relaciones entre administrador de una herencia y beneficia-
rio y, en general, las relaciones entre representante y representado–. Se
presenta a los problemas centrales y a las áreas más importantes del dere-
cho como universales, racionales y objetivos. Podemos mostrar, sin em-
bargo, que aunque se las deje de lado, áreas tales como el derecho de
familia o las normas sobre administración de bienes ajenos, representa-
ción y mandato, influyen sobre el resto del derecho –incluyendo aquellos
ámbitos que se suponía eran el bastión de lo que se conoce como “princi-
pios masculinos del derecho”–. Por ejemplo, la ideología del mercado
depende de la ideología de la familia, y el derecho comercial sólo puede
entenderse adecuadamente si se reconoce la interrelación entre éste y el
derecho de familia.25
Otra técnica por la cual la ideología dominante hace aparecer al dere-
cho como universal, racional y objetivo es separando cada área entre, por
un lado, una serie de normas básicas o un “centro” masculino que sería
universal, racional y objetivo, y por otro lado, una periferia de excepcio-
nes, que pueden contener elementos irracionales y subjetivos. Por ejem-
plo, el derecho contractual es atemperado por excepciones subjetivas, va-
riables o altruistas, como los principios sobre responsabilidad
precontractual. El núcleo básico del derecho contractual –se dice– sigue
siendo universal, racional y objetivo. Las feministas pueden romper con
esta imagen mostrando que el conflicto entre la “norma” individualista y
la “excepción” altruista, reaparece con cada doctrina. Cada doctrina es
una elección o un compromiso entre clases de impulsos individualistas o
altruistas. Este análisis feminista también problematiza sobre cuál debe

25. Ver Olsen, supra nota; ver también D. Kennedy, “The Political Significance of the Structure
of the Law School Curriculum”, 14 Seton Hall Law Revíew 1, 1983; D. Kennedy, “The Rise
and Fall of Classical Legal Thought”, mimeo inédito, 1975.

498
El sexo del derecho

ser la regla y cuál la excepción. No es posible separar las áreas del derecho
entre un centro y una periferia: los rasgos asociados con la mujer no pue-
den ser excluidos del derecho.26

Conclusión

Como he dicho, las estrategias feministas para poner en cuestión la


teoría jurídica son análogas a las estrategias feministas para poner en cues-
tión el dominio masculino en general. La postura que rechaza la
“sexualización” tiene repercusiones sobre la postura que defiende la “re-
forma legal”, la que rechaza la jerarquización está vinculada con la del
“derecho como patriarcado”, y la postura de la “androginia” coincide con
la “teoría jurídica crítica”. Pero no pretendo decir que la relación sea algo
más que eso: una analogía, o un eco. Las series de categorías no son idén-
ticas, y ninguna estrategia de uno de los conjuntos requiere o conlleva
necesariamente estrategias del otro conjunto.
Primero, no existe relación necesaria entre la actitud de una persona en
relación con la sexualización de los dualismos y su actitud frente a la
identificación del derecho con lo racional, objetivo y universal. Además,
alguien puede aceptar la jerarquización para algunos propósitos determi-
nados –por ejemplo, podría creer que es mejor para el derecho ser racio-
nal, objetivo y universal– y sin embargo rechazar la jerarquización en
general. Algunas feministas están de acuerdo con la “androginia” pero
igualmente sostienen que el derecho es patriarcal. De igual manera, uno
puede apoyar la teoría jurídica crítica feminista y aún creer tanto que las
mujeres son inherente o racionalmente superiores a los hombres (segun-
da estrategia feminista) como que las mujeres deberían esforzarse por ser
racionales, activas y demás (primera estrategia feminista).
Mi apoyo a la posición “andrógina” no requeriría necesariamente mi
apoyo a la teoría jurídica crítica –y viceversa–, pero ambas están relacionadas

26. Ver M. J. Frug, “Rereading Contracts: A Feminist Analysis of a Contracts Casebook”, en


American University Law Review 1065, 1985; C. Dalton, “An Essay in the Deconstruction of
Contract Doctrine,” 94 Yale Law Journal 997, 1985; D. Kennedy, “Form and Substance in
Private Law Adjudication”, 89 Harvard Law Review 1685, 1976; R. Unger, “The Critical
Legal Studies Movement”, 96 Harvard Law Review 561, pp. 618-48, 1983.

499
Frances Olsen

con mis valores y visión del universo y ambas dan forma a mi actividad
política. Nada en ninguna de estas teorías aportará respuestas fáciles a
preguntas concretas tales como “¿se beneficiarían las mujeres realmente
con más intervención estatal en el derecho de familia?” o “¿podrían las
normas sobre violación proteger a las mujeres adolescentes sin oprimirlas
ni degradarlas?” Lo que yo espero es que mejorando las teorías sobre las
que operamos, podamos comprender mejor lo que está en juego en cues-
tiones como éstas. Espero que reconociendo la imposibilidad de las res-
puestas fáciles y lógicas, podamos liberarnos para pensar sobre estas cues-
tiones de una manera más constructiva e imaginativa. Es imposible sepa-
rar al derecho de la política, de la moral y del resto de las actividades
humanas: por el contrario, el derecho es una parte integral del entramado
de la vida social.

500
Nuevos desarrollos de la teoría jurídica*
Robert W. Gordon

Las actuales preocupaciones de algunos de los teóricos progresistas so-


bre el derecho pueden parecer –en el mejor de los casos– desconcertantes,
o –en el peor–, inútilmente académicas y oscuras. En todas las reuniones
del Congreso de Critical Legal Studies, uno puede percibir el surgimiento
de estas barreras de sorpresa o irritación entre aliados políticos que se ven
a sí mismos en la ocasión como “teóricos” o “prácticos”. No se trata, en
absoluto, de que los “prácticos” estén en contra de la teoría. Están ávidos
de una teoría que pueda ayudarlos a darle sentido a sus prácticas; que les
proporcione un orden significativo dentro de parámetros más amplios de
cambio histórico o de estructuras de acción social; que los ayude a resol-
ver el eterno dilema de si es contradictorio o no ser un “abogado radical”,
de si el medio en el que trabajamos termina inevitablemente corrompién-
donos, de si nuestras victorias son a la larga derrotas y nuestras derrotas,
victorias; que sugiera qué tácticas intentar poner en práctica en el ilimita-
do océano de mezquindad y limitaciones que nos rodea. Pero lo que resca-
tan de los “teóricos” no es este tipo de teoría (de hecho, hasta cierto pun-
to, la niegan), sino más bien, ensayos tales como “La estructura de los
Comentarios de Blackstone” (“The Structure of Blackstone´s Commentaries”)
y “La reificación en el razonamiento jurídico” (“Reification in Legal
Reasoning” ) e incluso “La importancia de la toma de decisiones normati-
vas: las limitaciones del análisis económico del derecho como base para
una jurisprudencia liberal ejemplificadas por la regulación del desarrollo
de viviendas vacacionales” (“The importance of Normative Decision-Making:
The Limitations of Legal Economics as Basis for Liberal Jurisprudence As

* Publicado en Kairys, David (ed.), The Politics of Law, Nueva York, Pantheon, 1990, pp. 414-
425. Traducción de María Luis Piqué y Christian Courtis.

501
Robert W. Gordon

Illustrated by the Regulation of Vacation Home Development”) 1 –artículos


muy técnicos y aparentemente lejanos de cualquier posibilidad de com-
promiso cotidiano–. Mi intención no es la de tratar de explicar o siquiera
resumir estos trabajos, que son densos, difíciles y muchas veces inaccesi-
bles, sino la de sugerir por qué la gente que escribe estos trabajos lo hace
de esa manera, y cómo podría concebírselos como un elemento útil para
actuar en el campo de nuestros compromisos políticos.
Para demostrar cómo pudo alguien haber llegado a adoptar esta clase
de proyecto teórico, intentaré describir la biografía intelectual de esa per-
sona. Esta será una biografía compuesta, en parte imaginaria y en parte
autobiográfica. No se trata del relato de la historia de ninguna persona
involucrada en el movimiento de Critical Legal Studies en particular; tam-
poco podría serlo, ya que provenimos de diferentes puntos de partida:
algunos somos profesores de derecho con inquietudes intelectuales
humanísticas y participación en causas políticas liberales (los derechos
civiles y anti-bélicos) en las décadas del ‘60 y del ‘70; otros son activistas
radicales de los ‘60 que se identificaron con versiones neo-marxistas del
socialismo teórico, o con el feminismo, o ambos; otros son fundamental-
mente abogados prácticos, muchos asociados con el National Lawyers
Guild* que trabajan en acciones judiciales colectivas, servicios de asisten-
cia jurídica y otras organizaciones progresistas. Pero pese a la diversidad
que hay detrás de este grupo de personas, y de los conflictos perpetuos
acerca de temas metodológicos, existe un sorprendente número de coinci-
dencias en el trabajo del grupo, que sugieren que puede haber algunos
rasgos en común en nuestro desencantamiento con la cultura legal liberal.
Imaginemos por lo tanto a alguien que comenzó a cuestionarse seria-
mente acerca del derecho como estudiante de la Facultad de Derecho a
fines de la década del 60. A esta persona le habría chocado el sorprendente
contraste entre las preocupaciones del plan de estudios y el mundo exterior.

1. Duncan Kennedy, “The Structure of Blackstone‘s Commentaries”, 28 Buffalo Law Review


205, 1979; Peter Gabel, “Reification in Legal Reasoning” en Stephen Spitzer (ed.), Research
in Law and Sociology, Greenwich, Conn., JAI Press, 1980, 3: 25-51; Thomas C. Heller, “The
Importance of Normative Decision-Making: The Limitations of Legal Economics as a Basis
for Liberal Jurisprudence as Illustrated by the Regulation of Vacation Home Development”,
Wisconsin Law Review 385, 1976.
* Organización estadounidense de abogados progresistas dedicados a litigar en causas de
interés público. [N. de los T.]

502
Nuevos desarrollos de la teoría jurídica

Cuando un estudiante de derecho menciona hoy en día “el mundo real”,


generalmente se refiere al mundo de la práctica legal, pero en 1968 “la
realidad” era el increíble caos político externo. El contraste con la orienta-
ción de la educación legal ortodoxa fue probablemente uno de los tantos
factores que quebró la autoridad que tenía el plan de estudios, junto con la
de los profesores que lo exponían, de tal modo que jamás la han recuperado.
Nuestros profesores nos enseñaron básicamente a hacer dos cosas: análi-
sis doctrinario y análisis de motivos de conveniencia política (policy analysis).
El análisis doctrinario era (lo reconozco hoy en día) una suerte de “realismo
legal” suavizado: aprendimos a distinguir los argumentos formales para so-
lucionar un caso y a encontrar la capa subyacente de justificaciones que
realmente lo explicaría: una capa de “principios” y “propósitos” detrás de las
reglas. El análisis de conveniencia política (policy analysis) era una clase de
método utilitarista rápido para usar en casos difíciles –se suponía que nos
permitía luchar por resultados que podrían servir eficientemente a políticas
sociales de alguna manera inherentes al sistema legal–. Las políticas deriva-
ban ya sea de la apelación a un consenso general de valores (seguridad
personal, crecimiento económico) o a una asumida (y asumida como bue-
na) tendencia del desarrollo histórico (tales como “de la protección de los
productores a la protección de los consumidores”). A veces podía haber
conflicto entre distintas directrices políticas que representaran intereses en-
contrados: aquí la función del análisis político era ofrecernos una herra-
mienta automática para lograr un “equilibrio de intereses”.
De acuerdo con este cuadro, un abogado verdaderamente inteligente,
experto en estas técnicas, sería capaz de descubrir –a través del sólo uso
del razonamiento jurídico– las mejores soluciones sociales para práctica-
mente todos los problemas legales. La imagen del abogado ideal era la de
un “tecnócrata” con simpatías (moderadas) hacia el reformismo liberal,
agresivo litigante sin dejar de ser un caballero de buenos modales. Los
abogados-tecnócratas inteligentes que representaran a las empresas serían
contrarrestados por los abogados-tecnócratas inteligentes del gobierno. Y
aún más: los abogados empresariales, entrenados para vislumbrar los pro-
pósitos, las directrices políticas y las tendencias históricas subyacentes a
las normas, aconsejarían a sus clientes empresarios a “jugar” en ese nivel
más profundo de las normas por sus propios intereses de largo plazo, y se
comprometerían en su tiempo libre en esfuerzos de reforma legal para hacer
que las normas fueran coherentes con los principios y se actualizaran con
los cambios de condiciones sociales.

503
Robert W. Gordon

La política reinante hizo que los estudiantes de fines de la década del


60 y principios de la del 70 se dieran cuenta de modo mucho más sencillo
que sus antecesores de qué es lo que había de malo en ver al derecho como
una técnica natural y benévola. La apelación a un profundo consenso
social difícilmente pudiera tener éxito en una sociedad que parecía dividirse
todos los días entre blancos y negros, “halcones” y “palomas”,* hombres y
mujeres, hippies y “caretas” (straights),, padres e hijos. La apelación a un
sentido subyacente del progreso histórico estaba en crisis por los mismos
motivos. La visión del derecho como una ciencia política tecnocrática,
administrada por una elite desinteresada, se vio oscurecida, por decirlo de
manera suave, para cualquiera que observara a los “mejores y más brillan-
tes” dirigir y justificar la guerra en Vietnam. La fluida jerga optimista de
la ciencia política en medio de esa matanza y sufrimiento injustificables
parecía no sólo absurdamente remota del mundo real sino también lite-
ralmente insana.
Bajo estas condiciones, los juristas jóvenes sintieron la necesidad de
una visión más razonable y menos comprometida de las funciones socia-
les del derecho, y muchos de nosotros la encontramos en la vocación
emergente del jurista activista-reformista, liberal pero “anti-establishment”,
que empleara las técnicas del sistema en contra del propio sistema, traba-
jara a favor del mejoramiento de las normas sustantivas, de procedimien-
tos más abiertos y representativos, de burocracias más sensibles a las nece-
sidades de la gente y, en general, tratara de hacer efectivas y reales las
promesas formales de justicia igualitaria del derecho.
Lo importante aquí no está en los logros concretos de los juristas que
adoptaron esta vocación (aunque personalmente creo que fueron sustan-
ciales), sino en cómo el hacer este trabajo pudo haber contribuido a su
desarrollo intelectual. La contribución más importante fue probablemente
una educación que permitía ver las numerosas formas en las que el siste-
ma jurídico no era un conjunto de “técnicas neutrales” disponibles para
cualquiera que pudiera tomar control de sus “palancas y poleas”, sino un
juego gravemente inclinado en favor de los más ricos y poderosos. El pro-
cedimiento judicial era tan caro y lento que una de las partes podía agotarse
en un simple pleito contra un enemigo que podía pelear decenas. Uno

* “Partidarios de la intervención armada” y “pacifistas”, respectivamente, en la jerga política


estadounidense. [N. de los T.]

504
Nuevos desarrollos de la teoría jurídica

podía obtener la sanción de regla más favorable posible pero su aplicación


concreta parecía inimaginable. Y aun las “victorias doctrinales” se obtu-
vieron demasiado temprano: cuando aparecía una línea jurisprudencial
promisoria, rápidamente era relativizada a través de condicionamientos y ex-
cepciones que eliminaban su potencial carácter amenazante (por ejem-
plo, la doctrina antidiscriminatoria se debilitó al limitarse su aplicación a
la acción del Estado contra individuos particulares, sin llegar a extenderse
a las acciones sistemáticas de los particulares en contra de grupos; la doc-
trina de la igualdad flirteó brevemente con medidas contra la desigualdad
económica, pero luego se echó atrás). 2
A esta altura, la necesidad de una teoría que explicara qué estaba suce-
diendo se hizo más aguda; y lo que parecía requerirse era una clase de teoría
que conectara lo que ocurría en el sistema legal con un contexto político-
económico más amplio. Sobre este punto, el pensamiento ortodoxo tenía
muy poco para ofrecer porque, aunque los juristas liberales habían aprendi-
do de los realistas que el derecho es una forma de política social, sus méto-
dos de trabajo mantenían las cuestiones técnicas (definidas estrechamente
como jurídicas) en la fachada del análisis legal: las convenciones académicas
señalaban que cuando fuera necesario discutir el contexto social, ello debía
hacerse casualmente y al pasar. Los juristas liberales activistas que atravesa-
ron este proceso de desencantamiento radical se vieron obligados a volver a
las fuentes de la teoría social y política que las facultades de derecho habían
expulsado de su consideración. Cuando lo hicieron, fue como descubrir
que lo que les había sucedido fue algo de lo que habían sabido siempre,
pero que habían reprimido parcialmente.
Las principales clases de explicaciones de sentido común de las que
disponían eran las llamadas “teorías instrumentalistas” de la relación en-
tre el derecho y la sociedad. 3 En la versión liberal, el derecho es la res-
puesta a las “demandas” sociales. Estas demandas son frecuentemente
aquellas de grupos de interés específicos que quieren obtener ventajas del

2. Ver Alan D. Freeman, “Legitimizing Racial Discrimination Through Anti-Discrimination


Law: A Critical Review of Supreme Court Doctrine”, 62 Minnesota Law Review 1049, 1978;
Derrick A. Bell, “Bakke, Minority Admissions, and the Usual Price of Racial Remedies”, 67
California Law Review 3, 1979.
3. Algunos textos “instrumentalistas” clásicos son David B. Truman, The Governmental Process:
Political Interests and Public Opinion, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1951; y Ralph Miliband,
The State in Capitalist Society, Nueva York, Basie Books, 1969.

505
Robert W. Gordon

Estado: el derecho representa la negociación de compromiso entre los


múltiples grupos de interés en conflicto. Otras veces las demandas son
expresadas de manera más genérica como las “necesidades” funcionales de
la “sociedad” o de la “economía”: por ejemplo, el “mercado” necesita es-
tructuras estables para el cálculo racional, a lo que el sistema jurídico
responde con la ejecución forzada de los contratos, formas de asegura-
miento de las transacciones, el registro de los títulos de la propiedad, etc.
En la versión marxista ortodoxa del instrumentalismo, por supuesto, el
derecho burgués no es el producto de las demandas de cualquier grupo,
sino, más específicamente, de la clase capitalista dominante. En ambas
versiones, el mundo “duro” de las acciones económicas (o estructura) de-
termina lo que pasa en el mundo “blando” de las normas y procedimien-
tos legales (como parte de la “superestructura” ideológica). También es
común a ambas versiones una profunda teoría lógica del cambio históri-
co. En la versión liberal, suele ser: feudalismo-mercantilismo-capitalismo
industrial-capitalismo organizado-capitalismo benefactor moderno; en la
versión marxista es básicamente similar, con algunas diferencias menores.
Ambas versiones asumen que los sistemas legales atraviesan diferentes
estadíos que son funciones necesarias de la organización económica preva-
leciente. Los liberales, por ejemplo, explican el derecho de daños del siglo
XIX, que colocaba todos los riesgos de accidentes o defectos de la produc-
ción sobre los trabajadores o consumidores, tanto como funcional a esa
etapa de desarrollo industrial (porque las industrias nacientes necesita-
ban mantener costos bajos) o como resultado de un desequilibrio temporario
(y prontamente solucionado) del poder político en favor de los capitalis-
tas. Los instrumentalistas marxistas dicen más directamente que los capi-
talistas simplemente impusieron esos costos a los trabajadores.
Si uno tuviera que elegir entre estas teorías –ambas representadas a
propósito de la manera más cruda y sin pretender de ninguna manera
representar lo mejor que cada una tiene para ofrecer–, la versión marxista
tendría una capacidad explicativa considerablemente mayor, ya que la
noción pluralista-liberal de que ningún grupo de interés puede “captu-
rar” al sistema y hacerlo jugar a favor de sus propios intereses parece con-
tradecir la experiencia histórica y práctica de aquellos abogados desencan-
tados. Las versiones liberales no explican realmente por qué tal cantidad
de personas sufre un tratamiento atroz por parte del sistema, a veces por
décadas, sin una organización efectiva para combatirlo, o por qué el sis-
tema parece funcionar de manera tal que refuerza las desigualdades de

506
Nuevos desarrollos de la teoría jurídica

clase, raza y sexo: parece tener una inclinación estructural hacia la repro-
ducción de las relaciones de clases existentes.
De todas maneras, toda persona que se pusiera a pensar sobre el tema
comenzaría a ver los diversos problemas de una teoría instrumentalista
cruda. No parece que los capitalistas ganen siempre en la política y en el
derecho: a los trabajadores se les garantizaron derechos para organizarse y
negociar colectivamente, los negros obtuvieron la abolición de la esclavi-
tud y algunas acciones positivas del gobierno destinadas a promover sus
derechos, a los radicales se les garantizó el derecho a enseñar y la libertad
de expresión, los pobres recibieron beneficios sociales, etc. Obviamente,
todo esto podría ser re-racionalizado como un modo de servir los intereses
de la clase capitalista dominante a largo plazo, pero eso supondría consi-
derables refinamientos de la teoría. Algunos autores hablaron de la estra-
tegia del “liberalismo corporativo” –la clase dominante promueve progra-
mas sociales benefactores desde el gobierno y la regulación de los nego-
cios para evitar desequilibrios sociales tanto políticos (a través de manifes-
taciones populares) como económicos (a través de una competencia caóti-
ca)–. Otros autores, inspirados en fuentes neo-marxistas europeas, co-
menzaron a hablar del derecho como un medio de “legitimación” de la
sociedad de clases: para que sea soportable para aquellos que lo sufren en
mayor medida, el derecho debe ser percibido como relativamente justo,
de modo que la clase dominante no gane siempre. Algunos otros, am-
pliando aún más esta visión, creen que las promesas del sistema legal de
proteger igualmente los derechos de libertad y seguridad para todos en la
sociedad (junto con otros factores tales como un cierto porcentaje de
movilidad social, seguridad social para todos y el mérito como criterio
aparente a la hora de determinar los ingresos de cada uno y su riqueza)
son inherentes a la legitimación de la sociedad capitalista –promesas que
a veces deben cumplirse–.4 De modo que, como el sistema legal debe al
menos parecer universal, tiene que operar hasta cierto punto de manera
independiente (o, como se dice, con “autonomía relativa”) de los intereses
económicos concretos o clases sociales. Y esta necesidad de legitimación

4. Ver Edward P. Thompson, “The Rule of Law”, en Whigs and Hunters, Nueva York, Pantheon
Books, 1975; Douglas Hay et al., Albion‘s Fatal Tree: Crime and Society in Eighteenth-Century
England, Nueva York, Pantheon Books, 1975; Mark V. Tushnet, “A Marxist Analysis of
American Law”, 1 Marxist Perspectives 96, 1978.

507
Robert W. Gordon

es lo que hace posible que otras clases usen el sistema en contra de sí


mismo, al tratar de hacerlo caer en sus propias trampas y forzarlo para que
cumpla sus promesas utópicas. Semejantes promesas pueden volverse en-
tonces puntos de partida para organizarse de manera que el Estado y el
derecho sean no meros instrumentos de dominación, sino también esce-
narios para la lucha de clases.5
Una vez que los juristas progresistas se acostumbraron a pensar de esta
manera, surgió una nueva serie de problemas y preguntas. Uno era que
desde esta mirada del asunto, las duras luchas ganadas para lograr nuevos
derechos a favor de los oprimidos comenzaron a parecer victorias ambi-
guas. Las instituciones legales oficiales habían sido obligadas a reconocer
reclamos sobre la base de promesas utópicas. Pero estos logros reales pu-
dieron haber profundizado la legitimación del sistema como un todo: el
movimiento obrero se aseguró los derechos vitales de organizarse y hacer
huelga, a expensas de entrar en una estructura de regulación legal que
certificó la legitimidad de que los patrones tomen las decisiones más im-
portantes acerca de las condiciones de trabajo.6
De todos modos, cuando uno comienza a concentrarse en esta clase
de problemas, presta mucha más atención a lo que los instrumentalistas
llaman aspectos “blandos” o “superestructurales” del sistema legal. Si lo
importante del derecho es que sirve para legitimar el orden ya existente,
uno comienza a preguntarse de qué manera lo hace. Y para esto, uno no
sólo se fija en las formas –innegablemente numerosas y específicas– en
las que el sistema legal funciona para perjudicar a la gente pobre
–aunque sea importante hacer eso también, denunciándolo tan a me-
nudo y tan poderosamente como sea como posible– sino también las
maneras en que el sistema parece a primera vista básicamente no con-
trovertido, neutral y aceptable. Esta es la noción de “hegemonía” de
Antonio Gramsci: que la forma más efectiva de dominación se da cuando
tanto la clase dominante como la dominada creen que el orden existente,
tal vez con algunos cambios marginales, es satisfactorio, o al menos repre-
senta lo mejor que cualquiera puede esperar, ya que las cosas tienen que ser

5. Ver Thompson, supra//op. cit. nota 4; David M. Trubek, “Complexity and Contradiction in
the Legal Order: Balbus and the Challenge of Critical Social Thought About Law”, 11 Law
& Society Review 527, 1977.
6. Ver Karl Klare, en D. Kairys (ed.), The Politics of Law, 2° ed., Nueva York, Pantheon, 1990,
pp. 61-89.

508
Nuevos desarrollos de la teoría jurídica

casi como son.7 Por eso, dice Gramsci –y los juristas “críticos” estadouni-
denses que han aceptado este concepto están de acuerdo con él–, uno debe
mirar con mucha atención estos sistemas de creencias, estas convenciones
profundamente arraigadas sobre política, economía, jerarquías, trabajo, ocio,
y en última instancia sobre la naturaleza de la realidad, que inducen pro-
fundamente a la parálisis, ya que hacen difícil para la gente (incluso para la
clase dominante) tan sólo imaginar que la vida podría ser diferente y mejor.
No es que la ideología drogue a las masas y les haga pensar que sus gober-
nantes y jefes son ideales, que la vida es justa y que todos merecemos el
destino que tenemos. La mayoría de la gente piensa que el sistema juega
con los dados cargados a su favor, y que lo que les toca en realidad es bastan-
te miserable. Aun así, una ideología puede ser “hegemónica” si su efecto
práctico es el de impedir que puedan imaginarse órdenes alternativos. A los
trabajadores pueden no gustarles mucho las reglas autoritarias que rigen en
el lugar de trabajo. Y pese a eso, pueden no luchar por una mayor democra-
cia económica, porque han aceptado los argumentos que dicen que dismi-
nuiría la eficiencia, dejando a todos una porción más pequeña de la torta; o
que no están lo suficientemente preparados como para administrar la em-
presa; o que estaríamos frente a un orden extraño, una suerte de “comunis-
mo”. El orden existente puede afectar terriblemente la salud, la personali-
dad, la vida familiar y la autoestima, y aún ser tolerado como “el sistema
que tenemos, con todos sus defectos”.
El derecho, como la religión y las imágenes de la televisión, es uno de
los conjuntos de creencias –ligado con otros tantos conjuntos de creen-
cias no jurídicas pero similares– que convencen a la gente de que todas las
relaciones jerárquicas en las que viven y trabajan son naturales y necesa-
rias. Un pequeño negocio está compuesto por personas que tienen
mentalizadas creencias tales como: “yo puedo decirle a esta gente qué
tiene que hacer y, si no se porta muy amablemente conmigo o no se apura
en cumplir, puedo despedirla porque: a) soy el dueño del negocio; b) su
único derecho es el de recibir un salario mínimo; c) yo estudié en la
facultad y ellos no; d) no trabajarían tan dura y eficientemente si yo no
estuviera constantemente encima de ellos; un negocio no puede ser efi-
ciente si no existe una fuerte estructura vertical de poder; e) si no les

7. Ver Antonio Gramsci, Selections from the Prison Notebooks, en Quinton Hoare & Geoffrey
Nowell-Smith (ed.), Nueva York, International Publishers, 1971, pp. 195-96, 246-47.

509
Robert W. Gordon

gusta, pueden irse”; etc. –y los empleados, aunque con menos convicción
y entusiasmo, también creen lo mismo–. Tómese por ejemplo el derecho
de propiedad de la empresa: no es probable que los empleados piensen
que pueden cuestionarlo porque hacerlo significaría poner en peligro su
propio sentido de la propiedad, que ellos mismos ejercitan en otros as-
pectos de su vida (“yo soy dueño de esta casa, de modo que puedo decirle
a mi cuñado que no se le ocurra pisarla”). Se encuentran bloqueados por
un conjunto de creencias que hace abstracto y generaliza el sentido de la
propiedad.
Por ello, el trabajo que desarrollan varios juristas “críticos” consiste en
describir algunos de estos sistemas interconectados de creencias –“dibu-
jando su mapa”–. Inspirándose en los trabajos de autores estructuralistas
como Lévi-Strauss y Piaget, afirman que las “ideas jurídicas” pueden ser
ordenadas en estructuras, tales como códigos culturales complejos. La
manera en que los seres humanos experimentan el mundo es construyen-
do y manteniendo colectivamente sistemas de significados compartidos
que hacen posible para todos la interpretación de las palabras y acciones
de los demás.8
El derecho es tan sólo uno de los tantos “sistemas de significado” que la
gente construye para sobrellevar uno de los aspectos más amenazantes de
la vida social: la amenaza que representan las otras personas, cuya coope-
ración resulta indispensable para nosotros (no podemos siquiera tener
una identidad individual sin que los demás nos definan socialmente),
pero que podrían matarnos o esclavizarnos. Parece esencial tener un siste-
ma que distinga las interacciones positivas (contratos, impuestos para sol-
ventar los bienes públicos) de las negativas (crímenes, daños, allanamientos
ilegales, confiscaciones inconstitucionales de la propiedad). En Occiden-
te, las estructuras de creencias jurídicas, junto con las económicas y polí-
ticas, han sido construidas para realizar esta distinción. Estos sistemas,

8. Ver, por ejemplo, Kennedy, supra nota 1; Isaac D. Balbus, “Commodity Form and Legal
Form: An Essay on the Relative Autonomy of the Law”, 11 Law & Society Review 571, 1977;
Thomas C. Heller, “Is the Charitable Exemption from Property Taxes an Easy Case? General
Concerns About Legal Economics and Jurisprudence”, Essays on the Law and Economics of
Local Governments, Daniel Rubinfeld (ed.), Washington, D. C., Urban Institute, 1979, pp.
183-251; Al Katz, “Studies in Boundary Theory: Three Essays in Adjudication and Politics”,
28 Buffalo Law Review 383, 1979; Roberto Mangabeira Unger, Knowledge and Politics, Nueva
York, The Free Press, 1975.

510
Nuevos desarrollos de la teoría jurídica

por supuesto, fueron creados por elites que creían estar llamadas a racio-
nalizar su posición dominante de poder, por lo que tendieron a definir los
derechos de manera tal que se reforzaran las jerarquías existentes de poder
y privilegio.
Aún más importante es el hecho de que esta construcción del sistema
tiene el efecto de hacer parecer la vida social como natural e inevitable.
Aunque las estructuras estén construidas, pieza a pieza, con intenciones
humanas, la gente las “externaliza”, les atribuye existencia y control sobre
y por encima de la elección humana y, más aún, cree que esas estructuras
deben ser de la manera en que son. Recordemos el ejemplo dado anterior-
mente de la persona que trabaja en un negocio pequeño para su “dueño”.
Es cierto que la posición del dueño está respaldada, en última instancia,
por la amenaza de la fuerza –si no le gusta la manera en que la gente se
comporta en su propiedad, puede llamar a la fuerza pública del Estado
para echarlos– pero también tiene de su lado la poderosa magia ideológi-
ca de una estructura que le atribuye los “derechos” de “empleador” y
“dueño”, y al trabajador los deberes de un “empleado” e “invitado” en la
“propiedad del dueño”. El trabajador siente que no puede cuestionar el
derecho del dueño de echarlo de su propiedad si a éste no le gusta cómo
se comporta, en parte porque se siente impotente frente a la fuerza que el
dueño puede invocar, y también porque acepta su posición como legíti-
ma: respeta el “derecho individual de propiedad” del dueño porque el
poder que estos derechos le confieren parecen necesarios para su propio
poder y libertad: las limitaciones a los derechos de propiedad del “dueño”
podrían amenazarlo también a él. Pero la analogía que él efectúa es sólo
posible por su aceptación de una estructura de creencias –el legalismo
liberal– que convierte las relaciones particulares entre la gente real (este
hombre y la “mujer para quien trabaja”, aquel hombre y su cuñado al que
quiere echar de su casa) en relaciones entre categorías completamente
abstractas de individuos que desempeñan los papeles sociales abstractos
de “dueño”, “empleado”, etc. Este proceso de permitir que las estructuras
que nosotros mismos hemos construido medien nuestras relaciones de
modo que nos veamos como si desempeñáramos papeles abstractos en un
juego que parece no ser producido por la acción humana, es lo que se
conoce (siguiendo a Marx y a autores modernos como Sartre y Lukács) como
“reificación”. 9 Es una forma que tiene la gente de fabricar necesidades: se

9. Ver en general, Gabel, supra nota 1.

511
Robert W. Gordon

construyen estructuras, y luego se actúa como si (y se llega a creerlo ver-


daderamente) las estructuras que se han construido estuvieran determi-
nadas por la historia, la naturaleza humana o el derecho económico.
De modo que quizás una táctica promisoria para tratar de combatir la
desmovilización que es producto de nuestras creencias convencionales es
la de intentar utilizar las herramientas racionales corrientes de investiga-
ción intelectual para exponer las estructuras de creencias que hacen pare-
cer que las cosas deben ser necesariamente como son. Hay muchas varie-
dades de este tipo de ejercicio “crítico”, cuyo objetivo es “descongelar” la
manera en que el mundo aparece ante el sentido común, mostrando que
se trata de un conjunto de relaciones sociales más o menos objetivamente
determinadas, y haciéndolas aparecer como (lo que creemos que) son en
realidad: gente que actúa, imagina, racionaliza, justifica.
Una manera de lograr esta tarea es mostrar que la estructura de creen-
cias que rige nuestras vidas no es natural sino histórica y contingente: no
siempre existió en su forma actual.10 Este descubrimiento es extraordina-
riamente liberador, no (o al menos no generalmente) porque haya algo
tan maravilloso en las estructuras de creencias del pasado, sino porque
descubrirlas hace que veamos cuán arbitrarias son nuestras categorías para
clasificar la experiencia, cuán poco exhaustivas del enorme potencial hu-
mano. Otro ejercicio útil es la simple refutación empírica de las supuestas
exigencias de la necesidad. Cuando se asegura que las normas estrictas y
previsibles de la propiedad privada y de la libre contratación son necesa-
rias para proteger el funcionamiento del mercado, para mantener los in-
centivos de la producción, etc., puede demostrarse que las normas reales
no son lo que se pretende que son, que pueden ser aplicadas de manera
muy distinta en circunstancias diferentes, a veces de modo “paternalista”,
otras estrictamente, en algunas ocasiones forzando a las partes a compar-
tir ganancias y pérdidas, y en otras no.11 Cuando suele afirmarse que

10. V. Elizabeth Mensch, “The History of Mainstream Legal Thought”, en D. Kairys (ed.),
op. cit., pp. 13-37, que resume la historia de las varias formas del pensamiento jurídico
estadounidense en los últimos doscientos años.
11. Ver, por ejemplo, Duncan Kennedy, “Form and Substance in Private Law Adjudication”,
89 Harvard Law Review 1685, 1976; Karl Klare, “Contracts, Jurisprudence and the First-Year
Casebook”, 54 New York University Law Review 876, 1979. Cf. James B. Adeson, “Work
Group Behavior and Wildcat Strikes: The Causes and Functions of Industrial Civil
Disobedience”, 34 Ohio State Law Journal 750, 1973.

512
Nuevos desarrollos de la teoría jurídica

ciertos modos jerárquicos de organización son necesarios para la eficaz


realización de una economía de escala, uno puede usar ejemplos históri-
cos (la producción de acero del siglo XIX, organizada por los trabajado-
res) o comparativos (el caso japonés, por ejemplo) para demostrar que la
producción “eficiente” puede darse bajo todo tipo de condiciones.12 O
puede tratar de demostrar que, incluso a nivel teórico, las supuestas “exi-
gencias de la necesidad” son, en sus propios términos, incoherentes o
contradictorias. Este tipo de aproximación se está empleando para criti-
car las varias formas de “análisis económico del derecho”, que afirman que
ciertos regímenes de normas jurídicas son “eficientes”.13 De manera simi-
lar, pueden criticarse las pretensiones de que ciertas cosas deben ser de la
manera en la que son por algún tipo de lógica de largo plazo del cambio
histórico (la “modernización”, “que, después de todo, es una consecuen-
cia inevitable de la vida social en sociedades industrializadas”, “el precio
de vivir en una sociedad pluralista moderna”, “una consecuencia inevita-
ble de la disminución de la tasa de ganancia en el capitalismo monopólico”,
etc.). Resulta que estas teorías del desarrollo no pueden ser aplicadas a las
historias concretas de las sociedades particulares sin ser condicionadas,
refinadas, o corregidas parcialmente, de modo tal que pierden toda su
fuerza como teorías de la determinación –como mucho, son puntos de
vista útiles o maneras de organizar la manera de pensar sobre el mundo.
Si comenzamos a ver el mundo de este modo –ya no más como un
conjunto de “condiciones económicas” o “fuerzas sociales” que nos condi-
cionan constantemente, sino como un proceso creado continuamente por
los hombres, que reproducen constantemente el mundo que conocen
porque creen (falsamente) que no tienen otra alternativa–, tendremos
obviamente una aproximación muy diferente al debate sobre si el cambio
legal puede llevar realmente a un cambio real (“social y económico”), o si el
derecho depende totalmente del mundo “real” y “duro” de la producción. Ya

12. Ver, por ejemplo, Katherine W. Stone, “The Origin of Job Structures in the Steel
Industry”, 6 Review of Radical Political Economy 61 1974.
13. Ver, por ejemplo, Mark Kelman, “Choice and Utility”, 1979//¿es parte del título? Wisconsin
Law Review 769, 1979; Kelman, “Consumption Theory, Production Theory and Ideology in
the Coase Theorem”, 52 Southern California Law Review 669 , 1979; Thomas C. Heller, supra
notas 1 y 8; Morton J. Horwitz, “Law and Economics: Science or Politics?”, 8 Hofstra Law
Review 905, 1980; Duncan Kennedy & Frank I. Michelrnan, “Are Property and Contract
Efficient?”, 8 Hofstra Law Review 711, 1980.

513
Robert W. Gordon

que si la realidad social consiste en estructuras reificadas, tanto el “dere-


cho” como la “economía” son sistemas de creencias que la gente externalizó
–y terminó permitiendo que rija sus vidas–. Por otra parte, si las críticas a
la estructura de creencias jurídicas son acertadas –el hecho de que incluso
en sus formas teóricas ideales son contradictorias e incoherentes, y que en
la aplicación práctica se apartan constantemente del ideal de manera
azarosamente variable–, se sigue que ningún régimen particular de prin-
cipios jurídicos puede ser funcionalmente necesario para mantener un or-
den económico particular. Del mismo modo, tampoco puede decirse que
ningún orden económico dado requiera para su mantenimiento un con-
junto particular de normas jurídicas salvo, por supuesto, aquéllas que
forman parte de la definición misma de ese orden económico –tales como
algún tipo de “propiedad privada”, que para la mayoría de la gente es
definitoria del capitalismo–.
De manera que, si uno adopta esta aproximación, ya no se sentirá in-
clinado hacia la búsqueda de explicaciones de cómo funciona el mundo a
partir de fuerzas sociales de gran escala tales como la “industrialización” o
el “capitalismo monopólico”, que sugieren que el curso del cambio social
está objetivamente determinado por procesos y estructuras que están fue-
ra del alcance de la acción humana. Es posible que el lugar en el que haya
que buscar la clave de cómo está construida la vida social sea diferente –en
interacciones más pequeñas, rutinarias, y comunes de la vida cotidiana en
las que algunos hombres dominan a otros y éstos consienten tal domina-
ción–. Es posible que, como sugiere Foucault,14 todo el poder legitima-
dor del sistema jurídico esté construido sobre ese enorme conjunto de
pequeñas instancias.
No quiero dar la impresión de que todos los miembros del movi-
miento de Critical Legal Studies hayan adoptado las aproximaciones que
he descrito. Por el contrario, estas aproximaciones se debaten
acaloradamente. Algunos de los que discuten ferozmente su validez lo
hacen en parte sobre bases políticas. Describiré algunas de estas críticas
y las responderé brevemente.
Una de las críticas es que creer que el derecho y la economía tales como
los conocemos son estructuras que existen dentro de nuestras mentes es

14. Ver especialmente Michel Foucault, Discipline and Punish: The Birth of the Prison, Nueva
York, Pantheon Books, 1977.

514
Nuevos desarrollos de la teoría jurídica

una forma de “idealismo”: supone que se puede cambiar el mundo tan


sólo pensándolo de modo diferente. Esta crítica tiene, creo yo, algo de
cierto y algo de errado. Es cierta en el sentido de que la postura que critica
afirma, efectivamente, que entre las mayores limitaciones que pesan sobre
la tarea de hacer la vida social más soportable, están los terribles y restric-
tivos límites a la imaginación; y que estas estructuras son tan obstinadas
porque se construyen y mantienen colectivamente –tenemos que usarlas
para pensar acerca del mundo, porque el mundo no tiene sentido fuera de
nuestros sistemas de “significados compartidos”–. Pero la crítica no es
cierta si lo que quiere decir es que nosotros creemos que todas las limita-
ciones de la acción humana son imaginarias, ideas alienadas de “falsa ne-
cesidad”. Obviamente, existen muchas limitaciones para la actividad so-
cial del hombre –la escasez de las cosas deseadas, la finitud de los recursos
materiales e intelectuales, los límites de las posibilidades de producción
de las tecnologías actuales y probablemente de todas las futuras, tal vez
hasta la propensión no erradicable hacia el mal– que cualquier sociedad
tendrá que enfrentar. Lo que es falso es creer que estas limitaciones determi-
nan que nos veamos constreñidos a un conjunto específico de convenciones
sociales que ya nos son familiares, en la historia o en la actualidad, o que la
raza humana sólo pueda vivir dentro de estas limitaciones reales sólo de
acuerdo a algunos modos específicos (por ejemplo, que se deba elegir entre
el capitalismo liberal y una dictadura estatal socialista).
Existen otros tipos de limitaciones: la concatenación del poder y el
privilegio, que son difíciles de derrumbar; la inercia de la costumbre; el
miedo, aun entre los desposeídos, de que cualquier cambio los dejará con
menos de lo que tienen; el terror a lo desconocido. Obviamente, superar
estas limitaciones exige más que volver a imaginar el mundo: exige coraje
e inteligencia para organizarse con otras personas y luchar contra las cir-
cunstancias. Pero la imaginación, el hecho de llegar al punto de creer que
el cambio es posible, es un primer paso necesario. La gente no se rebela
sólo porque su situación sea mala: puede sufrir en silencio durante siglos.
Se rebela cuando logra ver que su situación es injusta y puede cambiar.
Un pequeño ejemplo de la historia reciente: hasta hace unos pocos años,
una trabajadora tenía que aceptar los avances sexuales de su empleador,
como si hubiera sido algo provocado por ella debido a su vestimenta y sus
modales, o como un riesgo inevitable de trabajar, dada la natural agresivi-
dad masculina. Las feministas se juntaron y reinterpretaron este tipo de
interacción como “acoso sexual”, algo tan reprochable como evitable; luego,

515
Robert W. Gordon

a través de su involucramiento en la política, obtuvieron que se lo defina


como un ilícito jurídico con su consecuente reparación legal. Eso no siempre
ayuda a las víctimas, ya que los derechos son difíciles de ejercer. Pero el
proceso ha cambiado el punto de vista de mucha gente (incluyendo el de
los empleadores) sobre la conducta: de “es natural, así es la vida” a “este
tipo es un cretino, y esto es inaceptable”.
Otros críticos se preocupan porque la afirmación de que los derechos
carecen de sustancia o realidad objetiva, y son meras prácticas compar-
tidas que la gente adopta y luego materializa, puede ser peligrosa para
los intereses de los grupos subordinados. Estos grupos han arrancado
de la clase dominante todas las concesiones que pudieron y aseguraron
que ellos tenían (casi físicamente) derechos tan reales como las sillas y
las mesas; que el “Estado de derecho” y el “gobierno de las reglas y no de
las personas” exige que se reconozca y se proteja sus derechos como una
suerte de propiedad. Si se ve a los derechos como algo convencional y
contingente, ligado a la dirección en que soplan los vientos de la políti-
ca: ¿no se deja a las minorías completamente desprotegidas? Yo respon-
dería así: es cierto que la palabra “derechos” ha sido un poderoso
movilizador de insurgencia y resistencia, que ha sido poderosamente
atractiva para llamar la atención de terceros influyentes (por ejemplo, el
movimiento de los derechos civiles de los negros del sur atrajo a los
blancos del norte en los años ‘50 y ‘60) y, de esta manera, ha proporcio-
nado una poderosa herramienta para forzar a la autoridad a negociar.
Pero la retórica de los derechos puede ser una peligrosa “arma de doble
filo” –y esto también lo ha sufrido el movimiento de derechos civiles
para los negros–. La asignación de derechos mínimos puede convertirse
en un techo (“ya tenés tus derechos, pero eso es todo lo que vas a conse-
guir”). Los beneficios reales pueden ser fácilmente substituidos por de-
rechos formales no exigibles en la práctica. Y de todos modos, los más
poderosos siempre pueden asegurarse “contra-derechos” (un derecho de
propiedad sagrado, derecho al tratamiento diferencial de acuerdo con el
“mérito” de cada uno, derecho a asociarse con gente de la misma clase)
frente a los derechos de los más desamparados. El hecho es que los
derechos son sólo símbolos abreviados de las prácticas sociales que la
gente valora y mantiene colectivamente. El derecho a verse libre de
allanamientos y requisas ilegales es un conjunto de reglas que gobierna
la conducta de la policía, aplicadas por autoridades que están fuera de la
burocracia policial. Debería ser posible valorar y pelear por las prácticas

516
Nuevos desarrollos de la teoría jurídica

sustantivas que los derechos representan tan sólo simbólicamente, sin


mistificar ni objetivar falsamente los propios símbolos.
La noción de que no existen leyes objetivas de cambio social es en
cierto modo profundamente deprimente. Los que se han convencido de
esta idea, han tenido que olvidar la esperanza más cómoda del socialismo:
que la historia estaba de su lado, y que podía ser acelerada mediante la
comprensión científica de las leyes sociales. Ya no parece posible pensar
que la organización de la clase trabajadora o la toma del aparato estatal
crearían mágicamente las condiciones bajo las cuales la gente pueda co-
menzar a realizar las posibilidades utópicas de la vida social. Esas estrate-
gias han provocado mejoras apreciables –aunque modestas– en la vida
social, pero también estancamiento, cooptación por parte de las estructu-
ras existentes, y regímenes pesadillescos de terror estatal. Por supuesto,
esto no significa que la gente deba abandonar el intento de organizar a la
clase trabajadora o de influenciar en el ejercicio del poder estatal: sólo
significa que debe hacérselo de manera pragmática y experimental, cons-
ciente de que ya no existe una lógica profunda de las necesidades históri-
cas que garantice que lo que hagamos hoy estará justificado en el futuro.
Pero si nuestro verdadero enemigo somos nosotros mismos –todos noso-
tros, las estructuras que llevamos dentro, los límites a nuestra imagina-
ción–, ¿por dónde diablos podemos siquiera empezar? Las cosas parecen
cambiar en la historia cuando las personas rompen con las formas de
responder a la dominación a la que están acostumbradas, actuando como
si las limitaciones para mejorar sus vidas no fueran reales y como si pudie-
ran cambiar las cosas. Algunas veces pueden, aunque no siempre de la
manera que habían esperado o intentado. Pero sólo han logrado enterarse
de que las cosas podían cambiar cuando trataron de cambiarlas.

517
518
Cómo “descongelar” la realidad legal:
una aproximación crítica al derecho*
Robert W. Gordon

En los últimos diez años apareció en la escena de los Estados Unidos


una nueva forma de hablar acerca del derecho así como de practicarlo: los
Critical Legal Studies (“Estudios Jurídicos Críticos”) o, para ser más breve,
CLS. Pocas personas pertenecientes al movimiento CLS se encuentran,
como yo, disfrutando cómodamente de un puesto estable de profesor en
facultades de derecho prestigiosas, o reciben invitaciones para dar confe-
rencias acerca de nuestra caprichosa herejía. Por el contrario, la gran ma-
yoría de la gente afiliada a los CLS, o influida por ideas de los CLS, o
dispuesta a discutir con seriedad aspectos de los CLS, son jóvenes aboga-
dos que se han encontrado repentinamente en situaciones desesperada-
mente precarias, y que luchan duramente por encontrar o conservar un
trabajo como profesores en facultades de derecho cuya furiosa hostilidad
contra los CLS sólo es sobrepasada por el rechazo de sus integrantes a
enterarse aunque sea de alguna cosa relacionada con ideas de los CLS. Tal
resistencia carece de toda base. A pesar de la gran cantidad de publicidad
que se le dio al movimiento, sus oponentes han producido muy pocas
discusiones intelectualmente sustantivas acerca de su trabajo, sostenien-
do más bien caricaturas peyorativas, fuera de tono y totalmente inexac-
tas.1 Lo cierto es que ninguna de las críticas que se dirigen contra los CLS

* “Unfreezing legal reality”, 15 Florida State Law Review, pp. 114-220, 1987. Una primera
traducción de este artículo fue publicada en la revista El Otro Derecho, Bogotá, ILSA, Vol. 5,
marzo de 1990, pp. 53-79, sin indicación de traductor. Esta es una versión completamente
corregida de aquella traducción con autorización expresa del autor. Revisado por María Ana
Martínez y Christian Courtis.
1. Creo que la mayoría de las críticas contra los CLS caben dentro de una de estas tres
categorías: 1) Polémicas orientadas en forma genérica y vaga por la visión preconcebida

519
Robert W. Gordon

se aproxima, siquiera cercanamente, al carácter detallado de las críticas


que los CLS formulan a la producción de la teoría jurídica dominante y al
análisis económico del derecho, o a los intensos debates sobre su propio
trabajo que han tenido lugar en el interior de los CLS y en el más amplio
círculo de no adherentes interesados en él.2

y mal informada del autor respectivo acerca del trabajo de los CLS –normalmente la
opinión es que los CLS son una cruda modalidad de marxismo instrumental– y que ni
siquiera hacen el esfuerzo de discutir textos específicos producidos por los CLS; 2)
Críticas, más o menos informadas, que van desde lo compasivo hasta lo verdaderamente
venenoso, y que tratan a los CLS como si fueran una filosofía global o una teoría social
del derecho en lugar de (como yo afirmaría al respecto de la mayor parte del trabajo de
los CLS) una serie de críticas, discursos y situaciones locales. Este grupo de críticas se
ocupa de las afirmaciones más genéricas de los escritores de los CLS, y no del grueso de
su trabajo que consiste, por una parte, en discusiones muy específicas y detalladas de
trabajos académicos de doctrina jurídica, de análisis económico del derecho y de historia
legal; y, por otra, en una docena de trabajos históricos sobre doctrinas e instituciones
legales; 3) Un contado número de críticas que se toman el trabajo de ocuparse de
aspectos específicos de preocupación de algunos textos de los CLS. La mayoría de estas
críticas han sido escritas por historiadores del derecho: ver por ejemplo: Simpson, “The
Horwitz Thesis and the History of Contracts”, 46 U. Chicago. L. Rev./, p. 533, 1979;
Schwartz, “Tort Law and the Economy in the Nineteenth Century America: A
Reinterpretation”, 90 Yale L. J., 1981, p. 1717; Alford, “The Inescrutable Occidental?
Implications of Roberto Unger´s Uses and Abuses of the Chinese Past”, 64 Texas L. Rev.,,
1986, p. 915; Watson, “Book Review”, 91 Yale L. J., 1982, p. 1034 (que comenta el libro
de M. Tushnet, The American Law of Slavery, 1810-1860: Considerations of Humanity and
Interest). Algunas críticas fueron hechas por partidarios del análisis económico del dere-
cho. Ver por ejemplo: Kornhauser, “The Great Image of Authority”, 36 Stanford L. Rev,
1984, p. 349; Markovits, “Duncan’s Do Nots: Cost-Benefit Analysis and the
Determination of Legal Entitlements”, 36 Stanford L. Rev., 1984, p. 1169. Estos trabajos
exhiben diversos grados de percepción (el del profesor Alford es el más sobresaliente)
acerca de la sustancia de los trabajos criticados, pero en su conjunto son todos admira-
bles y excepcionales ya que tratan realmente de desentrañar esa sustancia.
2. Además de las críticas mencionadas en la nota anterior, hay una serie de críticas que
podríamos llamar discusiones familiares, provenientes de personas que conocen perfectamen-
te el trabajo y los métodos de los CLS y al menos simpatizan moderadamente con algunos de
sus objetivos intelectuales y políticos. Ver, por ejemplo, “Symposium on Critical Legal Studies”,
6 Cardozo L. Rev., p. 693; Chase, “Toward a Legal Theory of Popular Culture”, Wisconsin L.
Rev. 1986, p. 527; Holt, “Labor Conspiracy Cases in the United States, 1805-1842: Bias and
Legitimation in Common Law Adjudication”, 22 Osgoode Hall L. J., 1984, p. 591; Hunt,
“The Theory of Critical Legal Studies”, 6 Oxford J. of Legal Studies, 1986, p. 1; Hutchinson
& Monahan, “Law, Politics and the Critical Legal Scholars: the Unfolding Drama of American
Legal Thought”, 36 Stanford L. Rev., 1984, p. 199; Luban, “Legal Modernisms”, 84 Michigan
L. Rev., 1986, p. 1656. Ver en general Van Doren & Bergin, “Critical Legal Studies: A
Dialogue”, Rev. , 1986, p. 291.

520
Cómo “descongelar” la realidad legal...

Los CLS son un movimiento conformado principalmente por profesores


de derecho –aunque también incluye algunos abogados practicantes–* que
comenzó para la mayoría de nosotros a finales de la década del 60 y
comienzos de la década del 70, como producto de un sentimiento de extre-
ma insatisfacción con nuestra propia educación jurídica. Esperábamos pro-
ducir algún trabajo acerca del derecho que tratara de expresar con claridad
y de manera convincente nuestra insatisfacción, y tratara de convertir dicha
insatisfacción en una crítica convincente y con contenido. Nos proponía-
mos también comenzar a construir una serie de descripciones de las prácticas
jurídicas –conceptos, doctrinas, instituciones, rutinas, estructuras
subyacentes–, que parecieran más reales y acordes con nuestra experiencia.
Dado que la mayoría de nosotros éramos, y somos, profesores de dere-
cho, nuestro primer blanco fue la forma en que las corrientes jurídicas
dominantes escribían y enseñaban las materias tradicionales, tales como
las ofrecidas en los cursos de primer año de la facultad. Gran parte del
producto del movimiento hasta el día de hoy ha sido un trabajo de “de-
molición” (“trashing”: conversión en “basura”) de esa producción acadé-
mica. Otra gran parte se ha dedicado a la historia, y ha contribuido en un
intento por entender de qué modo ha penetrado en nuestras mentes la
forma aceptada de pensar acerca del derecho. En el proceso de investiga-
ción histórica descubrimos un tesoro parcialmente enterrado, los escritos
de los “Realistas Jurídicos”, un grupo de académicos de las décadas de
1920 y 1930 quienes, como nosotros, dedicaron una gran energía inte-
lectual a destruir la obra de sus progenitores –en su caso, la generación
“formalista” de juristas tales como C. C. Langdell, Samuel Williston, y
Joseph Henry Beale–. En la actualidad los “Realistas Jurídicos” son recor-
dados principalmente por su escepticismo acerca de la fuerza determi-
nante de los precedentes jurisprudenciales, por creer que los jueces pue-
den fallar siempre lo que se les antoja y que, por lo tanto, deciden los
casos a partir de sus intereses de clase o caprichos pasajeros. Los teóricos
pertenecientes al movimiento de CLS trataron de resucitar la producción
más significativa de los Realistas Jurídicos, ponerla al servicio de sus pro-
pios objetivos, y generalizarla y convertirla en una crítica a las formas

* Los cargos estables de profesor de derecho en las facultades más prestigiosas de los EE. UU.
son vitalicios, y prácticamente exigen dedicación exclusiva. Por ende, los profesores raramen-
te son al mismo tiempo abogados litigantes. [N. de los revisores]

521
Robert W. Gordon

dominantes del pensamiento legal liberal de mucho mayor alcance que el


que los mismos Realistas tuvieron en mente.
Hasta ahora he descrito a los CLS principalmente como un movimien-
to de intelectuales del derecho. Pero al mismo tiempo se trata de un
movimiento que persigue algunos objetivos políticos y sociales comparti-
dos. No tenemos una visión uniforme del mundo –de hecho, siempre
parece que estuviéramos discutiendo entre nosotros, aunque afectuosa-
mente, sobre cuestiones básicas–. Pero nos une el anhelo de que nuestro
trabajo, en la medida de lo posible, contribuya en forma modesta a con-
cretar el potencial que creemos existe para transformar las prácticas del
sistema jurídico, con el fin de ayudar a convertir esta sociedad en una
sociedad más decente, equitativa y solidaria –menos determinada por je-
rarquías de clase, status, “mérito”, raza y género–, más descentralizada,
democrática, y participativa, tanto en sus propias formas de vida social
como en las que promueve en otros países. Por consiguiente, muchos de
nosotros consideramos como principal audiencia de nuestro trabajo lo
que podríamos denominar progresistas de centro o de izquierda, quienes
comparten gran parte de esa agenda política general, pero creen por infi-
nidad de razones que es vano el intento de llevarla a cabo. Algunas de
estas razones son que las cartas ya están echadas en contra del cambio, que
el esfuerzo por obtener una sociedad menos jerárquica podría implicar
costos tremendos –pérdidas de eficiencia productiva, pérdida de libertad
individual, expansión amenazadora del poder estatal–, y que de todas
maneras sería estéril dado que las jerarquías de poder están demasiado
arraigadas. Conversando con personas que se sitúan a sí mismas en el
centro o izquierda del liberalismo estadounidense, aunque de hecho se
trate de miembros de elites privilegiadas, uno se encuentra una y otra vez
con esta parálisis, basada sobre el sentimiento de que las realidades socia-
les y legales están congeladas, que hemos llegado al final de la historia, y
que las posibilidades de cambios fundamentales se han cerrado por siem-
pre para nosotros.
Uno de los argumentos centrales del trabajo de los CLS es que el dis-
curso jurídico corriente –los debates legislativos, las discusiones jurídicas,
las decisiones administrativas y judiciales, las discusiones de los abogados
con sus clientes, los comentarios y trabajos académicos, etc.– contribuyen
como un todo a cimentar este sentimiento, desalentador y complaciente
a la vez, de que las cosas deben ser como son y que los cambios mayores
no harían más que empeorarlas. El discurso jurídico logra esto de muchas

522
Cómo “descongelar” la realidad legal...

maneras. En primer lugar, mediante la pretensión, repetida intermina-


blemente, de que el derecho y las demás disciplinas políticas perfecciona-
ron una serie de técnicas e instituciones racionales que han llegado tan
lejos como era posible en el intento de solucionar el problema de la domi-
nación en la sociedad civil. Dicho de otra manera, el discurso jurídico
describe una fantasía idealizada acerca del orden, conforme a la cual las
reglas y los procedimientos jurídicos han estructurado de tal manera las
relaciones entre los individuos que éstas pueden ser entendidas básica-
mente como producto de su propio consentimiento, de sus elecciones
libres y racionales. El hecho evidente de que sigue existiendo coerción
puede ser explicado como resultado de la necesidad, ya sean necesida-
des naturales, como la escasez o la limitada capacidad de altruismo, o
necesidades sociales. Por ejemplo, en varios de los discursos predomi-
nantes, las jerarquías de dominación y subordinación en el lugar de
trabajo son explicadas:
1) a partir de la idea de acuerdo contractual de las partes, y de sus preferen-
cias relativas (responsabilidad vs ocio, asunción de riesgos vs seguridad);
2) a partir de la noción de distribución natural de talentos y habilidades
diferenciales (“Michael Jordan gana más como jugador de básquet por-
que es el mejor”); y
3) como resultado de las demandas de eficiencia productiva, las cuales,
se alega, requieren una organización jerárquica amplia para los pro-
pósitos de supervisión y monitoreo, centralización de las decisiones
de inversión, etc.

Sin embargo, sigue habiendo condiciones claramente miserables –su-


frimiento, explotación y privaciones inmerecidas– que ninguna de estas
posturas logra explicar. El discurso del derecho tiene quizás más recursos
para abordar estas cuestiones, tratándolas en general como si fuesen fácil-
mente solucionables dentro de las opciones políticas que existen para ajus-
tar la estructura de las prácticas aceptadas: para corregirlas se necesitaría
simplemente retocar la estructura de regulación, o de desregulación. Pero
el discurso imperante tiene su lado cínico y mundano, y sus momentos
trágicos, que contrapesan la actitud general de complacencia. Adoptando tal
actitud, se reconoce resignadamente que –más allá del mínimo necesario y
de los remanentes “solucionables” de miseria y coerción– existe un mar-
gen irreducible e inabordable, debido a los límites inherentes de nuestra
capacidad de obtener conocimiento social, o de cambiar la sociedad

523
Robert W. Gordon

mediante intervención deliberada, o de tomar acciones colectivas contra


los males sin sufrir el “mal mayor” del poder despótico.
Estos discursos de racionalidad técnica y legal –de “derechos”, “con-
sentimiento”, “necesidad”, “eficacia” y “limitaciones trágicas”– son por
supuesto discursos del poder, no sólo por la obvia razón de que los man-
datos de la ley están respaldados por la fuerza y sus operaciones pueden
infligir un dolor enorme, sino también porque tener acceso a tales discur-
sos, ser capaz de usarlos o pagar a otros para que los usen a nuestro nom-
bre, constituye gran parte de lo que significa tener poder. Más aún: se
trata de discursos que –aunque a menudo estén parcialmente construi-
dos, o hayan sido extraídos como concesiones a través de la presión de
grupos relativamente menos poderosos que luchan desde abajo–, en la
práctica habitual tienden a expresar los intereses y las perspectivas de la
gente poderosa que hace uso de ellos. Estos discursos tienen parte del
poder que tienen debido a que algunos de sus argumentos suenan muy
plausibles, aunque muchos no. Nadie –salvo algunos pocos costosamente
entrenados para anular su capacidad de darse cuenta de lo que sucede a su
alrededor– cree, por ejemplo, que los obreros que trabajan en fábricas que
destrozan su salud “eligen” voluntariamente –en cualquier sentido prácti-
co del término– los riesgos del lugar de trabajo a cambio de una bonifica-
ción salarial. Además, tanto los argumentos plausibles como los que no lo
son están respaldados –en los casos del derecho, la economía y las ciencias
políticas– por un aparato tecnocrático de justificación racional aparente-
mente formidable, que sugiere que el conjunto de prácticas sociales den-
tro de las cuales nos ha tocado nacer en este momento histórico particular
es mucho más que un arreglo contingente: que tiene un orden, aunque sea
invisible; que tiene sentido. Que el conjunto de normas, instituciones,
procedimientos y doctrinas vigentes puede derivarse racionalmente de los
principios de respeto de la autonomía individual, de la eficiencia utilita-
rista o de la generación de riqueza, de las necesidades funcionales del
orden social o de la prosperidad económica, o del consenso moral y de las
tradiciones históricas de la comunidad.
Hay varios argumentos generales que los miembros del movimiento
CLS han intentado dirigir contra estos discursos del poder. Primero, que
esos discursos ayudaron a estructurar nuestra percepción de la realidad
hasta el punto de excluir sistemáticamente e incluso reprimir visiones
alternativas de la vida social, tanto con respecto a lo que ella es como con
respecto a lo que ella podría ser. Uno de los objetivos de los métodos de

524
Cómo “descongelar” la realidad legal...

los CLS es tratar de rescatar y dar contenido a las visiones alternativas


reprimidas. Segundo, que esos discursos fracasan aun dentro de su propia
lógica cuando intentan justificar sus conclusiones incansablemente
apologéticas. Si se los analiza cuidadosamente, se los podría invocar per-
fectamente para respaldar una política de transformación social.3 En ge-
neral, los argumentos de los CLS sobre esta cuestión sostienen que los
criterios de racionalización a los que se apela (autonomía, utilidad funcio-
nal, eficiencia, historia, etc.) son demasiado indeterminados para justifi-
car cualquier conclusión acerca de la inevitabilidad o deseabilidad de las
realidades y prácticas existentes; cuando se examinan estos criterios uno
descubre una y otra vez que descansan sobre una retórica ilegítima o so-
bre asunciones empíricas dudosas o premisas a medias. Más aún, las abs-
tracciones, las categorías, la retórica convencional, los modos de razona-
miento y las aserciones empíricas de los discursos más comunes, en cual-
quier caso suelen describir tan incorrectamente la experiencia social que
ni siquiera pueden ofrecer un panorama defendible de las prácticas que
intentan justificar. Por supuesto, no pretendo afirmar que exista una úni-
ca forma correcta de dar cuenta de la realidad tal como la gente la experi-
menta, o que los escritores de los CLS crean haberla descubierto. Pero los
discursos jurídicos corrientes a menudo producen representaciones tan
gravemente distorsionadas de la vida social, que sus categorías general-
mente pasan por alto fenómenos tales como la complejidad, la variedad,
la irracionalidad, la imprevisibilidad, el desorden, la crueldad, la coer-
ción, la violencia, el sufrimiento, la solidaridad y el auto-sacrificio.4
En resumen: el propósito de los CLS como empresa intelectual es tra-
tar de “descongelar”, o por lo menos ir martillando poco a poco las cate-
gorías mentales que se han congelado debido a su exposición habitual a

3. Ver por ejemplo, entre muchos, Kennedy, “Cost-Benefit Analysis or Entitlement Problems:
a critique”, 33 Stanford L. Rev., 1981, p. 387, (el análisis costo-beneficio, generalmente
empleado para limitar la regulación, podría perfectamente ser manipulado, en forma absolu-
tamente consistente con sus premisas y principios, para justificar virtualmente cualquier
régimen regulatorio).
4. No es necesario aclarar que ningún autor de los CLS afirmaría que es el creador o que posee
un derecho exclusivo de las críticas de los discursos liberales en general, o específicamente de
los discursos liberales acerca del derecho. Es más, algunas de las críticas más agudas que han
alimentado el trabajo de los CLS proviene tanto de críticos del liberalismo relativamente
conservadores (Burke, Burckhardt, Tocqueville, Weber, O. W. Holmes, etc.), y del propio
interior de la tradición liberal (Bentham, J. S. Mill, T. H. Green, etc.) como de críticos de
“izquierda”.

525
Robert W. Gordon

las prácticas legales, intentando mostrar la forma en que el discurso jurí-


dico contribuye a ese congelamiento y demostrar cuán problemático es
ese discurso. Me doy cuenta de que lo dicho hasta ahora es demasiado
abstracto y vago. Para hacerlo más accesible, consideremos el siguiente
ejemplo de uno de los métodos de los CLS para aproximarse a un frag-
mento del discurso jurídico. Antes de esto debo formular la justa adver-
tencia de que los CLS son demasiado heterogéneos, están demasiado divi-
didos entre tendencias y métodos de trabajo contrapuestos, y formados
por muchos personajes solitarios y excéntricos, como para haber produci-
do un canon ortodoxo de enfoques “correctos”. El método que ofrezco
aquí como ejemplo no se deriva de mi propio trabajo sino del trabajo de
otros. Constituye una variante dentro de una corriente particular de crí-
ticas provenientes de los CLS, expuesta de manera mucho más formal y
elaborada en los trabajos críticos de Duncan Kennedy, Roberto Unger,
Clare Dalton, Peter Gabel, Elizabeth Mensch, Karl Klare, Mary Joe Frug,
y Jay Feinman sobre derecho contractual, y en el magnífico libro de Mark
Kelman sobre la producción académica de los CLS en general.5 No puedo
garantizar que mi intento de aplicar sus métodos cuente con la aprobación
de todos ellos, y recomiendo en forma enérgica a quienes quieran saber más
acerca de estos métodos que consulten esos trabajos antes de hacerlos res-
ponsables de todos los errores y tonterías que yo pueda cometer aquí.
Mi ejemplo es un caso del tipo de los que yo enseñaría en mi curso de
contratos. El caso es Vokes contra Arthur Murray Inc.6 Se trata de una

5. Ver Kennedy, “Form and Substance in Private Law Adjudication”, 89 Harvard. L. Rev.,
1976, p. 1685, [“Form and Substance...”]; Kennedy, “Distributive and Paternalistic Motives
in Contract and Tort Law, with Special Reference to Compulsory Terms and Unequal Bargaining
Power”, 41 Maryland L. Rev., 1982, p. 563, [“Distributive and Paternalistic Motives...”] ; Unger,
“The Critical Legal Studies Movement”, 96 Harvard L. Rev., 1985, p 563; Dalton, “An Essay
in the Deconstruction of Contract Doctrine”, 94 Yale L. J., 1985, p. 997; Gabel, “Intention
and Stucture in Contractual Conditions: Outline of a Method for Critical Legal Theory”, 61
Minnessotta L. Rev., 1977, p. 601; Mensch, “Freedom of contract as Ideology (Book Review)”,
33 Stanford L. Rev., 1981, p. 753 (comentario del libro de P. Atiyah The Rise and Fall of
Freedom of Contract); Klare, “Contracts Jurisprudence and the First-Year Casebook (Book
Review)”, 54 NYU L. Rev., 1979, p. 876, (comentario del libro de C. Knapp Problems in
Contract Law: Cases and Materials); Frug, “Re-reading Contracts: A Femenist Analysis of a
Contracts Casebook”, 34 American University L. Rev., 1984, p. 1065; Feinman, “Critical
Approaches to Contract Law”, 30 UCLA L. Rev.,1983, p. 829; M. Kelman, A Guide to Critical
Legal Studies, Harvard University Press, Cambdrige, 1987.
6. 212 So. 2d. 906 (Fla. 2d. DCA 1968).

526
Cómo “descongelar” la realidad legal...

acción promovida ante la Corte de Circuito del Condado Pinellas, en el


Estado de Florida, para que obtener la rescisión, fundada en fraude, de
aproximadamente catorce contratos de clases de baile con la academia
Arthur Murray de Clearwater.* Un “amigo” (no precisamente un amigo:
en realidad un instructor de danza de la academia), llevó a Audrey Vokes
a una fiesta en la academia, pasó gran parte de la noche con ella repitién-
dole que era una gran bailarina y que tendría un gran futuro como tal. A
raíz de ello, la academia le vendió un paquete de promoción, consistente
en ocho horas y media de lecciones de baile por el precio de $14,50
dólares. Durante los dieciséis meses siguientes Audrey Vokes recibió
Medallas de Baile, fue ascendida dentro de la jerarquía interna de buenos
bailarines de Arthur Murray, y se le reconoció la posibilidad de ser selec-
cionada para viajes especiales a Miami y Trinidad (pagados por ella mis-
ma). Pero lo más importante es que durante este tiempo ella suscribió
nuevos contratos de lecciones de baile a largo plazo. Para la época en que
finalmente decidió poner fin a la situación, se había comprometido anti-
cipadamente a pagar $31.090 dólares (a valores del año 1969) por un
total de 2.302 horas de clase. La corte de primera instancia rechazó su
demanda de rescisión, alegando fallas en la formulación de la demanda.
El caso fue a la Corte de Apelaciones del Segundo Distrito, que revocó la
decisión de primera instancia, considerando que había motivos suficien-
tes para promover la acción.
El juez de primera instancia evidentemente trató el caso como una
cuestión rutinaria, una transacción estándar descriptible en lenguaje com-
pletamente estandarizable y abstracto: C, un consumidor, entra en un
contrato con D, una academia de baile. El contrato estipula que D dará a
C N número de horas de instrucción de baile por un precio P, a pagar en
cuotas. C rompe el contrato al no pagar las cuotas antes del vencimiento.
C es responsable por el pago del valor no pagado del precio del contrato.
El marco “normal” para juzgar esta transacción sigue siendo, incluso hoy
en día, el del liberalismo clásico del siglo XIX, lo que hoy tendemos a
denominar perspectiva de “derecha” o (aun cuando el término desorienta

* En el original, se aclara que la academia de Clearwater tiene la franquicia de Arthur Murray,


profesor de baile famoso en los Estados Unidos por editar un curso de baile en discos
dedicados sucesivamente a ritmos distintos (mambo, cha-cha-cha, tango, etc.). [N. de los
revisores]

527
Robert W. Gordon

bastante) perspectiva “conservadora”, que ve a las transacciones privadas


como supuestamente libres y eficientes. El tribunal dará automáticamen-
te efecto a los signos formales del acuerdo voluntario –en nuestro caso, los
términos observables del contrato escrito–. La capacidad de la señora Vokes
para contratar y consentir los términos de la transacción se presume des-
de su firma. Si ella pretendiera tener alguna posibilidad de éxito en su
demanda, debería cuestionar el encuadramiento de su situación en este
cuadro común, y presentarla como un caso que cae dentro de alguna de
las excepciones o defensas reconocidas: coacción, fraude, error, influencia
indebida, falta de discernimiento, etcétera.
La categoría que el juez Pierce de la Corte de Apelaciones del distrito
utilizó para liberar a la señora Vokes de su contrato fue la de fraude o
presentación engañosa de los términos del contrato. La corte se centró en
el problema específico de que –como el estudio debería haberlo sabido
desde un comienzo– la pobre dama era una pésima bailarina y, por más
horas y dólares que hubiera invertido, era imposible convertirla en una
bailarina buena o siquiera aceptable. Sin embargo, al vendedor se le per-
mite bastante espacio para la desorientación y “exageración”: precios de
venta inflados, hipérboles, galantería, manipulación psicológica, etc. Es más,
como dijeron los abogados de la academia en su alegato: aun cuando un
vendedor sepa que su transacción puede generar serios problemas que des-
equilibrarán su valor para el comprador, no tiene obligación de advertirlo.
Pero en este caso, el juez Pierce sostuvo que la gente de la academia fue
mucho más allá de la exageración y el ocultamiento: directamente min-
tió. La compradora ni siquiera podía escuchar bien el ritmo. Aun a
sabiendas de esto, la gente de la academia siguió diciéndole que podría
ser una gran bailarina, y así la indujo a firmar numerosos contratos de
larga duración (los abogados de la academia argumentaron lo siguiente: si
ella era una bailarina tan mala, ¡la culpa fue suya, por creer
injustificadamente en lo que le dijo la academia!).
El derecho contractual clásico, el cuerpo de legislación construido para
poner en vigencia la economía política del liberalismo laissez-fairista del
Siglo XIX,7 suministró el marco básico para la decisión adoptada. Para
evitar darle la razón a la academia, la corte de apelaciones encuadró la
situación dentro de una de las excepciones-tipo al caso normal. Al hacerlo,

7. Ver en forma general Atiyah, P., The Rise and Fall of Freedom of Contract, 1979.

528
Cómo “descongelar” la realidad legal...

sin embargo, la corte aceptó la forma normal de encuadrar la situación,


diciéndonos que la mayoría de las veces las transacciones contractuales de
esta clase son adecuadas. Adviértase que la corte trató incluso un caso en
el que decidió en contra de la observancia de un contrato como una opor-
tunidad para reafirmar que la norma básica de la libertad contractual es la
situación natural, normal, deseable –situación en la cual la corte respalda
con su autoridad la forma del contrato, como si representara la verdadera
intención de las partes.
El marco de interpretación convencional puede ser representado así:

Normal Anormal/ excepcional


Voluntad de las partes Política pública
Transacciones de mercado Regulación; redistribución;
paternalismo
Arreglo privado “Intervención” pública

El lenguaje sobresaliente de nuestro caso, las frases para subrayar


con marcador, se inclinan a favor de Audrey Vokes con la menor
disrupción posible de este marco. La decisión se orienta a reafirmar el
mercado, antes que a “regularlo”. La habitual presunción de que uno
realiza transacciones contractuales como resultado de una elección li-
bre, racional y voluntaria es desplazada por la fuerte evidencia de que
una de las partes –la academia– proporcionó información deliberada-
mente distorsionada durante la negociación. La academia no tenía por
qué suministrar ninguna información acerca de su actividad, pero una
vez que lo hizo, aun aceptando algo de exageración, la información
dada debería haber sido cierta. A Audrey Vokes le presentaron hechos
falsos en forma deliberada. Obsérvese la imagen que se nos ofrece acerca
de la decisión del consumidor. Está tomada de la explicación que el
positivismo científico da a la elección racional: a partir de la observa-
ción y de lo que la gente nos dice acumulamos datos, fragmentos de
información. Luego utilizamos esos datos para decidir cómo destinar
nuestros recursos de manera de maximizar nuestras preferencias. El
proceso de decisión de la señora Vokes fue distorsionado por fallas
introducidas en la información que le suministraron.
A favor del juez Pierce debe decirse que no se apoyó plenamente en
esta caracterización de las tratativas entre la señora Audrey Vokes y la

529
Robert W. Gordon

academia de baile –descripción que sería realmente absurda, además de


extremadamente mecánica y abstracta, y que ni siquiera lograría reflejar la
interacción entre la señora Vokes y sus instructores de baile de manera
que resulte mínimamente inteligible o interesante para las partes o para,
digamos, un novelista, un antropólogo, o incluso un abogado curioso–.
Esta descripción extravagante y abstracta surge del intento de enmarcar la
experiencia dentro de ciertos tipos de análisis jurídico que –bajo propósi-
tos de clasificación, conveniencia administrativa, consistencia doctrinaria,
legitimación política o ideología– hacen inventar categorías formales y
retorcer la experiencia para que encaje en ellas constituyan un aspecto
necesario y hasta indispensable de la creación de derecho. “El derecho
significa tan lastimosamente poco para la vida”, solía decir Karl Llewellyn,
“La vida depende tan terriblemente del derecho”.8 No hay razón para
protestar acerca de la abstracción en el derecho per se; si el derecho no es
abstracto, no es derecho. Lo que preocupa es cómo formula abstracciones
el discurso jurídico en situaciones particulares.
De cualquier manera, nuestro sentido de la experiencia siempre va a
contramano de las categorías jurídicas, y potencialmente genera formas
alternativas de entender lo que sucede. En el caso Vokes, algunas de estas
alternativas surgen de la propia narración de los hechos. Un caso es una
historia, y como todos los abogados lo saben, la forma en que uno cuenta
la historia suele determinar los resultados.9 Así, desde el comienzo, sabe-
mos que la Señora Vokes es una “viuda de 51 años” y “sin familia” y tenía
esperanzas de encontrar “algo nuevo que pudiera interesarle en la vida”; y
que los profesores de baile, además de informarla mal, la sometieron a la
premeditada influencia de una “constante y continua andanada de cum-
plidos, falsa admiración, piropos excesivos, y encomio panegírico”, y a
“sobrecogedores halagos y lisonjería”.10
A través de estas imágenes brevemente esbozadas por la Corte, nues-
tro consumidor racional se ha transformado en una mujer solitaria y

8. Llewellyn, “What Price Contract? An Essay in Perspective”, 40 Yale L. J, 1931, pp. 705
y 751.
9. Esta cuestión ha sido muy bien subrayada recientemente en un excelente trabajo de
descripción y propuesta sobre la enseñanza del derecho contractual. Ver Wangerin,
“Skills Training in Legal Analysis: A Systematic Approach”, 40. University of Miami L.
Rev, 1986, p. 409.
10. Vokes, 212 So. 2d., p. 907

530
Cómo “descongelar” la realidad legal...

vulnerable en busca de diversión y compañía, y la academia de baile


ha pasado, de vender lecciones de baile, a ser una especie de amante
sustituto. 11 A una viuda de 51 años –que no se atrevería a ir, por
ejemplo, a un bar para solteros– le interesa conocer maneras respeta-
bles y seguras de encontrar compañía masculina. Una de esas maneras
es aprender a bailar. La academia de danza se convierte no sólo en un
medio para satisfacer ese interés, sino en el interés mismo: un lugar
donde instructores cálidos y atractivos descubren en ella gracias y ta-
lentos insospechados, y la animan a sentirse deseable, como en su
casa, entre amigos. La colocan en una jerarquía de logros y recompen-
san sus esfuerzos con medallas y promociones. ¿En realidad la engaña-
ban cuando le decían que era graciosa y talentosa? ¿Habrían sido me-
jores las cosas –y ella más feliz– si le hubieran ofrecido una evaluación
fríamente crítica de sus habilidades para el baile? Probablemente la
galantería y la atención, e incluso las mentiras –si uno quisiera dar ese
nombre a los halagos de un seductor– no constituyeron una distor-
sión del servicio que la academia debería haberle ofrecido, sino una
parte esencial del servicio en sí mismo. La mercancía que los hombres
de la academia ofrecen es mucho más que habilidades para el baile: es
la sensación de estar vivo, es entusiasmo.
A esta altura, un abogado clásico interrumpiría y diría “¿Y qué?”, y
señalaría que todo esto es marginal e irrelevante, que se trata de simples
detalles sentimentales. Particularizar los hechos de esta manera podría
hacer que uno se compadeciera de una de las partes, pero difícilmente
justifique soslayar sus expectativas contractuales formales. Uno podría
presentar la misma imagen trágica de los directores de la academia:
pequeños comerciantes que a duras penas obtienen ganancias de su ne-
gocio, y que dependen de fuentes de ingresos ligadas a contratos de
largo plazo para pagar el alquiler, alimentar a sus niños y mantener el
empleo de los instructores. ¿Deberían, en un negocio que depende de

11. Debo señalar que las caracterizaciones de la señora Audrey Vokes y de la gente de la
academia Arthur Murray, tanto en este párrafo como en el resto del artículo, no tienen
ninguna intención de describir a la Audrey Vokes y al personal real de la academia. Lo que
hago es extrapolar, probablemente en forma totalmente artificiosa, las distintas observaciones
dispersas en la sentencia. Los editores de la University of Florida L. Rev., a pedido mío, trataron
de encontrar información más detallada del caso a partir de memoriales y registros, pero su
búsqueda fue infructuosa.

531
Robert W. Gordon

las buenas relaciones con los clientes, comenzar el vínculo insultándolos,


evaluando fríamente su habilidad para el baile y diciéndoles, si no tie-
nen ninguna, que desaparezcan? El abogado podría, además, decir que
todos estos detalles circunstanciales simplemente refuerzan los argu-
mentos de la academia. Si Audrey Vokes quería oír verdades a medias
acerca de su habilidad para el baile, si la lisonjería y la adulación eran
parte del servicio, entonces no hubo ninguna “distorsión” de su elec-
ción racional. Ella ha contratado para obtener lo que quería –lo que
todos queremos–: la ilusión de juventud eterna y de vitalidad erótica, la
ilusión de que estas dotes aumenten en lugar de disminuir con la edad.
Si los jueces niegan a las academias de baile el derecho de vender esta
mercancía, exigiéndoles que se limiten a describir fríamente a sus clien-
tes el servicio que ofrecen, entonces las personas como Audrey Vokes
tendrían elecciones mucho más restringidas –tal vez ninguna–, o, como
mínimo, tendrían que pagar precios más altos para compensar a las
academias por el riesgo de una anulación judicial ad hoc de algunos de
los contratos con sus clientes. La Corte puede decir, con bastante sar-
casmo, que los “floridos elogios de la academia... procedieron mucho
más de la apetencia por ‘contar los billetes’ que de una evaluación ho-
nesta y realista de las habilidades de la señora como bailarina”.12 ¿Eso
significa que en los Estados Unidos se ha vuelto ilegal querer ganarse la
vida, especialmente cuando se ofrece un servicio (galantería y compa-
ñía) que una gran proporción de la población trata de satisfacer asis-
tiendo a academias de baile?
Sin embargo algunos de los lectores de este caso continuamos sintien-
do –¿o no?– que los detalles narrativos presentados por el juez Pierce son
o deben, de alguna manera, ser relevantes en la decisión del caso, y que
escuchar la historia cambia nuestra percepción de la situación y de si es
justo exigir la ejecución del contrato, y no sólo porque su manera de
narrar la historia nos haga sentir pena por la viudez solitaria y vulnerable
de Audrey Vokes. El juez Pierce apela con esos detalles extra a lo que
podría denominarse criterios subyacentes de carácter equitativo. Estos cri-
terios no están en realidad totalmente ocultos o velados. En parte han sido
formalizados en las categorías de “influencia indebida” o (más vagamente)

12. Ver Vokes, 212 So. 2d., p. 909.

532
Cómo “descongelar” la realidad legal...

de “relaciones fiduciarias”.13 La idea consiste en que, en las relaciones en


que la gente ha alcanzado un cierto nivel de intimidad o ha generado
expectativas de confianza mutua, las reglas jurídicas básicas que regulan
la interacción deberían ser totalmente distintas. Dado que, debido al ca-
rácter de la relación, una de las partes espera que la otra no se aproveche
de ella, y por ello baja su guardia, el espacio para que la otra maniobre
estratégicamente en su propio beneficio debe limitarse. En alguna medi-
da se espera que la otra persona se ocupe de proteger y cuidar tanto el
interés de su contraparte como el suyo propio. Esta es la interpretación
usual que se da, por ejemplo, a los servicios profesionales médicos o lega-
les. La academia de baile en el caso Vokes elabora su mercancía, sus ilusio-
nes mágicas, mediante la creación de una atmósfera de intimidad román-
tica altamente erotizada: los instructores se convierten en sustitutos de
amantes (apenas sublimados) de los clientes. La indignación de la Corte,
reflejada en las categorías jurídicas de influencia indebida y de aprovecha-
miento en las relaciones fiduciarias, proviene en parte del sentido de trai-
ción que todos nosotros experimentamos cuando un amante, o una persona
con la que intimamos, alguien a quien confiamos nuestro cuidado, ha teni-
do todo el tiempo en mente sólo su propio provecho. La demandante dice:
“Ustedes me han seducido y me han abandonado, y ahora, agregando un
insulto a la injuria, esperan que les pague por esta experiencia”.
El conjunto de conceptos sustentados en la equidad a los que apela
implícitamente el juez Pierce sugiere una revisión de la imagen del marco
con el cual habíamos comenzado:

Normal Anormal/ excepcional

Elecciones privadas Política estatal


Libertad de actuación Relaciones Fiduciarias Intervención/ regulación
en el mercado

Hemos agregado una nueva categoría intermedia que mezcla las obli-
gaciones públicas y las privadas: impone una serie de obligaciones implí-
citas que surgen de este contexto supuestamente peculiar de relaciones
fiduciarias. Sin embargo, aún se sigue considerando que el mundo “normal”

13. Ver Farnsworth, E., Contracts, 4.20, 1982, pp. 268-271.

533
Robert W. Gordon

de las transacciones comerciales es ante todo el del derecho contractual


clásico: imágenes “neo-hobbesianas pesadillescas” de una sociedad de in-
dividuos “atomísticos”, seres solitarios que sólo se preocupan por sí mis-
mos, que se mueven a partir de sus proyectos personales y que ven a los
demás como instrumentos para cumplir sus fines o como amenazas para
su seguridad. En esta fantasía de predadores paranoicos, la contratación
formal representa la única vía segura para que la gente se asocie entre sí.
Los contratos son las interacciones cuidadosamente circunscritas en las
que esos seres solitarios se unen brevemente durante un momento aliena-
do de mutua explotación.
Es realmente extraordinario –y un tributo al poder que tiene la ideolo-
gía para estructurar percepciones de la realidad– que esta visión jurídica
de las transacciones más corrientes haya prevalecido sobre la experiencia
diaria del mundo de los negocios, conducido en su mayor parte por co-
munidades mercantiles que están en continua relación mutua, y que han
establecido entre ellas convenciones y normas de gobierno completamen-
te distintas, en la mayoría de sus aspectos, de las del derecho contractual
clásico. No se espera que los contratos escritos definan con anticipación la
totalidad de los términos de la actividad a desarrollar; la flexibilidad para
adaptar los términos a circunstancias cambiantes constituye una virtud y,
por el contrario, la insistencia literal sobre los términos formales del con-
trato (“trabajar a reglamento”) es considerada obstruccionismo de mala
fe. En tiempos difíciles –tales como los tiempos de escasez, huelgas, in-
crementos de precio– se espera que las partes, dentro de ciertos límites,
toleren un cumplimiento parcial de las obligaciones convenidas, se pres-
ten apoyo mutuo y compartan las pérdidas. En realidad, esta descripción
del comportamiento contractual de los comerciantes capitalistas típicos
se ajusta mucho mejor al patrón de las reglas construidas para la categoría
“fiduciaria” anormal que al de la categoría estándar de libertad de actua-
ción en el mercado.14
Con frecuencia uno escucha el argumento de que, a menos que los
términos formales de los contratos sean cumplidos al pie de la letra, la
economía colapsaría. Pero de hecho, la afirmación exactamente opuesta

14. Para una descripción clásica de la realidad “relacional” de las relaciones comerciales
continuadas, ver Macaulay, “Non-Contractual Relations in Business”, 18 Am. Soc. Rev, 1963,
p. 55; I. Macneil, The New Social Contract: An Inquiry into Modern Contractual Relations,
1980; Dore, “Goodwill and the Spirit of Market Capitalism”, 34 Brit. J. Soc., 1983, p. 459.

534
Cómo “descongelar” la realidad legal...

parece aproximarse más a la verdad: es la insistencia en la obligatoriedad


formal lo que llevaría al colapso.15 Un régimen que promueva el indivi-
dualismo a corto plazo –oportunismo, comportamiento estratégico, de-
predación y paranoia– puede resultar, como lo saben todo economista
atento a los costos de transacción y todo hombre de negocios, altamente
ineficiente. La gente tiene que gastar constantemente recursos valiosos para
prevenir el riesgo de que alguien quiera aprovecharse de ella. Es más, los
acuerdos a largo plazo (los contratos de cumplimiento continuo) requieren
flexibilidad y compromiso de cooperación. Especificar formalmente y en
forma anticipada todo lo que pueda suceder es un desperdicio de recursos,
y atar a los socios comerciales a este tipo de especificaciones, en condiciones
cambiantes, es una tontería.16 El sistema jurídico –podría seguir el argu-
mento– debería, por lo tanto, asegurar relaciones de confianza, de recipro-
cidad general, y sancionar las rupturas de confianza, especialmente en si-
tuaciones en las que no es probable que la relación continúe, y en las que,
por lo tanto, no puede acudirse a la sanción consistente en rechazar futuras
transacciones. Desde esta perspectiva, lo que la Corte hace en el caso Vokes
es simplemente hacer cumplir la expectativa de una de las partes conforme
a la cual la otra le brindará un tratamiento de buena fe en toda transacción.
Después de todo, uno podría decir que el caso Vokes no debe ser considera-
do una transacción anormal, sino simplemente una transacción que involucra
una serie de ideas acerca de lo que las partes “consintieron” distinta de
aquellas involucradas en la típica transacción que corresponde al modelo de
“libertad de actuación en el mercado”.
El argumento que acabamos de presentar nos lleva a considerar la no
ejecución del contrato de nuestro caso no como una interferencia, sino
como una promoción del objetivo de la libre contratación en el mercado.
Obviamente, este no es el único argumento de este tipo que puede for-
mularse. Enumeraré brevemente algunos más:

15. Esta frase es en cierto modo desorientadora, en la medida en que exagera seriamente el
carácter determinante de la “obligatoriedad formal”. El derecho contractual clásico –como
jamás se cansaron de señalar sus críticos, los Realistas Jurídicos– es pródigo en vías de escape
a la obligatoriedad formal. Por ejemplo, desproporción de las prestaciones, defectos en la
oferta o en la aceptación, limitaciones en las posibilidades de ejecución debidas a mitigación,
previsibilidad, incertidumbre, etc.
16. Para el argumento sobre los “costos de transacción”, ver, además de las fuentes citadas en
nota 14, Williamson, “Transaction-Cost Economics: The Governance of Contractual
Relations”, 22 J. Law and Econ., 1979, p. 233.

535
Robert W. Gordon

1. Uno es el argumento esgrimido por la Corte: la academia condujo a


su clienta a engaño acerca del valor del contrato mediante mentiras sobre
su habilidad para el baile. Aunque no se trata de un argumento demasia-
do plausible, existe otro que se le parece: la academia conoce un hecho
clave acerca de estos contratos que los clientes ignoran. El apetito por los
servicios comerciales de enseñanza de baile se satura rápidamente. Poca
gente termina queriendo realmente el enorme total de horas para las cua-
les se anota. La venta de estos contratos es como la venta de una carroza de
fantasía: los contratos son bellos, pero se convierten en calabazas a media-
noche. La academia tiene mucha experiencia en esto y los clientes no la
tienen y, por lo general, no se enteran hasta que es demasiado tarde. Esta
asimetría de conocimiento es la que hace la contratación a largo plazo no
sólo posible sino necesaria en este tipo de negocios: sin encontrarse atados
por los contratos, los clientes no regresarían.

2. La serie anterior de argumentos sugiere uno más: la capacidad de


“libre contratación” del cliente en el presente debe ser limitada, para ga-
rantizar su capacidad de libre elección en el futuro. No debe permitirse
que la academia ate a la señora a este acuerdo porque esto equivale a
comprometer muchos de sus recursos y demasiado de su tiempo por un
término demasiado largo. Ésto se parece a las políticas del common law
contra la disposición de ingresos de por vida, los acuerdos de largo plazo
entre competidores, los contratos en los que alguien pacta su esclavitud o
las normas que criminalizan las drogas adictivas.17 La metáfora más fami-
liar para esta forma de restricción en el presente con el fin de proteger la
capacidad de elección futura es la historia de Ulises y las Sirenas: Ulises
ordena a sus marineros que lo aten al mástil para no tener posibilidad de
lanzarse al mar tras el irresistible sonido de las Sirenas.18

3. La analogía con las drogas adictivas sugiere incluso una línea de


argumentación más, dirigida a la capacidad contractual. Las técnicas
particulares de seducción utilizadas para vender el contrato han inte-
rrumpido la capacidad de elección racional de la señora Vokes. La aca-

17. Para un desarrollo completo de este argumento ver “Distributive and Paternalistic
Motives”, op. cit.
18. Ver en general Elster, J., Ulysses and the Sirens: Studies in Rationality and Irrationality,
2ª ed., 1985.

536
Cómo “descongelar” la realidad legal...

demia la atrapa mediante halagos glamorosos, y luego amenaza con sus-


pender la droga a menos que ella siga firmando contratos. La evidencia
principal de esto es simplemente el número disparatado de lecciones;
aunque bailara dos horas por día todos los días de los próximos diez
años, aún no habría utilizado la totalidad de horas compradas. No es
que la señora Vokes esté “loca” –no es psicótica, ni necesita ser interna-
da–, pero la situación la ha atado. Uno podría incluso argumentar a
partir de los mismos hechos que se trata de un caso de coacción: la aca-
demia ha creado una situación de monopolio temporario en la cual sus
actividades tienen un valor excepcional. La condujo a un desierto don-
de la academia posee la única fuente de agua, y utiliza esta situación
para extraer ganancias desproporcionadas.
4. Y aún podría alegarse otro enfoque totalmente coherente con la
lógica de la obligatoriedad de los contratos libremente pactados: sim-
plemente podría afirmarse que la academia incumplió el contrato an-
tes que la clienta, ya que no ha logrado mantenerla satisfecha. La aten-
ción que la clienta recibió al comienzo era una muestra, una especie
de garantía implícita del trato que recibiría más tarde. Uno podría
también argumentar que la obligación de pago de la clienta estaba
sujeta a la condición implícita de que se le ofreciera satisfacción conti-
nuada: cuando las lecciones ya no la entusiasmaran más, ella podía
cancelarlas.
Con todos estos argumentos en mente, volvamos a diseñar nuestro
diagrama:

Normal Anormal/ excepcional


Libre elección en el mercado. Política estatal

Protección de la razonable expectativa de las partes: Intervención/ regulación


relaciones de confianza, buena fe, condiciones
implícitas de trato justo, satisfacción.

Protección de la capacidad de libre elección a largo plazo.

Promoción de las condiciones de libre intercambio. Serie opuesta

Protección contra conductas que limiten y


distorsionen la elección: distorsión de la información,
ocultamiento, coerción mediante adicción y retención.

537
Robert W. Gordon

El sentido del nuevo diagrama es mostrar que todas las jugadas que un
liberal clásico quiere caracterizar como “regulación” o “intervención esta-
tal” en el régimen de contratación privada pueden ser reconsideradas fá-
cilmente como protectoras y promotoras del propio régimen de contrata-
ción privada. Todo sistema de libre contratación necesita normas básicas
(reglas “constitutivas”) que especifiquen cuándo se considera que un in-
tercambio es libre. Todo sistema debe decidir constantemente qué elec-
ciones se considerarán inválidas: cuándo hay fraude, coacción, falta de
capacidad; cuál de las elecciones de un individuo –la inicial o la poste-
rior– debe protegerse; si los contratos deben ser interpretados de manera
formal y estricta o abierta y funcional, etcétera. La suma de estas decisio-
nes constituirá el sistema real en vigencia.19 En el caso del derecho con-
tractual de finales del Siglo XX, existen por lo menos dos sistemas opues-
tos y contradictorios de normas básicas para la regulación privada que los
jueces y abogados pueden utilizar: un mundo formal “neo-hobbesiano” de
normas “individualistas”, que especifican un campo de obligaciones mu-
tuas bastante estrecho, pero firmemente obligatorio una vez aceptado; y un
régimen bastante informal de estándares “altruistas”, que crean un campo
nebuloso y abierto de deberes indeterminados basados sobre la confianza,
de los cuales se puede escapar en forma relativamente fácil ante circunstan-
cias cambiantes o ante el comportamiento de mala fe de la otra parte.20
Es predecible que esta nueva imagen del diagrama vuelva locos a los
liberales clásicos, que se quejarán de que un esquema de reglas básicas tan
resbaladizo sabotea totalmente el esfuerzo libertario en su intento por
trazar líneas claras sobre la ejecutabilidad de los contratos que diferencien
la elección voluntaria privada de la intervención (coercitiva) estatal. Si-
guiendo el nuevo diagrama –dirían–, todos los contratos que resulten
desafortunados para una de las partes serían pasibles de ser anulados con
la excusa de insuficiencia o distorsión de la información, capacidad limi-
tada para contratar al momento de la celebración o cambio de las circuns-
tancias. Todos los contratos, continuarían, implican una cierta disparidad
en el poder comercial, en el conocimiento y en la capacidad de negociar.
Podría decirse que todos los contratos contienen amenazas coercitivas:
“Si usted no contrata conmigo en mis términos, yo me retiraré de la

19. Ver “Distributive and Paternalistic Motives”, op. cit.


20. Ver “Form and Substance”, op. cit.

538
Cómo “descongelar” la realidad legal...

relación”.21 Prácticamente todos los contratos del mundo de los negocios


involucran un número de socios que tienen algún tipo de relaciones cer-
canas y continuas. Si comenzamos a aceptar que todas esas situaciones
sirven de base para restar obligatoriedad a los términos contractuales for-
malmente especificados, la totalidad del sistema de negociación privada
queda expuesta a la posibilidad de anulación judicial.
Los liberales modernos, por supuesto, responden a este clamor de los
clásicos asegurando que no debemos preocuparnos, que la integridad del
sistema no se ve comprometida. Se trata sólo de que la tarea de identifica-
ción de las transacciones libremente convenidas ha pasado, de un enfoque
formal basado sobre reglas, a un enfoque informal particularista que dis-
tingue la transacción justa de la engañosa en forma más confiable que el
viejo sistema. La gente de los CLS tiende a estar de acuerdo con el liberal
clásico: su queja es exacta, y la cuestión es justamente ésa. El régimen de
excepciones ciertamente contradice el régimen de reglas, y potencialmen-
te hasta puede tragárselo. Y las cosas son aún peores para el liberal clásico.
No sólo resulta cierto que lo que él consideraba como norma de obligato-
riedad de los contratos privados justifica una serie de conclusiones legales
que él solía considerar intervencionistas,22 sino que para agravar su cre-
ciente sensación de que el mundo se volvió loco y se está poniendo cabeza
abajo, la propia ejecución forzada de la transacción “medular” o “normal”
del sistema liberal clásico implica tomar muchas decisiones controverti-
das sobre políticas públicas –decisiones sobre cómo regular–. Desde esta
perspectiva, toda ejecución forzada de un contrato, aun la más rutinaria,
representa una forma de regulación de las transacciones privadas. El es-
quema podría ser dibujado nuevamente de este modo:

Normal Anormal/ excepcional


El derecho que simplemente facilita Regulación legal
las elecciones privadas voluntarias.
Serie opuesta Todo el derecho contractual

21. Ver Hale, “Bargaining, Duress, and Economic Liberty”, 43 Columbia L. Rev., 1943, p. 603.
22. Él se queja de que el tribunal está interfiriendo en la contratación, y el tribunal responde
que simplemente está haciendo cumplir las normas básicas de las cuales depende esencial-
mente la institución de la contratación. El caso no constituye una violación, sino un
reforzamiento del esquema.

539
Robert W. Gordon

A esta altura, este punto de vista no debería causar ninguna controver-


sia, o por lo menos debería ser mucho menos controvertido que en la
última década del siglo XIX, cuando Oliver Wendell Holmes comenzó a
articularlo. Este fue uno de los argumentos centrales del Realismo Jurídico,
y se enseña con frecuencia en la mayoría de los cursos de Contratos de
primer año en las facultades de derecho. Pero incluso quienes reconocen
fácilmente este argumento en un nivel abstracto, no se comportan en la
práctica como si lo entendieran, de modo que quisiera desarrollarlo un
poco más para ofrecer un panorama más completo.
Los abogados y economistas políticos de finales del siglo XIX pensaban
que habían desarrollado un sistema completamente neutral y apolítico de
derecho contractual, que maximizaría tanto la riqueza como la libertad
natural. Para que el sistema funcionara –creían– lo único que los tribunales
tenían que hacer era seguir las reglas que protegían las intenciones libres
formalmente manifestadas. De algún modo se convencieron de que el
aseguramiento legal de la libre contratación no implicaba el poder
coercitivo del Estado de la misma manera en que lo requería la “regulación”
de la contratación. Por supuesto, el que se obliga contractualmente y
confía en la posibilidad de ejecutar forzadamente un contrato, no cree
que se está comprometiendo en una transacción privada equivalente a,
por ejemplo, decir que arreglar para comer la semana que viene es una
transacción privada.23 Si las cosas salen mal, espera tener la opción de que
su interpretación del trato sea respaldada por la fuerza estatal, y si el
demandado se resiste al cumplimiento, por el Batallón 101
Aerotransportado o por la Guardia Nacional. Si el demandado no paga, le
embargarán los muebles, la casa, y los venderán para satisfacer la resolu-
ción judicial. Esto es coerción. El problema es, ¿bajo qué condiciones
debe desplegarse la fuerza del Estado? O, en palabras de Arthur Corbin,
uno de los primeros Realistas Jurídicos: “¿Qué acciones son las que deter-
minan que la sociedad avance con su brazo armado?”.24

23. Obviamente, ni siquiera el acuerdo de comer la próxima semana es completamente


“privado” si por tal cosa uno entiende que éste compromete a las partes sólo porque y en la
medida en que ambas lo quieren. Las normas que crean tales compromisos y sancionan su
ruptura son socialmente creadas: una de las sanciones comunes, la negativa a realizar acuerdos
económicos posteriores, es también uno de los instrumentos privilegiados reconocidos por el
sistema legal para causar daño a otros.
24. Corbin, “Offer and Acceptance, and Some of the Resulting Legal Relations”, 26 Yale L. J.,
1917, pp. 169 y 170.

540
Cómo “descongelar” la realidad legal...

Los Realistas Jurídicos se deleitaban particularmente en demostrar que


todo conjunto de normas aparentemente inocuo y neutral, incluso nor-
mas tales como las de aceptación de una oferta contractual realizada por
correspondencia, supone realizar elecciones potencialmente controverti-
das entre orientaciones políticas enfrentadas. La situación de Vokes es un
buen ejemplo. Para el juez de primera instancia, la protección de la vo-
luntad de las partes, de sus intenciones contractuales, significa respaldar
con la fuerza del Estado los contratos-tipo preimpresos de Arthur Murray,
con la firma de Audrey Vokes estampada en ellos. El juez considera que
los contratos-tipo de la academia son representativos de las intenciones
del cliente, sin ninguna investigación ulterior acerca de las circunstancias
de la transacción, y a pesar de que parece evidente que han comprometi-
do al cliente a un negocio grotesco. De esta manera permite a quien re-
dacta el contrato-tipo y a quien domina las cuidadosamente orquestadas
circunstancias de su suscripción controlar la interpretación de la transac-
ción. La parte fascinante de la cuestión es la manera en que el juez de
primera instancia adopta una decisión política que confiere gran poder
social a la parte que controla el contrato-tipo, después hace coincidir este
régimen de poder que acaba de crear con la llamada libertad natural –la
“intención de las partes”– y, finalmente, proclama su renuencia, excepto en
casos extremos, a dejar de lado el contenido del contrato-tipo, sobre la base de
que hacerlo sería sustituir la voluntad de las partes por el juicio de la ley.
El argumento que estoy presentando no es el tradicional argumento
liberal de izquierda o socialista en favor de una mayor intervención en las
transacciones mercantiles o de una regulación más intensa de los contra-
tos. Es una puesta en tela de juicio de las categorías de “libre contrata-
ción” y “regulación pública” como descripciones adecuadas de la vida y la
experiencia social. Todas las razones para impedir que Arthur Murray se
quede con el dinero de Audrey Vokes pueden ser reformuladas como ra-
zones que alientan la elección racional y refuerzan el mercado. Y todas las
razones para imponer el cumplimiento del contrato pueden ser caracteri-
zadas como reguladoras e intervencionistas, por desconocer la libertad de
elección de Audrey Vokes para garantizar la seguridad de Arthur Murray
y la seguridad de la ganancia empresarial en general. El slogan de la liber-
tad de contratación es similar como el de la propiedad privada: ambos
son vacíos y ninguno especifica adecuadamente qué es lo que sucede en
una economía capitalista. La cuestión es siempre: ¿cuál es el tipo de pro-
piedad y cuáles son los tipos de regímenes contractuales que un sistema

541
Robert W. Gordon

jurídico debe garantizar a través de la fuerza? Las nociones abstractas de


propiedad y contrato, libertad y eficiencia, no aportan ninguna ayuda
cuando se trata de responder a estos interrogantes. Como ya he dicho, en
un nivel de gran abstracción teórica, ninguna de estas afirmaciones resul-
ta novedosa para los abogados y los economistas liberales: es algo que
saben desde hace mucho tiempo. Lo que los académicos liberales no su-
brayan es cómo el discurso de los tribunales y de los abogados –al igual
que el discurso popular–, constante, sutil, casi inconscientemente, sigue
privilegiando una entre muchas posibles clases de políticas regulatorias
–una de las tantas visiones posibles sobre el mundo– como si se tratara de
algo natural, normal, racional, libre, eficiente, y generalmente perfecto y
justo. La reacción inicial –aún entre personas que se consideran liberales
de izquierda, partidarias de la protección del consumidor, defensoras de
los desfavorecidos, etc. (que de hecho ha sido la tendencia general de los
jueces y juristas que han desarrollado el moderno derecho contractual
post-realista, por ejemplo)– es que Audrey Vokes debe perder, a menos
que se hagan grandes esfuerzos para convencer al tribunal de que su caso
es excepcional, que su situación es extraordinaria, y que para brindarle
protección es necesaria una misteriosa “intervención” paternalista y una
“regulación” de la libertad de elección contractual que la decisión en favor
de la academia no implicaría.25
La persistencia de este esquema mental quedó expuesta de manera muy
clara cuando, después de que yo presentara esta exposición, un estudiante
evidentemente muy inteligente se me acercó y me dijo algo así como:
“¿No es el ejemplo que usted está dando uno de esos casos-límite, que
siempre son difíciles de decidir porque envuelven hechos especiales, fren-
te a los cuales la aplicación de las normas ordinarias causaría una obvia
injusticia y sería excepcionalmente dura? ¿No se trata de que las reglas en
realidad no están diseñadas para casos extremos, como éste, sino para las
transacciones comerciales ordinarias, en donde el sistema legal debe sim-
plemente hacer cumplir en forma rutinaria los contratos que las partes
han acordado?”. Yo me sentí incómodo con la observación porque demos-
traba que los principales argumentos que yo había tratado de presentar
no habían sido comprendidos en absoluto: que todo acto de ejecución

25. Acerca de la tendencia incluso de los discursos liberales de izquierda a privilegiar la


posición libertaria de derecha, ver M. Kelman, op. cit.

542
Cómo “descongelar” la realidad legal...

forzada de un contrato implica poner la fuerza estatal a favor de un régi-


men particular de “libre negociación” que descarta necesariamente a otros
regímenes que podrían ser aplicados en lugar de aquél; que de hecho las
doctrinas del derecho contractual ponen a disposición de las partes en
todos los casos –incluidos aquellos casos de contratos que parecen, “a
simple vista” (tal y como se los esquematiza a través de las categorías del
sistema legal), exigir un único resultado correcto– una multiplicidad de
regímenes regulatorios, algunos arraigados en visiones individualistas, y
otros en visiones cooperativas y solidarias de la vida económica,26 pero
que, frente a esta multiplicidad, uno de los regímenes, el liberal-formal-
individualista clásico, ha recibido una consideración arbitrariamente pri-
vilegiada con respecto a los demás. Yo había esperado poder desbaratar y
problematizar en la mente de mi audiencia la distinción básica entre
“acuerdos voluntarios” por un lado y “regulación de los acuerdos” por el
otro; pero al menos con este oyente en particular fracasé de manera estre-
pitosa. Por un momento lamenté haber elegido para mi charla
precisamente la clase de caso que los editores de los libros de texto de
derecho contractual clasifican dentro de la sección denominada
“Inexigibilidad” o “Regulación del negocio contractual” para ejemplificar
el tipo de comportamiento comercial poco frecuente, excesivo y tramposo
que se aprovecha de partes excepcionalmente vulnerables, para cuyo con-
trol el derecho contractual ha tenido que diseñar mecanismos especiales: la
clase de caso que, debido a que parece tan grotesco, no suscita demasiadas

26. Un ejemplo espectacular sobre cómo convertir un caso “fácil” en uno “difícil”, o un
esquema “individualista” en uno “altruista” en el contexto comercial es el de Columbia
Nitrogen Corp. vs. Royste, 451 F. 2d 3 (4th Cir. 1971). Las partes tenían lo que parecía ser, de
acuerdo con los documentos contractuales, un contrato por 3 años, de cantidad mínima y
precio fijo para la compra y venta de fosfatos. Cuando los precios del fosfato cayeron a finales
de la década de 1960, el comprador trató de ordenar la menor cantidad posible de acuerdo
con el contrato, y de renegociar el precio. La firma vendedora se mantuvo firme acerca del
precio pactado en el contrato. El comprador logró persuadir a la Corte del Cuarto Circuito
de que aceptara la presentación de prueba sobre la costumbre comercial y sobre el curso del
negocio por cuanto “debido a la incertidumbre de las cosechas y las condiciones climáticas,
los precios agrícolas y los programas agrícolas del gobierno, los términos expresos de precio y
cantidad en los contratos sobre materiales en la industria de fertilizantes mezclados constitu-
yen meras proyecciones que deben ser ajustadas conforme a las fuerzas del mercado”, ibídem.
p. 7, y además porque el comprador había tolerado el incumplimiento de los términos
expresos del contrato para beneficio del vendedor cuando éste atravesó momentos difíciles, y
entonces resultaba justo que se le brindara reciprocidad de trato.

543
Robert W. Gordon

preguntas acerca de la ejecución contractual forzosa rutinariamente im-


puesta por la ley en el resto de la economía. La respuesta del estudiante
fue precisamente aquella formulada generalmente por los jueces y acadé-
micos postrealistas: tratar de aislar y separar aquellas clases excepcionales
de transacción (aquí “de consumo” por oposición a transacciones “comer-
ciales”, y transacciones que involucran una excepcional vulnerabilidad frente
a la explotación y a los resultados desfavorables) de aquellos tratos comer-
ciales ordinarios que constituyen el corazón de una economía de merca-
do. Tales mecanismos de aislamiento se convierten entonces en mecanis-
mos de legitimación, ya que “normalizan” las instancias rutinarias de ex-
plotación y vulnerabilidad en las transacciones mercantiles, negando las
realidades diarias de dolor y coerción en la vida comercial.
La perspectiva que he venido defendiendo sugiere que todo caso, como
toda otra instancia de discurso jurídico, es un pequeño intento de crea-
ción del mundo. No se trata de una iniciativa aislada, sino que se combi-
na con millones de instancias similares destinadas a crear los campos de
conciencia a través de los cuales interpretamos, y por lo tanto producimos
y reproducimos continuamente, las realidades sociales que nos son fami-
liares. De esta manera, aun la decisión equitativa y generosa de este tribu-
nal, y también la doctrina contractual relativamente equitativa, generosa,
de buena fe y de orientación social de la generación post-realista, reafirma
el cúmulo de imágenes que constituyen la forma en que se cree que el
mundo es y debe ser la mayor parte del tiempo. Esta visión opone el
mundo “normal” de los negocios al mundo cuasi-fiduciario de las tran-
sacciones de la academia de baile –el mundo “masculino” de la ejecución
forzosa rutinaria al mundo “femenino” y sentimental de las excepciones
de equidad–; el consumidor hipotéticamente razonable, auto-suficiente,
predatorio y paranoico, al excepcional y anormal caso de una mujer
emocionalmente vulnerable que está entrando en la vejez y que parece
requerir una especial protección.27 Existe incluso una conexión obvia

27. Clare Dalton ha descrito brillantemente la construcción de la vida social en los casos de
“contrato de cohabitación” tales como Marvin vs. Marvin, 18 Cal. 3d 660, 557 P 2d 106, 134
Cal. Rptr. 815 (1976); Hewitt vs. Hewitt, 77 III, 2d 49, 394 N.E. 2d 1204 (1979). Dalton
señala que las mujeres en estos casos son: 1) presentadas por la retórica judicial como santas,
víctimas o prostitutas –mujeres que sacrificaron todo por amor, fueron objeto de explotación
sexual, o trataron de seducir a los hombres por dinero–; o bien 2) completamente abstraídas
del contexto doméstico íntimo y tratadas como socios de tratos comerciales ordinarios. Las

544
Cómo “descongelar” la realidad legal...

entre el mundo “normal” construido a través de la retórica contractual


individualista y el mundo social en el que vive realmente Audrey Vokes.
En ambos mundos son tan escasos el trato comprensivo y la asociación
solidaria que la viuda tiene que recurrir a comprar compañía como si
fuera una mercancía, y después cuidarse de sus compañeros de trato como
un halcón para asegurarse de que no la estén explotando.
El propósito de este análisis es simplemente descongelar, “deconstruir”
este pequeño ejercicio de construcción del mundo: señalar que ciertas
clases de categorías de sentido común, tales como la distinción “público-
privado” empleada en el discurso contractual, pueden ser dadas vuelta
hasta el punto de sacudir nuestras percepciones convencionales de la rea-
lidad. La gente reacciona en forma diferente a este tipo de demostración:

1. Algunos se deprimen. Piensan: “sea como sea, se trata de una cuestión


de poder. Uno puede demostrar hasta cansarse que las justificaciones del
poder son intelectualmente arbitrarias y eso no nos lleva a ningún lado”.
Esto me parece con seguridad, al menos parcialmente equivocado: el poder
se mantiene en parte mediante la aceptación de sus justificaciones.

2. Algunos se impacientan: “Todo eso está muy bien, pero ¿en qué
beneficia a Audrey Vokes y a otra gente como ella? ¿Qué debería haber
hecho el juez Pierce que no hizo? ¿Qué acciones recomienda?”. En última
instancia: “¿Qué sentido político tiene esta clase de demostración?” Algu-
nas respuestas rápidas:
a) Gran parte de la cuestión es simplemente enseñar, no a través de un
solo ejemplo como éste, sino mediante cientos de ellos, un método de
crítica que un estudiante pueda aplicar fácilmente a discursos similares
que con seguridad encontrará repetidamente en otros sitios. Lo que se
asume es que hay una estructura común que subyace a los discursos
genéricos que racionalizan la dominación y la jerarquía, que ciertos
tipos de recursos retóricos son recurrentes, de tal manera que si uno
puede detectar la forma estructural de tales argumentos, pueda pre-
sentar un discurso crítico apropiado frente a los discursos locales del
poder cuando se presente la oportunidad.

imágenes no dejan espacio para una concepción de las relaciones no matrimoniales entre
hombre y mujer basadas sobre el afecto sexual mutuo, el sacrificio mutuo, y las contribuciones
compartidas en dinero y especie a la comunidad. Ver Dalton, citada en nota 5, pp. 1095-1113.

545
Robert W. Gordon

b) Suponiendo que la oportunidad se asemeje a la de nuestro caso; esto


es, suponiendo que uno es el abogado de alguien como Audrey o uno
que trabaja para alguien como el juez Pierce. ¿Qué sugiere hacer la
crítica en tal situación? Una respuesta es que hay que trabajar por una
ampliación de la manera ordinaria de esquematizar tales transacciones,
por una retórica de decisión judicial que enfatice como metas centrales
y normales del sistema legal la protección de la capacidad de libertad
práctica a largo plazo, el cumplimiento forzoso de las obligaciones fi-
duciarias con respecto a gente que uno ha hecho emocionalmente de-
pendiente, la limitada importancia de los signos formales de acepta-
ción en los tratos a largo plazo, de alto precio, etc. Este sería un paso
muy pequeño en la reconstrucción de la vida social, pero si resulta
válido el argumento de que la vida social se constituye a partir de mi-
llones de actos elementales de construcción similares, entonces este
sería un verdadero paso. El propio caso Vokes fue publicado en los ALR28
e incorporado en varios manuales de Contratos, de manera que de he-
cho tuvo una amplia circulación en la cultura legal.
c) ¿Cuánto servirá la sentencia para proteger de manera inmediata a los
consumidores contra su victimización por parte de las academias de
baile? Bueno, probablemente no demasiado, salvo tal vez para ayudar a
dramatizar el problema. No es muy probable que la regulación del
common law a través del Poder Judicial signifique un contrapeso dema-
siado importante contra abusos de esta clase ya que trabaja caso por
caso, y a las academias no les importa perder unos pocos casos si pue-
den mantener a la mayoría de sus clientes atados a sus contratos.29 Un
abogado de Audrey Vokes que estuviera suficientemente indignado por
el trato que ella recibió como para querer ayudar a otros a evitarlo
buscaría probablemente otras formas de presión contra las academias,

28. ALR 3D 1405 (1969). Ver también el comentario “Annotation, Sellers’ Liability for
Fraud in Connection with Contract for the Sale of Long Term Dancing Lessons”, ibídem, p.
1412. [N. de los. T.: ALR es la abreviatura de American Law Reports. Se trata de una prestigio-
sa publicación, ampliamente consultada, que edita fallos y comentarios de fallos considerados
trascendentes].
29. Ver Leff, “Unconscionability and the Crowd: Consumers and the Common Law Tradition”,
31 University of Pittsburgh. L Rev., 1970, p. 349; Schrag, “On her Majesty’s Secret Service:
Protecting the Consumer in New York City”, 80 Yale L. J., 1971, p. 1529; Macaulay, “Lawyers
and Consumer Protection Laws”, 14 Law and Society Rev., 1979, p. 1150.

546
Cómo “descongelar” la realidad legal...

bancos locales y compañías de seguros, publicidad, grupos de lobby a


favor de los ancianos que promuevan una legislación que prohiba en
forma definitiva la contratación a largo plazo en esta clase de negocios,30
etc. El problema básico que este caso revela es qué sola está la gente, y
qué pocos sitios hay en la mayoría de las comunidades para que la gente
se asocie públicamente en formas no amenazadoras. Este es, por supues-
to, un problema más importante que las prácticas jurídicas también con-
tribuyeron a crear –y en el cual las prácticas jurídicas podrían jugar
algún papel para mejorarlo–, pero que los fallos en materia de derecho
contractual no pueden afectar demasiado de manera inmediata.
Quiero insistir –para responder a la pregunta frecuentemente formu-
lada: “¿pero qué soluciones tienen los CLS?”– en que no puede existir
ningún conjunto de “soluciones” predefinidas para la situación social
representada por el caso Vokes. Hay una política estática –que es la
política normal del sistema legal– y una política de transformación,
cuyas tácticas y estrategias deben variar conforme a los contextos parti-
culares. Quien mire el contexto desde fuera puede a lo sumo identifi-
car una serie de estrategias que funcionaron en otros lugares y en otros
momentos, y algunas razones por las cuales esas estrategias pueden o
no funcionar en este caso particular. La variación creativa es una de las
tareas necesarias de la gente que pretende trabajar sobre el escenario.

3. Algunas personas que toman seriamente el mensaje de la aproxima-


ción de los CLS ejemplificada aquí entran en pánico: “Si uno fusiona la
libertad y la regulación en una sola cosa, en un mismo pantano interpreta-
tivo, si uno parece convertir la libertad y la coerción, la elección privada y el
poder público, en retóricas intercambiables, uno niega la capacidad del
derecho para resolver el problema del poder en la vida social, y deja abierta
la puerta a una regulación estatal absolutizante y totalitaria a la que no se le
pueden imponer límites”. Ésta es una reacción extrema. Ella supone que
somos absolutamente incapaces de darnos cuenta que estamos experimen-
tando la libertad, de modo que codificamos su contenido en formas conge-
ladas y reificadas, aun con el pleno conocimiento de que esas formas no

30. Ver, por ejemplo, California Civil Code, 1812, 50-54 (West 1985). He escuchado que esas
normas fueron de hecho redactadas por estudiantes de derecho de la Universidad de Stanford,
quienes habían leído casos como el caso Vokes en sus clases de contratos.

547
Robert W. Gordon

funcionarán realmente como nosotros esperamos y que con frecuencia sub-


vertirán la libertad en lugar de protegerla. No estoy aquí argumentando en
contra de las normas –como por ejemplo la excelente norma que prohibe a
la policía allanar mi casa a las 3 de la mañana, o al menos le impone el deber
de dar razones para ello a alguien ajeno a la burocracia policial antes de
hacerlo–, sino en contra del fetichismo de las normas que supone que la
salvación proviene de las normas mismas, más que de las prácticas sociales
que tratan de simbolizar y cristalizar quienes hacen las normas, y que no
nos permite ver la posibilidad de que las normas sean un instrumento de
opresión. El fetichismo de la “libertad de contratación”, por ejemplo, hace
difícil observar que un régimen contractual particular en vigencia puede
constituir un instrumento tanto para facilitar como para restringir la domi-
nación y la jerarquía en la vida social.

4. Y unos pocos (aquellos pocos por quienes vale la pena esforzarnos en


esta empresa, si es que realmente vale la pena) experimentan una conmo-
ción que es quizás una premonición de progreso genuino. En las facultades
de derecho, por ejemplo, muchísimo del entrenamiento que proporciona-
mos –incluso aquellos de nosotros que hablamos relativamente desde la
izquierda– es brutal y deliberadamente anti-sentimental. “Ningún almuerzo
es gratuito”. Esto es útil: como dice mi colega Mark Kelman, siempre es
útil para los conservadores señalar que uno no puede obtener una vivienda
habitable haciendo que un juez declare que los propietarios deben garanti-
zar la habitabilidad. Pero al mismo tiempo, a los conservadores –e incluyo
aquí a los liberales de izquierda, que han absorbido gran parte de las imáge-
nes conservadoras del mundo, éste último en el que la mayoría de las tran-
sacciones son libres y voluntarias en algún sentido significativo la mayor
parte del tiempo– se los ha dejado salirse con la suya al crear un sentido de
desesperanza con respecto al cambio, de falsa legitimación y de falsa necesi-
dad. Si ningún almuerzo es gratuito, tampoco existen los “contratos libres”.
Si los argumentos resignados y complacientes resultan, una y otra vez, equi-
vocados, debe ser que después de todo es posible que puedan promoverse
valores tales como el altruismo, la comunidad, la participación democráti-
ca, la igualdad, sin destruir la libertad y la eficiencia económica. Al menos,
siempre resulta alentador saber que algunos de los más sofisticados argu-
mentos racionalistas, resignados y abrumadores acerca de por qué nada
importante puede cambiar son sencillamente erróneos.

548
La educación legal como preparación
para la jerarquía*
Duncan Kennedy

Aunque parezca que tienen pocas pretensiones intelectuales y que ca-


recen de ambición teórica o de visión práctica acerca de cómo podría ser
la vida social, las facultades de derecho son lugares intensamente políti-
cos. La concepción mercantil de las facultades, la infinita atención al ár-
bol que impide ver el bosque, la simultánea formalidad y superficialidad
con las que se abordan las limitadas tareas que parece haber a mano, todo
esto es sólo una parte de lo que sucede. La otra parte es un entrenamiento
ideológico para servir voluntariamente a la jerarquía del Estado de bienes-
tar empresarial.
Decir que las facultades de derecho son ideológicas significa decir que
lo que los profesores enseñan junto con los conocimientos básicos está
mal; que lo se que enseña sobre cómo es el derecho y cuál es su funciona-
miento no tiene sentido; que los mensajes sobre la naturaleza de las
destrezas jurídicas y de su distribución entre los estudiantes son erróneos
y tampoco tienen sentido; que las ideas que reciben los estudiantes acerca
de las posibilidades de la vida como abogado también están equivocadas y
son absurdas. Pero toda esta serie de sinsentidos está orientada, tiene un
sesgo concreto y motivado, no es un error casual. Lo que pretende inculcar
es que es natural, eficiente y justo que los estudios jurídicos, la profesión
de abogado en general, y la sociedad a la que los abogados prestan sus
servicios estén organizados de acuerdo a los patrones actuales de jerarquía
y dominación.

* Publicado en David Kairys (ed.), The Politics of Law, Nueva York, Pantheon, 2ª ed., 1990.
Traducido por María Luisa Piqué y Christian Courtis.

549
Duncan Kennedy

Debido a que creen lo que se les dice, explícita e implícitamente, res-


pecto del mundo al que están ingresando, los estudiantes se comportan
de un modo en el que cumplen las profecías que el sistema crea sobre ellos
y sobre ese mundo. Este es el eslabón que completa el sistema: los estu-
diantes hacen más que aceptar las cosas como son y la ideología hace más
que disipar toda oposición. Los estudiantes actúan efectivamente dentro
de los canales construidos para ellos, haciéndolos aún más profundos,
dándole a todo una pátina de aprobación y haciendo que la complicidad
penetre en la historia de vida de cada uno.
En este artículo me dedicaré a analizar sucesivamente la experiencia
inicial de primer año, el contenido ideológico del programa de la Facultad
de Derecho, y las prácticas extra-curriculares de las facultades que prepa-
ran a sus estudiantes para aceptar y participar en la estructura jerárquica
de la vida en el derecho.

La experiencia de primer año

Muchos estudiantes de derecho ingresan a la facultad pensando que ser


abogado significa algo más, que se trata de algo socialmente más útil que
tener simplemente un trabajo altamente respetable. La idea de desempeñar
el papel que las generaciones anteriores asociaban con el de Brandeis:1 el rol
de servicio a través del derecho, llevado a cabo con excelente competencia
técnica y también con la profunda creencia de que el derecho, a pesar de
todas las distorsiones que pueda imponerle la actual estructura del capita-
lismo, es esencialmente una fuerza progresista. Existe una concepción
contrastante, más radical, que afirma que el derecho es una herramienta de
los intereses establecidos, que en esencia es superestructural, pero que per-
mite a un profesional fríamente efectivo usarla a veces en contra de los
dominadores. Mientras que en la primera concepción el estudiante aspira
a ayudar al oprimido y transformar la sociedad extrayendo el contenido

1. Louis Brandeis fue un exitoso abogado del área de Boston, que –amén de su práctica
profesional lucrativa– llevó adelante varias causas de interés público que tuvieron gran reper-
cusión en los Estados Unidos. Entre ellas, el planteo de la existencia de un derecho a la
intimidad, y la participación en un memorial ante la Corte Suprema de Justicia en el que se
manifestaba a favor de la constitucionalidad del establecimiento de limitaciones a las horas
diarias de trabajo de las mujeres. El presidente Wilson lo propuso para ocupar una vacante en
la Corte Suprema, cargo que ocupó desde 1916 hasta 1939. [N de los T.]

550
La educación legal como preparación para la jerarquía

latente de un ideal válido, en la segunda el estudiante se ve a sí mismo en


parte como técnico, en parte como un experto en judo, capaz de “poner la
mesa patas para arriba” justamente porque nunca se dejará convencer por la
retórica que es tan importante para los otros estudiantes.
También existen motivaciones más conflictivas, que son reales para
ambos tipos de estudiantes. La gente piensa que las facultades de derecho
son sumamente competitivas, que son lugares en los que se cultiva y se
premia un estilo duro y agudo que requiere un trabajo incansable. Los
estudiantes entran a la facultad pensando que van a desarrollar ese aspec-
to de sí mismos. Aunque al principio lo desaprueben, les ha sucedido ya
en otras oportunidades que la experiencia les demostró que aspectos pro-
pios que en un comienzo desaprobaban, terminaron gustándoles y pare-
ciéndoles deseables. ¿Cómo puede uno llegar a saber si lo que uno está
“realmente” buscando es el desarrollo personal de este aspecto, tanto como
lo motiva la vocación de transformar la sociedad?
Además, también está el tema de la movilidad social. Casi todas las
personas cuyos padres no formaron parte de la intelligentsia profesional y
técnica parecen sentir que ir a la Facultad de Derecho es un avance en la
historia familiar. Esto sucede aun entre los hijos de empresarios de alto
nivel, en tanto la posición a la que llegaron sus padres se haya debido a un
gran esfuerzo y trabajo más que al haber nacido en los estratos sociales
más altos. Es difícil que los padres desaprueben que sus hijos ingresen a la
facultad de derecho, cualesquiera sean sus orígenes. Por eso, dar este pri-
mer paso tiene un significado especial, aunque los estudiantes lo nieguen,
y ese significado es el éxito. Este éxito es “agridulce” si uno siente que
podría haber ingresado a una universidad mejor, pero tanto lo “agrio”
como lo “dulce” sugieren que las propias motivaciones son impuras.
La primera experiencia en el aula, más que disipar la ambivalencia, la
aumenta. Los profesores son en su gran mayoría blancos, varones, de
modales típicos de clase media y heterosexuales. Reina en el aula una
jerarquía extrema: el profesor recibe un trato deferente y despierta temo-
res que se parecen más a la escuela secundaria que al college.2 Desaparece

2. En el sistema educativo estadounidense, la educación universitaria posterior a la escuela


secundaria (high school) tiene dos fases. La primera fase se denomina college, y en general dura
alrededor de cuatro años, otorgando el título de bachiller (bachelor). La segunda fase se
denomina graduate school, y equivale a nuestras facultades, o más bien a los cursos superiores
de nuestras facultades. [N. de los T.]

551
Duncan Kennedy

ese sentimiento de autonomía de las clases del college, en las que el prin-
cipio de que se debe dejar a los profesores parlotear sin interrupción se
compensaba con el de que los profesores no pueden hacerle nada a uno.
En su lugar, hay una exigencia de “pseudo-participación” en donde uno
lucha desesperadamente, delante de una gran audiencia, para tratar de
leer la mente de un profesor decidido a confundirlo. No es tan terrible
como en The Paper Chase o One-L,3 pero de todos modos es humillante
sentirse temeroso e inseguro de uno mismo, especialmente cuando lo que
crea esa inseguridad es la manera en que está estructurada el aula, que
parece al mismo tiempo una familia patriarcal y un enigma kafkiano. Al
comienzo del primer año, el aula de la facultad de derecho es cultural-
mente reaccionaria.
Pero también es atractiva. Uno está aprendiendo un lenguaje nuevo y
es posible hacerlo. Esta “pseudo participación” hace que todos estén aten-
tos acerca de cómo les va a los demás, con lo que surgen innumerables
criterios de comparación. Llega información de todas partes, y se esclare-
cen cosas que uno conocía pero que no comprendía. Los profesores ofre-
cen incentivos sutiles, y motivos no tan sutiles para alarmarse. Nos pre-
ocupa que nos vaya bien, la adrenalina fluye, el éxito o fracaso se mide día
a día, de acuerdo al material de lectura asignado. Después de todo, uno
está pasando a otra etapa: se abandona el mundo relativamente sentimen-
tal del college, o el mundo frustrante del trabajo de oficina o de las tareas
hogareñas, para ingresar a un lugar que promete una dosis de “realidad”,
aunque se trate de una realidad fría y desafiante.
Enseguida se hace evidente que ni los estudiantes ni el cuerpo docente
son tan homogéneos como parecía al principio. Algunos profesores son
más autoritarios que otros, algunos estudiantes se horrorizan ante la
“infantilización” de los primeros días o semanas. Incluso parece haber
una conexión entre la atmósfera que reina en cada clase y la tendencia
ideológica de los profesores: los más “abiertos” parecen ser los más
progresistas, los que demuestran mayor simpatía por la parte damnifica-
da en los cursos de Derecho de Daños, los más dispuestos a escuchar los
llamados “debates sobre cuestiones de conveniencia política” (policy

3. Se trata de dos best-sellers que pintan de modo sórdido el ambiente competitivo de las
facultades de derecho estadounidenses. El título One-L alude al modo informal en el que se
denomina a los estudiantes de derecho de primer año (1st year-Law, 1-L). [N. de los T.]

552
La educación legal como preparación para la jerarquía

arguments),4 y los menos intimidantes en las discusiones en clase. Pero


existe un aspecto perturbador en este proceso de diferenciación: en la
mayoría de las facultades de derecho, los profesores más populares son
aquellos menos orientados hacia la discusión política. Los más “abiertos”
parecen dejar menos cosas en claro, divagan más y uno empieza a
cuestionarse si, debido a su amabilidad, no sacrifican esa cualidad meta-
física llamada rigor, considerada esencial para pasar el examen de matri-
culación (bar exam)5 y en el mundo adulto de la práctica profesional. La
ambivalencia se reafirma: en la comparación entre los conservadores y los
progresistas sentimentales, a veces los enemigos –que nos asustan pero
que a la vez, sutilmente, nos brindan confianza en nosotros mismos–
pueden llegar a ser más atractivos que nuestros aliados, que no parecen
tener bases más firmes que las nuestras.
Hay una experiencia intelectual que de alguna forma se corresponde
con la emocional: la gradual revelación de que no hay demasiado espacio
para ideales progresistas y ni siquiera para un pensamiento liberal com-
prometido en la suave superficie de la educación jurídica. La discusión en
el aula no es “izquierda” contra “derecha” sino “conservadurismo pedagó-
gico” contra “progresismo” moderado y desintegrado. Difícilmente un
profesor presente un programa de enseñanza o un proyecto teórico de
izquierda, aunque algunos puedan tener vagas simpatías por las causas
progresistas y algunos hasta puedan tener veleidades de abogado de iz-
quierda. Los estudiantes se esfuerzan por adquirir conocimientos firmes y
resisten contra cualquier filtraje de depresión pre-profesional. Pareciera

4. Parece ya un lugar común señalar la dificultad de traducción de la expresión policy argument


(y de otras expresiones relacionadas, tales como policy reasons o policy analysis). El propio
Kennedy, en otro texto, reflexiona acerca de esa dificultad (V. Duncan Kennedy, A Critique of
Adjudication, Cambridge, Harvard University Press, 1997, p 109). Una de las dificultades de
traducción es su polisemia. En otros textos, se han utilizado las siguientes traducciones:
argumentos de política pública, argumentos de conveniencia o utilidad pública, argumentos
políticos, argumentos no deductivos, etc. El término se refiere a los argumentos que explican
la conveniencia de una decisión a partir de la ponderación de su resultado sobre la base de un
objetivo social, político, económico o moral que se considera deseable. En el texto, hemos
optado por un abordaje ecléctico, modelando el uso del término de acuerdo al contexto. [N.
de los T.]
5. En los Estados Unidos, como en algunos países europeos, el título universitario no habilita
directamente para el ejercicio de la profesión de abogado, sino que es necesario rendir un
examen teórico-práctico de admisión al colegio de abogados (bar) de la jurisdicción en la que
uno pretende matricularse. [N. de los T.]

553
Duncan Kennedy

que el contenido intelectual del derecho consiste en aprender las normas


–cómo son y por qué tienen que ser como son– y al mismo tiempo alguna
manera de alentar al juez de turno que estuviese dispuesto a hacerlas más
humanas. La experiencia básica supone rendirse doblemente: a través de
una experiencia pasiva en el aula, y a través de una actitud pasiva hacia el
contenido del sistema jurídico.
El primer paso hacia este sentido de irrelevancia del pensamiento pro-
gresista o de izquierda es la oposición, en el programa de primer año,
entre los casos técnicos, aburridos, difíciles, oscuros, y los ocasionales ca-
sos referidos a hechos que causan indignación, y en los que la solución
judicial no hace más que justificar o tolerar la situación indignante. El
primer tipo de casos –llamémoslos “casos fríos”– es tan aburrido que re-
sulta difícil interesarse en ellos, entenderlos y hasta no dormirse leyéndolos.
Pueden versar sobre cualquier tema, siempre y cuando no tengan ningu-
na implicación política, moral o emocional. Solamente para entender qué
es lo que sucede en el caso y qué se dice en él, hay que aprender muchos
términos nuevos, un poco de historia del derecho mechada y muchas nor-
mas, ninguna de las cuales resulta del todo explicada por el libro de texto
(casebook)6 o por el profesor. Es difícil entender por qué se eligió este caso
en primer lugar, y también es difícil saber si uno lo entendió bien y antici-
par qué va a preguntar el profesor y qué es lo hay que responder.
El otro tipo de caso –el “caso caliente”– generalmente involucra a un
demandante que provoca cierta simpatía –por ejemplo, una familia de
campesinos pobres– y un demandado completamente antipático, por ejem-
plo, una empresa carbonífera. De la primera lectura, surge que la empresa
de carbón engañó a la familia de campesinos: alquiló su tierra para explo-
tarla, prometió restituirla en su condición original una vez extraído el
carbón y luego no cumplió con su promesa. Y la solución del caso consis-
te en otorgar a la familia de campesinos una indemnización miserable
–algunos cientos de dólares–, en lugar de obligar a la empresa de carbón
a recomponer la tierra. Lo que se argumentará en clase es que esa primera

6. Los casebooks son libros de texto estructurados de acuerdo al método de casos: en lugar de
desarrollar teóricamente una doctrina a partir de principios generales, metodología, clasifica-
ciones, etc., los diferentes temas de una determinada rama del derecho se discuten a partir de
preguntas generadas por decisiones judiciales concretas. En las materias fundamentales del
primer año de la carrera de Derecho (Contratos, Derecho de Daños, Derechos Reales), los
casebooks se emplean como texto vertebrante del curso, aunque son menos frecuentes en
materias más avanzadas o seminarios sobre temas más puntuales. [N. de los T.]

554
La educación legal como preparación para la jerarquía

reacción de indignación es ingenua, no jurídica, que resulta irrelevante


para lo que se supone que uno está aprendiendo, y que desde el punto de
vista sustantivo implica una solución incorrecta. Que existen “buenas ra-
zones” para el resultado indeseable, cuando se mira al caso desde un pun-
to de vista jurídico y lógico “amplio” –por oposición a un punto de vista
pasional–, y que si uno no es capaz de munirse de esas “buenas razones”,
tal vez es porque no está hecho para ser abogado.
Casi ningún estudiante puede superar la combinación de un “caso frío”
y un “caso caliente”. El “caso frío” es aburrido, pero hay que saberlo si se
quiere ser abogado. El “caso caliente” exige que alguien se pare y diga algo
–si uno se queda callado, parece que ya se vendió al sistema–, pero el
sistema dice que hay que dejar de lado los infantilismos, y nuestra reac-
ción frente al “caso caliente” es uno de ellos. Sin recursos intelectuales,
tales como el conocimiento del sistema jurídico y de las características del
razonamiento jurídico, parece que una respuesta emocional frente a los
hechos de un caso sólo lleva al aislamiento y a la impotencia. La alterna-
tiva es dejar que nos salgan algunos callos, hundirse en los libros o reco-
nocer el fracaso casi antes de haber comenzado.

El contenido ideológico de la educación jurídica

Es posible distinguir dos aspectos de la educación jurídica como meca-


nismo reproductor de jerarquías. Gran parte del asunto consiste en que, a
través del programa de enseñanza y la experiencia en clase, se inculca una
determinada serie de actitudes políticas acerca de la economía y de la
sociedad en general, acerca del derecho y de las posibilidades de la vida
profesional. Esto tiene un significado ideológico general, e influye inclu-
so sobre la vida de los estudiantes que jamás ejercen la abogacía. Hay una
compleja serie de prácticas institucionales que inducen a los estudiantes a
participar voluntariamente en el papel jerárquico especializado de los abo-
gados. Los estudiantes comienzan a absorber ese mensaje ideológico ge-
neral mucho antes de tener alguna idea de cómo será su vida una vez fuera
de la facultad. Por ello describiré este aspecto formal del proceso educati-
vo, antes de describir las formas en las que la práctica institucional de las
facultades de derecho se sustenta en esas realidades.
A veces, los estudiantes de Derecho hablan como si no aprendieran
nada en la facultad. En realidad, aprenden una serie de técnicas para

555
Duncan Kennedy

hacer cosas simples pero importantes. Aprenden a retener una gran canti-
dad de normas, organizadas en sistemas de categorías (requisitos de cele-
bración de un contrato, hipótesis que autorizan la rescisión, etc.). Tam-
bién aprenden a percibir problemas jurídicos, lo que significa identificar
las ambigüedades y contradicciones de las normas, y sus lagunas cuando
se las aplica a alguna situación fáctica en particular. Aprenden los rudi-
mentos del análisis de casos, es decir, el arte de extender algunas decisio-
nes judiciales para poder aplicarlas más allá de su alcance intuitivo origi-
nal, y estrechar el alcance de otras decisiones judiciales, para evitar apli-
carlas a casos en los que en principio parecían aplicables. Y aprenden una
serie de argumentos que se equilibran, frases hechas, argumentos de con-
veniencia política a favor y en contra, que los abogados usan cuando dis-
cuten si una norma determinada debe aplicarse a una situación particu-
lar, a pesar de que haya una laguna, un conflicto o ambigüedad, o si una
solución judicial determinada debe extenderse a otros casos o limitarse.
Algunos de estos argumentos son la “seguridad jurídica” y la “necesidad
de flexibilidad del derecho”, la “necesidad de promover la competencia” y
la de “alentar la producción permitiendo que los productores se queden
con las ganancias de su trabajo.”
Uno no debe exaltar el valor de estas técnicas, pero tampoco debe deni-
grarlo. En comparación con la tendencia de los estudiantes de primer año
a deambular entre el formalismo jurídico y la mera intuición acerca de lo
que es justo, significan un gran avance intelectual. De hecho, los aboga-
dos las usan en la práctica profesional, y cuando se las maneja apropiada
y conscientemente, tienen un indudable potencial crítico. Resultan útiles
para pensar sobre política, sobre argumentos de conveniencia política y
sobre el discurso ético en general, ya que muestran de la indeterminación y
manipulabilidad de las ideas e instituciones centrales del liberalismo.
Pero por otro lado, las facultades de derecho enseñan estas técnicas,
que son bastante rudimentarias y esencialmente instrumentales, de for-
ma tal que son idealizadas por casi todos los estudiantes. Esta idealización
tiene tres partes. Primero, la facultad enseña estas técnicas a través de
discusiones en clase sobre casos en los que se asegura que “el derecho”
surge de un riguroso procedimiento analítico llamado “razonamiento ju-
rídico”, que resulta ininteligible para el lego, pero que de alguna manera
explica y legitima la mayoría de las normas vigentes del orden jurídico. A
la vez, tanto el contexto como los materiales de la clase presentan cada
cuestión jurídica como si fuera completamente distinta de las demás

556
La educación legal como preparación para la jerarquía

–como un compartimento estanco–, sin esperanza de que, estudiando


derecho, uno pueda llegar a tener una visión integral sobre lo que el dere-
cho es, sobre cómo funciona o cómo podría modificarse, más que de modo
gradual, caso por caso, en una estrategia reformista.
En segundo lugar, enseñar estas técnicas en el contexto idealizado del
razonamiento jurídico y aplicarlas a problemas jurídicos totalmente des-
conectados entre sí, significa enseñar mal esas técnicas, que son absorbi-
das “por ósmosis” en la medida en que se va pescando la manera de “pen-
sar como un abogado”. La mala enseñanza –y la fortuitamente buena–
genera y acentúa las diferencias reales entre las capacidades de los estu-
diantes. Pero lo hace de tal manera que los estudiantes no saben cuándo
están aprendiendo y cuándo no, y no tienen forma de mejorar y ni siquie-
ra de entender su propio proceso de aprendizaje. Los alumnos perciben el
entrenamiento en estas técnicas como un factor que hace surgir gradual-
mente diferencias entre ellos, como un proceso de formación de un “ran-
king” que refleja “algo” que está dentro de ellos.
En tercer lugar, las facultades enseñan estas técnicas en forma aislada
del ejercicio real de la profesión. Se hace una distinción tajante entre el
“razonamiento” y la “práctica” jurídica, y uno no aprende nada acerca de
esta última. Este procedimiento incapacita a los alumnos para cualquier
otro papel que no sea el de “aprendiz” en un estudio jurídico organizado de
la misma manera que la facultad de derecho, con viejos abogados que con-
trolan el contenido y el ritmo del aprendizaje despolitizado de destrezas
técnicas, dentro de un ambiente competitivo y falto de comunicación.

El programa formal de enseñanza: las normas


jurídicas y el razonamiento jurídico

La parte central de la ideología es la distinción entre derecho y políti-


ca. Los profesores convencen a los estudiantes de que existe algo que se
denomina “razonamiento jurídico”, al forzarlos a aceptar como válidos en
casos particulares algunos argumentos jurídicos supuestamente “correc-
tos”, que en realidad son circulares, suscitan más preguntas que respues-
tas, o son tan vagos que no tienen ningún sentido determinado. Muchas
veces se trata de argumentos de autoridad, y la validez de la premisa que
se tiene por autorizada es puesta fuera de discusión por mandato del
profesor. A veces se trata de argumentos de conveniencia política (por

557
Duncan Kennedy

ejemplo, la seguridad de las transacciones, la certeza de los negocios) que


son tratados en una situación particular como si fueran reglas que todo el
mundo aceptara, pero que son ignoradas en el próximo caso en el que el
profesor estima que la decisión fue errónea. Muchas veces se trata de ejer-
cicios de lógica formal que no durarían ni un minuto en una discusión
entre partes iguales (por ejemplo, si la letra chica del contrato preimpreso
representa o no la “voluntad de las partes”).
Dentro de una rama del derecho determinada, es probable que los
profesores traten los casos de tres formas diferentes. Hay casos que pre-
sentan y justifican las ideas y normas básicas de esa rama. Éstos son trata-
dos como ejercicios rápidos de lógica jurídica. También están los casos
anómalos, casos “desactualizados” o “resueltos incorrectamente”, porque
no siguieron la supuesta “lógica interna” del área. No habrá muchos de
estos casos, pero son importantes porque su tratamiento convence a los
estudiantes de que la técnica del razonamiento jurídico es al menos inde-
pendiente de los resultados alcanzados por los jueces en los casos particu-
lares, y que por ello permite criticar o legitimar las decisiones concretas.
Finalmente, también habrá algunos pocos casos periféricos o “temas de
punta”, que el profesor considera que plantean problemas sustantivos para
el desarrollo o transformación del derecho. Mientras que en la discusión
de los primeros dos tipos de casos, el profesor se comporta de modo auto-
ritario, supuestamente basado sobre su conocimiento objetivo de la téc-
nica del razonamiento jurídico, en estos últimos casos la cosa es diferente.
Dado que estamos tratando con “juicios de valor” que tienen matices
“políticos”, la discusión será mucho más libre. Las opiniones de los estu-
diantes no son “correctas” ni “erróneas”, todos los comentarios de los estu-
diantes son aceptados con cierto pluralismo, y el profesor revela sus ten-
dencias progresistas o conservadoras, y no se presenta ya como un mero
jurista técnico.
De hecho, todo el programa de la carrera responde a una estructura
bastante similar a la de las clases. No se trata en realidad de una yuxtapo-
sición aleatoria de compartimentos estancos. Primero se cursa Contratos,
Derecho de Daños, Derechos Reales, Derecho Penal y Procesal Civil. Las
normas que se enseñan en estos cursos constituyen la base del capitalismo
del laissez-faire de finales del siglo XIX. Los profesores las enseñan como
si tuvieran una lógica interna, como un ejercicio de razonamiento jurídi-
co, en la que los argumentos de conveniencia (por ejemplo: la seguridad
del comercio en el curso de Contratos) juegan un papel relativamente

558
La educación legal como preparación para la jerarquía

menor. Después vienen los cursos de segundo y tercer año, que exponen
el programa reformista moderado del New Deal y la estructura adminis-
trativa del Estado regulador moderno (con referencias de pasada al
igualitarismo racial de la Warren Court).7 Estos cursos tienen una orienta-
ción un tanto más política –y mucho más ad hoc– que los de primer año.
Los profesores enseñan que una intervención limitada en el mercado es
razonable, y que la base de la autoridad de esa intervención reside en las
leyes, del mismo modo en que las normas básicas del laissez-faire están
fundadas en el derecho natural. Pero cada problema es presentado como
un problema aislado, enormemente complejo y entendido de manera tal
que casi implica la imposibilidad práctica del programa reformista. Final-
mente, están las materias marginales, tales como Historia o Filosofía del
Derecho, las materias de Práctica Jurídica (clinical legal education),8 que
no se presentan como materias realmente relevantes respecto del núcleo
“duro”, objetivo, serio y rigurosamente analítico del derecho. Resultan
más bien una especie de terreno recreativo o último escalón para aprender
el arte de presentarse socialmente como un abogado.
Este conjunto de mensajes implícitos es, en realidad, absurdo. Los
profesores enseñan cosas absurdas cuando pretenden convencer a los es-
tudiantes de que el razonamiento jurídico es algo distinto, como método
para llegar a resultados correctos, del discurso político y ético en general
(por ejemplo, del análisis de argumentos de conveniencia política). Es
cierto que entre los abogados existe un conjunto de conocimientos espe-
cíficos sobre las leyes en vigencia. Es cierto que existen, entre los aboga-
dos, técnicas argumentales específicas para detectar lagunas, conflictos y

7. Como se sabe, la Corte Suprema estadounidense, bajo la presidencia del Justice Earl
Warren, llevó a cabo desde fines de la década del 50 y especialmente durante la década del 60
una labor jurisprudencial favorable a la des-segregación racial, considerando inconstitucionales
las normas y políticas públicas que establecían diferencias entre razas y aun de las que
retardaban el proceso de integración. [N. de los T.]
8. El término clinical legal education denomina al conjunto de materias prácticas –denomina-
das “clínicas”, por analogía con las materias prácticas de las facultades de medicina– en las que
los alumnos trabajan, junto a un profesor que ejerce la profesión, en casos reales, atendiendo
consultas de clientes de la comunidad. Responden a una inspiración similar a la de los
llamados “prácticos”, “práctica forense” o “consultorios jurídicos” en nuestro país y en otros
países de América Latina, aunque en general están orientados por materia; así, existen por
ejemplo clínicas especializadas en derecho de interés público, en derecho del consumidor, en
derechos de los niños y adolescentes, etc. [N. de los T.]

559
Duncan Kennedy

ambigüedades en las normas, para argumentar a favor de la extensión o


restricción de la aplicación de una decisión judicial, y para sostener argu-
mentos de conveniencia política a favor y en contra de una solución de-
terminada. Pero éstas son sólo técnicas argumentales. Nunca hay una “única
solución jurídicamente correcta” distinta de la solución ética y política-
mente correcta para ese problema jurídico. Dicho de otra manera, todo lo
que se enseña, salvo las propias normas y las técnicas argumentales para
manipularlas, es política y nada más. De esto se sigue que la distinción
entre los “casos simples” y los que tienen una orientación más política, es
puramente convencional: cada uno podría enseñarse de la manera contra-
ria, y la distinción curricular entre la “naturaleza” altamente “jurídica” y
“técnica” del Derecho Contractual, en contraste, digamos, con el Dere-
cho Ambiental es, de igual modo, una mistificación.
Estos errores están inclinados a favor del programa liberal centrista de
reformas limitadas a la economía del mercado y de guiños de forma hacia
la igualdad racial y sexual. Esta parcialidad surge porque la enseñanza de
la Facultad de Derecho presenta la opción por la jerarquía y dominación,
implícita en la adopción de normas sobre Derechos Reales, Contratos y
Responsabilidad Civil, como si derivara necesariamente del razonamien-
to jurídico y no se tratara de una cuestión política y económica. La par-
cialidad queda reforzada cuando se afirma que el programa regulatorio de
los reformistas de centro está igualmente justificado, pero que de cierta
forma está más orientado por argumentos de conveniencia política y, por
lo tanto, resulta menos fundamental. El mensaje es que el sistema básica-
mente está bien, ya que hemos emparchado las pocas áreas en las que se
podía dar algún abuso, y que existe un espacio importante, aunque limi-
tado, para un debate valorativo sobre futuros cambios y mejoras. Si llega
a haber algún cuestionamiento más fundamental, el mismo es relegado a
la periferia representada por la Historia o la Filosofía. El mundo real se
mantiene controlado tratando a las materias de práctica forense, que po-
drían aportar mucha información que amenazara el cómodo consenso li-
beral, como fuentes de mano de obra gratuita para el colegio de abogados
local, o como mero entrenamiento en destrezas técnicas.
Sería extraordinario que un estudiante de primer año pudiera, por sí
mismo, desarrollar una actitud crítica hacia el sistema. Los estudiantes
que recién ingresan simplemente no saben lo suficiente como para darse
cuenta de que el profesor está diciendo tonterías, exagerando o
distorsionando el “razonamiento” y la realidad jurídicas. Además, para

560
La educación legal como preparación para la jerarquía

peor, los dos tipos más comunes de pensamiento progresista que suelen
traer los estudiantes tienen la tendencia de obstruir, más que de ayudar,
en la lucha por mantener alguna autonomía intelectual con respeto a lo
que se enseña. La mayoría de los estudiantes progresistas cree que un
programa político de izquierda consiste básicamente en garantizar a la
gente sus derechos y en llevar a cabo el triunfo de los derechos humanos
por sobre los derechos de propiedad. En este cuadro, el problema con el
sistema jurídico es que no logra colocar al Estado a favor de los derechos
de los oprimidos, o que falla al intentar poner en vigencia los derechos
reconocidos formalmente. Si se concibe al derecho de este modo, uno se
vuelve ineludiblemente dependiente de las mismas técnicas del razona-
miento jurídico orquestadas en defensa del status quo.
Esto no sería tan malo si el problema de la educación jurídica fuera que
los profesores emplearan mal el razonamiento jurídico para limitar el al-
cance de los derechos de los oprimidos. Pero el problema es más profun-
do. El discurso de los derechos es internamente inconsistente, vacuo o
circular. El razonamiento jurídico puede generar argumentos
equivalentemente plausibles para justificar cualquier resultado. Además,
el discurso de los “derechos” impone tantas limitaciones para aquellos que
lo usan, que hace que sea prácticamente imposible que funcione como
una herramienta efectiva de transformación radical. Los derechos son por
naturaleza “formales”, lo que significa que aseguran a los individuos pro-
tección jurídica y los resguardan de la arbitrariedad. Hablar de derechos
es precisamente no hablar de la justicia entre clases sociales, razas o sexos.
El discurso de los derechos, además, simplemente presupone –o da por
descontado– que el mundo está, y debería estar, dividido entre un sector
estatal que pone en vigencia los derechos y el mundo privado de la “socie-
dad civil”, en la que los individuos atomizados persiguen sus propios
fines. Esta estructura es, en sí misma, parte del problema más que de la
solución. Hace que sea difícil incluso conceptualizar las propuestas radi-
cales tales como, por ejemplo, el control descentralizado y democrático
de las fábricas, llevado a cabo por los trabajadores.
El discurso de los derechos es una trampa, ya que es lógicamente inco-
herente y manipulable, tradicionalmente individualista e intencionalmente
ciego a las realidades de desigualdad sustancial. Mientras uno se manten-
ga dentro de él, podrá producir buenos argumentos para algún caso oca-
sional, periférico, en el que todos admiten que es necesario efectuar jui-
cios de valor. Pero uno carece de guía para decidir qué hacer frente a

561
Duncan Kennedy

cuestiones fundamentales, y está destinado a perder gradualmente la con-


fianza en el poder de convicción de lo que uno tiene para decir a favor
justamente de los resultados en los que uno cree más apasionadamente.
La alternativa que le queda a la izquierda es llevar a cabo la ilusoria
empresa de reinterpretar cada decisión judicial como expresión de un
interés de clase. Uno puede adoptar una teoría conspirativa en la que los
jueces subordinan deliberadamente la “justicia” (en general, simplemen-
te una teoría de los derechos liberal progresista) a los intereses financieros
de corto plazo de la clase dominante, o una tesis mucho más sutil acerca
de la “lógica”, o las “necesidades” o los “pre-requisitos estructurales” de
algún “estadio particular del capitalismo monopolista”. Pero aunque uno
comience a hacerlo, se presentan dos dificultades. La primera es que
hay demasiadas minucias, demasiada materia prima cruda en el sistema
jurídico, y poco tiempo como para dar a cada cosa que hay que estudiar
un significado siniestro. Darle a todos los casos que ejemplifican la
doctrina de la bilateralidad en un curso de Contratos de primer año de
la facultad una interpretación instrumental marxista supondría casi un
trabajo de tiempo completo. ¿Por qué necesitaba el capitalismo de fines
de siglo XIX que la promesa de un tío de pagar a su sobrino una intere-
sante suma de dinero si no fumaba antes de los 21 años fuera nula? ¿No
sería al revés, que el capitalismo necesitaba que esas promesas fueran
exigibles judicialmente?
La segunda dificultad es que no hay una “lógica” del capitalismo
monopólico, y que el derecho no puede ser entendido fructíferamente
–abordándolo en toda su complejidad– como un fenómeno
“superestructural”. Las normas jurídicas que el Estado pone en vigencia y
los conceptos jurídicos que permean todos los aspectos del pensamiento
social, constituyen al capitalismo, y también responden a los intereses
que operan en él. El derecho es un aspecto de la totalidad social, no
simplemente la “cola del perro”. Las normas vigentes son un factor que
incide en el poder o impotencia de que gozan los diferentes actores socia-
les (aunque ciertamente no determinen los resultados de la manera en
que los juristas liberales consideran que lo hacen). Dado que es parte de la
ecuación de poder –y no una simple función del poder–, la gente lucha
por el poder a través del derecho, limitada por su poca habilidad y enten-
dimiento para predecir las consecuencias de sus acciones. Entender al
derecho es entender esta lucha como un aspecto de la lucha de clases y
como un aspecto de la lucha humana para hacer reales las condiciones de

562
La educación legal como preparación para la jerarquía

la justicia social. Los resultados de esta lucha no están determinados de


antemano por ningún aspecto de la totalidad social, y los resultados en el
interior del derecho no tienen ninguna lógica inherente que permita a
uno predecirlos “científicamente” o rechazar por adelantado los intentos
específicos que hacen algunos jueces y abogados para efectuar transforma-
ciones limitadas en el sistema.
El análisis que hace el liberalismo progresista acerca de los derechos
sumerge a los estudiantes en la retórica jurídica pero, debido a su inhe-
rente vacuidad, sólo puede aportar una actitud emocional en contra del
orden jurídico. La aproximación del marxismo instrumentalista es alta-
mente crítica del derecho, pero termina sacándoselo de encima. No ayu-
da demasiado a entender las particularidades de las reglas y de la retórica
porque las trata, a priori, como un mero disfraz. Estas teorías resultan
inútiles para los alumnos progresistas, porque no aportan ninguna base
para aprender a manejar la ambivalencia. Lo que se necesita es pensar al
derecho de tal manera que sea posible entrar en él, criticarlo pero sin
rechazarlo completamente, y manipularlo sin dejarse llevar por su sistema
de pensamiento y funcionamiento.

La evaluación de los estudiantes

Las facultades de derecho enseñan algunas destrezas útiles. Pero sólo


oblicuamente. Hacer que los estudiantes den lo mejor de sí en las tareas
relativamente simples que desempeñarán en el ejercicio de la profesión
significaría una amenaza a la ideología profesional y a las pretensiones
académicas de los profesores. Pero también alteraría el proceso mediante
el cual se establece entre los estudiantes una estructura jerárquica análoga
a la que se da entre los aspirantes a entrar a la Facultad de Derecho, entre
las mismas facultades de derecho y entre los estudios jurídicos.
Enseñar las técnicas repetitivas del análisis jurídico de manera efectiva
supondría identificar los procedimientos generales que las conforman y
luego desarrollar un gran número de casos hipotéticos, con problemas
fácticos y doctrinarios, con los que los estudiantes pudieran practicarlas,
sabiendo qué están haciendo y si su desempeño fue bueno o malo en cada
caso. En la forma en que la enseñanza jurídica funciona hoy en día, los
estudiantes hacen ejercicios diseñados para descubrir cuál es la “solución
correcta” para un problema jurídico, y esos ejercicios son tratados como si no
tuvieran relación entre sí, y los estudiantes no reciben ningún comentario

563
Duncan Kennedy

acerca de cómo les está yendo que no sea la nota de un único examen al
final del curso. Generalmente los estudiantes viven esas notas como total-
mente arbitrarias, sin relación alguna con cuánto hubieran trabajado,
cuánto les hubiera gustado la materia, cuánto creyeran haber entendido
para el examen o qué opinión les merecieran el curso y el profesor.
Visto desde un punto de vista, esto es estúpido. Pero es más estúpido
aún cuando se lo ve como una ideología. El sistema genera un ranking
que ordena a los estudiantes en función de sus notas, y los estudiantes
aprenden que poco o nada hay que se pueda hacer para modificar sus
posiciones en ese ranking o cambiar la forma en que la facultad lo genera.
Tal como es practicada, la clasificación enseña que la jerarquía es inevita-
ble y justa, cuando en realidad es al mismo tiempo falsa e innecesaria.
Es innecesaria porque es en gran medida irrelevante respecto de lo que
los estudiantes harán cuando sean abogados. La clasificación de los alum-
nos en “malos”, “mejores” y “buenos” puede abandonarse sin afectar en
absoluto la calidad de los servicios legales. Y es falsa, primero porque
desde el momento en que involucra la medida de las habilidades reales y
útiles de los futuros abogados, las diferencias entre estudiantes podrían
ser niveladas a un costo mínimo, mientras que la práctica actual de la
educación jurídica acentúa sistemáticamente las diferencias en las capaci-
dades reales. Si las facultades de derecho invirtieran apenas un poco del
tiempo y del dinero que gastan en clases socráticas9 en el desarrollo de un
entrenamiento sistemático de habilidades, y se comprometieran a propor-
cionar seguimiento constante y detallado sobre el progreso del estudiante
en el aprendizaje de esas habilidades, la gran mayoría de los estudiantes de
derecho del país se graduarían con el mismo nivel de preparación técnica
que actualmente sólo alcanza una pequeña minoría en cada facultad.
Las facultades de derecho transmiten a cada estudiante un mensaje
sobre su lugar en el ranking, con el corolario implícito de que ese lugar es

9. El “método socráticos”, típico de los cursos de primer año de las facultades de derecho
estadounidenses, consiste en que el profesor, previa indicación de los casos que es necesario
haber leído para el día, va formulando preguntas sobre estos casos a los alumnos y mantiene
el hilo de la clase a partir de lo que los alumnos responden. El profesor va presionando a cada
alumno, haciéndolo incurrir en inconsecuencias, contradicciones, etc., después de lo cual
continúa con otro. El clima de este tipo de clase es sumamente competitivo, ya que los
alumnos esperan que sus compañeros se equivoquen para contestar ellos la pregunta y quedar
en mejor posición frente al profesor. [N. de los T.]

564
La educación legal como preparación para la jerarquía

obtenido individualmente y, por lo tanto, merecido. El sistema les dice


que cada uno aprende tanto como puede aprender, y que si alguno siente
que aprendió poco, o que podría haber aprendido más de lo que apren-
dió, es culpa suya. Oponerse significa sólo pasar un mal trago. Los estu-
diantes internalizan este mensaje acerca de sí mismos y del mundo, y así
se preparan para enfrentar todas las jerarquías que vendrán.

La incapacitación para prácticas alternativas

Las facultades de derecho conducen a sus estudiantes hacia trabajos


que responden a la jerarquía del ejercicio profesional, de acuerdo con el
lugar que ocuparan en la jerarquía de las facultades. Cuando se enfren-
tan a la elección de qué hacer después de la graduación, los estudiantes
sienten que no tienen demasiada opción: no tienen otra alternativa que
la de trabajar en uno de los estudios convencionales que vienen a con-
tratarlos a las facultades. Los profesores son, en parte, responsables de
ese sentimiento de desazón de los estudiantes, ya que propagan mitos
acerca del carácter de los distintos tipos de prácticas jurídicas: alaban
los tipos de prácticas que resultan accesibles para los estudiantes, sutil-
mente denigran o expresan envidia sobre los trabajos que están fuera del
alcance de sus estudiantes, desmerecen como si fueran éticamente o
socialmente sospechosos los trabajos que consideran que sus estudian-
tes no deberían conseguir.
Respecto de cualquier trabajo que esté fuera del sistema establecido
–por ejemplo, asistencia jurídica para los pobres y práctica jurídica veci-
nal–, convencen a los estudiantes de que ese tipo de trabajo, aunque
moralmente aceptable, es inevitablemente aburrido y plantea pocos desa-
fíos, y que las posibilidades de alcanzar el nivel de vida propio de un
abogado son reducidas o no existen. Estos mensajes son absurdos,
racionalizaciones de profesores de derecho que quisieran estar más arriba,
temen la decadencia de su status y, sobre todo, detestan la idea de riesgo.
La práctica en servicios legales comunitarios, por ejemplo, es mucho más
interesante y estimulante, aun cuando haya mucho trabajo, que lo que
hace la mayoría de los abogados que trabajan en estudios dedicados al
derecho empresarial. Y además, es mucho más divertida.
Más allá de esta dimensión de la “mitología profesional”, las facultades
de derecho actúan de modo mucho más concreto para garantizar que sus

565
Duncan Kennedy

estudiantes se amoldarán al nicho apropiado dentro del sistema de prác-


tica existente. Primero, el contenido de lo que se enseña en una determi-
nada facultad incapacita a los estudiantes para cualquier otro tipo de prác-
tica que no sea aquella reservada a los egresados de esa institución. Super-
ficialmente, esto parece ser una adaptación racional a las necesidades del
mercado, pero en realidad es totalmente innecesario. Las facultades de
derecho enseñan tan poco, y de manera tan incompetente, que sólo lo-
gran preparar a los estudiantes para una carrera profesional ante un único
foro. Pero la razón de esto es que se empecinan en enseñar destrezas lega-
les a través de una mistificación absurda, y dedican la mayor parte de su
tiempo de enseñanza a transmitir una enorme cantidad de normas mal
digeridas. Un sistema más racional pondría más énfasis en la manera de
aprender derecho antes que normas, y habilidades antes que respuestas
para exámenes. El resultado sería que las capacidades de los estudiantes
resultarían más parejas, pero también que sus posibilidades de práctica
serían mucho más flexibles.
El segundo instrumento para incapacitar a los estudiantes es aislar la
enseñanza de la doctrina teórica de la de las habilidades prácticas. Los
estudiantes que no tienen habilidades prácticas tienden a exagerar lo difí-
cil que es adquirirlas. Existe entre los abogados un típico mito sobre la
irrelevancia del material “teórico” que se aprende en la facultad y la crucial
importancia de las habilidades que sólo se aprenden una vez que se está
afuera, en el “mundo real” y “en la trinchera”. Los estudiantes tienen
pocas alternativas para obtener entrenamiento en este tipo de cuestiones
después de la facultad. Por eso, parece desalentadoramente poco práctico
pensar en montar un estudio jurídico propio, y casi igualmente poco
práctico entrar en un estudio pequeño, politizado o poco convencional,
en lugar de en uno de aquellos que ofrecen el paquete standard de entre-
namiento pos-graduación. Las facultades de derecho son las únicas res-
ponsables de esta situación. No costaría mucho modernizar sus progra-
mas, de modo tal que cualquier estudiante que lo quisiese pudiera elegir
sensatamente entre la independencia y la servidumbre.
La tercera forma de incapacitar a los alumnos es más sutil. La facultad
de derecho, como extensión del sistema educativo en su totalidad, con-
vence a los estudiantes de que son débiles, vagos, incompetentes e insegu-
ros, y también les enseña que si están dispuestos a aceptar la dependencia,
siempre habrá instituciones de gran tamaño que se harán cargo de ellos,
casi sin importar lo que suceda. Las reglas del arreglo son relativamente

566
La educación legal como preparación para la jerarquía

claras: la institución establecerá tareas limitadas y claramente definidas, y


especificará los requisitos mínimos de su desempeño. El estudiante/abo-
gado contratado no tiene otra responsabilidad que el desempeño de esas
tareas. La institución se hace cargo de todas las contingencias de la vida,
ya sea dentro del derecho (supervisión y apoyo de otros miembros del
estudio; recursos y prestigio del estudio para salvar la situación si uno
comete algún error) y en la vida privada (el estudio ofrece dinero, pero
también seguridad laboral, y paquetes de beneficios tentadores, cuyo objeto
es reducir los riesgos de algún desastre). A cambio, uno renuncia a cual-
quier deseo de controlar la forma de organización y el contenido de su
trabajo, y acepta mostrar el debido respeto hacia los que están más arriba,
y condescendencia hacia los que están más abajo.
En comparación, las alternativas son más riesgosas. La facultad no en-
trena a los estudiantes para llevar adelante un estudio jurídico pequeño,
ni a estimar con realismo el resultado de un pleito complejo que involucre
muchos actores distintos, ni a disfrutar el sentimiento de independencia
e integridad moral que surge de organizar autónomanente su trabajo para
perseguir los objetivos que uno mismo se fije. Por el contrario, trata de
convencerlos de que apenas son capaces de desempeñar los papeles mu-
cho más limitados que ella permite y sugiere que es más prudente agachar
la cabeza que correr el riesgo de fracasar por su propia cuenta.

El moldeado de relaciones jerárquicas

Los profesores de derecho moldean la manera en que se supone que los


estudiantes deben pensar, sentir y actuar en sus futuros papeles profesio-
nales. Parte de este proceso se enseña a través de ejemplos, y otra parte se
aprende más activamente a partir de interacciones que son algo así como
un curso práctico sobre el comportamiento típico de un abogado. Este
entrenamiento constituye un factor importante para la vida jerárquica del
ejercicio profesional: codifica un mensaje de legitimación de todo el siste-
ma en los detalles más pequeños, como el estilo personal, la rutina diaria,
los gestos, el tono de voz, la expresión facial –una plétora de sutiles por-
menores a los que todos deben prestar atención–. En parte, todo esto
servirá como un lenguaje –un modo a través del cual los abogados jóvenes
demuestran que saben cuáles son las reglas del juego y que pretenden
adaptarse a ellas–. En parte, lo que ocurre es el despliegue de un ritual de

567
Duncan Kennedy

juramentos y afirmaciones –adoptando estos manierismos, uno jura fide-


lidad a las desigualdades–. Y en parte, se trata de una cuestión sustantiva
de valores. El comportamiento jerárquico expresa y realiza el “yo” jerár-
quico de la gente, que inicialmente sólo portaba una máscara.
Los profesores de derecho colocan del lado de la jerarquía toda la vul-
nerabilidad que los estudiantes sienten a medida que empiezan a enten-
der qué es lo que viene. En la facultad, los estudiantes tienen que hacerse
cargo de las implicaciones de su clase social, sexo y raza de manera distin-
ta (aunque no necesariamente menos importante) que en el college. La
gente descubre que preservar su status de clase es sumamente importante
para ellos, tan importante que ninguna alternativa parece posible frente
al mejor puesto que puedan obtener en el ámbito profesional. O descu-
bren que quieren ascender, o que están atrapados de una manera que no
habían previsto. La gente cambia su forma de vestirse y de hablar; cambia
sus opiniones y hasta sus emociones. Nada de esto es fácil para nadie,
pero los estudiantes progresistas y de izquierda se sienten especialmente
humillados al descubrir los límites de su compromiso y la inestabilidad
de las actitudes que antes creían fundamentales.
Otra clase de vulnerabilidad está relacionada con la capacidad indivi-
dual de cada uno. La Facultad de Derecho maneja temibles instrumen-
tos de juicio, que incluyen no sólo el sistema de ranking, sino también
sistemas más sutiles tales como la aprobación de los profesores en clase,
la reputación entre los estudiantes y el contacto y respeto de los profe-
sores fuera de la clase. Los estudiantes de izquierda suelen empezar la
facultad con una confianza aparentemente absoluta en su propia capa-
cidad y con una correlativa confianza en sus propios análisis de izquier-
da. Pero aun estos estudiantes aparentemente seguros de sí mismos, se
dan cuenta rápidamente de que las opiniones adversas –incluso las ima-
ginadas o proyectadas en otros estudiantes– cuentan y lastiman. Y tie-
nen que decidir si deben aceptar esa tendencia a tomar en cuenta las
opiniones ajenas, si esas opiniones son válidas y se refieren asuntos tras-
cendentes, o si debieran rechazarlas. Tienen que preguntarse si se han
embarcado en el sutil camino de acomodarse intelectualmente para ins-
talarse en el candelero en el que la gente gana y pierde la aprobación de
sus pares y de los profesores. Y además tienen que hacerse cargo (en casi
todos o al menos en muchos casos) del fracaso que significa no vivir de
acuerdo a sus aspiraciones de logros más elevados por las exigencias del
sistema convencional de recompensas.

568
La educación legal como preparación para la jerarquía

Una de las primeras lecciones es que los profesores están sumamente


preocupados por el lugar que ocupan sus propias facultades en el ranking,
y se muestran dispuestos a hacer sacrificios para mejorar su status en el
ranking y para evitar un descenso. Cuando se trata de nombrar nuevos
profesores, prefieren gente que tenga el mayor mérito posible de acuerdo
a la jerarquía convencionalmente definida para los postulantes a cargos
educativos, y son notoriamente hostiles frente a la aceptación de criterios
de discriminación inversa o acción afirmativa en la contratación de profe-
sores, aunque lo acepten gustosamente cuando se trata de la admisión de
estudiantes o la contratación de personal administrativo. Los auxiliares do-
centes comienzan sus carreras como pequeños protegidos de sus colegas
mayores, y terminan compitiendo duramente por el premio de la contrata-
ción efectiva, tratando de acomodarse a standards y expectativas que son,
típicamente, demasiado vagos para ser aprehendidos, con excepción del
compromiso de gustar a cualquier precio. En este aspecto, las facultades de
derecho son un buen anuncio de cómo serán los estudios jurídicos.
Los profesores de derecho, como los abogados, tienen secretarias. Los
estudiantes tratan con frecuencia con ellas, observan cómo las tratan sus
jefes, cómo tratan ellas a sus jefes, y cómo se dirige una “secretaria” a un
“profesor”, aun cuando no trabaje para él. Los estudiantes aprenden que
es aceptable, aunque no sea una norma que se dé siempre y en todo lugar,
que los profesores traten a sus secretarias en forma petulante y
condescendientemente, con un perfeccionismo que está más relacionado
con la figura del “jefe” que con las exigencias propias del trabajo, como si
fueran sirvientas personales, sumamente anónimas, o como objetos de
acoso sexual. Aprenden que una “secretaria” trata a un “profesor” con res-
peto, como si su tiempo y dignidad no significaran nada y las de él signi-
ficaran todo, aun cuando no sea su jefe. En general, aprenden que el
carácter humano de las relaciones en el lugar de trabajo depende más de
una concesión graciosa del superior que de una necesidad humana y de
justicia social.
Estas lecciones se repiten en las relaciones de profesores y secretarias
con el personal administrativo y de mantenimiento. Los profesores trans-
miten su propia superioridad y llevan a cabo una segregación social sufi-
cientemente extrema, de manera que no haya ocasión en que la realidad
de esa superioridad sea cuestionada. Como grupo, aceptan y apoyan la
división de tareas que llevan a todos, excepto a ellos mismos, al aburrimien-
to y al estancamiento. Las relaciones sociales amigables aunque deferentes

569
Duncan Kennedy

refuerzan el sentimiento generalizado de que la situación es la mejor para


todos, de modo que la jerarquía parece desaparecer en la penumbra de la
cordialidad cuando, en realidad, cualquier desafío al régimen sería en-
frentado con ira y represalias.
Todo esto es enseñar con el ejemplo. A través de su relación con los
alumnos y de la cultura estudiantil que promueven, los profesores hacen
llegar el mensaje de manera más directa y poderosa. La relación alumno/
profesor es un modelo para la relación entre los abogados contratados y
los socios seniors, y también para la relación entre los abogados y los jue-
ces. La relación entre estudiantes es el modelo para las relaciones entre los
abogados como pares, para la formación de estratos generacionales en un
estudio, y para la “fraternidad” de los miembros del mismo foro.
Dentro y fuera del aula, los estudiantes aprenden un particular estilo
de respeto. Aprenden a sufrir alegremente ser interrumpidos en medio
de una frase, recibir bromas y ataques ad hominem, ser dejados de lado
sin razón, soportar preguntas que por vagas resultan imposibles de res-
ponder, pero que de algún modo siempre se responden mal, ser
abruptamente ignorado y recibir señales de aprobación tacañas (aunque
estas cosas no sean la norma siempre y en todas partes). Aprenden, si
tienen talento, que la sumisión es más efectiva con una pequeña dosis
de rebelión, que ofrezca alguna resistencia antes de ser doblegada. Apren-
den a saborear migajas, a olfatear indicios del humor del amo, que pue-
de significar la diferencia entre un buen día y uno miserable. Aprenden
a tomar todo esto de buena gana, y que a veces hay timidez, buenas
intenciones, y compromiso en que uno aprenda detrás de la fachada
autoritaria. Lo mismo sucederá con muchos cascarrabias de toga en los
años por venir.
Y también se establecen vínculos de afinidad. Entre muchas opciones,
cada estudiante elige uno o varios mentores, a quienes admira y de quie-
nes depende, para convertirse de cierta forma en “amigos” si el maestro es
progresista, o para “sentarse a sus pies” si fuese más “tradicional”. Uno
aprende que su mentor es diferente de los demás profesores y admira esas
diferencias, y al mismo tiempo el mentor llega a conocer los puntos fuer-
tes y las debilidades de su discípulo, mientras ambos tratan de impedir
que el inevitable pedido de cartas de recomendación corrompa la expe-
riencia. Y todo esto puede ser fructífero y satisfactorio, o degradante, o
ambas cosas al mismo tiempo. Lo mismo sucederá en algunos años con el
abogado que lo introduzca a la práctica, su “padrino jurídico”.

570
La educación legal como preparación para la jerarquía

En las relaciones alumno/profesor se transmite también un tercer men-


saje, más sutil e inconsciente. Los profesores son en su mayoría blancos,
hombres y de clase media; y casi todos (pero nunca todos) los profesores
negros o las profesoras dan la impresión de asimilarse a ese estilo, o de ser
inseguros o estar disconformes. Desde el primer día de clase, los estudian-
tes negros, las mujeres y los que pertenecen a la clase obrera descubren algo
sumamente importante acerca del mundo profesional: que ni siquiera en
apariencia es pluralista en términos culturales. El profesor impone el tono,
–blanco, masculino y de clase media–. Los estudiantes se adaptan. Lo ha-
cen en parte por miedo, en parte con la esperanza de beneficiarse, en parte
por genuina admiración hacia quienes desempeñan el papel de modelo.
Pero la línea entre adaptarse a los contenidos intelectuales y técnicos de la
educación jurídica y la adaptación al estilo cultural de los blancos, hombres
y de clase media es muy fina y fácil de perder de vista.
Mientras que los estudiantes entienden que hay diversidad entre ellos
y que los profesores no son realmente homogéneos en lo que hace a su
carácter, a su origen social o sus opiniones, la clase en sí misma se torna
cada vez más uniforme a medida que la educación jurídica avanza. Los
personajes del aula se van pareciendo cada vez más al mismo estereotipo.
Esto no significa que los profesores castiguen a alguien que hable en argot,
o se vista o dé ejemplos u opine de modo que las diferencias se noten,
aunque eso podría llegar a suceder. Pero probablemente será sancionado
–con mayor o menor severidad– si se niega a adoptar el tipo de discurso
racionalista y dominante que todo el mundo identifica con los abogados.
De todas formas, la presión indirecta hacia la conformidad es intensa.
Si uno se siente alienado en este ambiente, es raro que haga algo al
respecto en el aula misma, por más que se queje entre sus amigos. Es más
que probable que uno encuentre en clase una manera de responder que se
parezca a la que el profesor quiere, que se parezca mucho al profesor, si el
que juzgara fuera alguien que sólo nos ha visto en la clase, por más que
nuestra imitación se vea afectada por la necesidad de suprimir la bronca.
Y cuando algún profesor, al menos una vez en alguna clase, hace un co-
mentario que parece racista o machista, o no parece dispuesto a ser igual-
mente exigente con los estudiantes negros o con las mujeres que con los
varones blancos, o es más exigente con ellos, o interrumpe la discusión
cuando una estudiante se enoja por la broma de algún estudiante varón
sobre el delito de “abuso deshonesto”, es poco probable que después uno
haga o diga nada al respecto.

571
Duncan Kennedy

Es fácil ver esta situación de uniformidad cultural forzada como opre-


siva, pero es más difícil verla como una forma de entrenamiento, en espe-
cial si uno la ha advertido y la detesta. Pero de todas maneras, es un
entrenamiento. Uno adquirirá manierismos, modos de hablar, gestos, que
serían “neutros”, si no fuera porque son emblemáticos de la pertenencia al
universo de la profesión. Uno llegará a aceptar que, como abogado, vivirá
en un mundo en el que aspectos esenciales de su propia persona no están
representados, o lo están insuficientemente, y en el que las cosas que a
uno no le gustan serán aceptadas a tal punto que a nadie se le ocurrirá que
son siquiera controvertidas. Y uno llegará a aceptar que no se puede hacer
nada al respecto. Uno desarrolla maneras de sobrellevar estas perspectivas,
desviando la atención o desentendiéndose cuando la conversación toma
cierta dirección, o bien participando activamente mientras se finge igno-
rar lo que pueda haber de ofensivo en la conversación, o incluso
reinterpretando como si fueran inofensivas las cosas que en otras circuns-
tancias nos hubieran hecho rabiar. Estas son técnicas que, más que forta-
lecer, incapacitan a los estudiantes, técnicas que los ayudarán a encerrarse
en el mundo de la práctica.
Gran parte de los matices de las relaciones entre los estudiantes provie-
nen de sus relaciones con el cuerpo docente. Existe un sentimiento de
hermandad de sangre, que se expresa en infinitas especulaciones acerca
del Olimpo del profesorado. La especulación está influida por la bronca,
expresada a veces en farsas teatrales de los estudiantes o en la columna
humorística de la revista de la facultad (“Saquémosle el jugo a los talentos
del profesor X: convirtámoslo en una hamburguesa”). Es probable que,
superficialmente, haya un patrón de cooperación y no de competencia.
Pero una cosa básica que hay que aprender son los límites de esa coopera-
ción. Muy poca gente puede combinar la rivalidad por las notas, por la
pertenencia a la revista jurídica, por las relatorías para un juez, por buenos
empleos de verano, con el ofrecer ayuda a otro miembro del mismo grupo
de estudio de modo tan efectivo que éste pueda llegar a convertirse en un
peligro. Uno aprende a la vez camaradería y desconfianza. Lo mismo sucederá
entre los abogados de la misma edad en un estudio jurídico.
Y todavía hay más. A través de las reacciones de los compañeros
–hechos difusos, disimulados, que simplemente “suceden”, ya sea en cla-
se o fuera de ella– las mujeres aprenden cuán importante es no parecer
“histéricas”. Los estudiantes de clase media-baja, aprenden que no se les
tiene que ver la camiseta, y que hay ciertos estampados y tipos de ropa

572
La educación legal como preparación para la jerarquía

que los estigmatizan, independientemente de sus notas. Los estudiantes


negros aprenden sin sorpresa que la profesión tiene sus propias formas de
racismo y que su sola presencia significa ser beneficiario de una medida
de acción afirmativa, a menos que signifique que “lo hubiera logrado in-
cluso sin acción afirmativa”. Se preocupan por formas de favoritismo tan
diabólicas que ni siquiera se pueden ver, y se preguntan si el razonamien-
to jurídico es intrínsecamente blanco. Mientras tanto, las decenas de pe-
queños cambios que los asemejan cada vez más a los estadounidenses de
clase media y clase media-alta, engendran toda una retórica acerca de
cómo la comunidad negra no está dividida en clases. En algún nivel, esto
no es más que la repetición de lo que sucedió en el secundario. En otro
nivel, es la forma de llegar a convertirse en socio de un estudio jurídico.
El toque final que completa el cuadro de la Facultad de Derecho, como
entrenamiento para la jerarquía profesional, es el proceso de búsqueda de
trabajo. Como cada estudio jurídico, con la participación tácita o explíci-
ta de la facultad, realiza un vistoso despliegue de su status dentro del foro,
el propio foro afirma y celebra los valores jerárquicos y las recompensas
que los estudios brindan. Este proceso es sumamente poderoso para los
estudiantes que atraviesan los procedimientos de contratación elaborados
por los estudios que se sitúan en la mitad más alta del ranking de la
profesión. Los procedimientos incluyen pasantías en el verano de primer
año, docenas de entrevistas, viajes pagos,10 pasantías en el verano del se-
gundo año, más entrevistas, más viajes pagos, etc.
Este sistema permite a los estudios inculcar un sentido social a los
aspirantes a trabajar en ellos, un sentido de cómo contribuirán a la ima-
gen del estudio fuera del ámbito del derecho y al sistema interno de
deferencia y pleitesía. Permite a los estudios convencer a los estudiantes
de la extraordinaria opulencia de la vida que ofrecen, sumándole lo atrac-
tivo de viajes gratis, cenas a cuenta del estudio, habitaciones en hoteles de
lujo y fiestas en algún country club al mensaje sencillo de buena plata en el
cheque de pago. Y les enseña a los estudiantes de las facultades de dere-
cho más encumbradas, a estudiantes que han experimentado el éxito en
su carrera académica, que no están tan seguros como ellos creían.

10. Por increíble que parezca desde la mirada latinoamericana, los estudios jurídicos impor-
tantes de los EE.UU. realizan entrevistas de trabajo en varias de las facultades más prestigiosas,
situadas en diversos puntos del país, y pagan a los estudiantes pre-seleccionados viaje y estadía
para que conozcan su sede y a sus integrantes. [N. de los T.]

573
Duncan Kennedy

Cuando los estudiantes de Columbia o Yale empapelan los pasillos de


las residencias universitarias con cartas de rechazo, o hacen concursos que
premian la mayor cantidad de cartas rechazadas o la carta más desagrada-
ble, demuestran el sentido de lo que ese ritual significa para ellos. Hay
muchas formas en las que un jefe puede convencernos para que le lavemos
los dientes y lo peinemos. Una de esas maneras es arreglar las cosas de
modo tal que casi todos los estudiantes consigan buenos trabajos, pero la
mayoría de los estudiantes consiga esos buenos trabajos recibiendo una o
dos ofertas después de veinte entrevistas.
Mostrando la carnada, poniendo en claro las reglas del juego y some-
tiendo a casi todo el mundo a la ansiedad de saber si serán o no aceptados,
los estudios estructuran la entrada en el ejercicio de la profesión de modo
de maximizar la aceptación de la jerarquía. Si uno siente que ha tenido
éxito, estará eternamente agradecido y tendrá intereses creados. Si uno
siente que ha fracasado, se echará la culpa, si es que no está ocupado
sintiendo envidia. Cuando a uno le toque ser el socio contratante, poseerá
una comprensión visceral de lo que está en juego, pero a esa altura será
difícil incluso imaginarse por qué alguien querría cambiar las cosas.
Dado que estas jerarquías son generacionales, son más fáciles de tomar
que aquellas que reflejan crudamente la raza, sexo o clase. Uno algún día
será un socio senior y, quién sabe, tal vez hasta juez; tendrá también sus
discípulos y será el objeto de bronca y de admiración de aquellos que
vienen detrás. El entrenamiento para la obediencia es también entrena-
miento para la dominación. Nada más natural y –si uno ya ha hecho su
sacrificio– nada más justo que, como parte de un grupo, uno haga aquello
que le hicieron, para bien o para mal. Aunque en realidad nada tiene por
qué ser necesariamente así y, si uno lo recuerda, el lugar donde aprendió
todo esto es en la facultad.
He afirmado que la educación jurídica es una de las causas de la jerar-
quía jurídica. La educación jurídica sostiene a la jerarquía por analogía, le
aporta una ideología que la legitima justificando las normas que subyacen
a ella, y le ofrece una ideología particular que mistifica el razonamiento
jurídico. La educación jurídica estructura al conjunto de futuros aboga-
dos de tal manera que su organización jerárquica parece inevitable, y los
entrena detalladamente para que miren, piensen y actúen como todos los
demás abogados del sistema. Hasta este punto he presentado este análisis
causal, como si la educación jurídica fuera una máquina que alimenta a
otra. Pero las máquinas no tienen conciencia una de otra: si alguien las

574
La educación legal como preparación para la jerarquía

coordina, es alguna inteligencia externa. Los profesores de derecho, por


otro lado, tienen un sentimiento vívido acerca de cuál es la imagen de la
que goza la profesión, y qué espera que ellos hagan. Desde el momento en
que los actores de ambos sistemas se adaptan unos a otros y consciente-
mente tratan de influenciarse recíprocamente, la educación jurídica es
tanto una consecuencia de la jerarquía legal como su causa. Para mí, esto
significa que los profesores de derecho son personalmente responsables de
la jerarquía jurídica, incluyendo la jerarquía dentro de la educación jurí-
dica. Si ella existe, es porque ellos la crearon y la reproducen generación
tras generación, de la misma manera en que lo hacen los abogados.

La respuesta de los estudiantes a la jerarquía

Los estudiantes responden de distintas maneras a la consciencia lenta-


mente emergente de las realidades jerárquicas de la vida en el mundo del
derecho. Mirando alrededor, veo estudiantes que entran de lleno al siste-
ma, estudiantes en los que el entrenamiento “prende” de manera bastante
directa. Otros parecen, al menos, manejarse de manera más compleja.
Ellos aceptan que el sistema se presente como neutro, apolítico,
meritocrático, instrumental, una cuestión de habilidad. Y también acep-
tan lo que el sistema les promete: si cumplen con su trabajo, “trabajan el
tiempo que corresponde” y consagran sus horas, son libres para pensar,
hacer y sentir lo que quieran en su “vida privada”.
Este modo de respuesta es complejo ya que, aunque se los pronuncie
sinceramente, nadie cree en realidad en el contenido de estos mensajes.
La gente que suele aceptar estos mensajes al pie de la letra frecuentemente
tiene la sensación de que lo que sucede en realidad es diferente. Dado que
el derecho no es ni apolítico, ni meritocrático, ni instrumental ni tampo-
co una cuestión de habilidad (al menos no es únicamente todo esto), y
dado que el entrenamiento para la jerarquía no es una mera cuestión de la
“vida pública” por oposición a la “vida privada”, es inevitable que entre-
guen y reciban a cambio algo distinto de lo que se sugerían las cláusulas
del pacto. A veces las personas llevan a cabo una suerte de parodia: se
comportan de un modo duro, racionalista, típico de los abogados en la
práctica profesional, y construyen su ser privado de tal modo que en la
superficie parece exagerar deliberadamente las cualidades opuestas: cali-
dez, sensibilidad, amabilidad o radicalismo cultural.

575
Duncan Kennedy

A veces uno encuentra la versión opuesta: la persona nunca se entrega


por entero al “razonamiento jurídico”, de modo que queda siempre un
poco desubicado, y parece que no fuera un jugador de demasiada buena
fe en la vida profesional, sintiendo una incapacidad paralela de “vivir” su
“yo” privado. Por ejemplo, hablan de negocios y se obsesionan acerca del
día de trabajo, mientras se odian por no ser capaces de “relajarse”, pero
luego se dan cuenta de que en el trabajo no pueden llevar a cabo las tareas
asignadas por su cuenta, y que cada nueva tarea parece una amenaza des-
agradable para sus frágiles sentimientos de confianza.
Para los alumnos progresistas y de izquierda, hay otra posibilidad, que
podría denominarse el “método de la denuncia”. Uno puede tomar el
trabajo de la facultad seriamente como una especie de obligación y hacer-
lo fríamente con ese espíritu, odiar a sus compañeros por rendirse, y con-
centrar sus esperanzas en “no convertirse en un abogado” o en la fantasía
de desempeñar algún trabajo jurídico progresista y no problemático una
vez graduado. Esta respuesta es difícil desde un primer momento. Si uno
rechaza lo que los profesores y la “cultura estudiantil” dice acerca de qué
significa el programa de primer año y cómo aprenderlo, es difícil saber
cómo llegar a convertirse en alguien mínimamente capaz. Uno tiene que
desarrollar una teoría propia acerca de qué cosas son enseñanza válida de
habilidades técnicas y qué cosas son puro adoctrinamiento, y el deseo
ambivalente de ser exitoso pese a todo puede sabotear la propia indepen-
dencia. A medida que se aproxima el día de la graduación, se hace más
clara la situación de que existen pocos trabajos jurídicos virtuosos a los
que postular, y la situación se parece cada vez más a la del resto, y tal vez
peor. Muchos (aunque de ninguna manera todos) de los estudiantes que
comienzan denunciando, terminan por aceptar alguna de las versiones
del pacto de vida pública por vida privada.
Estoy bastante más seguro acerca de las pautas que acabo de describir
que acerca de las actitudes sobre la jerarquía que las acompañan. Mi propia
posición en el sistema de clase, sexo y raza (como hombre blanco de clase
media-alta) y mi posición en el ranking de la jerarquía profesional (como
profesor de Harvard) hacen que tenga interés en percibir que la jerarquía es
omnipresente y sumamente importante, aun cuando me preocupe por con-
denarla. Y hay un problema de imaginación que va más allá del interés. Es
difícil para mí saber si llego a comprender las actitudes frente a la jerarquía
de las mujeres, de los negros o de los hijos de clase trabajadora, o de perso-
nas que se ganan la vida cuidando propiedades residenciales vacías. Los

576
La educación legal como preparación para la jerarquía

miembros de esos grupos a menudo sugieren que la experiencia de la opre-


sión no puede ser entendida por los que no la vivieron, aunque a veces la
imposibilidad de entenderla es más personal que inevitable. A menudo me
parece que todas las personas tuvieron alguna vez experiencias análogas so-
bre la realidad opresiva de la jerarquía, incluso aquellos que parecen más
favorecidos por el sistema –que, tenga tres o quince metros de largo, la soga
alrededor del cuello se siente igual–. Por otro lado, está claro que la jerar-
quía crea distancias imposibles de ser superadas.
No es raro que una persona responda a una descripción de la jerarquía de
los estudios jurídicos negando de plano que la profesión esté jerarquizada.
Los abogados que provienen de la clase media-baja suelen tener mucho más
poder político que los abogados de la elite, aun bajo gobiernos del Partido
Republicano. Es más, todos los abogados conocen instancias de verdadera
amistad, que aparentemente están por fuera y más allá de las distinciones
supuestamente tan importantes, y pueden citar ejemplos de abogados de
clase media-baja que trabajan en estudios de clase media-alta, y viceversa.
Hay muchos abogados que parecen desafiar la clasificación jerárquica, y
estudios y facultades de derecho que hacen lo mismo, de tal modo que uno
puede sostener que la pretensión jerárquica de que todo y todos están
“rankeados” se derrumba en el momento en que se intenta dar ejemplos
concretos. Muchas veces alguien me ha dicho que tal vez tenga razón res-
pecto de la perversidad del ranking, pero que él nunca lo había notado, que
trata a todos los abogados de la misma manera, independientemente de su
clase o reputación profesional, y que nunca, excepto en algún caso extraor-
dinario, se topó con abogados que violaran la norma de la igualdad.
Cuando la persona que dice esto es un abogado empresarial rico, com-
pañero mío de curso en el ingreso a la facultad, tiendo a interpretarlo
como una negación intencional de cómo es tratado y de cómo trata a los
demás. Cuando la persona que lo dice es alguien que yo percibo como
menos favorecida por el sistema (por ejemplo, una mujer de clase media-
baja, que estudió en la Universidad de Brooklyn y trabaja duramente para
un estudio pequeño del centro de la ciudad), es más difícil saber cómo
reaccionar. Tal vez esté equivocado acerca de cómo son las cosas. Tal vez mi
preocupación acerca de los horrores de la jerarquía es sólo una manera de
extraer la última gota irónica de placer de mi propia superioridad jerár-
quica. Pero yo no creo que sea así. La negación de la jerarquía es falsa
conciencia. El problema no es si la jerarquía está ahí, sino cómo se la
interpreta y cuáles son sus consecuencias para la acción política.

577
578
¿Son los abogados
realmente necesarios?
Entrevista a Duncan Kennedy*

En este diálogo con uno de los fundadores del movimiento Critical


Legal Studies (“Estudios Legales Críticos”) el debate gira alrededor de una
cuestión fundamental: ¿qué hacen los abogados por la sociedad?
Critical Legal Studies nació a fines de la década del ’60 a partir de un
grupo de estudiantes activistas y jóvenes profesores universitarios de la
Facultad de Derecho de la Universidad de Yale, convencidos de que utili-
zar el razonamiento jurídico para justificar las reglas de la sociedad actual
crea la apariencia de que sus consecuencias opresivas son inevitables, lógi-
cas o inherentemente justas. Entre sus fundadores estaba un estudiante
llamado Duncan Kennedy.
En 1977, adherentes a Critical Legal Studies formaron una red que
tuvo como centro la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard.
Kennedy, de cuarenta y cinco años y actualmente profesor de la Facultad
de Derecho de la Universidad de Harvard, es el vocero no oficial y líder
del movimiento. Kennedy considera que mucho de lo que se enseña en
Harvard y otras facultades de derecho son “tonterías” y poco más que un
“lavado de cerebro” para preparar futuros “abogados empresariales” que
cumplen en la sociedad papeles que son “alternativamente malignos e
inconsecuentes”.
Aquí tenemos una definición de lo que Kennedy considera “abogados
empresariales”: ellos “están aliados con intereses empresarios egoístas. Ha-
cen lobby en contra de la legislación regulatoria y tratan de hacerla pedazos

* Extraída de la revista Barrister, número 16 del otoño de 1987. Traducción Axel O. Eljatib,
revisada por Christian Courtis.

579
Entrevista a Duncan Kennedy

ante los tribunales; hacen lo mejor posible para destruir los sindicatos, o
para preservar un ‘medio ambiente libre de sindicatos’, y por política
fiscal entienden impuestos mínimos. A cambio de toda esta actividad
antisocial reciben grotescas recompensas de dinero, que ellos aceptan sin
el menor rastro de vergüenza”.
A veces, Critical Legal Studies parece hacer un ejercicio de
“autoaborrecimiento” jurídico. El movimiento tiene raíces en el “realismo
jurídico”, cuyos partidarios plantearon desde principio de siglo que en la
mayoría de los casos se pueden encontrar precedentes para defender a
ambas partes, y que las inclinaciones personales del juez, sus creencias y
prejuicios tienen más que ver con las decisiones jurídicas que una abstrac-
ta “ciencia jurídica”.
Los “Crits” –como son llamados los adherentes al movimiento Critical
Legal Studies– alientan a los estudiantes de derecho a que otorguen a sus
creencias morales y políticas un peso influyente sobre lo que estudian. Como
abogados, esos mismos estudiantes podrían hacer que esos valores morales y
políticos influyan en su práctica profesional.
El verano pasado (en 1986 [N. T.]) se desató en el campus de la Facultad
de Derecho de Harvard una amarga disputa por algunos cargos de profeso-
res, bajo la grave sospecha de que el rechazo del otorgamiento de un cargo
permanente a dos profesores y la denegación de contratación de un tercero
se debió a su afiliación al movimiento Critical Legal Studies.
Los “Crits” creen en el activismo de base para cambiar el sistema legal.
Esas ideas no amenazan revolucionar el sistema en el corto plazo, pero han
introducido el sugestivo tema no sólo de cómo se enseña y aplica el derecho,
sino también de cómo ha moldeado a la sociedad estadounidense.
Lo que Kennedy y otros adherentes al movimiento Critical Legal Studies
parecen querer, es que los abogados piensen acerca de lo que la profesión
significa para la sociedad, y si lo que hace el sistema legal vale la pena.
La entrevista, grabada en Cambridge, Massachusetts, fue conducida
por la editora asociada de la revista Barrister, Vicky Quade.
VQ: Explique su manifiesto al hombre de la calle ¿Qué significa realmente
Critical Legal Studies?
DK: Critical Legal Studies es un movimiento o una organización, no
una ideología o manifiesto. Es una red, un grupo de personas que están
en estrecho contacto entre sí, que comparten cierta voluntad de conocer y
discutir el trabajo de los otros, y que comparten algunas actitudes. No se
trata de un manifiesto, es más bien un conjunto de actitudes. La mayoría

580
¿Son los abogados realmente necesarios?

de los miembros de Critical Legal Studies son profesores de derecho. Hay


un número relativamente pequeño de abogados que ejercen la profesión,
y también algunos teóricos de otras ciencias sociales. No es un movimien-
to social en el sentido ordinario del término, ni una organización de base.
Es más bien una asociación bastante libre de profesores de derecho.
Critical Legal Studies es una red de izquierda. Casi todos sus miembros
son de centro izquierda, liberales o radicales. Pero no es una red política-
mente excluyente, ya que también hay personas asociadas que son conser-
vadoras pero que están interesadas en el aspecto intelectual.
El movimiento comparte también un proyecto de reforma de la educa-
ción jurídica. Una actitud crítica hacia la forma en que funciona la educa-
ción jurídica, una crítica humanística a la educación jurídica.
Ponemos énfasis en la forma en que el razonamiento jurídico presenta
a las reglas jurídicas como más necesarias, inevitables e intrínsecamente
justas de lo que realmente son.
Una segunda cuestión sería que los jueces y abogados tienen un nivel
más alto de responsabilidad y un abanico de elecciones más amplio del
que dicen tener.
Un tercer nivel sería el argumento que postula que las normas jurídicas
tienen un gran impacto en la distribución de la riqueza y poder en la
sociedad. Por ello, si uno piensa que la distribución del poder y la riqueza
entre hombres y mujeres, entre ricos y pobres, entre gente de distinta
raza es injusta, y si las normas jurídicas tienen un gran impacto en ello,
entonces la gente que crea esas normas es responsable de dicha injusticia.
Esa es la actitud intelectual y política que creo que está más ampliamente
difundida en el movimiento.
VQ: ¿Cuál es su definición de “Derecho”?
DK: Casi nunca escribo o digo algo en lo cual tenga demasiada impor-
tancia la definición de derecho que uno adopte. No suelo creer que se
pueda hacer mucho con las definiciones. Cuando hablo sobre el derecho,
generalmente me refiero a las normas jurídicas aplicadas, a los argumen-
tos que la gente emplea y a los procesos de razonamiento por medio de los
cuales se crean y aplican las normas.
VQ: Uds. suelen decir que la doctrina jurídica no es objetiva, que es la base
del capitalismo empresarial y que sus consecuencias son radicalmente injustas
¿Son esas las tres proposiciones básicas de Critical Legal Studies?
DK: No hay un número correcto de proposiciones. La gente me pre-
gunta todo el tiempo “qué es Critical Legal Studies”. Yo he dado muchas

581
Entrevista a Duncan Kennedy

respuestas que van de una a ocho proposiciones, dependiendo de lo que


en ese momento resulte más claro.
Lo que digo es que la gente que utiliza el razonamiento jurídico pre-
senta a las normas del sistema como naturales, necesarias y justas, cuando
frecuentemente no lo son. Hay mucho más espacio para la discusión en el
sistema del que los abogados y jueces dicen que hay. Hay mucha más
discrecionalidad y libertad de elección que la que admiten, sin perjuicio
de que no se trata de una discrecionalidad total o de absoluta libertad de
elección. Las reglas que ellos adoptan tienen un fuerte impacto en la dis-
tribución de la riqueza y del poder en la sociedad. Si uno considera que la
distribución de la riqueza y del poder en la sociedad es injusta, entonces
parte de la responsabilidad por ello le corresponde a la gente que hace las
leyes. Ahí tenemos cuatro proposiciones.
VQ: ¿No están Uds. echando demasiada culpa a quienes hacen las leyes por
los privilegios financieros, políticos y culturales de los que están en la cima, y
por la existencia de una clase subalterna?
DK: No creo haber definido una cantidad determinada de responsabi-
lidad que debería adjudicarse a la gente que hace las leyes. Lo cierto es
que la forma en que los abogados, jueces y legisladores presentan lo que
hacen, lleva a la gente a minimizar su responsabilidad. Sobre ellos debería
recaer mucha más responsabilidad. Ahora bien, “cuánta” no es algo sobre
lo que me haya puesto a pensar.
VQ: ¿Por qué debería haber una distribución igualitaria de la riqueza y
poder en la sociedad?
DK: La idea de una completa igualdad en la distribución de la riqueza
y del poder es probablemente un sinsentido. Aunque uno se lo propusie-
ra y fuera capaz de sacrificar todo por la igualdad, nunca podría alcanzar
la absoluta igualdad. La gente sencillamente difiere demasiado entre sí.
La cuestión es si no debiera existir una distribución de la riqueza y
del poder mucho más igualitaria que la que tenemos actualmente. Mu-
chas de las actuales desigualdades implican un gran sufrimiento para la
gente situada en el extremo pobre de la escala, y un lujo superabundan-
te para la gente del otro extremo. El sufrimiento de la gente del extremo
pobre podría aliviarse drásticamente tomando un poco de la gente del
extremo rico.
VQ: ¿Es Ud. el Robin Hood de la comunidad jurídica?
DK: Robin Hood vivía fuera de la ley.
VQ: Algunos lo llaman a Ud. así.

582
¿Son los abogados realmente necesarios?

DK: Sólo soy un profesor de derecho que habla, enseña y provoca algu-
na agitación completamente dentro del sistema.
Hay una segunda razón por la cual debería haber muchísima menos
inequidad. A veces la desigualdad puede resultar un incentivo útil para
incrementar la producción, pero gran parte de la desigualdad que tene-
mos en nuestra sociedad es completamente inútil. Refleja simplemente
que “Nosotros, el Pueblo” (“We the People” es el sujeto del Preámbulo de
la Constitución estadounidense [N. T.]) hemos permitido que un peque-
ño número privilegiado de grandes propietarios se sigan beneficiando de
una porción completamente inmerecida y enormemente desproporcionada
de la riqueza del país.
No creo que perdamos nada en términos de productividad o efi-
ciencia si a esa gente sencillamente le fueran aplicados impuestos a
tasas mucho más elevadas. Tasas lo suficientemente altas como para
reducir en una pequeña fracción la riqueza que esas personas tienen
actualmente.
VQ: ¿Cree Ud. que toda la población es capaz de manejar la riqueza y
el poder?
DK: No. Hay personas que realmente no tienen la capacidad para
manejar la riqueza y el poder. Pero no creo que la actual distribución de la
riqueza y del poder esté dispuesta de tal forma que pueda mantenerlos
fuera del alcance de esas manos y ponerlos en las de la gente que sí es
capaz de hacerlo. Muchas de las personas que ahora tienen riqueza y po-
der son prácticamente incapaces de manejarlos, y gran parte de la pobla-
ción que no los tiene podría fácilmente hacerlo.
Hay generalmente tres clases de argumentos en contra del nivel actual
de desigualdad. Uno, que produce un enorme sufrimiento a la gente que
está en el extremo de la escala social. En una sociedad desigual como la
nuestra, con la cantidad de riqueza que tenemos, la gente de abajo está
realmente arruinada.
En términos económicos, distribuir enormes cantidades de bienes a lo
que básicamente es una amplia y parasitaria clase de propietarios es un
desperdicio injustificado.
Aun cuando la sociedad fuese mucho más rica, de manera que la gente de
abajo estuviese mucho mejor, la desigual distribución de riqueza y de poder
entre razas, entre hombres y mujeres, entre clases sociales definidas económi-
camente cuya pertenencia está determinada por el nacimiento, constituye un
sistema que es intrínsecamente repulsivo a nuestro sentido de justicia.

583
Entrevista a Duncan Kennedy

Si vamos a tener desigualdad, por lo menos que no esté basada en el


accidente de la raza, género o nacimiento dentro de una clase social
particular.
VQ: Ud. ha abogado por una suerte de democratización interna y de re-
ducción de las jerarquías en las instituciones legales, facultades de derecho y a
veces hasta en los propios estudios jurídicos. ¿Ha tenido algún éxito?
DK: No creo que las facultades de derecho sean hoy significativamente
menos jerárquicas que hace veinte años. Yo diría que Critical Legal Studies no
ha tenido impacto alguno sobre la organización de los estudios jurídicos.
Critical Legal Studies ha hecho un aporte significativo sugiriendo a los
profesores de derecho y a muchos estudiantes la idea de que es posible
abogar por una menor jerarquización y no volverse loco.
Diez años atrás primaba la sensación de que la educación legal estaba
profundamente orientada hacia el status quo, que era una institución pro-
fundamente conservadora. Lo sigue siendo todavía, pero tal visión resulta
mucho más cuestionada que antes.
VQ: Una vez que los jóvenes abogados ingresan en el mundo laboral,
¿tiene algún sentido la doctrina de Critical Legal Studies? ¿Cree que a los
abogados jóvenes les importa la reducción de las jerarquías como meta políti-
ca? ¿Les preocupa la distribución de la riqueza en la sociedad?
DK: Critical Legal Studies no tiene una doctrina.
Debo reconocer que no estoy seguro de lo que Ud. quiere decir con
“algún sentido”. La idea es que en el derecho hay un amplio espacio de
discusión, que las normas jurídicas tienen un gran impacto en la riqueza
y en el poder, que la distribución de la riqueza y del poder es injusta y que
los que crean las leyes son responsables por ello. Estos ideales parecen
tener sentido para muchos abogados.
Muchos abogados consideran que todas estas afirmaciones son total-
mente acertadas. Otros abogados creen que todo esto es un sinsentido
subversivo y comunista.
Las ideas de los Crits son controvertidas y producen fuertes reacciones
entre los abogados que se enfrentan a ellas.
VQ: ¿Cuán frustrados están los abogados jóvenes con su trabajo?
DK: Todos los años tengo varias charlas con abogados jóvenes que van
por su primer, segundo o tercer año de trabajo en grandes estudios jurídi-
cos. Algunos parecen estar realmente contentos con su trabajo. Otros
parecen estar profundamente indignados por la forma en que se los trata
en los grandes estudios en el primer o segundo año de su vida profesional.

584
¿Son los abogados realmente necesarios?

Algunos de los que están realmente descontentos parecen querer irse. Otros
parecen adaptarse, y así logran estar en paz.
VQ: Ud. incita a los nuevos abogados contratados (associates) por grandes
estudios jurídicos a usar “tácticas colectivas sutiles” para “enfrentar, puentear,
sabotear, manipular” a los socios del estudio (senior partners). Eso suena tan
clandestino... ¿Es un consejo práctico?
DK: Primero hablemos de la “clandestinidad”. Lo que quiero decir con
eso es que los abogados recién contratados son como cualquier otra perso-
na. En una organización burocrática jerárquica y rígida, deben aprender
las tácticas de la “política de oficina”. Generalmente cuando llegan son
tan inmaduros que ni siquiera entienden que la “política de oficina” exis-
te, de modo que sufren y cometen errores.
La “política de oficina” como cuestión práctica no implica entrar al
despacho del jefe y decirle que debería dejar de maltratar a la secretaria. Si
alguien se le ocurre hacer eso, seguramente será despedido. Si todo el
mundo sabe que el jefe se comporta como un cretino con los empleados,
y uno quiere hacer algo al respecto, debe usar tácticas indirectas, sutiles,
conspirativas.
VQ: ¿Por qué no presentar denuncias ante las autoridades administrativas
competentes?
DK: La autoridad administrativa podría probablemente ofrecer al-
gún remedio para ciertos tipos de abusos dentro de una oficina rela-
cionados con las secretarias. Pero no hay legislación que proteja de las
pequeñas arbitrariedades que surgen de la desigualdad de poder en los
ambientes de trabajo. Cuando existen remedios legales, el costo para
los empleados es generalmente demasiado alto y muy atemorizante.
No es cierto que la EEOC (la Equal Employment Opportunity Commission
es la agencia administrativa competente en materia de igualdad en las
relaciones laborales en los EE.UU. [N. T.]) se encargue de las peque-
ñas tiranías.
VQ: ¿No deberían los abogados usar la ley en lugar de aprender a evadirla?
DK: Le aseguro que el personal de muchas organizaciones burocráticas
está tan intimidado o dominado que jamás podría pensar en presentar
una denuncia oficial.
Usted dice que la idea de usar tácticas ingeniosas y conspirativas para
tratar con jefes abusadores da la impresión de algo clandestino. Yo real-
mente estoy hablando de tácticas que no son confrontativas. Cuando la
confrontación no funciona, no hay que usarla.

585
Entrevista a Duncan Kennedy

No creo que tenga nada de malo el crear una suerte de conspiración de


oficina en contra del jefe que abusa de los empleados para lograr que él o
ella deje de hacerlo.
¿Son realistas esas prácticas? Eso depende de la situación. Es difícil
hacer afirmaciones generales.
VQ: ¿Cómo reestructuraría Ud. un estudio jurídico típico?
DK: No sé lo suficiente sobre estudios jurídicos como para ofrecer una
propuesta general e inteligente de reestructuración formal. Pero lo que me
resulta claro luego de haber conversado con abogados jóvenes es que ellos
tienen muchas ideas sobre la cuestión, pero que nadie los escucha. Uno
generalmente escucha críticas referidas a la explotación de los abogados
contratados (associates) por partes los socios (partners), los patrones rígidos
de obediencia interna a los socios, los estilos abusivos de supervisión.
VQ: ¿Cómo reestructuraría Ud. un estudio para eliminar todo eso?
DK: Los abusos relacionados con las jerarquías no pueden ser elimina-
dos por medio de una reestructuración formal. En cierto sentido, lo que
significa para mí ser un radical es creer que muchos de los cambios que
son deseables sólo vendrán cuando cambie la conciencia de la gente. Uno
no puede forzar un cambio de conciencia, ni legislar sobre ello. Un estilo
de supervisión abusiva cambia cuando la gente se siente lo suficientemen-
te fuerte como para contraatacar.
VQ: ¿ A qué ramas del derecho se han dedicado sus alumnos?
DK: Yo enseño a un grupo heterogéneo y muy mezclado de estudian-
tes de derecho de Harvard. La mayoría de ellos entra a trabajar en grandes
estudios que hacen derecho empresarial. Otros siguen la carrera académi-
ca. Un número pequeño se dedica al derecho de interés público.
VQ: ¿Cuáles son las mayores contribuciones que ha aportado el movimien-
to de Critical Legal Studies?
DK: Hasta la fecha la mayor contribución es haber generado en algu-
nos profesores y estudiantes de derecho la idea de que no existe en reali-
dad un único conocimiento ortodoxo, conservador, establecido, sobre el
derecho. La cuestión acerca de la función del derecho y su relación con la
justicia social, es un tema sobre el cual la gente está apasionadamente
dividida, y frente al cual algunas personas adoptan una postura progresis-
ta y radical.
En lugar de aparecer el derecho como un campo monolítico, en el cual
todos los sabios o las figuras reconocidas tienen básicamente la misma visión
conservadora, ahora parece que existen posturas de izquierda y de derecha.

586
¿Son los abogados realmente necesarios?

VQ: Su posición con respecto a los profesores de derecho convencionales


¿implica además una batalla entre generaciones?
DK: El conflicto generacional ha sido parte muy importante del con-
flicto en la educación jurídica. Una de las cosas que provocó mayor anta-
gonismo y furia contra Critical Legal Studies es que algunos Crits, inclu-
yéndome a mí, no hayamos sido lo suficientemente respetuosos con nues-
tros “mayores y mejores”. En similar sentido, la gente de nuestra edad
que en la década del ´60 estuvo involucrada con posiciones políticas radi-
cales ha sido vista por el establishment como repulsivamente irrespetuosa.
VQ: ¿Cómo se ha involucrado Ud. en el movimiento?
DK: Podría darle una lista de personas que me introdujeron en Critical
Legal Studies. Serían David Trubek y Richard Abel, ambos profesores asis-
tentes en la Facultad de Derecho de Yale cuando yo era estudiante allí;
Morton Horwitz y Roberto Unger, que fueron colegas míos cuando me
uní a la Facultad de Derecho de Harvard; Pete Gabel, que era en ese
entonces un joven profesor de derecho en el New College of California
School of Law; y Al Katz, quien enseñaba en el SUNY Buffalo Law School.
Ellos fueron quienes me involucraron en Critical Legal Studies.
VQ: ¿Y por qué se involucró Ud.?
DK: El trabajo que esa gente venía haciendo en el derecho parecía ser
del mismo tipo que la clase de proyecto político básico que yo tenía. Ellos
eran fundamentalmente personas con un fuerte ethos igualitario y comu-
nitario, que estaban pensando qué se podía hacer en la educación jurídica
para realizar ideales de esa índole. Su trabajo me pareció de lo más avan-
zado académicamente. Parecían tener una mejor comprensión que la ma-
yoría de los profesores de derecho del desarrollo de la filosofía y de la
teoría social de los últimos cien años. La mayoría de los profesores de
derecho en ese entonces operaba en un ambiente intelectual bastante
anticuado.
Esa gente me parecía avanzada académicamente y también atractiva
políticamente. Además me gustaban mucho como personas. Me sentí
muy atraído por ellos como personas.
VQ: Cuénteme sobre su infancia. ¿Ud. es hijo único?
DK: No. Soy el mayor de tres hermanos. Mi padre era arquitecto. Mi
madre es poetisa.
Vengo básicamente de una familia intelectual de clase media alta. Fui
educado para ser parte de la elite liberal dirigente. Fui a colegios privados.
Cuando era chico apoyaba a Adlai Stevenson.

587
Entrevista a Duncan Kennedy

VQ: ¿Era un niño agresivo?


DK: Me describiría como un niño desobediente, bastante agresivo y
cuestionador. De chico tenía una boca muy grande.
VQ: ¿Dónde creció?
DK: Soy de Cambridge, Massachusetts.
VQ: ¿Nunca dejó su hogar?
DK: He dejado mi hogar por períodos de tiempo bastante largos, pero
ahora hace quince años que no lo abandono.
VQ: ¿Hizo Ud. el servicio militar?
DK: No. Evité el servicio militar mediante prórrogas por estudios, por
estar casado y por ser padre de familia.
VQ: ¿Cómo calificaría la educación jurídica que recibió en Yale en compa-
ración con la que Ud. está impartiendo en Harvard actualmente? ¿En qué
medida sus antiguos profesores se vinculan con su estilo de enseñanza?
DK: La Facultad de Derecho de Yale, cuando yo entré allí, entre 1967
y 1970, era un lugar increíblemente excitante. Fuera uno un conserva-
dor, moderado o de izquierda, el lugar era igualmente muy excitante.
Había mucho debate. Había intensas relaciones estudiante-profesor que
eran conflictivas pero también cooperativas.
Como resultado de todo aquello, algunas miradas recientes de la Fa-
cultad de Derecho de Yale describieron esa época como “la Edad Oscu-
ra”. Yo creo que lo que ellos consideran “la Edad Oscura” constituyó qui-
zás el mejor período de la Facultad de Derecho de Yale desde la década
del ´30. La facultad hoy en día no es para nada como en ese entonces.
Yo calificaría el nivel de la educación jurídica que recibí como muy
alto. Sólo lamento que actualmente la Facultad de Derecho de Yale ya no
sea la clase de institución que dé a la gente ese nivel de educación.
VQ: ¿Ha ejercido Ud. alguna vez la profesión? ¿Es algo que le gustaría
hacer alguna vez?
DK: Trabajé para un estudio jurídico un verano. Además, estuve seis
meses trabajando como asistente legal en una oficina de Servicios Jurídi-
cos. Puedo imaginarme ejerciendo full time, pero no me parece probable
que suceda en un futuro cercano.
VQ: ¿Cuántos profesores forman parte de Critical Legal Studies?
DK: Es difícil responder. Depende mucho de cómo se defina a un
Crit. Yo diría, haciendo una estimación generosa, que hay unos 120 pro-
fesores de derecho en el país que se sienten fuertemente identificados con
la red de los Crits. Esa sería una estimación optimista.

588
¿Son los abogados realmente necesarios?

VQ: Los miembros del movimiento ¿están concentrados en facultades de


derecho de elite o prestigiosas?
DK: Para nada. La mayoría de ellos se graduó en facultades de derecho
de elite o prestigiosas, pero eso puede aplicarse a la mayoría de los profe-
sores de derecho. Una cantidad desproporcionadamente grande de profe-
sores de derecho se ha formado en facultades de elite o prestigiosas y los
profesores de derecho son reclutados en esas facultades, pero los Crits no
se concentran en facultades de elite. Aunque se pueda leer eso en la pren-
sa, es inexacto.
VQ: ¿Cuántos abogados practicantes cuenta Ud. entre sus adeptos?
DK: No más de una docena de abogados practicantes participa regu-
larmente en eventos de los Crits.
VQ: ¿ No está el movimiento actualmente en un punto de quiebre? ¿No
han llegado Uds. tan lejos como era posible a nivel ideológico?
DK: El movimiento está en un punto de quiebre, pero no creo que eso
tenga que ver con cuán lejos podamos llegar ideológicamente. El movi-
miento está en un punto de quiebre porque en los últimos dos o tres años
ha habido un ataque conservador concertado con la finalidad de detener
el crecimiento de Critical Legal Studies, de la red, rehusando contratar
como profesores asistentes a Crits cuando ellos estaban más calificados
que los demás postulantes, y rehusando otorgar cargos permanentes de
profesor cuando sus calificaciones eran mejores o superiores que las de
quienes finalmente los obtuvieron. Hay un poder ideológico claramente
concertado y desarrollado con la finalidad de echar a los Crits del ámbito
académico.
VQ: Ud. sostiene que los conservadores de Harvard han bloqueado la posi-
bilidad de acceder a cargos de profesor a dos adherentes a Critical Legal Studies
–Claire Dalton y Daniel Tarullo– por sus puntos de vista, y forzado a David
Trubek a buscar empleo en otro lado.
DK: Lo que pasó con Trubek fue que el profesorado aprobó por más de
dos tercios de los votos una oferta de empleo a Trubek. A instancias de
una pequeña minoría de conservadores que se oponían a Trubek, Derek
Bok, el presidente de Harvard, vetó la designación.
En el caso de Tarullo y Dalton, sucedió que los conservadores del pro-
fesorado reunieron más de un tercio de los votos, y se requieren dos ter-
cios para acceder al cargo de profesor, que Dalton y Tarullo no alcanzaron.
VQ: ¿Por qué está ocurriendo esto ahora? Otros adherentes a Critical Legal
Studies han obtenido cargos de profesores.

589
Entrevista a Duncan Kennedy

DK: De hecho, Harvard otorgó cargos durante este tiempo a un par


personas asociadas a Critical Legal Studies. Y, por supuesto, Harvard con-
cedió cargos a aquellos de nosotros que éramos parte del grupo originario
de Critical Legal Studies diez años atrás. La razón por la cual los conserva-
dores están actuando ahora es que como en el último par de años las
actitudes e ideas vinculadas a Critical Legal Studies han sido muy oídas, y
comenzaron a generar bastantes adeptos, el establishment de la educación
jurídica comenzó a sentirse seriamente amenazado.
No es que necesiten echar a todos los Crits. Sólo tienen que crear la
atmósfera necesaria para que los profesores de derecho jóvenes piensen
dos veces antes de leer nuestro material, por miedo a que por causa de
alguna acotación casual en la sala de profesores tengan encima a la “Divi-
sión Vicios” y terminen purgados. No es necesario actuar sobre mucha
gente para generar tal efecto. Es incluso una ventaja el hacerlo de manera
algo arbitraria porque ello da a todo el mundo la sensación de que, si sos
un buen muchacho o una buena chica, tus colegas te darán palmaditas en
la espalda. Pero si te comportás mal, aunque sea sólo un poquito, no
tendrás forma de saber si te van a fusilar al amanecer.
VQ: Trubek ha dejado Harvard, y ahora se refiere a la Facultad de Derecho
como el “Beirut de la educación jurídica” ¿No se ha convertido el debate en
una suerte de show secundario?
DK: ¿Un show secundario con respecto a qué espectáculo principal?
VQ: El espectáculo de la educación jurídica.
DK: El debate sobre Critical Legal Studies es muy importante para el
futuro de la educación jurídica. Es tan importante como lo fue en la
década del ´30 el debate sobre el realismo jurídico. Y eso es muy im-
portante.
VQ: Los alumnos ¿están aprendiendo algo de este debate?
DK: En primer lugar, la mayoría de los estudiantes de derecho en los
Estados Unidos no ha tenido contacto con Critical Legal Studies porque hay
muy pocos Crits. De modo que la mayoría de los estudiantes de derecho, en
efecto, no saben mucho del asunto, salvo por lo que pueden leer en los perió-
dicos. En facultades donde existía una presencia importante de Crits creo que
ha habido cierto impacto en la educación jurídica. Los estudiantes de dere-
cho de esas facultades tienen la idea de que las cosas que alguna vez parecían
indiscutidas ahora son controvertidas –como la idea de que el derecho de los
contratos y de daños es básicamente un arreglo benevolente conforme al sen-
tido común, que refleja simplemente una noción básica de justicia–.

590
¿Son los abogados realmente necesarios?

El negocio de la educación jurídica sigue siendo en Harvard en gran


medida el mismo del año pasado, y del año anterior, y del anterior a
aquél, porque en la estructura de gobierno de Harvard los estudiantes no
tienen prácticamente ninguna participación en la toma de decisiones.
Entonces sólo pueden leer sobre este debate en los diarios o las revistas
del campus, o a lo sumo escuchan comentarios de sus profesores.
Los estudiantes están fundamentalmente preocupados por su propia
formación jurídica. Algunos estudiantes tienden a alinearse en algún ban-
do. Eso es básicamente algo bueno. Estos estudiantes adquieren una idea
de cuán político es realmente el derecho. Eso les servirá de mucho en sus
carreras.
VQ: ¿Cree que el público está aprendiendo algo sobre el derecho de todo
esto?
DK: La controversia alrededor de Critical Legal Studies se presenta al
público a través de los medios. Desgraciadamente los medios tienden a
tener una comprensión superficial de lo que sucede. De hecho, podría
resumir el interés de los medios con respecto a Critical Legal Studies en:
“Es una gran historia si podés mostrar cómo esos raritos radicales de los
años sesenta siguen existiendo y están vivos en el propio lugar de desarro-
llo de The Paper Chase” (se trata de un best-seller que transcurre en la
Facultad de Derecho de Harvard y describe el ambiente competitivo de la
educación jurídica estadounidense [N. T.]). Ése es aproximadamente el
nivel de interés de los medios. De modo que el público no ha aprendido
demasiado del asunto porque los medios han sido patéticos en la forma
de comunicarlo. Espero que ponga eso en la entrevista.
VQ: Derrick Bell, uno de sus profesores de derecho asistentes, se negó a
asistir al último acto de inicio de clases en Harvard, y exhortó a otros profesores
a que lo sigan en una vigilia de 80 horas para quejarse por el rechazo de los
cargos de Dalton y Tarullo ¿Cuántos profesores apoyaron eso?
DK: Yo estaba en Albuquerque en una clínica jurídica de la ALS. Pero
creo que un buen porcentaje, entre quince y veinte profesores de la facul-
tad, habría apoyado el gesto de Derrick Bell.
VQ: Paul Carrington, el decano de la Facultad de Derecho de la Duke
University, dice que duda que quienes no creen que el derecho exista en el
sentido tradicional puedan enseñarlo. ¿Qué respuesta le merece?
DK: Si Carrington pensó que se estaba refiriendo a Critical Legal Studies,
entonces su afirmación es errónea. No es cierto que los Crits crean que el
derecho no existe en el sentido convencional. Lo que tiene en mente es,

591
Entrevista a Duncan Kennedy

de alguna manera, extraño. En general, yo describiría la intervención de


Carrington como una rara combinación entre la “paranoia por los rojos”
de la década del 50 y filisteísmo. Y creo que debería sentir vergüenza de sí
mismo, por ser decano de una importante facultad de derecho y hacer
declaraciones como las que hizo, que obviamente atentan contra la liber-
tad académica de sus profesores jóvenes. Porque haciendo ese tipo de de-
claraciones, dada la vaguedad y parcialidad política que afecta a las deci-
siones que otorgan los cargos de profesor en las facultades de derecho,
contribuye a amordazar a cualquiera en su propia facultad que todavía no
tiene un cargo y que podría tener algún interés en Critical Legal Studies.
Es irresponsable de su parte haber dicho eso.
VQ: Ud. se considera un nivelador. ¿A qué se refiere con eso?
DK: Quiero decir que soy un igualitarista radical. Creo que debería-
mos reorganizar las cosas de manera tal que haya menos desigualdad de
ingresos y mucho menos desigualdad de oportunidades en el acceso a los
empleos y al poder en la sociedad. No me refiero a una fórmula rígida de
absoluta igualdad porque no creo que tal finalidad pueda ser alcanzada
alguna vez, o que ese incluso sea un objetivo satisfactorio. Lo que quiero
decir es que en comparación a lo que tenemos ahora, deberíamos tener
menos desigualdades. Deberíamos tener una más equitativa distribución
del trabajo basura de la sociedad, e incluso una mejor distribución del
trabajo gratificante.
Debería haber una drástica redistribución de poder en los hogares en-
tre los que hacen el trabajo de la casa y los que no, y una dramática
distribución de poder en los lugares de trabajo entre los empleados y los
que hacen el trabajo gerencial.
VQ: ¿Cuál es el objetivo de Critical Legal Studies?
DK: Critical Legal Studies no tiene un objetivo o programa o manifies-
to. No hay un conjunto de proposiciones que resuman la doctrina de los
Critical Legal Studies. Lo que acabo de decir es mi opinión personal.
VQ: Entonces, ¿cuál es su opinión personal?
DK: Que debería funcionar como una red que sirva de apoyo a gente
progresista y a profesores de derecho.
VQ: ¿Dónde estaría la educación jurídica hoy en día si no hubiese existido
nunca el movimiento Critical Legal Studies?
DK: El movimiento ha estado circulando sólo por diez años. El único
impacto verdadero que Critical Legal Studies ha tenido en la educación
jurídica es haber dado a varios profesores de derecho y a un porcentaje de

592
¿Son los abogados realmente necesarios?

estudiantes mucho menor, la noción de que realmente existe una contracara


seria e inteligente a la idea de que el derecho es, y debe ser, un pilar
natural y necesario del status quo, y de que el status quo es algo muy bue-
no. Critical Legal Studies ha logrado que gente que no piensa así encuentre
algún apoyo institucional dentro de la educación jurídica. La educación
jurídica deja de ser una forma de adoctrinamiento sin oposición.
VQ: ¿Cuán gratificante puede ser para Ud. el movimiento Critical Legal
Studies si no ve muchos resultados concretos?
DK: Esa pregunta me la hacen a menudo. La encuentro un poco extraña.
Hemos tenido el gran impacto de hacer que la gente sienta que existe una
verdadera lucha y un verdadero desacuerdo sobre el tema de la justicia en el
sistema jurídico norteamericano. Lo suficientemente grande como para dar-
nos cuenta de que no hemos tenido un fuerte impacto sobre la legislación,
que no hemos tenido un efecto generalizado sobre las técnicas docentes, que
no hemos tenido un efecto generalizado sobre el comportamiento de los jue-
ces. Sería bueno tener esos efectos, pero también sería estar pidiendo dema-
siado. O implicaría ser exageradamente optimista el creer que ello podría
lograrse en el corto tiempo de existencia que hemos experimentado.
Que hayamos conseguido convencer a mucha gente de que existe un
debate significativo sobre si el sistema legal debe considerarse esencial-
mente benigno es suficiente para hacerme sentir que ello realmente ha
valido la pena.
Veo como un peligro verdadero el que el establishment conservador de
la educación jurídica vaya a decidir que lo que hemos hecho hasta ahora
es suficientemente peligroso, por lo que tienen que amedrentarnos echando
arbitrariamente a un número sustancial de jóvenes asociados a Critical
Legal Studies cuando pretenden cargos permanentes de profesor. Y negán-
doles empleos docentes sin importar si tienen buenas calificaciones.
Esto no estaría sucediendo si hubiésemos sido tan ineficientes como
Ud. sugiere.
VQ: ¿Por qué los conservadores le temen al movimiento?
DK: Por un montón de razones diferentes. Los profesores más viejos
tienen la sensación de que los Crits están infectados con el espíritu rebel-
de de la década del ´60, y que si se los contrata no les darán el tipo de
respeto y deferencia que pretenden. A los Crits se los vincula con ideas
políticas radicales, y las ideas políticas radicales en los Estados Unidos se las
suele considerar como una clase de enfermedad. Algo maligno y peligroso,
y que si te pica, quién sabe, podría infectar tu sangre.

593
Entrevista a Duncan Kennedy

Muchos conservadores tienen aversión hacia las ideas radicales, pero


creen que son peligrosamente seductoras. Por ello, en sus cabezas resulta
justificable eliminarlas como si fueran microbios.
Muchos profesores de derecho tienen la sensación de que son dueños
del sistema educativo. Es algo suyo. Les ha pertenecido por generaciones.
Se trata básicamente de una institución de la clase dominante. Si querés
estar en contra de ello, ser crítico de la vida social estadounidense y de las
instituciones estadounidense, tenés que ir a otra parte y no ensuciar su
nido. Tienen como un sentimiento de propiedad.
Y además está el problema de que a Critical Legal Studies se lo asocia
con ideas extranjeras seductoras, difíciles, complicadas y sofisticadas. No
me refiero al marxismo. Me refiero a ideas teóricas sofisticadas que provie-
nen de Europa. Ideas que parecen realmente amenazadoras. La gente que
no fue educada en ese ambiente se siente devaluada y empequeñecida por
ellas. Es una reacción natural, pero triste.
Hay una última razón. La idea básica de Critical Legal Studies es que los
abogados, jueces y profesores de derecho se han comportado de manera
de reforzar un status quo injusto, y que por ello están entre quienes son
sustancialmente responsables por la injusticia social de los Estados Uni-
dos. La idea es insultante, amenazante y amedrentante.
Si uno le dice eso al establishment de la educación jurídica, eso los
vuelve locos, con independencia de cuántas veces repitan que están com-
prometidos con la libertad académica. Resulta que los enfurece que su
corrección sea puesta en cuestión. Especialmente cuando se trata de un
desafío al que no han sido capaces de responder.

594
¿Son los abogados realmente necesarios?

Autores

Gabriel Ignacio Anitua


Doctor en Derecho de la Universidad de Barcelona. Abogado y Licenciado
en Sociología de la Universidad de Buenos Aires y actualmente profesor
adjunto regular del Departamento de Derecho Penal y Criminología.

Alberto Bovino
Abogado (UBA), Master en Derecho (Universidad de Columbia, EE.UU.).
Profesor Adjunto de Derecho Penal de la Facultad de Derecho de la UBA,
Profesor de la Maestría de la Universidad de Palermo.

Carlos María Cárcova


Doctor por la UBA. Profesor Titular Consulto de Teoría General del
Derecho y Filosofía Jurídica. Director del Instituto de Investigaciones
Jurídicas “Ambrosio L. Gioja”, Facultad de Derecho (UBA).

Christian Courtis
Abogado (UBA), Master en Derecho (Universidad de Virginia, EE.UU.).
Profesor Adjunto de Filosofía del Derecho de la Facultad de Derecho de
la UBA, Profesor de la Maestría en Derecho de la Universidad de Palermo
(Bs. As.).

Diego J. Duquelsky Gómez


Abogado (UBA), Master en Derecho (Universidad Internacional Andalu-
cía). Profesor Adjunto de Filosofía del Derecho de la Facultad de Derecho
de la UBA.

595
Autores

José Eduardo Faría


Profesor titular del Departamento de Filosofía y Teoría del Derecho de
la Universidad de San Pablo; coordinador del grupo de trabajo “Derecho
y Sociedad”, de la Asociación Nacional de Posgrado. Además, es
investigador en ciencias sociales.

Luigi Ferrajoli
Profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Camerino.

Roberto Gargarella
Abogado (UBA), Licenciado en Sociología (UBA), Doctor en Derecho (UBA),
Doctor en Derecho (Universidad de Chicago, EE. UU.). Profesor Asociado
de Derecho Constitucional de la Facultad de Derecho de la UBA, Profesor de
Derecho Constitucional de la Universidad Torcuato Di Tella (Bs. As.).

Robert W. Gordon
Profesor de derecho de la Universidad de Yale (EE.UU.). Graduado en el
Harvard College, con estudios de Postgrado en la Universidad de Harvard.

Duncan Kennedy
Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard (EE.UU.).

Enrique E. Marí (1928-2001)


Abogado (UBA) Licenciado en Filosofía (UBA). Profesor consulto de las Fa-
cultades de Derecho y Ciencias Sociales (UBA), Investigador del CONICET.

Claudio Martyniuk
Abogado (UBA), Doctor en Derecho (UBA), Profesor Adjunto de Filoso-
fía del Derecho de la Facultad de Derecho de la UBA, Jefe de Trabajos
Prácticos de Epistemología de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.

Frances Olsen
Profesora de la Facultad de Derecho de la Universidad de California-Los
Angeles (EE.UU.).

Laura C. Pautassi
Abogada (Universidad Nacional de Córdoba). Doctora en Derecho de la
Universidad de Buenos Aires, área Derecho Social. Investigadora del Consejo

596
Autores

Nacional de Investigación Científicas y Técnicas (CONICET) e investigadora


permanente en el Instituto de Investigaciones Jurídicas y Sociales, Ambrosio
L. Gioja, Facultad de Derecho, Universidad de Buenos Aires.

Gerardo Pisarello
Profesor de Derecho Constitucional, Facultad de Derecho, Universidad
de Barcelona.

Alicia E. C. Ruiz
Abogada (UBA), Profesora Adjunta de Filosofía del Derecho de la Facultad
de Derecho de la UBA, Jueza del Tribunal Superior de Justicia de la Ciu-
dad de Buenos Aires.

Boaventura de Sousa Santos


Profesor de las facultades de Derecho de las Universidades de Coimbra
(Portugal) y Wisconsin (EE.UU.). Director del Centro de Estudos Sociais
de la Universidad de Coimbra.

Máximo Sozzo
Profesor e investigador de Sociología y Criminología de la Facultad de
Ciecias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional del Litoral. Director
del Programa Delito y Sociedad y del Programa de Educación en Prisiones
de la Universidad Nacional del Litoral.

Sebastián Ernesto Tedeschi


Abogado (UBA), Master en Derecho de la Universidad Internacional
Andalucía. Jefe de Trabajos Prácticos de Filosofía del Derecho, Facultad
de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.

Paula Viturro
Abogada (UBA), Master en Derecho de la Universidad Internacional
Andalucía. Jefe de Trabajos Prácticos de Filosofía del Derecho, Facultad
de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.

Nora Inés Wolfzun


Abogada (UBA), Master en Ciencia Política de la Universidad Nacional
de General San Martín. Profesora adjunta de Filosofía del Derecho de la
Facultad de Derecho de la UBA.

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